OBRAS ESCOGIDAS ENSAYOS STEFAN ZWEIG (1981-1942) Stefan Zweig representa uno de los intelectuales más
sobresalientes de la primera mitad del siglo XX. Esta selección de obras, ofrece
la visión de este genial autor de la Civilización Occidental en la turbulenta época
que le tocó vivir. UNAS CUANTAS COSAS QUE TAL VEZ
MAÑANA YA HABRÁN DESAPARECIDO VISITA A LAS DESAPARECIDAS
CIUDADES DEL ORO VOLANDO SOBRE EL NORTE BAHÍA: FIDELIDAD
A LA TRADICIÓN VISITA AL AZÚCAR, AL TABACO Y
AL CACAO
EL MUNDO DE AYER, / MEMORIAS
DE UN EUROPEO II. LA ESCUELA DEL SIGLO
PASADO V. PARÍS, LA CIUDAD DE LA
ETERNA JUVENTUD VI. RODEOS EN EL CAMINO HACIA
MÍ MISMO VIII. LUCES Y SOMBRAS SOBRE
EUROPA IX. LAS PRIMERAS HORAS DE LA
GUERRA DE X. LA LUCHA POR LA FRATERNIDAD
ESPIRITUAL
MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD LA CABEZA SOBRE LA TRIBUNA /
MUERTE DE CICERÓN UNA FLOTA VIAJA SOBRE LA
MONTAÑA LA ULTIMA MISA EN HAGIA SOPHIA KERKAPORTA, LA PUERTA OLVIDADA FUGA A LA INMORTALIDAD / NUÑEZ
DE BALBOA EL GENIO DE UNA NOCHE / ROUGET / LA
MARSELLESA LA PRIMERA PALABRA A TRAVÉS
DEL OCÉANO / CYRUS W. FIELD EL HOMBRE QUE SE ALOJABA EN
CASA DEL ZAPATERO REMENDÓN ¿A TRAVÉS DE ALEMANIA? ¿SI O
NO? EL PROYECTIL PEGA EN EL BLANCO G) LAS CARTAS PÓSTUMAS DE UN
MORIBUNDO STEFAN ZWEIG
PREFACIO En tiempos pasados, los escritores, al dar un libro a
publicidad, solían adelantar un breve preámbulo en el que comunicaban
honradamente por qué motivos, desde qué puntos de vista y con qué propósitos
habían escrito su obra. Fue ésta una costumbre buena. Porque mediante la
franqueza, y la alocución directa establecía una inteligencia cabal entre el
autor y aquellos para quienes la obra era escrita. Y del mismo modo, yo también
quisiera decir, con toda rectitud, lo que me impulsó a dedicarme a un tema
aparentemente muy ajeno a mi habitual esfera de trabajo. Cuando en el año 1936 debía dirigirme a la Argentina
para tomar parte en el Congreso de los Pen Clubes en Buenos Aires, agregóse a
ello la invitación de hacer simultáneamente una visita al Brasil. Mis
esperanzas no eran mayormente nutridas. Tenía yo la presuntuosa idea media del europeo o
norteamericano respecto al Brasil, que ahora me esfuerzo por reconstruir:
cualquiera de las repúblicas sudamericanas, que no se distinguen claramente una
de otra, con un clima cálido y malsano, condiciones políticas revueltas y
finanzas disolutas, negligentemente administrada, y sólo medianamente
civilizada en las ciudades costeras, pero de muy hermoso paisaje y grandes
posibilidades inexplotadas; un país, pues, a propósito para emigrantes
desesperados o colonos, pero de ningún modo un país del que pudiera esperarse
un aliciente intelectual. Dedicarle unos diez días me parecía lo suficiente
para una persona que no era, por profesión, geógrafo, coleccionista de
mariposas, cazador, deportista ni comerciante. Ocho días, o cuanto mucho diez, y luego volver
prontamente, pensaba, y no me avergüenzo de registrar tan necia posición. La considero hasta importante, pues es, aproximadamente,
la misma que aun hoy se adopta por lo común en nuestros círculos europeos y
norteamericanos. El Brasil es hoy, en el sentido cultural, tan terra incognita
todavía, como lo fue en el sentido geográfico, para los primeros navegantes. Me sorprenden de continuo los conceptos confusos e
insuficientes que aun hombres cultos y de inquietudes políticas manifiestan con
respecto a ese país, que, sin embargo, está destinado a convertirse en uno de
los factores más importantes del futuro desenvolvimiento de nuestro mundo. Cuando, v. g., un comerciante de Boston habló harto
despectivamente, a bordo, de los pequeños Estados sudamericanos y yo traté de
hacerle presente que el Brasil sólo abarca un territorio mayor que el de los
Estados Unidos, creía que yo estaba haciendo una broma y sólo quiso convencerse
luego de haber echado una mirada al mapamundi. En la novela de un autor inglés
muy renombrado, para citar otro ejemplo, descubrí el divertido detalle de que
envía a su protagonista a Río de. Janeiro para que allí aprenda el español.
Pero ese autor no es más que uno entre una infinidad de hombres que ignoran que
en el Brasil se habla el portugués. Sin embargo, no me cuadra, según tengo
dicho, reprochar orgullosamente a otros sus conocimientos escasos; yo mismo, al
salir por primera vez de Europa, no sabía nada, o por lo menos nada digno de
fe, en cuanto al Brasil. Prodújome, entonces, el arribo a Río, una de las
impresiones más grandiosas que recibí en todos los días de mi vida. Estaba
fascinado y al mismo tiempo conmovido, pues no sólo se me presentó en ese
instante uno de los paisajes más hermosos del mundo, esa combinación sin par de
mar y montaña, ciudad y naturaleza tropical, sino. también una suerte
completamente nueva de civilización. Contra toda mi previsión, me hallé ante un
cuadro absolutamente singular, de una arquitectura y disposición urbana limpias
y ordenadas, ante un atrevimiento y una magnificencia en todas las rosas nuevas
y, a la vez, una cultura antigua conservada con particular eficacia, gracias a
la distancia. Había ahí color y movimiento, el ojo., excitado no se cansaba de
mirar, y dondequiera que se dirigía, se regocijaba. Me hundí en una embriaguez
de belleza y felicidad que agitó los sentidos, tendió los nervios, alivió el
corazón, activó el espíritu, y por mucho que veía, nunca era suficiente. En los
últimos días viajé al interior o, mejor dicho, creía viajar al interior. Viajé
doce, catorce horas hasta Sao Paulo, hasta Campiñas, creyendo acercarme más así
al corazón de ese país. Pero cuando, de regreso, consulté el mapa, descubrí que
con esas doce o catorce horas de viaje en ferrocarril apenas había penetrado la
piel; por primera vez empecé a barruntar la grandeza inimaginable de ese país,
que, en verdad, ya no debería llamarse país sino más bien continente, un mundo
con cabida para trescientos, cuatrocientos, quinientos millones de hombres y
una riqueza inconmensurable, explotada en menos de su milésima parte, bajo una
tierra exuberante y virgen. Un país que pese a toda la actividad diligente,
constructiva, creadora y organizadora, que pese a su desenvolvimiento rápido
sólo se halla en el comienzo del mismo. Un país cuya importancia para las
generaciones venideras no pueden prever ni aun las combinaciones más atrevidas.
Y con asombrosa rapidez se esfumó la arrogancia europea que había, traído
conmigo, harto inútilmente. Sabía que acababa de echar un vistazo sobre el
porvenir de nuestro mundo. Y cuando el barco se alejó -en una noche estrellada en
que, no obstante, aquella ciudad singular brillaba con sus teorías de perlas de
luz eléctrica más bella y mágicamente que. las chispas del firmamento -, yo tenía la certidumbre
de que no había visto por última, vez a esa ciudad, a ese país, y supe con toda
claridad que en realidad no había visto nada, o, de todos modos, no había visto
bastante. Me propuse volver al año siguiente, ya mejor preparado y dispuesto a
permanecer más tiempo para experimentar una vez más, y más intensamente, esa
sensación de vivir entre lo naciente, lo venidero, lo futuro, y para gozar más
conscientemente la seguridad de la paz, la grata atmósfera hospitalaria. Pero
no me fue posible dar cumplimiento a mi promesa. Al año siguiente, había guerra
en España y la gente se decía: espera una época más tranquila. En 1938 sucumbió Austria y nuevamente aguardóse un
momento de mayor calma. Luego, en 1939, fue Checoslovaquia, después la guerra
en Polonia y más tarde la guerra de todos contra todos en nuestra Europa.
suicida. Fue cada vez más apasionado mi anhelo de huir por un tiempo de un
mundo que se desgarra a otro que construye pacífica y productivamente; y por
fin llegué otra vez a ese país, mejor y más a conciencia preparado para tratar
de ofrecer un modesto cuadro del mismo. Sé que este cuadro no. es completo y que no puede
serlo. Es imposible conocer acabadamente el Brasil, un mundo
tan dilatado. Viví aproximadamente medio año en, este país y sólo ahora me
consta cuánto me falta, a pesar de todo el afán de aprender y de todos los
viajes, para tener una visión completa de ese país enorme, y que una existencia
entera apenas bastaría para que uno pudiera decir: conozco el Brasil. En primer
lugar, no he visto en absoluto una serie de provincias, cada una de las cuales
tiene la extensión de Francia o Alemania, y aun más, no he recorrido tampoco
las regiones de Matto Grosso, Goyaz, ni la selva regada por el Amazonas, que ni
aun las expediciones científicas han penetrado completamente. No estoy familiarizado, pues, con la vida primitiva de
esos núcleos de viviendas diseminadas por espacios dilatadísimos, ni puedo, por
lo tanto, presentar un cuadro de la existencia de todas estas clases sociales
apenas alcanzadas por la cultura: la vida de los barqueiros, que navegan sobre
los ríos, la de los caboclos de la región amazónica, la de los buscadores de
diamantes, los garimpeiros, la de los vaqueiros y gauchos, ni la de los
trabajadores de las plantaciones de caucho en la selva virgen, los
seringueiros, ni la de los baranqueiros de Minas Geraes. No visité las colonias
alemanas de Santa Catalina, donde, según se dice, en las casas viejas cuelga
aún el retrato del emperador Guillermo, y en las nuevas, el de Hitler, ni las
colonias japonesas del interior de Sao Paulo, y no. puedo informar a nadie a
ciencia cierta si algunas tribus indias de las selvas impenetrables se dedican
todavía, realmente, al canibalismo. En cuanto a los paisajes dignos de admirarse, también
conozco. muchos de los más notables sólo a través de fotografías y libros. No
hice el recorrido de veinte días a lo largo de la selva verde y, dentro de su
monotonía magnífica, del Amazonas; no llegué hasta las fronteras del Perú, y
Bolivia, y debido a las dificultades con que tropieza la navegación durante la
temporada desfavorable, he tenido que renunciar también a la oportunidad de
hacer los doce días de viaje hasta el río San Francisco, el río interior más
importante del Brasil y tan significativo para su historia. No ascendí al
Itaiata, el pico de tres mil metros de altura, desde cuya cima la vista abarca
la altiplanicie br4asileña hasta muy adentro de Minas Geraes y hasta Río de
Janeiro. No vi la maravilla mundial del Iguazú, que en cataratas espumantes
precipita las masas más enormes de agua y cuya grandiosidad, al decir de los
visitantes, supera aún la del Niágara. No penetré con hacha y machete en la
espesura sorda y abigarrada de la selva virgen. Pese a todos los viajes, a todo
mirar, aprender, leer y buscar, no me he salido gran cosa del borde de la
civilización en el Brasil, y debo conformarme pensando, que apenas si he
encontrado dos o tres brasileños habilitados para afirmar que conocen la
profundidad interior y casi impenetrable de su propio país, y que el
ferrocarril, el buque a vapor y el automóvil tampoco me habrían conducido mucho
más lejos y que ellos también son impotentes frente a la extensión fantástica
.de ese país. Debo privarme, además, honradamente, de ofrecer
conclusiones, predicciones y profecías en cuanto al porvenir económico,
financiero y político del Brasil. Desde los puntos de vista económico,
sociológico y cultural, los problemas del Brasil son tan nuevos, tan peculiares
y, debido a su extensión, tan difíciles de abarcar, que cada uno de ellos
requeriría para su estudio concienzudo toda una falange de especialistas. Una visión completa es imposible en un país que no
acaba aún de tener una visión de su conjunto y que, además, se halla en un
crecimiento tan impetuoso que todo informe y toda estadística resultan
superados por los hechos, aun antes de que el informe esté terminado de
redactar y haya pasado por la imprenta. Por eso entresacaré de la abundancia de
aspectos un problema solo para convertirlo en espina dorsal de este trabajo,
aquel problema que conceptúo el de más actualidad y el que tanto en la esfera
espiritual como en la moral confiere al Brasil, actualmente, un rango
particular entre todas las naciones de la Tierra. Este problema central, que se impone a cada generación
y por consiguiente también a la nuestra, constituye la réplica a la pregunta
más simple y, sin embargo, más necesaria: ¿Cómo puede conseguirse en nuestro
mundo una convivencia pacífica de los hombres a pesar de las más decididas
diferencias de raza, clase, color, religión y convicciones? Es el problema que
se presenta perentoriamente, una y otra vez, a cada Estado. A ningún país se planteó, por una constelación
particularmente complicada, de un modo más peligroso que al Brasil, y ninguno
lo ha resuelto tan feliz y ejemplarmente como el Brasil. Atestiguarlo,
agradecido, es el objeto de este libro. Lo ha resuelto de un modo que, a mi juicio personal,
reclama, no sólo la atención, sino también la admiración del mundo. De acuerdo con su estructuración etnológica, y en el
supuesto de que hubiera recogido la ilusión europea nacionalista y de raza, el
Brasil tendría que ser el país más desgarrado, más intranquilo y menos pacífico
del mundo. A simple vista se reconocen todavía, en la calle y en los mercados,
las razas más distintas que constituyen la población. Hay los descendientes de
los portugueses que conquistaron y colonizaron el país, la población aborigen
india, que habita el interior desde tiempos inmemoriales, los millones de
negros que en los tiempos de la esclavitud fueron traídos de África, y junto a
todos ellos los millones de italianos, alemanes y hasta japoneses que llegaron
al país como colonos; de acuerdo con la posición europea, habría que suponer
que esos grupos se enfrentan mutuamente de un modo adverso, los primer venidos
contra los recién venidos, los blancos contra los negros, americanos contra
europeos, morenos contra amarillos; habría que suponer que mayorías y minorías
se hallasen en lucha por sus derechos y privilegios. Y asombradísimo, se
observa que todas estas razas, visiblemente diferenciadas por el mero color ya,
viven en la más acabada armonía y que, a pesar de su origen individual, sólo
compiten en la ambición de despojarse de las peculiaridades primitivas para
convertirse cuanto antes y todo lo más perfectamente posible en brasileños, en
una nueva y uniforme nación. El Brasil - y la significación de este experimento
magnífico me parece ejemplar - llevó el problema racial, que trastorna nuestro
mundo europeo, del modo más simple ad absurdum: ignorando sencillamente su
pretendida validez. Mientras en nuestro mundo viejo predomina más que nunca la
idea absurda de querer criar hombres «racialmente puros», como caballos de
carrera y perros, la nación brasileña descansa desde hace siglos exclusivamente
sobre el principio de la mezcla libre y sin trabas, de la igualdad absoluta de
negros y blancos, morenos y amarillos. Lo que en otros países sólo establecido
teóricamente en papel y pergamino, la absoluta igualdad civil, tanto en la vida
privada como en la vida pública, surte aquí efectos visibles en el espacio
real, en la escuela, en los cargos públicos, en las iglesias, en las profesiones,
en el ejército, en las universidades, en las cátedras; es cosa encantadora ver
los niños que conjugan todos los matices del color de la piel humana
-chocolate, leche y café- salir de las escuelas tomados del brazo, y esa
trabazón tanto física como espiritual, alcanza hasta las capas supremas, las
academias y los puestos gubernamentales. No existen límites de color, divisiones, ni
estratificaciones orgullosas, y nada es más característico para la naturalidad
de esa nivelación que la ausencia de toda palabra despectiva en el lenguaje.
Mientras, entre nosotros, de nación en nación, se inventó una palabra
mortificante o burlona para las demás, el Katzelinacher o el boche, el
vocabulario brasileño carece absolutamente del correspondiente término denigrante
para el nigger o el criollo, pues ¿quién pudiera, quién quisiera enorgullecerse
aquí de absoluta pureza racial? Aunque sea exagerada la afirmación irritada de
Gobineau, en el sentido de que en todo el Brasil había encontrado una única
persona de raza pura, el emperador don Pedro, forzoso es decir que, salvo los
recién inmigrados, el brasileño de ley tiene la certeza de que en sus venas
corren cuando gotas de sangre nacional. Pero ¡Milagro sobre milagro!: no se
avergüenza de ello. El principio pretendidamente destructivo de la mezcla, ese
horror, ese «pecado contra la sangre» de nuestros teóricos maniáticos de la
raza, constituye aquí un aglutinante conscientemente utilizado de una cultura
nacional. Sobre este fundamento se viene levantando desde hace
cuatro siglos una nación, y -¡portento!- la permanente interfusión y la
adaptación recíproca bajo un mismo clima e idénticas condiciones de vida
produjo. un tipo absolutamente individual, que no tiene ninguna de las
condiciones «disolventes » proclamadas por los fanáticos de la raza. Rara vez
se encontrarán, en parte, alguna del mundo, mujeres más bonitas y niños más
hermosos que entre los mestizos, delicados de talla, suaves de comportamiento;
regocijado, obsérvase en los rostros semioscuros de los estudiantes la
inteligencia hermanada con una serena modestia y cortesía. Cierta dulzura, una
moderada melancolía va estableciendo un contraste nuevo y muy personal con el
tipo más rudo y activo del norteamericano. Lo que se «pervierte» en esa mezcla son únicamente los
contrastes vehementes y, por lo mismo, peligrosos. Esa disolución sistemática
de los grupos nacionales o raciales cerrados, y cerrados sobre todo en
formación de lucha, facilitó enormemente la creación, de una conciencia
nacional y es asombroso cuán absolutamente la segunda generación se siente ya
nada más que brasileña. Son siempre los hechos que con su innegable fuerza
evidente desmienten las teorías de papel de los dogmáticos. Por eso, el
experimento brasileño con su negación absoluta y consciente de todas las
diferencias de color y de raza significa acaso, con su éxito visible, el aporte
más importante a la liquidación de una ilusión que trajo a nuestro mundo más
desazón y desgracia que cualquiera otra. Y ahora se sabe también por qué se siente tal alivio
del alma en cuanto se pisa esta tierra. Primero se cree que ese efecto. de
alivio y apaciguamiento no constituye más que un goce para la vista, una
bienaventurada asimilación de la sin par belleza que atrae al recién llegado,
por así decirlo, con suaves brazos abiertos. Pero no se tarda en reconocer que
esa disposición armoniosa de la naturaleza ha pasado aquí a la actitud frente a
la vida de una nación entera. La total ausencia de cualquier suerte de
odiosidad en la vida pública, lo mismo que en la privada, se le ofrece al que
acaba de sustraerse a la irritación demente de Europa, primero como cosa
inverosímil, y luego como beneficio inmenso. La terrible tensión que sacude
nuestros nervios desde hace dos lustros ya , está aquí eliminada casi por completo;
todos los contrastes, aun aquellos de índole social, tienen aquí mucho menos
rigor y, sobre todo, carecen de puntos envenenados. Aquí, la política con todas
sus perfidias, no es aún punto. de partida de la vida privada ni centro de todo
el pensar y sentir. La primera sorpresa, que luego se renueva diariamente de un
modo bienhechor, la que se recibe apenas se pisa. esta tierra, consiste en la
forma amable y falta de fanatismo en que los hombres conviven dentro de este
espacio enorme. Se respira involuntariamente aliviado por haberse evadido del
aire viciado del odio de razas y clases, en esta atmósfera más quieta y más
humana. Hay aquí, sin duda, una mayor lasitud en la actitud vital. Bajo el
efecto insensiblemente relajador del clima, los hombres desarrollan menos
empuje, menos vehemencia, menos dinamismo, vale decir, menos de aquellas
condiciones que hoy en día una sobreestimación trágica pondera como los valores
morales de un pueblo; pero los que hemos experimentado en nuestra propia suerte
las consecuencias nefastas de esas sobreexcitaciones psíquicas, de esa avidez y
ese afán de poder, disfrutamos de esa forma más placentera y sosegada de la
vida como de un beneficio y de una dicha. Nada me es más ajeno que querer
despertar el concepto engañoso de que, en el Brasil hoy todo hubiera alcanzado
ya un estado ideal. Muchas cosas sólo se hallan en sus principios o en
transición. El nivel de vida de una gran parte de la población, permanece
todavía sensiblemente debajo del nuestro. La tarea industrial y técnica de ese
pueblo de cincuenta millones de individuos sólo puede compararse, todavía, con
aquella que cumple uno de los Estados menores de Europa. Aun el mecanismo
administrativo no funciona a la perfección y, a menudo, se traba y se
interrumpe. Viajando unos pocos centenares de millas al interior, se retrocede
todavía hacia el primitivismo y hacia un siglo atrás. El que llega por primera
vez al país, tendrá que adaptarse, en la vida cotidiana, a pequeñas faltas de
puntualidad e inexactitudes, a cierta lasitud, y determinados viajeros que sólo
ven, el mundo desde el hotel y el automóvil, pueden permitirse aún el lujo de
regresar a su país de origen con la sensación engreída de su superioridad
cultural, y considerando muchas cosas en el Brasil arcaicas e insuficientes.
Pero los acontecimientos de los últimos años han modificado esencialmente
nuestra opinión respecto al valor de los términos «civilización» y «cultura».
Ya no estamos dispuestos a equipararlos así porque sí con los conceptos de
«organización» y «comodidad». No hay nada que hubiera fomentado más ese error
fatal que la estadística, que, como ciencia mecánica, calcula a cuánto asciende
en un país la fortuna del pueblo, cuál es la individual en la misma, cuántos
autos, cuartos de baño, receptores de radio y cuotas para seguro corresponden
por término medio a cada tantos habitantes. De acuerdo con esas tablas, los
pueblos más cultos y civilizados serían aquellos que poseen el más fuerte,
ímpetu de la producción, el máximo de consumo y la mayor cantidad de capital
individual. Pero esas tablas no registran un elemento importante, ellas no
calculan el modo de pensar humano, que, a nuestro juicio, representa la escala
más esencial de la cultura y la civilización. Hemos visto que la más perfecta
organización no impide a ciertos pueblos emplear esa organización únicamente en
el sentido de la bestialidad, en lugar de aprovecharla en el sentido de la
humanidad, y que nuestra civilización europea se ha abandonado a sí misma por
dos veces en el curso de un cuarto de siglo. Ya no estamos dispuestos a
reconocer una jerarquía en el sentido de la eficacia industrial, financiera,
militar de un pueblo, sino que medimos la ejemplaridad de un país en su
carácter pacifico y en su actitud humana. En este sentido -a mi parecer, el más importante de
todos- considero al Brasil como uno de los países más ejemplares y, por lo
mismo, más dignos de afecto del mundo. Es un país que odia la guerra y aun más:
que, puede decirse, la ignora. Excepción hecha del episodio paraguayo insensatamente
provocado por un dictador enloquecido, desde hace más de un siglo el Brasil ha
resuelto todos sus conflictos de límites con sus vecinos mediante convenios
amigables o la apelación a tribunales de arbitraje internacionales. Su orgullo
no lo constituyen generales, ni son ellos sus héroes, sino que considera como
tales a los estadistas como Río Branco, que por obra de la razón y de la
conciliación sabían impedir las guerras. Bien redondeado, con la frontera idiomática
coincidente con los límites del país, no tiene ningún deseo de conquista, ni
alienta tendencias imperialistas. Ningún vecino puede reclamarle nada, ni el
Brasil reclama nada a sus vecinos. La paz del mundo jamás ha sido amenazada par
su política, y aun en una época incalculable como la nuestra, es imposible
imaginarse que jamás se modificaría ese principio fundamental de su pensamiento
nacional, ese deseo de entendimiento y de conciliación. Porque ese anhelo de
conciliación, esa actitud humana no ha sido el modo de pensar accidental de
gobernantes y dirigentes aislados; constituye aquí el producto natural de un
carácter popular, de la tolerancia innata del brasileño, que en el transcurso
de su historia se ha acreditado una y otra vez. Es la única nación ibera que
nunca conoció sangrientas persecuciones religiosas; nunca ardieren aquí las
piras de la inquisición; en ningún país los esclavos han sido tratados de un
modo relativamente más humano. Aun sus convulsiones internas y sus cambios de
gobierno se han realizado casi sin derramamiento de sangre. Los dos reyes y el
emperador, que su voluntad de independencia empujó del país, lo abandonaron sin
ser molestados y, por lo tanto, sin odio. Aun después de revueltas y asonadas
abortadas, desde la independencia del Brasil, los dirigentes no las han pagado
nunca más con el precio de su vida. Quienquiera que gobernaba este pueblo,
estaba inconscientemente obligado a adaptarse a esa tolerancia interior; no es
por casualidad que -durante muchos decenios la única monarquía entre todos los
países americanos- hubiera tenido por emperador al más democrático y más
liberal de todos los gobernantes coronados, y que hoy, siendo considerado país
dictatorial, disfrute de más libertad individual y conformidad que la mayoría
de nuestros países europeos. Por eso, la existencia del Brasil, cuya voluntad
va dirigida únicamente a la construcción pacífica, constituye uno de los
fundamentos de nuestras mejores esperanzas de una civilización y pacificación
futuras de nuestro mundo desgarrado por el odio y la locura. Mas, donde obran
fuerzas morales, tenemos el deber de alentar su voluntad. Dondequiera que en
nuestro tiempo trastornado veamos todavía una esperanza para un porvenir nuevo
en nuevas zonas, estamos en el deber de señalar tal país y tales posibilidades. Es por eso por lo que escribí el presente libro. TABLA CRONOLÓGICA Primer viaje a la India (Vasco de Gama) 7 de julio
1497. Segundo viaje a la India (Pedro Álvarez Cabral) 9 de
marzo 1500. Llegada de Cabral al Brasil (en ese viaje) 22 de abril
1500. Fernando de Noronha inicia el comercio de palo
Brasil.1501. Vespucio llega al Brasil con la flota de Gonzalo
Coelho. 1503. El nombre de «América» aparece por primera vez en un
mapa (WaldseemüIler) 1507. Fernando de Magallanes desembarca en el Brasil durante
el primer viaje alrededor del mundo 1519. El Brasil es dividido y distribuido en capitanías
1534. El primer gobernador portugués, Tomé de Sousa, llega a
Bahía, y con él los primeros jesuitas, entre ellos el P. Manuel de Nóbrega
1549. El primer obispo del Brasil 1552. Fundación de Sao Paulo por el Padre Manuel de Nóbrega
1554. Los franceses al mando de Villegaignon desembarcan en
Río de Janeiro 1555. Aparece el libro de Hans Staden «Viagem do Brasil»
1557. Publícase el libro de André Thévet «Les singularités
de la France Antarctique» 1558. Combate de Mem de Sá contra los franceses, en Río de
Janeiro 1560. Expulsión, de los franceses y fundación de la ciudad
de Río de Janeiro 1567. Portugal cae bajo la dominación española 1580. Conquista de Paraíba 1584. Conquista de Río Grande do Norte 1598. Fundación de la «Companhía das Indias Orientais» 1603. Conquista de Ceará 1611. Conquista de Maranhão y fundación de Belen 1615. Bahía cae, por un tiempo, en manos de los holandeses
1624. Los holandeses ocupan Olinda (Recife) y la denominan
«Mauritzstadt» 1427. Portugal reconquista su independencia de España 1640. Sublevación en Pernambuco contra los holandeses 1645. Fin de la ocupación holandesa 1654. Tratado de paz entre Holanda y Portugal 1661. Primer descubrimiento de oro en Taubaté (Minas) 1694. Minas Geraes, la región aurífera, elevada a la
categoría de provincia 1720. Represión de la revuelta originada en Villa Rica a
raíz del establecimiento de la «casa de fundición» 1720. Llega el café al Brasil 1723. Hallazgo de diamantes 1729. Fundación de Río Grande do Sul 1757. Antonio Jospe, el primer dramaturgo brasileño, quemado
por la Inquisición en Lisboa 1789. Creación de la provincia de Goyas 1740. Creación de la provincia de Matto Grosso 1743. Tratado de Madrid, que establece los límites entres la
América hispana y la América portuguesa (Brasil), 13 de enero 1750. Terremoto de Lisboa 1755. Expulsión de los jesuitas 1759. Río de Janeiro pasa a ser capital de Brasil 1763. Conspiración en Minas Gerais a favor de la
independencia del Brasil (Conjuração dor Inconfidentes) 1789. Ejecución del dirigente Tiradentes 1792. La familia real huye ante Napoleón, dejando
Lisboa.1807. La familia real portuguesa llega a Río de Janeiro
1808. Abertura de los puertos brasileños al comercio mundial
1808. Se calcula la población del Brasil en tres millones y
medio de habitantes, entre casi dos millones de esclavos 1808. Aparece la «History of Brasil», por Robert Southey
1810 El Brasil es elevado a la categoría de reino 1815. El Rey Juan VI vuelve a Portugal 26 de abril 1821. Don Pedro, su representante, proclama la independencia
del Brasil y es coronado con el título de Pedro I 1822. Aparece «Voyage dans l’interieur de Brésil» por Saint
Hilaire 1825. Pérdida del Urugay, la «provincia cisplatina» 1828. Abdicación y partida de Prdro I 1831 Declaración de la
mayoridad de Pedro II 1840. Se prohibe la importación de esclavos 1850. Primer ferrocarril 1855. Guuerra contra el Paraguay 1864-1870. Instalación del telégrafo entre Europa y el Brasil
1874. El número de habitantes pasa de los diez millones
1875. Abolición de la esclavitud en el Brasil 13 de mayo
1888. Abdicación de Pedro II y proclamación de la República
Confederada del Brasil 1889. Muerte del emperador en el destierro 1891. Santos Dumont vuela alrededor de la torre Eiffel .
1900. Euclides da Cunha, publica «Os Sertões» 1902. El número de habitantes supera los 30 millones 1920. El número de habitantes sobrepasa 40 millones 1930. Getulio Vargas asume la presidencia 1930. BRASIL «Un pays nouveau, un port magnifíque, l’éloignement de
la mesquine Europe, un nouvel horizon politique, une terred’avenir et un passé
presque inconnu qui invite l’homme d’étude a des recherches, une nature
splendide et le contact avec des idées exotiques «nouvelles.» (El diplomático austriaco conde Prokesch Osten en el
año 1868 a Gobineau, con motivo de hesitar éste en aceptar el cargo de
embajador en el Brasil). HISTORIA Durante miles y miles de años, el inmenso territorio
del Brasil, con sus rumorosas selvas de un verde oscuro, sus montañas y ríos y
su mar, de sonoro y rítmico vaivén, yace ignorado y anónimo. En la tarde del 22
de abril del año 1500, repentinamente brillan unas velas blancas en el
horizonte; acércanse ventrudas carabelas pesadas, con la roja cruz portuguesa
pintada en las velas, y en la mañana siguiente, las primeras embarcaciones
tocan tierra en la playa extraña. Se trata de la flota portuguesa que al mando de Pedro
Alvares Cabral había zarpado, en marzo de 1500, de la desembocadura del Tajo
para repetir el viaje de Vasco de Gama, celebrado por Camoens en los Lusiadas,
el feito, nunca feito, el viaje a la India, pasando por el cabo de la Buena
Esperanza. Fueron al parecer vientos adversos los que apartaron
las naos tanto de la ruta de Vasco de Gama a lo largo de la costa africana,
hacia esa isla desconocida, pues primero llaman a esa playa Isla de Santa Cruz,
y nadie conoce su extensión. Si no se consideran corno predescubrimiertos el
viaje de Alfonso Pinzón, quien llegó a las proximidades del río Amazonas, ni el
viaje dudoso de Vespucio, el descubrimiento del Brasil parece haber tocado en
suerte, pues, a Portugal y a Pedro Alvares Cabral únicamente por un azar
extraño del viento y de las olas. Es verdad que los historiadores ha tiempo ya,
han dejado de mostrarse inclinados a creer en esa «casualidad», pues acompañaba
a Cabral el piloto Vasco de Gama, quien conocía exactamente el camino más
corto, y la leyenda de los vientos contrarios queda desvirtuada por el
testimonio de Pedro Vaz de Camimia, integrante de la tripulación , quien
confirma expresamente que seguían viaje desde Cabo Verde sem haver tempo forte
u contrario. Puesto que ninguna tempestad los desvió tanto en dirección al
Oeste que en vez de llegar al cabo de la Buena Esperanza desembarcaron en el
Brasil, debe haberlos guiado un propósito determinado o -lo que es más probable
aún- una orden secreta del rey dada a Cabral en el sentido de que tomaran rumbo
tan marcado al Poniente: ello da pábulo a la probabilidad de que la corona de
Portugal tenía conocimiento oculto de la existencia y de la situación
geográfica del Brasil mucho antes del descubrimiento oficial. En este sentido permanece sin revelar un gran secreto,
cuyos documentos desaparecieron por los tiempos de los tiempos a raíz del
terremoto de Lisboa, y probablemente el mundo no conocerá jamás, el nombre del
primero y verdadero descubridor. Según las apariencias, inmediatamente después del
descubrimiento de América por Colón, se había despachado una nave portuguesa
para explorar el nuevo continente, y esa nave debe haber regresado con nuevas
informaciones; pero hay también ciertos indicios para suponer que, aun antes de
pedir Colón la audiencia, la corona de Portugal, ya sabía algo más o menos
concreto respecto a ese país del lejano Oeste. Pero sean lo que fueran las noticias que se tenían en
Portugal, se evitaba con cuidado hacerlas saber al celoso vecino; en la época
de los descubrimientos, la corona guardaba toda noticia nueva referente a
exploraciones náuticas como secreto de Estado, militar o comercial, amenazando
con la pena capital a quienes las transmitiesen a potencias extrañas. Los
mapas, los portulanos, los itinerarios marítimos, los informes de los pilotos
eran custodiados, igual que el oro y las piedras preciosas, como joyas valiosas
en la Tesorería de Lisboa.. y en el caso del Brasil, más que en ningún otro,
una manifestación prematura resultaba inconveniente, pues de acuerdo con la
bula papal «Intercoetera», todos los territorios a más de cien millas al Oeste
de Cabo Verde pertenecían por ley y derecho a España. Un descubrimiento oficial
más allá de esa zona habría aumentado, pues, en esa hora temprana, las
posesiones del vecino, y no las propias. Portugal no tenía, pues, interés
alguno en dar noticias antes, de tiempo de ese descubrimiento (si tal se ha
hecho). Había que asegurarse primero legalmente de que ese país nuevo
pertenecía a Portugal y no a España, y Portugal se lo había asegurado, con una
previsión que ha de llamar la atención, en el convenio de Tordesillas, que, el
7 de junio de 1494, es decir poco después del descubrimiento de América,
removió la zona portuguesa de las cien leguas primitivas a 370 leguas al Oeste
de Cabo Verde, es decir, el espacio suficiente como para poder ocupar la costa
del Brasil que a la sazón se decía no descubierta aún. Si esa ha sido una
casualidad, ha sido de tal orden que coincide extrañamente con la desviación,
por lo demás poco explicable, de Pedro Alvares Cabral de la ruta ordinaria. Esta hipótesis, sostenida por muchos historiadores,
respecto a un conocimiento anterior del Brasil y a unas instrucciones secretas
del rey dadas a Cabral, en el sentido de que se desplazara en dirección a
Poniente para que pudiera descubrir el nuevo país gracias a un «azar
maravilloso» - «milagrosamente », según escribe al rey de España -, gana,
además, en consistencia por el modo como el cronista de la flota, Pedro Vaz de
Caminha, informa al rey sobre el hallazgo del Brasil. No manifiesta sorpresa ni entusiasmo alguno por haber
dado inesperadamente con un país nuevo, sino que registra solamente en tono
seco el hecho como una cosa natural; de igual manera, el segundo y desconocido
cronista sólo expresa que ebbe grandissimo. piacere. Ni una palabra triunfal,
ninguna de las sospechas corrientes en Colón y sus sucesores, en el sentido de haber
llegado así a Asia. Nada más que una noticia fría, que antes parece confirmar
un hecho conocido que anunciar otro nuevo. De esta suerte, acaso sea posible, a
raíz de un hallazgo documentario posterior, quitar a Cabral definitivamente la
gloria de haber descubierto el Brasil el primero, gloria que de todos modos se
le disputa en virtud del desembarco de Pinzón al Norte del Amazonas. Mientras
tal documento falte, aquel 22 de abril de 1500 debe ser considerado como la
fecha en que la nueva nación entró en la historia universal. La primera impresión que los marineros desembarcados
reciben del nuevo país es excelente: tierra fértil, vientos suaves, agua
potable fresca, fruta abundante, una población gentil e inofensiva. Quienquiera
que en los años siguientes desembarcara en el Brasil, repite las palabras
encomiásticas de Américo Vespucio, quien, llegando a él, un año después de
Cabral, exclama: «Si en alguna parte de la tierra existe el paraíso terrenal,
no puede encontrarse lejos de aquí.» Los habitantes, que en los próximos días
se acercan a los descubridores con el traje de la inocencia de la desnudez y
que ofrecen sus cuerpos descubiertos «con tanta inocencia como el rostro », les
brindan una acogida amable. Curiosos y pacíficos se agolpan los hombres, pero
son sobre todo las mujeres las que con sus cuerpos bien formados y su
accesibilidad rápida y desprevenida (alabada también en tono de gratitud por
los cronistas posteriores) hacen olvidar a los marineros las privaciones de
muchas semanas. Por el momento, no se procede a una exploración y ocupación
real del interior del país, pues Cabral, en cumplimiento de su encargo secreto,
debe proseguir cuanto antes rumbo a su meta oficial, la India. El 2 de mayo, al
cabo de una permanencia de diez días, en conjunto, toma rumbo a África, después
de haber dado orden a Gaspar de Lemos de cruzar con un barco a lo largo de la
costa en dirección al Norte, para volver luego a Lisboa con la noticia del
descubrimiento y con algunas muestras de las frutas, plantas y animales de la
nueva tierra. La novedad de que la flota de Cabral ha llegado a
aquel país nuevo, ya sea por azar, ya sea en cumplimiento de una orden secreta,
es recibida en el palacio real con beneplácito, pero sin entusiasmo verdadero.
Se le da traslado, en cartas oficiales, al rey de España, a fin de asegurarse
la legalidad de la posesión; pero la noticia, según la cual el nuevo país sería
«sem ouro nem prata, nem nenhuna cousa de metal», presta al hallazgo, por lo
pronto, poco valor. En las últimas décadas, Portugal descubrió tantos países y
se adueñó de una parte tan grande de la Tierra que prácticamente la capacidad
de absorción de esa pequeña nación queda del todo agotada. La nueva ruta
marítima a la India le asegura el monopolio de las especias y, con ello, una
riqueza inconmensurable; se sabe en Lisboa que, en Calcuta y Malaca, el tesoro
de piedras preciosas, tejidos valiosos, porcelanas y especias, legendario desde
siglos atrás, está al alcance de un manotón atrevido, y la impaciencia de
incautarse de golpe de todo ese. mundo de una cultura superior y de
rnagnificencia oriental, impele al Portugal a una superación de la osadía y del
heroísmo, que difícilmente encuentra similar en la historia del mundo. Ni
siquiera los Lusiadas de la epopeya consiguen hacer comprensible esa aventura,
esa nueva expedición alejandrina, que realiza un puñado de hombres para
conquistar con una docena de minúsculas embarcaciones, simultáneamente, tres
continentes, amén de todo el océano desconocido. El pequeño y pobre Portugal,
libertado desde hace apenas dos siglos del dominio árabe, no posee dinero
efectivo, y, cada vez que arma una flota, el rey debe dar en prenda, de
antemano, sus beneficios a los mercaderes y cambistas. Por otra parte, tampoco
dispone de soldados suficientes para hacer la guerra simultánea a los árabes,
los indios, los malayos, los africanos y los salvajes y para establecer
factorías y fortificaciones en todas partes de los tres continentes. Y, sin
embargo, Portugal extrae de sus propias entrañas, de modo milagroso, todas esas
fuerzas; caballeros, campesinos, y, según dice Colón cierta vez en tono
malhumorado, hasta «sastres» abandonan sus casas, sus mujeres, sus hijos y sus
profesiones y convergen desde todo el país en los puertos, y no les amedrenta
el hecho de que, según el célebre dicho de Barros, «el océano se convierte en
la tumba más frecuente de los portugueses». Porque la palabra «India» tiene un
poder mágico. El rey sabe que un barco que regresa de esa Golconda equilibra
con creces la pérdida de otros diez; un hombre que sobrevive a las tempestades,
los naufragios, las luchas y las enfermedades, vuelve con riquezas para sí
mismo y para sus descendientes. Ahora que se ha abierto la puerta del tesoro
del mundo de ese entonces, nadie quiere quedarse en la «pequeña casa» de la
patria, y el carácter unánime de esa voluntad proporciona al Portugal un
éxtasis de la fuerza y del valor, que por espacio de un siglo torna lo
imposible en posible, y lo inverosímil en verdad. En semejante tumulto de las pasiones, un evento de la
historia universal, corno el descubrimiento del Brasil, apenas despierta la
atención, y nada es más característico pira el menosprecio de ese hecho que la
circunstancia de que Camoens no menciona en ninguna de las miles de líneas de
su epopeya, el descubrimiento ni existencia del Brasil. Los marineros de Vasco
de llevaron consigo géneros valiosos, joyas, piedras preciosas, especias y,
sobre todo, la noticia de que en los palacios del Zamorin y de los Rajaes
existe miles y miles de veces más de tal botín. ¡Cuán pobre es, en cambio, la
presa de Gaspar de Lemos! Unos cuantos papagayos abigarrados, unas muestras de
maderas, unas cuantas frutas y la noticia decepcionante de que nada se puede
quitar allá a los hombres desnudos. No ha traído ni un granito de oro, ni una
sola piedra preciosa, ninguna clase de especias, ninguna de las preciosidades,
un puñado de las cuales vale más que bosques enteros de maderas del Brasil,
tesoros que pueden arrebatarse fácilmente con unos cuantos golpes de espada,
unos pocos tiros de cañón, mientras que los árboles deben ser derribados, antes
de que se pueda cortarlos, embarcarlos y venderlos. Si esa Isla o Tierra de Santa Cruz alberga riquezas,
sólo puede tratarse de riquezas potenciales, que habría que ganar a la tierra
en largos años de fatigosa labor. Pero el rey de Portugal necesita beneficios
rápidos, tangibles, para pagar sus deudas. ¡Primero, pues, la India, África,
las Molucas, el Oriente! De esa suerte, el Brasil se convierte en la Cordelia
de ese rey Lear, en la despreciada de las tres hermanas África, América y Asia
y, sin embargo, la única que en las horas de la desgracia le guardará
fidelidad. No es, pues, sino conforme a la lógica rigurosa de la
necesidad, como el Portugal, embriagado por sus éxitos fantásticos, al
principio apenas se interesa por el Brasil; su nombre no penetra en el pueblo,
no ocupa su fantasía. Los geógrafos alemanes e italianos registran en sus mapas
la línea de la costa con el nombre de Brasil o Terra dos papagaios, a la buena
de Dios, pero la Tierra de Santa Cruz, ese país verde, vacío, no tiene nada que
pudiera ejercer un atractivo sobre los marineros o los aventureros. Más, aun
cuando el rey Manuel no tiene tiempo ni humor para aprovechar ni proteger
debidamente ese país nuevo, al mismo tiempo no está dispuesto tampoco a
conceder a otros ni una pulgada de esa tierra, porque el Brasil le sirve de
protección para la ruta marítima a la India y, sobre todo, porque el Portugal,
en su embriaguez de dicha y afán conquistador, quisiera cubrir con su
manecilla, si ello fuera posible, el globo entero. Lucha tenaz, hábil y
perseverantemente con España por el reconocimiento de que, según el convenio de
Tordesillas, esa región corresponde a su zona; por poco se produce un conflicto
entre los dos países, a causa de un territorio que ninguno de los dos necesita
ni pretende verdaderamente, pues ni uno ni otro quieren sino piedras preciosas
y pro. Pero, en buena hora, ambos reconocen que sería insensato empuñar las
armas unos contra otros, cuando necesitaban cada nombre y cada bala para
dominar los nuevos mundos en que de repente les han venido como caídos del
cielo. En el año de 1506 llegan a un acuerdo, en virtud del cual se confirma a
Portugal su derecho sobre el Brasil, hasta entonces ejercido nada más que
platónicamente. No amenaza, pues, peligro alguno ya de parte de
España, el vecino poderoso. Los franceses, en cambio, que resultaron
defraudados cuando España y Portugal dividieron el mundo entre sí, empiezan a
manifestar un creciente y visible interés por ese pedazo, inhabitado e
inorganizado aún, de hermosa y vasta tierra. Con frecuencia cada vez mayor,
aparecen barcos, procedentes de Dieppe y El Havre en busca de madera del
Brasil, y Portugal no tiene todavía buques ni soldados en los puertos para impedir
tales intervenciones particulares. Su título de propiedad no es más que un papel, y con
un sólo golpe de mano rápido, con sólo cinco, o acaso nada más que tres barcos
armados, Francia podría adueñarse, si quisiese, de toda la colonia. Para
proteger la costa, muy extensa, hace falta una cosa: colonizarla. Si corona de Portugal quiere hacer del Brasil un país
portugués y si quiere conservarlo como bien de la corona, tiene que decidirse a
enviar portugueses a sus playas. El país con su espacio inmenso y con sus
posibilidades ilimitadas quiere manos y necesita manos, y cada una de las que
llega hace señas reclamando otras y otras. Desde el comienzo, y a través de
toda la historia del Brasil, se repite ese grito: ¡hombres, más hombres! Es
como la voz de la naturaleza que quiere crecer y desarrollarse y que necesita,
para su sentido verdadero, para su grandeza, el auxiliar indispensable: el
hombre. Pero, ¿cómo hallar colonizadores en el pequeño país,
ya medio desangrado? A los comienzos de su época de conquistas, Portugal cuenta
a lo sumo con trescientos mil hombres adultos, de ellos una décima parte
holgada, los más fuertes, los mejores y los más valientes, han víctimas ya de
las armadas, y nueve décimas partes de éstos son víctimas ya del mar, de las
luchas y de las enfermedades. Es cada vez más difícil encontrar marineros y
soldados, a pesar de que los pueblos están deshabitados y los campos desolados,
y aun en el gremio de los aventureros no hay quien quiera marcharse al Brasil.
La capa más vital, la más valiente del país, la de los hidalgos, nobles y
soldados, se niega; sabe que en la Tierra de Santa Cruz no hay oro que
rescatar, ni piedras preciosas, ni marfil, ni siquiera gloria. Los sabios, a su
vez, los intelectuales, ¿qué pueden hacer allí, en el vacío, sin contacto con
la cultura?, y los comerciantes, los mercaderes, ¿con qué han de traficar en un
país habitado por caníbales desnudos, qué pueden llevar a casa, en idas y
venidas complicadas, cuando una sola carga procedente de las Molucas paga mil
veces los riesgos? Aun los campesinos portugueses más pobres prefieren trabajar
la tierra propia antes de aventurarse en esa otra, extraña y desconocida y
habitada por caníbales. Ningún hombre de nobleza o posición, de fortuna y
cultura, demuestra, pues, la menor inclinación para embarcarse con rumbo a
aquellas playas solitarias, de modo que los que en los primeros años habitan el
Brasil apenas si son algo más que unos cuantos marineros náufragos, unos
cuantos aventureros y desertores de buques, que se han quedado allá ya sea por
casualidad, ya sea por indolencia, y que únicamente contribuyen a una rápida
colonización engendrando un sinnúmero de mestizos, los llamados mamelucos. A
uno solo de esos habitantes se le atribuyen trescientos, vástagos; pero con
todo, no pasan de unos pocos centenares de europeos en un país cuya extensión
conocida entonces, ya iguala casi a la de Europa. De ese modo surge perentoriamente la necesidad de
fomentar la inmigración por la fuerza y mediante la organización. Portugal emplea para ello el método de la deportación,
instruyendo a todos los alcaldes del país en el sentido de que no deben
ajusticiar a los malhechores que se declaren dispuestos a hacer el viaje al
nuevo continente. ¿Para qué sobrepoblar las cárceles y alimentar, durante años
y por cuenta del Estado, a los criminales? Más vale enviar los desgregados para
siempre a través del mar, al nuevo país, donde acaso pueden llegar todavía a
ser útiles. Como siempre, es un estiércol penetrante, no muy limpio, el que
mejor prepara un suelo para futuras cosechas. Los únicos colonos que llegan voluntariamente, libres
de cadenas, sin sambenito ni veredicto judicial, son los cristaos novos, los
judíos recién conversos. Pero ellos tampoco arriban completamente voluntarios,
sino llevados por la precaución y el temor. En Portugal han recibido el
bautismo, más o menos sinceramente, para librarse de la hoguera, pero, con
todo, no se sienten muy seguros a la sombra de Torquemada. Prefieren, pues,
trasladarse en buena hora al nuevo país, mientras la mano furiosa de la
Inquisición no consiga aún alargarse hasta allende el océano. Grupos compactos
de esos judíos conversos y de otros no bautizados se establecen en las ciudades
costeras como los en verdad primeros pobladores burgueses; esos cristaos novos
se convierten en las familias más antiguas de Bahía y Pernambuco y,
simultáneamente, en los primeros organizadores del comercio. Con su
conocimiento del mercado universal, se preocupan por el corte y el embarque del
pao vermelho, la madera del Brasil, que en ese entonces constituía el único
producto de exportación, y cuya concesión de tráfico había adquirido uno de los
suyos, Fernando de Noronha, por un plazo más o menos largo, de acuerdo a un
convenio firmado con el rey. Desde entonces llegan con bastante regularidad, no
sólo barcos portugueses, sino también extranjeros para cargar ese producto
extraño, y poco a poco se van estableciendo, entre Pernambuco y Santos,
pequeñas poblaciones portuarias, como células primitivas de futuras ciudades.
Entretanto, unas flotas, ora más pequeñas, ora más grandes, han adelantado en
distintas expediciones hasta el Río de la Plata, registrando la conformación de
la costa. Pero detrás de la franja angosta que para el mundo de entonces
significa el Brasil, sigue tendido, ignorado y sin límites, todo el inmenso
país. Los progresos en las tres primeras décadas son lentos,
peligrosamente lentos. Aumenta con regularidad el número de embarcaciones
extranjeras que -ilegalmente, en el concepto de Portugal - tocan los puertos
nuevos para cargar madera. En el año 1530 el rey se decide, finalmente, a poner
orden, y envía una pequeña flota al mando de Martín Alfonso de Sousa, que
sorprende en seguida a tres barcos franceses en flagrante, y que comunica al
rey, a modo de primera impresión, lo que todos habían informado hasta entonces:
que hace falta colonizar el Brasil para evitar que la corona de Portugal lo
pierda. Pero, como siempre, desde los comienzos de la época heroica, las cajas
están exhaustas; las dotaciones en la India, las fortificaciones en África, la
conservación del prestigio militar, en una palabra, el imperialismo portugués,
absorbe todo el capital y todas las energías. Hay que proceder, por lo tanto, a
un experimento nuevo de povoar a terra o, mejor dicho, hay que volver sobre un
ensayo que ya ha dado buenos resultados en las Azores y en Cabo Verde: el
fomento de la colonización mediante la iniciativa particular. Se divide el poco
menos que deshabitado país en doce capitanías, cada una de las cuales se asigna
a un individuo, con pleno derecho hereditario, a un hombre que debe
comprometerse -lo que está en su mismísimo interés- a desarrollar esa región, o
ese que podría llamarse país, en el sentido colonizador. Lo que se asigna a
esos capitanes son verdaderos reinos, cada uno de ellos tan grande como el
mismo Portugal y algunos incluso tan grandes como Francia o España. Un noble que no posee nada en Portugal, un oficial que
ha contraído méritos en las luchas en la India y reclama una recompensa, un.
historiógrafo como Joao de Barros, a quien el rey debe gratitud, todos ellos
reciben, con un trazo de pluma, una duodécima parte del Brasil, es decir, una
región fantástica, a la espera de que, a su vez, atraerán entonces gente a esas
regiones, cultivando, económicamente, el país que les ha sido conferido y
conservándolo indirectamente para la metrópoli. Esta primera tentativa para poner cierto método en el
modo completamente casual y disperso de la colonización, obedece a un
pensamiento generoso. Las ventajas para los donatarios son inconmensurables;
excepción hecha del derecho a emitir moneda, y a cambio de deberes muy
limitados, se les conceden todos los derechos de un príncipe soberano. Si supieran realmente atraer un pueblo entero, sus
hijos y nietos tendrían que resultar equivalentes a todos los monarcas de
Europa. Pero los favorecidos son, en su mayoría, gente de edad avanzada, que ha
tiempo ya gastaron sus mejores energías al servicio del rey; si bien aceptan
los territorios concedidos como herencia para sus hijos y nietos, no los
transforman, con trabajo activo, en un mayor valor para ellos mismos. En los
dos próximos decenios se pone en evidencia que solamente prosperan dos de esas
capitanías, las de San Vicente y Pernambuco -esta última llamada Nova.
Lusitania gracias al cultivo racional de la caña de azúcar. Las demás caen
pronto en un estado anárquico, debido a la indiferencia de sus dueños, a la
falta de colonos, a la animadversión de los aborígenes y a diversas catástrofes
en aguas y en tierra. Toda la costa amenaza con desintegrarse; aislados los
diversos trozos, sin convenios, sin ley común, sin fuerza militar, sin
fortificaciones ni soldados, las capitanías se hallan al alcance de cualquier
poder enemigo, diariamente expuestas a caer en manos hasta de un corsario atrevido.
Desesperado, Luis de Goes escribe el 12 de mayo de 1543 al rey: «Si vuestra
majestad no socorre en brevísimo plazo a las capitanías de la costa, no sólo
nosotros perderemos nuestra vida y nuestros bienes, sino que vuestra majestad
también perderá todo el país». Si Portugal no organiza el Brasil de un modo
uniforme, el Brasil esta perdido. Sólo un representante decidido del rey, un
«gobernador general», acompañado al mismo tiempo por una fuerza militar, puede
crear orden y reunir a tiempo todavía los pedazos que se desintegran, formando
una unidad. Significa una gran decisión histórica para el Brasil
el que el rey Juan III atienda oportunamente el llamamiento de socorro y envíe
como gobernador a Tomé de Sousa, un hombre probado ya en África y en la India,
a quien el 19 de febrero de 1519 encomienda fundar en cualquier parte,
preferentemente en Bahía, una capital, desde la cual todo el país debía ser
administrado uniformemente. Tomé de Sousa lleva consigo, aparte de los
funcionarios necesarios, seiscientos soldados y cuatrocientos desgregados, que
más tarde se radicarán en la ciudad o en el campo. Desembarca también lo más
indispensable para la construcción de la ciudad, y en seguida todo el mundo
pone manos a la obra. En el curso de cuatro meses se levanta una muralla de
fortificación para defender la plaza, se construyen casas e iglesias, donde
antes sólo existían míseras chozas de barro. En el, por el momento, muy provisional Palacio de
Gobierno, se instalan una administración colonial y otra municipal, y se
construye una cárcel como signo muy visible de una justicia introducida, por
fin y ya muy necesaria, primer indicio amenazante de que se implantará para el
futuro un orden severo. Todos deben sentir que ya no son gente olvidada,
expatriada, desarraigada, más allá de todo deber y derecho, sino gente
comprendida en la legislación patria. Con la fundación de una capital y el
nombramiento de un gobernador, el hasta entonces amorfo organismo del Brasil ha
adquirido un corazón y un cerebro. Seiscientos soldados o marineros y cuatrocientos
desgregados, mil hombres con armadura o basta camisa de obrero, acompañan a
Tomé de Sousa. Pero más importantes que esos mil hombres de trabajo y de fuerza
resultan para el destino del Brasil los seis hombres de humildes sotanas
oscuras que el rey incorporó al séquito de Tomé de Sousa para su dirección
espiritual y su consejo eclesiástico. Esos seis hombres eran portadores de lo
más precioso que necesita un pueblo y un país para su existencia: una idea, y
en este caso la idea verdaderamente creadora del Brasil. Esos seis jesuitas
disponen de una energía nueva y completamente virgen todavía, pues su orden es
joven y animada por el santo fervor de conservar su sentido peculiar. Aun vive
el dirigente Ignacio de Loyola, que la fundara, y su fuerza de pensar, su
fanatismo orientado hacia un objetivo bien determinado, les ofrecen un ejemplo
vivo, visible, de la autodisciplina. Entre los jesuitas, como en todos los
movimientos religiosos, la intensidad espiritual, la pureza moral se halla en
pleno auge en los años del comienzo y antes del éxito verdadero. En el año de
1550, los jesuitas no constituyen -como en los siglos posteriores una potencia
espiritual, mundana, política ni económica, y toda forma del poder reduce la
pureza, moral tanto del individuo como de un partido. Huérfanos de propiedad en
todo sentido, tanto el individuo como la orden, sólo encarnan una voluntad
determinada, es decir, un elemento totalmente espiritual todavía, y no
confundido aún por entero con las cosas del mundo. Y llegan a la hora más
propicia, pues el descubrimiento de un continente nuevo significa una ventaja
inaudita para su propósito magnífico de restablecer la unidad religiosa del
mundo, por obra de la marcialidad espiritual. Desde que, en el año de 1519, el díscolo alemán
suscitó en la Dieta de Worms la guerra mundial religiosa, más de un tercio de
Europa, ya casi su mitad, abandonó la Iglesia, y el catolicismo, otrora la
ecclesia universalis, ocupa más bien una posición defensiva. ¡Qué ventaja, si
se pudieran conquistar oportunamente los mundos nuevos, que de improviso se
abrieron para la fe antigua, verdadera, estableciendo así, como quien dice, un
segundo frente más amplio detrás del primero! Puesto que los jesuitas no exigen
nada, ni sueldos, ni privilegios, el rey Juan aprueba su propósito de
conquistar el país nuevo a la fe y permite a seis de esos «soldados de Cristo »
participar de la expedición. Pero, en realidad, esos seis hombres no serán
acompañantes, sino dirigentes. Con esos seis hombres comienza algo nuevo para el
Brasil. Todos los que habían llegado antes que ellos habían
arribado o por imperativo o por obligación, o huyendo. Todos cuantos hasta
entonces habían desembarcado en aquellas playas querían sacar algo del país,
maderas o pájaros, metales u hombres; a nadie se le había ocurrido llevar algo
al país a modo de recompensa. Los jesuitas son los primeros que no quieren nada
para sí y todo para el país. Llevan consigo plantas y animales para fertilizar
la tierra, llevan medicinas para curar a los hombres, libros e instrumentos
para instruir a los ignorantes, llevan su fe y el rigor moral disciplinado por
su maestro, pero, sobre todo, son portadores de una idea nueva, de la más
grande idea colonizadora que conoce la historia. Entre los pueblos bárbaros de
los tiempos anteriores, y bajo el régimen español contemporáneo, colonizar
significaba extirpar o embrutecer a los nativos; para la moral de los
conquistadores del siglo XVI, descubrimiento es sinónimo de conquista,
sumisión, esclavización, desheredación. Ellos, en cambio os únicos homens
disciplinados de seu tempo, según los llamara Euclides da Cunha, piensan más
allá de ese proceso de rapiña, en un proceso constructivo, en las generaciones
próximas, y desde el primer instante anticipan en el país nuevo la igualdad
moral de todos. Justamente por vivir la población aborigen en un estado de
primitivo, no debe ser rebajada más aún a la animalidad y esclavitud, sino que
debe ser elevada y conducida por la vía del cristianismo hacia la civilización
occidental: hay el propósito de desarrollar aquí una nación nueva, mediante la
mezcla y la educación. El Brasil debe, en última instancia, a esa idea
productiva el que se convirtiera de un conglomerado de elementos muy
heterogéneos en un organismo, de los contrastes más evidentes en una unidad. Los jesuitas saben, desde luego, que una misión de tal
alcance no puede cumplirse de inmediato. No son soñadores vagos y confusos, y
su maestro, Ignacio de Loyola, no es un Francisco de Asís, quien cree en una
dulce fraternidad de los hombres. Son realistas, y educados por sus ejercicios;
en el sentido de acerar día a día, de nuevo, la energía para vencer en el mundo
la resistencia inconmensurable de la debilidad humana. Conocen los peliaros y la dilación de su tarea. Pero
el hecho de que su objeto está fijado desde los principios y por entero en la
lejanía, en la distancia de siglos, y aun lo eterno, eso los destaca tan
magníficamente del mundo de los funcionarios y de los guerreros, que pretenden
ganancias rápidas y visibles para ellos mismos y para su patria. Los jesuitas
saben exactamente que se necesitarán generaciones y más generaciones para dar
cima a aquel proceso del embrasileñamiento, y que ninguno de los que aventuran
su salud, su vida, su fuerza, en esta empresa, verá jamás personalmente ni aun
los resultados más fugaces de sus esfuerzos. Es una fatigosa labor de sembradío
la que inician, una inversión trabajosa y en apariencia falta de perspectiva,
pero la circunstancia de iniciarse precisamente en un terreno sin roturación
alguna y en un país sin límites, aumenta su aplicación en vez de menguarla. Así
como la llegada oportuna de los jesuitas constituye una suerte para el Brasil,
el Brasil significa, a su vez, una suerte para ellos, por representar el taller
ideal para su idea. Sólo debido a la circunstancia de que antes que ellos nadie
habla actuado allí, ni actúa nadie simultáneamente con ellos, pueden llevar a
cabo un experimento de significación histórica universal, sin restricción
alguna. Materia y espíritu, instinto y forma, un país vacío, enteramente
inorganizado y un método no probado aún de organización para crear algo nuevo y
viviente. Una fortuna peculiar en ese encuentro feliz de una
misión grandiosa con una energía más grandiosa aún, que se dispone a darle
cima, la constituye la presencia de un verdadero dirigente. Manuel de Nóbrega,
que recibe de su provincial el encargo de marchar al Brasil con tal premura que
no le queda tiempo siquiera para recibir personalmente, en Roma, instrucciones
del maestro de la orden, Ignacio de Loyola, se encuentra en la plenitud de sus
energías. Tiene treinta y dos años, ha estudiado en la Universidad de Coimbra
antes de ingresar en la orden. Pero no es su particular sabiduría teológica la
que le confiere la grandeza histórica, sino su energía prodigiosa y su fuerza
moral. Nóbrega -trabado por un defecto de habla- no es, como Vieira, un gran
orador sagrado, Ni como Anchieta, un gran escritor. Es, en el espíritu de
Loyola, sobre todo, un luchador. En las expediciones destinadas a libertar Río
de Janeiro, es la fuerza motriz del ejército y el consejero estratega del
gobernador, en tanto que en la administración revela la capacidad ideal de un
organizador genial, y la clarividencia, que prueban sus cartas, se amalgama con
una energía heroica, que no retrocede ante ningún sacrificio. Si sólo se suman los viajes que en aquellos años hizo
del Norte al Sur y nuevamente al Norte, y a través de todo el país, esos meros
viajes de inspección equivalen a cientos y tal vez miles de noches ahítas de
preocupaciones y peligros. En todos esos años es un gobernador al lado del
gobernador, un maestro al lado de los maestros, un fundador de ciudades y
pacificador, y no hubo un acontecimiento importante, en la historia del Brasil
de ese tiempo, al que no estuviera ligado su nombre. La reconquista del puerto
de Río de Janeiro, la fundación de Sao Paulo y de Santos, la pacificación de
las tribus enemigas y la instalación de colegios, la organización de la
enseñanza y la salvación de los indígenas de la esclavitud son, en primer
término, debidas a su esfuerzo. Estaba presente cuando y dondequiera se
iniciaba algo. Aunque más tarde hayan logrado más popularidad en el país los
nombres se sus discípulos y sucesores, de Anchieta y Vieira, ellos no dejan de
ser sino los continuadores de su idea. Siempre hallaban un fundamento donde
levantar sus construcciones. En la historia del Brasil, esa obra sem exemplo na
Historia, fue la mano de Nóbrega la que escribió la primera página, y cada
trazo de esa mano enérgica y firme ha permanecido indeleble hasta el día de la
fecha. Los jesuitas dedican los primeros días, después de su
llegada, al reconocimiento de la situación. Antes de enseñar, quieren aprender,
y en seguida, uno de los hermanos emprende la tarea de apropiarse cuanto antes
del idioma de los nativos. La primera vista demuestra que los aborígenes están
todavía en el más bajo nivel, de la época nómada. Van completamente desnudos,
no conocen trabajo alguno y no disponen ni de adornos ni de las herramientas
más primitivas. Lo que necesitan para vivir lo cogen de los árboles o
lo extraen de los ríos, y una vez saqueada una región, se trasladan a otra.
Raza de por sí pacífica y tranquila, sólo combaten entre ellos para tomar
prisioneros, que ingieren luego con gran ceremonial. Pero aun esa costumbre
antropófaga no deriva de una crueldad particular de su naturaleza; al
contrario, esos bárbaros todavía dan una de sus hijas por esposa al prisionero,
y lo cuidan y le prodigan atenciones antes de matarlo. Cuando los sacerdotes procuran quitarles el
canibalismo, tropiezan más con una sorpresa admirada que con una real
resistencia, pues aquellos salvajes viven todavía más allá de todo
reconocimiento cultural o moral, y el comerse a un prisionero no significa para
ellos sino una diversión tan festiva e inocente como beber, bailar y dormir en
compañía de mujeres. Este nivel enormemente bajo de vida parece a primera
vista un obstáculo insalvable para la obra de los jesuitas, pero, en realidad,
les facilita la tarea. Puesto que esos seres desnudos no poseen ninguna suerte
de nociones religiosas o morales, es mucho más fácil inculcárselas a ellos que
a otros pueblos entre los cuales ya domina un culto propio y donde los magos,
los sacerdotes y los brujos se oponen encarnizadamente a los misioneros. La
población aborigen, en cambio, es «hoja en blanco», un papel branco, según dice
Nóbrega, que acepta dócil y sensiblemente la nueva prescripción, y que da
cabida amplia a toda enseñanza. En todas partes, los indígenas reciben a los
brancos, a los sacerdotes, sin desconfianza alguna: Onde quer que vamos, somos
recibidos con grande boa vontade. Se dejan bautizar sin titubeos y siguen -¿por qué no?-
a los sacerdotes, los «blancos buenos» que los protegen contra los demás, los
«blancos salvajes», voluntarios y agradecidos, camino a la iglesia. Los
jesuitas, a fuerza de realistas expertos y siempre alerta, saben, desde luego,
que este asentimiento irreflexivo e indolente, este arrodillarse y persignarse
de los antropófagos dista mucho aún de ser verdadero cristianismo. Observan hasta en la persona del célebre defensor de
su misión en Sao Paulo, en Tibiriçá, accidentales recaídas en el canibalismo, y
no malgastan su tiempo con estadísticas presuntuosas sobre las almas ya
redimidas. Saben que su misión verdadera está en el porvenir. Por lo pronto,
importa arraigar la masa nómada en lugares fijos, a fin de poder reclutar y
enseñar a sus hijos. La actual generación antropófaga ya no puede cultivarse
seriamente. Pero se puede tener fácilmente éxito en la tarea de instruir, en el
sentido de la cultura, a sus hijos y a sus nietos, es decir, a las generaciones
siguientes. Por eso, los jesuitas consideran como lo más importante la
instalación de escuelas, en las. cuales empiezan a poner en práctica, muy
previsores, la idea de la mezcla sistemática, que convirtió al Brasil en una
unidad y que, ella sola, lo conservó como unidad. Reúnen, conscientemente, los
niños procedentes de las chozas de paja de los salvajes, con los mestizos, ya
numerosos, reclamando al mismo tiempo el envío urgente de niños blancos desde
Lisboa, aunque fueran las criaturas descuidadas, abandonadas, que se recogen en
las calles de la ciudad. Cada elemento nuevo que facilite la mezcolanza les es
bienvenido, incluso los moços perdidos, ladroes et maus che aqui chaman de
patifes. Puesto que en la enseñanza religiosa los indígenas confían más en sus
hermanos de igual color o mestizos que en los extranjeros, los blancos; se
trata para los jesuitas de formar los maestros del pueblo con la propia sangre
de ese pueblo. En contraste con los demás, piensan exclusivamente en y para las
generaciones venideras. Como realistas y calculadores severos y claros, son los
únicos que tienen una visión cabal del Brasil futuro, en formación, y aun antes
de geógrafo alguno barrunte la magnitud física de ese país, ellos ya adoptan la
norma adecuada para su tarea. Trazan un plan de campaña, para el porvenir, y su
propósito final permanece inalterado a través de los siglos: la formación de
ese país en el BRASIL espíritu de una sola religión, de un solo idioma y de una
sola idea. El que se haya logrado tal propósito es y será para siempre un
motivo de gratitud del Brasil hacia esos primeros creadores de su idea estatal. La resistencia verdadera con que tropieza el
espléndido plan de colonización de los jesuitas no la oponen, según podía
presumirse primero, los nativos, los salvajes, los antropófagos, sino los
europeos, los cristianos, los colonos. hasta entonces, el Brasil había sido
para esos soldados y marineros desertores, para los desgregados, un paraíso
exótico, un país sin ley ni restricciones ni obligaciones, donde cada cual
podía hacer o dejar de hacer lo que le venía en gana. Podían dar rienda suelta
a los instintos más disipados sin ser seriamente molestados por la justicia o
la autoridad. Lo que en su patria se castigaba con encadenamiento y
estigmatización pasaba aquí por lícita diversión de acuerdo con la doctrina de
los conquistadores: Ultra equinoxialem non peccatur. Se apropiaban de cuanta
tierra querían y donde querían, se tomaban los indígenas donde los encontraban
y los hacían trabajar duramente bajo su férula. Tomaban cualquier mujer que
cruzaba su camino, y el número enorme de niños mestizos ilustraba muy pronto la
divulgación de esa poligamia salvaje. No había quien les impusiera su
autoridad, y por lo mismo, todos esos individuos, la mayoría de los cuales
llevaba todavía la marca de la cárcel en sus hombros, vivían como bajaes, sin
cuidarse del derecho ni de la religión y, sobre todo, sin poner jamás
personalmente mano a una labor verdadera. En vez de civilizar el país, esos
primeros colonos se habían embrutecido ellos mismos. Volver a disciplinar a esa pandilla ruda, acostumbrada
a la ociosidad y a la autocracia, significaba una tarea muy dura. Lo que más espanta a los devotos hermanos es la
poligamia desenfrenada, la vida oriental de harén. Pero, por otra parte, ¿cómo
acusar a esos hombres que viven ahí en salvaje concubinato, cuando en realidad
no hay una posibilidad para ellos de casarse legalmente y de constituir una
familia? Porque ¿cómo establecer una familia, única institución que puede
convertirse en el fundamento de una civilización burguesa, cuando las mujeres
blancas faltan de un modo absoluto? Es por eso que Nóbrega insiste ante el rey,
solicitando que envíe mujeres desde Portugal: Mande Vossa Alteza mulheres
orphaes, porque todas casarae, Y como no es de esperar que los hidalgos envíen
sus hijas al país lejano y vasto, para que busquen marido entre aquellos
tunantes libertinos, Nóbrega lleva su magnanimidad al extremo de rogar al rey
que envíe también a las muchachas caídas, a las barraganas de las calles de
Lisboa. Que aquí cada una de ellas encontraría marido. Al cabo de un tiempo,
las autoridades espirituales y políticas, unidas, consiguen, efectivamente,
llevar de nuevo cierto orden a los usos y costumbres. Pero hay un punto donde
la colonia entera opone una resistencia encarnizada: es el problema de la
esclavitud, que desde el principio hasta el fin, desde 1500 hasta casi el año 1900,
habrá de constituir el punto neurálgico del problema brasileño. La tierra
requiere manos, y no las hay en cantidad suficiente. Los pocos colonos no
bastan para plantar la caña de azúcar y para trabajar en los ingenios, las
fábricas primitivas. Además, esos aventureros y conquistadores no han cruzado
el mar hasta el país tropical para afanarse aquí con el pico y el hacha.
Quieren ser señores aquí; y pusieron remedio sencillo a su situación cazando a
los indígenas como se caza a liebres, para hacerlos trabajar rudamente bajo su
látigo, hasta el desmayo. Aducían el argumento de que la tierra, con todo lo
que estaba debajo y sobre ella, les pertenecía, sin excluir a aquellas bestias
bípedas morenas, mueran o no durante su faena. Por cada muerto, se recupera en
la alegre caça de indios una cantidad de siervos nuevos, y por añadidura se
disfruta de una diversión deportiva. Los jesuitas toman entonces enérgicas medidas contra
ese concepto cómodo, pues la esclavitud y la despoblación del país contravienen
bruscamente su proyecto bien meditado y de largo alcance. No pueden tolerar que
los colonos reduzcan a los aborígenes a bestias de labor, ya que se habían
impuesto como tarea principalísima la de ganar a esos seres incultos para la
fe, la tierra y el porvenir. Cada indígena libre significa para ellos un objeto
necesario para la colonización y civilización. Mientras hasta entonces convenía
a los colonos azuzar a las distintas tribus, mutuamente, a continuas luchas, a
fin de que se exterminasen más prontamente y para que después de cada campaña,
se pudiesen comprar los prisioneros como mercadería barata, los jesuitas
procuran reconciliar las tribus entre sí y aislarlas, mediante la colonización,
en el enorme espacio. Para ellos, el aborigen constituye, como brasileño futuro
y hombre redimido para el cristianismo, la sustancia acaso más valiosa de esa
tierra, más importante que la caña de azúcar, que la madera del Brasil y el
tabaco, en consideración de los cuales se pretende esclavizarlo y exterminarlo. Quieren arraigar esos hombres informes aún; del mismo
modo que las plantas y frutas extrañas que traían consigo de Europa, quieren
cultivarlos como el alimento verdadero, señalado por Dios, en vez de permitir
que degeneren y sigan embruteciéndose. Es por lo mismo que han requerido
expresamente al rey la libertad de los indígenas; de acuerdo con su proyecto,
en el Brasil del futuro no debe existir, al lado de una nación feudal de
blancos, otra nación, esclava de negros, sino sólo un único pueblo libre en
tierra libre. Es verdad que aun una cédula real pierde a tres mil
millas de distancia gran parte de su fuerza imperativa, y una docena de
sacerdotes, la mitad de los cuales recorre el país constantemente en
incansables viajes de misión, resultan demasiado débiles frente a la voluntad
egoísta de la colonia. Para salvar cuando menos una parte de los aborígenes,
los jesuitas deben avenirse a un compromiso en cuanto al problema de la
esclavitud. Deben conceder a los colonos, como esclavos, los
indígenas hechos prisioneros, pretendidamente, en la guerra «justa», es decir,
en la lucha defensiva contra los nativos. Huelga decir que esa cláusula se interpreta del modo
más elástico y arbitrario. Por otra parte, se ven en la necesidad de aprobar la
importación de negros africanos, a fin de evitar la acusación de impedir el
progreso rápido de la colonia. Aun esos hombres de alto nivel espiritual y de
intenciones humanas no pueden sustraerse al concepto corriente de la época,
para el cual el esclavo negro es un artículo de comercio tan natural como la
lana y la madera. En esos años, Lisboa, la metrópoli europea, alberga ya diez
mil esclavos negros. ¿Cómo podía entonces negárselos a la colonia? Hasta los
propios jesuitas están obligados a procurarse negros. Nóbrega informa con toda
indiferencia, en una misma oración, que adquirió para su colegio tres esclavos
y algunas vacas. Pero los jesuitas se atienen inflexiblemente al principio de
que los nativos no son piezas de caza que pueda tomar cualquier aventurero
advenedizo: protegen a cada uno de los neófitos, y la tenacidad ética con que
luchan a favor del derecho de los brasileños morenos será, con el correr del
tiempo, fatal para ellos. Nada tornó la situación de los jesuitas en el Brasil
tan difícil como esa lucha por la idea brasileña de la población y animación
del país con hombres libres, y uno de ellos confiesa, acongojado: «Habríamos
vivido mucho más tranquilos si sólo nos hubiéramos quedado en las colonias y
nos hubiéramos restringido a cumplir nada más que el servicio religioso. Pero no en balde el fundador de su orden había sido
previamente soldado; había educado a sus discípulos para luchar por una idea. Y
esa idea la llevaron con su vida al país; fue la idea del Brasil. El hecho de haber reconocido de inmediato, en su plan
de conquista del imperio futuro, el punto adecuado para tender el puente hacia
el futuro, revela al gran estratego que había en Nóbrega. Poco después de su
arribo a Bahía, instaló la primera escuela de perfeccionamiento y visitó, con
los hermanos llegados posteriormente, en viajes cansadores y fatigosos, toda la
costa, desde Pernambuco hasta Santos, estableciendo una sede en San Vicente.
Pero aun no encontró el lugar apropiado para el colegio máximo, para el centro
nervioso, espiritual y eclesiástico, que ha de penetrar poco a poco el país
entero, A primera vista, esa búsqueda preocupada, muy reflexiva, de Nóbrega, de
un punto de apoyo acertado, resulta incomprensible. ¿Por qué no establece su
cuartel general en Bahía, la capital, la sede del gobernador y del obispo? Pero
aquí se advierte por primera vez un contraste oculto que, con el tiempo, se
transformará en otro abierto, y hasta violento. La orden de Loyola no quiere
iniciar su obra bajo la vigilancia del Estado, ni siquiera bajo la del Papa.
Desde la primera hora, los jesuitas tienden en el Brasil hacia un objeto y
propósito superiores al de constituir allí nada más que un elemento de
colonización que enseñe, ayude y que esté subordinado a la corona y a la curia.
El Brasil les significa un experimento decisivo, la primera prueba de la
posibilidad de realización de su fuerza de organización, y Nóbrega lo
manifiesta sin ambages: Esta terra es nossa empresa, con lo que quiere decir:
«Somos responsables de su solución ante Dios y los hombres». Pero el hombre
fuerte no asume una responsabilidad sino para sí solo. Los jesuitas -y ésa es
la causa de la desconfianza solapada que los acompaña en el Brasil desde el
comienzo y a través de toda la historia- perseguían, sin lugar a duda, un
objetivo peculiar, personalmente excogitado y que los demás no podían
reconocer. Lo que ellos pretendían -a sabiendas o inconscientemente-, no fue
solamente la formación de una colonia portuguesa entre tantas otras, sino de
una comunidad teocrática, una organización estatal novedosa, independiente de
las fuerzas del dinero y del poder, tal como más tarde procuraron fundarla en
el Paraguay. Desde el primer momento pensaban crear en el Brasil algo único,
nuevo, ejemplar, y semejante concepción original debía, tarde o temprano,
chocar con las ideas meramente mercantiles y feudales de la corte portuguesa.
Por cierto que no pretendían, según los acusaban sus enemigos, adueñarse del
Brasil en el sentido soberano o capitalista, a favor de su orden y de los fines
de la misma. Querían ser en el Brasil algo mas que meros
predicadores del Evangelio, querían imponer allí con su presencia algo
diferente y algo más que las demás órdenes religiosas. De ello se percató desde
un principio el gobierno, que los utilizaba agradecido, pero sin dejar por ello
de vigilarlos con leve desconfianza; de ello se percató la curia, que no estaba
dispuesta a compartir su autoridad espiritual con nadie; de ello se percataban
también los colonos, que se sentían trabados por los hermanos de la orden en su
desconsiderada rapiña. Precisamente por no pretender una cosa visible, sino la
imposición de un principio espiritual, idealista y por lo mismo incomprensible
para las tendencias de la época, encontraron desde los comienzos una
resistencia continua, a la cual, por último, debían sucumbir, expulsados del
país, en el cual, a pesar de todo, habían dejado depositada la semilla de la
fructificación. Nóbrega procedía, pues, con perfecta premeditación
cuando, para evitar todo el tiempo posible ese conflicto, quería fijar su Roma,
su capital espiritual, a distancia de la residencia del gobernador y del
obispo. Sólo en un lugar donde pudiera obrar sin trabas y sin vigilancia podía
tener éxito aquel proceso lento y penoso de la cristalización, que él tenía
presente. Ese traslado del centro de actividades desde la costa
al interior significaba una ventaja bien meditada, tanto en el sentido
geográfico como a los fines de la catequización. Sólo un cruce de caminos en el
interior del país, protegido, por una cadena montañosa, contra ataques de piratería
desde el mar, y cercano, sin embargo, del océano, pero poco distante, a la vez,
de las distintas tribus que había que ganar para la civilización y que educar
en el sentido de apartarlas de la vida nómada, para llevarlas a otra
sedentaria, sólo un lugar así podía constituir la célula germinativa ideal. La elección de Nóbrega recae sobre Piratininga, la São
Paulo de hoy en día, y el ulterior desarrollo histórico confirmó la genialidad
de su decisión, pues la industria, el comercio, el espíritu de empresa del
Brasil han seguido, aun después de los siglos, a su elección inspirativa. En el
mismo lugar donde, ayudado por sus compañeros, levanta el 21 de enero de 1554
aquella paupérrima e estreitíssima casinha, se levanta hoy una metrópoli
moderna con sus rascacielos, fábricas y calles repletas de gente. Nóbrega no
hubiera podido elegir mejor lugar. El clima de ese altiplano es templado, la
tierra es saturada y fértil, hay un puerto cerca y los ríos aseguran la
comunicación con las grandes corrientes de agua del Paraná y del Paraguay y,
por consiguiente, del Plata. Desde ese punto, los misioneros pueden adelantar
en todas las direcciones hacia las diversas tribus, e irradiar su obra de
instrucción. Además, no existe por el momento en los alrededores
del pequeño poblado ninguna colonia de desgregados que corrompan las
costumbres. Y pronto la nueva sede sabe conquistarse la amistad de las tribus
vecinas mediante regalos insignificantes y buen trato. Sin gran esfuerzo, los
nativos dejan reunir por los sacerdotes, en pequeñas aldeas, comunidades
económicas que se parecen bastante a las chacras colectivas de la Rusia actual.
Y al cabo de poco tiempo, Nóbrega puede informar: Vai-se fazendo uma fermosa
povoaçao. La orden misma no tiene todavía, como en tiempos
ulteriores, abundantes propiedades raíces, y los escasos medios sólo permiten,
por el momento, un desarrollo del colegio en pequeña escala. Pero, no obstante,
pronto se forman allí una cantidad de píos, hermanos, blancos y de color, que,
en cuanto dominan la lengua del país, pasan como missoes volantes de tribu en
tribu para inducir siempre a nuevos nómadas a la vida sedentaria, y ganarlos
para la fe. Queda creado un punto de bifurcación, la primera escola par muitas
naçoes de Indios, y no tarda en establecerse entre el misionero y las tribus
arraigadas un sentimiento sincero de solidaridad. Cuando se produce el primer
asalto de bandas trashumantes, son los ya neófitos los que, con apasionada
abnegación, rechazan el ataque bajo la dirección de su cacique Tibiriçá. Ha
comenzado el gran experimento de la colonización nacional bajo dirección
eclesiástica, que hallará luego en la república jesuítica del Paraguay su
realización única. Pero la fundación de Nóbrega significa, además, un
progreso grande en el sentido nacional. Por primera vez se establece cierto
equilibrio para el Estado futuro. Mientras el Brasil no era, hasta entonces, en
rigor de verdad, sino una angosta franja costera con tres o cuatro ciudades
portuarias al Norte, que sólo mercaban con productos tropicales, empieza ahora
a desarrollarse una colonización al Sur y en el interior del país. Pronto, esas
energías lentamente acumuladas se adelantarán de un modo productivo,
descubriendo, por propia curiosidad e impaciencia, el país con sus formas y
ríos, en su amplitud y profundidad. Con la primera colonización disciplinada en
el interior, la idea preconcebida ya se ha transformado en semilla y acción. El Brasil tiene unos cincuenta años de edad cuando,
después de inciertos movimientos embrionales, realiza por primera vez signos de
una vida propia, verdaderamente consciente. Poco a poco, se van manifestando los resultados de la
organización colonial. Las plantaciones de azúcar de Bahía y Pernambuco
arrojan, pese a su manejo primitivo aun, beneficios abundantes. Se acercan cada
vez con mayor frecuencia buques para cargar materia prima y cambiarla por
productos manufacturados. No son muchos aun los que se aventuran hasta el
Brasil, y apenas si hay un libro que dé cuenta al mundo de esa vasta tierra.
Pero precisamente el modo titubeante y esporádico como la colonia se hace
presente en el comercio mundial es, al fin de cuentas, una suerte para el
Brasil, porque le asegura un desarrollo orgánico. En tiempos de conquista y de
fuerza, siempre es más bien una ventaja para un país cuando permanece sin ser
notado y ambicionado. Los tesoros que Alburquerque avistó en la India y en
las Molucas, el botín que Cortés trae de Méjico y Pizarro del Perú desvían del
Brasil, del modo más feliz, la atención y el ansia de posesión de las demás
naciones. «El país de los papagayos » sigue siendo considerado como quantité
négligeable, por el que no se esfuerzan seriamente ni la propia metrópoli ni
otros pueblos. No se trata, por lo mismo, de un acto verdaderamente
bélico cuando el 10 de noviembre de 1555 una pequeña flota bajo pabellón
francés fondea en la bahía de Guanabara, desembarcando en una de sus islas un
centenar de hombres. De hecho no molestan con ello a ninguna posesión extraña,
puesto que en ese entonces Río no es todavía una ciudad, sino apenas un
poblado. En las pocas chozas dispersas no hay un soldado ni un funcionario del
rey de Portugal, y el extraño aventurero que iza aquí la bandera no encuentra
resistencia contra su atrevido golpe de mano. Ambigua y atractiva figura es ese
caballero de Rodas, Nicolás Durand de Villegaignon, a medias pirata, a medias
sabio y todo un pedazo cabal del Renacimiento. Él llevó a María Estuardo desde
Escocia a la corte real de Francia, se distinguió en el campo de batalla, probó
suerte como aficionado en las artes. Ronsard le elogia y la corte le teme
debido a su espíritu incalculable, inconstante. Toda labor regular le repugna,
y rechazó el mejor empleo, las más altas distinciones, para poder dar rienda
suelta, libremente y sin trabas, a sus antojos, a menudo fantásticos. Los
hugonotes lo consideran católico, los católicos le tienen por hugonote. Nadie
sabe a qué causa sirve, y tal vez él mismo no sabe, en cuanto a su persona,
sino que quisiera hacer algo grande y extraordinario, algo distinto de lo que
hacen los demás, algo más salvaje, más osado; más romántico y más singular. En
España hubiera llegado a ser un Pizarro o un Cortés, pero su rey, muy ocupado
en el propio país, no organiza ninguna aventura colonial. Por eso, el
impaciente Villegaignon tiene que inventarse una, por su propia cuenta. Reúne
unas cuantas naos, las tripula con un centenar de hombres, en su mayoría
hugonotes, que se sienten incómodos en la Francia de los Guisa, pero también
con unos cuantos católicos, entre ellos, que desean llegar al mundo nuevo, y
ansioso de gloria en grado máximo, lleva consigo también, previsoramente, un
historiador, André Thévet, pues alienta nada menos que el sueño de fundar una
France Artaretique, cuyo creador, gobernador y acaso príncipe omnímodo quiere
ser él mismo. Es difícil averiguar hasta qué punto la corte de Francia conocía
esos planes, y hasta qué extremo acaso los aprobaba y tal vez fomentaba.
Probablemente, en el caso de un éxito, el rey Enrique se hubiera adueñado de la
acción del mismo modo como Isabel de Inglaterra se apropiaba de los hechos de
sus piratas Raleigh y Drake. Por lo pronto, sólo se permite a Villegaignon
probar suerte como particular, para no caer en culpa frente a Portugal a causa
de una misión y anexión oficiales. Villegaignon, que como soldado experto piensa en
primer lugar en la defensa, construye, a poco de llegado, en la isla que hoy
lleva su nombre, un fuerte, que llama Coligny en homenaje al almirante
hugonote, en tanto que bautiza fachendosamente con el nombre de Henriville -
por respeto a su rey- a la ciudad futura frente a la isla, que, sin embargo,
por el momento no es sino un pantano rodeado de colinas deshabitadas.
Inescrupuloso en cuestiones religiosas, y puesto que no encuentra otros
católicos para esa soñada colonia francesa, hace venir en 1556 un cargamento de
calvinistas de Ginebra, lo que dentro del pequeño establecimiento origina
pronto rencillas religiosas. Dos clases de predicadores que se llaman
mutuamente herejes son demasiado para una estrecha isla. Pero, con todo, France
Antarctique queda fundada, y los franceses que no toleran la caza de esclavos,
viven pronto en la mejor armonía con los nativos, con los cuales hacen
intercambio. De aquí en adelante, los barcos franceses van y vienen
regularmente entre su país de origen y ese establecimiento, no reconocido aún
oficialmente por Francia, como si fuera su puerto legal. Desde luego, esa incursión no puede dejar indiferente
al gobernador residente en Bahía. De acuerdo con los principios legales en
vigor a la sazón, las costas brasileñas son un mare clausum, en cuyas costas no
pueden fondear ni comerciar las naves extranjeras, Pero el hecho de establecer
una fortificación con militar extranjero en el mejor puerto de la colonia
significa la división del Sur y el Norte y, por ende, la destrucción de la
unidad del Brasil. La misión más natural del gobernador sería la de capturar
esos barcos extranjeros y derribar el establecimiento, pero no tiene poder
alguno para emprender una acción militar de semejante alcance. Los pocos
centenares de soldados que habían llegado simultáneamente con él al Brasil se
han transformado en el ínterin, ha tiempo ya, en agricultores y dueños de
plantaciones, y muestran poca disposición para volver a ceñirse la coraza
después de sus años de comodidad. Por otra parte, el joven ente carecía todavía
de toda suerte de sentimiento nacional, de toda idea de comunidad, mientras que
en Portugal, a su vez, falta el reconocimiento cabal del peligro y, como
siempre, el dinero necesario para una expedición rápida. La corona sigue sin
atribuir a la cenicienta Brasil suficiente importancia como para :armar una
costosa flota. De este modo, los franceses tienen abundante tiempo para
fortificarse y atrincherarse continuamente. Sólo cuando en el año de 1557 se envía un gobernador
nuevo, Mem de Sá, a Bahía, inícianse los preparativos para una acción contra
los intrusos. Men de Sá deposita su confianza ilimitada en Nóbrega y se somete
por entero a su autoridad espiritual. Y es nuevamente Nóbrega quien, con toda
su energía apasionada, reclama un proceder oportuno contra los franceses. Los
jesuitas conocen mejor el país y están más preocupados por su porvenir que los
negociantes de Lisboa, que valúan sus dominios únicamente de acuerdo con el
rendimiento momentáneo de sus especierías; saben que si aquellos hugonotes
franceses llegan a radicarse definitivamente en la costa brasileña, queda
destruida para siempre, no sólo la unidad del país, sino también la unidad de
la religión. El gobernador y Nóbrega envían alternativamente carta tras carta a
Portugal para exigir que se faça socorrer a esse pobre Brasil. Pero Portugal -un segundo Atlas- debe soportar sobre
sus hombros débiles un mundo entero, y transcurren así dos años más, hasta que
en 1559 llegan, por fin, unas cuantas naos desde Portugal, y Mem de Sá puede
pensar en una acción militar contra los intrusos. El jefe verdadero de esa expedición es Nóbrega, quien
juntamente con Anchieta reclutó el mayor número posible de sus neófitos para
reforzar con ellos las escasas tropas portuguesas. Aparece junto con el gobernador general el 18 de
febrero de 1560 frente a Río, y en cuanto el 15 de marzo llegan desde San
Vicente las tropas auxiliares rápidamente reunidas, iníciase el ataque contra
la fortaleza de Villegaignon. Desde la perspectiva de la actualidad, esa acción, en
verdad importante, sólo parece una guerra entre sapos y ratones. Ciento veinte portugueses y ciento cuarenta nativos
arremeten contra el fuerte Coligny, al que defienden setenta y cuatro franceses
y algunos esclavos. Los franceses no pueden resistir y huyen oportunamente a
tierra firme hasta junto con sus amigos nativos, para atrincherarse nuevamente
sobre las colinas. Para los portugueses esa acción significa una victoria,
puesto que han tomado el fuerte Coligny, la bastilla; sin perseguir o aniquilar
a los franceses, regresan a Bahía y San Vicente. Pero no es más que una victoria a medias, pues los
franceses continúan en el país. En total, han sido rechazados aproximadamente
un kilómetro, es decir, un espacio que hoy se recorre en automóvil en un par de
minutos. Siguen sin ser molestados en el puerto, como antes, continúan su
comercio, cargan y descargan sus barcos y construyen en el Morro da Gloria una
fortificación nueva para reemplazar a la anterior, e incluso azuzan a los
tamoios, sus amigos indios, contra los portugueses, y el primer ataque contra
São Paulo por parte de integrantes de esa tribu posiblemente ha sido organizado
por aquéllos. Pero Mem de Sá no tiene fuerzas para expulsar a los intrusos. Como
siempre en el Brasil, desde los comienzos hasta la fecha, la falla es una
misma: hay escasez de hombres. Mem de Sá no puede desprenderse de un solo brazo en
Bahía, ya que de lo contrario se estancaría la producción de azúcar, el
elemento principal de la economía brasileña; y además, una peste fatal mató a
la mayor parte de la población. Sin el apoyo de Portugal es imposible, pues, expulsar
a los franceses de su posición nueva, y esa ayuda se hace esperar
indefinidamente; los colonos de Villegaignon permanecen así cinco años más en
el Brasil, sin ser molestados. Y es de nuevo Nóbrega quien insiste y advierte
sin cesar que si en vez de Portugal llegan a ser. los franceses los que envían
socorros, la corona perderá definitivamente la bahía de Río y con ella el
Brasil. Por último, la reina atiende sus súplicas urgentes y despacha desde
Lisboa a Estacio de Sá para atacar al enemigo junto con las tropas auxiliares
preparadas en el país por los jesuitas. Nuevamente empiezan, en dimensiones
liliputienses, las acciones guerreras. El 19 de marzo de 1565, Estacio de Sá
entra con su flota de guerra en la bahía de Guanabara y levanta su campamento
al pie del Pan de Azúcar, donde hoy se encuentra el barrio de Urca. Pero -cosa
inconcebible para nuestros conceptos modernos- antes de que se lleve a cabo el
ataque contra el Morro da Gloria, cuya distancia del Pan de Azúcar se recorre
hoy exactamente en diez minutos, pasan no menos de veintidós meses. Sólo el 20
de enero de 1567, Estacio de Sá conduce a sus soldados al asalto, y en una
lucha de pocas horas de duración, con una pérdida de veinte o treinta hombres,
prodúcese una decisión de importancia histórica: si la ciudad se llamará en
adelante Río de Janeiro o Henriville, y si el Brasil será un país de habla
portuguesa o francesa. En esas dimensiones, con dos o tres docenas de soldados,
librábanse en ese entonces, tanto en América como en la India, unas luchas que
habían de determinar por espacio de siglos la forma y el destino de nuestro
continente. Estacio de Sá, herido por una flecha, paga la victoria con su vida.
Pero esta vez trátase de un triunfo decisivo. Embarcándose en sus cuatro naos, los franceses huyen
del país y. sólo llevan a Francia la noticia de la existencia del tabaco, que
como homenaje a su embajador, Jean Nicot, designan con su nombre. Sobre las
ruinas de la fortaleza francesa en el Morro da Gloria, el obispo consagra la
Iglesia de la futura capital del Brasil; en esa hora surge la ciudad de Río de
Janeiro. Fue un combate liliputiense, pero salvó la unidad del
Brasil; el Brasil pertenece a los brasileños. Pero ahora se impone la necesidad
de desenvolver la colonia, y para ello puede disponer de casi cincuenta años
enteros de paz completa. Los límites van adelantando poco a poco en dirección a
Río Grande del Norte, y el interior, las colonias de los jesuitas, en São Paulo
empiezan a desarrollarse de manera fecunda, las plantaciones del litoral dan
fruto abundante, y, aparte de las exploraciones siempre crecientes de azúcar y
tabaco, florece otro negocio, más oscuro: la importación de «marfil negro». De mes en mes se traen cargamentos cada vez mayores de
esclavos negros de Guinea y del Senegal, y los infelices que no mueren durante
el viaje, en las embarcaciones repletas y hediondas, son negociados en el gran
mercado de Bahía. Durante algún tiempo, esa abundancia, de negros y el
número sorprendente de «mamelucos» engendrados por los portugueses, de esos
mestizos de todos los matices, amenazan con hacer desaparecer la influencia
europea, civilizadora. Frente a un puñado de hombres emprendedores que se
enriquecen sin medida, se halla, en las ciudades del litoral, un sinnúmero de
esclavos de color; sin el trabajo equilibrador de los jesuitas, que en el
interior del país instalan en todas partes haciendas y educan a la población
para la vida sedentaria, que impiden la exterminación de los nativos y que
gracias a la falta de prejuicios fomentan el mestizaje, el Brasil acaso se
habría transformado en un país africano, puesto que Europa se mostraba
absolutamente indiferente a su respecto. Esa Europa, sin embargo, envuelta en cien guerras, no
puede desprenderse de nuevos colonos, y sólo se encuentran pocos hombres
comprensivos que captan paulatinamente todo el valor de ese país. Ya en el año
de 1587, Gabriel Soares de Sousa estampará en su Roteiro estas palabras
proféticas: Estará bem empregado todo cuidado que Sua Majestade mandar ter
deste novo reino, pois está capaz para se edificar nelle um grande imperio, o
qual cum pouca despeza deste reino se fará tao soberano que seja un dos estados
do mundo. Pero ha tiempo ya que pasó la hora en que Portugal,
que dominaba la mitad del mundo, estaba aún en condiciones de prestar ayuda a
alguien, pues se acabó su grandioso sueño romántico de conquistar los tres
continentes enteros para sí y para la religión cristina. No se conformaba ese
pequeño y valiente país con poseer ambas costas de África, la oriental y la
occidental, y con haber sometido a la India, hasta mucho más allá de los
límites de la China, a su monopolio comercial. El rey Sebastián, el último y más atrevido soñador de
esa estirpe heroica, sueña con una cruzada que debía, de una vez para siempre,
poner fin al poderío musulmán. En vez de distribuir sus mejores fuerzas, sus
caballeros y sus soldados en las colonias para mantener el imperio de los
Lusiadas mediante una organización práctica, reúne, cual un caballero del Santo
Grial, ataviado con armadura de plata, su poderío entero en un solo ejército y
se traslada a África para aniquilar de un golpe al moro, el enemigo tradicional.
Pero el golpe aniquilador no alcanza a los moros sino a él mismo, y en la
batalla de Alcazarquivir, esa última y tardía cruzada del Occidente contra el
Oriente, el ejército portugués sale, en el año de 1578, totalmente derrotado y
cae muerto el propio rey Sebastián. La enorme sobretensión de la voluntad se ha
vengado cruelmente: Portugal, el pequeño país que pretendía someter un
universo, pierde su propia independencia, y España se adueña del trono que ha
quedado vacante. El país, desangrado por mil batallas, no puede ofrecer
resistencia; por espacio de sesenta y dos años, desde 1578 hasta 1640, Portugal
desaparece de la historia como país independiente. Todas sus colonias, y, por
lo tanto, también el Brasil, se convierten en posesiones de la corona de España. De ese modo, por un minuto universal, Felipe II domina
un imperio mundial, que excede en mucho el de Alejandro y el romano de Augusto;
aparte de la península ibérica, pertenecen a ese habsburgués, Flandes y toda la
América ya conocida, las tres cuartas partes de África y el imperio de las
Indias conquistado por los portugueses. Y esa sensación de fuerza y grandeza se
refleja en el arte ibérico. Cervantes, Lope de Vega y Calderón producen sus
obras incomparables; toda la riqueza de la tierra afluye a ese solo país
triunfante. El Brasil contribuye poco a ese triunfo y no se
beneficia en nada de él; en lugar de aumentar su poder gracias a la
circunstancia de pertenecer, sin quererlo, a ese imperio ibérico, la colonia,
que hasta ahora no había sido importunada, tiene que recibir a todos los
enemigos de España: piratas ingleses saquean Santos, incendian San Vicente; los
franceses se establecen transitoriamente en Maranhao; los holandeses irrumpen
en Bahía y saquean ah! los barcos. El Brasil tiene que sentir dolorosamente
cuántas potencias nuevas disputan a España, desde el aniquilamiento de la
Invencible, el dominio de los mares. Es verdad que ninguno de esos actos de
piratería hiere al país en mayor profundidad; no pasan de causar pequeños daños
y desazones que no pueden perjudicar su rápido desenvolvimiento. La situación
sólo se torna peligrosa para el Brasil cuando Holanda, se dispone a ejecutar un
plan bien trazado y estudiado, no ya para asaltar simplemente unos puertos,
sino para conquistar en su integridad het Zuikerland, según los buenos
comerciantes llaman al Brasil, dándole el nombre de su mejor producto
comercial. Holanda, ejemplarmente organizada en materia
económica, conoce de modo exacto el valor del Brasil, y es difícil que hayan
pasado por alto a sus comerciantes vigilantes las palabras contenidas en los
Diálogos das grandezas do Brasil, de acuerdo con las cuales ese país en su
integridad poseía más riquezas que las Indias. No ha de ser, pues, por
casualidad que en el año de 1621 se fundara en Amsterdam, siguiendo el ejemplo
de la Compañía de las Indias, una Companhía das Indias Ocidentais, dotada de
abundantes capitales -según se decía-, meramente para comerciar con el Brasil y
la América del Sur en general, pero, en realidad, con la segunda intención. de apoderarse de ese país enorme a favor de Holanda y
su monopolio comercial. Integran esa compañía unos calculadores avezados,
quienes comprenden que, para alcanzar tan grande objetivo, hay que emplear
también fondos ingentes. Para ocupar el Brasil, y, cosa más importante aún,
para retenerlo luego, no se puede, tal cual lo hicieron los franceses, fletar
dos o tres barcos con colonos cansados de Europa y marineros enganchados a toda
prisa, sino que es menester armar una flota verdadera y embarcar en ella un
ejército adiestrado. Nada demuestra más claramente el desenvolvimiento y la
importancia que en los últimos cincuenta años el Brasil había alcanzado a los
ojos del mundo que las condiciones en que se preparaba la nueva agresión.
Mientras Villegaignon atraca con tres o cuatro barcos para fundar la Francia
Antártica y las luchas decisivas se libran luego entre setenta y cien hombres
de guerra improvisados, la compañía holandesa prepara, de antemano veintiséis
barcos, que dota con mil setecientos soldados entrenados y mil seiscientos
marineros. El primer golpe va dirigido contra la capital. El 9 de
mayo de 1624, Bahía cae, casi sin oponer resistencia, y los holandeses se
llevan un botín incalculable. Sólo entonces despierta España; despacha más de
cincuenta naves con once mil hombres, que, en compañía de las tropas auxiliares
nativas procedentes de Pernambuco, reconquistan Bahía antes de que llegue la
segunda flota holandesa, compuesta por treinta y cuatro barcos. Reconociéndose
el valor de la colonia hasta entonces despreciada, ya se han centuplicado los
esfuerzos para asegurar la posesión del «país del azúcar». Obligada a ceder en
Bahía, la compañía holandesa prepara un nuevo ataque con nuevos refuerzos, y
obtiene con ello éxito. En el año de 1635 queda ocupado Recife, y en los años
siguientes toda la costa septentrional, con excepción de Bahía. A partir de esa
hora, existe en el norte del Brasil, y por espacio de veintitrés años, una
administración holandesa independiente. El esfuerzo colonizador realizado durante esos
veintitrés años por los holandeses es, en verdad, magnífico. Supera en mucho
todo cuanto los portugueses hicieron en los cien años precedentes. Los
holandeses tienen ideas de organización claras y probadas. No confían la
inmigración ni la administración a elementos anárquicos accidentales, no envían
la escoria de su país, sino sus mejores hombres y los más cuidadosamente
seleccionados. Mauricio de Nassau, quien como gobernador de la corona
administra el nuevo país, no sólo es de estirpe real, sino que es también un
noble en el sentido espiritual, hombre de vastos alcances, de grandes empresas
y tolerante. Trae todo un estado mayor de especialistas, ingenieros, botánicos,
astrónomos y eruditos, para explorar, colonizar y europeizar el país. Nada es
más característico para conocer la inferioridad del material cultural que, en
comparación con los franceses y holandeses, los portugueses habían llevado al
Brasil, que la circunstancia de que no poseemos, acerca de los primeros años de
la juventud del Brasil, una sola descripción de valor verdaderamente literario
debida a algún portugués, abstracción hecha de las cartas de los jesuitas, en
tanto que los franceses, al cabo de pocos años ya, dan al mundo la obra sobre
la France Antarctique, y Nassau manda a Barlens confeccionar aquella ejemplar
obra de lujo, provista de grabados y mapas, que inmortalizan su gloria y su
empeño. Mauricio de Nassau hace buena figura dentro de la
historia del Brasil. Como humanista, llevó consigo la idea de la tolerancia, permitió
a todas las religiones su libre desenvolvimiento, facilitó a todas las artes un
desarrollo fecundo, y aun los, colonos viejos no pueden lamentarse de violencia
alguna. En Recife, que se denomina en su honor Mauritzstaad o Mauricea, se
construyen palacios, casas de piedra y aseadas calles, y las regiones
circundantes son exploradas por los geógrafos. Se introducen nuevas prensas
hidráulicas para la industria azucarera, se da a los negociantes fugitivos de
Portugal intervención en el comercio, y toda la vida pública es orientada en el
sentido de la estabilidad y el progreso. Se asegura a los portugueses sus
derechos, y a los indígenas su libertad. En cierto modo, Mauricio de Nassau realiza, en el
sentido de la humanidad, el mismo ideal de la colonización pacífica que, sobre
la base religiosa, habían perseguido los jesuitas. Pero el destino del Brasil no se decide en el Brasil,
sino en Europa. En el año de 1640, Portugal volvió: a independizarse de España
y reconquistó, bajo don Juan IV, su corona propia. Debido a ello, toda ulterior
ocupación del Brasil por Holanda carece ya de fundamento legal. Un armisticio
procura reposo a ambos bandos, y puesto que los Países Bajos, a su vez, como
nueva potencia marítima, se ven envueltos en un conflicto con la potencia
marítima más naciente todavía, con Inglaterra, puede reiniciarse la lucha por:
la liberación del Brasil; y ahora son, por vez primera, fuerzas brasileñas
nacionales las que la alientan. En esta oportunidad, no es tanto Portugal como
la misma colonia la que lucha, por su unidad e independencia. Y nuevamente los
elementos eclesiásticos asumen la dirección, porque reconocen la importancia
vital del esfuerzo por mantener el nuevo país libre de toda infiltración de
elementos protestantes, cuya presencia podría trasladar la homicida guerra
religiosa de Europa al Brasil. En el año de 1649, el padre Vieira, uno de los
diplomáticos más geniales de su tiempo, funda en Lisboa una compañía para
contrarrestar la obra de la similar holandesa, la Compañía Geral do Comercio
para o Brasil, que, por iniciativa propia, arma una flota; y, al mismo tiempo,
se improvisa en el Brasil, en colaboración con los comerciantes locales,
deseosos de recuperar sus plantaciones e ingenios de azúcar, un ejército
nacional. Entonces acontece lo sorprendente: mientras Portugal
sigue aún negociando con Holanda y discute si la costa del Brasil, y qué parte
de ella, debe quedar en su poder, y aun antes de que llegue la flota que
Portugal envía a modo de auxilio, los brasileños ya han procedido por
iniciativa propia; rechazan a los holandeses paso a paso, Mauricio de Nassau
abandona el país y el 20 de enero de 1654 capitula Recife, su último baluarte;
los holandeses se retiran definitivamente. En tanto el utópico reino de los
Lusiadas desaparece con la misma rapidez con que lo edificara el momento
fecundo de Portugal, el Brasil se conserva íntegro para sí mismo. En conjunto, el episodio holandés significa para la
historia del Brasil un azar venturoso. Duró lo suficiente como para demostrar,
por obra de una administración ejemplar, lo que puede conseguirse en este país
con una organización buena y civilizada, y, por otra parte, no duró bastante
como para anular la unidad del idioma y de las costumbres portuguesas; al
contrario: la misma amenaza de un gobierno extraño, crea y fomenta el
sentimiento nacional brasileño. De Norte a Sur, la colonia tiene ahora la
sensación de constituir un país único, unánimemente resuelto a alejar de su
organismo toda intervención violenta en su vida nacional con igual violencia;
en adelante, todo lo extraño debe de amalgamarse con lo que es brasileño, si
pretende mantenerse. En apariencia, el Brasil quedó reintegrado con esta guerra
a Portugal, pero en realidad fue reconquistado para sí mismo. En esa guerra entre portugueses y holandeses aparece
por primera vez este nuevo elemento, cuyas fuerzas y peculiaridades aun se
ignoran: el brasileño. Lentamente empezó a formarse ese tipo, primero de un
modo asaz antagónico. El litoral y el interior del país presentan un aspecto
absolutamente distinto. A las ciudades costeras afluye continuamente sangre
nueva, inmigrantes, comerciantes, marineros y esclavos, mientras que en las
aldeas de tierra adentro se conserva siempre la misma sangre. Los hombres del
litoral son negociantes o industriales primitivos, su patria verdadera es el
mar, y, sin querer, miran con sus productos y sus proyectos, constantemente,
hacia Europa. La patria de los colonos, en cambio, es el suelo, y sólo la
tierra genera el sentimiento cabal de la unión. La energía más recia está en los hombres del interior. Ellos viven faltos de seguridad y, acostumbrados al
peligro, han comenzado a amarlo. En São Paulo, sobre todo, empieza a formarse
un tipo singular: el paulista. Como portugueses o hijos de tales, que llevan en
su sangre, por una parte, el gusto nómada de los viejos indios y, por otra
parte, el placer de las aventuras de sus antepasados europeos, esa nueva
generación no gusta labrar con sus propias manos la tierra que posee. Ha tiempo
ya que los esclavos se encargan para ellos de ese trabajo duro; y la manera
lenta de adquirir fortuna repugna a su sangre inquieta. La agricultura y la
ganadería no proporcionan riquezas mientras no se las organiza en gran escala,
con cien esclavos, y ellos quieren enriquecerse al modo de los conquistadores,
de una sola vez, a riesgo de la propia vida. Por eso, los habitantes de São Paulo se reúnen varias
-veces por año en grupos respetables para recorrer el país como bandeirantes
con una bandera al frente, a caballo y seguidos una tropa de siervos y
esclavos, como otrora los salteadores, pero no sin antes hacer bendecir
solemnemente su bandera en la iglesia. A veces se agrupan hasta dos mil hombres
para tales entradas, y, por espacio de varios meses la ciudad y los pueblos
quedan entonces sin hombres. Ellos mismos no sabrían decir qué les impele: en
parte es la aventura misma, en parte, la esperanza de un hallazgo imprevisto en
ese país inmenso e inexplorado. Desde los días del descubrimiento de los
tesoros del Perú y de las minas de plata de Potosí, no se acallan los rumores
acerca de un El Dorado legendario. ¿No podía, acaso, estar escondido en el
Brasil? Por eso, los paulistas remontan la corriente de los ríos, ascienden y
descienden de las montañas, siguiendo cada vez nuevos caminos escabrosos, al
azar de la dirección que el viento imprime a la bandera que va delante de
ellos, y agitados siempre por la esperanza de tropezar en alguna parte con las
minas legendarias. Mientras el precioso metal no se deja encontrar,
mientras, el Hércules do sertão, Fernão Días, no descubre al menos las
esmeralda, traen siquiera otro botín: hombres vivientes. Durante los primeros decenios, esas entradas no son,
en verdad, más que bárbaras y salvajes cacerías de esclavos. Los paulistas
consideran más cómodo y al mismo tiempo más interesante cazar indígenas como
liebres, persiguiéndolos a caballo y con perros en cacerías que excitan los
sentidos, que comprar negros en el mercado de Bahía; pero, por último, caen en
la cuenta de que lo más cómodo no es perseguir a los amedrentados con perros de
caza hasta muy selva adentro, sino sacar los esclavos simplemente de las
colonias, donde los jesuitas los han establecido con tanto orden y les han
enseñado ya a trabajar. Desde luego, esa caballería salteadora es contraria a
toda ley, pues el rey confirmó explícitamente la libertad de los indígenas, y
Anchieta se lamenta desesperadamente: Para este género de gente nao ha melhor
pregaçao que, espada e vara de ferro. Por mera codicia, esas bandas destrozan
la obra de colonización penosamente realizada durante años y años; despueblan
las colonias, llevan el terror hasta lejanas regiones pacificadas, esclavizan y
roban seres humanos, no sólo indefensos, sino también civilizados ya y
conquistados por el cristianismo. Pero, debido al rápido aumento de su número con
mestizos, los paulistas ya son demasiado fuertes para que las leyes y los
preceptos puedan intimidarlos, y aun las bulas papales contra esas entradas y
bandeiras no tienen poder en medio del sertão, la selva, virgen. La caza del
hombre prosigue con creciente ensañamiento y penetra cada vez más en el país, y
en la obra de Debret Voyage pittoresque au Brésil, de principios del siglo
diecinueve, encontramos todavía uno de esos cuadros horrorosos, que muestra la
manera cómo hombres, mujeres y niños desnudos, acoplados en largas varas, son
conducidos como reses por esos brutales cazadores de esclavos. Y, sin embargo, esos bárbaros pueden pretender para
si, a pesar de ellos, un gran mérito en la historia del Brasil. La codicia -de
por sí repudiable- de ganancias ha sido siempre una de las fuerzas más grandes
para empujar al hombre hacia la lontananza; ella guió las naves fenicias a
través del mar, ella atrajo los conquistadores a los continentes ignorados, y a
pesar de ser el peor de los instintos, fue ella la que fustigó a la humanidad
obligándola a abandonar el estancamiento y el gusto cómodo. De esta suerte, los
bandeirantes, que sólo quieren robar y arrebatar, complementan de modo
paradójico la obra civilizadora de la estructuración del Brasil, ya que con sus
penetraciones salvajes y sin objeto preconcebido, fomentan el descubrimiento
geográfico del país. Subiendo, desde Bahía, el río San Francisco, bajando desde
São Paulo el Paraná y el Paraguay, ascendiendo, en dirección a Minas, la sierra
hasta Matto Grosso y Goyaz, atravesando la selva virgen, establecen e
investigan los primeros caminos a los territorios ignorados, y en tanto
despueblan, colonizan también. En algunos lugares se establecen parte de ellos y así
nacen nuevas células de población, nuevos centros desde los cuales se forman
nuevos nervios y arterias que se extienden hacia regiones no holladas hasta
entonces por el hombre. Actuando con la más encarnizada enemistad contra el
paciente plan de colonización de los jesuitas, apresuraron, sin embargo, la
obra de penetración con sus impacientes avances hacia lo desconocido, «una
parte de aquella fuerza», según Goethe, «que siempre quiere el mal y crea, no
obstante, el bien». Ellos también tienen buena parte en la obra de la creación
del Brasil. Son también paulistas los que en una de sus entradas
penetran en los valles completamente inhabitados de las sierras de Minas Geraes
y encuentran allí, en el río das Velhas, el primer oro. Uno de los bandeirantes
lleva la noticia a Bahía, y otro a Río de Janeiro, y en el acto se establece en
ambas ciudades y en muchos otros lugares, una corriente migratoria, hacía esas
regiones inhóspitas. Los dueños de plantaciones arrean sus esclavos, los
ingenios quedan abandonados, y muchos soldados desertan; en el transcurso de
pocos años se forma en la región del oro un pequeño círculo de ciudades, Villa
Rica, Villa Real, Villa Alburquerque, con cien mil habitantes. A ello se agrega poco después el descubrimiento de
diamantes. De repente, el Brasil se convierte en la fuente de oro más rica del
mundo y en la posesión más valiosa de la corona portuguesa, que se ha asegurado
de antemano la quinta parte de todo el oro encontrado y todo diamante de más de
veinticuatro quilates. La nueva provincia ofrece al principio el cuadro de un
caos absoluto. Como en los primeros tiempos de la colonización, los intrusos se
sienten en esos valles montañosos remotos fuera de toda ley y deber, por falta
de una fiscalización por el Estado, y el gobernador que ha sido nombrado
tropieza -como en su tiempo los jesuitas- con una decidida resistencia al
tratar de introducir el orden y la disciplina. Los paulistas se defienden
contra los emboabos, los intrusos venidos del litoral, y se originan luchas
desesperadas; de las cuales, a la postre, sale victoriosa la autoridad real.
Es, al fin y al cabo, nada más que la codicia la que agrupa a los primeros
buscadores de oro, que no quieren compartir con nadie la riqueza inesperada.
Pero detrás de su oposición arbitraria ya obra, inconscientemente, a modo de
voluntad superior, un sentimiento nacional. Con estas primeras sublevaciones
contra la autoridad portuguesa, los paulistas presentan, de un modo puramente
instintivo y sin formularla todavía, la exigencia de que toda riqueza del
suelo, brasileño pertenezca al Brasil. Encuentran que es absurdo que el oro que ellos -mejor
dicho, sus esclavos- hallan, sea empleado para levantar palacios y conventos
gigantescos a miles de millas de distancia, allende el mar, en un país que no
verían en todos los días de su vida. En cierto sentido, esa primera revuelta,
rápidamente sofocada, de los buscadores de oro contra la autoridad portuguesa,
ya es el primer preámbulo de la gran lucha por la independencia que medio siglo
después descargará nuevamente sus energías retenidas en esa misma ciudad y en
ese mismo lugar. Es que el oro, la sustancia de valor más visible, fácil de
convertir en dinero, dio al Brasil por primera vez la sensación y conciencia de
su riqueza. Desde la hora del descubrimiento del oro, el Brasil ya no se
considera deudor y comprometido a la gratitud para su país de origen, sino como
sujeto libre que devolvió centuplicado a la metrópoli lo que otrora le debía.
Ese torbellino de oro dura en conjunto no más de cincuenta años Luego se agota
-¡una catástrofe para Portugal! esa fuente valiosa. Pero en la historia del
Brasil se repite constantemente el mismo fenómeno singular: lo que significa un
desastre para la metrópoli, para Portugal, se vuelve ventaja para la colonia.
Al cesar las remesas de oro, Portugal se ve abocado a una crisis económica
gravísima, que el marqués de Pombal no logra conjurar y que en su curso
ulterior, tiene por consecuencia la expulsión de los jesuitas y la caída del
propio ministro; el Brasil, en cambio, resulta por ello más bien estabilizado.
El hallazgo del oro ha promovido una nueva remoción del equilibrio y por ende
una consolidación del modo como se distribuyen los habitantes del Brasil. Una vez más, grandes masas se trasladaron al interior
hasta entonces poco poblado, y aun cuando se ha agotado la arena de oro de los
ríos, los que fueron buscadores de oro prefieren, a pesar de no tener ahí un
hogar, ni una patria en otra parte alguna, fijar una residencia en la matta, la
fértil tierra baja de Minas Geraes, en vez de volver al litoral. De esta
manera, nuevamente queda poblada –como anteriormente sucedió en São Paulo- una
provincia, y el río, hasta entonces no aprovechado, de San Francisco,
convertido en una activa vía de comunicación. El Brasil se transforma cada vez
más de simple costa en un país verdadero. Mas para el Brasil resulta más importante que todo el
oro extraído el sentimiento poderosamente fortalecido de su propio valor. En
luchas contra los franceses, que desde el Norte avanzan hacia Maranhao; con atrevidas
incursiones en regiones desconocidas y la progresiva colonización del Oeste, la
población fue ganando por su propio esfuerzo la cuenca del Amazonas, Matto
Grosso, Goyaz, Río Grande del Sur y varias provincias más, cada una de las
cuales es de una superficie tan grande o mayor que los omnipotentes Estados
europeos, como Francia, España y Alemania. En una época en que Norteamérica, cuya superficie es
igual a la del Brasil, apenas conoce la sexta parte de su suelo, el Brasil se
ha extendido hasta cerca de sus fronteras actuales, y hace mucho tiempo ya que
la pequeña metrópoli ha dejado de servir de vara, pues diseñado en los límites
inmensos del Brasil, Portugal aparece pequeño como una mancha de tinta en una
enorme tela. Y cuando en el año de 1750, en el tratado de Madrid, se procura
fijar definitivamente las fronteras del Brasil con las posesiones españolas,
España debe reconocer a disgusto que, desde hace tiempo ya, es imposible
restringir el nuevo país a las líneas anticuadas del tratado de Tordesillas y
que, con el derecho más fuerte de su trabajo colonial, dejó sin valor a todos
los articulados de papel. A la vuelta del siglo dieciocho, Europa y el propio
Brasil empiezan paulatinamente a comprender cuán grande, cuán poderoso, cuán
unido llegó a ser en esos años aparentemente faltos de grandes sucesos, gracias
a su modo de ser tranquilo y perseverante. Y cuanto más se emancipa de su
infancia, de su independencia económica, tanto más debe sentir como
inconveniencia e injusticia que su desarrollo libre siga siendo trabado de
manera mezquina por la tutela poco política, y además imprudente, de Portugal. Con el propósito de extraer los mayores provechos
posibles de su colonia, la corona de Portugal envuelve al Brasil con una red
tupida de leyes, que aísla del comercio mundial a las arterias pletóricas de
fuerza del joven país. El gobierno no permite, v. gr., al país donde el algodón
crece libre y exuberante, la fabricación de tejidos, para obligar así al Brasil
a encargar los productos manufacturados en Lisboa. Y las prohibiciones de ese
jaez se multiplican hasta lo arbitrario y estúpido. Así, se prohibe, por un
decreto fechado en 1775, la fabricación de jabón, se prohibe la producción de
alcohol, a fin de obligar a los consumidores a beber mayor cantidad de vino
portugués. El gobernador se niega a recibir en su palacio a cualquier persona
que no lleve vestido confeccionado con telas portuguesas. Se prohibe en un país
que ya cuenta con dos millones y medio de habitantes, la plantación de arroz, y
en el siglo de la filosofía y del enciclopedismo, no se permite a sus ciudades
la impresión de diarios y ni siquiera de libros; ningún brasileño tiene derecho
a comprar un navío extraño, ningún extranjero tiene permiso para vivir en Río y
apenas si alguno lo tiene para llegar hasta esa ciudad. El Brasil queda cercado
como si fuese el jardín particular del rey de Portugal. Aun en el siglo
diecinueve, cuando Humboldt quiere recorrer el país para escribir su grandiosa
obra, que en verdad revela el Brasil al mundo, las autoridades reciben
instrucciones confidenciales en el sentido de que, en el caso de aparecer
«cierto barón Humboldt», le opongan todas las dificultades posibles. De esta manera resulta fácil comprender la atención
apasionada que los brasileños prestan a la lucha por la independencia de
Norteamérica, que se deshace por la fuerza de una tutela mucho más benigna y
cuerda y obtiene su libertad. Los primitivos modeladores y maestros de la forma
de vida brasileña, los jesuitas, que resultaron más impopulares en la medida en
que su organización se volvía más comercial y económica, compitiendo con los
colonos locales, tuvieron que abandonar el país por orden del marqués de
Portugal; pero ello no significaba, ni mucho menos, que los brasileños se
hubieran adueñado de la noche a la mañana de los poderes y derechos para
determinar su propio destino; los virreyes administran el país exclusivamente
en beneficio de Portugal y se preocupan poco por su desarrollo independiente.
Lenta, pero irresistiblemente va formándose un partido portugués, o, mejor
dicho, un partido que entonces habría podido conformarse fácilmente con la sola
concesión de la igualdad de derechos y de la participación del Brasil en el
comercio mundial. El brasileño no es por naturaleza radical ni revolucionario;
seria fácil todavía conservar, con mano leve y hábil, e! dominio del país. Pero
en Lisboa no hay comprensión para sus deseos, y el mismo Pombal, que se
esfuerza en vano por inducir a Portugal a un punto de vista más esclarecido y
condescendiente, no procura al Brasil, a pesar de algunas mejoras de orden
económico, el completo despliegue orgánico de sus fuerzas. La expulsión de los
jesuitas, que ordena a modo de paliativo, de calmante, y que se efectúa contra
la resistencia obstinada de las poblaciones adictas a ellos, no redunda de
ningún modo en ventaja moral o en beneficio material para el país; al
contrario, la animadversión que los colonos demostraron hasta entonces a
aquellos organizadores religioso-comerciales, se dirige ahora, compacta, contra
la metrópolis. Ya anteriormente se habían producido aislados conatos
de rebelión contra los funcionarios fiscales de Portugal en Minas Geraes, Bahía
y Pernambuco; pero, por falta de cohesión, fueron sofocados por la fuerza, En
la mayoría de los casos, no fueron sino revueltas locales contra algún nuevo
gravamen o una nueva restricción, estallidos impulsivos de una masa
improvisada, que por ser tales no significaban en verdad un peligro par la
autoridad de Portugal. Sólo a fines del siglo se inició un movimiento nacional
plenamente consciente de sus propósitos, llevados por el idealismo, cuyos
protagonistas fueron los inspiradores de la Inconfidência Mineira.. La Inconfidência es una conspiración de gente joven y,
por consiguiente, un movimiento romántico, con discursos inflamados y poemas
enfáticos, inhábilmente preparada, pero, con todo, animada en su decisión por
el soplo de la época. En el año de 1788, un grupo de jóvenes estudiantes
brasileños de la Universidad de Montpellier había discutido apasionadamente la
necesidad de la liberación nacional, e incluso había buscado ya entrar en
contacto con Jefferson, el ministro de los Estados Unidos en París, a fin de
ganar para su causa la ayuda de la república norteamericana. No se llegó a una
acción real, pero la idea subsistió, y en cuanto algunos de esos estudiantes
regresan a Ouro Preto -la ciudad de más activa vida espiritual de entonces- se
constituye un grupo de intenciones revolucionarias, dirigido por José Alvares
Maciel, quien acaba de volver de Coimbra, y Joaquín da Silva Xavier, quien,
bajo el nombre de Tiradentes, llegó a ser el muy celebrado héroe de ese primer
movimiento de liberación cabal del Brasil. Los que se reúnen en esos
conventículos secretos son todos hombres de profesiones liberales, médicos,
escritores, abogados, magistrados, miembros de la misma capa burguesa
ascendente que, a la misma hora, encabeza la revolución en Francia, hombres que
gustan discutir, que se enardecen en lecturas e ideas, hombres que gustan
hablar y que en esta oportunidad hablan con exceso. Mucho antes de haber
proyectado y organizado bien la conspiración, los conspiradores, en su
entusiasmo, ya creen haber llegado a su meta y, precipitadamente y de buena fe,
buscan adeptos para su proyecto, que es aún mera teoría, De este modo, el
gobernador, informado constantemente por espías mezclados entre los
conspiradores, puede asestar su golpe aun antes de que aquéllos se hayan
decidido a proceder. La mayoría de los jóvenes es condenada a la deportación a
África, el poeta Claudio Manuel de Costa se suicida en la cárcel, y uno solo,
Joaquín José da Silva Xavier, de Tiradentes, quien hace profesión de fe franca
y heroica de su convicción ante el tribunal, es ajusticiado cruelmente el 21 de
abril de 1789 en Río de Janeiro, y los pedazos de su cuerpo martirizado son
clavados, para terrivel escarmento dos povos, en algunas bocacalles de Minas.
Pero con ello la centella del movimiento libertador no queda de ningún modo
pisoteada ni apagada, sino que continúa ardiendo bajo las cenizas, Al declinar
el siglo dieciocho, el Brasil -lo mismo que todas las naciones vecinas de
Sudamérica, desde la Argentina, hasta Venezuela- está interiormente dispuesto
para independizarse de Europa y ya no espera sino la hora propicia. Una casualidad retarda esa hora por espacio de dos
décadas. Durante las guerras napoleónicas, Portugal ha quedado
en la peor situación que puede producirse en una guerra: entre la espada y la
pared. El pequeño país habría estado deseoso, naturalmente, de mantenerse al
margen y neutral en la lucha exhaustiva entre los dos gigantes: Napoleón e
Inglaterra. Pero cuando la violencia impera sobre un siglo, no
queda lugar para gente de paz. Tanto Francia, que ambiciona los puertos de
Portugal, como Inglaterra, que los necesita para el bloqueo continental, urgen
una decisión. Y esa determinación está terriblemente cargada de responsabilidad
para Juan VI. Napoleón domina el continente, Inglaterra domina el mar. Si el,
rey resiste la exigencia de Napoleón, éste entra en Portugal y, en tal caso, el
país está perdido. Si resiste a Inglaterra, ésta cerrará las rutas marítimas y,
en tal caso, el rey pierde el Brasil. Ante tan inexorable alternativa entre el
bombardeo de Portugal por Napoleón desde tierra y el mismo bombardeo por los
ingleses desde el mar, se forman dos partidos en la corte: un partido anglófilo
y otro francófilo. El rey titubea, y en esa indecisión comprende por primera
vez lo que el Brasil ha llegado a ser en tres siglos: el bien más precioso de
su corona y desde hace largo tiempo mucho más que una mera colonia. Presiente
que en lo porvenir llamar suyo al Brasil significará acaso más poder, riqueza y
posición en el mundo que el llamarse dueño de Portugal; por primera vez, el
Brasil pesa tanto en la balanza como Portugal. En último momento, cuando Napoleón presenta en el año
de 1807 un ultimátum, exigiendo que Portugal se defina a favor o en contra de
él, la casa de Braganza toma una decisión: prefiere sacrificar Lisboa, perder
Portugal entero, a perder el Brasil. Cuando Junot ya llega a marchas forzadas a
las puertas de Portugal, la familia real se embarca apresuradamente con quince
mil personas, toda la nobleza, el magisterio, los eclesiásticos y -last but not
least- con doscientos millones de cruzados, y atraviesa el océano, bajo la
protección de la flota inglesa. Hubo de producirse un descalabro universal para
que, por primera vez en tres siglos, un miembro de la casa de Braganza, y ahora
el mismo rey en persona, pise el suelo del Brasil. El gobernador y el maestro de ceremonias quedan
terriblemente confundidos. Río de Janeiro no cuenta con palacios, no dispone de
locales ni camas suficientes para recibir tan grandes huéspedes y una corte tan
numerosa. Pero el pueblo saluda al rey con gritos de júbilo y le recibe como
«emperador del Brasil», pues siente instintivamente que un monarca que ha
venido una vez a buscar refugio en su país, ya no podrá en lo sucesivo tratar
al Brasil como colonia subordinada. En efecto, poco después de la llegada del rey caen las
barreras restrictivas. En primer término, ábrense los puertos al comercio
mundial, se da libertad incondicional a la producción industrial, se crea un
banco propio, el Banco del Brasil, se forman ministerios, se inaugura una
imprenta real, y por primera vez, incluso, puede aparecer un diario en el país
hasta entonces amordazado. Surgen una serie de instituciones, que convierten
Río de Janeiro en una capital verdadera: academias, museos, un jardín botánico
entre ellos. Pero sólo en el año de 1815 se establece, por fin, la total igualdad
de derechos políticos de los reinos unidos: el Portugal y el Brasil, otrora
dueña y criada, respectivamente, son ahora hermanas. Lo que diez años atrás no podía ni soñarse, lo que de
otro modo no era de esperarse, ni aun en siglos, de la sabiduría de los
estadistas, lo produjo por la fuerza, en un término perentorio, la personalidad
de Napoleón, transformadora del mundo. Gracias a este evento feliz -las
catástrofes de Portugal, no se puede repetirlo con suficiente insistencia,
siempre fueron buena fortuna para el Brasil-, la guerra de independencia que
asoló durante años y más años a Norteamérica y que costó grandes pérdidas de
sangre a los demás Estados sudamericanos, respetó por el momento a ese país
privilegiado. El Brasil puede aprovechar, sin más ni más, la época
de intranquilidad europea para consolidar paulatinamente sus fronteras. Hace
mucho tiempo ya -en 1750- que las viejas restricciones del tratado de
Tordesillas han sido declaradas nulas y sin valor. El nuevo reino se adentra
mucho en dirección al Oeste, a todo lo largo de la corriente del Amazonas; en
el Sur, se incorpora Río Grande do Sul; al Norte, la frontera, disputada mucho
tiempo, desplázase hasta la Guayana, y la feliz coyuntura de hallarse Europa
entretenida en congresos induce a don Juan VI a adueñarse, con un golpe de
mano, de Montevideo y anexar el Uruguay -aunque sólo por un corto tiempo- al
Brasil como provincia cisplatense. En el siglo diecinueve, la forma definitiva
del Brasil queda poco menos que establecida. Esos años de la presencia de la corte real aportan al
país ingentes ventajas morales, aparte de los beneficios políticos. Desde que los jesuitas fueron expulsados en tiempos
del marqués de Pombal, ocurre por primera vez que portugueses de rango
cultural, sabios, investigadores, toman residencia en la capital. El rey llama,
además, del modo más magnánimo a sabios y pintores de Francia y Austria para
fundar institutos o para ampliar otros. Sólo desde esa época poseemos cuadros y
grabados verdaderos de Río, estudios científicos, descripciones dignas de ser
leídas. El Brasil real ya no es como otrora terra de exilio, desde que se
convirtió en terra de refugio de su rey, y, al cabo de pocos años, constituirá
un polo contrario de la civilización europea y sede de una corte brillante y
muy respetada. Nada demuestra más paladinamente la importancia mundial de ese
nuevo país que el hecho de que el emperador de Austria, el hombre más poderoso
de Europa después de la caída de Napoleón, no consideró demasiado poco
importante al heredero del trono de ese país, don Pedro, para concederle la
mano de una hermana de María Luisa, de su hija Leopoldina, que es recibida en
Río con las mayores solemnidades. Si el rey Juan pudiera seguir sus propias
inclinaciones, permanecería por todo el resto de su vida en el Brasil, de cuya
belleza y valor futuro se ha convencido prontamente, lo mismo que todos sus
familiares. Pero puesto que Napoleón ya no puede inquietar a Europa desde la
yerma isla de Santa Elena, Portugal reclama celoso el retorno del rey legítimo.
En caso de no obedecer a ese llamamiento, cada vez más imperioso, Juan corre
peligro de perder el trono de sus antepasados. Va difiriendo la partida largo tiempo, pero por último
ya no puede hacerlo. En el año de 1821, Juan VI vuelve a Lisboa, después de
haber nombrado al heredero de su trono, don Pedro, su lugarteniente en el
Brasil. El rey Juan VI
residió durante doce años en el Brasil, tiempo suficiente para reconocer cuán
fuerte, cuán voluntarioso, cuán nacional se tornó el país con el siglo nuevo; no
consigue librarse, en lo más íntimo, del mal presentimiento de que a la larga
no podrá subsistir una unión personal de dos países a través de tres mil millas
y de un océano. Por esta razón aconseja a su hijo don Pedro, a quien instauró
como defensor perpetuo do Brasil, de que en caso de necesidad, se coloque él
mismo la corona del Brasil antes de que la usurpe un aventurero extraño
cualquiera. En realidad, la partida del rey genera un movimiento nacional que
reclama la independencia y que el heredero de la. corona fomenta más que traba. Después de una resistencia aparente, el 7 de
septiembre de 1822, el afanoso joven, aconsejado por el destacado ministro José
Bonifacio de Andrada e Silva, el primer estadista verdaderamente brasileño,
quien con gran superioridad espiritual sabe aprovechar la ambición del heredero
de la corona para sus fines patrióticos, proclama la independencia del Brasil.
El 12 de octubre de 1822, el hasta entonces «defensor perpetuo» es proclamado
emperador del Brasil con el nombre de Pedro I, luego de haber prestado
juramento en el sentido de que no gobernaría el país, como monarca autócrata,
sino como príncipe constitucional. Después de breves luchas, en parte con
tropas portuguesas que se mantienen fieles a la metrópolis, en parte contra
movimientos revolucionarios, se restablece la calma exterior en el país; la
calma interior, sin embargo, es más difícil de lograr. El sentimiento de
independencia brasileño, embriagado por los éxitos inesperadamente rápidos,
anhela triunfos más visibles aún. No concibe a ese su primer emperador como el
monarca verdadero, propio, realmente brasileño; el pueblo no sabe perdonar a
Pedro I el haber nacido portugués, y no se acalla la sospecha de que, luego de
muerto su padre, trataría de reunir nuevamente las dos coronas. Más romántico
que realista, atrevido y demasiado ocupado con asuntos amorosos particulares y
exponiendo la corte al capricho de su amante, la marquesa de Santos, Pedro I no
sabe tampoco ganarse las simpatías de su pueblo. El golpe decisivo lo asesta la desastrosa guerra
contra la Argentina, en la que el Brasil pierde su provincia cisplatense. Desde el punto de vista histórico, el resultado de
esta guerra significa, en verdad, más bien una ventaja política; con la
creación de un Uruguay independiente se aleja de una vez por todas cualquier
posibilidad de conflicto entre las inmensas naciones hermanas, Brasil y
Argentina, dando lugar a una amistad duradera. Pero en el año de 1828, el país
sólo ve la renuncia a la desembocadura del Río de la Plata, que el Brasil
ambiciona desde hace mucho tiempo, y el emperador tiene que sentir ese
descontento. En balde renuncia en 1830, a la muerte de Juan VI, a la corona de
Portugal, que le corresponde por derecho, manifestando así que se ha decidido
inequívocamente a favor del Brasil; sigue siendo el extranjero en el país, y
los elementos nacionales se organizan cada vez más resueltos contra él. La
revolución francesa de julio arrasa el resto de su popularidad, pues todo lo
que es francés obra a modo de estímulo sobre los parlamentarios brasileños, que
están acostumbrados a copiar ese modelo en sus discursos, leyes y debates; y
esa copia de todo lo francés llega a tal extremo que dos políticos brasileños
de primera fila se llaman, de manera grotesca, Lafayette y Benjamín Constant.
Sólo la renuncia oportuna del emperador impopular puede salvar todavía la
corona contra la arremetida republicana; por eso, Pedro I abdica en 1831 a
favor de su hijo, reconociendo acertadamente: Meu filho tem. sobre mim a
vantagem de ser brasileiro. En el caso de esta abdicación, también se sigue
felizmente la tradición brasileña, de acuerdo con la cual las revueltas
políticas se llevan a cabo, en lo posible, sin derramamiento de sangre y en
forma conciliadora. El primer emperador del Brasil abandona ese país tranquilo
y sin ser perseguido por el odio ni por el rencor. El nuevo monarca, Pedro II, o imperador menino, que
por su sangre es Habsburgo y Braganza a la vez, tiene cinco años de edad cuando
su padre abdica. José Bonifacio asume en su lugar la regencia, y entonces se
inician, frente y detrás de los bastidores, una politiquería y unas intrigas
desenfrenadas. Para el Brasil, que por espacio de tres siglos no
conocía la independencia ni la libertad de palabra, los fueros parlamentarios y
la libertad de prensa son cosas demasiado nuevas para que no se embriaguen
todos con ellas. Los debates se suceden sin solución de continuidad; la
excitación política permanece constantemente en alta tensión por mero gusto de
discutir y hacer política, y, en verdad, sin valedera razón exterior. Un partido trabaja a favor del establecimiento de una
república, otro procura apresurar la asunción del mando personal por Pedro II,
y entre esas dos tendencias se entrecruzan las intrigas personales. Ningún
partido, ningún gobierno parecen verdaderamente estables. En el transcurso de
siete años se suceden cuatro regentes, hasta que en 1840 el partido conservador
impone finalmente la prematura declaración de mayoría de edad de Pedro II para
obtener cierto apaciguamiento. A los quince años de edad, el hasta entonces
imperador interino es coronado, el 18 de julio de 1841, solemnemente emperador
del Brasil. La poca confianza que inspiran al mundo las continuas
disputas y riñas de los políticos sudamericanos se manifiesta en la recepción
fría que se hace al embajador secreto, quien, inmediatamente después de la
ascensión, fue enviado a Europa con la misión de buscar una esposa de sangre
principesca para el joven emperador. Se dirige en primer término a Viena, en
busca de los Habsburgos, los parientes más próximos del emperador. Pero
mientras se concedió sin más ni más una de las tantas archíduquesas de la
familia imperial a su padre, Pedro I, esta vez el omnipotente canciller
Metternich se mantiene frío y a la expectativa. Debido a la inestabilidad de
sus gobiernos, a los alzamientos continuos de generales ambiciosos y de
políticos apasionados, los Estados sudamericanos habían perdido en Europa gran
parte de su crédito. En el año de 1841 ya no se piensa siquiera en enviar una
archiduquesa a través del océano inquieto a un país mas inquieto todavía, y aun
entre las princesas de menor categoría no hay ninguna con inclinación para esa
corona imperial ultramarina. Luego de haber hecho antesala durante un año
entero en Viena, el mediador debe conformarse con llevar al joven monarca una
princesa napolitana, dotada de poca belleza y poco dinero, pero, en
compensación, más rica en años que el futuro esposo. Pero esta vez, según ocurre tan frecuentemente, los
políticos profesionales se equivocaron con sus pronósticos; el joven monarca
gobernará durante casi medio siglo pacíficamente y conservará su posición,
difícil de por sí, con dignidad y el respeto general. Pedro II es un carácter
contemplativo, más un sabio o bibliotecario sagaz elevado a un trono que un
político o un militar. Humanista verdadero, de sentimientos nobles, para cuya
ambición es mayor ventura recibir una carta de Manzoni, Víctor Hugo o Pasteur
que brillar en desfiles militares o conquistar triunfos, se mantiene en lo posible
en segundo plano -a pesar de que exteriormente impresiona muy bien con su
hermosa barba y su actitud digna-, y sus horas más felices las pasa en
Petrópolis, junto a sus flores, o en Europa, entre libros y visitando museos.
Su posición personal es conciliatoria, y en ese sentido obra absolutamente de
acuerdo con el espíritu de su país, y la única guerra que se vio obligado a
conducir durante su largo imperio -la lucha contra López, el agresivo dictador
del Paraguay- termina, luego del triunfo, con una reconciliación absoluta con
la nación vecina. Se devuelven al país vencido, incluso y voluntariamente, los
trofeos militares. Gracias a esa posición del emperador, impresionante en
apariencia, pero en el fondo prudentemente incolora, gracias a la superioridad
política de sus estadistas, que saben resolver todos los conflictos de frontera
mediante el arbitraje y los acuerdos internacionales, gracias también a la
riqueza del país, creciente a ojos vistas, que, en vez de ampliar sus
fronteras, procura la consolidación interior, el Brasil alcanza en esos
cincuenta años de gobierno de Pedro II una posición de respeto absolutamente
nueva en el mundo. Queda, sin embargo, un solo conflicto sin solución en
todos esos años, porque alcanza hasta el nervio vital del país, de modo que una
operación demasiado radical significaría una pérdida de energías y de sangre
incalculable: es el problema de la esclavitud. Desde sus comienzos, toda la
producción agrícola e industrial del Brasil se basa en el trabajo de los
esclavos; aun el país no dispone ni de maquinarias ni de obreros libres
suficientes como para reemplazar a esos millones de manos negras. Pero, por
otra parte sobre todo desde la guerra de secesión norteamericana-, el problema
de los esclavos se ha convertido en una cuestión social y moral que,
confiéseselo o no, oprime la conciencia de toda la nación. Oficialmente, toda nueva importación de esclavos, y
con ello el tráfico de los mismos, quedaba prohibida desde 1831, y, en rigor,
aun desde 1810, en virtud de un tratado con Inglaterra; en 1871 se complementa
esa ley de protección con otra, la del ventre livre, de acuerdo con la cual se
asegura la libertad a todo hijo de una esclava, desde el mismo seno materno. De
acuerdo con esas dos leyes, el problema de la esclavitud ya no sería,
prácticamente, sino una cuestión de tiempo y no un problema de principios,
puesto que está impedido todo aumento del número de esclavos y, en la medida en
que fallecía el «material» viviente, no quedaban en el Brasil más que hombres
libres. Pero en la realidad de los hechos, ni los importadores de esclavos, ni
los dueños de plantaciones apartadas se preocupan ni remotamente por esas
leyes. Quince años después de prohibido el tráfico de
esclavos, se importan en 1846 todavía 50.000 esclavos, en 1847 no menos de
57.000 y en 1848 hasta 60.000 negros, y puesto que los poderosos grupos de esos
comerciantes que tratan con ébano viviente se burlan de todos los convenios
internacionales, el gobierno inglés se ve en la necesidad de armar unos cañoneros
para capturar los barcos que transportan tales cargas criminales. El problema
de la esclavitud pasa de año en año más al centro de la discusión, aumenta
continuamente la presión de los grupos liberales en el sentido de dar término
de una vez a la «vergüenza negra», pero en la misma medida, o tal vez en mayor
grado aún, aumenta la defensiva de los círculos agrícolas, que -y no sin razón-
temen una crisis catastrófica para el país como consecuencia de una medida tan
repentina, ya que nueve décimas partes de la economía del Brasil se basan en el
trabajo de los esclavos. Para el emperador, ese problema se convierte en un
conflicto personal. Como intelectual, liberal y demócrata, como personalidad
sentimental, aunque no del todo exento de la frialdad de los Habsburgo, la
esclavitud ha de resultarle horrible, abominable. Demuestra claramente su
animadversión contra todos los que intervienen en este tráfico infame,
rehuyéndose enérgicamente a conferir un titulo nobiliario o una condecoración a
cualquiera, aun al más acaudalado de los hombres, que había hecho fortuna
mediante el tráfico de negros. Es sumamente penoso para ese hombre culto que
durante sus viajes a Europa sea considerado por los grandes representantes de
la humanidad, cuya amistad anhela, por un Pasteur, un Charcot, un Lamartine, un
Víctor Hugo, un Wagner, un Nietzsche, como monarca responsable del único
imperio que todavía tolera el látigo y la estigmatización de los esclavos. Pero
durante mucho tiempo debe reprimir su repudio personal y evitar toda intromisión,
de acuerdo con el consejo de su estadista mejor y más sabio, el vizconde de Río
Branco, quien aun desde su lecho mortuorio lo conjura: Não perturben a marcha
do elemento servil y quien, por lo tanto, quería que se diera a ese problema
una solución brasileña, es decir, no radical. Las consecuencias económicas son
de antemano a tal punto incalculables, el contraste apasionado entre los
abolicionistas y los dueños de esclavos tan irreconciliable, que el trono sólo
puede mantenerse, como quien dice, en un equilibrio entre ambos partidos, ya
que la inclinación hacia uno de ellos podría significar su caída. Por eso, el
emperador retiene en lo posible hasta 1884, a través de más de cuarenta años,
su opinión, que particularmente es harto conocida. Pero poco a poco se acrecienta su impaciencia para
libertarse de la ignominia, y en 1886 una ley provisional dispone la liberación
de todos los esclavos que hayan pasado de los sesenta años. Con ello se ha dado
otro importante paso adelante. Pero aun el espacio que ha de conducir automáticamente
a la liberación de los últimos esclavos en el Brasil es más largo que aquel que
parece concedido a un hombre viejo y enfermizo ya, que quisiera presenciar
todavía aquella hora. Por eso, Pedro II, de acuerdo con su hija, doña
Isabel, la heredera de la corona, apoya cada vez más visiblemente al partido de
los abolicionistas. El 13 de mayo de 1888 se vota, por fin, la tan esperada ley
que dispone claramente la inmediata liberación de todos los esclavos en el
Brasil. Faltaba poco para que el anciano emperador no se
enterase nunca de la realización de su anhelo, En los días en que el júbilo
provocado por la noticia llena las calles del Brasil, don Pedro yace gravemente
enfermo en un hotel de Milán. En abril había visitado todavía, con su habitual
afán de aprender, los museos y a los artistas italianos; estado en Pompeya y
Capri, en Florencia y Bolonia, y en Venecia había pasado, en la Academia,
escrutador, de cuadro en cuadro, y de noche oía en el teatro a Eleonora Duse y
recibía a Carlos Gomes, el compositor brasileño. Luego, una grave pleuresía le
postra en el lecho de enfermo. Charcot, de París, y tres médicos más, le
prodigan sus cuidados, pero el estado del monarca empeora de tal modo que ya se
le administra la extremaunción. Surte mejor efecto que todos los medicamentos y
remedios la noticia de la abolición de la esclavitud. El telegrama respectivo
le infunde nuevas energías, y en Aix-les-Bains y Cannes, se restablece, al
punto de que luego de unos meses puede pensar en regresar a su país. Río brinda una recepción entusiasta al viejo monarca
de barba canosa, que durante cincuenta años gobernó el país pacífica y
dignamente. Pero el ruido de una calle sola nunca expresa la opinión de un
pueblo entero. En realidad, la solución del problema de los esclavos ha creado
más agitación que la anterior lucha de partidos, pues, se produce una crisis,
más grave aún que la prevista por los más cautelosos. Muchos de los esclavos
liberados se trasladan de la campaña a las ciudades; las empresas agrícolas,
que de repente se ven privadas de su mano de obra, tienen que enfrentar toda
suerte de dificultades y los ex propietarios de los esclavos se sienten
despojados porque no se les abonan indemnizaciones, o indemnizaciones
suficientes, de su pérdida de capital de marfil negro. Los políticos, que
prevén dificultades, se agitan nerviosamente porque no saben qué partido tomar,
y las tendencias republicanas que en el Brasil siempre ardían bajo las cenizas,
desde los días de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica,
reciben, con esa situación tensa, inesperado alimento. Su movimiento, en
verdad, no va dirigido contra la persona del emperador, cuya buena voluntad,
entereza y sincera opinión democrática deben reconocer y respetar aun los republicanos
más aferrados a sus principios. Pero a Pedro II le falta una condición, la más
importante, para conservar una dinastía: a los sesenta seis años de edad, el
emperador no tiene un hijo, un heredero varón de la corona. Dos hijos suyos
han. muerto a temprana edad, la princesa heredera está casada con un príncipe
d’Eu, de la casa de Orleáns, y el sentimiento nacional brasileño ya se ha
vuelto tan fuerte y sensible que no quiere admitir a un príncipe consorte de
sangre extranjera. El verdadero golpe de Estado parte del ejército, de un grupo
muy reducido, y, de ofrecérsele una resistencia enérgica, podría,, sin duda,
quedar reprimido con facilidad. Pero el propio emperador, viejo, enfermo y
cansado ya de gobernar, recibe en Petrópolis la noticia sin voluntad cabal de
resistir; nada puede resultar más odioso a su temperamento conciliador que una
guerra civil. Debido a que ni él ni su yerno demuestran pronta
decisión, el partido monárquico se diluye y desaparece de la noche a la mañana.
La corona imperial rueda por el suelo casi sin hacer ruido; no se manchó de
sangre cuando fue ganada, ni ahora al perderse; el verdadero triunfador moral
es una vez más el espíritu conciliador del Brasil. El nuevo gobierno sugiere,
sin odiosidad alguna, al anciano que durante diez lustros había sido un
bienintencionado gobernante del país, que se retire pacíficamente para pasar
sus últimos días en Europa. Noble y tranquilo, sin una palabra de acusación,
don Pedro abandona el 17 de noviembre de 1889, como otrora su padre y su abuelo,
el continente americano, que no tiene cabida para ningún rey. Desde entonces, los «Estados Unidos do Brasil»
constituyen y siguen constituyendo una república federal. Pero esta
transformación de un imperio en una república, se ha operado sin conmociones
internas, exactamente como otrora la transformación de reino en imperio, o como
en nuestros días la ascensión de Getulio Vargas a la presidencia. No son nunca
las formas de Estado exteriores las que determinan el espíritu y la actitud de
un pueblo, sino que lo hace siempre el carácter innato de la nación, que en
última instancia imprime su sello a la historia. En todas sus distintas formas,
el Brasil no ha cambiado nunca su esencia, sólo se ha desarrollado en el
sentido de una personalidad nacional cada vez más pronunciada y más consciente
de sí misma. Tanto en su política interior como en la exterior, el Brasil
reveló invariablemente el mismo método, porque refleja el alma de millones y
millones de hombres: la solución pacífica de todos los conflictos por obra de
una mutua conciliación. Con su propia construcción, jamás perturbó la
estructura del mundo, sino que siempre la favoreció. Desde hace más de un siglo
no ha extendido sus fronteras y se ha entendido buenamente con todos sus
vecinos; siempre ha dirigido sus crecientes energías hacia adentro, aumentó
continuamente el número de sus habitantes y su standard de vida y, sobre todo
en los últimos diez años, se adaptó, mediante una organización más estricta, al
ritmo de la época. Pródigamente dotado por la naturaleza con espacio y con
riquezas inmensas dentro del mismo, favorecido con belleza y todas las fuerzas
potenciales imaginables, sigue aún frente a la vieja misión de sus comienzos:
radicar en su tierra inagotable a hombres procedentes de zonas superpobladas y,
uniendo lo viejo a lo nuevo, crear una civilización distinta. Al cabo de
cuatrocientos cuarenta años , su desarrollo se halla todavía bajo el impulso
original, y no hay fantasía suficiente para imaginar lo que este país, este
mundo, habrá de significar a la próxima generación. Quienquiera que describa la
actualidad del Brasil, ya describe inconscientemente un pasado; sólo el que al
mismo tiempo considera su porvenir reconoce su sentido verdadero. ECONOMÍA El Brasil, que por su extensión es, incomparablemente,
el mayor Estado de Sudamérica y abarca un área superior aún a la de los Estados
Unidos de Norteamérica, constituye hoy una de las más importantes reservas, si
no la más importante de todas, para el futuro del mundo. Cuenta con una inmensa
riqueza de tierra que aun no ha conocido el cultivo ni el arado y, bajo la
tierra, :metales, minerales y riquezas que están lejos todavía de ser
aprovechados o siquiera descubiertos en su totalidad. Hay en este país una
posibilidad de colonización en una extensión que acaso calcule mejor un
fantaseador que el hombre dedicado a las estadísticas usuales. La misma
diferencia de los cálculos, según los cuales el país, que hoy alberga
aproximadamente cincuenta millones de hombres, podría contener quinientos o setecientos
o novecientos millones, sin que su densidad fuese superior a la normal,
suministra un fundamento, para las estimaciones de los peritos en cuanto a lo
que el Brasil podrá significar para nuestro cosmos dentro de un siglo, acaso ya
dentro de un decenio. Se hace gustosamente suya la breve fórmula establecida
por James Bryce: «Ningún país grande del mundo, perteneciente a una raza
europea, posee parecida abundancia de tierra para el desarrollo de la
existencia humana y de una industria productiva ». Con la forma de un arpa gigantesca, reproduciendo de
modo curioso con sus fronteras el perfil de la América latina entera, es este
país todo al mismo tiempo: sierra, litoral, pampa, selva, cuenca de ríos, y
fértil en casi todas sus partes. Su clima reúne todas las transiciones de lo
tropical a lo subtropical y lo templado; su aire es húmedo aquí y seco allá,
oceánico en una parte y alpino en otra; al lado de zonas poco lluviosas hay
otras de abundante precipitación, lo que ofrece posibilidad para la vegetación más
variada. Brasil posee o alimenta los ríos más grandes del
mundo, el Amazonas y el Plata, sus montañas recuerdan en muchas partes a los
Alpes y alcanzan con su cima más elevada, el Itatiáia, los tres mil metros, y
con ellos la zona de los hielos eternos. Sus cascadas de agua, el Iguazú y el
Sete Quedas, superan en potencia al infinitamente más famoso Niágara y cuentan
entre las mayores reservas de electricidad del mundo. Sus ciudades, como Río de Janeiro y São Paulo, ya
pueden rivalizar hoy, en medio de un crecimiento fantástico, con el lujo y la
belleza de las capitales europeas. Todas las formas del paisaje cambian ante la
mirada continuamente fascinada, y la diversidad de su flora y fauna ofrece a
los investigadores, desde hace siglos, siempre nuevas sorpresas. Una sola
enumeración de las clases de pájaros ocupa tomos enteros de catálogos, y cada
nueva expedición es portadora de cientos de nuevas especies. Más de lo que aún
permanece oculto debajo de tierra como posibilidades latentes en minerales y metales,
el porvenir lo revelará. Una sola cosa es segura, y es que los mayores
depósitos de hierro del mundo esperan en el Brasil. intactos todavía,
suficientes ellos solos para proveer a nuestro globo terráqueo durante siglos y
siglos. También se sabe con certeza que en el cuadro geológico difícilmente
falta en este enorme imperio una clase de metal, de piedra, ni de especie
vegetal. A pesar de lo mucho que en los últimos años se realizó en el sentido
de la creación de un orden y de una visión general, la comprobación y la
valuación verdaderas se hallan todavía en los comienzos e incluso aun antes del
comienzo decisivo. Hay que repetirlo, pues, una y otra vez: este inmenso país,
gracias a su virginidad y amplitud, significa para nuestro mundo apremiado, en parte
ya cansado y agotado, una de las mayores esperanzas y, tal vez, la esperanza
más justificada de nuestra actualidad. La primera impresión que se recibe en este país es la
de una opulencia perturbadora. Todo es vehemente en él: el sol, la luz, los
colores. El azul del ciclo estalla más violento, el verde es oscuro y saturado,
el suelo compacto y rojo; ningún pintor puede hallar en su paleta tonos más
ardientes, más deslumbrantes, más irisados que el que las aves llevan en su
plumaje, las mariposas en sus alas. La naturaleza alcanza siempre su
superlativo, las tormentas que con relámpagos estruendosos rajan el firmamento,
las lluvias que se precipitan como cataratas, la vegetación que en el correr de
unos pocos meses se multiplica y se convierte en enormes florestas verdes, el
suelo intocado desde los siglos y milenios y no provocado aún al máximo
rendimiento, responden aquí con una energía casi increíble a toda excitación.
Si se recuerdan el esfuerzo, la tortura, la habilidad, la tenacidad que en
Europa hacen falta para arrancar a un jardín o un campo unas flores o frutas,
se encuentra aquí, en cambio, una naturaleza que más bien hace falta dominar
para que no se desarrolle demasiado pródiga, demasiado impetuosa. Aquí no hay
que fomentar, sino que hay que detener el crecimiento para que con su ímpetu
bárbaro no invada las plantaciones dispuestas por el hombre. Solos y sin
cuidado crecen los árboles y arbustos que ponen la alimentación ni alcance de
la mano de una gran parte de la población: bananas, mangos, mandioca y ananás. Y cada nueva planta, cada fruto traído de otro
continente, se adapta y acostumbra de inmediato a ese humus virgen. Esa impetuosidad y esa facilidad, casi diría, la
generosidad con que este país responde a todo experimento que se realice en él,
se ha convertido en el curso de su historia económica, paradójicamente, varias
veces en un peligro. Se produjeron, en sucesión casi regular, crisis de
superproducción debidas sólo a que todo sucede demasiado rápida y fácilmente, y
cada vez que el Brasil empezaba a producir algo -las bolsas de café arrojadas
al mar en el siglo veinte constituyen el último ejemplo- tenía que contenerse
para no producir en exceso. Por esta razón, la historia económica del Brasil
está llena de sorprendentes mutaciones y acaso es hasta más dramática que su
historia política. Generalmente, el carácter económico de un país está
inequívocamente definido desde los comienzos; cada uno de ellos toca, por así
decirlo, su propio instrumento único y el ritmo no suele cambiar esencialmente
en el curso de los siglos. Este país es un país de jardines, aquél extrae su
riqueza de la madera y los metales, este otro, de la ganadería. La línea de la producción puede oscilar y acusar tal
cual ascenso y descenso, pero la orientación sigue comúnmente invariable. El
Brasil, en cambio, es un país de constantes transformaciones y de
reorganizaciones bruscas. Puede decirse que cada siglo originó aquí una
característica económica, y dentro de ese desarrollo dramático, cada acto tiene
su nombre propio: oro o azúcar, café o goma o madera. En cada siglo, más aún,
cada medio siglo, el Brasil manifiesta otra nueva y distinta sorpresa de su
opulencia. En los comienzos remotos, durante el siglo dieciséis
fue la madera, el pau-brasil, lo que dio al país su característica económica y
hasta su nombre definitivo. Cuando las primeras naves tocaron tierra en esas
costas, los europeos quedaron grandemente desencantados. No encontraron nada
que llevarse y robar; el Brasil no tenía nada para ellos, salvo su naturaleza,
una naturaleza exuberante, virgen, anárquica, que aun no se había sometido al
hombre. Nem ouro, nem prata; esta fórmula breve del primer informe bastaba para
reducir el valor comercial del nuevo país, en un principio, a cero. No se podía
quitar nada a los aborígenes, que miraban asombrados a los extraños hombres
blancos, vestidos, porque no poseían nada fuera de su propia piel y su propio
cabello. Aquí no había actuado con anterioridad una cultura nacional, como en
el Perú y en Méjico, una cultura que tejiendo fibras hacía telas, o que extraía
metales del seno de la tierra para martillarlos y convertirlos en adornos y
armas. Los antropófagos desnudos de la Terra de Santa Cruz no habían alcanzado
siquiera el primitivo grado de civilización; no sabían trabajar el suelo, ni
cuidar el ganado, ni levantar chozas. Sólo recogían y engullían lo que
encontraban en los árboles y en el agua, y seguían adelante en cuanto habían
consumido todo lo que una región podía brindarles. Pero al que no tiene nada,
nada puede quitársele; desengañados, volvieron los marineros a sus barcos,
dejando un país del que no valía la pena llevar cosa alguna, pues hasta los
mismos hombres que lo habitaban resultaban inservibles. Si se los apresaba para
convertirlos en esclavos y si se los obligaba a trabajar, se consumían de
ordinario bajo el látigo en el curso de pocas semanas, se dejaban caer a tierra
y morían. Lo único que esos primeros barcos llevaban en su:
viaje de regreso eran algunas curiosidades, unos cuantos monitos inquietos, y
aquellos papagayos magníficamente abigarrados, que las distinguidas damas
europeas gustaban guardar, como animales de lujo, en jaulas y en razón de los
que muchas veces se llamaba al país también Tierra de los Papagayos. Sólo en
oportunidad del segundo viaje se descubrió un producto que, en todo caso, podía
compensar el comercio con una tierra tan alejada, el palo del Brasil. Esa
madera que se llamaba «brasil» (de «braso», arder) porque la superficie de su
corte es de un brillante color rojizo, como una brasa, no tenía, en realidad,
tanta aplicación como madera cuanto como colorante, pero, puesto que no se
conocían otros tales, era en esa condición muy solicitada en el comercio, igual
que todo otro artículo exótico. El gobierno portugués está demasiado ocupado como para
encargarse él mismo de una exportación regular de palo del Brasil. El monopolio
de la madera es un negocio demasiado insignificante y, además, demasiado
trabajoso para quien emplea todas sus fuerzas marítimas y militares a fin de
arrebatar los tesoros a los príncipes indios. La explotación, sin embargo, es
lucrativa. Un quintal de esa madera colorante que, calculando todos los gastos
de transporte y todos los riesgos, viene a costar en Lisboa medio ducado,
reporta en Francia o en los mercados holandeses dos y medio y aun tres ducados.
Pero la corona necesita para sus grandes y grandiosas empresas ganancias
rápidamente realizables. Prefiere, por lo tanto, arrendar el monopolio de la
madera contra pago al contado a uno de los más ricos «cristianos nuevos», a
Fernando de Noronha, quien luego, en compañía de sus correligionarios
refugiados, organiza ese comercio en Pernambuco. Pero aun bajo su dirección no pasa de ser un comercio
en pequeña escala, sin perspectiva de convertirse en algo que pudiera promover
una colonización regular y el establecimiento de factorías grandes. Un mero
colorante no basta para impulsar la población de ese país, que no deja de estar
muy distante. Si el Brasil ha de desarrollarse en el sentido de un factor
productivo para el mercado mundial, hay que encontrar primero un nuevo producto
de venta, de mayor rendimiento, y el breve ciclo del palo del Brasil ha de
quedar sustituido por otro de más rápida e importante circulación. En la época de su descubrimiento, no dispone de tal
producto el Brasil, o, mejor dicho, la estrecha franja del litoral explorada
hasta entonces. Si ha de volverse fecundo para. la economía europea este país,
primero ha de ser fertilizado por Europa. Todas las plantas, todos los
productos que deben crecer y medrar en sus zonas exuberantes, han de ser
introducidos y adaptados primero, y, aparte de ello, han menester de un abono
especial: el hombre. Desde la primera hora de la existencia del Brasil, el
hombre, el colono, como elemento vivificador, fertilizante, resulta la más
imprescindible de sus necesidades. Cuanto el Brasil ha de producir hay que
llevárselo desde Europa, debe enseñárselo Europa. Pero todo cuanto ésta le
presta en plantas y energías humanas, la nueva tierra lo devuelve al viejo
continente con multiplicado interés. Mientras los países ultramarinos del Oriente, donde
pueden sacarse, robarse, tomarse tesoros apilados, representan para Portugal un
problema de conquista, este país, totalmente inorganizado aún, resulta desde el
principio un problema de colonización y de inversión. Como primer ensayo de trasplantación y cultivo de un
producto no oriundo del Brasil, los portugueses traen la caña de azúcar, desde
Cabo Verde. Y ya este primer experimento da el mejor resultado: la naturaleza
realiza en el Brasil de un modo superabundante toda tarea que se le exige. La
caña de azúcar significa un objeto do producción absolutamente ideal para un
país no organizado aún, porque su plantación y explotación no requieren sino un
mínimo de trabajo manual y ningún conocimiento previo. Apenas acaba de ser
hundida en la tierra, la caña crece, sin exigir mayor cuidado, y produce un
arbusto de dos pulgadas de ancho, y ello más de una vez por año. Con los
procedimientos más sencillos y fáciles se extrae su precioso jugo. Basta
colocar la caña entre dos rollos de madera; dos esclavos -un buey costaría
demasiado dinero hacen girar una palanca horizontal, trotando en un círculo
cerrado. Su incansable ronda aprieta los cilindros de continuo uno contra el
otro, hasta que la última gota de jarabe es extraída de la caña. Este jugo
blancuzco, pegajoso, se hierve luego y se le da forma de terrones o panes, y la
caña exprimida sirve todavía, lo mismo que las hojas quemadas, como abono y
ceniza para la agricultura. Ese primero y más primitivo método de fabricación
se perfecciona en múltiples ensayos; pronto, los ingenios, unas pequeñas
fábricas, se instalan a la vera de los ríos para poder aprovechar la fuerza
hidráulica en lugar de la fuerza humana. Pero en todas sus formas, la explotación
del azúcar sigue siendo un proceso en extremo sencillo y, además, el más
productivo. El azúcar blanco, extraído por esclavos negros de unas cañas
marrones, se convierte con asombrosa rapidez en oro amarillo y pesado. Desde
que Europa, en oportunidad de las Cruzadas, entró en un primer contacto con el
mundo refinado y civilizado del Oriente, demuestra una avidez incontenible para
las especias picantes y estimulantes, por una parte, y las golosinas y cosas
dulces por la otra. Enriquecida por el comercio floreciente, ya no gusta en
adelante de sus manjares espartanos, monótonos, pobres, y se procura placeres
del paladar más refinados y matizados. Ya no le basta el escaso dulce que hasta
entonces se elaboraba exclusivamente en base de la miel. Desde que probó la
nueva sustancia dulce, el azúcar, exige con terquedad infantil cada vez mayor
cantidad de ese alimento luculiano. Y puesto que habrán de transcurrir tres siglos hasta
que Europa -en tiempos del bloqueo continental- extraerá azúcar de la remolacha
indígena, hay que traerle por lo pronto como artículo de lujo desde zonas
exóticas, y los comerciantes, que pueden contar con una clientela creciente,
pagan cualquier precio por ese mercadería nueva. De repente, el Brasil adquiere
importancia para el mercado mundial. Puesto que los gastos de esa producción
primitiva son casi nulos, ya que no cuestan nada ni la tierra, ni la planta, ni
los esclavos, que son en los ingenios los animales de trabajo más, económicos,
las ganancias se multiplican rápidamente, y la riqueza que el Brasil- más
propiamente dicho, Portugal- obtiene de esos establecimientos llega a lo
inconmensurable. La producción se amplía y aumenta de semana en semana; durante
tres siglos, la situación privilegiada y de monopolio del Brasil en esa materia
ya no puede conmoverse; el volumen gigantesco que acaba por alcanzar esa
exportación queda patente por el solo ejemplo de que en muchos, años el Brasil
exporta azúcar por un valor de venta de tres millones de libras esterlinas, una
suma, superior al valor íntegro de las exportaciones simultáneas de Inglaterra.
Sólo hacia fines del siglo dieciocho empiezan a mermar las ganancias, porque el
Brasil mismo malogra, debido a la superproducción, el precio de venta de su
«oro vegetal». Como todos los demás productos coloniales, la pimienta, el té y
la goma, lo que por ser rareza había sido además una preciosidad, se convierte,
a causa de la superproducción, en algo común y corriente. La introducción del
azúcar de remolacha asesta el último golpe a la gran oportunidad favorable,
pero el ciclo del azúcar ha cumplido brillantemente su misión económica dentro
de la historia económica del Brasil, y. el ocaso del producto principal llega
demasiado tarde para poner en peligro a la economía basada ya sobre artículos
distintos. Apoyado sobre la débil caña que los primeros barcos trajeron del
viejo mundo, el Brasil atravesó tres siglos y se fortaleció lo bastante para
poder proseguir luego su camino sin tal apoyo. Al poco tiempo se agrega un segundo producto de
exportación, en cierto sentido similar al primero, porque también fomenta un
vicio europeo: el tabaco. Ya Colón había encontrado fumando a los primeros
aborígenes, y los demás navegantes habían llevado consigo a la patria esa
extraña costumbre. Los europeos, primero, consideran ese masticar, fumar y
aspirar de la hoja parda como un hábito bárbaro. Se hace burla y escarnio de
los marineros que mascan los gruesos rollos entre los clientes y que escupen la
sucia savia marrón. Se ríe y se llama locos a los pocos aficionados que
apestan el aire con sus pipas de barro, y pesa sobre ello una prohibición
estricta dentro de la buena sociedad y, sobre todo, en la corte. No es, pues,
por placer ni por imitación o moda como Europa de pronto se acostumbra al
tabaco, sino por temor. En los días de pánico, cuando las grandes pestes atacan
y diezman en rápida sucesión las distintas ciudades de Europa, muchos
-desconociendo aún los microbios - creen poder prevenirse contra el contagio
fumando sin cesar e inmunizándose así con un veneno contra el otro. Pero pasada
la epidemia y vencido el temor, los hombres se han acostumbrado al tabaco,
debido al constante fumar -lo mismo que al coñac, que anteriormente sólo se
administraba en pequeñas dosis a modo de medicamento- y ya no quieren renunciar
a él, como no renunciarían tampoco a comer y beber. De año en año, Europa
reclama mayor cantidad, y el Brasil se establece también en este caso como
proveedor al por mayor, pues el tabaco crece silvestre en ese país, y se
reconoce a sus hojas la mejor calidad. Lo mismo que su hermano, el azúcar, el
tabaco no exige cuidados ni atención especiales. No se necesita más que
arrancar las hojas de los arbustos, que crecen por sí solos, secarlas,
enrollarlas, y ya lo que en su punto de origen carece casi de valor, se
encamina como mercancía valiosa hasta las embarcaciones. El azúcar, el tabaco y, en menor medida, el cacao, el
tercer objeto codiciado por el novísimo placer del paladar europeo, forman los
tres pilares principales sobre los que descansa la economía brasileña hasta el
siglo dieciocho. A ellos se agrega, tan pronto como Europa aprendió: a hilarlo,
como cuarto hermano, el algodón. El algodón existía desde el principio en el
Brasil, crece silvestre en las selvas del Amazonas y en otras provincias, pero
en contraste con los aztecas y peruanos, más civilizados, los indígenas no
sabían hilarlo; sólo durante la guerra empleaban sus copos, colocándolos en la
punta de sus flechas para incendiar poblados enemigos, y, en la región de
Maranhao, el algodón servía, de modo curioso, hasta de circulante. Al
principio, Europa tampoco sabe qué hacer con el algodón: aun cuando el propio
Colón ya llevó algunos copos de esa lana blanca a España, nadie advierte su
futura importancia como materia textil. En el Brasil, en cambio, los jesuitas,
enseñados, a lo que parece, por informes llegados desde Méjico, ya conocen en
1549 la utilidad del algodón y enseñan a los indígenas de sus aldeas a hilarlo.
Pero sólo gracias al invento de las máquinas de hilandería (1770-1773), el
algodón puede llegar a constituir un producto de comercio importante. Con esas máquinas, por otra parte, iníciase la llamada
«revolución industrial». Desde fines del siglo dieciocho, Inglaterra, en primer
término, que ocupa un millón de tejedores, necesita siempre mayor cantidad de
algodón para su producción mundial y paga cada vez mejores precios. De esta
suerte, el algodón, que antes medraba silvestre en los bosques, es plantado en
adelante sistemáticamente en el Brasil; ya en los comienzos del siglo
diecinueve, la exportación de algodón representa la mitad de la exportación
total del Brasil, y con ello la salvación de su equilibrio comercial. La aguda
baja de precios del azúcar queda compensada felizmente por esa exportación
gigantesca, en una de esas felices y rápidas reorganizaciones, tan típicas para
la historia económica del Brasil. Todas esas materias primas, el azúcar, el tabaco, el
cacao y el algodón se suministran crudas y no se elaboran en el país mismo;
liará falta un desarrollo largo antes de que el Brasil esté suficientemente
libre y maduro para una industria de transformación, organizada y mecanizada.
Su esfuerzo se limita a la plantación, recolección y embarque de los llamados
«productos ultramarinos», es decir, a los procedimientos primitivos para cuya
realización no hacen falta sino manos. Pero, en verdad, muchas manos y baratas.
Por esa razón, los hombres representan la materia prima más necesaria que ese
país, más que rico en todos los productos naturales, debe importar en cantidad
cada vez mayor. Es, tal vez, la característica más singular de su historia
económica el que el Brasil carecerá en todo tiempo de la fuerza motriz a la
sazón más conveniente y tendrá que importarla -en los siglos anteriores, el
brazo humano, en el siglo diecinueve, el carbón, y en el siglo veinte, el
petróleo-. Es natural que en aquellos primeros años se procurase la más
económica de esas fuerzas motrices. En un principio, los colonos tratan de esclavizar a
los aborígenes; pero como éstos, en razón de su constitución delicada, resultan
poco rendidores y, además, los jesuitas insisten continuamente en el respeto a
los edictos reales para la protección de la población indígena, en el año de
1549 se inicia una verdadera importación de «marfil negro». Mes tras mes, y
pronto también semana tras semana, se transportan nuevos cargamentos de esa
materia prima viviente en horribles barcos, que se llaman tumbeiros, porque en
la travesía muere regularmente la mitad de los negros encadenados y
amontonados. En el curso de tres siglos, el Brasil importa por lo
menos tres de los diez millones de esclavos que el Nuevo Mundo obtiene en el
África saqueada y despoblada, Ya no será posible reconstruir nunca más las
cifras exactas (hay quien calcula esa importación hasta en cuatro y medio
millones), puesto que Rui Barbosa, con un gesto de noble propósito, dio en 1390
orden de quemar los documentos guardados en archivos y relacionados con la
importación de esclavos, para redimir a la joven república de esa ignominia. Durante mucho tiempo, el tráfico de esclavos es
considerado en el Brasil como el negocio más lucrativo, aunque no muy honroso;
financiado desde Londres o Lisboa, asegura tanto al fletador como al vendedor
ganancia segura, gracias a la creciente demanda. En un principio, el esclavo
negro, que en el mercado de Bahía se comercia a un precio que oscila entre los
cincuenta y los trescientos mil reis, parece bastante caro en comparición con
el esclavo aborigen, al que se cotiza a cuatro y a lo sumo setenta mil reis.
Pero el precio de adquisición de un huesudo negro del Senegal o de Guinea debe
incluir los gastos de transporte, una recompensa por la «mercadería» averiada y
tirada al mar durante el trayecto, el enorme beneficio de los cazadores de
esclavos, de sus vendedores y de los capitanes y, además, el derecho de
importación, de tres a tres y medio mil reis, que el cristianísimo rey de
Portugal manda cobrar por todo esclavo que pasa por la aduana, interviniendo
así en ese negocio oscuro. A pesar de ese precio elevado, la adquisición de
negros sigue siendo para los hacendados tan imprescindible como la de palas y
arados. Un negro fuerte trabaja, si de tarde en tarde se le
aplica una tanda de latigazos, doce horas diarias, sin recibir por ello
recompensa alguna; además, el capital así empleado no significa un gasto, sino
una inversión a rédito, pues aun en sus pocas horas de descanso, el negro
aumenta la fortuna de su amo con los hijos que engendra y que, desde luego,
pasan como nuevos esclavos gratuitos a posesión del dueño. Una pareja de negros,
adquirida a los dieciséis años de edad, procura a la familia de sus amos, en el
correr de dos o tres siglos, una generación entera de esclavos. Esos esclavos
representan la fuerza motriz que mantiene el impulso de las grandes haciendas,
y como la tierra misma no tiene casi valor en ese país inmenso, la riqueza de
un hacendado se mide por la cantidad de sus esclavos, tal como en la Rusia
feudal la fortuna de un estanciero no se calculaba según la extensión de sus
tierras, sino según él número de «almas» que poseía. Hasta muy adelantado el
siglo diecinueve, los negros son, en medida cada vez mayor, los verdaderos
pilares de la economía. Sobre sus hombros descansa todo el peso de la
producción colonial, en tanto que los portugueses sólo dirigen y vigilan, como funcionarios,
inspectores y empresarios, la marcha ininterrumpida de esa maquinaria de
trabajo puesta en movimiento por millones de brazos negros. Esa separación demasiado rigurosa entre blancos y
negros, entre dueños y esclavos, es desde un principio peligrosa, y de no haber
sido por el esfuerzo compensador de la colonización iniciada en el interior del
país, habría comprometido sin cesar la unidad del Brasil. En sus comienzos, ese
país inmenso carece de por sí ya de un equilibrio estático, debido a que durante
el primer siglo y gran parte del segundo, toda fuerza activa, y, por lo tanto,
toda afluencia de sangre y de hombres se concentra en el Norte. Para el mundo
de entonces, la zona tropical -muy en contraste con la decadencia actual-
representa el verdadero tesoro del Brasil. Allí se concentra la actividad
económica hasta que quede satisfecha la primera y más precipitada avidez de
Europa por productos coloniales. Bahía, Recife, Olinda, de simples puntos de
trasbordo se convierten en ciudades reales, y edifican iglesias y palacios en
una época en que en el interior sólo se levantan humildes chozas y capillas de
madera. Aquí cargan y descargan sin cesar barcos europeos, allí afluye
continuamente la materia prima constituida por los negros, allí se empaquetan
las nueve décimas partes de todas las mercancías ultramarinas destinadas al
transporte a través del océano, allí se establecen las primeras oficinas, y
cerca de esas ciudades, que crecen con ímpetu tropical, se concentran también,
por la mayor comodidad del transporte, los ingenios y las plantaciones de más
rendimiento. Quienquiera que en el año de 1600, de 1650 y en rigor hasta en
1700 pronuncia en Europa, el nombre del Brasil no alude prácticamente sino al
norte del país y, más propiamente dicho, al litoral del mismo, con sus ya
universalmente conocidos puertos, su azúcar, su cacao, su tabaco, su comercio y
sus negocios. Nadie, ni siquiera el rey de Portugal, sospecha en Europa que,
invisible, debido a las altas cadenas montañosas, en el interior del Brasil se
ha ido iniciando lejos de la curiosidad de los navegantes y comerciantes, un
desarrollo comercialmente acaso menos provechoso, pero incomparablemente más
sano. Esa colonización, metódica y promovida con diligencia tenaz y sistemática
con elementos aborígenes, constituye la gran acción de los jesuitas a favor del
Brasil. Con una previsión que abarca siglos enteros, infinitamente más que la
de los funcionarios fiscales y la de los intermediarios, que sólo consideran
ganancia lo que puede convertirse rápidamente en dinero contante y sonante,
reconocieron, clarividentes, que el fundamento económico de un pueblo no puede
consistir a la larga en el conjunto incierto de aislados artículos de monopolio
ni en el trabajo de esclavos comprados. Un país que quiere conformarse debe
aprender primero a labrar la tierra y a sentirla suya. La grandeza de esa
empresa no puede considerarse debidamente sino desde dos puntos de vista:
teniendo en cuenta que ha nacido de la nada, y frente al resultado definitivo,
evidente ante el mundo actual. Una sana economía nacional sólo podía
desarrollarse sobre la base de la milenaria y eterna forma original de la
agricultura y la ganadería; el que haya sido posible educar para esa tarea
indispensable precisamente a las tribus, aun totalmente nómadas significa, en
el terreno moral, el comienzo verdadero de la nación brasileña. Tal tarea empieza desde cero. Cuando Nóbrega y
Anchieta llegan al país, faltan, aparte de la tierra, que nadie cultiva, aparte
de los nativos, que no saben todavía cómo labrarla, las fuerzas que unen y
atan. No se dispone de nada, todo hay que traerlo primero a través del mar,
cada cabeza de ganado, cada vaca, cada ternero, cada cochino, cada martillo,
cada serrucho, cada clavo, cada azada, cada rastrillo, y, aparte de ello,
también las plantas y semillas, y luego hace falta enseñar poco a poco y con
mucho trabajo a esos seres, desnudos e infantiles, cómo han de arar, cómo han
de cosechar, cómo han de construir establos para el ganado y cómo deben tratar
a las bestias. Aun antes de que puedan enseñarles cabalmente a ser cristianos,
los jesuitas deben enseñar a los aborígenes las distintas faenas, y primero
deben infundirles la voluntad del trabajo para sólo después penetrarlos de los
conceptos fundamentales de la fe. Lo que en la lejanía ha sido para los
jesuitas un proyecto espiritual de gran envergadura, se convierte en pequeña y
fatigosa labor de detalle, que sólo la fuerza disciplinada de unos hombres
entregados con toda su vida a una idea puede llevar a cabo: la civilización del
hombre mediante el cultivo de la tierra. Nada de cuanto esos primeros maestros,
esa docena de hombres, llevan consigo en libros, medicamentos, herramientas,
plantas y animales, fue de un efecto tan vivificarte y tonificante para el
desarrollo como su tenaz y a la vez ardiente energía. Las flamantes aldeias,
esas primeras poblaciones, crecen y se desarrollan rápidamente -como todo en el
Brasil - y pronto los jesuitas pueden informar en sus cartas, con justificado
orgullo, cuán felizmente se opera esa unión, esa unión de la tierra con los
hombres, y ese cruce de blancos y aborígenes que forman una nueva y activa
generación. Ya los padres, creen que su labor ha tenido éxito: São Paulo
-primero la ciudad y luego la provincia- se va poblando y las aldeas van
surgiendo una tras otra, tierra adentro. Pero la conquista verdadera del país
no se efectuará del modo tranquilo, pacífico y metódico que ellos prevén, sino
de muy otra manera. La historia, al realizar una idea, gusta siempre apartarse
del proyecto trazado por los hombres, para seguir su propia ruta; y así ocurre
también en esta contingencia. Los jesuitas establecieron en aquel suelo una
generación joven para que lo trabajase. Pero ya la nueva generación de los
«mamelucos».. los mestizos, trasponen impaciente los límites que los píos
padres les habían fijado. En su sangre perdura todavía el gusto por la inquieta
vida nómada de sus antepasados indígenas y, por otra parte, la ferocidad
desenfrenada de los primeros colonos. ¿Por qué labrar la tierra con sus propias
manos, en vez de hacerla trabajar por otros, por esclavos? Pronto, los hombres
semioscuros, se convierten en los enemigos más encarnizados de los hombres de
color, los hijos de los aborígenes, cuyos padres fueron salvados por los jesuitas
de la esclavitud, en los más feroces tratantes de esclavos, y precisamente en
São Paulo, con la que los jesuitas habían soñado como con un centro de pureza
moral y de unidad espiritual, surge la nueva generación de conquistadores, los
paulistas, que al poco tiempo se transforman en los enemigos acérrimos de los
jesuitas y de sus esfuerzos colonizadores. Reunidos en grupos marciales, esos
bandeirantes (que de modo curioso parecen similares a los cazadores africanos
de esclavos) recorren en sus entradas el país, destruyen los poblados, roban
esclavos, que no sólo arrebatan a la selva virgen, sino también a la tierra
labrada, y, sin embargo, no cumplen sino con el principio jesuítico -aunque más
rápida, brutal y violentamente- de la penetración en forma de abanico. En cada
una de esas partidas destructoras, algunos paulistas quedan en las
encrucijadas, y de esta manera se constituyen poblados y hasta ciudades en la
retaguardia de las tropas de asalto, que regresan con millares de esclavos. El
fértil Mediodía empieza a ser ocupado por hombres y ganado; va cristalizando,
en oposición al hombre más indolente y pausado del litoral, el tipo del
vaqueiro, del ganadero y del gaucho, el hombre del interior, el hombre con una
verdadera patria. La primera de las grandes migraciones al interior, con sus
efectos de equilibrio y de sujeción, comenzó en parte debido al plan de los
jesuitas, en parte debido a la codicia de los paulistas; el bien y el mal
colaboran en una obra común, en apariencia obrando antagónicamente, pero, en
realidad, sujetos a una trabazón interna. En el siglo diecisiete, la
agricultura y la ganadería del interior ya constituyen un contrapeso
beneficioso al mundo tropical del norte, rápidamente florecido, pero
rápidamente también marchitado y sujeto siempre a las fluctuaciones del mercado
mundial. Y la voluntad del Brasil de convertirse de un mero proveedor de
productos ultramarinos en un país que se mantiene a sí mismo, en un organismo
que se desarrolla de acuerdo con sus propias leyes, en lugar de ser un simple
retoño de la metrópolis, esa voluntad se torna más y más consciente de su
propósito. En el umbral del siglo dieciocho, el Brasil ya
representa, en lo económico, una colonia productiva, que adquiere creciente
importancia para la corona de Portugal, en la medida en que ésta va perdiendo,
en detrimento de su anterior imperio universal, asiático y africano, una
colonia tras otra a beneficio de los holandeses e ingleses. Han pasado para
Lisboa los tiempos dorados, en los cuales, al decir de los cronistas, el día no
era suficientemente largo para que se contaran y registraran las rentas
aduaneras que producía el comercio con las Indias. En el siglo diecisiete,
Brasil ya no representa un pasivo para Portugal; se han olvidado, desde tiempo
atrás, las peripecias de los comienzos, cuando el gobernador tenía que pedir
suplicante cada cruzado, y Nóbrega mendigaba en Lisboa unas cuantas camisas
usadas para sus neófitos. Los brasileños son buenos proveedores, cargan los
buques portugueses con mercadería valiosa, mantienen los funcionarios
portugueses con sus propios beneficios, y los recaudadores de aduana ya envían
importes considerables a la tesorería real de Portugal. Pero, además, los
brasileños son buenos compradores y clientes; muchos de esos reyes del azúcar tienen
más dinero y crédito que su propio monarca, y ninguna de sus colonias es mejor
mercado para los vinos, los tejidos y los libros portugueses que el Brasil. Con
toda tranquilidad y calma, éste se ha convertido en una colonia grande y
constantemente próspera, sin dejar por ello de ser la colonia que costara menos
sangre a Portugal, que reclamara los menores gastos y la menor cantidad de
inversiones. No hacen falta grandes guarniciones, en Río ni en Bahía n¡ en
Pernambuco para mantener el orden. La población crece incesantemente con los
años y, aparte de algunos tumultos sin importancia, nunca ensayó una revuelta
seria. No es necesario construir dispendiosas fortificaciones, como en la India
y en África, ni es preciso enviar fondos para inversiones oficiales. Hace
tiempo ya que ese país se defiende y se mantiene con sus propias fuerzas. No es posible, pues, imaginarse una colonia más cómoda
que el Brasil, con su crecimiento lento y silencioso, con su desarrollo modesto
-y, se diría, mudo-, que se opera casi sin ser notado por el resto del mundo. En este país, que crece tranquila e incesantemente en
su interior y que exteriormente sólo produce azúcar y envía gruesos fardos de
tabaco a los depósitos comerciales, no hay nada que pueda estimular la fantasía
y ni siquiera la curiosidad de Europa. La conquista de Méjico, los tesoros
áureos del Perú, las minas de plata de Potosí, las perlas del océano índico,
las luchas de los hacendados norte americanos contra los pieles rojas, los
combates contra los filibusteros del mar Caribe, inspiran a los cronistas y
poetas narraciones románticas y cautivan el espíritu inquieto de la juventud,
siempre ansiosa de aventuras. El Brasil, en cambio, permanece durante decenios
y decenios, prácticamente durante dos siglos, en la sombra de la atención
universal. Pero precisamente esa condición de estar oculto largo tiempo y de
hallarse aislado, significa, en última instancia, una gran suerte para el
Brasil. Nada favoreció más su desarrollo lento y orgánico que
la circunstancia de que sus tesoros fácilmente transformables en dinero, que su
oro y sus diamantes, permanecían hasta principios del siglo dieciocho bajo
tierra, sin ser descubiertos. Si ya se hubieran encontrado ese oro y esos
diamantes en el siglo dieciséis o diecisiete, las grandes naciones se habrían
precipitado en competencia furiosa sobre semejante presa. Los conquistadores habrían irrumpido inconteniblemente
desde el Perú, Venezuela y Chile, y el Brasil se habría transformado en un
campo de batalla de todos los malos instintos, siendo destrozado, removido y
lacerado. Pero cuando en el año de 1700 el Brasil se revela inesperadamente
como el país más rico en oro del mundo contemporáneo, ya ha pasado
definitivamente el tiempo de los aventureros y conquistadores, de los Villagaignon,
de los Walter Raleigh, de los Cortés y de los Pizarro, la época de la osadía,
que no había de repetirse, la época en que unos cuantos aventureros resueltos,
al mando de cuatro o cinco embarcaciones y, de un centenar de mercenarios,
podían someter países enteros. En el año de 1700, el Brasil ya forma una
unidad, ya constituye una fuerza; tiene sus ciudades, sus fortificaciones, sus
puertos y -lo que es casi vez más importante que todo eso- ya forma una
comunidad nacional que cuenta con un ejército invisible, que defendería el país
con el sacrificio hasta el último hombre contra cualquier invasor, y que no
reconoce a la propia metrópolis sino a regañadientes la renta aduanera y el
tributo de los impuestos. No le hacen falta sino dos cosas: más tiempo y más
hombres. A la postre, el silencioso y paciente :resultará ser el más fuerte, El
descubrimiento de oro en la provincia de Minas Geraes es algo más que un
acontecimiento de significación nacional para el Brasil y Portugal. Es un
suceso mundial, que influye definitivamente sobre todo el orden económico de la
época. Según afirma Werner Sombart, el desarrollo capitalista e industrial de
Europa a fines del siglo dieciocho habría sido imposible sin la afluencia
enorme y estimulante del oro brasileño a las arterias de la vida económica
europea, que en el acto pulsaron con mayor rapidez. La cantidad de oro que el
Brasil, ese país hasta entonces inadvertido, lanza de repente al mercado
representa una suma casi inimaginable para aquella época. Según las apreciaciones
de Roberto Simonsen, que merecen todo crédito, en aquel solo valle montañoso de
Minas Geraes se extrajo en ese medio siglo más oro que en toda la América junta
hasta el descubrimiento de las minas de oro californianas, en el año de 1852.
El botín del Perú y Méjico, que llevó el siglo dieciséis a un paroxismo de
locura, y que de golpe duplicó el valor material, el valor monetario de todos
los objetos (según Montesquíeu lo describiera tan magníficamente en su famoso
ensayo sobre Les richesses de l’Espagne), representa apenas una quinta parte,
quizá nada más que una décima parte, de lo que la colonia, tan largo tiempo
despreciada, reporta a su metrópolis. Lisboa pudo ser reconstruida después de su destrucción
gracias a ese oro; el gigantesco monasterio de Mafra fue edificado con el
«quinto» que por ley había de entregar al monarca; el repentino florecimiento
de la industria inglesa sólo pudo operarse en virtud de ese abono amarillo; el
comercio y tráfico europeos adquieren con esa afluencia repentina un ritmo más
acelerado. Por una hora universal, por espacio de cincuenta años, el Brasil es
la tesorería del viejo mundo y la colonia más provechosa y más envidiada que
pueda poseer un Estado europeo. Por un momento parece haberse cumplido el sueño
de los conquistadores y se diría que se ha encontrado el legendario El Dorado. Ese episodio del oro -pues no será más que un episodio
en la historia del Brasil- es a tal punto dramático en su advenimiento,
transcurso y epílogo que, para describirlo más convenientemente, lo mejor es
adoptar la forma de una obra teatral con sus distintos actos y escenas. El primer acto tiene lugar poco antes del año de 1700
en un valle montañoso de Minas Geraes, que en ese entonces no constituye
todavía una provincia, sino un territorio inhabitado, sin ciudades ni caminos.
De Tabauté, un pequeño reducto de paulistas, parten cierto día unos pocos
hombres, montados en caballos y mulas, que se dirigen a las colinas que el
pequeño río de las Velhas sortea con muchos recodos y curvas.. Como miles de
hombres antes que ellos, han salido sin rumbo, sin conocer un camino y, en
realidad, sin una meta determinada. Lo único que quieren es hallar alguna cosa
para llevarla a su casa, ya sean esclavos, ya sea, ganado o acaso un metal
precioso. Entonces se produce el hallazgo inesperado. Uno de esos hombres -no se sabe si basándose en una
información secreta o si por mero azar- descubre en la arena los primeros
granos de oro, y los lleva dentro de una botella a Río de Janeiro. Como
siempre, basta la primera visión de ese metal, que misteriosamente es del color
de la envidia, para que se inicie una migración frenética. La gente acude
presurosa desde Bahía, Río de Janeiro y São Paulo, a caballo, a mula, a lomo de
burro, a pie y en barquichuelas río arriba por el San Francisco. Los marineros
-en este punto el director debe recurrir a las escenas representadas por masas
abandonan sus barcos; los soldados, sus guarniciones; los comerciantes, sus
negocios; los sacerdotes, sus púlpitos, y los esclavos son conducidos en
rebaños negros hasta aquel páramo. En el primer instante, la aparente riqueza parece
convertirse en una catástrofe económica sin precedentes para todo el país. Se
interrumpe el trabajo en los ingenios y en las plantaciones de tabaco, ya que
sus directores los han abandonado, llevando consigo a los esclavos para reunir
en unas semanas acaso en un día, lo que la labor paciente y sistemática sólo
produciría en un año. No es posible cargar los buques ni hay quien los
conduzca. Todo se detiene y para, y el gobierno tiene que publicar edictos
especiales para impedir la deserción de las fuerzas productoras al interior.
Pero mientras la repentina despoblación amenaza a las ciudades del litoral con
una catástrofe, se levanta en el distrito del oro, a la inversa, debido a la
imprevista superpoblación, la amenaza del eterno destino del rey Midas: la
carestía frente a los platos de oro. Abundan la arena y las pepitas de oro,
pero faltan pan, maíz y queso, no hay leche ni carne para alimentar a las
decenas de miles o acaso cien mil hombres llegados a ese desierto sin
provisiones, ganado ni frutas. Afortunadamente, la perspectiva, de vender la
mercadería a un precio quintuplicado y aun decuplicado y de recibir en pago,
además, oro puro, induce a los negociantes a multiplicar sus esfuerzos. Se
transportan cantidades cada vez mayores de alimentos y de otros elementos, como
picos y palas y cribas, que llegan por tierra y por vía fluvial hasta el yermo.
Van abriéndose caminos, y el río San Francisco, que hasta entonces corría silencioso,
azul y soñoliento, y que en meses apenas si había visto una vela, se transforma
ahora en una vía animada. Las barcas ascienden y descienden, arrastradas por
esclavos; luego, los bueyes arrastran carretas, y de vuelta viene, en pequeñas
bolsas de cuero, el soñado oro, suelto o ya a medias acuñado. Una actividad febril ha invadido de golpe ese paisaje
tranquilo y que trabajaba casi soñoliento. Pero es, como siempre, una fiebre maligna esa fiebre
de oro. Excita los nervios, acalora la sangre, hace los ojos ávidos y perturba
los sentidos. No tardan en producirse luchas; los primeros descubridores, los
paulistas, defiéndense contra los que llegaron más tarde, contra los emboabas.
Lo que el uno reunió a costa de mucho trabajo, otro se lo arrebata de una
puñalada, y lo ridículo se mezcla grotescamente con lo trágico. Hombres que ayer todavía eran mendigos, se pavonean
ostentando ridículos trajes de lujo; en las mesas de juego, desertores y mozos
de cordel pierden a los dados fortunas enteras. Y el primer acto termina con
una escena digna de una ópera: durante esa frenética excavación del suelo en
mil puntos distintos, se descubre en la proximidad de Diamantina algo más
valioso aún que el oro: el diamante. Segundo acto. Entra en escena una nueva figura principal:
el gobernador portugués, custodio de los derechos de la corona. Ha llegado para fiscalizar la nueva provincia y, sobre
todo, para asegurar el quinto que por ley corresponde al monarca. Detrás de él marchan los soldados, siguen a caballo
los dragones para, establecer el orden. Se instala una casa de moneda, donde
debe entregarse todo el oro hallado, para ser fundido, a fin de que sea posible
llevar una fiscalización exacta. Pero la bárbara multitud no quiere
fiscalización alguna; estalla una rebelión, que es sofocada con mano
implacable. Entonces se convierte la aventura lentamente en una
fabricación regular, severamente vigilada por la autoridad real. En la reducida
región del oro se forman paulatinamente grandes ciudades, como Villa Rica,
Villa Real y Villa Alburquerque, que reúnen en sus chozas y en sus casas,
rápidamente construidas con barro, a un centenar de miles de hombres, más que
Nueva York o cualquiera otra ciudad americana de ese tiempo, ciudades, por otra
parte, de las que ya casi nadie tiene conocimiento en nuestros días y de las
cuales aun el mundo contemporáneo no tenía sino nociones muy vagas. Porque
Portugal está decidido a guardar el tesoro y a no dejar a ningún extranjero
acercarse, ni aun por una sola hora, a aquella fuente aurífera. Toda la región
queda cercada, por así decirlo, con una reja de hierro; se colocan barreras en
todas las encrucijadas, y por todas partes patrullan soldados, día y noche.
Ningún viajero puede penetrar en la zona y ningún buscador de oro puede
abandonarla sin antes haber sufrido un registro minucioso para averiguar si
acaso no lleva consigo algún polvillo de oro que hubiera sustraído ilegalmente
a la fundición y la Tesorería. Los castigos que se aplican a quienquiera que
atente contra las disposiciones respectivas son terribles. Está prohibido dar
noticias acerca del Brasil y sus tesoros, no se deja salir ninguna carta, y un
libro escrito por el jesuita italiano Antonil (seudónimo de Andreoni) sobre Las
riquezas del Brasil queda suprimido por la censura. Apenas Portugal ha cobrado
conciencia del valor que constituye el Brasil y ya aplica todas las artes de la
vigilancia para mantener alejadas las peligrosas envidia y codicia de las demás
naciones. Sólo la corte y los funcionarios de la Tesorería deben saber en qué
lugares se extrae oro y en qué otros, diamantes, y cuál es la participación de
la corona, y aun hoy nadie puede, en verdad, establecer un calculo exacto sobre
los beneficios obtenidos en ese siglo. Pero no cabe duda que fueron inmensos,
pues, aparte del referido quinto, afluye a la caja, exhausta desde tiempo
atrás, todo diamante de más de veintidós quilates, que debe ser entregado sin
derecho a indemnización, y a ello se agrega todavía el beneficio obtenido por
la mercancía importada por la colonia enriquecida de la noche a la mañana, así
como la mayor entrada en concepto de derecho aduanero sobre los esclavos, que
deben importarse en doble cantidad para acelerar la explotación. Sólo ahora Portugal se da cuenta de que, después de
haber perdido sus posesiones indias y africanas, le quedó no obstante la más
valiosa de sus «provincias ultramarinas», precisamente aquel país que sus
Lusiadas no ponderan y que fue colonizado por sus hijos más pobres y por los
expulsados. El tercer acto de la tragicomedia del oro tiene lugar
unos setenta años después y representa el giro trágico. La primera escena se
desarrolla en Villa Rica y en Villa Real, transformadas y, sin embargo, las
mismas. No ha cambiado el paisaje con sus colinas desnudas, de un verde oscuro,
y con su río, que avanza intempestivo por los estrechos valles. Las ciudades,
en cambio, se han modificado: imponentes iglesias claras, ricamente adornadas
en su interior con cuadros y esculturas, se yerguen sobre las colinas;
alrededor del palacio del gobernador se han agrupado gallardas casas; en ellas
reside una población notable y acaudalada, pero ya no es la misma malgastadora
y alegremente animada de ayer y de anteayer. Ha desaparecido algo que infundía a las calles, las
tabernas y los negocios una actividad animada, ha desaparecido algo que
iluminaba las miradas de los hombres y que hacía más sueltos y animados sus
movimientos, algo que hacía febril y fogosa la atmósfera del lugar. Ese algo es
el oro. Sigue el río corriendo y echando espuma, y en su curso
continúa depositando en la orilla piedra deshecha en arena, pero por mucho que
se la agite en las cribas y por mucho que se la lave. sólo queda arena sin
valor. Ya no se encuentran, como otrora, los pesados granos relucientes; han
pasado los años en que bastaba, para enriquecerse, colocar cincuenta o cien
esclavos con orden de agitar y volver a agitar la arena en grandes palanganas
de madera, en cuyo fondo siempre quedaban unas cuantas onzas de granos de
buenos quilates. El oro del río de las Velhas había sido oro de aluvión, oro de
superficie, y está ahora espumado, Para extraerlo de las entrañas de la
montaña, se necesita realizar un fatigoso trabajo técnico, para el que no están
preparados aún ni la época ni el país. Por este motivo se produce el cambio: Villa
Rica se transforma en villa pobre. Los lavadores de oro de ayer, empobrecidos y
amargados, se retiran con sus burros, mulas y esclavos y con sus míseros
bienes; las chozas de barro de los esclavos, diseminadas por millares en las
colinas, son arrastradas por las lluvias o se desploman. Los dragones se
retiran, pues ya no queda nada que vigilar, la casa de moneda no tiene qué
fundir y el gobernador no encuentra qué administrar; hasta la cárcel se
despuebla, ya que no hay allí qué robar o hurtar al prójimo. El ciclo del oro
ha tocado a su fin. Sigue el cuarto acto, dividido en dos escenas
simultáneas, una en Portugal, la otra en el Brasil. La primera escena tiene
lugar en el palacio real de Lisboa. Está reunido el consejo de la corona. Se da
lectura al informe de la Tesorería, y ese informe es aterrador. Disminuyen
continuamente los envíos de oro del Brasil, y aumentan sin cesar las deudas.
Las compañías industriales fundadas por el marqués de Pombal están a punto de
quebrar, porque ya no es posible financiarlas. La reconstrucción de Lisboa,
iniciada con tantos bríos, está trabada. ¿Dónde sacar dinero, desde que no afluye más el oro
del Brasil, y cómo reemplazar a éste? La expulsión de los jesuitas y la
confiscación de sus bienes no han servido para nada; después del primer imperio
soñado de los Lusiadas desapareció ahora también el de un eterno El Dorado.
Engañoso como siempre, el oro sólo ha prometido la dicha, pero sin cumplir tal
promesa. Y Portugal tiene que conformarse con volver a ser lo que fue en el principio:
un país pequeño y tranquilo, digno, de ser amado precisamente por esa calmosa
belleza. La segunda escena, simultanea, se desarrolla en Minas
Geraes y ofrece un contraste absoluto: los lavadores de oro han dejado, con sus
mulas, burros, esclavos y todos sus bienes movibles la inhospitalaria región
montañosa y han descubierto la fértil zoza campestre. Se radican en ella, surgen villorrios y ciudades,
embarcaciones surcan el río San Francisco, el tránsito aumenta, y una región
inhabitada, no cultivada, se transforma en una nueva provincia activa. Lo que
para Portugal significa una pérdida resulta un beneficio para el Brasil; a
cambio del oro desaparecido encontró una sustancia infinitamente mas valiosa:
un nuevo trozo de su tierra apropiado para la labor activa y productiva. Esa corrida tras del oro de Minas Geraes representa,
en realidad, y desde el punto de. vista demográfico, la primera de las grandes
migraciones, hacia el interior, que resultaron tan decisivas para el desarrollo
nacional y económico del Brasil. Sin esas repetidas migraciones hacia el
espacio interior, no se explicaría el fenómeno de que un país de tan inmensas
dimensiones haya conservado a tal punto su unidad nacional que ni siquiera el
idioma tomara matices de distintos dialectos desde el Paraná hasta el Amazonas,
ni desde el océano hasta las lejanías casi inalcanzables de Goyaz, y que en
todas partes imperen las mismas costumbres y el tipo popular se haya mantenido
homogéneo pese a todas las diferencias de clima y profesionales. Como en todos
los países de gran superficie, el colono tiene aquí una relación con el suelo
que el campesino de las estrechas demarcaciones europeas, que está
completamente entregado a su casa y sus tierras. En el Brasil, donde la tierra
de todo el interior carecía de amo, y donde cada cual podía adueñarse de ella
donde quería y en la forma que se le antojaba, el hombre es emprendedor y dado
a la vida, nómada. Aconteció muy naturalmente que el colono, menos aferrado a
la tradición que el campesino europeo, mudara fácilmente de residencia, y
siguiera pronto a cualquier nueva oportunidad que se le brindaba. De esa
suerte, las grandes transformaciones de la economía brasileña, los pasos de un
producto de monopolio a otro, los llamados ciclos de producción se manifiestan
también como migraciones y desplazamientos del equilibrio de colonización y en
cierto sentido, a esos ciclos podría denominarse lo mismo de acuerdo con los
objetos de producción que de acuerdo con las ciudades y regiones que han
creado. La era de la madera, del azúcar y del algodón pobló el Norte. Creó a
Bahía, Recife, Olinda, Ceará y Maranhao. Minas Geraes fue poblado gracias al
oro. Río de Janeiro deberá su grandeza al traslado del rey
y de su corte; São Paulo deberá su progreso fantástico al imperio del café, en
tanto que el repentino florecimiento de Manaos y Belén es debido al ciclo
rápido de la goma, y desconocemos todavía la situación de las ciudades que
surgirán a raíz del próximo cambio: la extracción de metales y la industria. Ese proceso de la distribución del equilibrio, que
está operándose hasta el presente momento ya que el brasileño es de una
naturaleza particularmente movediza, debido a su herencia de color, que ha sido
constantemente fomentado por el agregado incesante de la inmigración africana,
primero, y europea, después, impidió que el proceso de expansión orgánica jamás
cesase por completo. Evitó una separación social, demasiado vigorosa y dio
preponderancia al sentimiento nacional sobre el sentimiento particular. Aun se
oye decir, alguna que otra vez, que Fulano es oriundo de Bahía y Zutano do
Porto Alegre; pero al indagar mejor, acaba por saberse casi siempre que el
padre y la madre respectivos son naturales de distintos puntos. Gracias a esa
transfusión y trasplantación constantes, el milagro de la homogeneidad
brasileña perduró hasta el día de hoy, cuando el aumento de las posibilidades
de comunicación, debido a las fuerzas de trabazón de la radio y de la prensa,
torna mucho más natural la conjunción nacional. Mientras el imperio
hispano-sudamericano, que ni en espacio ni en población es superior a la que
fue colonia portuguesa, por la mera división en distintos distritos
gubernamentales destacó más nítidamente las peculiaridades de la Argentina, de
Chile, Perú y Venezuela en las formas dialectales, costumbres y hábitos, la
forma de gobierno centralista del Brasil preparó desde un principio una
modalidad económica y nacional absolutamente unitaria, que, por estar desde
temprano y orgánicamente arraigada en el alma del pueblo, resultaba
indestructible aun en su aspecto económico. Si se procura establecer un balance entre el Debe y el
Haber de la colonia y la metrópolis, del Brasil y Portugal, correspondiente a
la época del comienzo del siglo, se presenta un cuadro completamente cambiado.
Desde 1500 hasta 1600, el Brasil es la parte que recibe, y Portugal, la que da;
Portugal tiene que enviar barcos, mercancías, y soldados, comerciantes y
colonos, y su población blanca es diez veces superior a la de la flamante
colonia. Alrededor del año 1700, es decir, al comienzo del siglo dieciocho, la
balanza estará más o menos equilibrada, o, en todo caso, se inclinaría un poco
a favor del Brasil. Alrededor del año, 1900, la proporción se modificó ya de un
modo fantástico. Portugal, con sus 100.000 kilómetros cuadrados, aparece
diminuto en comparación con el país que abarca ocho millones y medio de
kilómetros cuadrados. Alberga un número do esclavos negros que, él solo, es
mayor que el de todos los habitantes de Portugal; y en cuanto a su potencia
económica, el imperio americano ya no puede compararse siquiera con la
metrópolis europea empobrecida y que se hunde cada vez más en el marasmo
financiero. Con mucho oro lo mismo que con poco, con sus diamantes, su azúcar,
su algodón, su tabaco, su ganado, sus minerales y, desde luego, con .sus
energías de trabajo que aumentan intensamente de año en año, el Brasil ha
tiempo ya que se emancipó de cualquier ayuda. El hijo mantiene ahora a la
madre, y ya no la madre al hijo. En oportunidad del terremoto de Lisboa, el
Brasil no envía menos de tres millones de cruzados, a modo de regalo, para
invertirlos en la reconstrucción de la ciudad, y ya en Portugal no cuentan
entre los ricos sino los que poseen propiedades en el Brasil y quienes
comercian con sus puertos y ciudades. Comparado con la «pequeña casa lusitana»,
el Brasil aparece como un mundo. Pero cuanto mas fuerte, más viril, más firme se vuelve
el Brasil, tanto más visiblemente manifiesta la metrópolis la preocupación por
que el vástago, que se desarrolla demasiado, puede el día menos pensado
sustraerse a su tutela. Trata una y otra vez de encerrar en el andador a ese
ente que ya actúa, piensa y obra independientemente, y lo trata como si fuese
aún menor y necesitado de la tutela real. Quiere impedir por la fuerza su
independencia económica Mientras Norteamérica hace tiempo ya que puede
determinar libremente su destino, el Brasil aun no tiene derecho producir
mercancías, aparte de sus materias primas. No le es permitido tejer telas, sino
que ha de obtenerlas por intermedio de la metrópolis; no puede construir barcos
propios, para que sólo los armadores portugueses obtengan beneficios. No debe
haber lugar aun ni campo de actividad en el Brasil para los intelectuales, para
técnicos ni industriales. No puede imprimir ahí ningún libro, ni publicarse
diario alguno, y al expulsar a los jesuitas se quita al Brasil los únicos
hombres que difundían alguna instrucción en el país. Todo se hace para evitar
un progreso económico, una comunicación libre con los mercados mundiales. El
Brasil debe seguir siendo un país esclavizado, una colonia cuanto menos
independiente, cuanto menos intelectual y cuanto menos nacional, tanto mejor.
Todo conato independencia es sofocado por la violencia. Y las tropas portuguesas, estacionadas en el interior
del Brasil ha tiempo ya que no tienen la misión de proteger la colonia contra
enemigos exteriores -cosa que el país podía lograr desde hace mucho, mediante
sus propias fuerzas- sino que sólo les toca proteger el cuartel económico de la
corona contra el propio país. Pero en la historia se repite siempre el mismo
fenómeno; lo que se descuida durante años y más años prudencia e indiferencia,
lo impone la fuerza bruta, una sola hora. Es -y parece grotesco- Napoleón,
tirano de Europa, quien facilita la libertad a ese país americano. Obligando al
rey de Portugal, con el avance relámpago de sus tropas, a abandonar su
residencia en Lisboa en fuga precipitada, le obliga simultáneamente a ver por
primera vez con sus propios ojos la tierra que había edificado sus palacios y
que durante decenios y siglos había sido el auxiliar más fiel de su corte y de
su país. En lugar de los recaudadores de impuestos y de la
gendarmería, aparece ahora en la colonia por primera vez un miembro de la casa
de Braganza el rey Juan VI, con toda su corte, la nobleza y el clero. Pero el siglo diecinueve ya no conocerá ninguna
colonia llamada Brasil. El rey Juan no puede sino proclamar solemnemente la
mayoría del hijo que le recoge, un refugiado y lamentablemente vencido. Con la
denominación de Reinos Unidos, el Brasil es equiparado con Portugal, y durante
doce años, la capital de ese noble reino no se halla en las márgenes del Tajo
sino en las de la bahía de Guanabara. Han caído de golpe las barreras que hasta
entonces aislaron al Brasil del comercio mundial; ha pasado el tiempo de las
prohibiciones, de los permisos y de los decretos severos. Desde el año de 1808
pueden atraer vapores extranjeros, pueden intercambiarse mercaderías sin
necesidad de pagar un tributo a la Tesorería de allende el mar. El Brasil ya
puede trabajar y producir, hablar y escribir y pensar, y de esta suerte puede
comenzar por fin, simultáneamente con el progreso económico, el desarrollo
cultural tan largo tiempo reprimido por la fuerza. Por primera vez, desde el
fugaz episodio de la ocupación holandesa, se llama al país a artistas, sabios y
técnicos de nombradía para fomentar ahí el desenvolvimiento de una cultura
propia. Se instalan cosas totalmente desconocidas hasta entonces: bibliotecas,
museos, universidades, academias, escuelas técnicas, y se concede al Brasil
toda libertad para manifestar y probar su propia personalidad dentro del
círculo cultural del mundo. Pero el que una vez ha conocido y estimado la
sensación de la libertad ya no se detiene hasta haber obtenido la libertad
entera, incondicional. Aun el lazo débil que une al nuevo reino con el viejo
reino de allende el mar causa al Brasil ahora la sensación de una traba y una
opresión. Y su independencia real sólo comienza cuando en el año de 1822 se instituye
en imperio. O dicho con más propiedad: podría comenzar. Porque el
Brasil sólo logra conquistar su independencia en el sentido político, pero no
así en el sentido económico. Al contrario, hasta muy entrado el siglo
diecinueve, el Brasil se encuentra en una situación de dependencia económica de
Inglaterra y de otras naciones industriales, más pronunciada aún que otrora su
dependencia de Portugal. El Brasil, trabado en su desenvolvimiento por las
prohibiciones emanadas de Lisboa, dejó pasar sin aprovecharla la revolución
industrial que a fines del siglo dieciocho comenzó a transformar
fundamentalmente a nuestro mundo. Hasta entonces podía vencer toda competencia
en el suministro de sus productos coloniales gracias al bajo precio de su mano
de obra, gracias a la esclavitud, manteniendo, en el aspecto económico, el
primer lugar entre todas las colonias americanas. Aun en el momento de la
declaración de la independencia, llevaba ventaja a Norteamérica en cuanto a las
exportaciones, y en algunos años, sus ventas incluso igualaron las cifras de
Inglaterra. Pero con el nuevo siglo irrumpió un elemento de novedad en la
economía mundial: la máquina. Una sola máquina de vapor atendida por doce
obreros, produce ahora en Liverpool o en Manchester más que cien, y pronto más
que mil esclavos, en el mismo tiempo. Desde entonces, la producción manual ya
no podrá, a la larga, luchar contra la industria mecanizada y organizada, del
mismo modo que los indios desnudos nada pueden con sus flechas contra las
ametralladoras y los cañones. Esta circunstancia, de por sí fatal, de quedar a la
zaga del ritmo de la época, se acentúa aún debido a un contratiempo. En el catálogo vasto y casi completo de sus minerales
y metales, falta tan luego la materia energética que, como sustancia motriz,
resulta decisiva para el siglo diecinueve: el carbón. En el momento decisivo, en que el transporte y la
producción de energías empieza a valerse de esa nueva sustancia dinámica, el
Brasil no dispone en todo su inmenso territorio ni de una sola mina hullera.
Cada kilo debe ser traído en viajes de muchas semanas de duración, y pagado muy
caro con el azúcar, cuyo precio declina rápidamente. Por esta razón, los
transportes, se vuelven dispendiosos, y además, la estructura montañosa del
país retrasa la construcción de ferrocarriles en decenios irreemplazables, y
aun después ello sólo se realiza en una medida insuficiente. Mientras el ritmo
de las operaciones comerciales y del tráfico se vuelve, en los norteamericanos
y europeos de año en año, diez, cien y aun mil veces más rápido, en el Brasil,
la tierra se niega a entregar carbón, las montañas ponen trabas y los ríos se
retuercen como si quisieran oponerse al siglo nuevo. Y no tarda en ponerse en
evidencia, el resultado de ello: de lustro en lustro, el Brasil queda, más a la
zaga del desenvolvimiento moderno, y, sobre todo, el Norte, con sus deficientes
medios de comunicación, se hunde en una decadencia que más tarde ya es casi
imposible detener. En una época en que las vías férreas unen con triple o cuádruple
cinturón el este y oeste, el norte y sur de los Estados Unidos de Norteamérica,
sobre una superficie idéntica a la del Brasil, las nueve décimas partes de este
país se hallan a millas y más millas de distancia de cualquier riel, y mientras
en el Mississipi, el Hudson y el San Lorenzo los modernos barcos a vapor suben
y bajan continuamente, en el Amazonas y en el San Francisco sólo se ve rara vez
el humo de una chimenea. He aquí por qué en una época en que las minas de
carbón y los talleres siderúrgicos, las fábricas y los centros de comercio, las
ciudades y los puertos de Europa y Norteamérica colaboran con una pérdida de
tiempo cada vez mas reducida y se supera de año en año la potencia y eficacia
de la producción en masa, el Brasil permanece hasta muy avanzado el siglo
diecinueve apegado impotentemente a los métodos de los siglos dieciocho,
diecisiete y aun dieciséis, suministrando siempre las mismas materias primas y
entregado, indefenso por lo mismo, con la colocación de sus productos, al
arbitrio del comercio mundial. De esta manera, el balance comercial va cayendo y
decayendo, y el Brasil pasa como factor dominante de la primera fila de América
a la segunda y tercera, y el cuadro de su economía no carece, al comienzo del
siglo diecinueve, de cierta perversidad, pues tan luego el país que tal vez
posee mayor cantidad de hierro que cualquier otro en la Tierra, debe importar
cada máquina, cada herramienta del extranjero. Aun cuando su suelo produce una
abundancia ilimitada de algodón, tiene que importar de Inglaterra el género
tejido e impreso. A pesar de que sus selvas se extienden,
inconmensurables y sin talar, tiene que comprar el papel en el exterior, lo
mismo que cualquier otro objeto que no puede producirse mediante el trabajo
manual no organizado y tradicional. Como ocurre siempre en el Brasil, grandes
inversiones para reorganizar los procedimientos salvarían al país. Pero el
Brasil carece de capital desde la cesación de los hallazgos de oro, y por eso
sus primeras fábricas, sus ferrocarriles y sus pocas, empresas de envergadura
son montados exclusivamente por compañías inglesas, francesas y belgas, y el
nuevo imperio queda entregado, como colonia de grupos anónimos, a la
explotación mundial. En un tiempo en que el ritmo del movimiento, la animación
del espacio mediante energías creadoras resultan decisivos para el desarrollo
económico de un país, el Brasil sigue trabajando de acuerdo con métodos
arcaicos y con la vieja lentitud de transacciones, y está amenazado por el
marasmo completo. Su economía ha vuelto, una vez más, a un nivel ínfimo. Pero es propio del desenvolvimiento del Brasil que ese
país de las posibilidades ilimitadas venza cada una de sus crisis por obra de
una readaptación súbita, hallando, en cuanto falla su principal artículo de
exportación, otro más provechoso aún. Así como el siglo diecisiete operó tal
milagro del inesperado progreso gracias al azúcar, y en el siglo dieciocho
gracias al oro y los diamantes, el siglo diecinueve lo realiza mediante el
café. Después del ciclo del azúcar, el oro blanco, y del ciclo del oro
verdadero, se inicia con el café el ciclo del oro pardo, sustituido durante un
corto lapso por el ciclo del oro líquido, el caucho. Es una marcha de triunfo
sin par, pues con el café, el Brasil obtiene durante todo el siglo diecinueve y
parte del siglo veinte un monopolio universal absoluto; son de nuevo los
factores viejos y tan típicos, la fertilidad del suelo, la facilidad del
cultivo, lo primitivo del proceso de producción, los que hacen a ese nuevo
artículo especialmente adecuado para el Brasil. El grano de café no puede
plantarse ni recogerse con máquinas. En este ramo, el esclavo rinde mucha mayor
utilidad que el volante de hierro. Y nuevamente se trata, como en el caso del azúcar, del
cacao y del tabaco, de un artículo de calidad que apela a los nervios refinados
del gusto; es, en verdad, el complemento necesario de los productos anteriores,
pues el cigarro, el azúcar y el café forman la trinca ideal para rematar una
buena comida. Son siempre el sol del Brasil, la savia y la
fertilidad de su suelo, los que salvan a ese país. Lo que ya era delicioso en
la vieja patria se vuelve más delicioso aún en esa tierra nueva; en ninguna
parte el café medra tan exuberante y con tanto aroma como en esa zona
subtropical. Los siglos anteriores ya habían conocido esos granos y su fuerza
estimulante. Pero cuando en el año de 1730 se trasplanta el café a la región
del Amazonas, y en 1763 a la de Río de Janeiro, se le considera todavía como
artículo de lujo, de manera que su venta no puede resultar decisiva para la
economía; en las tablas estadísticas aparece hasta los comienzos del siglo
diecinueve en cantidades y con un valor que quedan muy a la zaga del algodón,
del cuero, del cacao, del azúcar y del tabaco. Exactamente como en el caso de
sus hermanos mayores, el azúcar y el tabaco, sólo el creciente hábito de
servirse de ese magnífico estimulante, que se infiltra en capas cada vez más
amplias de Europa y de Norteamérica, contribuye a su cultivo más intenso. En la segunda mitad del siglo diecinueve, la
producción y venta empiezan a aumentar, ascendiendo como una curva de fiebre, y
el Brasil conviértese en proveedor de café del mundo entero. Tiene que ampliar
su producción cada vez más rápidamente para conformar la demanda; cientos de miles,
y luego millones de obreros afluyen a la provincia de São Paulo, se amplían los
grandes diques y depósitos de Santos, donde hay veces que en un solo día se
encuentran treinta barcos cargados de café. Durante decenios, el Brasil regula
su economía con la exportación de café, y los números gigantescos revelan el
valor que alcanza tal exportación. Desde .1821 hasta 1900, es decir, en el
curso de ochenta años, el Brasil vende café por valor de 270.835.000 libras
esterlinas, y en total, hasta la fecha, por más de dos mil millones de libras
esterlinas; con ese importe sólo queda cubierta ya la mayor parte de las
inversiones e importaciones del país. Pero, por otra parte, esa monoproducción
tiene por consecuencia que el Brasil dependa cala vez más de los precios
cotizados en la bolsa y que el valor de su moneda quede encadenado al precio
del café; cada baja de los precios del café tiene que arrastrar consigo el
valor del milreis. Y esa desvalorización del café resulta finalmente
inevitable. Los plantadores, seducidos por las grandes facilidades
de venta, engrandecen sin cesar sus fazendas, y puesto que ningún plan
económico organizado se opone oportunamente a tan desmedida superproducción,
una crisis sigue a la otra. El gobierno debe intervenir repetidas veces para
impedir una catástrofe, unas veces adquiriendo la cosecha, otras veces cobrando
tal impuesto sobre las plantaciones nuevas que prácticamente equivale a una
prohibición, y una tercera vez mandando tirar al mar el café adquirido para
detener la baja del precio. Pero la crisis permanece latente. Luego de breves
repuntes, el precio vuelve a decaer una y otra vez, y en cada una de sus bajas
arrastra consigo al milreis. La misma bolsa de café que en 1925 costaba todavía
cinco libras esterlinas, vale en 1936 nada más que libra y media, en tanto que
el milreis, sufre una baja más acentuada aún. Pero para la estabilidad de las
finanzas y el equilibrio interior es más bien ventajoso el que la soberanía del
café se aproxime a su fin y el bienestar o la crisis de todo un país no sea
determinado por la cotización casual de los granos marrones en las bolsas
internacionales de productos. Como siempre, en este caso también una crisis
económica se transforma en beneficio nacional para el Brasil, porque impele
hacía una difusión más regular de su producción y advierte a tiempo el peligro
que significa el jugar toda la fortuna nacional a una sola carta. Durante algún tiempo un poderoso pretendiente al trono
parece querer alzarse contra el rey económico del Brasil, el café, para
adueñarse del gobierno: la goma. Tendría, en realidad, cierto derecho moral
para justificar su pretensión, pues no es como el café un inmigrante llegado
bastante tarde, sino un ciudadano nativo. El árbol del caucho, la hevea
bresiliensis, se encontraba primitivamente en las selvas del Amazonas. Desde los siglos de los siglos medran ahí trescientos
millones de esos árboles, sin que jamás su forma específica ni su savia
preciosa hubieran sido conocidas por los europeos. Los aborígenes usaban de vez
en cuando, la resina de esos árboles -según Le Condamine comprueba, el primero,
en ocasión del viaje a lo largo del Amazonas, en 1736-, para impermeabilizar
las velas de sus embarcaciones y sus vasijas. Pero esa resina pegajosa que no
tiene utilidad industrial, ya que no resiste ni altas ni bajas temperaturas,
sólo se exporta a principios del siglo diecinueve en pequeñas cantidades y en
forma de artículos de hechura muy primitiva, a la América del Norte. El cambio
decisivo sólo se opera cuando, en el año de 1839, Charles Goodyear descubre que
mediante una aleación con azufre se puede transformar aquella masa blanda en
otra menos sensible al calor y al frío. De golpe, el caucho se convierte en uno
de los big five, una de las grandes necesidades del mundo, apenas inferior en
importancia al petróleo, el carbón, la madera y el hierro. Se le necesita para
hacer mangueras, galochas y mil cosas más, y con el advenimiento de la
bicicleta y, luego, del automóvil, su consumo adquiere proporciones
gigantescas. Hasta fin del siglo diecinueve, el Brasil posee el
monopolio exclusivo de la materia prima de ese nuevo producto. La hevea bresiliensis -un azar económico sin par- sólo
se encuentra en la selva amazónica; el Brasil está, pues, en condiciones de
dictar los precios. Resuelto a conservar para sí solo ese monopolio valioso, el
gobierno prohibe la exportación aun de un solo árbol, recordando muy bien cómo
el mismo Brasil, con la importación de unas pocas docenas de arbustos de café
desde la vecina Guayana francesa puso en jaque al rival más peligroso. Y ahora,
repitiéndose el fenómeno observado en oportunidad del descubrimiento del oro en
Minas Geraes, se produce un repentino boom hacia la selva del Amazonas, hasta
entonces sólo poblada por mosquitos y otros bichos. Con ese cielo del «oro
líquido> comienza una nueva, y enorme migración interior hacia una provincia
despoblada hasta entonces. Las compañías emplean y transportan en botes y
barcas a setenta mil personas de la región de Ceará, que, a consecuencia de una
sequía repentina, tuvieron que abandonar sus hogares, y los llevan de Belén a
las florestas, por no decir que los venden. Porque se inicia un terrible
sistema de explotación en esas regiones tan apartadas de la ley y de toda
vigilancia, como, en su tiempo, los valles auríferos de Minas Geraes. Aun
cuando no son esclavos, esos seringueiros son mantenidos prácticamente en la
esclavitud, tanto por los contratos de trabajo como por el, hecho de que los
empresarios, no satisfechos con el beneficio que les deja el caucho, venden a
los desdichados trabajadores de la «cárcel verde» las mercancías y los
comestibles que necesitan al cuádruple y quíntuple de su precio. Para
comprender todos los - detalles del horror de esos días conviene leer la
admirable novela de Ferreira de Castro, que describe con grandioso realismo esa
época vergonzosa. El trabajo del seringueiro es terrible. Morando en míseras
chozas en medio de la selva, lejos de toda humanidad civilizada, tiene que
abrirse primero camino con el machete a través de la maleza hasta llegar a los
árboles que luego ha de tajar y sangrar. Tiene que hacer ese camino varias
veces por día, bajo un calor sofocante, tiene que hervir el látex obtenido en
el momento propicio y, con las fuerzas menguadas, zarandeado por la fiebre,
termina siendo deudor todavía, después de meses de trabajo, de los empresarios,
debido a un cálculo criminal, ya que de pronto se le cobra el gasto del
traslado luego de haberlo explotado con el suministro de los víveres. Si el
desdichado procura huir del «contrato de trabajo», que es el eufemismo con que
se designa esa esclavitud, le persiguen y cazan unos cuidadores armados,
exactamente como antes ocurría con los esclavos, y en adelante debe trabajar
engrillado. Pero gracias a esa desvergonzada explotación del trabajo,
gracias al monopolio comercial y al aumento del consumo mundial, que acrecienta
de año en año, los beneficios aumentan vertiginosamente hasta llegar a lo
fantástico. Los días de Villa Rica y Villa Real del siglo dieciocho, citando
las ciudades del oro surgían en medio del yermo con un lujo apresurado y una
pompa sin sentido, parecen retornar en el siglo diecinueve. Belén florece de
nuevo y a mil millas de distancia de la costa se forma una ciudad nueva,
Manaos, dispuesta a superar en lujo y magnificencia a Río de Janeiro, São.Paulo
y Bahía. En medio de la selva virgen aparecen avenidas asfaltadas, bancos y
palacios con luz eléctrica, edificios y comercios hermosos, el teatro más
grande y lujoso del Brasil, que no cuesta menos de diez millones de dólares.
Todo nada en dinero. Se gasta un conto, que a la sazón tiene el valor de
doscientos dólares, como si fuera un peso, los objetos de lujo más refinados
llegan desde París y Londres a bordo de los grandes vapores que surcan cada vez
con mayor frecuencia las aguas del Amazonas. Todo el mundo especula, todo el
mundo comercia con goma, y mientras los árboles sangran y en la «cárcel verde»
de la selva los seringueiros mueren a centenares y a miles, toda una generación
se enriquece en la región del Amazonas con el «oro líquido», tanto como en otro
tiempo sus antepasados en los campos auríferos de Minas Geraes. Es verdad que
el Estado también se beneficia con esa exportación provechosa, y en la balanza
comercial el caucho se acerca a saltos, con brincos, peligrosamente, al café. El advenimiento del automóvil abre perspectivas
ilimitadas. Dos lustros más, y Manaos será una de las ciudades más
ricas, no sólo del Brasil, sino del mundo entero. Pero el globo tornasolado revienta con la misma
rapidez con que se había hinchado. Un solo hombre lo pinchó subrepticiamente. Anulando hábilmente, mediante el soborno, la
prohibición de exportar una hevea bresiliensis o sus semillas, un joven inglés
lleva no menos de setenta mil de esas semillas a Inglaterra, donde en Kew Gardens
se plantan los primeros arbolitos que luego son trasplantados a Ceilán,
Singapur, Sumatra y Java. Con ello queda anulado el monopolio brasileño, y su
producción pasa prontamente a un segundo piano. Las plantaciones sistemáticamente dispuestas en las islas
malayas, donde los árboles de la goma están formados como granaderos en líneas
derechas de muchas millas de largo, permiten una explotación mucho más fácil y
rápida que con los árboles en medio de la selva, donde primero hay que librar a
cada árbol de las malezas circundantes. Como de costumbre, la producción
brasileña, anticuada e improvisada, cae víctima de la moderna organización
superior. El descenso se opera con la rapidez de un alud. En el
año de 1900, el Brasil produce todavía 46.750 toneladas de caucho contra
míseras cuatro toneladas procedentes de Asia. En el año de 1910 aun predomina
con sus 42.000 toneladas frente a las 8.200 toneladas de producción asiática.
Pero en 1917 ya está vencido con sus 87.000 toneladas contra 71.000, y a partir
de entonces el descenso se acentúa cada vez más. En 1938 ya no produce sino 16.400 toneladas contra
365.000 toneladas procedentes de. los Estados malayos, 300.000 de la colonia
holandesa, 58.000 de Indochina y 52.000 de Ceilán. Y aun esas pobres 16.000
toneladas no obtienen más que una parte del precio primitivo. El teatro de
Manas no aloja, como otrora, las compañías de los principales teatros europeos,
las fortunas se deshacen, el sueño del oro líquido, sueño es otra vez.
Nuevamente, un ciclo ha llegado a su fin después de haber cumplido su
misteriosa misión: la de infundir vida y vitalidad a una provincia dormida
hasta entonces, engranándola más estrechamente en el comercio y tráfico de la
totalidad de la nación. A fines del siglo diecinueve, se cumplirá una vez más
la ley más íntima del desarrollo brasileño que, fácilmente seducido por el
momentáneo beneficio obtenido con un artículo principal, necesita siempre de
una crisis para reorganizarse, de modo que esas crisis cíclicas, en resumen,
han sido más favorables que contrarias a su multiforme desarrollo total. La
última gran transformación a que se vio obligado el Brasil no se la imponía la
voluntad del mercado mundial externo, sino su propia voluntad mediante la ley
del año de 1888 que abolía definitivamente la esclavitud. En el primer momento, ése es un choque violento para
la economía, tan violento que incluso hace caer el trono imperial. Muchos negros, embriagados por la nueva libertad,
abandonan el campo y se dirigen a las ciudades. Unas empresas que sólo daban
beneficios gracias a las energías gratuitas de trabajo, cesan en su actividad;
los hacendados pierden con los esclavos una gran parte de su capital, y, por
último, hasta la agricultura y la plantación de café, de por sí ya apenas
capaces de competir con los modernos métodos técnicos, están amenazadas de
fracasar. De nuevo se repite el viejo llamamiento del principio: «¡Brazos para
el Brasil! ¡Manos, hombres a cualquier precio!» Ello obliga al gobierno a dar
impulso sistemático a la inmigración, que hasta entonces había sido un simple
laissez faire, una actitud pasiva e indiferente, mientras que en adelante hará
falta atraer los inmigrantes europeos y asiáticos. Antes de la era del café, el
Brasil sólo conocía, una inmigración rural. ya en el año de 1817, el rey Juan
mandó contratar, por intermedio de agentes europeos, a dos mil colonos suizos,
que fundaron una colonia llamada Nova Friburgo; en 1826 les siguió un grupo
alemán que se estableció en Río Grande do Sul, y con la llegada posterior de
hasta 120.000 alemanes más, al sur de Brasil fueron formándose poco a poco
distritos netamente alemanes en Santa Catalina y Paraná, pero toda esa
inmigración era debida más o menos a la iniciativa propia y a la actividad
intermediaria de agencias privadas. Sólo al adquirir importancia una nueva
producción rendidora y faltando el trabajo de los esclavos, el Estado y, en
particular, la provincia de São Paulo se deciden a fomentar la inmigración en
una proporción. mayor que antes, costeando el pasaje de los que carecían de
medios y poniendo porciones de tierra a disposición de quienes quisiesen
dedicarse a las faenas rurales. Esos subsidios alcanzan en los años decisivos
hasta diez mil contos anuales en dinero efectivo; pero apenas el Brasil allana
el camino y abre las puertas, ya afluyen las masas. Un año después de la
liberación de los esclavos, en 189ó, la inmigración pasa de 66.000 a 107.000
seres, para alcanzar en 1891 el mayor número hasta entonces registrado, o sea
216.760, manteniéndose después sobre un nivel que aunque variable es siempre
elevado, y que sólo en los últimos años de la política de restricción decayó
nuevamente hasta unos 20.000 por año. Esta inmigración de cuatro o cinco millones de blancos
durante los últimos diez lustros significaba un enorme aumento de energías para
el Brasil y reportó al mismo tiempo una inmensa ventaja cultural y etnológica.
La raza brasileña, que como consecuencia de una importación de negros, a lo
largo de tres siglos amenazaba con volverse cada vez más oscura, más africana por
su tez, vuelve a aclararse visiblemente, y el elemento europeo eleva, en
contraste con el de los esclavos analfabetos primitivamente criado, el nivel
general de la civilización. El italiano, el alemán, el eslavo, el japonés,
traen de sus respectivas patrias, por una parte, una energía y voluntad de
trabajo completamente íntegra aun, y por otra parte, la aspiración a un
standard de vida más elevado. Saben leer y escribir, tienen conocimientos
técnicos, trabajan con un ritmo más acelerado que la generación mal
acostumbrada por el trabajo de los esclavos y debilitada, a menudo, en su
capacidad productiva por el clima. Los inmigrantes buscan en todas partes,
instintivamente, las regiones que consideran parecidas al clima de origen y a
las viejas formas de vida, y por esta razón son principalmente las provincias
del sur, Río Grande do Sul, Santa Catalina, las que más animación reciben por
ese nuevo cielo del «oro viviente». El cielo de la inmigración significa para
las ciudades y la región de São Paulo, Porto Alegre y Santa Catalina lo que
otrora significaba el azúcar para Bahía, el oro para Minas Geraes y el café
para Santos: el impulso decisivo, cuyas energías consecuentes crean luego
residencias, posibilidades de trabajo, industrias y valores culturales. Y precisamente
por proceder ese material nuevo de las zonas mas distintas del mundo -Italia,
Alemania, los países eslavos, Japón y Armenia-, el Brasil puede acreditar del
modo más feliz su viejo arte de la mezcla y adaptación recíproca. Gracias a la
singular fuerza de asimilación de ese país, los elementos se adaptan con
rapidez asombrosa, y la próxima generación ya contribuye naturalmente y en
igualdad de derechos al viejo ideal de los comienzos: una nación unida por un
solo idioma y un solo modo de pensar. Este adelanto determinado por la inmigración de los
últimos cincuenta años constituye, en verdad, el agradecimiento por el acto
moral de la liberación de los esclavos. El ingreso de cuatro o cinco millones
de europeos a la vuelta del siglo representa una de las mayores suertes para el
Brasil y, en verdad, una suerte doble. Doble, porque, en primer lugar, esas
fuerzas vigorosas y sanas afluyen al país en número tan grande, y, en segundo
término, porque su llegada comienza exactamente en el momento histórico oportuno.
Si una inmigración de tal volumen, si semejante masa de millones de italianos y
alemanes hubiera acudido un siglo antes, cuando la cultura portuguesa aun no
cubría sino una capa muy delgada, esos hombres de habla extranjera y de
costumbres propias distintas habrían ocupado y se habrían posesionado de
diversas provincias, y grandes partes del país se habrían italianizado o
germanizado definitivamente. Pero si, por otra parte, esa inmigración
principal, esa inmigración en masa, no se hubiera operado en aquella época que
aun tenía el espíritu cosmopolita, sino en nuestro tiempo de nacionalismo
exaltado, los individuos ya no habrían estado dispuestos a disolverse en una
nueva forma idiomática. y de pensamiento. Habrían permanecido fija y
obstinadamente apegados a la ideología de sus respectivos países y no habrían
adoptado la idea de ese país nuevo. Así como el oro no fue descubierto antes de
tiempo ni demasiado tarde para fomentar la economía del Brasil sin poner en
peligro su unidad, así como el ciclo salvador del café se inició justamente en
el instante de la recaída catastrófica, la inmigración europea en masa se
produjo exactamente en el momento en que podía surtir los efectos más fecundos.
En vez de extranjerizar en el Brasil lo brasileño, ese aporte poderoso
contribuyó a que lo brasileño se volviese más vigoroso, variado y personal. En el siglo veinte se cumple, pues, también la ley,
por así decirlo, innata del país, según la cual el Brasil siempre ha menester
de crisis para conducir su economía a la transformación enérgica. Esta vez, por
fortuna, no son crisis en el propio país, sino las dos catástrofes allende el
océano, las dos guerras europeas, que imprimen a su estratificación económica
los impulsos decisivos. La primera guerra mundial señala al Brasil el peligro
que significa el haber supeditado casi toda su producción para la exportación a
un producto solo y el no haber dado desenvolvimiento a sus industrias en toda
su variedad. La exportación de café se interrumpe, y con ello queda repentinamente
obstruida la arteria principal; provincias enteras no saben qué hacer con sus
productos, y, por otra parte, ya no pueden importarse muchos productos
manufacturados para el uso diario, debido a la incertidumbre de los mares y a
la carga que los países de Europa deben soportar a consecuencia de la guerra.
La balanza comercial entera empieza a tambalearse, porque ha sido montada
demasiado unilateral y despreocupadamente y sin consideración al equilibrio
interior, sobre la venta de billones de granos de café, y por esta razón el
Brasil se ve obligado a modificar su actitud y a dedicarse siquiera a algunas
de esas empresas industriales. Ese impulso, una vez iniciado, surte recios efectos;
en todos los años en que Europa se halla trabada por el temor y la preparación
de la guerra, se producen en el Brasil infinidad de artículos de producción
mecánica y manual que antes había que importar de Europa, con lo que se prepara
cierta autarquía. Quien entonces volvía al Brasil, al cabo de pocos años de
ausencia, quedaba sorprendido ante la cantidad de artículos otrora importados
que entonces ya se reemplazaban con otros de producción nacional, así como del
grado de independencia que el país en tan breve plazo había logrado en sus
medidas de organización y con respecto a los instructores y directores
extranjeros. Gracias a esos preparativos, la segunda guerra mundial no hirió a
la economía brasileña tan gravemente como la primera. Esta vez también la
desvalorización del café y de muchos otros productos ultramarinos resultó
inevitable, pero el nuevo final de la coyuntura para el café no despobló a São
Paulo, como en su tiempo el agotamiento del oro había despoblado a las ciudades
de Minas Geraes y la catástrofe del caucho a Manaos. Ya la economía había
aprendido la sabiduría del viejo adagio inglés según el cual no hay que llevar
todos los huevos en una sola canasta, y se colocó sobre un fundamento más
sólido que el de un producto único, central o de monopolio, supeditado a todas
las oscilaciones del mercado mundial.- El equilibrio no sufrió quebrantos,
porque las pérdidas que se registraban en una línea quedaban compensadas
gracias a un progreso muy pronunciado de la industria, que produce en el país
mismo y con materiales propios, en cantidades cada vez mayores, gran parte de
lo que antes debía traerse de Alemania y otros países bloqueados. Así como las
guerras. napoleónicas crearon, indirectamente, la independencia política del
Brasil, así la guerra de Hitler creó la industria brasileña, y no cabe duda de
que el país sabrá conservar la independencia económica a través de los siglos,
lo mismo que supo conservar su independencia política. Es siempre arriesgado echar desde el presente un
vistazo sobre el futuro. Con sus cincuenta millones de habitantes y su dilatado
espacio, el Brasil constituye uno de los esfuerzos colonizadores más grandiosos
del inundo, y se halla hoy sólo al comienzo de su desarrollo. Falta mucho aún
para vencer todas las dificultades que se oponen a su estructuración
definitiva, y, a pesar de la tarea inmensa cumplida, muchas de esas
dificultades siguen siendo aún considerables. Para poder valuar debidamente el
esfuerzo realizado al paso de los siglos, la justicia exige que también se
tomen en consideración los obstáculos que se le habían opuesto y que siguen
oponiéndose. No hay mejor índice para la fuerza de voluntad, tanto
de un hombre como de un pueblo, que las dificultades que deben vencerse en un
trabajo físico o moral. De los dos inconvenientes principales que impidieron
al Brasil emplear la totalidad de sus energías potenciales, uno está claramente
a la vista, en tanto que el otro se oculta primero a la mirada superficial. El
peligro secreto, y por lo tanto más pérfido, para el total despliegue de sus
energías radica en el estado de salud de su población, que su gobierno no
oculta ni descuida. El Brasil, ese país pacífico por excelencia, cuenta con
acérrimos enemigos en el interior, que anualmente le arrebatan o debilitan
tantos hombres como una campaña en un país en guerra. Tiene que luchar
incesantemente contra billones de seres minúsculos, casi invisibles, contra
microbios y mosquitos y otros perversos vehículos de enfermedades. El enemigo principal es, hasta el día de hoy la
tuberculosis, que arrebata al país cada año cerca de doscientos mil hombres, es
decir, el equivalente de cuerpos de ejércitos enteros. El brasileño, por ser de complexión débil, parece más
expuesto, más indefenso frente a la «peste blanca». A ello se agrega, sobre
todo en el norte, una insuficiente o, mejor dicho, inadecuada alimentación, y
eso en un país que rebosa de alimentos. Ya se inició una resuelta acción
gubernativa para poner coto, si no a la propia enfermedad, cuando menos a los
factores de su propagación, y es de suponer que en los próximos años esa
campaña será intensificada todavía. Pero si la medicina, la ciencia moderna, no
crea el remedio buscado desde hace decenios, el Brasil tendrá que contar por
mucho tiempo todavía con ese enemigo peligroso, mientras que la sífilis perdió
en ese país intensidad debido a la propagación durante siglos, y pronto
quedará, seguramente, exterminada gracias a la terapéutica de Ehrlich. El segundo enemigo del Brasil es el paludismo, natural
casi, debido a las condiciones climáticas del norte y aumentado todavía por el
inesperado arribo del anopheles gambiae, del que algunos ejemplares llegaron en
193ó subrepticiamente, en un avión desde Dakar, penetrando clandestinamente en
el país, donde se aclimataron y multiplicaron con gran rapidez, tal como en el
buen sentido se aclimatan y multiplican en el Brasil toda fruta, toda planta,
todo animal y todo ser humano. La tercera enfermedad, en el conjunto de esos
enemigos, es la lepra, que sólo podrá circunscribirse mediante el aislamiento
hasta tanto no se descubra un remedio radical. Todas esas dolencias, aun cuando
no acaban acarreando la muerte, determinan un debilitamiento enorme de la
capacidad de producción. En el norte, principalmente, esa capacidad, reducida
ya de por sí, debido al clima, queda en gran parte muy debajo del nivel medio
europeo y norteamericano, y cuando las tablas estadísticas registran cuarenta o
cincuenta millones de habitantes, el efecto productivo de esa cifra no
corresponde ni con mucho a la producción de energía de igual cantidad de
norteamericanos, japoneses o europeos , que se produce sobre la base de una
cuota mucho más elevada de personas sanas y bajo condiciones climáticas más
favorables. Un número espantosamente grande de personas sigue en
el Brasil sin contar para la vida económica, ni como productores ni como
consumidores; la estadística estima el número de personas desocupadas o sin
ocupación determinada, en 25 millones (Simons en Niveis de vida e a economía
nacional), y su standard de vida es, sobre todo en la zona ecuatorial, tan bajo
que las condiciones de alimentación son a menudo peores que en la época de la
esclavitud. Incorporar esa masa inalcanzable de la selva amazónica y de la
profundidad de los Estados fronterizos, tanto con respecto a la economía como
en lo referente a la salud, a la vida de la nación, es una de las grandes
misiones que hoy ya preocupan seriamente al gobierno, y cuya solución
definitiva requerirá todavía lustros de labor. Resulta, pues, que el hombre, considerado como fuerza
productiva, esta lejos aún de ser totalmente aprovechado en el Brasil, lo mismo
que el suelo con todas sus riquezas de la superficie y subterráneas. En este
caso, la dificultad es evidente (y no oculta, como en el de la enfermedad).
Está determinada por la desproporción insuperada aún entre el espacio, el
número de habitantes y los transportes. No hay que dejarse cegar por la
organización ejemplar y por la cultura moderna de Río de Janeiro y São Paulo,
donde una casa toca a la otra, los rascacielos se elevan hasta las nubes y los
automóviles corren uno tras otro como en una perenne carrera. A dos horas de
distancia de la costa, las asfaltadas carreteras modelos se pierden en caminos
bastante dudosos, que luego de uno de los tan frecuentes aguaceros tropicales
no pueden ser utilizados durante días enteros o que sólo son transitables
entonces para autos provistos de cadenas; y en seguida empieza el sertão, la
zona oscura y que está lejos aún de ser ganada para la civilización verdadera.
Todo viaje hacía la diestra o siniestra de la carretera principal se convierte
en una aventura. Los ferrocarriles no llegan hasta suficiente
profundidad del interior y, además, por ser de tres trochas distintas, son
difícilmente intercomunicables, aparte de ser tan lentos y tan poco prácticos
que se llega mucho más rápido a Porto Alegre o a Belén y Bahía yendo en barco
que utilizando el tren. Por otra parte, las grandes vías acuáticas, como el San
Francisco o el río Doce, sólo son navegadas rara e insuficientemente y, por lo
tanto, hay grandes y esenciales partes del país que sólo pueden alcanzarse
gracias a expediciones individuales cuando no es dable contar con el apoyo de
la aviación. Hablando en términos médicos, ese cuerpo inmenso sigue sufriendo,
pues, de constantes perturbaciones circulatorias, la sangre no recorre
uniformemente el cuerpo entero, e importantes partes del país están, en el
sentido económico, absolutamente atrofiadas. Por eso, los productos más valiosos yacen todavía sin
aprovechar bajo tierra, sin prestar servicio alguno a la industria. Se sabe hoy, con precisión, dónde se hallan, pero no
tiene sentido extraerlos mientras no exista posibilidad de transportarlos
luego. Allá donde hay mineral, faltan ferrocarriles o barcos para acarrear el
carbón, y allá donde la ganadería podría prosperar fácilmente, no hay
posibilidad de transportar ganado. La causa y el efecto (más propiamente dicho,
la falta de efecto) se muerden la cola como una serpiente; forman un círculo
vicioso. La producción no puede desarrollarse al ritmo adecuado porque faltan
carreteras; las carreteras, a su vez, no pueden ser construidas una tras otra
porque su construcción y conservación costosas no responderían en ese país,
ondulado y poco poblado aún, a un tránsito compensador. A ello se agrega la peculiar fatalidad de que el
Brasil carece en el siglo veinte del combustible necesario para el nuevo medio
de transporte, el automóvil, tal como en el siglo diecinueve carecía de carbón,
y la nafta tiene que ser importada, gota a gota, en cuanto no se puede
sustituirla por alcohol. Para resolver en forma más rápida ese problema
principal de la dificultad de transito y transporte, sería menester un capital
inmenso, y el Brasil carece de capitales líquidos. En este país, el dinero
efectivo siempre ha sido escaso, y los mismos títulos fiscales rinden un
interés de aproximadamente ocho por ciento, mientras que en las transacciones
particulares la tasa de interés es aún considerablemente mayor. La repetida desvalorización del milreis, la
desconfianza vieja y casi instintiva ya contra inversiones en Sudamérica,
indujeron a la altas finanzas europea y norteamericana, durante lustros y más
lustros, a una precaución grande y, seguramente, excesiva; por otra parte, el
gobierno observa. desde hace algunos años cierta reserva en cuanto al
otorgamiento de concesiones, para evitar que las empresas más vitales caigan
enteramente en manos extranjeras. Todo ello trabó al proceso de la
industrialización e intensificación, comparado con Europa y Norteamérica;
mientras en Europa se invertía demasiado y con excesiva prisa, en el Brasil
muchas cosas se atrasaron en decenios. Para propender a un desarrollo más
rápido de ese inmenso país, de ese imperio, de ese mundo, desde un extremo al
otro. se necesitaría una doble fertilización: una amplia afluencia de dinero,
pero, sobre todo, una constante afluencia de gente, que, sin embargo, ha sido
muy restringida en los últimos años a causa de la guerra mundial y de sus
consecuencias ideológicas. Mientras Norteamérica sufre por exceso de capital
líquido, amontonado en los bancos sin reportar intereses, mientras Europa sufre
por un exceso de población y por falta de espacio, por un estado que la
congestiona y la lleva una y otra vez a nuevos y repetidos accesos de locura en
lo político, el Brasil sufre una anemia, una falta de gente en su dilatado
espacio. El remedio para el viejo mundo y simultáneamente para este nuevo
mundo, sería una transfusión de sangre y capital, grande, intensa, realizada
con toda cautela y paciencia. Pero aun cuando las dificultades son grandes -lo han
sido desde el primer día, y prácticamente siempre han sido las mismas-, mil
veces mayores aun son las posibilidades de esa parte imponente y favorecida de
nuestra Tierra. El mismo hecho de no haberse aún aprovechado ni remotamente la
capacidad de las fuerzas potenciales significa una reserva inconmensurable, no
sólo para ese país, sino para toda la humanidad. En la lucha contra las
circunstancias que trabaron su progreso, el Brasil encontró la ayuda de un
verdadero taumaturgo: la ciencia y la técnica modernas, de las que sabemos lo
que son capaces de dar de sí aun cuando no podemos sospechar lo que realmente
conseguirán todavía. Quien hoy vuelve al país después de algunos años, queda
continuamente sorprendido por las cosas maravillosas que consiguió en el
sentido de la unificación, independencia y saneamiento. La sífilis, que en el Brasil era enfermedad
hereditaria y de la que se habla con la misma naturalidad que de un resfriado,
ha quedado tanto como extirpada gracias al invento del doctor Ehrlich, y no
cabe duda de que la higiene científica dará cuenta también dentro de un plazo
breve de las demás enfermedades. Así como Río de Janeiro, que sólo dos lustros
atrás era aún uno de los focos más temibles de la fiebre amarilla, se ha
convertido hoy, desde el punto de vista sanitario, en una de las ciudades más
seguras del mundo, es de esperar que la ciencia conseguirá librar también al
norte, amenazado de miasmas y plagas, incorporando la población, coartada en su
capacidad de producción por la fiebre y la desnutrición, a la vida activa y
productiva del país. La distancia que hay entre Río de Janeiro y Bello
Horizonte salvábase un lustro atrás en dieciséis horas, mientras que hoy el
avión la recorre en hora y media; dos días se necesitan hoy para llegar al
corazón de la selva amazónica, que antaño, sólo se alcanzaba en veinte días de
viaje; en medio día llégase a la Argentina, en dos días y medio a los Estados
Unidos, en un par de días a Europa, y todas estas cifras sólo tienen validez
para el momento; mañana, posiblemente, el progreso aeronáutico las reducirá a
la mitad. La dominación de su espacio enorme, ese punto neurálgico, esa
dificultad principal de la economía brasileña, teóricamente está resuelta ya y
prácticamente está en vías de resolverse; ¡quién sabe si la dificultad del
transporte no quedará superada también dentro de muy poco tiempo por una nueva
especie de aeronaves u otros inventos, para los que nuestra fantasía resulta
hoy demasiado pobre y timorata! El segundo impedimento aparentemente
invencible, el de la insuficiente capacidad de trabajo en el clima tropical,
que reduce la energía individual y amenaza al vigor físico, también empieza a
ser resueltamente atacado por la técnica. La refrigeración, el aire
acondicionado de las viviendas y oficinas, que hoy es privilegio todavía de algunos
locales de lujo, será dentro de pocos años tan común y corriente como lo es en
las zonas más septentrionales la calefacción central. El que ve cuánto se ha
adelantado en este sentido y sabe al mismo tiempo lo que aun queda por hacer,
no puede tener sino la seguridad de que la superación de todas las dificultades
es únicamente una cuestión de tiempo. Pero no hay que olvidar que el tiempo de
por sí ya no constituye una medida uniforme, sino que ha sido acelerado por el
impulso de la máquina y el organismo, más grandioso aún, del espíritu humano.
Un año bajo la égida de Getulio Vargas puede hoy, en 1941, producir más que
todo un decenio bajo don Pedro II y un siglo anteriormente, en tiempos del rey
Juan VI. Quien hoy advierte la velocidad con que crecen las
ciudades, mejora la organización, y las fuerzas potenciales se convierten en
otras reales, siente que -en contraste con el pasado- la hora tiene en el
Brasil más minutos que en Europa. Desde cualquier ventana que se mire, se ve
una casa en construcción; en cada calle y en la lejanía del horizonte vense
nuevas moradas, y, más que todo, ha crecido en ese país el espíritu y el placer
de las empresas. A todas las energías desconocidas y desaprovechadas aún del
Brasil, agregóse en los últimos años una nueva: la conciencia propia de la
nación. Durante mucho tiempo, ese país estaba habituado a quedar a la zaga de
Europa en cuanto a la cultura y el progreso, el ritmo del trabajo y el
esfuerzo. Con una especie de atrasada conciencia colonial, levantaba la mirada
al mundo allende el océano, como a un mundo superior, más experimentado, más
sabio y mejor. Pero la ceguera de Europa, que ahora se devasta a sí
misma por segunda vez con nacionalismos e imperialismos insensatos, independizó
la nueva generación del Brasil. Ha pasado el tiempo en que Gobineau podía
mofarse diciendo: Le brésilien est un homine qui désire passionément habiter
Paris. Ya no se encontrará ningún brasileño y pocos inmigrantes que quisieran
volver al Viejo Mundo, y esa ambición de desenvolverse solo y en el sentido de
la época se manifiesta en un optimismo y una osadía completamente nuevos. El
Brasil aprendió a pensar en las dimensiones del futuro. Cuando construye un
ministerio, como ahora el ministerio de Trabajo y el de Guerra, lo hace en
escala más grande que los de París, Londres o Berlín. Cuando se traza el plano
de una ciudad, calcúlase de entrada el quíntuplo y aun el décuplo de su
población. Nada es demasiado atrevido, demasiado original para
que esa nueva voluntad no ose realizarlo. Después de largos años de
incertidumbre y modestia, el Brasil aprendió a pensar en las dimensiones de su
propia grandeza y a calcular con sus posibilidades ilimitadas, como una
realidad prontamente atendible y alcanzable. Reconoció que el espacio significa
fuerza y genera fuerzas, y que no es el oro ni un capital ahorrado lo que
representa la riqueza de un país, sino que tal representan la tierra y el
trabajo que en aquél se lleva a cabo. Pero ¿qué país posee mayor cantidad de tierra
inaprovechada, deshabitada, inutilizada, que el Brasil, cuyo territorio iguala
al del mundo viejo entero? Y el espacio no es sólo simple materia, sino que
también es fuerza psíquica. Amplía la visión y ensancha el alma, infunde al
hombre que lo habita, y al que envuelve, valor y confianza para que se atreva a
avanzar; donde hay espacio, hay también no sólo tiempo sino porvenir. Y
quienquiera que vive en ese país, oye en lo alto las alas de ese futuro
susurrar fuertes y animadoras. POBLACIÓN É a mais gentil gente. MARTÍN ALFONSO DE SOUSA, en 1531, en ocasión de su
llegada a Río. Desde hace cuatro siglos, hierve y fermenta en la
retorta enorme de ese país la masa humana, revuelta una y otra vez y completada
siempre con nuevos agregados. ¿ha terminado este proceso ahora definitivamente?
¿Se convirtió esa masa de millones de seres en una forma propia, una materia
original, una sustancia nueva? ¿Existe hoy algo que pueda denominarse raza
brasileña, hombre brasileño, alma brasileña? En cuanto a la raza, el conocedor
más genial del pueblo brasileño, Euclides da Cunha, ha tiempo ya que la negó de
manera terminante, declarando lisa y llanamente: Não há un tipo antropológico
brasileiro, no existe una raza brasileña. Raza, si es que se quiere emplear ese
término dudoso, cuyo valor es hoy exagerado, y que no representa sino un
recurso sinóptico, significa comunidad milenaria de la sangre y la historia,
mientras que en el verdadero brasileño todos los recuerdos de tiempos remotos,
que dormitan en el subconsciente, tienen que soñar simultáneamente con los
mundos de sus antepasados de tres continentes, de costas europeas, aldeas
africanas y selvas americanas. El proceso de la brasilización no es sólo un
proceso de asimilación al clima, a la naturaleza, a los imponderables psíquicos
y especiales del país, sino, sobre todo, un problema de transfusión. La gran
mayoría de la población brasileña -excepción hecha de los que inmigraron hace
poco- representa un producto de mezcla, y una mezcla de las más heterogéneas
imaginables. Como si no fuera bastante el triple origen, europeo, africano y
americano, cada una de esas tres estratificaciones consta, a su vez, de
distintas capas. El primer europeo de ese país, el portugués del siglo
dieciséis, es todo, menos de una sola raza o de raza pura; representa una
mezcla producida por antepasados íberos, romanos, góticos, fenicios, judíos y
moros. La población aborigen del país, a su vez, consta de razas completamente
heterogéneas: los tupís y los tamoios. Y los negros, ¡de cuántas zonas
distintas de la inmensa África fueron arreados! Todo esto se ha mezclado
continuamente, se ha cruzado y se ha entonado mediante la afluencia constante
de sangre nueva en el correr de los siglos. Procedentes de todos los países
europeos y, con los japoneses, luego también de Asia, los grupos sanguíneos se
multiplican y varían en territorio brasileño ininterrumpidamente, en
inalcanzables cruzamientos y entrecruzamientos. Encuéntranse allí todos los
matices, todas las gradaciones fisiológicas y caracterológicas. Recorriendo las
calles de Río, se encuentran en una hora más tipos singularmente mezclados y en
verdad ya indefinibles, que en cualquier otra ciudad en el curso de un año. El
mismo ajedrez, con sus millones de combinaciones, de las que ninguna se repite,
parece pobre en comparación con el caos de variantes, cruzamientos y
entrecruces a que se dedicó allí la naturaleza inagotable en cuatro siglos. Pero aunque en el ajedrez ninguna partida se parece a
otra, ese juego nunca deja de ser ajedrez, por estar sujeto al marco del mismo
espacio y a leyes determinadas. Del mismo modo, la sujeción al mismo espacio y
la consiguiente adaptación a la misma ley del clima, así como los límites
uniformes de la religión y del idioma, produjeron en el hombre brasileño
determinadas semejanzas inequívocas, independientes de las peculiaridades
individuales, que se tornan de siglo en siglo más evidentes. As! como los
guijarros se pulen en un río torrentoso tanto más cuanto mayor tiempo y más
lejos corren juntos, así la convivencia y el constante entrecruzamiento de esos
millones de hombres hacía cada vez menos visible la nítida línea propia del
origen, aumentando a la vez lo semejante y mancomún. Aun prosigue ese proceso
de la creciente uniformación por obra de la mezcla incesante, y aun no se ha
establecido y fijado totalmente la forma definitiva dentro de ese
desenvolvimiento. Sin embargo, el brasileño de todas las clases y posiciones ya
tiene el cuño claro y típico de una personalidad étnica. El que tratara de derivar tales características
brasileñas de algún origen nativo, caería en lo falso y artificioso. Porque
nada es tan típico para el brasileño como el ser un hombre sin historia, o,
cuando mucho, de una historia muy reciente. Su cultura no se basa, como la de los pueblos
europeos, en tradiciones remotísimas, que llegan hasta los tiempos místicos, ni
puede ella referirse, como la de los peruanos y mejicanos, a un pasado
prehistórico en el propio terruño. Por mucho que la nación haya realizado en
los últimos años con nuevas combinaciones y el esfuerzo propio, los elementos
constructivos de su cultura no dejan por ello de haber sido importados
íntegramente de Europa. Tanto la religión y los hábitos como la forma
fundamental, interior y exterior, del estilo de vida de esos millones y más
millones de hombres, deben poco, por no decir nada, al suelo patrio. Todos los
valores culturales han sido traídos en embarcaciones de muy diversa índole, en
las viejas carabelas portuguesas, en veleros y en modernos paquebotes a través
del mar, y aun el esfuerzo más piadosamente ambicioso no ha podido hallar o
inventar hasta ahora una contribución esencial de los primitivos habitantes
desnudos y antropófagos a la cultura brasileña. No existe una poesía brasileña
prehistórica, religión brasileña originaria, música antigua brasileña, ni
existen leyendas populares conservadas a través de los siglos y ni siquiera los
más modestos comienzos de un arte decorativo. Mientras que en los museos
nacionales de etnología de otros países se exhiben orgullosamente los productos
milenarios de la escritura y arte aplicado, los museos brasileños tendrían que
reservar a ese fin un rincón completamente vacío. Contra ese hecho no hay
búsqueda ni escudriñamiento que valga, y cuando hoy se procura declarar a
algunas danzas, como la samba o la macumba, bailes nacionales brasileños, se
ensombrece y desvirtúa artificialmente la situación real, pues esas danzas y
esos ritos fueron traídos por los negros al mismo tiempo que sus cadenas y
estigmas. Los únicos objetos de arte que se han encontrado en tierra brasileña,
la alfarería pintada de la isla de Marajó, tampoco son de origen autóctono. Los trajeron seguramente o los fabricaron ahí hijos de
otras razas, muy probablemente peruanos que bajaron el Amazonas hasta la isla
que se encuentra en su desembocadura. Hay que conformarse, pues, con que en el Brasil nada
que desde el punto de vista cultural fuera característico para la arquitectura
o toda otra forma de la creación artística, se remonta más allá de la época
colonial, los siglos dieciséis y diecisiete, y aun los productos más hermosos
de esa época, en las iglesias de Bahía y de Olinda, con sus altares cubiertos
de oro y sus muebles tallados, son evidentemente retoños del estilo portugués o
jesuítico y difíciles de distinguir de los que se encuentran en Goa o en la
propia metrópolis. Dondequiera que en el Brasil se pretenda retroceder en la
historia más allá del día en que atracaron los primeros europeos, se caerá en
un vacío, una nada. Nada de lo que hoy denominamos brasileño y reconocemos como
tal puede explicarse haciendo referencia a su propia tradición, sino únicamente
como transformación productiva de lo europeo por el país, su clima y sus
hombres. Sin embargo, eso típicamente brasileño ya es hoy
bastante personal y evidente como para que no se lo confunda más con lo
portugués, aunque se perciba todavía el parentesco, la condición filial. Sería
insensato negar tal relación. Portugal dio al Brasil los tres elementos
decisivos para la formación de un pueblo: el idioma, la religión, las
costumbres, y con ello las formas dentro de las cuales pudo desenvolverse el
nuevo país, la nueva nación. El que tales formas primitivas tomasen otro
contenido bajo un sol distinto, en dimensiones diferentes y ante una afluencia
cada vez más importante de sangre extraña, eso fue un proceso inevitable, por
ser orgánico, que ninguna autoridad real ni organización armada alguna pudo
detener. La orientación del pensamiento de las dos naciones, principalmente, se
desarrolló en una forma distinta: Portugal, como el país históricamente mayor,
sueña y piensa con un pasado magnífico que seguramente no ha de renovarse nunca
más; la mirada del Brasil, en cambio, va dirigida al futuro. La metrópolis ya
agotó una vez -estupendamente- sus posibilidades; el nuevo país aun no alcanzó
totalmente a las suyas. Se trata, pues, de una diferencia no tanto de
estructura étnica como de generaciones. Los dos países, unidos hoy en una
íntima amistad, no se han distanciado, sino que, como quien dice, sólo han
vivido en distinta dirección, El símbolo más claro de ello es tal vez el
idioma. La grafía y el vocabulario, es decir, las formas originales, son hasta
la fecha casi absolutamente idénticas, y hay que tener un sentido para los
matices más sutiles para descubrir si se está leyendo el libro de un autor
brasileño o portugués. Por otra parte, casi ninguna palabra del idioma aborigen
de los tupíes y tamoios, según todavía lo registraron los primeros misioneros,
pasó al idioma que hoy se habla en el Brasil. El brasileño sólo pronuncia el
portugués de distinta manera - ésa es la única diferencia-, más brasileñamente,
y lo extraño es que ese acento brasileño ha sido y permanecido el mismo del
norte al sur, del este al oeste, por encima de ocho millones quinientos mil
kilómetros cuadrados, un perfecto idioma nacional. El lusitano y el brasileño
aun se comprenden perfectamente, ya que se sirven de idénticas palabras y de la
misma sintaxis, pero tanto en la entonación como, en parte también, en la
expresión literaria, esas variantes primitivamente mínimas, empiezan a intensificarse
más o menos en la misma proporción en que ingleses y norteamericanos, de
decenio en decenio, se distancian más y más claramente, dentro del mismo mundo
lingüístico, como individualidades. Mil millas de distancia, un clima distinto,
otras condiciones de vida, nuevas trabazones y comunidades tenían que ponerse
en evidencia poco a poco al cabo de cuatro siglos y medio, formando paulatina,
pero inevitablemente, un nuevo tipo, una personalidad étnica absolutamente
específica. Lo que caracteriza al brasileño, en lo físico y en lo
psíquico, es, en primer lugar, el hecho de ser de constitución más delicada que
el europeo y el norteamericano. Falta casi por completo el tipo macizo,
voluminoso, alto, huesudo. Lo mismo falta, en lo psíquico -cosa que se percibe
como bendición al comprobarla miles de veces en una nación-, toda brutalidad,
violencia, vehemencia, grosería; todo lo zafio, presuntuoso y arrogante. El
brasileño es un hombre tranquilo, soñador y sentimental, a veces hasta con un
ligero aire de melancolía, que Anchieta, en 1585, y el padre Cardin ya creían
haber percibido en la atmósfera cuando llamaron a esa nueva tierra «desleixada
e remisa e algo melancólica». Aun en el trato exterior, las formas son
notablemente moderadas. Raras veces se oye a alguien hablar en alta voz y menos
aún gritar furiosamente, y cuando se juntan multitudes se nota con particular
claridad esa moderación de que el extranjero se admira. En una gran fiesta
popular, como la de Penha, o en una travesía en. ferry-boat para una especie de
feria en la isla de Paquetá, donde en reducido espacio están apretadas miles de
personas, muchos niños entre ellas, no se oyen gritos ni algazara, no se ve a
la gente incitarse mutuamente a una alegría turbulenta. Aun cuando se divierte
en masa, la gente se conserva calma y discreta, y esa ausencia de lo robusto y
brutal imprime a su alegría tranquila un tierno encanto. El hacer ruido,
gritar, arrebatarse, bailar desenfrenadamente constituye en el Brasil un gusto
tan opuesto a las costumbres que, por así decir, se reserva como válvula de los
instintos reprimidos para los cuatro días de carnaval; pero aun en esos cuatro
días de la alegría aparentemente desenfrenada no se producen excesos,
incorrecciones ni bajezas; dentro de esa masa de millones de hombres que
parecen picados por una tarántula, cualquier extranjero, e incluso toda mujer,
puede aventurarse tranquilamente por las calles bulliciosas y ruidosas. El brasileño conserva siempre su natural delicadeza y
discreción. Las clases más diversas se tratan mutuamente con una cordialidad y
cortesía que sorprende una y otra vez a los hombres de la Europa tan
embrutecida durante los últimos años. Se ve cómo en la calle se encuentran y se
abrazan dos hombres, y se cree naturalmente que son hermanos o amigos de la
infancia, uno de los cuales acaba de regresar de Europa o de un viaje exótico.
Pero en la próxima esquina vuélvese a ver a dos hombres saludarse del mismo
modo, y entonces se comprende que el abrazo es entre los brasileños un hábito
absolutamente natural, una expansión de natural cordialidad. La cortesía, a su vez, es en ese país la forma
fundamental y natural de las relaciones humanas y tiene aspectos que en Europa
ha tiempo ya hemos olvidado. Durante cualquier conversación en la calle, los
hombres permanecen con la cabeza descubierta, y dondequiera que se solicite una
información, ésta es facilitada con una solicitud entusiasta. En los círculos
superiores se cumple el ritual de la formalidad, con las visitas y retribución
de visitas y la entrega de tarjetas, con un rigor protocolar. Todo extranjero es recibido del modo más atento y se
le allana toda dificultad de la manera más obsequiosa, Desconfiados como, por
desgracia, nos hemos vuelto frente a todo lo naturalmente humano, se averigua
cerca de amigos y recién inmigrados si esa cordialidad manifiesta es más que
meramente formal, y si esa convivencia buena, amable, sin odios ni envidias
visibles entre las razas y las clases, no es, acaso, una mera ilusión óptica de
una primera impresión superficial. Pero todos confirman unánimemente y en tono de elogio
que la primera y principal característica de este pueblo es su bondad. Todos,
al ser consultados, repiten las palabras de los primeros que llegaron a esta
tierra: E’ a mais gentil gente. Nunca se ha oído hablar ahí de crueldades
contra animales, de lidias de toros ni de riñas de gallos; ni aun en los días
más oscuros de la Inquisición ofrecióse allí a las masas el espectáculo de los
autos de fe; todo lo brutal repugna instintivamente al brasileño, y se ha
comprobado con la estadística que el asesinato casi nunca se realiza de un modo
alevoso y premeditado, sino espontáneamente, como crimen pasional, como
explosión repentina de los celos o la humillación. Crímenes relacionados con la
astucia, el cálculo, la rapacidad y el refinamiento cuentan entre las mayores
rarezas; cuando un brasileño desnuda el facón, ello es algo como una crisis
nerviosa, una insolación, y cuando visité la penitenciaría de São Paulo me
llamó la atención el que allí faltaba el verdadero tipo del criminal,
exactamente registrado por la criminología. Los que ahí encontré eran gente absolutamente
pacífica, con tierna mirada, que alguna vez, en un minuto de superexcitación,
deben haber cometido algo que ellos mismos ignoraban. Pero, en general -y, todo inmigrante lo confirmará-,
el brasileño está ajeno aun a los más leves rastros de violencia, brutalidad y
sadismo. Es bonachón, de buena fe, y el pueblo tiene ese rasgo casi
infantilmente cordial que es propio de muchos meridionales, aunque pocas veces
en una medida tan pronunciada y general como en ese país. Durante todos los
meses que pasé en el Brasil no tropecé con una sola malevolencia, ni en los
círculos superiores ni en las clases inferiores; en todas partes pude comprobar
la misma falta de desconfianza -hoy tan rara- contra el extranjero, contra el
hombre de otra raza o de otra clase. A veces, cuando, curioso, iba a ver las
favelas, esos barrios de negros, magníficamente pintorescos, que como
vacilantes nidos de pájaros están emplazados sobre las rocas de las colinas en
medio de Río de Janeiro, sentía cargos de conciencia y tenía presentimientos
malos. Al fin y al cabo, yo iba por curiosidad, para
contemplar una de las gradas más bajas de la vida y para observar en esas
chozas de caña y barro, indefensas y abiertas a toda mirada, gente del más
primitivo estado, espiando así, indebidamente, el interior de sus domicilios y
lo más privado de su existencia. Al principio esperaba, en verdad, que a cada momento
encontraría, como acaso en un barrio proletario europeo, una mirada de odio o
una palabra injuriosa. Pero al contrario, esa gente de buena fe considera a un
extranjero que se toma la molestia de subir a ese rincón perdido como un
huésped grato y casi como un amigo; el negro que está acarreando agua, cuando
se le encuentra, ríe mostrando la hilera blanca de sus dientes e incluso ayuda
a trepar las resbaladizas gradas de barro; las mujeres que dan el pecho a sus
hijos, levantan la mirada, afables y despreocupadas. Y del mismo modo se encuentra
en todo tranvía, en todo barco de excursión, esa misma cordialidad
desprevenida, tanto si se está sentado frente a un negro, como frente a un
blanco o un mestizo. No se puede descubrir nunca dentro de las docenas de
razas, ya se trate de adultos o de niños, signo alguno de una cosa que se
parezca a un aislamiento. El niño negro juega con el blanco, el mestizo va
naturalmente del brazo del negro, en parte alguna existe una restricción o
siquiera un boicot social. En el ejército, en las oficinas públicas, en los
mercados, escritorios, negocios o talleres, jamás se les ocurre a los
individuos separarse según el color de origen, sino que todos colaboran amable
y pacíficamente. Hay japoneses que se casan con negras, y blancos que se casan
con mestizas; la palabra «mestizo » no es en el Brasil un insulto, sino una
designación que no tiene nada de despectiva. El odio de clases y razas, esa
planta venenosa de Europa, no ha podido echar raíz todavía en ese país. Esta extraordinaria delicadeza de los sentimientos, esa
bondad exenta de prejuicios y prevenciones, esa incapacidad de ser brutal, las
paga el brasileño con una sensibilidad muy pronunciada, tal vez exagerada.
Siendo no sólo sentimental sino también sensitivo, el brasileño tiene un
sentimiento de honor muy susceptible, un sentimiento de honor, en verdad, muy
peculiar. Precisamente por ser en extremo atento y personalmente tan modesto,
percibe toda descortesía, aun la involuntaria, de inmediato como manifestación
de desprecio. No reacciona violentamente como el español, el
italiano o el inglés; calla y se guarda, por así decirlo, la supuesta ofensa.
Es muy frecuente oír decir lo mismo: En una casa había una sirvienta, negra,
blanca o mestiza; era aseada, amable y tranquila y no daba el menor, motivo de
queja. Una mañana desapareció sin que la dueña de casa supiera explicarse ni
pudiese averiguar jamás la causa. Tal vez, la víspera le dijo una leve palabra
de censura, de descontento, y con esa sola palabrita insignificante, dicha
acaso en voz demasiado alta, hirió a la muchacha profundamente, sin saberlo..
La muchacha no se rebela, no se queja, no procura entrar en explicaciones. Hace tranquilamente sus bártulos y se retira sin decir
palabra. No es hábito del brasileño justificarse o pedir
explicaciones, quejarse o disputar airadamente. Se retrae; ésta es su defensa
natural, y esa resistencia calma, misteriosa y silenciosa hállase en el Brasil
en todas partes. Nadie repetirá una invitación o un convite cuando tal ha sido
rechazado aunque fuera del modo más cortés; en un negocio, ningún vendedor
insistirá con nuevas palabras si el comprador titubea, y ese orgullo recóndito,
esa sensibilidad del honor llega hasta las capas sociales más bajas. Mientras
en las ciudades más ricas del mundo, en Londres y París y, sobre todo, en los
países meridionales, abundan los mendigos, éstos faltan casi por completo en el
Brasil, donde la «miseria desnuda» apenas si es algo más que un término de
exageración. Esto no es debido, según pudiera creerse, a un decreto enérgico,
sino consecuencia de una hipertrofia de la sensibilidad, propia del pueblo
entero, que considera aun la negativa más cortés como ofensa. Esa delicadeza del sentimiento, esa ausencia de toda
vehemencia es, a mi modo de ver, la propiedad más característica del pueblo brasileño.
Los individuos no necesitan ahí tensiones violentas y vehementes ni éxitos
visibles y aprovechables para estar satisfechos. No es casualidad que el
deporte, que en última instancia es la pasión de la mutua superación, no
alcanzó en ese clima -que induce más a la tranquilidad y el goce cómodo- la
preponderancia absurda a la que se debe en buena parte el embrutecimiento y la
desespiritualización de nuestra juventud, y que falten allí las escenas
brutales y frenéticas y los éxtasis rabiosos que están a la orden del día en
nuestros países llamados civilizados. Lo que en su primer viaje a Italia llamó
tan simpáticamente la atención de Goethe, o sea que sus habitantes no buscan
sin cesar finalidades materiales o metafísicas de la existencia, sino que gozan
de la vida tranquila y placenteramente, eso mismo adviértese en el Brasil una y
otra vez y siempre con agrado. Los hombres no pretenden demasiado en ese país,
no son impacientes. Charlar un poco, después o durante las horas del
trabajo, tomar café, pasearse bien afeitado y con el calzado bien lustrado,
disfrutar de la casa propia y los hijos; ello basta a la mayoría. A esta
pacífica serenidad van unidas todas las gamas del bienestar y de la suerte. Por
eso resulta y resultaba siempre relativamente fácil gobernar ese país, por eso
Portugal necesitaba pocas tropas y por eso el gobierno actual tiene que ejercer
tan poca presión e insistir tan poco para guardar la paz y el orden. La
convivencia dentro del Estado opérase allí con infinitamente menos odio entre los
grupos y las clases, gracias a esa inmanente propensión a la tranquilidad y a
esa ausencia ingénita de envidia. Desde el punto de vista económico y para la técnica
del éxito, esa falta de ímpetu, de codicia y de impaciencia que individualmente
es, a mi modo de ver, una de las virtudes más hermosas del brasileño,
constituye acaso una falla. Comparado con Europa y Norteamérica, la eficiencia
colectiva de trabajo del país entero queda, en su ritmo, muy a la zaga, y ya
cuatro siglos atrás Anchieta señaló la influencia restrictiva que
necesariamente tiene que ejercer el extenuante clima. Pero no se puede de
ningún modo llamar indolencia a esa menor eficiencia. El brasileño es de por sí
un excelente trabajador. Es hábil, laborioso y comprende rápidamente. Se puede
enseñarle cualquier oficio, y los inmigrantes llegados de Alemania, que traen
industrias nuevas y a veces harto complicadas, ponderan unánimemente la
habilidad y el interés con que aun los obreros más simples saben adaptarse a
las nuevas formas de producción. Las mujeres revelan destreza para los trabajos
manuales, los estudiantes, mucho interés para las ciencias, y se cometería la
mayor de las injusticias si se tildase de inferior al obrero y trabajador
brasileños. En São Paulo, vale decir en un clima más favorable y adaptado a una
organización europea, produce exactamente lo mismo que cualquier otro obrero
del mundo, pero en Río de Janeiro también he observado centenares de veces a
zapateros remendones y sastres trabajando en sus estrechos talleres hasta muy
adelantada la noche y me he admirado sinceramente de cómo, bajo un calor
infernal, cuando es un esfuerzo hasta el recoger el sombrero del suelo, se
realiza en las construcciones, bajo el sol ardiente, la tarea pesada, e
ininterrumpida de acarrear el material. No son, pues, la capacidad, la buena
voluntad ni el ritmo los que se resienten; sólo falta al conjunto la
impaciencia europea o norteamericana por conseguir en la vida, mediante
redoblado empeño, un progreso doblemente rápido, y es, por consiguiente, más
bien una baja tensión psíquica la que disminuye el dinamismo total. Gran parte
de los caboclos, sobre todo en la zona tropical, trabaja, no para ahorrar y
guardar, sino únicamente para tener un pasar en los próximos días. Como siempre
y en cualquier país donde la naturaleza brinda todo lo que se necesita para
vivir, donde los frutos en torno de la casa parecen caer en las manos de la
gente y no hay necesidad de prevenir un invierno riguroso, prodúcese cierta
indiferencia frente a la ganancia y el ahorro; no hay prisa ni en cuanto al
dinero ni en lo que atañe al tiempo. ¿Por qué producir o suministrar alguna
cosa precisamente en el día de hoy? ¿Por qué no hacerlo mañana? -¡Mañana,
mañana!- ¿ Por qué darse prisa en un mundo tan paradisíaco? La puntualidad sólo
reza en ese país, por cuanto toda conferencia o concierto comienza puntualmente
quince o treinta minutos después de la hora fijada; si uno se adapta a ello,
siempre llega a punto y se pone a tono. En ese país la vida misma es más
importante que el tiempo. He oído decir que en el norte, luego de haber
recibido su sueldo, el obrero falta a veces dos o tres días al trabajo. Durante
la última hora cumplió diligente y prestamente cometido y ha ganado lo
suficiente como para vivir modesta, modestísimamente, dos días más sin
trabajar. ¿Para qué trabajar también durante esos dos días? De todos modos,
esos pocos miles de reis no le harán rico; de manera que más vale gozar
tranquila y sosegadamente de esos dos o tres días. Tal vez sea preciso haber
visto la exuberancia del Brasil para comprender eso. Mientras en una llanura
gris y desierta el trabajo constituye el único recurso del hombre contra la
tristeza de la vida, dentro de una naturaleza tan rica, exuberante de frutos y
bienhechora por sus bellezas, la vida no despierta como entre nosotros el
anhelo tan ferviente e intenso de llegar a rico. En la visión del brasileño, la
riqueza no es absolutamente la trabajosa acumulación de dinero ahorrado a costa
de infinitas horas de trabajo, no es el resultado de un impulso frenético y
enervante. La riqueza es cosa con que se sueña, algo que debe
bajar del cielo, y en el Brasil, el cielo queda sustituido en ese caso por la
lotería. La lotería es una de las pocas pasiones visibles de ese pueblo
exteriormente tan tranquilo y, además, la diaria esperanza solidaria de miles
de hombres. La rueda de la fortuna gira ininterrumpidamente, cada día hay un
nuevo sorteo. Dondequiera que se camine o esté, en todos los comercios y en la
misma calle, en el barco y en el tren, le ofrecen a uno billetes de lotería. A
determinada hora de la tarde vese un como conglomerado negro, una multitud de
personas, frente al local de la lotería,. Su expectación está fija en ese
instante en un solo número y una sola cifra. Las capas superiores, a su vez,
juegan en el casino, y cada balneario, casi todo distinguido hotel de lujo,
cuentan con el suyo propio. Hay ahí docenas de Montecarlos y rara vez se ve una
mesa de juego que no esté rodeada por un grupo apretado. Pero eso no es todo. Completando los juegos importados
de Europa, la lotería, el bacará y la ruleta, la población inventó un juego
nacional brasileño propio, el «bicho», que, si bien está severamente prohibido
por el gobierno, se realiza, a pesar de todos los edictos, con la máxima dedicación. Ese «bicho», el juego del animal, tiene un origen y
una historia muy extraños, que por sí solos ya demuestran muy claramente hasta
qué punto la pasión por el azar corresponde al carácter soñador e ingenuo de
ese pueblo. El director del Jardín Zoológico tenía motivos para quejarse de la
poca frecuentación de su establecimiento. Conocedor cabal de su pueblo, tuvo la
gloriosa idea de sortear cada día uno de los animales de su colección, hoy un
oso, mañana un burro, otro día un papagayo o un elefante. El visitante en cuya
tarjeta de entrada figuraba la imagen del animal sorteado recibía un premio
consistente en veinte o veinticinco veces el importe de la entrada. El éxito
deseado no se hizo esperar: durante semanas y semanas, el Jardín Zoológico era
visitadísimo por gente que acudía no tanto para contemplar los animales como
para ganar el premio. Por último, el camino se le antojó a la gente demasiado
largo y fatigoso, y entonces empezaron a jugar particularmente, entre sí,
apostando sobre el animal que ese día resultaría sorteado. Se abrieron pequeños
bancos detrás del mostrador de las fondas y en las esquinas de las calles, que
aceptaban las apuestas y pagaban los premios. Cuando la policía prohibió ese juego, fue acoplado
misteriosamente con el resultado de la lotería diaria, representando cada
número, para el brasileño, un animal determinado. Para sustraer a la policía
toda prueba de delito, se juega en confianza, de buena fe. El banquero no
entrega a sus clientes recibo alguno, pero no se ha conocido ni un solo caso en
que no haya cumplido honradamente su obligación. Este juego, tal vez
precisamente por ser prohibido, alcanzó a todas las capas sociales. Toda la
autoridad, todos los castigos han resultado ineficaces. ¿Para qué sueña el
hombre de noche, si al día siguiente no puede convertir su sueño en cifras y
números, en apuestas al juego del «bicho» o la lotería? Como siempre, las leyes
han resultado ineficaces frente a una verdadera pasión popular, y el brasileño
compensará siempre su falta de codicia con ese sueño cotidiano de una riqueza
repentina. No cabe, pues, discusión. Así como falta mucho todavía
para extraer del suelo brasileño todos sus valores potenciales, así también la
gran masa del Brasil aun no ha dado de sí, al cien por cien, lo que encierra en
cuanto a talento, energía para el trabajo y posibilidades activas. Pero visto
en conjunto y teniendo presentes los impedimentos del clima y la delicada
constitución física, el esfuerzo realizado es sumamente respetable, y, luego de
las experiencias recogidas en los últimos años, se titubea mucho antes de
llamar defecto a la falta eventual de impaciencia e ímpetu, a ese no tener
prisa para progresar. Porque es un problema que va mucho más allá de lo
específicamente brasileño, saber si la vida pacífica que se conforma de buen
grado, tanto de naciones como de individuos, no es acaso más importante que el
dinamismo exagerado, supercaldeado, que impele a la una contra la otra, primero
en la competencia, luego en la guerra, y falta saber también si el aprovechamiento,
al cien por cien, de todas sus energías dinámicas no termina acaso por disecar
y marchitar, con ese doping constante, algo en el terreno psíquico del hombre. Frente a la estadística comercial, a los números
áridos de la balanza económica, hay ahí, a modo de ganancia verdadera, algo
invisible: una humanidad imperturbada, no mutilada, y un contento sereno. La asombrosa sobriedad de la forma de vida caracteriza
a toda la capa inferior de ese país, y es una capa enorme, una masa oscura e
inmensa, que hasta ahora la estadística no ha alcanzado completamente en cuanto
a su número y sus condiciones de vida. El que vive en una de las grandes
ciudades apenas entra en contacto con ella. No está aglomerada como la masa
norteamericana o europea de los desheredados en fábricas y talleres, y en
verdad no puede llamársela proletaria, puesto que estos millones de hombres
ocultos y dispersos por el país carecen de todo contacto entre sí. Los caboclos
del Amazonas, los seringueiros de la selva, los vaqueiros de las pampas, los
indios de la floresta a menudo inaccesible no están reunidos en ninguna parte
en grandes poblaciones fáciles de abarcar, y el extranjero lo mismo que el
brasileño de las grandes ciudades, tiene en realidad escasa nociones de su
existencia. Sólo sabe vagamente que en alguna parte existen esos
millones de hombres y que tanto las necesidades como los recursos de esa masa
inferior, casi íntegramente de color, corresponden al límite más bajo, casi al
punto cero del nivel de vida. Desde hace siglos, las condiciones de vida de
esos descendientes mezclados y remezclados de indios y esclavos no han cambiado
ni mejorado, y sólo muy poco de lo alcanzado por la técnica y sus progresos ha
llegado hasta ellos. La mayoría se construye su morada sin ayuda ajena, una
choza o una casilla de bambú, cubierta de barro y techada con paja. Los vidrios ya constituyen un lujo; un espejo u otro
mueble, aparte de la cama y la mesa, son rarezas en esas taperas del interior
del país. Es verdad que no se paga alquiler por esas moradas de construcción
propia; fuera de las ciudades, el suelo representa cosa tan sin valor que nadie
se tomaría la molestia de exigir el pago de unos cuantos metros cuadrados. En cuanto a la vestimenta, el clima no exige más que
un pantalón de algodón, una camisa y un saco. La misma naturaleza prodiga
bananas, mandioca, ananás y cocos, y es fácil encontrar o criar alguna gallina,
lo mismo que un cerdo. Con ello quedan satisfechas las principales necesidades
del consumo, y sea cual fuere la faena regular o accidental que desempeñe el
hombre, siempre le quedará algo para cigarrillos y las demás necesidades
pequeñas -en verdad mínimas- de su existencia. Hace tiempo que las capas
superiores saben que las condiciones de vida de esa clase inferior, sobre todo en
el norte, no condicen ya con nuestro tiempo y que la pobreza verdaderamente
endémica de regiones enteras debilita a la población, a consecuencia de la
deficiente alimentación, y la torna incapaz para realizar un trabajo normal. De
continuo se aplican y decretan medidas para poner coto a esa pobreza de verdad
extrema. Pero las tarifas de salarios mínimos fijados por el gobierno de
Getulio Vargas no pueden penetrar, a modo de norma, hasta esas regiones del
interior, tan distantes de los ferrocarriles como de las carreteras, como las
selvas de Matto Grosso y Acre. Millones de hombres no han sido alcanzados ni
por un trabajo regularizado, organizado y fiscalizado, ni por la civilización
en general, y pasarán aún años y decenios antes de que sea posible incluirlos
activamente en la vida nacional. El Brasil no utilizó hasta ahora esa amplia y
oscura masa ni como productora ni como consumidora de sus bienes, lo mismo que
no lo ha hecho tampoco con todas las fuerzas de su naturaleza. Esa masa también
representa una de las enormes reservas para el futuro, una de las tantas
energías potenciales aun no transformadas en trabajo, en ese país asombroso. Sobre esa masa amorfa esparcida por el país -en su
mayor parte analfabeta y con un standard de vida próximo al punto cero-, que
hasta ahora no ha contribuido, o sólo lo ha hecho en una medida mínima, a la
cultura, se levanta con fuerte empuje y con creciente influencia la clase media
rural y de los pequeños burgueses: los empleados, los pequeños empresarios, los
comerciantes, los artesanos, los distintos profesionales de las ciudades y de
las haciendas. En esa capa absolutamente racional, la característica
determinada y consciente del brasileño se manifiesta del modo más evidente en
un estilo de vida inconfundiblemente personal, un estilo de vida que no sólo
conserva, conscientemente, gran parte de la vieja tradición colonial, sino que
además la perfecciona de una manera fecunda. No es fácil obtener una visión de
su existencia, pues en su actitud exterior falta toda ostentación; esta clase
vive con absoluta sencillez y sin llamar la atención y, casi diría,
silenciosamente, ya que las tres cuartas partes de su existencia transcurren,
según nuestro viejo estilo europeo, dentro del círculo de la familia. Excepción
hecha de Río de Janeiro y de São Paulo, donde las casas de muchos pisos en
verdad han introducido en nuestros días por primera vez el tipo de
departamento, la casa propia constituye el envoltorio poco o nada llamativo que
encierra al verdadero núcleo de la existencia, el círculo de familia. Se trata
casi siempre de una casa pequeña, de uno o a lo sumo dos pisos, de tres a seis
habitaciones, una casa que, exteriormente, se ajusta a la calle, sin
pretensiones ni ornamentos, y que en su interior está dispuesta con un mobiliario
tan sencillo que no queda espacio para dar fiestas ni recibir huéspedes. Si no
es entre las trescientas o cuatrocientas familias «superiores», no se encuentra
en todo el país un cuadro de valor, una obra de arte siquiera mediocre, o
libros valiosos; en fin, nada de la amplia comodidad del pequeño burgués
europeo. En el Brasil lo que sorprende una y otra vez es la sobriedad. Puesto
que la casa está destinada exclusivamente a la familia, no trata de cegar con
pompa falsa ni con pequeñas suntuosidades. Con excepción de la radio, de la luz
eléctrica y acaso un cuarto de baño, la disposición de la casa no se diferencia
mayormente de la de los tiempos coloniales de los virreyes, al igual que la
forma de vida. Muchos rasgos patriarcales del siglo pasado, que entre nosotros
ha tiempo ya -y uno está por lamentarlo- se han transformado en algo histórico,
siguen conservando en el Brasil todo su rigor. Una voluntad tradicional se
opone conscientemente, sobre todo, a la disolución de la vida familiar y a la
abolición del principio de la patria potestad. Como en las viejas provincias
norteñas de la América del Norte, en el Brasil el concepto más severo del
tiempo colonial sigue surtiendo inconscientemente sus efectos; se descubre que
allí imperan aún los hábitos que, al decir de nuestros padres, se respetaban en
Europa en el ambiente de nuestros abuelos. La familia sigue siendo el sentido
de la vida y el verdadero centro de energías del que todo emana y al que todo
reconduce. Se vive en unión y concordia, durante la semana en el
círculo más estrecho, y los días de fiesta en el círculo más amplio de los
parientes; se determinan en consejo de familia la profesión, el estudio que ha
de seguir cada hijo. Dentro de la familia, el padre, el esposo, continúa siendo
jefe indiscutido de los suyos. Tiene todos los derechos y privilegios, y puede
contar con la obediencia como cosa natural, y, principalmente en los ambientes
rurales, es costumbre, como en los siglos pasados entre nosotros, que los niños
besen la mano del padre en señal de respeto. Nadie discute todavía la
superioridad ni la autoridad del hombre, a quien se conceden muchas cosas
vedadas a la mujer. Aun cuando ésta ya no vive bajo tanto rigor como pocos
decenios atrás, queda, sin embargo, esencialmente reducida a un círculo de
influencia y de acción dentro de la casa. La mujer burguesa casi nunca sale
sola a la calle, y aun yendo acompañada por una amiga, se la tildaría de
incorrecta al verla después del anochecer fuera de casa sin su marido. Por eso,
de noche, las ciudades son parecidas en ello a las de Italia o España,
prácticamente ciudades de hombres. Los hombres ocupan los cafés hasta los
topes, son ellos quienes pasean por los bulevares, y aun en las capitales sería
cosa inimaginable que de noche una mujer o una niña fuera el cinematógrafo sin
ser acompañada por el padre o el hermano. Los movimientos de emancipación y por
los derechos civiles de la mujer aun no han encontrado ambiente en el Brasil, y
hasta las mujeres dedicadas a una profesión, que en comparación con las
entregadas solamente a la casa y a la familia forman una minoría
insignificante, conservan la reserva tradicional. Huelga decir que la posición
de las muchachas es más limitada todavía. El trato amistoso con los jóvenes,
aun de la índole más ingenua, no es habitual hasta ahora, a menos que vaya
unido desde un principio claramente al propósito de formalizar un matrimonio, y
no es posible traducir la palabra flirt al brasileño. Para evitar toda suerte
de complicaciones, la gente suele casarse a edad extraordinariamente temprana;
las niñas de los círculos burgueses, por lo común, a los diecisiete o dieciocho
años, si no antes. Y, generalmente, se desea en el Brasil una pronta y numerosa
descendencia, y no se la teme como en otros países. La mujer, la casa y la familia forman todavía una
intima trabazón, y si no es en actos organizados con fines de beneficencia, las
mujeres no ocupan en ninguna fiesta o ceremonia representativa un primer plano.
Salvo el caso de la amante de don Pedro, la marquesa de Santos, nunca la mujer
ha desempeñado un papel en la vida política del Brasil. Los europeos o
norteamericanos pueden tildar esa situación, jactanciosos, de anticuada, pero
lo cierto es que las innumerables familias que viven en sus casitas,
tranquilas, contentas y sin pretensión de destacarse, constituyen con su forma
de vida sana y normal la auténtica reserva de energías de la nación. Esa clase
media, que pese a su modo de vivir conservador está ansiosa de instruirse y es
progresista, ese humus sólido y sano, provee hoy la generación que empieza a
compartir con las antiguas familias aristocráticas la orientación de la nación,
y, en cierto sentido, Vargas, oriundo del campo y de la clase media, es la
expresión más evidente de esa generación nueva, de empuje fuerte y enérgico y,
sin embargo, a la vez tradicional. Por encima de esa clase, que ya abarca a todo el país,
cuya influencia aumenta constantemente y que representa el nuevo Brasil, se
halla o, mejor dicho, existe invariable la clase antigua y mucho más reducida,
que se estaría dispuesto a llamar aristocrática si en ese país, nuevo y
absolutamente democrático, aquella palabra no indujera a error. Procedente en
parte todavía de la época colonial, en parte sólo venida al país con el rey
Juan de Portugal, esas familia, doble y triplemente emparentadas entre sí -unas
ennoblecidas y otras no-, en realidad, no tuvieron tiempo para tomar la forma
rígida de una casta. Su mancomunidad consistía únicamente en la actitud, en el
modo de vivir y en su cultura, muy evolucionada desde hace generaciones.
Personas que han viajado mucho por Europa o que han sido educadas por
profesores y ayas europeos, en su mayor parte adineradas, o que desempeñan
altas funciones gubernativas, conservaron desde los comienzos del imperio el
contacto espiritual con Europa y cifraron su ambición en representar al Brasil
ante el mundo en el sentido de un carácter culto y progresista. A esos círculos
pertenece la generación de los grandes estadistas como Río Branco, Ruy Barbosa,
Joaquín Nabuco, quienes dentro de la única monarquía de América sabían unir
felizmente el idealismo democrático norteamericano con el liberalismo europeo,
e imponer silenciosa y tenazmente el método de conciliación, de las cortes de
arbitraje y de los convenios que tanto honra a la política brasileña. Aun hoy, la diplomacia está casi exclusivamente
reservada a esos círculos, mientras que el servicio de administración y el
ejército ya empiezan a pasar en mucha mayor medida a manos de la joven clase
burguesa ascendente. Pero su influencia cultural sobre el nivel general de
representación adviértese todavía de modo beneficioso. En su manera de vivir
también falta todo lo que sea ostentación. Habitantes de hermosas residencias
con viejos y magníficos jardines, pero que de ningún modo pretenden hacer las
veces de palacios, y que se encuentran, en su mayor parte, en los barrios
antaño exclusivos de la ciudad, en Tijuca y Laranjeiras o en la rúa Paysandú,
conservan en su cultura hogareña la tradición, y siendo a la vez coleccionistas
de todos los valores artísticos e históricos de su país, representan, por su
apego nacional y su simultánea universalidad espiritual, un tipo de máxima
civilización, que falta casi por completo en los demás países sudamericanos y
que recuerda vivamente al tipo vienés con su amor al arte y su liberalidad
espiritual. Aun esas familias antiguas -un siglo pasa en el Brasil por tiempo
remoto- no han sido desplazadas de su predominio cultural por una aristocracia
nueva de la riqueza, porque, en su mayor parte, son acaudaladas ellas también y
porque las diferencias se confunden en ese país mucho más insensiblemente que
entre nosotros. Lo brasileño ignora lo exclusivo -en ello estriba su
verdadera fuerza- y, lo mismo en la estratificación racial que en la social, el
proceso de asimilación no tiene solución de continuidad. Toda tradición, todo
lo pasado, es allí de duración demasiado corta como para que no se disuelva
fácil y voluntariamente en las formas nuevas de lo brasileño, que sólo están
definiéndose. Puesto que la masa inferior, debido al analfabetismo y
al aislamiento en el espacio, no participa de la constitución de una cultura
típicamente brasileña, recae sobre aquellos dos grupos, tanto en lo productivo
como en el sentido receptivo, toda la participación individual brasileña en la
cultura universal. Para justipreciar debidamente ese esfuerzo especifico,
no hay que olvidar que toda la vida espiritual de esa nación abarca apenas un
siglo y que en los trescientos años anteriores de la colonia fue suprimida
sistemáticamente toda forma del empuje cultural. Hasta el año de 1800, en ese
país, que no tiene permiso para imprimir un diario ni una obra literaria, el
libro constituye una preciosidad, una rareza, y además, generalmente, algo
superfluo, pues seguramente pécase por optimista y no por pesimista cuando se
supone que alrededor del año de 1800 había, entre cien personas, noventa y
nueve analfabetas. Al principio fueron todavía los jesuitas quienes impartían
la enseñanza en sus colegios, donde, desde luego, anteponían la de la religión
a todas las formas de la instrucción universal y contemporánea. Al procederse
en 1765 a su expulsión, queda un vacío absoluto en la instrucción pública. Ni
el Estado ni las municipalidades piensan en instalar escuelas. Un impuesto
especial a los comestibles y las bebidas, ordenado en el año de 1772 por el
marqués de Pombal con el propósito de instalar con su producto escuelas
primarias, no pasa de ser un decreto en el papel. Con la corte portuguesa en
fuga, llega en el año de 1808 la primera verdadera biblioteca al país, y para
prestar a su residencia, aun exteriormente, cierto brillo cultural, el rey
manda llamar sabios y funda academias y una escuela de artes. Pero con ello no se consigue mucho más que una
fachada, un barniz muy delgado; se continúa sin hacer nada en gran escala para
revelar sistemáticamente a las grandes masas el, por supuesto, muy modesto
misterio del leer, escribir y calcular. Sólo en 1823 empiézase, bajo el
imperio, a hacer proyectos para que cada villa ou cidades tuvesse uma escola
pública, cada comarca un liceu, e que se establecessem universidades nos mais
apropiados locais. Pero transcurren cuatro años hasta que en 1827 se establece,
mediante una ley, la exigencia mínima según la cual en cada localidad de alguna
importancia debe existir un colegio primario. Con ello se colocan, por fin, las
bases principales para un progreso que, sin embargo, sólo se efectúa al ritmo
de tortuga. En 1872 se calcula que, dada una población de más de diez millones,
sólo un total de 139.000 niños concurren a las escuelas, y aun en nuestros días
-en 1938- el gobierno se vio todavía frente a la necesidad de nombrar una
comisión especial con encargo de tomar iniciativas para poner fin
definitivamente al analfabetismo. Durante siglos faltaba, pues, para el anhelado
florecimiento de una literatura y poesía propias, el humus adecuado que
propiciase un verdadero crecimiento: un público local. Componer versos y
escribir novelas significaba para el brasileño, hasta hace poco tiempo, un
sacrificio verdadera 200 mente heroico y sin ninguna perspectiva material en
aras del ideal poético, pues, a menos que se pusieran al servicio de la prensa
o de la política, todos los autores trabajaban y hablaban completamente en el
vacío. Las grandes masas no estaban en condiciones de leer sus libros, porque
no sabían leer del todo, y la delgada capa intelectual superior estimaba de
poca importancia encargar un libro brasileño y adquiría sus lecturas de novelas
y versos exclusivamente en París. Sólo en los últimos decenios, la inmigración
de elementos habituados a la cultura y, por lo tanto, ansiosos de ella, así
como la enorme difusión de la instrucción entre la clase media que surge,
produjo en ese sentido un cambio, y la literatura brasileña se abre paso hacia
la literatura universal con toda la impaciencia que sólo conocen las naciones,
largamente contenidas en su progreso. El interés por la producción intelectual
es asombroso. Una librería está junto a la otra, la confección de libros mejora
constantemente en cuanto a la impresión y presentación, y hay obras de
literatura y científicas que ya pueden alcanzar tiradas que un decenio atrás
parecían todavía quimeras. La producción brasileña empieza a superar a la
portuguesa. La creación espiritual y artística ocupa el centro del interés de
toda la nación en mucho mayor grado que entre nosotros, donde el deporte y la
política desvían de idéntico modo fatal la atención de la juventud. El brasileño está de por sí absolutamente interesado
en cuestiones espirituales. Tiene un intelecto ágil, una comprensión fácil, una
naturaleza comunicativa, y, como descendiente de portugueses, le caracteriza el
gusto natural por las bellas formas lingüísticas, que allí se manifiestan como
cortesías exquisitas en las cartas y en el trato reciproco, e inclinan, en la
oratoria, hacia la redundancia. Gusta leer; rara vez se ve al obrero, al
cobrador de tranvía, en un minuto libre, sin un diario en la mano, y pocas
veces se encontrará a un estudiante joven sin un libro. Para esta nueva
generación, la escritura y la lectura no son, como para el europeo, cosa
natural desde siglos, herencia tradicional, sino algo conquistado por ellos
mismos, y aun cifran su orgullo y su alegría en descubrirse a sí mismos y a
toda la literatura universal. No se cae en la exageración cuando se afirma que
en los países sudamericanos, más que en todos los otros, existe todavía cierto
respeto por la labor intelectual, y que la obra contemporánea -gracias al bajo
precio de las ediciones -se difunde más rápida y ampliamente entre el pueblo
que en las naciones supeditadas a las tradiciones. Gracias a la ingénita
propensión del brasileño por las formas delicadas, la poesía ocupó durante
mucho tiempo preeminencia en la literatura nacional. Con los poemas épicos
Uruguay y Marilia iníciase la cultura brasileña del verso, que produce
personalidades verdaderamente destacadas. En este país un lírico puede todavía
lograr verdadera popularidad. En todos los parques encuéntranse, como en los de
Monceau y Luxemburgo, de París, estatuas a los poetas nacionales, y la
población, mejor dicho, el verdadero pueblo, colectando pequeñas monedas de
plata, tributó ese homenaje enternecedor incluso a un poeta en vida, Catullo
Peixão Cearense. Es uno de los últimos países que aun honra a la poesía, y la
Academia Brasileña reúne hoy un número considerable de poetas, que imprimieron
al idioma nuevos matices personales. La prosa, la novela y el cuento tardan más en
emanciparse del ejemplo europeo. Aun el descubrimiento del «buen indio » en los
Guaranís, de José de Alencar, no fue, en el fondo, sino una reimportación de
modelos extranjeros, como Atala, de Chateaubriand, o El último mohicano, de
Fenimore Cooper; sólo son brasileños la temática exterior de sus novelas y el
color histórico, pero no así la actitud psicológica, la atmósfera artística. Sólo en la segunda mitad del siglo diecinueve, el
Brasil penetra con dos figuras verdaderamente representativas, con Machado de
Assis y Euclides da Cunha, en el aula de la literatura universal. Machado de
Assis significa para el Brasil lo que Dickens para Inglaterra y Alfonso Daudet
para Francia. Tiene el don de comprender y presentar a lo vivo los
tipos vivientes que caracterizan su pueblo, su país; es un narrador nato, y una
mezcolanza de fino humor y soberano escepticismo prestan a cada una de sus
novelas un encanto singular. Con su Dom Casmurro, la más popular de sus obras
maestras, creó una figura que es para su país tan inmortal como David
Copperfield para Inglaterra y Tartarín de Tarascón para Francia. Gracias a la nitidez transparente de su prosa y a su
mirada clara y humana, colócase a la altura de los mejores narradores europeos
de su tiempo. En contraste con Machado de Assis, Euclides da Cunha
no era escritor profesional. Su gran epopeya nacional, Los Sertões, ha nacido,
por así decirlo, de una casualidad. Euclides da Cunha, ingeniero de profesión,
había acompañado, como representante del diario «Estado de São Paulo», a una
expedición militar contra los canudos, una secta rebelde en la región salvaje y
sombría del norte. El informe relativo a esa expedición, redactado con
magnífico empuje dramático, adquirió en forma de libro, ampliado, los
caracteres de una exposición psicológica completa de la tierra, el pueblo y el
país brasileños, como desde entonces nunca más se volvió a ensayar ni conseguir
con igual profundidad ni amplitud de visión sociológica. Dentro de la
literatura universal, puede comparársele acaso con los Siete pilares de la
sabiduría, donde Lawrence describe la lucha en el desierto. Esta grandiosa
epopeya, poco conocida en el extranjero, está predestinada a sobrevivir a un
sinnúmero de libros famosos actualmente, gracias a la magnificencia dramática
de su exposición, la riqueza de sus reconocimientos espirituales y el
maravilloso humanismo que lo distingue del principio al fin. Aun cuando la
literatura brasileña registra en sus novelistas y poetas de hoy enormes
progresos en el detalle, en cuanto a la sutileza y a los matices idiomáticos,
ninguna de sus obras, sin embargo, alcanzó a esa cumbre destacadísima. El arte dramático, en cambio, está poco desarrollado
todavía. No se me ha ponderado ningún drama como verdaderamente
notable, y, en la vida pública y social, el arte teatral apenas si desempeña un
papel importante. Este hecho en sí no llama la atención, pues el teatro, como
producto típico de una sociedad uniformemente organizada, es una modalidad del
arte que sólo se puede manifestar, con exclusividad, dentro de una capa
determinada de la sociedad, y en el Brasil tal forma de la sociedad no ha tenido
tiempo aún de desarrollarse. El Brasil no ha pasado por una época isabelina, no ha
tenido una corte como la de Luis XIV, ni una amplia masa burguesa apasionada
por el teatro, como España o Austria. Toda la producción teatral se basaba, hasta muy adelantado
el imperio, exclusivamente en la importación -y, para ser más exacto-, debido a
las distancias enormes, en la importación de compañías y de obras inferiores.
Aun bajo don Pedro no se había hecho una tentativa adecuada para tratar de
fomentar un verdadero teatro nacional, y las primeras compañías que llegaban de
Europa al país incluso trabajaban en idioma español y no en portugués. Hoy,
cuando en las ciudades con centenares de miles de habitantes, y aun con
millones, habría acaso un público bien dispuesto, resulta tal vez demasiado
tarde ya para iniciar algo en ese sentido, debido a la influencia del
cinematógrafo, que todo lo inunda. Es parecida la situación en la música. En ella también
se deja sentir la ausencia de una tradición secular, que hubiera penetrado
profundamente en todas las capas sociales. Faltan los grandes coros educados,
de modo que las mismas obras monumentales de la música, como La Pasión según
San Mateo, los grandes réquiem, la Novena Sinfonía, de Beethoven, los oratorios
de Händel, les son prácticamente desconocidas al gran público. Tanto la ópera
de Río de Janeiro como la de São Paulo basan su repertorio, como hace cincuenta
años, sobre la producción italiana de Verdi y, en el mejor de los casos, de
Puccini. Una obra como
el Tristán, que el emperador don Pedro quiso hacer estrenar, hace casi un
siglo, en Río de Janeiro, ha sido interpretada desde entonces dos o, cuanto
mucho, tres veces, y la música verdaderamente moderna es poco menos que
ignorada. Sólo ahora se han comenzado a formar orquestas sinfónicas, pero sigue
predominando entre el público el gusto por la música ligera, amable. Tanto más sorprende el que ese país haya producido, en
una época en que la educación musical significaba un perfecto heroísmo y una
voluntad de aprender verdaderamente resuelta, un músico al que fue dado un
ruidoso éxito universal: Carlos Gomes. Oriundo de un villorrio del Estado de
São Paulo, donde nació en el año de 1836, integró, a los diez años de edad, una
banda de música. Formóse sin maestro verdadero en un país en donde es tan
difícil obtener una partitura como asistir a una verdadera representación de
ópera, y dio muestras de tal voluntad que a los veinticuatro años ya pudo
presentar una ópera, A noite do Castello. Estrenada en 1861 en Río de Janeiro,
constituye, lo mismo que la que le sigue, un gran éxito nacional. Entonces el
emperador don Pedro se interesa por el músico y le envía a Europa para que
perfeccione sus estudios. En Italia cae en sus manos una traducción italiana de
la novela Guaranís, de su compatriota Alencar, y se apresura a llevarla a casa
de su libretista para decirle que ésa era la obra mediante la cual, como
brasileño, quería presentar al Brasil al mundo. En el año de 1870 estrena esa
ópera en la Scala y logra un éxito sensacional. El maestro Verdi declara haber
encontrado un sucesor digno y, aun en nuestros días, se representa de tarde en
tarde, en los escenarios italianos, Guaranís, que un historiador de la música
llamó la mejor ópera meyerbeeriana, Un típico modelo ejemplar de la gran ópera,
que brinda mucho, y aun demasiado al oído y a la vista, pero no bastante al
alma, melodiosa en su parte lírica, esa obra explica aún hoy el éxito y las
grandes esperanzas que se cifraban en su tiempo en un posterior encumbramiento
de Carlos Gomes, pero precisamente por cuadrar tan excelentemente en la pomposa
época romántica de Meyerbeer, los Guaranís constituyen hoy más un documento de
la historia de la música que una obra de música viva. El aporte típicamente
brasileño a la música universal lo dio, no tanto el italianizante Carlos Gomes
como, sobre todo, Villalobos. Rítmico, enérgico, con marcada voluntad propia,
infunde a cada una de sus obras un colorido que no se halla en ningún otro
compositor, y que, con sus agudos y luego con su triunfal melancolía, refleja
misteriosamente el paisaje y el alma brasileños. Una expresión similar de lo típicamente brasileño
espérase de la pintura de Portinari, el primer pintor brasileño que logró
conquistar en pocos años una posición internacional. Pero, ¡cuántos colores, qué variedad, qué ingentes
deberes felices esperan todavía en ese paisaje magnífico al hombre que haga
conocer al mundo la naturaleza grandiosa de ese país, como Gauguin hizo conocer
la de los mares del Sur y Segantini la de Suiza! ¡Qué posibilidades, qué
perspectivas ábrense a la arquitectura en esas ciudades que crecen con una
rapidez febril y que manifiestan cada vez más resueltamente la voluntad de
formarse, no ya de acuerdo con el molde europeo ni tampoco según el ejemplo
norteamericano, sino conforme a un canon propio. Se ensaya mucho en ese
sentido, y ya se logró también alguna obra decisiva. Las ciencias -una materia que no puedo juzgar ni
abarcar personalmente por falta de conocimientos específicos- procuraron en los
últimos años un progreso asombroso en la representación histórica y económica
del país. Casi todos los documentos y exposiciones anteriores del Brasil fueron
obra de extranjeros. En el siglo dieciséis son el francés Thévet y el alemán
Hans Staden; en el siglo diecisiete, el holandés Berleus; en el dieciocho, el
italiano Antonil, y en el diecinueve, el inglés Southey, el alemán Humboldt, el
francés Debret y el descendiente de alemanes Varnhagen, a quienes se deben las
descripciones genuinamente clásicas de ese país. Pero en los últimos decenios
se han abocado los mismos brasileños a la tarea de hacer comprensible su país y
la historia del mismo en base a concienzudos estudios de las fuentes, y junto
con las publicaciones muy amplias del gobierno central y de los distintos
Estados, esa literatura forma ya toda una biblioteca. En la filosofía debe
registrarse como fenómeno más llamativo el que el positivismo de Augusto Comte
haya producido en el Brasil no sólo una escuela sino también una iglesia; buena
parte de la Constitución brasileña está impregnada de las fórmulas y conceptos
del filósofo francés, que en el Brasil tuvo mucha mayor influencia sobre la
vida real que en su propia patria. En el campo de la técnica, por su parte, es
sobre todo el aeronauta Santos Dumont, quien conquistó gloria imperecedera,
gracias a su primer vuelo alrededor de la torre Eiffel y los tipos de aviones
que construyó, con una osadía y energía que significaron el primer impulso
decisivo para el éxito. Aun cuando se sigue discutiendo hasta la fecha sobre si
fue él o si fueron los hermanos Wright quienes por primera vez realizaron el
vuelo humano en un avión más pesado que el aire, esta discusión significa, en
realidad, nada más que una tentativa para establecer si Santos Dumont ocupa el
primerísimo o, en el peor de los casos, el segundo lugar dentro del campo de
esa hazaña, la más destacada y heroica de nuestro mundo moderno, y ello ya
basta para grabar su nombre por los tiempos de los tiempos en los anales de la
historia. Su propia vida es de por sí una magnífica epopeya de la audacia y de
la abnegación, y tan inolvidables como su hazaña técnica serán los actos de su
humanitarismo, aquellas dos cartas desesperadas que dirigió a la Liga de las
Naciones para que ésta prohibiera de una vez por todas el empleo de aviones
para el lanzamiento de bombas y otras crueldades en la guerra. Con sólo esas
dos cartas, que proclamaban y defendían ante el mundo entero el espíritu
humanitario de su patria, su figura se ha asegurado para siempre contra todo
olvido ingrato. Con tal que se coloquen en la balanza los números
adecuados, el esfuerzo cultural del Brasil resulta hoy extraordinario. Pero sólo se calcula debidamente cuando no se fija la
edad cultural de ese país en cuatrocientos cincuenta años, ni el número de sus
habitantes en cincuenta millones. Porque el Brasil no cuenta desde su
independencia sino poco más de cien años, exactamente ciento dieciocho años, y
en cuanto a su población, de ésta sólo hay en la actualidad unos siete u ocho
millones que participen de un modo práctico en las condiciones modernas de
vida. De igual modo, toda comparación con Europa conduciría a nada. Europa
tiene infinitamente más tradición y menos porvenir, el Brasil menos historia y
más futuro; todo lo realizado es en ese país nada más que parte de lo que esta
por realizarse; mucho de lo que un fondo de siglos otorga a Europa como cosa
natural, debe edificarse todavía en el Brasil: los museos, las bibliotecas y la
organización amplia de la instrucción pública. El joven artista, el joven
escritor, el joven hombre de ciencia y el estudiante tropiezan en el Brasil con
cien veces más dificultades que quienes pueden recurrir a los institutos de
enseñanza mejor dotados y organizados de los Estados Unidos de América para
adueñarse de una visión amplia de la respectiva materia y de conocimientos
universales. En muchos casos se siente todavía cierta estrechez y, por otra
parte, un distanciamiento de los esfuerzos más actuales de nuestro tiempo. Aun el Brasil no está desarrollado conforme a sus propias
proporciones, aun el brasileño tendrá la sensación de que la permanencia
durante un año en Norteamérica o Europa constituye el adecuado tramo último de
sus estudios, y pese a todas nuestras locuras, el Brasil ha de recibir todavía
impulso y aliciente de nuestro mundo viejo. Pero, a la inversa, el europeo que llega al Brasil
para permanecer allí un tiempo más o menos largo, puede aprender muchas cosas
en ese país. Se encuentra en él con otra sensación del espacio, con otra
sensación del tiempo. El grado de tensión de la atmósfera es menor, los hombres
son más amables, los contrastes menos vehementes, la naturaleza es más próxima,
el tiempo no tan saturado, las energías no están tendidas y comprometidas al
extremo. Se vive más pacífica y, por lo tanto, más humanamente; no tan
mecanizados, no tan estandarizados como en Norteamérica; no tan supersensibles
y envenenados, políticamente, como en Europa. Habiendo más espacio en torno del
hombre, el uno no se codea tan impacientemente con el otro. Teniendo este país
un futuro, la atmósfera es más despreocupada y el individuo está menos agobiado
y excitado. Es un buen país para gente de edad, que ya ha visto gran parte de
este mundo y anhela ahora tranquilidad y recogimiento en un paisaje hermoso y
pacífico para reflexionar y aprovechar todo lo que ha experimentado. Y es un país maravilloso para la gente joven, que
desea aportar sus energías todavía no aprovechadas a un mundo no cansado hasta
ahora, que aun puede adaptarse totalmente y a gusto para colaborar en su desarrollo
y progreso. Pocos o ninguno de los que han llegado a ese país en los últimos
decenios, procedentes de Europa, han regresado a su país de origen. Los mismos
pueblos que allende el océano se combaten insensatamente han encontrado en el
Brasil una patria común de paz. Y en el caso -¡tal el consuelo más feliz para
muchos momentos de nuestra desesperación!- de que la civilización de nuestro
mundo viejo, efectivamente, se derrumbara en esta lucha suicida, sabemos que en
el Brasil se está gestando otra nueva, dispuesta a dar nueva realidad a todo lo
que entre nosotros anhelaban y soñaban vanamente las más nobles generaciones
espirituales: una cultura humana y pacífica. RÍO DE JANEIRO LA ENTRADA Muy de madrugada, todos los pasajeros, llevando
prismáticos y máquinas fotográficas, aguardan con impaciencia, agolpados a la
borda; ninguno de ellos quiere dejar de ver la célebre entrada a Río de
Janeiro, por más veces que la haya admirado. Pero todavía no se ve sino el
brillo del mar, azul y metálico, como desde hace muchos días: monotonía sedante
y que cansa. Y, sin embargo, sentimos que nos aproximamos a la costa;
respiramos la tierra cercana antes de verla, pues el aire se torna de repente
húmedo y suave, acariciándonos la boca y las manos, y un perfume misterioso
llega hasta nosotros imperceptiblemente; perfume preparado en el fondo de la
inmensa selva con el hálito de las plantas y la humedad de los cálices, esas
indescriptibles exhalaciones de las regiones tropicales, cálidas, bochornosas y
en fermentación, que nos embriagan y nos cansan de un modo delicioso. Ahora, por fin, una silueta a lo lejos: en lontananza
una cadena de montañas perfilase vagamente, como unas nubes, sobre el cielo
límpido y, en la medida que el vapor se va aproximando, los contornos resaltan
más nítidos: es la serie de montañas que con los brazos abiertos protege la
bahía de Guanabara, una de las más grandes del mundo. Esta bahía, con sus
muchos recodos y promontorios, es tan ancha y tan ensenada que todas las
embarcaciones de todas las naciones cabrían en ella, una junto a otra, y en el
interior de esta gigantesca concha abierta, hállanse diseminadas, cual perlas,
numerosísimas islas, cada una de las cuales es de forma y de color distintos.
Unas emergen grises y uniformes del mar de color amatista; vistas de lejos,
semejan unas ballenas por la desnudez y la tersura de sus lomos. Otras son de
forma oblonga, pedregosas y cubiertas de tubérculos como la piel de cocodrilo;
otras: están pobladas, otras convertidas en fortalezas; y otras parecidas a
unos jardines flotantes con palmeras y vergeles; y mientras admiramos con
curiosidad, a través de unos prismáticos, la insospechada multiplicidad de sus
formas, cobran plasticidad las montañas del fondo, cada una de ellas, también,
de figura particular. Allí están los montes: uno, sin árboles; otro, cubierto
de una envoltura de verdes palmeras; otro, peñascoso; y otro, ceñido con un
resplandeciente cinturón de casas y jardines, como si la naturaleza, escultora
atrevida, hubiera tratado de colocar, una al lado de otra, todas las formas
existentes en este mundo, y por eso la fantasía popular dio nombres de este
mundo a las figuras pétreas y montañosas -la Viuda, el Corcovado, el Perro, los
Dedos de Dios-, llamando Pan de Azúcar a la más sobresaliente de ellas, la que
se eleva frente a la ciudad con repentino empinamiento, cual la estatua de la
Libertad a la entrada de Nueva York, como símbolo antiquísimo e inamovible de
la ciudad. Mas a todos esos monolitos y montes les domina el Corcovado, el jefe
de la tribu de gigantes, que alza sobre Río de Janeiro una cruz gigantesca (que
de noche se ilumina con luz eléctrica) para la bendición, como un sacerdote
alza la Custodia sobre un grupo de gente arrodillada. Ahora, finalmente, luego de haber atravesado el laberinto
de islas, divisamos la ciudad. Pero no la divisamos de una vez. Este panorama
de edificios no se puede abrazar de una ojeada como los de Nápoles, de Argel o
de Marsella, que se ofrecen en forma de anfiteatro abierto con gradas de
piedra: Río de Janeiro se abre como un abanico, una imagen después de otra, un
sector después de otro, una perspectiva después de otra, y esto es lo que da su
carácter dramático a la entrada, tan abundante en sorpresas. Cada una de las
ensenadas pobladas, cuya suma forma la playa, se halla aislada por cadenas de
montañas, que son como las varillas del abanico que separan las imágenes a la
par que las reúnen. Surge, por fin, la playa, de hermosa curvatura. ¡Qué
aspecto más encantador! Un paseo costanero, ancho, siempre cubierto de espuma
de olas, con casas y chalets y jardines, y ahora ya se distinguen bien el hotel
de gran lujo y los chalets, rodeados de parques y trepando por las colinas.
Pero nos hemos equivocado; aquello no es más que la playa de Copacabana, una de
las más hermosas del mundo, y Copacabana es un arrabal nuevo de Río de Janeiro,
y no la ciudad propiamente dicha. Aun hay que doblar el Pan de Azúcar, que
quita la vista: sólo entonces vemos la ciudad dentro de la bahía, esa ciudad
blanca y compacta, mirando al mar y fundiéndose indistintamente en las alturas
vestidas de verde. Vemos los jardines, recién plantados junto al mar, y el
aeródromo, que se acaban de ganar al océano: no tardaremos en desembarcar y
satisfacer nuestra impaciencia. ¡Otra vez estamos equivocados! Ésta es la bahía
de Botafogo y de Flamengo; tenemos que seguir adelante, abriendo otro pliegue
de este abanico divino, reluciente con todos los colores imaginables, al pasar
por delante de la isla de la Marina y aquella otra, pequeña, con el palacio de
estilo ojival, donde el emperador Pedro ofreció, sin sospechar nada, su último
sarao, dos días antes de su destronamiento. Sólo ahora nos saludan los rascacielos, que forman una
compacta mole vertical; sólo ahora se echan de ver los diques, y el vapor puede
atracar al desembarcadero, y estamos en la América del Sur, en el Brasil, en la
ciudad más hermosa del mundo. Esta entrada a Río de Janeiro, que dura una hora,
depara emociones extraordinarias, únicas, sólo comparables a las que causa
Nueva York. Pero el saludo de Nueva York es más austero, más enérgico: sus
cubos blancos como el hielo y puestos unos sobre otros, producen la, impresión
de un fiord nórdico. Manhattan es un saludo varonil, heroico; la empinada
voluntad humana de América: explosión única de energías concentradas. Río de
Janeiro no se empina ante el forastero, sino que se extiende abriendo sus
brazos muelles, brazos de mujer: Río de Janeiro recibe al forastero, lo atrae
hacia sí, entregándose con cierta voluptuosidad a la vista. Aquí todo es armonía: la ciudad, el mar, el verdor y
las montañas, todo se confunde armoniosamente; ni los rascacielos, ni las
embarcaciones, ni las multicolores luminiscencias publicitarias constituyen
estorbo alguno; y esa armonía se repite en acordes cada vez más diferentes:
esta ciudad, vista desde las colinas, es distinta de la misma ciudad vista
desde el mar, pero en todas sus partes predomina la armonía, multiplicidad
resuelta que siempre vuelve a formar una perfecta unidad: la naturaleza hecha
una ciudad, y una ciudad que impresiona como la naturaleza. Y del mismo modo
ambiguo, inagotable, grandioso y liberal que nos recibe, sabe retenernos; desde
la hora de la entrada sabemos que la vista no se cansará y que los sentidos no
se hartarán de esta ciudad sin par. Más breve, pero, acaso, más perturbadora aún es la
impresión que se recibe llegando en avión a la ciudad. En tal caso se obtiene
por primera vez una visión completa de la disposición verdadera de Río, se ve
cómo está tendida en la falda de las montañas, que la vigilan; cómo, por así
decirlo, se va diluyendo en el paisaje. Se va planeando sobre montañas y más
montañas y de repente se abarca la amplitud de la bahía que encierra a esa
perla blanca en su gigantesca concha azul. Se ven las diagonales tajantes, como trazadas a
cuchillo, de las avenidas que la atraviesan, la playa resplandeciente, no más
ancha que la piel blanca que cubre una naranja dorada, y luego, esparciéndose
hasta muy tierra adentro, las manchas blancas de los chalets y casas, y todo
esto destacando sobre un doble azul: el cielo límpido y acerado y el agua que
lo refleja. Y cuando el avión toma una curva, es como si las sierras
desapareciesen de pronto, y entonces es la ciudad, con sus casas albas, la que
saluda como una sola pared blanca de piedra, y ya se distingue la cinta movida
de los autos que recorren las avenidas costaneras, los bañistas en el mar, se
percibe la vida que le espera a uno y los colores que deslumbran al que llega.
Y una, dos, tres veces más, el avión va perdiendo altura hasta casi tocar el
tejado del monasterio de Sanl Benito. Luego rechinan las ruedas, se aterriza en
suelo firme, en la tierra más bella del mundo. LA CIUDAD En el año de 1552, casi cuatro siglos atrás, Tomé de
Sousa escribió, al llegar a Río de Janeiro: Tudo é graça que dela se pode
dizer. Es prácticamente imposible expresarse mejor que ese rudo guerrero. La
belleza de esa ciudad, de ese paisaje, en rigor, difícilmente puede
reproducirse. Se resiste a la palabra, se resiste a la fotografía, porque es
demasiado heterogénea, imposible de abarcar, inagotable en exceso; ni siquiera
un pintor que deseara representar el conjunto de Río con sus mil colores y
escenas podría dar cima a su obra en lo que dura una vida entera. Porque la
naturaleza aglomeró allí, en un capricho único de prodigalidad y en reducido
espacio, todos los elementos de la belleza del paisaje que de ordinario
distribuye parcamente entre países enteros, uno acá y otro allá. Está aquí el mar, pero el mar en todas sus formas y
colores, trayendo en la playa de Copacabana verde espuma de la lejanía infinita
del océano Atlántico, asaltando en Gávea furiosamente esta o aquella roca, y
luego, en Niteroi, plegándose nuevamente calmoso y azul a la arena llana de la
playa o envolviendo tiernamente las islas. Hay ahí montañas, pero cada cima,
cada pendiente tiene otra forma, escarpada, gris y rocosa la una, cubierta de
verdor y suave la otra, empinado, puntiagudo el Pan de Azúcar, y como achatada
con un martillo gigantesco la altura de Gávea, dentellada y desgarrada la
sierra de Orgãos. Cada una conserva obstinadamente su forma, sin que por ello
dejen de unirse en un círculo fraternal. He aquí lagos corno el de Rodrigo de
Freitas y el de Tijuca, cuyas aguas reflejan las montañas, el paisaje y, a la
vez, los focos eléctricos de la ciudad; he aquí las cataratas que se precipitan
frescas y espumosas desde las rocas; he aquí ríos y arroyos, el agua en todas
sus formas y aspectos. La vegetación presenta ahí todos los colores, la selva
con sus lianas exuberantes y su maleza impenetrable llega hasta casi junto a la
ciudad; hay ahí parques y cuidados jardines que reúnen toda suerte de árboles,
frutas y arbustos del trópico en un aparente caos y, sin embargo, en sabio
orden. Por doquier, la naturaleza es exuberante y, no
obstante, armoniosa, y en medio de la naturaleza hállase la misma ciudad, un
bosque pétreo, con sus rascacielos y palacetes, sus avenidas y plazas y
callejuelas de un colorido oriental, con sus ranchos de negros y ministerios
gigantescos, sus playas y casinos. Un todo a la vez, una ciudad de lujo, un
puerto, un emporio comercial, una ciudad de turismo, industrial y de
funcionarios. Y por encima de todo eso, un cielo bienaventurado, de un azul
oscuro de día, como una enorme tienda, y de noche sembrado de estrellas
meridionales. Dondequiera que se dirija la mirada en Río, siempre se deleita
con algo nuevo. No hay ciudad más hermosa en la Tierra -no me
desmentirá quienquiera que la haya visto una vez-, ni ciudad más insondable ni
más inabarcable. No se termina nunca de conocerla a fondo. El mismo mar trazó
las líneas de la playa en un extraño zigzag, y la montaña arrojó al espacio de
su desarrollo abruptas pendientes. En todas partes tropiézase con esquinas y
curvas, todas las calles se cruzan en forma irregular, y se pierde de continuo
la orientación. Cuando se cree haber llegado a un final, se tropieza con un
nuevo comienzo, cuando se acaba de dejar una bahía para penetrar en el corazón
de la ciudad, llégase sorprendido a otra ensenada. En cada camino descúbrese
algo nuevo: una perspectiva sorprende, entre las colinas, una plazoleta. que
parece yacer olvidada, desde los tiempos coloniales, un canal entre doble
hilera de palmeras, un mercado, un jardín, una favela. En lugares por los que
se ha pasado cien veces, se descubre, al entrar por equivocación en una calle
adyacente, un mundo nuevo: es como si uno se hallase sobre un disco giratorio
que le coloca ininterrumpidamente frente a otras perspectivas. A ello se agrega
el que la ciudad se modifica de año en año, y aun de mes en mes, con una
rapidez asombrosa. El que haya estado ausente de Río por espacio de algunos
años necesita bastante tiempo para volver a orientarse. Se propone uno escalar
un otero, para contemplar una vez más los viejos barrios románticos de la
ciudad, y no los halla; fueron simplemente arrasados y cruza el mismo lugar un
bulevar imponente, flanqueado a diestro y siniestro por casas de doce pisos. Donde una roca cerraba el paso, hay ahora un túnel;
donde el mar llegaba confidente hasta la playa, adelanta ahora un aeropuerto su
construcción aguas adentro, donde tres meses atrás se pisaba todavía la arena
suave y solitaria de una playa distante, levántase ahora un barrio de chalets;
todo eso se opera allí con la rapidez de un ensueño. En todas partes acontece
algo, en todas partes hay color, luz y movimiento, nada se repite, nada hace
juego y, sin embargo, todo armoniza. El recorrer las calles -que en otras
ciudades no conduce a nada ni es casi posible ya- constituye en Río todavía un
placer y un diario goce de descubrimientos. Dondequiera que uno se halle,
siempre se ofrece a su mirada un deleite. Se visita a un amigo y se mira, por
casualidad, a través de una ventana del sexto piso: amplia y majestuosa como
jamás se la ha visto, tiéndese la bahía con sus islas relumbrantes y los
vapores que se deslizan. En esa misma casa se entra en una habitación que da a
los fondos y ya desapareció el mar y tiénese enfrente, en cambio, la cruz
iluminada del Corcovado y los bultos oscuros de las sierras. A horas de
distancia brillan las luces de la calle y al mismo tiempo vese, inclinado sobre
la barandilla del balcón, a los pies, un rancherío de negros con sus chozas y
luces abigarradas. Quiere uno dirigirse al centro de la ciudad y debe cruzar
una montaña; a cada instante ruégase al amigo que conduce el coche que lo
detenga para que no se pierda otra y otra vista sorprendentes. Quiere uno
llegar hasta un suburbio, para contemplar allí las tenduchas multicolores, y
encuéntrase de improviso entre feudales palacetes con jardines seculares. Se
sube en el tranvía de Santa Teresa a la colina, para estar en medio de la
naturaleza solitaria, y se da impensadamente con un acueducto del siglo XVIII,
y unos pocos minutos después con todo un grupo de empinadas casas de departamentos.
En un cuarto de hora puede pasarse de la brillante costa del mar a la cumbre de
una montaña, en cinco minutos puede pasarse de un mundo de lujo a la pobreza
más primitiva de unas chozas de barro, y luego en seguida, nuevamente, al medio
del fárrago cosmopolita de relumbrantes. cafés y entre un torbellino de automóviles. Todo se
entrecruza allí, se confunde, se mezcla, pobre y rico, viejo y nuevo, paisaje y
civilización, chozas y rascacielos, negros y blancos. carretas anticuadas y
automóviles, playa y roca, vegetación y asfalto. Y todo esto brilla y
resplandece en los mismos colores deslumbrantes y saturados, hermoso lo uno y
lo otro, todo entremezclado y fascinador. No se cansa uno nunca, jamás se
harta. Nunca se termina de abarcar el perfil entero de la ciudad, pues tiene
ella docenas, no, centenares de perfiles. Desde cada ángulo, desde cada lado,
desde cada perspectiva se presenta de otro modo, es distinta de adentro que de
afuera, desde arriba que desde abajo, desde la montaña, el mar, la calle, el
avión, la barca, distinta desde cada casa, y aun desde cada piso y cada
habitación de esa misma casa. Cuando se sale de Río, se tiene la impresión de que en
las demás ciudades los colores carecen de luminosidad, la gente en la calle se
le antoja monótona, la vida demasiado ordenada, demasiado uniforme. Todo parece
luego desencantado, sombreado, en comparación con esa embriaguez de colores y
formas, después de la divina variedad de esa ciudad. Se puede vivir en Río como se quiera. La idea de ser
rico es más seductora allí, como lo es la de vivir en uno de esos palacetes de
ensueño, rodeados de parques en los oteros de Tijuca, y, sin embargo, es allí
al mismo tiempo más fácil ser pobre que en cualquier otra metrópolis. El mar
está abierto a los bañistas, la belleza al alcance de toda mirada, las pequeñas
necesidades de la vida son baratas, la gente es amable, y es inconmensurable la
multitud de las pequeñas sorpresas diarias que dan la felicidad, sin que se
conozca la causa. Algo tierno y de distensión flota en la atmósfera, algo que
tiene por consecuencia que el individuo sea menos combativo y acaso también
menos enérgico. Mirando y gozando, siempre el hombre es allí el beneficiado, e
inconscientemente recíbese de ese paisaje, como de todo lo bello y sin par en
la tierra, un misterioso consuelo. De noche, con sus millones de estrellas y
luces, de día, con sus colores claros y penetrantes, cálidos y agudos, en el
crepúsculo con sus tenues nieblas y juegos de nubes, en su bochorno fragante y
bajo sus aguaceros tropicales, esa ciudad es siempre encantadora. Cuanto más
tiempo se la conoce, tanto más se la quiere, y, sin embargo, cuanto más tiempo
se la conoce, tanto menos puede describírsela. EL RÍO DE JANEIRO ANTIGUO Para comprender cabalmente una ciudad, una obra de
arte, una persona, preciso es conocer su pasado, la historia de su vida, su
desarrollo. Por eso, mi primer camino en cada nueva ciudad que visito me lleva
hasta los fundamentos sobre los que se levanta, para comprender el hoy a través
del ayer. Era lo más natural, pues, que en Río visitase en primer lugar el
Morro do Castelo, la colina histórica donde cuatro siglos atrás se
atrincheraron los franceses y donde los portugueses, en su victorioso avance,
colocaron luego la verdadera piedra fundamental de la ciudad. Pero la búsqueda
fue infructuosa. La histórica colina ha sido arrasada. No subsiste de
ella ni una sola piedra, ni un solo terrón. El terreno ha tiempo ya ha sido
nivelado, y anchas calles cruzan el suelo aplanado. ¡Extraño fenómeno! El viejo
Río de Janeiro ha desaparecido y el nuevo se levanta sobre un suelo
completamente distinto del de la ciudad de los siglos dieciséis y diecisiete. Donde hoy pasan las calles asfaltadas, no había
originariamente más que pantanos cruzados por arroyos, insanos e inhabitables,
y los primeros moradores se habían refugiado en las colinas. Sólo poco a poco
pudo arrebatarse el terreno a los pantanos y al mar, desecando el suelo entre
las montañas, cubriendo los arroyos y canalizándolos, adelantando al mismo
tiempo la ciudad cada vez más en dirección a la bahía, rellenando las orillas.
Luego cayeron los oteros que entorpecían el tránsito. De esta manera, la ciudad
íntegra, en verdad, se dio vuelta en el curso de trescientos años, y todo o
casi todo lo histórico ha caído víctima de esa transformación impaciente. No significa ello una gran pérdida, pues en los siglos
dieciséis y diecisiete y hasta muy adelantado el siglo dieciocho, Bahía fue la
capital del Brasil, y Río era demasiado pobre, demasiado insignificante como para
que allí se levantasen construcciones artísticas y palacios lujosos. Aun cuando
a principios del siglo diecinueve la corte portuguesa estableció en Río su
residencia, los huéspedes involuntarios no encontraron alojamiento digno. De
esta suerte, todo lo histórico data pues, cuando mucho, de los tiempos
coloniales, y una casa de ciento cincuenta años de edad ya goza en esa ciudad
(al contrario de lo que ocurre en Bahía) de veneración. De ese tiempo colonial,
su estilo y sus formas de vida obtiénese más fácilmente una idea en las pocas
calles próximas a la Alfandenga, cuya genuinidad no ha sufrido alteración
todavía. Son típicamente portuguesas, y su modestia causa una impresión
realmente grata. Sus casas, de uno o dos pisos, otrora seguramente pintadas con
varios colores, no tienen más adorno que el encaje de hierro bellamente forjado
de sus balcones; venidas a menos, después de su distinción de otro tiempo,
sirven ahora casi exclusivamente de asiento para pequeñas tiendas. En el piso
bajo están los comercios, los armazens con sus depósitos, y puede verse desde
afuera la mercadería apilada, y generalmente aun se la huele a alguna
distancia; pues esas callejuelas en las inmediaciones del puerto, las últimas
que quedan aún de los tiempos de la colonia sin haber sufrido transformación,
despiden un olor cálido y grasiento de pescado, frutas y verduras. No hace
falta recurrir a las excelentes descripciones que da Luis Edmundo en su libro
sobre el Río del tiempo de los virreyes para barruntar cuán terriblemente apestados
y sofocantes deben haber sido esos pasajes estrechos en una época en que los
hombres compartían con el ganado el uso de aquellas vías y no se observaban
todavía ni aun las más primitivas leyes de la higiene. Los pocos edificios
públicos del tiempo colonial, los caserones y cuarteles, fueron levantados a
toda prisa, con poco dinero, sin plano ni ambición, y representan, en el mejor
de los casos, copias baratas de sus similares portugueses. Todo lamento
sentimental por la desaparición del «Río antiguo» es, pues, en verdad, cosa
únicamente de unos pocos ancianos, que con ello deploran, inconscientemente, su
propia juventud marchita. En puridad de verdad, Río no ha perdido gran cosa con
lo que removió. De todo cuanto dejó la época colonial, sólo unas pocas
iglesias, sobre todo la magníficamente situada de Nuestra Señora de la Gloria
del Otero y la de San Francisco, así como el acueducto con sus líneas de nobles
curvas, merecen ser conservados, aparte acaso de alguna que otra de esas
callejuelas estrechas, dignas de perdurar como símbolo de aquellos tiempos.
Porque, como monumento de su pasado, queda, el testimonio imperecedero de la
iglesia y el convento de San Benito. Esa iglesia de San Benito se sustrajo a la mutación de
los siglos atrincherándose solitaria y valientemente desde el primer día en un
otero; de tal suerte ese edificio, cuya construcción se inició en el año de
1589, se conservó como único monumento imponente del siglo dieciséis, y no se
olvide: una obra de arte del siglo dieciséis, representa para el Nuevo Mundo,
en cuanto a edad, tanto como para nosotros el Partenón y las Pirámides.
Solitaria en su colina, sin que los edificios altos a su pie atajen su vista,
mirando libremente hacia todos los lados, significa un trozo magnífico de
belleza y quietud en medio de esa ciudad de empuje inquieto y de colores y
ruidos estridentes. En este solo punto el tiempo se ha detenido en Río; sólo
aquí su impaciente voluntad de renovación no ha conseguido modificar cosa
alguna. La calle vieja y escabrosa que conduce a la colina es la misma aún que
tres siglos atrás subían los peregrinos, y desde la misma terraza que antes
ofrecía el espectáculo de ver atracar los galeones y veleros portugueses, se ve
ahora arribar los paquebotes que siguen, lenta y majestuosamente su ruta. Desde afuera, San Benito y su monasterio adyacente no
brindan un aspecto particularmente imponente ni extraordinario. Es una sólida y ancha fábrica con pesadas torres
redondas; el monasterio se parece, por su forma cuadrada, más bien a una fortaleza,
y en tiempo de guerra, efectivamente, ha servido a tal fin. Sin hacerse grandes
ilusiones, traspásanse las pesadas puertas artísticamente labradas. Pero,
apenas se penetra en el interior, el visitante queda deslumbrado. Acaba de
estar ante la intensa luz meridional de Río, y ahora le rodea a uno un
resplandor color de miel, una luz débil, extrañamente atenuada, como la de una
puesta de sol en medio de la niebla. No se distinguen contornos; el espacio y la forma se
diluyen en esa neblina luminosa. Sólo entonces se advierte que ese resplandor
proviene del oro que ilumina todas las paredes por igual. Pero no es el timbre
de color alto, ruidoso, chillón, del metal dorado, sino un esplendor tenue, se
estaría por decir silencioso, que cubre los pilares y los paneles como una
pátina. Todas las líneas y todas las superficies se confunden de este modo,
delicada y suavemente, y, unidas a la luz del día que penetra a través de unas
claraboyas, producen ese brillo flotante que recorre la amplia nave como un
velo vaporoso. Poco a poco el ojo se habitúa y consigue percibir tal
o cual detalle. Entonces se reconoce que lo que en nuestras iglesias está
formado de piedra, metal y mármol -las balaustradas talladas, los paneles, los
adornos- aquí está hecho de madera del país; pero esta madera se halla no se
sabría decir si pintada o cubierta de una delgada capa de oro, de una capa tan
delgada y aplicada con tanto arte que reproduce suavemente y sin llamar la
atención toda curva, toda insinuación, atenuando de manera admirable lo
ensortijado del barroco. Sin ser comparable, en originalidad y magnificencia, a
las grandes catedrales europeas, los artistas que hicieron San Benito
consiguieron algo único: un modo feliz y original de dominar la materia, una
armonía absoluta dentro de ese crepúsculo de oro, que es inolvidable. Y ese
carácter gratamente medido predomina también en el convento, con sus amplios
pasillos pavimentados, sus pesadas puertas negras de madera, la biblioteca
bellamente proporcionada, el claustro aislado. Se atraviesa esas galerías
frescas, protegidas por gruesos muros contra el ruido y las voces, como una
época lejana. Uno olvida que está en un mundo meridional, más allá del ecuador
y bajo otras constelaciones. Se podría creer que se halla soñoliento en algún convento
de benedictinos en Suiza o Alemania, en uno de esos antiquísimos refugios de
los bibliófilos. De repente, junto a una ventana, la vista recuerda del
modo más espléndido el lugar en que uno se encuentra: con sus rascacielos y
palacios, con sus calles repletas, tiéndese la gran superficie de un mar de
casas de una metrópolis moderna bajo la verde vigilancia de sus montañas. En la
profundidad, yace la bahía con sus buques e islas y centellea el mar tropical. No hay lugar en Río, por apartado y solitario que sea,
desde el que no se distinga esa duplicidad incomparable de ciudad y paisaje, de
lo transitorio y lo eterno. Este monasterio, y otro más, en la colina de San
Francisco, es lo que Río de Janciro ha salvado de su pasado. Es su diploma de
nobleza, que confirma la antigüedad y distinción de su cultura. Aunque todo lo
mezquino y pobre de su tiempo colonial siga desmoronándose y desapareciendo,
aunque la ciudad en su inquietud se modifique de año en año, ese esplendor
áureo brillará a través de los tiempos. PASEO POR LA CIUDAD Todo camino arranca en Río de la avenida Río Branco. Es -o, mejor dicho, era- el orgullo de la ciudad. Hace
unos cuarenta años, apoderóse de Río la ambición de emular a las grandes
ciudades europeas y de disponer de un gran bulevar, una calle principal
representativa en el corazón de la urbe. Y puesto que, como todas las ciudades
meridionales, soñaba con trocarse en un nuevo París, sintióse tentado a imitar
el ejemplo del bulevar Haussmann, que el gran prefecto de París había trazado
con osada línea ancha, geométricamente derecha, a través del anterior caos de
viejas calles revesadas. Pero el proyecto de esa avenida, de lujo ya se creía
atrevido, tomando la medida de los bulevares europeos y adoptando un ancho de
treinta y tres metros. Los brasileños de la vieja generación, los cariocas de
arraigo, acostumbrados a los estrechos y sombreados pasajes coloniales,
meneaban, sin embargo, la y explicaban que esa anchura desmedida era en extremo
atrevida. Pero el proyecto se impuso. Construyóse en uno de los extremos de la
avenida un magnífico teatro, muy al estilo de la ópera de París, la Biblioteca
Nacional, el museo, el hotel de lujo de entonces, para señalar la nueva calle
desde un principio como centro espiritual y cultural, e incluso se osó levantar
edificios de seis pisos, que miraban orgullosos sobre los tejados bajos de los
palacios y palacetes más antiguos. Adornáronse has aceras con mosaicos blancos y negros
asfaltóse la calzada, y las casas de comercio y los clubes se apresuraron a
adaptar sus anchos y bellos frentes al estilo de la arquitectura moderna a la
sazón. Resultó, en verdad, una calle hermosa, y los
brasileños podían decirse orgullosos que era digna de figurar al lado de los
famosos bulevares europeos. Pero en América, ese continente que progresa con una
vehemencia muy propia, siempre resulta error y modestia fatal el pensar y
calcular en medidas europeas. El tiempo y el espacio tienen allende el océano
una distinta medida dinámica. Allí todas las cosas evolucionan más de prisa, pero,
en verdad, también envejecen con mayor rapidez. Por eso, debido al crecimiento
tropical de Río y al tránsito que se desarrolla de un modo fantástico, ya hoy
la avenida Río Branco es demasiado estrecha, continuamente atascada por la
procesión de los autos, que sólo pueden avanzar al paso, aparte de que retumba
de ruido, está repleta de gente y siempre queda disminuida en su anchura por
los vallados avanzados de constantes reconstrucciones. Porque ya los edificios
magníficos de 1910 no parecen bastante grandiosos y atrevidos; el hotel de lujo
de antes está condenado a desaparecer, y existe el propósito de levantar en su
mismo solar un edificio de treinta y dos pisos. Las casas de seis pisos, o
levantan otros más o son transformadas por completo; lo que treinta años atrás
todavía parecía imponente y aun monstruoso, impresiona hoy como cosa pequeña,
anticuada y pasada de moda, en cuanto al estilo. El teatro Municipal,
completamente arrinconado en la sombra, no puede desplegar más sus proporciones,
el Museo de Bellas Artes y la Biblioteca Nacional han perdido su superioridad,
y tal como acontece con los bulevares del centro de París, con la
Friedrichstrasse de Berlín y el Regent Street de Londres, los comercios de lujo
empiezan a retirarse de esa agitación desenfrenada hacia calles adyacentes, más
sosegadas. La avenida de lujo no es hoy mucho más que la vía obligada de
tránsito y paso, sin rasgo propio y sin personalidad artística; precisamente el
carácter que se había pensado darle, el de la distinción, se ha perdido, porque
hoy únicamente procura servir a la época, y, sin embargo, ya no está a la
altura de ella. Para poder desplegar enteramente todo su ritmo, la
ciudad tenía necesidad de avenidas nuevas y más anchas, y las crea, en su
constante sofocación, con resuelta energía. A diestro y siniestro -los
proyectos son verdaderamente grandiosos en su osadía-, Río va abriendo siempre
de dentro a fuera, libertándose, nuevas avenidas, arrasando manzanas enteras de
edificios tal como una locomotora en plena marcha empuja y levanta una hoja de
papel. Se quitan de en medio colinas enteras, se entregan manzanas íntegras al
pico demoledor, atraviésanse rocas perforando túneles, ábrense anchas vías de
comunicación que suben serpentinas asfaltadas hacia las colinas. Una
administración previsora reconoció en buena hora que para nada sirve hacer
economía de espacio, elevando los edificios más altos, si al mismo tiempo la
ciudad se vierte, como una cacerola cuyo contenido se derrama, invadiendo cada
vez mayores franjas de la zona rural. Las antiguas calles principales, la rúa da Carioca, do
Catete y Laranjeiras y las que comunican con Tijuca y Meyer, traban el tránsito
más de lo que le sirven, y para llegar de los nuevos barrios residenciales al
centro de la ciudad se necesita, en automóvil, media hora y aun más. Había,
pues, que ganar espacio a todo trance, y la parte que en ese sentido resultó
más complaciente, más accesible, fue el mar. Quitar, mediante rellenos, a una
bahía que se prolonga por millas y millas, una franja de doscientos y aun
quinientos metros, significaba no quitarle gran cosa al mar inconmensurable,
pero ganar muchísimo para la ciudad. De este modo surgieron los grandes
bulevares costaneros que hoy forman el marco del cuadro y que, abriendo la vista
al mar y al paisaje circundante, adornados con árboles y jardines, recompensan
con sus formas de constante variedad al Río moderno, con una belleza nueva, la
pérdida de su romanticismo antiguo. Impresionan como el margen blanco de un
libro alrededor del texto impreso. Cada página de ese libro, que se diría
abierto por Dios, manifiesta otra hermosura y uno no se cansa de hojearlas una
y otra vez. Gracias a la bizarra formación con que el mar penetra
con cinco o seis ensenadas en la ciudad, el aspecto se presenta en cada curva
más variado. Es verdad que Río sólo se puede comparar con un abanico pintado,
cada una de cuyas partes contiene un dibujo peculiar, en tanto que sólo el
abanico totalmente desplegado presenta el panorama completo. El que recorre esas avenidas costaneras en automóvil
-o a pie, si está dispuesto a marchar horas enteras-, pasa, en realidad, por
seis o siete u ocho ciudades completamente distintas. A la izquierda de la avenida Río Branco parten todas
las calles que dan al puerto y con ello a la parte comercial de la ciudad. Aquí
atracan los grandes transatlánticos, de aquí parten los ferryboats que
comunican con las islas, aquí el mercado, abigarradamente luminoso, se llena de
flores y frutas, aquí espera el aeropuerto con sus golondrinas plateadas, aquí
se agrupan los diques, los arsenales y los cuarteles de la marina; formando un
grupo nuevo y orgulloso, levántase aquí el bloque poderoso de los ministerios
reunidos, edificios de doce, catorce y aun dieciséis pisos y de estilo
modernísimo. De acuerdo con un plano atrevido, puede, decirse que
allí casi toda la administración de un país enorme se halla condensada como en
un solo bloque erguido. Pero aun cuando el puerto, el centro comercial y
administrativo, tiene unos matices de más colorido que en otras ciudades, la
fisonomía de lo moderno no deja por ello de impresionar allí como cosa
internacional. Aun no se ha advertido la belleza urbana peculiar, personal, de
Río de Janeiro, que no radica ni en lo útil ni en lo histórico, sino en el arte
incomparable con que la ciudad trata de resolver armoniosamente todos los
contrastes. La preciosa cadena de los bulevares costaneros,
resplandeciente de noche con mil perlas de luz, en realidad sólo comienza en el
extremo de la avenida Río Branco la plaza París, de la que parte, es algo como
un broche artístico. El nombre de la plaza París no ha sido elegido al. azar.
Los urbanistas franceses, que trazaron su plano, pensaban, sin duda, en la
plaza de la Concordia, tal como de noche resplandece con sus lámparas de arco.
Pero esta plaza París tiene, además, la vista sobre la bahía con las islas y
montañas al frente, de modo que el lujo urbano se mezcla en un cuadro
inolvidable con la prodigalidad de la naturaleza. Entre el azul del mar y las
blancas hileras de casas corre una ancha franja verde, y el cielo descansa
abierto sobre las copas de los árboles de ese parque por el que pasan
disparando automóviles y autobuses verdes, azules, rojos y amarillos, como
fieras embravecidas, sin que su velocidad ni su estrépito confundan los
sentidos, según acontece en otras calles. Allí la mirada puede descansar y
admirar lo que le place. La animada línea de los palacios y hoteles, la bahía
abierta con su borde blanco de Niteroi, los barcos y ferry-boats, o en la
colina, por encima de las casas, la antigua, noble y blanca, Iglesia de Nuestra
Señora de la Gloria, destacando sobre las pendientes más abruptas de la
montaña, que, ella cual un telón de fondo, se yergue a mayor distancia. Ya esa primera mirada cree haber abarcado toda la
visión panorámica, y, sin embargo, ¡cuán. poco ha alcanzado todavía, cuánto le
espera aún! Después de la plaza París, la calle se estrecha y se acerca más al
mar, desembocando en la playa Flamengo. Allí estaban antes las viejas
residencias que miraban, en medio de jardines, modestamente, desde un primer o
segundo piso sobre la playa. Pero tal lugar, con esa vista libre y la brisa
refrescante, era demasiado costoso. Ahora los edificios se yerguen en un frente
de cemento hasta once y doce pisos, y las gigantescas palmeras que antaño
protegían los techos de las casas antiguas, apenas llegan hasta el pecho de las
construcciones nuevas. La vista sobre la bahía se reduce poco a poco, pues
enfrente se levanta petulante -adornado de noche con una corona de luces- el
Pan de Azúcar, una mole impresionante, que guarda la entrada a la bahía y ante
la cual toda embarcación debe pasar humildemente para poder penetrar en el
puerto. Y otra curva más y se entra en otra bahía, la de Botafogo. Ya la vista
no se tiende amplia y libre; se cree estar junto a un lago rodeado de montañas,
entre montañas y oteros diferentes- de los que se acaban de dejar detrás de sí,
pues forma parte del misterio del paisaje de Río el que las montañas, debido a
su configuración irregular, ofrecen desde cada ángulo una silueta distinta. Lo
que visto desde Botafogo impresiona como algo abrupto, es suave si se mira
desde Flamengo; una superficie de un otero está cubierta de bosque, y la otra
es roca viva, en tanto que en la tercera se levantan casas hasta en la cima.
Del mismo modo, la bahía modifica sus curvas en cada recodo, debido al
incesante zigzag de su trazado. En esa ciudad de la variedad, el mismo mar, y
una misma montaña impresionan siempre de modo nuevo y sorprendente, en virtud
de la variedad indescriptible de las perspectivas. En vez de hallar alguna cosa nueva, se descubre todo
una y otra vez de nuevo. Dos cuadras más y se está inesperadamente en otra
ensenada, la Praia Vermelha, que está tan escondida en una garganta estrecha
entre dos cerros, tan a trasmano de los barrios residenciales, que necesítanse
semanas enteras para hallarla. Y, de repente, todo cambia otra vez de aspecto.
Desaparecida la ciudad, perdida la vista de la bahía. No hay allí casas de
lujo, ni tránsito, fiebre, sino únicamente olas y rocas, playa y silencio.
Involuntariamente, sobreviene la sensación de que se ha llegado al fin de la
ruta, al extremo de la ciudad. Pero, en verdad, sólo se ha llegado a un nuevo
comienzo, a uno de los tantos principios con que esa ciudad se presenta,
siempre sorprendente. Basta recorrer dos calles y atravesar un túnel horadado
en la roca y de repente se está en la playa de Copacabana, que es, más que Niza
y más que Miami, tal vez la playa más hermosa del mundo. Por increíble que ello
parezca, lo cierto es que, después de esos cinco minutos de paseo de Río a Río,
se está frente a un mar completamente distinto, en otra atmósfera, en otra
temperatura, como si se hubiera hecho un viaje de varias horas. Y, en efecto,
lo que se ha visto en la avenida Beiramar es otro mar, ya que no es sino el
agua de una bahía completamente cerrada. Es el mar, sí, pero un mar dominado,
encadenado, debilitado, que ya no tiene fuerzas para levantar olas furiosas y
que, pese a su gran amplitud y extensión, ya no consigue producir un verdadero
flujo y reflujo. En Copacabana, en cambio, la frente batida por el viento está
repentinamente ante el Atlántico, y se sabe y se siente que a una distancia de
miles de millas, hasta África y Europa, no se tiende más que ese mar inmenso.
Poderosas, levantando espuma verde, las ondas -tiro de Poseidón- arremeten con
las crines blancas de sus corceles marinos contra la inmensamente ancha playa
resplandeciente. El trueno retumba en los oídos, y es tan fuerte el embate, tan
potente el aliento del gigante atlántico, que el aire y agua pulverizados
desprenden yodo y sal. Tan rica es en ozono, que muchas personas habituadas a
la atmósfera, por lo demás suave y un poco pesada, no soportan la permanencia
en esa playa eternamente estrepitosa, en esa llovizna incesante. ¡Pero cómo
refresca, por eso mismo! Al cabo de cinco minutos de viaje se está en un
ambiente con cuatro o cinco grados menos de temperatura, y éste es también uno
de los cien misterios de esa ciudad, que sólo conoce quien ha vivido largo
tiempo en ella, y es que las temperaturas cambian allí sensiblemente de esquina
a esquina. En un mismo barrio, la calle del fondo puede ser más calurosa que la
del frente, la de la izquierda, más azotada por los vientos, y la de la derecha
en calma, y todo ello sólo porque se tienden en un ángulo determinado con
respecto al aire del mar o porque, por otra parte, un cerro cierra el paso a
esa brisa. Así, por ejemplo, el primer tramo de Copacabana, llamado Leme, no es
tan popular ni tan elegante y de tanto valor, a pesar de que se halla a sólo un
kilómetro de distancia del resto de la avenida Atlántica y, en apariencia,
tiene el mismo frente al mar. La avenida Atlántica, el frente de Copacabana, es
una playa de lujo. Allí se levanta un hotel famoso, allí están los obligados
cafés con orquesta cíngara, un casino y un paseo ancho; tiene además sus
hábitos propios y, por lo tanto, no muy brasileños. Sólo aquí se ven, como en
los lugares de veraneo europeos y norteamericanos, muchachas vestidas con pantalón
y hombres con camisa de deporte, sin americana. La gente se sienta allí en los
cafés y restaurantes al aire libre. No hay allí comercios ni camiones, pues esa
playa sólo quiere estar reservada al lujo, la diversión, el deporte, los
paseos, los colores, al placer del cuerpo y en particular al de los ojos. Es,
en último análisis, la cabina de lujo para el baño gigantesco en esa playa
enorme, que en muchos días reúne cien mil personas, sin por ello aparecer
atestada. A veces se tiene la impresión de que esa playa no forma parte, en
verdad, de la ciudad y que, de manera parecida a lo que aconteció en Niza, pero
en dimensiones mucho más grandiosas, fue anexada a una ciudad trabajadora,
activa, de un millón de habitantes, a beneficio de los extranjeros y de las
personas de vida fastuosa, y que sólo poco a poco penetró y se refundió con la
vida, con el organismo de la urbe. Veinte años atrás, efectivamente, sólo unas
pocas casitas modestas osaban levantarse sobre las dunas. Pero desde que se
descubrió el amor al aire, al sol, al agua y las nuevas velocidades del
automóvil, levantáronse en Copacabana, con asombrosa rapidez, barrios enteros.
Hoy se va a Copacabana con la misma naturalidad con que en Viena se va al
Prater o en París al Bois, que otrora significaban una excursión y poco menos
que todo un viaje. Si Copacabana no es el corazón, es, por así decirlo, el
pulmón a través del que Río respira. Pero con toda su belleza, una cosa es
simbólica: sentado o de pie junto a esa playa, se da prácticamente la espalda al
Brasil. Porque esa avenida mira -verdad que por sobre todo un
océano- a Europa. Es tan neoeuropea como treinta años fue europea la avenida
Río Branco, y es típico que gustan más vivir en la avenida Atlántica los
extranjeros y viajeros que los verdaderos cariocas, quienes ahí tienen más la
sensación de estar de visita que en su propia casa. Y una curva más -aquí debe detenerse el peatón, es
demasiado ya para una sola jornada-, y se cree uno transportado en alas
mágicas, repentinamente, a Suiza. Allá, a pocos metros de la playa, tiéndese un
lago, el lago de Freitas, enmarcado completamente por cerros. Con rapidez
verdaderamente siniestra, una novísima ciudad de chalets se recostó sobre sus
márgenes llanas, pero en lo alto los cerros la vigilan y, de noche, sus
contornos oscuros se reflejan mágicamente en el espejo negro de sus aguas. Pero
no nos detengamos. Baste una mirada sobre ese lago alpino en medio de una
metrópoli, al que desde lo alto contemplan despreocupadamente románticas chozas
de negros. Otra extensa playa más, la de Ipanema, y otra más, la de Leblón,
donde tanto las casas como las palmeras del bulevar son flamantes aún. Sólo
después, la avenida se aproxima al mar abierto, y toma el nombre de Niemeyer. Abierta en la roca viva, como la Corniche de la
Riviera, muy junto a la playa, cada vez más abrupta y rocosa, mira sobre el
mar, que allí se muestra más peligroso y agitado. Pero a la derecha, los cerros
tranquilizan al transeúnte y le ofrecen protección. Descienden cubiertos de
verde matorral, palmeras y bananos. Es un viaje lleno de variaciones, hasta que
cerca de Joa se llega a un otero que brinda descanso y una amplia vista.
Abierta la bahía con sus islas y rocas, desarrollado el panorama de las
montañas lejanas, desaparecida la ciudad detrás de esa abigarrada decoración,
se ha llegado al campo abierto, al término del viaje. Pero, ¿hasta cuándo será
ello verdad? ¿Un año más? ¿Un decenio más? Ya en la ensenada próxima, en la
playa de Tijuca, divídense los terrenos en lotes; donde la arena penetra blanda
y blanca en los zapatos del viandante, pronto un nuevo paredón de casas se
opondrá al mar. ¿Quién puede decir dónde Río terminará?, ¿dónde se detiene en
verdad? Y otra vez una curva, y otra vez un mundo nuevo, El auto asciende en
curvas empinadas la montaña; se pasa un cuarto de hora en la selva virgen;
raras veces. una casa, cuando mucho unas pocas chozas, medio cubiertas por
palmeras, moradas de negros. Ya se empieza a olvidar que no se ha emprendido
más que un paseo de una hora dentro de los limites de la ciudad, y se tiene la
sensación de haberse alejado en ese término millas y más millas. Pero, de
pronto, en una vuelta del camino, se mira hacia abajo, y he aquí de nuevo la
ciudad. Se tiende de modo muy distinto, porque se la ve desde otro lado, se la
reconoce y, sin embargo, no se la reconoce. Y sea cual fuere el camino que se
siga, ascendiendo más aún hasta la Vista Chinesca, la Mesa del Emperador o
volviendo hacia Tijuca, ese viejo barrio, de residencias aristocráticas, en
todas partes las perspectivas se desplazan. Un aparato fotográfico necesitaría
diez docenas de películas para registrar siquiera los aspectos más
sorprendentes. Y luego se entra de nuevo en la ciudad, no se sabe desde qué
dirección y en qué dirección -uno no se orienta ni aun después de meses de
permanencia-, y se encuentran nuevos bulevares, como el de Mangue, guarnecido
de palmeras, se pasa a lo largo del Jardín Botánico o se cruza la plaza de la
República, que más que plaza es un parque. En una o dos horas se ha dado la
vuelta, no sólo a una ciudad, sino a un mundo, y ligeramente mareado, vuélvese
al medio del tumulto multicolor de los hombres y de los negocios. Una de esas
calles meridionales recuerda la Cannebière, de Marsella, otra, que asciende por
una colina, evoca Nápoles, los mil cafés, con los hombres que charlan
despreocupadamente, recuerdan Barcelona o Roma, los cines, con su propaganda y
los rascacielos, Nueva York. Se cree estar a un mismo tiempo en todas partes,
y, sin embargo, por esa armonía singular sábese que se está en Río. LAS CALLEJUELAS Los grandes bulevares son lo nuevo, lo grandioso de
Río; pocos hay en el mundo que puedan comparárseles en magnificencia de trazado
y belleza de paisaje. Pero son rutas de tránsito, calles de exhibición, calles
modernas, internacionales, y yo prefiero a su magnificencia deslumbrante las
callejuelas anónimas en las que nadie se fija, por las que se puede transitar
sin saber adónde se va, que encantan incesantemente con pequeñas gracias
naturales, meridionales, y que impresionan tanto más románticamente cuanto más
pobres, más primitivas y más humildes son. Aun las más pobres -y precisamente
éstas- están llenas de color, de vida y de aspectos variados. Uno no se cansa
de contemplarlas. No hay en ellas nada especialmente dispuesto para atraer la
atención del forastero, nada digno de fotografiarse, y su encanto no reside en
la arquitectura ni en la estructura, sino, bien al contrario, en la confusión
animada, en lo accidental, que hace a cada calleja atractiva, y a cada una de
ellas en un sentido distinto. Los paseos, que constituyen un viejo placer mío, se
han convertido en Río, para mí, en verdadero vicio; ¡cuántas veces he salido
para dar un paseo de un cuarto de hora y, seducido de una callejuela tras otra,
he regresado a las cuatro horas, sin recordar el recorrido o siquiera un solo
nombre en esa ciudad de los descubrimientos y encantos eternos! Y, sin embargo,
nunca tuve la sensación de haber perdido o desperdiciado el tiempo. Vagar por las estrechas callejuelas de Río equivale a
retroceder en el tiempo. Hállase uno en un mundo de la colonia, donde todo
estaba a mano, próximo, abierto todavía, donde aun no se precipitaban los
automóviles ni relampagueaban las señales luminosas para dirigir el tránsito,
donde aun se marchaba a paso lento, sin buscar mucho más que la sombra que hace
más grata la caminata. Aun las calles más distinguidas eran estrechas en
aquellos tiempos; puede comprobarse aun hoy en la rúa Ouvidor, la antigua calle
de los comercios distinguidos. Está prohibido el tránsito de vehículos en ella
-como, a ciertas horas, en la calle Florida, de Buenos Aires-, ni podrían ellos
tampoco avanzar, pues durante el día se abre paso allí una multitud abigarrada;
todo buen carioca la cruza diariamente unas cuantas veces; es el gran paseo, el
punto de reunión. Hombro a hombro, tan denso y animado, que apenas puede
distinguirse una pulgada del piso, camina, charla, va y viene un gentío
constantemente renovado, y la ausencia del ruido de los automóviles, infernal
en otros puntos, convierte a ese corso en un placer inagotable. Pero sigo luego
a derecha o izquierda por calles y callejuelas, no vale la pena inquirir sus
nombres, ya que es imposible retenerlos. Largas y estrechas, se cruzan y
entrecruzan constantemente, y acá o allá pasa otra más ancha, con ruidosos
tranvías -cada coche sobrecargado- o automóviles estridentes; ninguna se
caracteriza por una arquitectura sobresaliente, las casas no tienen, por lo
común, más de un piso, sin adornos, y en su planta baja hay una tienda abierta.
Pero precisamente el hecho de que ni puertas ni vidrios impiden que se vea
desde la calle el interior de las tiendas, convierte a cada uno de sus
comercios en un cuadro de género. Allí hay, sentado en un rincón, un zapatero
con sus tres oficiales clavando unas suelas; aquí, una verdulería con una
corona de bananas que circunda como una naturaleza muerta toda la puerta;
cuelgan cebollas en largas ristras, melones muestran los colores de sus carnes,
amontónanse tomates en montículos rojos. Al lado, una farmacia, una droguería;
brillan cien botellas; más allá, una vinería; luego, un barbero que enjabona al
cliente; un cestero remendando el asiento de una silla. Allí trabaja el
carpintero; aquí opera un carnicero; en el patio, las mujeres lavan y retuercen
la ropa; una tienda, cubierta de mil números, invita a probar suerte en la
lotería; el notario redacta sus escritos en el despacho abierto, casi en plena
calle. Aquí se puede ver cómo se está haciendo todo, y donde se ve un pueblo
dedicado a sus tareas, vése su vida verdadera, Se ve cómo la gente vive, se ve
la sencilla cama de hierro detrás del taller, separada sólo por una cortina, se
ve a la gente comer, se ve cómo emplea todas sus horas. Nada permanece oculto,
disimulado, nada está mecanizado ni estandarizado ¡Y cuánto hay que ver allí,
cuanto, pues en el Brasil aun prosigue inconmovible el viejo trabajo manual,
que en Europa y Norteamérica se extingue paulatinamente! Durante un paseo
pueden aprenderse todos los oficios, con sólo mirar -todo es allí tan magníficamente
falto de misterio y al mismo tiempo tan maravillosamente abigarrado- aquí, el
negro; allá, el blanco, y más. allá el mestizo, y todos vestidos con trajes
claros, y las mujeres con vestidos de todos los colores, y todo ello brillando
con diez veces más intensidad bajo el esplendor radiante de un sol intenso. Y luego, los cafés, ¿Cuántos cafés? ¿Quién los puede
contar? En cada esquina hay uno, y hay en ellos un incesante vaivén hasta muy
avanzada la noche. Entonces brillan y centellean, en contraste con la oscuridad
profunda de las casas, esos locales sombreados como cavernas iluminadas,
animados hasta altas horas de la noche, pues en esa ciudad, de vitalidad
extrema, la vida prosigue sin tregua, y a las cinco de la mañana ya pueden
verse los primeros bañistas en la playa. ¡Cuánta vida hay en esas mil
callejuelas y cuánta vida por venir, en formación! En todas partes niños, niños
de distintos colores y mezclas, y ese tumulto de colores y movimiento -eso es
lo típicamente brasileño- aparece a la vez amortiguado por una quieta
amabilidad, una coexistencia afable. Dondequiera que se pasee, hasta en los
barrios más pobres y abandonados, se encuentra siempre la misma cortesía. Aun
allá donde las casas ceden lugar a chozas y las callejas se pierden entre rocas
y vegetación, sigue teniéndose la sensación de que los hombres, gracias a una
sobriedad innata, se conforman incluso con ese mínimo de bienestar. Y de rato en rato, nuevos descubrimientos. Aquí, de
repente, una plaza del tiempo colonial con palacios distinguidos y grandes
parques cerrados; allá, un mercado, cuya abundancia evoca cuadros holandeses,
en tanto que lo vivo de sus colores hace pensar en van Gogh y Cézanne; más
allá, inesperadamente, un trozo del puerto con soñolientas barcas pesqueras y
un olor penetrante de algas; Luego, un parque que no se conocía o, a la sombra
de un edificio alto, unas cuantas casuchas en ruinas, o, de pronto, una iglesia
vieja. Hay callejuelas que terminan repentinamente, obligando
a trepar por unas rocas. Quiere uno asistir a una fiesta suburbana, y de
repente se halla -dos cuadras antes de llegar a su destino- en medio de un
barrio de lujo. Piensa uno dirigirse a la estación del ferrocarril y se halla
de pronto en medio del parque imperial. Nada hace juego, y no obstante,
armoniza todo; pásase de sorpresa en sorpresa, pero nunca se acaba uno de
cansar. Vagar, ambular y descubrir cosas nuevas, ese placer que, entre todas
las ciudades de Europa, París fue la última en brindarme, en Río volví a
encontrarlo en la forma más seductora. EL ARTE DE LOS CONTRASTES Para causar sensación, una ciudad debe entrañar
fuertes tensiones opuestas. Una ciudad nada más que moderna resulta monótona, y
una ciudad atrasada nos será molesta al cabo de algún tiempo. Una ciudad
proletaria nos deprime, y una localidad de lujo no tarda en contagiarnos el
tedio y el aburrimiento. Mientras más capas posee una ciudad, y más matices
presenta la escala de sus contrastes, mas atrae al extraño, y esto es lo que
ocurre en Río de Janeiro. Allí media una distancia enorme entre los extremos y,
no obstante, llegan a :formar una armonía peculiar. La riqueza no es allí
provocativa; las casas aristocráticas, instaladas con un gusto admirable, no
ostentan fachadas llamativas. Están diseminadas entre los árboles, con jardines
amenos y lagos, tienen un mobiliario seleccionado, en la mayoría de los casos
de estilo brasileño antiguo, y puesto que no asombran con suntuosidad urbana
sino que están en íntimo contacto con la naturaleza, impresionan como algo que
ha crecido orgánicamente, y no como cosa que se exhibe con orgullo. A decir
verdad, hay que buscar esas casas; pero si se tiene la satisfacción de ser
recibido en una de ellas, los ojos no se cansan de admirarlo todo, pues, desde
cada una de las habitaciones, la mirada puede recrearse en el paisaje a través
de las puertas abiertas. En los jardines, estanques artificiales reflejan
glorietas chinas; terrazas abiertas, con ladrillos frescos y viejos azulejos
portugueses, ofrecen a la vez oportunidad para percibir el aliento suave de las
flores y los árboles y protegen contra el embate violento de la luz. Nada aquí
está sobrecargado ni es provocativo, porque la riqueza está generalmente en
manos de las familias antiguas, educadas en la civilización y tradición;
coleccionan, sobre todo, las antiguas obras de arte colonial, cuadros y libros
de su propio país. Por eso no se produce aquí la impresión, tan a menudo hasta
desagradable, de lo recolectado y amontonado sin selección. Precisamente en
esas residencias feudales acaba de comprenderse el origen primitivo de la
cultura brasileña. Pero, a sólo dos pasos de la salida cubierta de grava
seleccionada, se encuentra acaso un barrio de negros o de pobres, rodeados por
la misma vegetación, bañado por el mismo sol, y sin que se molesten mutuamente;
en cierto sentido, la fuerza de trabazón de la naturaleza, si no suprime el
contraste, por lo menos lo suaviza, y esa permanente y delicada gradación de
las diferencia se me antoja lo más característico de Río de Janeiro. El
rascacielos y la choza, las avenidas deslumbrantes y las callejuelas angostas,
de casas bajas, la playa llana y las montañas que yerguen altivas sus cabezas,
todo eso más parece completarse que hostilizarse. De ese modo, la vida da allí cabida más fácilmente a
todas las formas sociales: se puede tomar un sorbete en una confitería con aire
acondicionado, a precios que hacen pensar en Nueva York, y a la vuelta de la
esquina, no pocas veces hasta en la misma casa, se sirven helados por unas
pocas monedas. Vistiendo un mismo traje de hilo claro, puede irse en
un auto de lujo o entre los obreros en un coche de tranvía. Nada se hostiga, y la misma cortesía encuéntrase entre
los lustrabotas y los aristócratas, por ser aquélla el elemento que liga
armoniosamente a todas las capas sociales. Lo que en otras partes se aísla
hostil o desconfiadamente, se combina espontáneo en Río. ¡Cuantas razas tan
sólo en las calles! El negro senegalés con la chaqueta rota y el europeo
vistiendo traje de corte impecable, los indios con su mirada grave y su pelo
negro lustroso; y entre unos y otros los cien mil matices de la mezcla de todos
los pueblos y naciones. Pero todo esto no está, como en Nueva York y en otras
ciudades, dividido en barrios; aquí, los negros; allí, los blancos; en una
parte, los mestizos; en otra, los italianos, y en otra más los brasileños o los
japoneses. No, todo se confunde en las calles, alegremente, y, gracias a la
multitud de fisonomías distintas, la calle se transforma en un cuadro en
constante mutación. ¡Qué arte de disminuir las tensiones sin, por ello,
destruirlas! ¡De conservar la multiplicidad sin el menor deseo de poner orden
en ella y de organizarla por la fuerza! Que se siga cultivando tal arte en esa
ciudad; que no se deje arrastrar por el delirio geométrico de las avenidas,
rectilíneas, de las intersecciones exactas, por ese ideal tan feo de
convertirse en tableros que persiguen las modernas ciudades del ritmo
acelerado, que, a favor de la línea recta y de la monotonía de las formas,
oprimen lo que siempre es lo incomparable de cualquier ciudad: sus sorpresas,
sus peculiaridades, sus angulosidades, y, sobre todo, sus contrastes, esos
contrastes entre lo moderno y lo antiguo, entre la ciudad y la naturaleza,
entre los pobres y los ricos, entre la laboriosidad y la holgazanería, cuya
solución armoniosa, única en el mundo, se goza libremente en Río de Janeiro. UNAS CUANTAS COSAS QUE TAL VEZ MAÑANA YA HABRÁN
DESAPARECIDO Algunas de las cosas singulares que dan a Río su
carácter policromo y pintoresco, es verdad, ya están amenazadas. Sobre todo las
favelas, las zonas pobres en el corazón de la ciudad, ¿las veremos todavía de
aquí a unos cuantos años? Los brasileños no gustan hablar de ellas, y, desde el
punto de vista social e higiénico, constituyen, desde luego, un atraso en medio
de la ciudad que brilla de limpieza y que, gracias a un servicio higiénico
ejemplar, exterminó en cuatro lustros y por completo la fiebre amarilla, que
antes había sido endémica en ella. Pero las favelas constituyen un tono de
color peculiar en medio de ese cuadro caleidoscópico, y habría que conservar
siquiera una de esas estrellitas en el mosaico de la ciudad, porque representan
un pedazo de naturaleza humana dentro de la civilización. Esas favelas tienen su historia propia. Los negros,
que en parte viven de emolumentos muy reducidos, no podían sufragar el gasto
del alquiler de un departamento en la ciudad; por otra parte, el diario
traslado desde las afueras hasta el lugar de trabajo significa un doble viaje y
el gasto del pasaje. Por eso se procuraron en las colinas y rocas, en medio
de la ciudad, a las que no conducen caminos ni senderos, un lugar cualquiera
donde edificaron una casucha o choza, sin averiguar quiénes eran los
propietarios de esos terrenos. Para levantar semejantes mocambos no hacen falta
arquitectos. Se toman unas cañas de bambú que se clavan en el suelo. Rellénanse
los espacios entre las cañas con barro amasado a mano. Se pisotea el suelo hasta dejarlo liso. Se cubre el
techo con una especie de junco o paja. Y ya está lista la construcción. No necesita ventanas; bastan unas chapas de cine,
recogidas en cualquier parte del puerto. Una cortina hecha de una bolsa vieja
cubre la entrada, que en todo caso se adorna con listones sacados de un cajón
vacío, y he aquí la misma choza que siglos atrás los antepasados construyeron
en la aldea brasileña o africana. El mobiliario no es, por supuesto, muy
abundante: una mesa de construcción casera, una cama, unas pocas sillas y unos
cromos de revistas viejas en las paredes. Huelga decir que esas moradas carecen
de muchas comodidades modernas. El agua, por ejemplo, hay que subirla a pulso
desde la fuente que está al pie de la colina y de un sendero abierto en la roca
o en el barro. Ininterrumpidamente, como una cadena sin fin, ascienden mujeres y
niños, llevando el precioso líquido en vasijas que balancean sobre la cabeza;
mas esas vasijas no son de barro -que así costarían demasiado-, sino hechas de
viejas latas de kerosene. La luz eléctrica tampoco llega hasta esas chozas, que
de noche sólo hacen guiños con pequeñas luces de petróleo a través de la
maleza. Y siempre el caminito escarpado, que pasa sobre gradas
y piedras y escaleras, muchas veces peligroso y rara vez limpio, ya que entre
las chozas pululan los más diversos animales: cabras y gatos esqueléticos,
perros sarnosos y magras gallinas; las aguas servidas corren y gotean sucias y
sin cesar entre las rocas. A cinco minutos de distancia de una playa de lujo o
de una avenida, uno cree hallarse en medio de un pueblo de la selva de
Polinesia o en una aldea africana. Se ha visto el extremo de lo primitivo, la
forma ínfima de morar y vivir, una forma que en Europa y Norteamérica ya casi
no se considera creíble. Pero, cosa curiosa, su aspecto no tiene nada de
aflictivo, nada de repulsivo, no subleva ni humilla. Porque los moradores se
sienten ahí mil veces más dichosos que nuestro proletariado en sus casas de
inquilinato. Habitan casa propia, pueden hacer en ella lo que les viene en gana
-de noche se les oye cantar y reír-, son allí dueños de sí mismos. Si aparece
el propietario del terreno o una comisión para desalojarlos, porque se piensa
abrir ahí una calle o trazar un barrio moderno de residencias, ellos se
trasladan impasibles a otra colina. Nada les impide mudarse, como quien dice, con su
casucha a cuestas. Y luego, como esas casuchas están situadas en lo alto de los
cerros, en los rincones y aristas más inaccesibles, se disfruta desde ellas la
vista más hermosa que es dable imaginarse, la misma vista de las más costosas
villas de lujo, y es la misma naturaleza pródiga, que adorna aquí el menor
pedazo de tierra con palmeras y que alimenta generosamente con bananas, esa
naturaleza maravillosa de Río, que prohibe al alma sentirse melancólica y
desdichada, ya que consuela incesantemente con su suave mano tranquilizadora.
Cuantas veces subí esas gradas, resbaladizas de barro, hasta aquellos barrios
pobres, nunca encontré en ellos una persona grosera o malhumorada. Con esas
favelas desaparecerá un trozo incomparable de Río, y me cuesta imaginarme los oteros
de Gavea y otras colinas sin esa especie de aldeas pegadas osadamente a la
roca, cuyo carácter primitivo nos recuerda cuánto tenemos y exigimos de
superfluo y nos demuestra que hasta en un mínimo de la existencia, como en una
gota de rocío, puede resumirse toda la diversidad de la vida. Otra curiosidad más de Río caerá pronto víctima de la
ambición civilizadora y tal vez también de la moral, como en tantas ciudades
europeas, en Hamburgo, en Marsella. Las calles de las que no se habla, la zona
de Mangue, el gran mercado del amor, el Yoshiwara de Río. Ojalá a última hora
apareciese todavía un pintor para fijar esas calles en el lienzo tal como de
noche brillan bajo las estrellas con luces verdes, rojas, amarillas, blancas,
con sus sombras ondulantes y fugitivas, un aspecto fantástico, oriental, como
no vi otro igual en toda mi vida, y, además, misterioso, debido a los destinos
encadenados. En una ventana pegada a la otra, o mejor dicho, en una puerta
junto a la otra, esperan allí, como animales exóticos tras rejas, mil o acaso
mil quinientas mujeres de todas las razas y colores, toda edad y procedencia,
negras senegalesas al lado de francesas que ya casi no consiguen disimular las
arrugas de la edad con los afeites, delicadas indias y carnosas croatas, todas
aguardando los clientes, que, en un desfile ininterrumpido, espían por las
ventanas para examinar la mercadería. Detrás de ellas brilla una lámpara de
vivos colores que ilumina con reflejos mágicos el aposento, donde la cama, más
clara, destaca contra la sombra un claroscuro a lo Rembrandt, que torna casi
místico ese tráfago cotidiano y, además, espeluznantemente barato. Pero lo más
sorprendente, lo que al mismo tiempo es lo marcadamente brasileño de esa feria,
es el silencio, el sosiego, la quieta disciplina. Mientras en las calles equivalentes de Marsella o
Tolón todo retumba de risas, gritos, hurras y gramófonos enloquecidos, mientras
allá los huéspedes emborrachados berrean salvaje y peligrosamente, en Río todo
permanece como en un cuadro y en silencio. Los jóvenes pasan frente a esas
puertas sin avergonzarse, con franca despreocupación meridional, para
desaparecer a veces tras una puerta, con sus trajes claros, como un fulminante
rayo de luz. Y sobre todo ese acontecer silencioso, secreto, tiéndese el cielo
con sus estrellas; aun ese rincón apartado, que en otras ciudades, consciente y
avergonzado de algún modo de su negocio, se escurre a los barrios más pobres y
más derruidos, aun él tiene en Río cierta belleza y se convierte en un triunfo
del color y de la luz abigarrada. ¿Y desaparecerán, en verdad, también los viejos
bondes, los coches de tranvía abiertos, para quedar reemplazados por otros
modernos y cerrados? Seria infinitamente de lamentar, pues prestan a las calles
un brillo apresurado y estruendoso. ¡Qué aspecto, del que uno no se cansa nunca, el de
esos coches abiertos, sobrecargados, de cuyos estribos los hombres cuelgan como
racimos de uvas blancas! Y de noche, cuando corren con la luz que en su
interior se vierte sobre esos rostros negros, oscuros y blancos, es siempre
como si alguien lanzara un ramo de flores colorido. ¡Y cuán grato es viajar en
esos coches! Durante los días de más calor y sofocación, se compra en ellos,
por el equivalente de un «cent», la más refrescante de las brisas y, al mismo
tiempo, se ven -en contraste con los ataúdes cerrados de los automóviles- a
diestro y siniestro, la calle, los negocios y la vida. No hay medio mejor para
explorar el verdadero Río; ni el auto de excursión ni el coche particular
aventajan en ese sentido al vehículo de la gente modesta. Sólo gracias a los
bondes (y a las propias piernas) creo conocer hoy Río de Janeiro en realidad de
verdad. Y no tengo por qué avergonzarme de tal preferencia,
pues el mismo emperador Pedro gustaba a tal punto de esos carruajes anticuados
que pasan chirriando por sus rieles que se reservó uno de ellos para sus paseos
democráticos. Se cometería un gran error si se quisiera hacer desaparecer ese
romanticismo, un poco ruidoso y bamboleante, para obtener lo que todos tienen y
perder con ello lo que pertenece a Río exclusivamente: una animación abigarrada
y ódespreocupada. JARDINES, CERROS E ISLAS De noche, cuando nos asomamos a la ventana, y el mar
se tiende en calma, sin la menor brisa, sentimos en la atmósfera suave, saturada,
endulzada con misteriosas esencias y resinas, que en Río siempre estamos entre
árboles y jardines. Se les encuentra por doquier. No pasa un minuto sin que se
eche un vistazo sobre el verdor. Muchas de las calles están flanqueadas de
palmeras, en torno a casi todas las casas brotan tupidas matas con manchas de
flores y frutas exóticas, y cuando más nos alejamos del mar tanto más pródigos
se despliegan los parques, y muchas torres casi desaparecen abrazadas entre su
cerco. Siempre y en todas partes vegetación. A veces amplíase, formando grandes jardines, como en
la plaza París o en la de la República, pero dentro de la ciudad es siempre una
naturaleza domeñada, subyugada, protegida. En Tijuca ya irrumpe impetuosamente, como un océano,
una confusión tupida de árboles, setos y lianas; se diría que -tal como en el
mar las olas rivalizan para llegar primero a la playa- esos troncos y esas
copas luchan y disputan entre sí para abrirse camino en la espesura verde hacia
el sol. La selva no es aquí, como en Europa, un aglomerado crepuscular, que la
vista puede atravesar, sino una oscura masa compacta, y cuando se trata de
penetrarla -aunque sólo sea unos pocos pasos- el hombre se siente prisionero,
aislado como bajo una campana de buzo. La respiración percibe el aire extraño y
condensado como el aliento húmedo, sofocante, de un animal gigantesco y
peligroso. A una hora de distancia de la ciudad, se ha bordeado la zona de la
selva virgen. Por eso, el Jardín Botánico de Río -al decir de todos
los especialistas (no cuento entre ellos), el más surtido del mundo- es tal
maravilla y tal gloria. En él hay todo lo que encierra la selva virgen, sin sus
terrores, su infinidad, su impenetrabilidad, sus peligros. Hay allí todos los
árboles, todas las plantas, todos los fenómenos del trópico en sus ejemplares
más espléndidos, y puede contemplárseles sin esfuerzo. La misma hilera de
palmeras, a su entrada, es un espectáculo maravilloso, el vial de triunfo que
siglo y medio atrás se levantó un rey -Juan VI- y que se yergue magníficamente
simétrico y tieso como la columnata de un milenario templo griego. Se han visto
innúmeras palmeras, tanto en el Brasil como en otras partes, y, sin embargo, se
cree no haber sabido nunca cuán hermosa y majestuosa. cuán realmente «real»
puede ser una palmera antes de haber visto éstas, tiesas como un cirio,
magníficamente redondo el tronco con su corteza escamada, que parece delicada
malla arábiga, y en lo alto, ¡oh, muy alto!, mucho más alto de lo que jamás se
ha levantado la vista, la copa. Y en redor, a diestro y siniestro, los vasallos
mandados venir desde todos los países y de todas las zonas, de Sumatra y
Malaca, de África y el Ecuador, una familia gigantesca de variadísima especie.
No se sabe cómo llamarlas, qué nombres darles, no se conocían antes las frutas
de extraños colores y formas que llevan entre su follaje, pero se recibe la
clara sensación de que esos gigantes tienen un origen remoto, y se piensa en
las lontananzas exóticas de que proceden para ofrecer aquí el conjunto de sus
frutos y colores. Y luego, a la sombra de arbustos abigarrados, en el estanque
propicio, las flores enormes de la Victoria Regia, y en las partes más altas y
boscosas, los árboles y arbustos de nuestras zonas, que se reconocen en el
extranjero como amigos. Un museo viviente, por una parte, es ese jardín, sin
embargo, al mismo tiempo, un perfecto trozo de naturaleza. Nada más genial en
su trazado que la idea de recostarlo contra la falda de un collado: con ello se
produce una ilusión, como si desde este parque en medio de una metrópoli
hubiera de extenderse la ondulante vegetación cada vez más lejos, tierra,
adentro, a través del país, del mundo entero, y como si uno se hallara nada más
que al comienzo de sorpresas enormes. Ni por un instante tiénese la sensación
de estar cercado. Es como si en un promontorio, de repente, se llegase junto al
mar; una visión inolvidable de la infinidad de la naturaleza. Pero ¿acaso es menos grandioso el otro parque de Río,
el parque municipal, la Quinta da Boa Vista? No, sólo que es distinto. Quería
servir únicamente a la belleza, y no como el Jardín Botánico, también a la
ciencia. Fue creado como jardín de uno de los patricios brasileños que lo donó
a la ciudad, para abarcar desde una villa en lo alto, con una sola mirada, todo
lo que el paisaje de Río brinda en multiplicidad: el mar y la montaña, los
valles y la exuberancia de su vegetación. Pero no resultó una mirada, sino un nunca acabarse de
aspectos. Suaves pendientes aquí, artísticas flores allá, que
compiten con el prodigio de colores de los araras, los más hermosos de todos
los papagayos, y en medio un estanque aquí y una terraza allá; todas las artes
de la arquitectura de jardines están aquí conscientemente aplicadas. Y
tratándose, como se trata, de Río de Janeiro, hay que imaginarse como remate de
todo aquello un cielo claro, puro, que cual un. disco azul acerado, distribuye la luz del modo más
penetrante y a la vez más difuso, de manera que cada color descarga, por así
decirlo, con fuerza de explosión y destaca exactamente hasta el contorno más
fino de un árbol. Y a todas esas hermosuras se agrega, por último, aquella que
en verdad es la que da el toque de perfección a la naturaleza: el gran
silencio. Son tan extensos esos parques que rara vez se
encuentra a alguien en ellos; allí es posible hallarse, en medio de una gran
ciudad, bienaventuradamente solo con lo perfecto. Allí se apaga el ruido y sólo
la tierra respira, con mil cálidos labios invisibles, el aire suave y
sofocante. Otro día nos dirigimos a zonas más elevadas. ¿Es posible
ver montañas en una ciudad, sin sentir el afán de subir a ellas, sin el deseo
de ver tendida clara y abierta la confusión verde y de piedra en la que se
vive? Es fácil satisfacer tal gusto, pues la ascensión al Corcovado, que se
levanta a 700 metros sobre la ciudad -mejor dicho, dentro de la ciudad-, y que
de noche alza con grandioso gesto de bendición su cruz eléctricamente iluminada
sobre toda la bahía de Guanabara, no puede llamarse siquiera una excursión: en
veinte minutos un automóvil recorre las muy cerradas curvas del sombreado
camino hasta la cima. Y ahí se despliega un panorama inolvidable. Por fin, la vista abarca la ciudad entera con su
bahía, sus montañas y lagos, sus islas y barcos, sus casas y sus playas. Por fin, diseñado con líneas azules, verdes y blancas,
el trazado de Río y a la vez su grandiosidad. Azotado por el viento, apoyado
contra la estatua gigantesca del Redentor, abarco la vista entera; es, en
verdad, la vista de las vistas y, sin embargo, imposible de ser fotografiada,
como todo en Río, porque sus perspectivas se. tienden y dilatan demasiado.
Hacia todos los lados hay aspectos que invitan a la contemplación, a la derecha
lo mismo que a la izquierda, al Norte, Sur, Oeste y Este; aquí es el mar, cuyo
azul continúa al infinito, allá, la sierra de Orgãos; luego, la planicie, la
playa, la bahía y la ciudad. Sólo entonces se comprende, desde esa altura y
casi desde la perspectiva del pájaro, la combinación sin igual. Y, sin embargo, el Corcovado no es más que uno de los
tantos cerros de Río, y sólo es el más concurrido porque el ferrocarril y la
autovía lo hacen tan cómodamente accesible a los turistas. Pero ¡cuántos
caminos más hay en esas montañas y oteros, cuántos panoramas desde cada uno de
ellos, desde el alto de Boa Vista, desde Tijuca, la Mesa del Emperador, la
Vista Chinesca, el cerro de Santa Teresa, y todos esos rincones y terrazas sin
nombre! Lo que desde la cima del Corcovado parece reunido, se divide, se
separa, y el panorama se desintegra cinematográficamente en distintas escenas y
paisajes: no se acaba nunca de ver Río. Nunca se acaba de conocerlo, y en esto
reside su verdadera belleza, su belleza imperecedera. Desde los cerros se han visto islas y más islas, en
medio de la bahía que se extiende infinitamente, grises y rocosas las unas,
verdes y floridas las otras, y todas ellas diseminadas en la: superficie azul
como en un juego despreocupado de gigantes. ¿No hay que visitarlas a ellas también? Por supuesto,
siquiera a algunas de ellas. Una ancha y sólida lancha nos conduce, primero a
lo largo de las islas próximas a la rada, que en su mayoría tienen un destino
práctico, sirviendo de asiento a la Escuela Naval o a depósitos de petróleo;
sólo al cabo de una hora nos acercamos a las islas más interesantes. Algunas de ellas no son más que arrecifes desnudos,
sobre los cuales vuelan bandadas de pájaros; en otras hay palmeras y una que
otra casa vieja. Por último, se desembarca en Paquetá, y despiertan de repente
viejos recuerdos de la infancia, el recuerdo de libros de viaje-, Colón en
Guanahaní, el capitán Cook en Tahití y Robinsón Crusoe en su isla. Porque
Paquetá es una de esas islas bienaventuradas, densamente floridas, llameantes
de flores, la realización del sueño de los mares del Sur. No hay en ella autos
ni elegantes balnearios, como en Honolulú y Hawaii, que vendieron por dinero su
inocencia. En un viejo carricoche tirado por caballos dase la vuelta a la
playa; aquí y allá, una casucha, un campo, un jardín; el resto, naturaleza
inalterada, magníficamente tropical, más allá del tiempo y de los tiempos. Se
tiene la impresión de que esa isla ha de pertenecer a nadie y a todos, pero,
admirable contraste -Río es verdaderamente inagotable en el arte de los
contrastes- separada sólo por un angosto brazo de mar, se yergue enfrente una
isla que es propiedad de una sola persona: Brocoió. Aquí, el propietario
convirtió una minúscula isla, inhabitada durante años y años, en un paraíso
para sí solo, y colocó en su centro una casa encantadora, abierta y con
terrazas hacia todos lados, con todo el confort de nuestra época, con libros,
un órgano y seductores aposentos para huéspedes. Mientras Paquetá es un trozo
de naturaleza, Brocoió es un pedazo de cultura. En bien cuidados jardines, con
bordes de piedra y piso de grava, juegan perros y pavos reales, y hay destellos
de bichos extraños; amplios parques bordean el camino, que trepa por una
colina: en media hora hemos dado la vuelta a este reino. ¡Qué soledad tan
divina bajo estas palmeras, apoyadas contra un cielo eternamente azul y cuya sombra
se proyecta sobre un mar eternamente azul también! Y soledad, soledad
consoladora, hasta donde nuestros pensamientos la soportan; una sacudida; el
motor arranca y media hora más tarde estamos de vuelta en la ciudad, en medio
del fragor de la vida. Y al desaparecer entre las olas aquellos contornos con
las palmeras de hermosa esbeltez, nos preguntamos si lo hemos visto en realidad
o si lo hemos soñado, puesto que nos parece inverosímil que nuestra época
produzca todavía formas de belleza tan puras y tan perfectas. Hemos sorbido (¡y cuántas veces ya lo hicimos en esta
ciudad!) una gota más de la abundancia dorada de este mundo. VERANO EN RÍO Empieza el mes de noviembre. La llamada temporada de
Río toca a su fin, y los amigos que se encuentran formulan todos la misma
pregunta: «¿Dónde pasará usted el verano?» Huir a la montaña durante los meses
que en Europa se llaman de invierno -diciembre, enero, febrero y marzo- es un
axioma o cuando menos un hábito antiguo que el emperador Pedro introdujo en la
sociedad de Río. Trasladada la residencia en verano a Petrópolis, le seguía la
corte, y tras la corte iba la sociedad; todas las embajadas y ministerios y
legaciones transferían sus actividades a esa cercana y más fresca ciudad de
jardines, que hoy, gracias al automóvil, se ha transformado en una especie de
suburbio de Río. Durante toda la estación estival, los meses de las vacaciones
escolares, la familia reside en un chalet de Petrópolis, y el hombre de
negocios, el funcionario de mayor categoría, viene por la tarde en su auto y en
su auto vuelve a la mañana: ya no es ése un viaje. Ya no se puede llamarlo un viaje, sino más bien un
paseo. Veinte minutos o media hora a través de la planicie
que la energía del gobierno rescató de los pantanos, generadores antaño del paludismo.
Luego, la amplia carretera, bien cimentada, sube en curvas cerradas por la
sierra. Asciende serpentina tras serpentina, y, poco a poco, se ensancha la
vista sobre el valle y la bahía; kilómetro tras kilómetro quedan atrás y el
aire que asalta al viajero se vuelve cada vez más fresco. Por fin, una curva -luego de apenas hora y media de
viaje- y se llega a lo alto; casitas de agradable aspecto, entre las que corre
un canal, flanquean la calle; nos hallamos en un villorrio de veraneo, una
pequeña corte veraniega que, con sus puentecillos rojos y sus chalets un tanto
anticuados, da una sensación un poco patriarcal. Sin saber por qué, se cree
estar en una pequeña ciudad alemana de provincia. Y he aquí que esa sensación
es acertada. Muchos decenios ha, el emperador radicó en ese lugar a colonos
alemanes que levantaron casitas a la manera de su país de origen; les dieron
nombres alemanes y en sus pequeños jardines pintorescos plantaron geranios,
como en su patria. El palacio imperial también impresiona como el de un pequeño
príncipe alemán, transportado por obra de magia a una sierra brasileña. Todo es
de proporciones bonitas y graciosas, y sólo en los últimos años, los chalets
modernos dieron a la villa un carácter más presuntuoso. Ahora todo se agolpa un poco, tanto las casas como los
hombres; las calles, trazadas sólo para los pesados y lentos carros, soportan
ahora el paso veloz de los autos, y la inquietud de Río va acercándose
paulatinamente a la montaña. Pero el encanto del lugar no podrá correr nunca serio
riesgo, ya que la misma naturaleza es encantadora aquí.. Las montañas no
muestran formas abruptas sino que se recuestan ondulantes; en toda esa ciudad
de jardines brillan y flamean las flores. Durante el día, la columna de
mercurio sube sin trabas, pero las noches, en contraste con Río, son frescas y
aireadas; no es aún el aire fuerte, ozonizado, que conocemos de las regiones
montañosas, pero ya es un fresco y una pureza perfumados suavemente por el
aliento de los bosques y las flores. Para disfrutar de un verdadero ambiente montañoso, hay
que subir más, hasta Teresópolis, que está algunos centenares de metros más
alto; es como si de un paisaje austriaco se pasase a otro suizo. El escenario
es más estrecho y austero, los bosques más oscuros, las laderas de las montañas
más escarpadas. En cierto punto se ve, como desde una almena, repentinamente, y
sintiendo casi vértigo, toda la región hasta Río. Las casas no están una al
lado de otra, como en Petrópolis y al modo de los centros de veraneo, sino diseminadas
a gran distancia, como quintas rurales, en medio de la vegetación. Aquí y en Friburgo, que es de origen suizo, se
encuentra por primera vez un paisaje alpino en el sentido europeo, y es curioso
que en esos dos lugares veraneen, aislándose, principalmente europeos, mientras
que la sociedad brasileña se reúne tradicionalmente en Petrópolis. Los amigos me preguntaron, pues, por cuál de esos
lugares me había decidido. Y opté por Río. Quise pasar allí también el verano,
pues sólo conocemos una ciudad, un país, conociendo sus extremos; nada se sabe
de Rusia sin haberla visto cubierta de nieve, ni de Londres si no se ha visto
su niebla. Y no estoy arrepentido. Hace mucho calor en Río. y acaso no es
exageración cuando se afirma que en días ardientes se pueden cocinar huevos
sobre su asfalto, pero Nueva York me parecía peor, cuando el calor empieza a
despedir humedad y las casas se convierten en hornos. Lo único que hace tan
pesado el verano de Río es su larga duración, tres y aun cuatro meses. Durante
el día se soporta bien el calor, pues es, si así puede decirse, un calor
bonito, lleno, puro, el calor de un sol intenso, de un cielo radiante que se
tiende sin nubes sobre la bahía, acentuando hasta un extremo fortísimo sus
colores, de por sí ya vivísimos. El que no ha visto la blancura de las casas
cuando los rayos las alcanzan de lleno, ni el verde malaquita de las palmeras,
ni el azul incomparable del mar, sólo conoce esos colores en sus matices
apagados, mezclados, disminuidos. Pero ese calor macizo tiene sus atenuantes.
Cada tantas horas se levanta desde el mar, con puntualidad nada brasileña, una
brisa que refresca, y si no se tiene necesidad de estar en el corazón de la
ciudad, al que ese aire bienhechor no llega, es un placer vagar -pero, eso si,
no con demasiada prisa- por la playa. Son más difíciles de soportar las noches,
cuando esa brisa se interrumpe y se siente la humedad, la densidad, la
saturación de la atmósfera, hacer tal presión sobre la piel que ésta abre todos
sus poros. Pero, por lo común, esos días sofocantes no son
muchos, y una tormenta les pone término, una tormenta tropical, cuya violencia
me demostró la verdad de las descripciones de José Conrad. Lo que entonces se
precipita a tierra no es la lluvia, sino el cielo entero que se desploma de
golpe como un tonel vertido. No son relámpagos los que surcan el firmamento
cual venas azules, como en Europa, sino tiros blancos, y el trueno que les
sigue hace temblar las casas. Al cabo de un cuarto de hora, las aguas llegan en
la calle a un metro de altura, todo el tránsito queda paralizado, nadie se
atreve a salir de casa. Y otro cuarto de hora más, y el cielo vuelve a brillar
inocentemente en el azul de antes, como si nada supiera de su arrebato de
cólera; la luz surge clara y nítida a través de las atmósfera filtrada y se
respira sorprendido y aliviado como después de una explosión de la que se
escapó milagrosamente. Y luego, nuevamente, días y días de sol radiante, un
horizonte sin nubes. Así es el verano de Río. En resumen: es soportable. Y dos millones de hombres
lo soportan sin quejarse y aun alegres. Sencillamente, se adaptan a él. Todo el
mundo viste traje de hilo, toda la ciudad anda de blanco, como los
participantes de un desfile de marinería y, a partir del mes de noviembre, Río
se convierte en una sola playa balnearia. Desde dos o tres cuadras antes de
llegar a la costa -y hay costa casi en todas partes-, la gente va en malla y
salida de baño para zambullirse, una o dos veces por día, rápidamente en el
agua. A la cinco de la mañana, antes de desayunarse o de dirigirse al trabajo,
aparecen los primeros bañistas y luego se suceden hasta muy adelantada la
noche. Hay días en que en la playa de Copacabana se
encontrarán cien mil personas. Nada más erróneo que la creencia de que los
cariocas se agotan y agostan con el calor estival; al contrario, es como si ese
calor estancado se acumulase en ellos para una sola erupción impulsiva, que se
produce con regularidad de almanaque en los días de carnaval. El carnaval de
Río, su entusiasmo y alegría, según es sabido, no tiene par en nuestro mundo,
harto entenebrecido desde hace años. Durante meses hacen economías y se
realizan ensayos, ya que cada carnaval produce nuevos cantos y bailes. Y puesto
que en Río el carnaval es una fiesta democrática, una explosión de alegría, la
manifestación del temperamento de todo un pueblo, se oyen en todas partes, con
anticipación, los ensayos de esas canciones, a fin de que cada cual pueda en su
oportunidad entonarlas con los demás. Se oyen en los casinos, en los restaurantes,
en la radio, por gramófono y en las chozas de los negros; en todas partes se
ensaya y se prepara la gran parada de la alegría colectiva. Y cuando, por
último, el almanaque lo permite, los negocios cierran sus puertas por espacio
de tres días, y la ciudad entera parece entonces picada por una tarántula
gigantesca. La población vive en la calle, se baila hasta altas horas de la
noche, se canta y se hace barullo hasta el delirio con toda suerte de
instrumentos. Queda abolida toda diferencia social, extraños van del brazo de
extraños, todo el mundo dirige la palabra a todo el mundo, y poco a poco la
animación recíproca y el batifondo incesante aumentan hasta una especie de
delirio. Se ve gente exhausta tirada en la calle, sin que haya probado una gota
de alcohol; sólo ha bailado y hecho ruido hasta enfermar y quedar extenuada.
Pero lo más extraño, lo típicamente brasileño, es que ni aun en el éxtasis la
gente, hasta de las clases más bajas, pierde un átomo de su espíritu de
humanidad, ni se transforma en bruta. Pese a la libertad de usar antifaces,
nada grosero acontece en medio de una multitud que día y noche bulle con
alegría infantil y deseo de gritar a gusto, de hartarse de bailar, de librarse
una vez orgiásticamente de lo silencioso y comedido, se satisface en el vértigo
de esos tres días. Es como una de aquellas tormentas tropicales del verano. Y
luego, de nuevo, el viejo modo de ser tranquilo; la ciudad retorna a su orden
establecido. Se ha festejado el verano, los hombres han expulsado
de su cuerpo, por así decirlo, el calor represado. Río es Río de nuevo, la
ciudad que refleja tranquila y orgullosa su propia belleza. DESPEDIDA Nadie que haya estado una vez en Río gusta de dejarlo. Cada vez y de dondequiera que se parte, se desea
volver. La belleza es rara, y la belleza perfecta poco menos que un sueño. Esta sola ciudad entre las ciudades la realiza aún en
las horas más sombrías; no hay sobre la faz de la tierra otra que prodigue más
consuelo. SÃO PAULO Para presentar la ciudad de Río de Janeiro habría que
ser, en verdad, pintor; para describir la de São Paulo, estadista o experto en
ciencias económicas. Habría que apilar y comparar números, copiar tablas y
tratar de manifestar el crecimiento con palabras. No es el pasado ni el
presente lo que hacen tan fascinante a São Paulo, sino su crecimiento y
desarrollo visible, por así decirlo al ralentisseur, el ritmo de su
transformación, São Paulo no ofrece un cuadro, porque ensancha de continuo su
marco, porque es demasiado inquieto en su rápida mutación. La mejor manera de
presentarlo es a modo de una película que de hora en hora pasase más ligera.
Ninguna otra ciudad del Brasil y muy pocas del mundo entero, pueden compararse,
en cuanto a impetuosidad del desarrollo, con ésa, que es la más ambiciosa y
dinámica de las ciudades brasileñas. Veamos, pues, unas cuantas cifras para tener una vara,
una especie de termómetro para la curva de fiebre de ese desenvolvimiento. Al
promediar el siglo dieciséis, los jesuitas edifican unas cuantas chozas y casas
en torno a su primitivo colegio; los siglos diecisiete y dieciocho todavía ven
una insignificante aldea a orillas del río Tieté, más cuartel general y
campamento que residencia fija de las bandas errantes de los «paulistas», que
desde allí recorren el país entero en sus temidas y famosas entradas, pero, en
verdad, sin enriquecer, con sus cacerías de esclavos, a sí mismos ni a la
ciudad. Aun muy avanzado el siglo diecinueve, en el año de 1872, São Paulo, con
sus 26.000 habitantes y sus calles estrechas y pobres, figura todavía en décimo
lugar entre las ciudades brasileñas, a gran distancia de Río, con sus 275.000,
de Bahía, con sus 129.000 habitantes, pero también a la zaga de ciudades cuyos
nombres el no brasileño ignora, como, por ejemplo, Niteroi, que tiene 42.000
habitantes, y Cuiabá, que tiene 36.000. El café, ese gran rey, es el que
primero ordena a sus tropas de labor que se trasladen a aquel lugar, y el
progreso, una vez iniciado, alcanza proporciones fantásticas. Las 26.000 almas
de 1872 se han triplicado y suman 69.000 en el año de 1890, y en el decenio
siguiente, la cifra se eleva a saltos hasta alcanzar los 239.000. En el año de
1920 ya son 579.000, y alrededor del año 1934 pasa de un millón. Hoy la cifra
debe estar cerca del millón y medio, sin que se pueda registrar el menor
indicio de una disminución del ritmo. En 1910 se construyen 3.200 casas; en
1938, más de 8.000; una cifra que, sin embargo, de por sí no da la sensación
acabada del progreso, ya que las construcciones nuevas, que son de varios pisos
y en algunos casos hasta rascacielos, albergan más gente que docenas de las
casas viejas, sencillas y de un solo piso. El coeficiente de progreso resulta
más evidente a través del valor de locación, que nada más que en el lapso de
1910 hasta hoy subió de 43.137 contos de reis a más o menos 800.000, es decir a
una cantidad casi veinte veces mayor. Cuatro casas nuevas por hora es,
aproximadamente, el ritmo de la evolución de esa ciudad, que reúne en su
perímetro 4.500 fábricas desde que la industria arrancó al café el cetro del
poder. Por otra parte, São Paulo dirige prácticamente casi toda la vida
mercantil del país. ¿Qué causas determinaron un crecimiento tan fantástico
y siguen fomentándolo hasta la fecha? En esencia, son las mismas causas
geográficas y climáticas, que cuatro siglos atrás indujeron al fundador Nóbrega
a elegir ese lugar como el más apropiado en todo el Brasil para una expansión
rápida y sana. Uno de los mejores puertos de Sudamérica, el de Santos, está
cerca, el altiplano facilita el tránsito en todas las direcciones, las grandes
rutas acuáticas del Paraná y del Plata son de fácil acceso, el suelo, llamada
terra roxa, es fértil y propio para toda clase de cultivos y superabunda la
fuerza hidroeléctrica, que, además, es barata. Todo eso basta ya para explicar
el crecimiento rápido dentro de un país que de por sí se agranda sin cesar.
Pero el factor decisivo lo constituía desde el principio el clima, que si bien
saturado de sol en esa planicie, a ochocientos metros sobre el nivel del mar,
nunca ejerce, sin embargo, el efecto deprimente para la energía de trabajo que
es propio en las zonas tropicales y en las ciudades de la costa, situadas a un
nivel más bajo. Ya en el siglo diecisiete resultó evidente que el «paulista» se
desarrollaba más enérgico, más emprendedor, con más espíritu de iniciativa que
los demás brasileños. Siendo los depositarios verdaderos de la energía
nacional, descubren y conquistan el país semper novarum rerum cupidi, y era
voluntad osada, ese espíritu de progreso y expansión se transmitió en los
siglos siguientes al comercio y la industria. El verdadero impulso del progreso
se debe luego, en los últimos decenios del siglo diecinueve, a los inmigrantes.
Éstos buscan instintivamente condiciones de vida y un clima que estén de
acuerdo con los de su país de origen. Los italianos, que constituyen el grueso
de la inmigración, encuentran en São Paulo el clima del norte de Italia, del
centro de Italia, y también encuentran allí el sol del sur. No les hace falta
adaptarse, ni tienen que aprender ninguna cosa nueva; llevan consigo todo su
impulso inquebrantado y, más bien, lo agrandan aún en el nuevo ambiente. El
inmigrante siempre está más impaciente por progresar que el aborigen, no posee
heredad que pudiera gastar y disfrutar sin hacer nada, sino que tiene que
adquirir todo con su propio esfuerzo. Ello aumenta su ritmo, su inversión de energías. Y ese
agregado de energía y atrevimiento arrastra luego a los demás. Los brasileños más dispuestos a trabajar y más
ambiciosos se establecen en São Paulo, donde pueden disponer de ese material de
trabajo más civilizado, mejor preparado y más emprendedor. El capital sigue gustoso los pasos del espíritu de
empresa, una rueda engrana en la otra, y de esta suerte su revolución adquiere
de año en año mayor rapidez. Cuatro quintas partes de todo lo que hoy se
realiza en el país entero en lo industrial y en organización, tiene su origen y
recibe su ímpetu en São Paulo. Este Estado, más que cualquier otro del Brasil,
mantiene actualmente el equilibrio de la economía; es, por así decirlo, el
centro muscular, el órgano de su fuerza. Ahora bien, dentro del organismo, el músculo
representa un elemento necesario, pero no es de por sí un órgano bonito. El que espera recibir en São Paulo singulares
impresiones estéticas, sentimentales o pintorescas, quede advertido; es ésa una
ciudad que crece en dirección al futuro, con tal inquietud e impaciencia que
apenas le queda sensibilidad para su presente y menos aún, desde luego, para su
pasado. Quien busque, algo histórico allí no lo encontrará en mayor medida que,
por ejemplo, en Houston o en otra de las ciudades norteamericanas del petróleo.
Incluso el viejo colegio de los fundadores de la ciudad, que por piedad debía
haberse conservado como panteón, ha tiempo ya que fue demolido para dar lugar a
cualquier edificio práctico. São Paulo no conservó nada, o tanto como nada, de
sus siglos diecisiete y dieciocho, y el que quiera ver todavía siquiera un
pobre resto del tipo de construcción paulistano del siglo diecinueve debe darse
prisa, pues se derriba, con una velocidad que casi inspira terror, todo cuanto
aun recuerda el ayer y el anteayer. A veces se tiene la sensación de
encontrarse, no en una ciudad, sino en un enorme solar en construcción. Hacia
todos lados, el este, el oeste, el norte y el sur, las edificaciones invaden el
paisaje, y en el centro, en el barrio de los negocios, se transforman una calle
tras otra. El que haya estado allí hace cinco años tiene que inquirir informes
para orientarse, como si visitara una ciudad nueva. En todas partes, todo
parece demasiado estrecho, demasiado bajo, demasiado reducido; las calles
exigen perentoriamente una ampliación, y obligan a las casas a crecer hacia
arriba. Subterráneos tienen que abrir a los automóviles nuevas salidas; por
doquier todo se transforma caprichosamente y con cierta precipitación egoísta.
De modo, pues, que allí se contempla hoy todavía el cuadro viviente del
crecimiento y la transformación de una auténtica ciudad de colonos e
inmigrantes. Esas ciudades no han crecido, como en Europa, paulatinamente
alrededor de un centro, concéntricamente, sino que se han desarrollado en base
de improvisaciones, con toda prisa, sin orden ni concierto. Un inmigrante
cualquiera ha ganado un poco de dinero; no había casas de alquiler disponibles,
y helo aquí levantando su casa propia, ya que ni el terreno ni la mano de obra
eran caros. Construye en cualquier parte una de esas casas
pequeñas, sin arte ni parte, como en el Brasil se encuentran en todos lados, a
lo largo de toda la costa, a través de todo el país. En cada una de ellas, un
comercio en la planta baja y dos o tres habitaciones en el primer piso. Si el
dueño era italiano, pintaba el frente con vivos colores, ocre, o rojo ladrillo,
o azul marino. Una casa se pegaba a la otra y de repente estaba
formada una calle, y luego otra, y, poco a poco, toda una ciudad. Nadie tenía
la certeza de vivir siempre en tal casa; era inclusive probable que siguiese
viaje a otra ciudad; era posible también que el constructor volviese con sus
ahorros a la patria o bien que adquiriese mayores bienes, y entonces edificaba
otra casa, uno de esos chalets recargados de un falso barroco o estilo
oriental, que treinta años atrás pasaban allí por distinguidos. El concepto de la duración, de lo sedentario, de la constancia,
de la absoluta adaptación burguesa a la ciudad y a la vida municipal tenía que
faltar, forzosamente, en esos inmigrantes con espíritu nómada, razón por la
cual esas ciudades estaban predestinadas a constituir. desde el punto de vista
arquitectónico, cosas provisionales, una agrupación accidental de viviendas,
algo que crece sin plan y que se resuelve derribar con la misma facilidad con
que se ha resuelto levantarlo. Una casa de veinte años es considerada allí,
como entre nosotros un edificio dos veces secular, como muy anticuada, y es
demolida con la misma precipitación con que había sido construida. Sólo desde que la industria, el comercio y la riqueza
han tomado impulso tan repentino, São Paulo parece haber caído en la cuenta de
que es una gran ciudad, y que como tal tiene obligaciones representativas. Las
calles, las plazas, las iglesias, los edificios de la administración, los
establecimientos bancarios, los hospitales, todo resulta aquí demasiado
estrecho, demasiado pequeño, y ahora la ciudad, activa y enérgica, está
empeñada en crearse un centro, en darse una forma. El que hoy llega acá, vive
un momento en extremo interesante. Puede ver con qué energía un conjunto de
cosas yuxtapuestas va tomando forma orgánica, cómo lo provisional se transforma
en algo definitivo. Se está trabajando por todas partes: ábrense calles por
debajo de puentes, ciérranse terrenos destinados a parques, trátanse paseos y
avenidas a través de los barrios estrechos, levántanse grandes edificios
públicos, y todo eso de acuerdo con unos planos de urbanización que, sin
embargo, llegan a carecer de objeto durante su ejecución, a causa del ritmo
vertiginoso con que la ciudad se va agrandando. En el centro, los rascacielos
se yerguen, cada cual unos pisos más alto que el próximo, para compensar la
falta de espacio, al tiempo que los barrios de la periferia, verdaderas
ciudades jardines, se ensanchan, cuesta arriba y cuesta abajo, formando
círculos cada vez más amplios. También desde el punto de vista etnográfico la
ciudad se halla sometida a un cambio radical. Antes, estaba dividida solamente
por nacionalidades, de modo que surgieron los barrios italianos (São Paulo es,
también, una de las ciudades italianas más grandes del mundo), armenio, sirio,
japonés y alemán. En la actualidad, todo aquello está amalgamado y la ciudad
está dividida, en cuanto a las meras formas representativas, es una city, o sea
un centro, con una arquitectura acentuadamente norteamericana, y una
ciudad-jardín, donde se encuentran las viviendas propiamente dichas; y tanto
aquélla como ésta son susceptibles de tornare hermosas en un nuevo sentido, al
cabo de algunos años o decenios. Desde luego se ofrecen perspectivas agradables
al que, desde lo alto de un rascacielos, abarca con la vista aquel paisaje poco
ondulado; pero el riesgo peculiarísimo de São Paulo, modelo de ciudad en
evolución, se revela en lo que se está haciendo y no en lo que ya se ha hecho:
de un modo más intenso que en la misma América del Norte (en cuanto a la
América del Sur, sólo en Montevideo late algo similar), he visto aquí el
fenómeno de una ciudad que se transforma íntegra y cambia, por así decirlo, de
piel. Ahora bien, si se quiere insistir a todo trance en el concepto de la
belleza, la de São Paulo sólo puede denominarse una hermosura naciente y no
existente ya, una belleza no tanto óptica como energética y dinámica; es una
hermosura y forma del mañana, que en este momento sentimos surgir del hoy con
bríos impacientes. Es el trabajo el que continúa dando a esa ciudad su
significado y su fisonomía. São Paulo no es ciudad para gente que quiere
deleitarse, ni presume de representativa; nótase en ella la total ausencia de
avenidas; hay pocos paseos, poco panorama, pocos centros de. esparcimiento, y
por las calles vense casi exclusivamente hombres activos, presurosos,
precipitados. El que no trabaja o no viene aquí en plan de negocios,
al segundo día ya no sabe cómo pasar el tiempo. El día tiene aquí doble
cantidad de horas que en Río, y las horas, doble cantidad de minutos, ya que
cada uno de ellos está cuajado de actividad. São Paulo tiene todo lo que hay de
nuevo, de moderno, buenas industrias manuales y selectos negocios de lujo, pero
uno se pregunta quién tiene tiempo allí para el lujo y para el deleite, en vez
de dedicarlo a la obtención de lucro. Se recuerda sin querer a Liverpool o Manchester,
ciudades dedicadas íntegramente al trabajo, y, de hecho, São Paulo es, respecto
de Río de Janeiro, lo que Milán respecto de Roma, o Barcelona respecto de
Madrid, no siendo ni una ni otra la respectiva capital, ni la sede del
gobierno, ni siquiera la guardiana de los valores artísticos, pero si ambas
superiores a la respectiva capital por su energía dinámica. En el comercio y en
la industria, el Estado de São Paulo solo -gracias en parte al clima, que no
perjudica la actividad de los inmigrantes europeos- produce más que la mayor
parte del resto del país; es más moderno, más progresista que todos los demás
y, por lo tanto, más parecido, por su organización intensiva, a las ciudades
norteamericanas y europeas. Nada de la maravillosa molicie de Río, de esa
atmósfera que es permanente tentación de abandonarse a la contemplación y a la
dulce ociosidad; la musicalidad que envuelve a aquella clara ciudad y a toda ha
bahía de Guanabara está sustituida aquí por el ritmo, un ritmo fuerte y
acelerado, como el latido del corazón de un corredor que no cejara en su
carrera, extasiándose ante su propia velocidad. Lo que le falta en hermosura
está compensado con energía, que en estas zonas tropicales llama mucho la atención
y es muy apreciada; pero el hecho más importante es el que esta ciudad tiene
conciencia de la necesidad de adquirir todavía la forma adecuada, y como São
Paulo está rivalizando con Río de Janeiro, animada por la voluntad de no ser
considerada inferior y de efecto poco artístico, pueden esperarse de esa ciudad
muchas sorpresas en el curso de los próximos años. En cuanto a las curiosidades propiamente dichas, aun
no hay muchas en São Paulo, y las tres que existen, con ser grandiosas, se
distinguen por un fuerte dejo desagradable. He aquí, en primer lugar, el museo
Ipiranga, donde se pueden apreciar todas las variedades etnográficas de la
fauna, la flora y la cultura del Brasil, ordenadas de un modo excelente, por
cuadros de conjunto muy instructivos; pero lo que se siente al pasar por las
salas es deseo antes que satisfacción, pues preferimos observar a los millares
de multicolores colibríes y papagayos en su ambiente natural, en libertad, que
no disecados, y sabemos que median pocas horas de camino de aquí a la selva, y
frente a las vitrinas, soñamos con aquellas regiones fabulosas. Todo lo exótico
deja de impresionar como tal al ser esquematizado y arreglado en forma de
exposición; tórnase insípido como un objeto de enseñanza, como una categoría
rígida, y por eso nos parece un poco absurda (aun en contra del propio
entendimiento, que admira tal museo y no se cansa de ponderar su mérito) la
naturaleza enclaustrada en medio de la naturaleza salvaje y exuberante. Tal
gracioso mono nos encantaría, por supuesto, como merced concedida por la
naturaleza si lo viéramos meciéndose entre palmeras, pero el aspecto de
centenares de variedades de simios momificados y colocados a lo largo de las
paredes no despierta en nosotros más que cierta curiosidad técnica. Dado que ni
siquiera las exposiciones de fieras nos parecen del todo reales, menos todavía
nos lo parecen los museos, aun cuando estén dirigidos, como el museo Ipiranga,
con máxima pericia y formen un conjunto grandioso. Todo lo encerrado nos
oprime, y por eso se me contrajo el corazón al ver la otra curiosidad, el
célebre penitenciaría de São Paulo, establecimiento modelo que redunda en honor
de la ciudad, de la nación y de sus directores. Aquí el problema del
establecimiento penal -que en lo moral nunca podrá resolverse totalmente- ha
sido abordado por el lado más humano, y este país, en cuyo código penal no
figura la pena de muerte, ha procurado tratar a sus criminales según los
principios más razonables y más modernos. Aquí, a diferencia de otros países,
no se ha abolido la humanidad -por ser algo demasiado rancio- en el trato con
los penados, sino que se desarrolla intencionadamente y es fomentada, en la
convicción de que cada preso debe hacer el trabajo que le sea adecuado y que
todos juntos deben formar una comunidad autárquica, por decirlo as!, bastándose
a sí mismos. En este conjunto de casas grandes, asombrosamente limpias y
edificadas de acuerdo con los preceptos de la higiene, todo el mecanismo es
accionado por quienes en ellas viven; los mismos presos hacen el pan, preparan
los medicamentos, administran la clínica y el hospital, cultivan las hortalizas
y lavan la ropa, de suerte que rarísimas veces recurren a los servicios ajenos;
los directores fomentan cualquier inclinación artística; se ha formado una
orquesta; en las salas se pueden mirar los dibujos hechos por los presos. He
aquí cómo en un país en cuyas provincias menos accesibles hay todavía un número
bastante elevado de analfabetos, el establecimiento penitenciario brinda la
ocasión de aprender lo que debía aprenderse en la escuela. Estamos convencidos
de que la penitenciaría de São Paulo es un verdadero establecimiento modelo,
que bastaría para corregir esa presunción de los europeos de que todas sus
instituciones son las más perfeccionadas del mundo. Y, sin embargo, respiramos
un desahogo al pasar, finalmente, por la última de la larga serie de pesadas
puertas de hierro: respiramos libertad y vemos hombres libres. Con parecido respiro de alivio se sale también del
criadero de serpientes de Butantan, a pesar de que allí hemos visto cosas
grandiosas y adquirido nociones fundamentales. Lo que allí atrae la curiosidad
del público -pues nada gusta tanto al hombre como ver el peligro sin estar
expuesto al mismo no me importaba mucho. Años atrás, yo había visto ya en la
India cómo se sacan las serpientes venenosas de sus nidos subterráneos,
cogiéndolas con unos palos para extraerles el veneno. Y siempre me ha causado
repugnancia ver al hombre valerse de un animal vencido para ofrecer un
espectáculo o un entretenimiento. Hace mucho que el Instituto de Butantan ha
llegado a ser más que un criadero de serpientes y una fábrica de sueros
terapéuticos para las frecuentes picaduras; es, en la actualidad, un instituto
científico de primera categoría, donde los especialistas más famosos se sirven
para sus investigaciones de los aparatos y dispositivos más modernos; en la
hora que he pasado allí escuchando las explicaciones relativas a las distintas
experiencias sobre transplantaciones y sobre desdoblamientos de naturaleza
química, he aprendido más que durante años enteros en los libros; para los
profanos, el trabajo material, la demostración en el objeto, es el único modo
para hacernos llegar a la comprensión de los problemas abstractos. Y por ser
las cosas sensibles o ópticas, las que más poderosamente obran sobre mi
imaginación, nada me impresionó allí tanto como un solo frasco, de tamaño
mediano, lleno de diminutos cristales blanquecinos: es el veneno de ochenta mil
serpientes, que se guarda en aquel frasco en forma cristalina, de máxima
concentración. Es el más tremendo de todos los venenos. Cada uno de esos
granos, apenas perceptibles, que desaparecería completamente debajo de una uña,
puede producir fácilmente la muerte instantánea de un hombre. Miles de veces más
que, en las granadas del más grueso calibre, la destrucción se halla comprimida
en este frasco único, terrible e irremplazable, portento más grandioso que el
del conocido cuento de Las mil y una noches. Nunca había visto la muerte en
forma tan concentrada, ni la he tenido entre manos multiplicada centenares de
miles de veces, como en aquel minuto en que mis dedos tocaron ese frasco frío y
frágil. Lo inconcebible de la posibilidad de aniquilar instantáneamente un ser
humano íntegro, palpitante, con todos sus pensamientos y todas sus sensaciones;
la parálisis repentina del corazón y de todos los músculos, producida por la
mera introducción de un grano -mucho menor que un grano de sal- en el
organismo, y ver esa posibilidad, casi inimaginable en el caso de un solo ser
viviente, multiplicada por centenares de miles de veces, todo eso implica algo
conmovedor y grandioso al mismo tiempo. Todos los aparatos de este laboratorio
se me aparecieron de pronto como fuerzas que arrancan a la naturaleza, como si
no fuera nada, lo más peligroso, con el fin de utilizarlo luego en un nuevo
sentido, particular y creador, a favor de esa misma naturaleza; y miré entonces
con respeto la casita que, expuesta al viento, se halla sumida en la soledad
del verdor de una colina, abrazada por la naturaleza y dominándola mediante el
infatigable espíritu humano. VISITA AL CAFÉ Simpática costumbre, como todas en este país
hospitalario, es la de ofrecer café a todos los visitantes y a cualquier hora
del día; el café negro, delicioso, servido en pocillos, es aquí la cosa más
natural del mundo. Se toma de un modo distinto del nuestro: de un trago, como
un licor, y muy caliente, tan caliente que -como dicen- un perro saldría
aullando si sobre él se derramasen algunas gotas de aquél. Creo que no se puede
comprobar por la estadística cuántos pocillos de café, aromático y ardiente,
toma un brasileño por término medio en el curso de un día -supongo que han de
ser de diez a veinte; y no menos difícil sería decir, de un modo apodíctico, en
qué ciudad sabe mejor. Con celo homérico, todos los hogares se disputan la fama
de prepararlo mejor, y así lo tomé, imparcialmente y con idéntico entusiasmo,
en los pequeños cafés de Río, en la fazenda misma, en Santos -ciudad de café- y
hasta en el Instituto del Café, de São Paulo, donde el modo de prepararle ha
llegado a ser una verdadera ciencia y donde, terminando el curso, me dieron una
bolsa de café y la mejor cafetera del mundo para el uso ulterior: en todas
partes el café era igualmente aromático, fuerte y excitante, un fuego oscuro,
que aguza los sentidos y hace más luminosos los pensamientos. Rey Café: así podríamos llamar a ese potentado negro,
puesto que sigue dominando económicamente este inmenso país y, desde su puerto
de Santos, todos los mercados y Bolsas del mundo; de los veinticuatro millones
de bolsas de café que se consumen en nuestro planeta, dieciséis son cultivadas
en este país: esos diminutos granos de color gris perla o de venado,
constituyen, en último término, su verdadera moneda. El Brasil compra y paga con café las pocas materias
primas que le faltan, en primer lugar el aceite y el trigo; compra y paga con
semillas de café (con miles de millones de semillas de café), las máquinas e
instrumentos técnicos. Por eso, la cotización mundial del café es el verdadero
barómetro de la economía del Brasil: en caso de alza, prospera el país entero;
cuando amenaza una baja, el gobierno quema las bolsas sobrantes o arroja los
preciosos granos al mar, para que los coman los irracionales peces. Aquí, el
café significa, en último término, oro y riquezas, ganancias y peligro: de su
valor y de su arbitrio dependía, hasta cierto grado, toda la balanza comercial
del país; no fue el milreis el que, en muchos años, determinó el valor del
café, sino el precio del café en el mercado mundial el que determinó el valor
del milreis. El café, ese gran potentado económico del Brasil, es
originariamente en ese país, como tanta gente hoy rica, un inmigrante. Su verdadera patria es Arabia, el país del moka, y
cuenta la leyenda que cierto día los pastores observaron allí sorprendidos que
las cabras, después, de haber roído cierto arbusto, saltaban con más viveza. No
tardaron en catar ellos mismos aquellos granos y comprobaron entonces que
ejercían una influencia muy particular y, sin perjudicar la salud, disminuían
el cansancio, razón por la cual llamaban al brebaje hecho con tan deliciosos
granos kahwa (derivado de kaheja, lo que significa impedir el sueño). Los
árabes llevaron el refrescante elixir a los turcos, y en ocasión del sitio de
Viena, bolsas enteras caían como botín en manos de los austriacos. Al poco tiempo se abrió en aquella ciudad el primer
café, y la bebida oscura se puso rápidamente de moda en toda Europa, una moda
pasajera, según equivocadamente opinaba la buena madame de Sévigné, cuando,
refiriéndose a Racine, dijo: «Cela passera comme le café». Pero el café perduró
-lo mismo, dicho sea de paso, que Racine- y emigró a la Guayana francesa, donde
se conservaban las plantas y las semillas cuidadosamente, como secreto
comercial. Así como, mil años atrás, los chinos escondían de los extranjeros el
producto original de la seda, el capullo, y amenazaban con pena de muerte al
que exportase un solo capullo intacto, hasta que dos monjes llevaron uno de
ellos a Europa, en un bastón de peregrino vacío, el gobernador de Cayena tenía
estricta orden de no permitir a ningún extranjero la entrada en las
plantaciones. Para bien del Brasil, ese gobernador tenía una esposa
que, en el año de 1727, durante una hora de debilidad o después, obsequió al
sargento mayor Francisco de Mello Palheta con algunos arbustos y raíces. De
este modo, el oscuro inmigrante pasó de contrabando al Brasil, y, como todos
los inmigrantes, pronto se sintió a gusto y cómodo en él nuevo ambiente.
Primero se estableció en el norte del país, en la región del Amazonas y de
Maranhao, junto con sus primos, el azúcar y el tabaco. El café sin esa compañía
es y será siempre un deleite incompleto. Desde 1770 pasa poco a poco más al
sur, hasta la región de Río de Janeiro. Alrededor de los cerros de Tijuca,
donde hoy ya los rascacielos empiezan a disputar el lugar a los chalets
rústicos, aduéñase de los campos y se hace cuidar y atender por miles de
esclavos. Pero la atmósfera de Río no es del todo de su gusto, y por último termina
por apoderarse de todo el territorio de Río y São Paulo para, al cabo de
milenaria migración, extender su imperio sobre el mundo entero. De acuerdo con
su origen oriental, vuélvese cada vez más tirano, subyuga a toda la economía
desde su trono real en São Paulo. Manda construir para sí los almacenes más estupendos,
hace venir barcos desde todas partes del mundo, dicta el valor del dinero,
empuja al país hacia especulaciones desaforadas y crisis peligrosísimas, y
hasta vierte sus propios hijos -miles y miles de bolsas- al mar, porque el
mundo se niega a pagarle todo su tributo. Conceptué de mi deber hacer una visita de cumplido a
un señor tan poderoso y que muchas veces había adelantado mi trabajo y en horas
sin cuento me había aumentado el placer de la vida social. Para ir a ver a ese
señor y rey en su residencia, tiene uno que adentrarse más en el país que en
tiempos pasados. En los comienzos, cuando los portugueses traían el café de
África a América -Enrique Eduardo Jacobo cuenta en su libro magnífico la
leyenda de aquella migración-, las plantaciones se encontraban cerca de la
costa. Durante siglos enteros, los valles vecinos de Santos y algunos de los
hermosos parques de Tijuca, en las inmediaciones de Río de Janeiro, estaban
convertidos en plantaciones de café; los negros llevaban las bolsas a cuestas
desde los cafetales directamente a los buques. Mas, en el curso de decenios y
decenios, la tierra de esas regiones resultó cansada después de haber producido
y alimentado centenares de miles de semillas mágicas: los granos resultaron más
pequeños que antes, menos eficaces y menos aromáticos. Una planta de café vive
ochenta años, es decir, que alcanza exactamente la edad patriarcal del hombre. Como en el Brasil nunca faltan terrenos incultos, las
plantaciones fueron trasladadas cada vez más tierra adentro, de Santos a São
Paulo, donde la tierra fértil y roja produce cuatro veces más que el suelo de
Río; de São Paulo a Campinas, y siempre adelante hacia el interior. ¡Vamos,
pues, a visitar al café en su actual residencia! Seguimos sus huellas en un
viaje nocturno de doce horas, de Río de Janeiro a São Paulo; de São Paulo otras
tres horas de tren a Campinas, antigua colonia de los jesuitas; luego, un viaje
en automóvil, y henos aquí en el país del café, y finalmente, en una fazenda. Fazenda, o, en español, hacienda. ¿Por qué nos es tan
familiar esta palabra? ¿Por qué nos es tan conocida, de singular sabor
romántico, despertando intensos y resonantes sentimientos olvidados? ¡Ah, la
reconocemos! Nada se liga tan íntimamente a nuestro ser como los libros leídos
con entusiasmo en la juventud. ¡Cómo nos figuramos plásticamente, con los ojos
de la imaginación juvenil, aquellas haciendas del Brasil y de la Argentina en
las novelas de Gerstaecker y de Sealsfield, aquellas fincas en medio de la
selva tropical, o las inmensas pampas, esas lejanías exóticas, donde siempre
acechan peligros y aventuras inauditas! ¡Cuán ardiente era el deseo de ver todo
eso un día! Y ahora estamos aquí, aunque no llegamos montados en fogoso cimarrón,
sino en un automóvil que nos conduce tranquilamente al patio, pasando por la
entrada cubierta de una enredadera en flor; pero la fazenda ofrece exactamente
el mismo aspecto que en los grabados antiguos y en las descripciones que
leímos, cuando jóvenes, en los libros olvidados: una casa chata, de un solo
piso, colocada en el centro de la propiedad que se extiende hasta perderse de
vista, y con una galería corrida, ancha y umbrosa, por sus cuatro costados.
Cerca de ella, vemos las casas de los trabajadores, agrupados en torno a una
pequeña plaza rectangular, y recordamos haber leído en los libros que allí
vivieron, hace sólo cincuenta años, los esclavos, que por la tarde se reunían
en aquel sitio y cantaban sus canciones melancólicas; y tal vez alguno que otro
de los negros encanecidos que andan por allí, silenciosos y contentos, recuerde
todavía los tiempos pasados. Mas, no bien entramos en la casa hospitalaria, el
reloj del mundo se pone a la hora actual: miramos todavía el artesonado; los
muebles heredados, de acaya preciosa y dura como piedra; la vajilla de plata y
los oratorios, guardados respetuosamente desde los tiempos de los portugueses.
Pero desde hace mucho tiempo estas fazendas ya no son lugares solitarios, a los
que de vez en cuando llega un viandante tras muchas aventuras azarosas, sino
que son casas de campo modernas, con todo confort, piletas de natación, campos
de juego, radio, gramófono y libros (entre estos últimos encuentras -¡niño,
nunca soñaste con eso!- gran número de los tuyos propios). La alegría y la
amabilidad ,reinan aquí en lugar del peligro de antaño: el siglo de la técnica
ha hecho habitables las regiones más tropicales y más desiertas. Las plantaciones propiamente dichas se extienden en
torno a la fazenda por ondas de colinas, dilatadas y suaves: cada una de las
casas se halla situada cual isla dentro de un infinito océano verde. Mas ese
verde resulta -¡adiós, romanticismo! muy monótono, y no hemos de callar que las
plantaciones de café o de té son, a decir verdad, cosas bastantes aburridas. Los cafetos, todos ellos de igual altura y anchura y
del mismo verde frío, se hallan a igual distancia uno de otro, produciendo la
impresión de una columna de soldados vestidos con uniforme color de clorofila,
en vez de gris de campaña, y que marchan sin brío y sin ostentación de colores;
pronto la vista se cansa de mirar esas colinas verdes y como peinadas, y
experimentamos cierto alivio al descubrir un sitio poblado de plátanos, que con
sus racimos revueltos y meciendo sus copas, parecen tener más individualidad y
no ofrecen un aspecto de tan triste monotonía. Mas el significado del cafeto no
reside en su hermosura, sino en su fertilidad; cada uno de esos arbustos, que
no llegan a la altura de un hombre, produce, como mínimo, dos mil bayas al año
(en estas plantaciones de café de alta calidad la recolección se efectúa una
sola vez por año), y dado que en estas fazendas se recogen los frutos de, a
veces, centenares de miles de cafetos, se puede comprender el misterio de estas
tierras profundas y oscuras, que llenan tales cantidades inimaginables de jugo
y dulzura hasta el núcleo de la última baya. La recolección propiamente dicha es muy sencilla. Es
la única labor para cuya realización la técnica aun no ha inventado nada que
sustituya al hombre; las bayas se recogen con la mano, de la misma manera que
desde hace siglos, y los peones, tal vez, acompañan los mismos movimientos
monótonos con las mismas canciones monótonas que, en otros tiempos, los negros
esclavos. Luego los granos son transportados en carretillas, como si se tratara
de arena, y después en carros y camiones, a la hacienda donde se agasaja al rey
Café con varias ceremonias, como ser un lavado prolongado y, luego, un secado
al sol.: sólo entonces las despulpadoras dejan al grano libre del pergamino que
lo cubre, y el café, despulpado y lavado, es conducido por tuberías y cribas y,
finalmente, embolsado. Con ello está, o parece estar, terminado el trabajo.
No hay nada de romántico en este procedimiento, que viene a ser lo mismo que sacar
unos granos de guisante de su vaina para que se sequen, y lo único que me llamó
la atención -en el cafetal, en la hacienda y en la instalación para beneficiar
el café- fue la falta completa de aroma. Habíamos creído que al transitar por
un cafetal con millares de cafetos, percibiríamos el olor de la más aromática
de las bebidas, un olor delicioso y suave que envolviera aquel verdor y flotara
por encima de él, un olor de los que se advierten hasta en un trigal o en
cualquier bosque y tala. El café, cosa extraña, es completamente inodoro;
retiene su aroma tenazmente, en lo más íntimo. Todas las misteriosas sales, aceites e ingredientes
que despiden un olor tan fuerte y aromático luego de tostados los granos,
están, en un principio, muertos y mudos; se puede pasar por los depósitos con
los granos de café hasta los tobillos y el olor no será distinto del que se
percibe al caminar por terrenos arenosos; teniendo los ojos vendados, uno no
sabría decir si las pacas y balas amontonadas en esas haciendas contienen
algodón o café o cacao: fue una desilusión para mí, que había soñado con
encontrar aquí exhalaciones deliciosas y narcotizantes, ver los millares de
bolsas llenas de aquel exquisito estimulante para los nervios, hacinadas unas
sobre otras, muertas, mudas y sin aroma, como cemento. Y otra sorpresa nos esperaba en Santos, el gran puerto
de exportación del Brasil: habíamos creído que el procedimiento terminaba con
embolsar el café. Ahora vimos -en los grandes establecimientos- que se le
somete a otro procedimiento. No todos gustan de la misma calidad de café: unos
prefieren los granos de tamaño grande, otros los de tamaño pequeño. Ya hablamos
visto cómo, en los mataderos de la Argentina, en el propio lugar de
exportación, las distintas clases de carne -gorda o magra, de ganado mayor o
menor- son seleccionadas según los gustos predominantes en los diversos países. En Santos, gran horno encendido junto al mar, las
semillas de café vuelven a ser sacadas una a una de sus bolsas. Otra vez se
forman con ellas montones muy altos, que luego son absorbidos por un tubo, el
bebedor de café más asiduo del mundo. Las masas amontonadas se convierten en
corriente, pasando ora hacia arriba, ora hacia abajo, por una serie de cribas
que separan los granos de tamaño mayor de los de tamaño menor, al tiempo que
manos de mujeres, tostadas y ágiles, sacan de las cintas transportadoras, las
semillas atrofiadas, que no sirven; de esta suerte, la producción es
clasificada según calidades; se ponen uniformes y nombres a las distintas clases
de café; la máquina que pesa y calcula automáticamente llena cada vez otra
bolsa -que ya lleva número y marca de calidad- de, justamente, cincuenta
kilogramos de una misma clase, y mientras la bolsa, que momentos antes estaba
abierta y acaba de ser llenada en un abrir y cerrar de ojos, es arrastrada por
la cinta transportadora, otra máquina la cierra cosiéndola por su extremo
superior. Sólo ahora, después de esas distribuciones complicadas y
supertécnicas, el café está, en efecto, listo para el viaje en vapores que lo
esperan en el puerto para conducirlo a todas las partes del mundo. Y aun la última fase del transporte, del almacén a la
embarcación, nos deja admirados. Pues las bolsas ya no son llevadas a bordo,
como en tiempos pasados, en los hombros de hombre tostados por el sol, subiendo
por unas planchas. Tampoco las grúas bajan, como lo hemos visto en otros
puertos, girando elegantemente, la mercancía amontonada en el muelle a la
bodega de los vapores; sino que aquí arriman un puente de acero, que se mueve
sobre rieles, y lo ponen a la altura de la borda. El puente lleva montado un
rosario, una alfombra rodante, que transporta las bolsas directamente (de una
manera mucho más cómoda que a los pasajeros) desde el fondo de sus depósitos a
bordo de los buques. Es agradable a la vista ese correr silencioso, mudo,
mecánico: como un rebaño de ovejas que tienen que pasar una detrás de otra por
una senda estrecha, así, durante horas enteras, las bolsas blancas salen una
detrás de otra de los almacenes y entran suavemente a los buques, y es ahí
donde uno llega a tener una idea exacta (pues las cifras mismas nunca pasan de
ser cosas abstractas) de las fabulosas cantidades de mercaderías que caben en
el fondo de un buque que sale para un viaje de dos semanas; y como aquí todos
los días las embarcaciones están esperando borda con borda, imaginamos,
también, las enormes cantidades que la humanidad bebedora de café consume a
cada hora. El buque voraz acaba de llenarse de café. A una pitada
cesa el movimiento de la cinta transportadora; una o dos bolsas, impulsadas
todavía por el rápido movimiento, se arrastran lentamente detrás de las otras.
Oyese la señal estridente del vapor; las turbinas se ponen en marcha y el buque
deja la costa del café. Todavía las casas resplandecen al sol; todavía se
yerguen las esbeltas palmeras; pero cada vez brilla más lejos el inmenso verdor
de ese mundo tropical, y bien pronto sólo las colinas se distinguen vagamente,
y luego, desaparece también aquel último saludo del reino del café. ¡Ya pasó! ¡Pasó y ya está convertido en recuerdo! Y,
sin embargo, cuando, de vuelta a casa, tomemos una taza de aquella bebida
deliciosa y la más propicia para las artes, el exquisito aroma nos hará acordar
el sol tropical, que encerró ese fuego oculto en el núcleo interior; la luz
llameante, bajo la cual están ardiendo aquí todas las cosas existentes; y todos
los árboles y todas las ensenadas de ese paisaje extraño, que, mientras se le
contempla, estimula al hombre, irresistiblemente, para darse a fantasear y que,
en lontananza, despierta. un vehemente deseo de volver a esas regiones donde la
naturaleza, continúa creando libre, potente e inagotablemente. VISITA A LAS DESAPARECIDAS CIUDADES DEL ORO Villa Rica y Villa Real, que en el siglo dieciocho
fueron las ciudades más ricas y famosas del Brasil, hoy ya ni siquiera figuran
en el mapa. Los cien mil hombres que las habitaban en una época en que Nueva
York, Río de Janeiro y Buenos Aires no eran sitio poblados sin importancia,
dispersáronse y hasta los nombres pomposos han abandonado a esas ciudades. Villa Rica, que la vox populi escarnecía luego
cambiando su nombre por el de Villa Pobre, se llama hoy Ouro Preto, y no es más
que una romántica villa provincial con unas pocas docenas de calles sin
empedrar. En el lugar de Villa Real se alza una pobre aldea que se recoge
humildemente a la sombra de la nueva capital del Estado de Minas Geraes, el
moderno Bello Horizonte. Su brillo y su grandeza duraron apenas un siglo. Este fugaz esplendor de riqueza y oro, que entonces
iluminaba el mundo entero, provenía del pequeño río de las Velhas y de los
flancos de los cerros que bordean su curso: fue una aventura iniciada por
aventureros y que no se repitió. A fines del siglo diecisiete, penetra por primera vez
en esa zona inhóspita, sombría, un grupo de bandeirantes, de aquellos
individuos osados que, partiendo de São Paulo, recorren el país entero en busca
de esclavos y metales. Durante semanas y semanas vagan por los desfiladeros sin
caminos, sin hallar una morada, un vestigio humano. Pero no cejan en su empeño,
porque las montañas relucen en las partes donde se ha desprendido la capa
superior con brillo de metal blanco y la tierra irradia un color rojo oscuro,
como si estuviese saturada de fuerzas misteriosas. Por fin, la suerte se les
muestra propicia: el pequeño río de las Velhas, que en su curso inquieto desde
Ouro Preto hasta Mariana roe los cantos de los cerros, arrastra entre su arena
oro, oro puro, de buenos quilates, y, sobre todo, en abundancia. Basta recoger
la arena, en vasijas de madera, y zarandearla, y deposítanse entonces en el
fondo las preciosas pepitas. En ninguna parte del mundo el. oro se halla, en el
siglo dieciocho, en tanta cantidad, tan a mano, tan fácilmente, como en esa
región montañosa del Brasil. Uno de los bandeirantes lleva el primer botín en una
bolsita de cuero a Río do Janeiro -distante, en ese entonces, dos meses de
viaje, y hoy, dieciséis horas en tren-, otro lo lleva a Bahía, y en el acto se
inicia un asalto a aquel yermo, comparable únicamente al que se produjo en
oportunidad del descubrimiento de los yacimientos auríferos de California. Los
plantadores abandonan sus sembradíos de caña; los soldados, sus cuarteles; los
clérigos, sus iglesias; los marineros, sus barcos; en botes, jinetes a caballo,
en mulas y a pie, enormes multitudes se abren camino, obligando a sus esclavos
negros, a latigazos, a acompañarlas. No tarda en llegar de Portugal la primera,
segunda y tercera leva, y poco a poco acumúlanse tales masas, que amenaza
producirse una escasez de víveres en ese páramo sin ganadería ni vegetación.
Iniciase una animación caótica, ya que aún no se ha establecido en el lugar una
autoridad que hiciese respetar !as leyes. Por desgracia, nos falta el
competente testigo ocular literario, el Bret Hart brasileño, que nos
describiese lo fantástico de ese primer tumulto desencadenado; pero, de todos
modos, debe haber sido sin igual. Los paulistas, los descubridores, luchan
contra los emboabas, los intrusos. Según su modo de ver, el oro les pertenece
de modo exclusivo, como recompensa por las expediciones sin fin que sus padres
y sus hermanos habían emprendido, en vano, desde São Paulo. Son vencidos, pero
con ello no se establece la paz. Donde hay oro, impera la violencia. Los
asesinatos, los robos y hurtos aumentan de hora en hora, y, desesperado,
exclama el padre Antonil en su precioso libro (de 1708): «Ninguna persona
sensata puede abrigar dudas en el sentido de que Dios sólo hizo descubrir tanto
oro en las minas para castigar con ello al Brasil». Durante más, de dos lustros reina en ese valle lejano
un caos absoluto. Por último, interviene el gobierno portugués, para asegurarse
su propia participación del oro que esos aventureros indisciplinados malgastan
o exportan por medios subrepticios. Coloca un gobernador al frente de la nueva
capitanía, el conde de Assumar, quien llega ahí con tropas de infantería y
dragones para asegurar la autoridad de la corona. Con el fin de obtener una
fiscalización exacta, dispone, como primera medida, que no salga una sola pepita
de oro del territorio de la provincia. Todo el oro debe ser entregado primero a
la fundición que él establece en el año 1719 y donde el gobierno puede
descontar de inmediato la parte que le corresponde por ley, un quinto de todo
el oro encontrado. Pero los buscadores de oro repudian cualquier clase de
fiscalización. ¿Qué les importa, en aquel yermo, el rey de Portugal?
Bajo el mando de Felipe dos Santos reclútanse dos mil hombres, toda la
población blanca y semiblanca de Villa Rica, para amenazar al gobernador,
quien, sorprendido por la inesperada revuelta, concede a los sublevados, por un
documento obligado, todo cuanto exigen. Pero, al mismo tiempo, moviliza en
secreto sus tropas y sorprende, a su vez, a los amotinados, de noche, en sus
casas. Felipe dos Santos es descuartizado, parte de la población incendiada, y
en adelante se impone a Minas Geraes el orden mediante los recursos más severos
y aun más crueles. En medio del hormiguero de esclavos y lavadores de oro que
trabaja, excava, transporta y zarandea, las míseras chozas de barro, y las
tiendas levantadas a toda prisa van transformándose, y paulatinamente empiezan
a destacarse los contornos de una ciudad cabal. En torno al palacio del
gobernador, la casa de fundición y la cárcel, que también tiene importancia
para una administración ordenada, se agrupan casas de piedra; estrechas calles
arrancan de la plaza principal, poco a poco so levantan iglesias y, con la
riqueza inconmensurable que cincuenta y aun cien mil esclavos infatigables
extraen y zarandean, llega a esas ciudades un lujo absurdo, un lujo frenético,
infantil, que forma grotesco contraste con la soledad y el apartamiento de ese
valle desierto. A principios del siglo dieciocho se extrae en Villa
Rica, Villa Real y Villa Alburquerque solas, más oro que en todo el resto de
América, sin excluir Méjico ni el Perú, mucho más famosos. Pero dentro de aquel
yermo, poca cosa puede comprarse con oro; por eso, los desdichados dementes del
oro se abalanzan ávidos sobre cualquier baratija pomposa que los mercaderes
acarrean a esos valles inhospitalarios, donde las venden con centuplicado
provecho. Aventureros que hasta ayer eran todavía mendigos, se pasean ahora con
abigarrados trajes de terciopelo, presumen con medias de seda y pagan por una
pistola con incrustaciones veinte veces más ducados que monedas de plata se
pagan en Bahía por esa misma mercancía. Una mulata bonita cuesta más que en la corte de
Francia la más dispendiosa de las cortesanas. Todos los cálculos, todas las
medidas terminan por ser absurdas aquí debido a la abundancia del metal, que se
obtiene con excesiva facilidad. Individuos harapientos pierden en una noche a
los dados o a los naipes importes con que en Europa se podrían adquirir los
cuadros más valiosos de un Rafael o un Rubens, o que bastarían para fletar
barcos enteros o para edificar hermosos palacios. Pero esos individuos, que
hace tiempo ya se consideran demasiado distinguidos como para empuñar
personalmente la pala, prefieren comprar con su oro esclavos y más esclavos
para que éstos les extraigan oro y más oro. El mercado de esclavos de Bahía no
da abasto y los barcos casi resultan insuficientes para transportar tanta carga
negra. Y así crece la ciudad de año en año; ya todas las colinas están
cubiertas de refugios para esos animales de trabajo, negros, como con
construcciones de termitas; ya las casas de los dueños de esclavos y
explotadores de oro se vuelven más bonitas. Se levantan -signo de riqueza
excepcional- incluso hasta un segundo piso, y se llenan de muebles y adornos. Llegan, desde las ciudades de la costa, artistas,
atraídos por el lucro soñado, para edificar iglesias y palacios y para adornar
las fuentes con esculturas. Unos decenios más de tal progreso vertiginoso y
Villa Rica habrá de transformarse en la ciudad más rica, más hermosa y más
poblada de América. Pero el falaz milagro desaparece del mismo modo
fantasmagórico como surgió. El oro del río de las Velhas no era sino oro de
aluvión, y, al cabo de cincuenta años, queda agotada la preciosa superficie.
Para sacar el pérfido metal de las entrañas de la roca, de la que siglos y tal
vez milenios lo habían extraído y reducido a pepitas con trabajo invisible,
faltan a los primitivos lavadores de oro la fuerza, las herramientas y, sobre
todo, la paciencia. Durante un tiempo procuran abrir galerías directamente en
la roca, para llegar hasta el precioso metal, pero el esfuerzo resulta vano, y
no tarda en dispersarse el tropel nómada. Los negros son reconducidos por la
fuerza a las plantaciones de azúcar, y sólo tal o cual aventurero fija su
domicilio en la matta, los valles fértiles situados a menor altura. Al cabo de
uno o dos decenios, las ciudades del oro quedan abandonadas. Las chozas de
barro, donde residían los esclavos, se hunden en el suelo sin dejar rastro, el
viento y la lluvia dispersan los techos de paja que las cubrían; las casas de
la propia ciudad se convierten en ruinas y, por espacio de casi dos siglos, no
se construyen otras. Como en los tiempos del comienzo, nuevamente es trabajoso
llegar hasta esos lugares desaparecidos y olvidados. Es verdad que, gracias a la técnica moderna, resulta
fácil el acceso a la actual capital de Minas Geraes, fundada poco antes de
comenzar nuestro siglo; el avión cubre en hora y media la distancia entre Río
de Janeiro y el altiplano de Minas Geraes, para la que, en su tiempo, los
primeros bandeirantes empleaban dos meses de viaje, y aun el ferrocarril de
nuestros días necesita dieciséis horas. Esa nueva capital del Estado, Bello
Horizonte -en el Brasil se hallan las variantes más singulares en todos los
dominios y también en el de las construcciones de ciudades-, no ha crecido
orgánicamente, sino que ha sido proyectada; es una ciudad creada por la
voluntad, la previsión y el cálculo que toma en consideración decenios de
progreso. La capital primitiva, tradicional, de Minas Geraes, la antigua Villa
Rica, que hoy se llama Ouro Preto, no podía modernizarse sin echar a perder,
simultáneamente, un documento sin par de la historia del Brasil. Por lo mismo,
el gobierno resolvió construir una capital completamente nueva al lado de la
anterior, y ello en el sitio que por el paisaje es el más hermoso, y, por el
clima y geográficamente, el más conveniente. En un principio, debía llamarse ciudad de Minas, pero,
en consideración de su amplio panorama -aquí se ven las más bellas puestas del
sol del Brasil-, se prefirió darle el bonito nombre itálico de Bello Horizonte.
Mas, mucho antes de procederse a la denominación, mucho antes de colocarse la
piedra fundamental de la primera calle, se había modelado esa ciudad
completamente, con un trazado sumamente previsor. No se quería confiar al azar ni su forma ni su
desarrollo, y cada barrio tenía de antemano su destino, cada calle su ancho y
dirección, y todo edificio público debía adaptarse con rasgos propios y a la
vez armoniosamente al futuro conjunto de la ciudad. Bello Horizonte es, lo
mismo que Washington, el resultado feliz y ejemplar de un proyecto no trabado
por el pasado y tendiente únicamente al futuro. Imponentes diagonales dividen
de modo muy sensato y bien calculado el circulo en que -guardando distancias e
intervalos regulares- la ciudad se despliega y se desplegará cada vez con mayor
amplitud. En el centro están reunidos los edificios de la
administración pública. Amplios jardines comunican las calles simétricas con
los alrededores, y cada calle tiene, alternativamente, el nombre de ciudades,
regiones y grandes personajes brasileños, de modo que un paseo a lo largo de la
periferia proporciona a la vez un curso sistemático de geografía e historia
brasileñas. Ideada desde un principio como ciudad modelo, Bello Horizonte
cumple tal destino gracias a una organización e higiene ejemplares. Mientras en
otras ciudades encanta precisamente la multitud de contrastes, la yuxtaposición
y el caos pintoresco de distintas capas culturales y cronológicas, sorprende en
Bello Horizonte la homogeneidad perfecta y armoniosa. Ciudad absolutamente
bonita, por haber nacido de una idea, Bello Horizonte ha conservado una
claridad de línea de desarrollo único, y el sentido de esa idea, incorporada a
su construcción -la de ser capital de un Estado que es tan grande como un reino
europeo-, se manifiesta de año en año con mayor claridad. Fundado en 1894, era
en el año 1897 todavía poco más que un pedazo de tierra incultivada, y cuenta
hoy ya con más de 150.000 habitantes y se halla, en virtud de su situación
favorable y su excelente clima, así como gracias al proyecto previsor, en
rápido crecimiento, que es además absolutamente armonioso. A pesar de todos los
cálculos, no puede preverse hasta dónde podrá desarrollarse una vez que se
inicie sistemáticamente la explotación metalúrgica de ese Estado riquísimo y
cuando Minas Geraes despliegue todo su poderío industrial. A una próxima
generación el nombre de Bello Horizonte le será, sin duda, tan familiar como
los de Río y São Paulo. Trasladarse de Bello Horizonte a Ouro Preto, de la
nueva capital a la antigua, significa tanto como viajar del futuro al pasado,
del mañana regresar al ayer. Apenas se dejan tras de sí las calles asfaltadas
de la nueva capital, y ya las carreteras empiezan a recordar muy intensamente
el pasado, pues la roja tierra barrosa despide, por efecto del calor, una nube
de polvo, y tras un aguacero conviértese en una masa pegajosa; como otrora, aun
hoy no es del todo fácil y cómodo llegar hasta el mundo del oro. Contemplando
el panorama desde el claro y acogedor altiplano de Bello Horizonte, creí que
detrás de la escarpada cadena de montañas había de extenderse un paisaje
limpio, llano y tropical. Pero, en realidad, la carretera conduce en curvas
incesantes, subidas y bajadas continuas, siempre a través de nuevas serranías.
En algunos puntos ascienden a mil y aun a mil cuatrocientos metros, a picos
sobresalientes, desde los cuales la vista abarca un panorama cuya grandiosidad
sólo tiene par en Suiza: montaña tras montaña, como gigantescas olas
petrificadas, un nuevo océano verde e infinito, de piedra y selva. Fuerte y
perfumado, pasa el viento sobre esas alturas, y su susurro quedo es el único
tono que se advierte en esa soledad. Ningún vehículo en la carretera, apenas
una choza en un trayecto de horas, ningún carro labrado, ningún tañido de
campanas, ningún canto de pájaro. Siempre y sólo el sonido original de los
comienzos de los tiempos en ese mundo vacío, inanimado, que no parece conocer
aún el hombre. Y, sin embargo, hay en ese solitario paisaje de salvaje belleza
algo que excita extrañamente la fantasía; se siente que aquí se oculta en la
tierra, en la roca y en el río un secreto peculiar. Un brillo extraño emana de
las quebradas, un centelleo de mineral y metal. Aun sin saberlo, por mérito de
lecturas; y estudios, se sospecharía, por el mero fulgor brillante, que esas
montañas guardan en sus entrañas metal, un tesoro de metal inexplotado aún y
casi incalculable. Lo revela la misma carretera con su barro polvoriento, tan
saturado de hierro, que se vuelve de un rojo oscuro y da al automóvil, después
de corto viaje, un brillo purpúreo, tornándolo semejante al carro flamígero del
profeta Elías. Lo revela también el río, el río de las Velhas, que arrastra,
pesada y saturada, la arena refulgente. Yace aquí oculto un brillante mundo
subterráneo lleno de valiosos cuarzos, y pasarán decenios aún, tal vez siglos,
antes de que se ofrezca a la impaciencia humana. Más, ahora, ningún golpe de
azada, ningún traqueteo de maquinas interrumpe la soledad; sigue la carretera,
ora subiendo, ora bajando, por las pétreas vueltas, arriba y abajo, y ya se
está a tal punto acostumbrado a esa inanimada grandiosidad que sólo se espera
encontrar nuevas viviendas humanas abajo, en el valle. Aquí arriba, según lo
que se cree, no vive nadie, ni ha morado jamás hombre alguno. Pero de improviso, en una nueva curva, refulge algo
con un doble relámpago blanco: las dos torres claras de una esbelta y bonita
iglesia. Y aterra casi tan súbita irrupción de perfección humana en esa soledad
dura y severa. Pero he aquí, en la colina vecina, una segunda iglesia,
igualmente liviana, esbelta y blanca, y una tercera. Son tres de las once
iglesias que protegían la otrora poderosa ciudad de Villa Rica y que ahora
protegen la pequeña ciudad adormecida de Ouro Preto. Es como irreal la primera impresión que causan esas
iglesias prominentes, que alzan su belleza, libres y orgullosas, hacia el
cielo, mientras a sus pies algo se tiende, pequeño e incierto, como un sobrante
olvidado o tirado: esa ciudad transportada a ese lugar por el ave maravillosa
del cuento de hadas, esa ciudad que de repente se cansó y que, expoliada por
sus habitantes, no logró nunca más sobreponerse a su agotamiento. Nada cambió en esa ciudad, mientras en Río de Janeiro
y en São Paulo se construye una casa nueva cada hora y por todas partes las
dimensiones aumentan de un modo fantástico, con un vigor de crecimiento
tropical. Por la plaza principal, donde se alza el que fue palacio del
gobernador, cuya autoridad alcanzaba a cien mil personas, pasan unos pocos
individuos, a modo de sombras, que se pierden en las estrechas y pedregosas
calles laterales; trotan mulas, exactamente como en los tiempos coloniales, en
largas filas, una tras otra, con su carga de leña; en oscuro recinto trabaja el
zapatero con la misma brea, las mismas herramientas y el mismo alambre que
usaban sus antepasados, como esclavo o hijo de esclavo. Las casas parecen a tal punto cansadas que dan la
impresión de estar tan juntas y bajas para apoyarse la una en la otra; su
revoque es viejo y gris, ajado y arrugado, como el rostro de un anciano.
Sabemos que por ese mismo empedrado irregular, tanto aquí como en Mariana,
subían y bajaban por las callejuelas los abuelos y antepasados más remotos de
esa misma gente, llevando idéntico indumento y dirigiéndose a igual tarea: al
anochecer, se tiene la impresión fantasmagórica de que esos hombres son todavía
los mismos de antaño o su sombra. A veces se queda uno sorprendido porque las
campanas de las iglesias cuentan las horas, pues ¿para qué indicar el tiempo
cuando se ha detenido y está parado? Cien años o doscientos no parecen aquí más
que un día. Se pasa, por ejemplo, a lo largo de una hilera de casas quemadas;
sin techo ni vigas, yérguense, tiznadas, las murallas desnudas y medio
derruidas. Dan la impresión como si una semana atrás, un mes atrás acaso, se
hubiera producido ahí un incendio y la gente no se hubiese tomado aún la
molestia de remover los escombros. Pero entonces nos informan que ésas son las
casas que en el mes de julio de 172ó había mandado incendiar el gobernador,
conde Assumar. En todos esos años no se movió una mano para reconstruirlas o
para derribarlas por completo. En Ouro Preto, en Mariana y en Sabará todo ha
quedado tal cual estaba en el tiempo de los esclavos y del oro. Con alas
invisibles, y sin tocarlas, ha pasado el tiempo sobre las desaparecidas
ciudades del oro. Pero precisamente ese estacionamiento del tiempo
presta hoy a esas ciudades hermanas de Ouro Preto, Mariana, Sabará, Congonhas
do Campo y São Joao d’El Rei, su peculiar encanto. En medio de un paisaje
variado, se conservan, como de ordinario bajo los cristales de un museo, la
imagen del tiempo y de la cultura coloniales tan incólume como en ninguna otra
parte de América y acaso de un modo más impresionante que en cualquier otro
lugar. Esas viejas ciudades mineras son, hoy por hoy, el Toledo, la Venecia, el
Salzburgo, el Aigues-Mortes del Brasil, historia hecha imagen, y, además,
historia de una cultura nacional sin par. Por inverosímil que ello parezca, lo
cierto es que en esas ciudades apartadas, que en su tiempo ninguna carretera
comunicaba con la costa ni con el mundo, en que sólo se habían agrupado
aventureros incultos, ambiciosos de oro y de rápido lucro, nació en el corto
tiempo de su florecimiento un arte absolutamente propio. Las iglesias y
capillas de esas cinco ciudades, creadas por un solo gremio de artistas
locales, cuentan entre los monumentos más originales del pasado colonial de que
dispone el Nuevo Mundo. Y vale, por cierto, la pena hacer un viaje asaz
complicado para verlas. Esas claras iglesias bien proporcionadas, que desde
las colinas de Ouro Preto, Sabará, Congonhas do Campo y Mariana se saludan fraternalmente,
no presentan, en rigor, líneas nuevas, ni una arquitectura local típicamente
brasileña. Están todas ellas construidas en el llamado barroco jesuítico, y sus
trazados venían, sin duda, de Portugal. En cuanto a la riqueza de los
ornamentos, las superan las iglesias de San Benito y de San Francisco, en Río
de Janeiro, y en cuanto a la edad, las de Bahía. Lo que las torna dignas de
verse e inolvidables es el modo armonioso como combinan con un paisaje
completamente yermo, y su originalidad consiste en el milagro que ha hecho
posible que edificios tan grandiosos y artísticos hayan podido surgir en una
zona que en aquel tiempo estaba completamente aislada del mundo civilizado, en
el milagro, aun hoy sin explicación acabada, de que en medio de una horda,
precipitadamente acumulada, de buscadores de oro, aventureros y esclavos, haya
existido un pequeño grupo de artistas y operarios brasileños capaces de dar a
esas iglesias, de un modo perfecto y personal, tan rica ornamentación pictórica
y escultórica. Quizás es éste un secreto que nunca se revelará. Es posible que jamás se llegue a saber a ciencia
cierta de dónde procedió y cómo se unió en la labor ese grupo errante, que
recorrió muchas millas de una ciudad del oro a otra, para levantar allí, en
comunión orgánica por sobre la servidumbre ambiciosa del oro, esos monumentos
de la fe cuyo esplendor llega muy lejos. Una sola figura se destaca
plásticamente de ese grupo, la del escultor de tan fecundo círculo, Antonio
Francisco Lisboa, llamado el Aleijandinho, el mutilado. Este Aleijandinho es el primer artista verdaderamente
brasileño, y ya típicamente brasileño por ser mulato, hijo de un carpintero
portugués y de una esclava negra. Nacido en Ouro Preto, en el año de 1730, en
una época en que esa ciudad no era sino una confusión de gente presurosamente
llegada, sin casas verdaderas, sin iglesias ni palacios de piedra, se crió sin
profesión, sin maestro y sin los más rudimentarios elementos de cultura. Lo que
primero llamó la atención de los demás en ese mulato travieso fue su fealdad
demoníaca, que le dio una especie de fraternidad bastarda con Miguel Ángel,
cuyo nombre, seguramente, no había oído nunca y de quien jamás vio una obra.
Con sus gruesos labios de negro, sus grandes orejas caídas, sus ojos inflamados
y de mirar constantemente iracundo, su boca torcida y sin dientes y su cuerpo
deforme, debe haber tenido ya en su juventud un aspecto a tal punto repugnante
que, según cuentan los cronistas, cualquiera que se encontraba con él de
improviso sentía espanto. A ello se agregó, a partir de sus cuarenta y seis
años de edad, la horrible enfermedad que le mutiló, carcomiendo primero los
dedos de sus pies y luego las falanges de los dedos de la mano. Pero ninguna mutilación logra impedir que el tan
cruelmente señalado por la naturaleza continúe trabajando. Cada mañana, ese
Lázaro brasileño se hace conducir por sus dos esclavos negros hasta el taller o
las iglesias. Ellos dan apoyo a sus pies mutilados e inseguros, y atan el
pincel o el cincel a la mano sin dedos para que pueda trabajar. Y sólo cuando
ya ha cerrado la noche le reconducen en la litera a su casa. El Aleijandinho
conoce el horror que inspira. No quiere ver a nadie, ni quiere ser visto por
persona alguna. No quiere más que su trabajo, que le permite olvidar su sino
oscuro, insoportable. Sólo vive para su trabajo, y sólo por él y gracias a
él vivió hasta los ochenta y cuatro años. Conmovedora tragedia de un artista, en cuya alma
ensombrecida anidaba tal vez un genio auténtico y a quien una suerte adversa
negó la oportunidad de realizar sus posibilidades supremas, verdaderas. Es
posible que en ese mulato mutilado viviese el germen de un escultor, cuyas
obras habrían estado destinadas al mundo entero. Pero perdido en una apartada
aldea de montaña, en medio de la soledad tropical, sin maestro, sin camaradas
que le ayudasen, sin conocimientos y, aun sin idea de los grandes ejemplos, ese
pobre mestizo sólo pudo aproximarse trabajosamente y por senderos inciertos a
la obra de real valor. Solitario, como Robinsón Crusoe en su isla, Lisboa nunca
vio una estatua griega en el yermo cultural de su pueblo de buscadores de oro,
ni siquiera una copia de Donatello o de cualquiera de sus contemporáneos. Nunca palpó la superficie blanca del mármol, ni
conoció la ayuda propicia del fundidor de metales. Nunca hay un compañero a su
vera para enseñarle las leyes del arte ni los secretos técnicos transmitidos de
generación en generación. Mientras otros aprovechan el aplauso, se exaltan en la
emulación ambiciosa, él permanece solo en su soledad que asesina el alma, y
debe buscar, labrar, inventar lo que otros encontraron listo y a su disposición
y acabado desde los siglos. Pero el odio a los hombres, la aversión que le
inspira su propia figura repugnante, le empuja cada vez más al trabajo y, de un
modo penosamente lento, al encuentro de sí mismo. Mientras sus plásticas
ornamentales sólo son de buen gusto, artísticas, desde el punto de vista
profesional, en tanto que sus figuras no salen del esquema del barroco,
alcanzan a los setenta, a los ochenta años, una expresión artística propia,
personal. Las doce grandes estatuas de piedra jabón, esa extraña
piedra blanca, pero resistente al tiempo, que coronan la escalinata de la
iglesia de Congonhas do Campo, tienen, pese a todas sus fallas técnicas y
torpezas, un ímpetu y una grandeza acabados. Genialmente adaptadas al
escenario, respiran al aire libre con fuerte movimiento, mientras las
reproducciones en yeso que se conservan en Río de Janeiro dan una impresión de
rigidez. Un alma indómita se manifiesta en sus gestos extáticos y altivos. El
esfuerzo y tormento de una oscura vida mutilada se convierte en ellas en obra
de arte o, cuando menos, en efecto artístico. Los demás artistas -en parte anónimos- que
intervinieron en la construcción y ornamentación de esas iglesias también
tuvieron que vencer dificultades sin cuento. No disponían de los bloques de
piedra necesarios para dar a los edificios toda su fuerza, ni de mármol, y
tampoco de las herramientas para labrarlo; pero tenían oro, oro en abundancia.
Podían dar brillo con el valioso metal a las balaustradas de madera, a los
marcos y molduras, y por eso los altares irradian un fulgor intenso. Es fácil
imaginarse que los primitivos habitantes, que moraban en refugios miserables,
que apenas si tenían una cama y no disponían sino de un traje, un puñal y una
pala, se sentían orgullosos cuando es las iglesias albas, con toda la
magnificencia de sus cuadros y esculturas, llevaban a su vida bárbara y
desenfrena un presentimiento de la belleza supraterrena. Pronto, los esclavos
negros no querían quedar a la zaga de los demás. Ellos también querían
iglesias, donde los santos debían de ser de color oscuro, como ellos mismos, y
aportaron sus escasos ahorros para edificarse igualmente tamaña magnificencia.
De esta suerte surgió en otro solar de Ouro Preto la iglesia de Santa Ifigenia,
donada por el Chico Rey, un esclavo negro que en África había sido príncipe de
una tribu y que, luego de haber sido particularmente afortunado en la búsqueda
de oro, había comprado la libertad para sí y para otros esclavos de su tribu.
Esa corona de iglesias brilla hoy en medio de la solitaria región montañosa y
por encima de las ciudades desaparecidas. Un aspecto incomparable, y un cabal
consuelo para la vista. Lo que el río había acarreado con esfuerzo eterno, la
parte que las montañas cedieron de sus tesoros, que están lejos aún de haber
sido extraídos por completo, se transformó en el valor más noble y más duradero
de este mundo: en belleza. Hace tiempo, muchísimo tiempo, que los moradores y
las mismas ciudades han desaparecido de esos valles abandonados, pero las
iglesias quedaron como vigías y testigos de una grandeza marchita. Ouro Preto, que en su sombría decadencia es el Toledo
brasileño, y Congonhas, que, en situación más apacible y coronado de palmeras,
es el Ovieto o Asís del Brasil, han resistido el embate del tiempo, guardando
fielmente el pasado. Con toda razón resolvió el Brasil conservar intacto,
como «monumento nacional» ese legado precioso, tanto más cuanto que Ouro Preto,
por otra parte, se ha convertido en su historia nacional, debido a la
confabulación de la Inconfidência Mineira, en lugar de peregrinación. Ver esas
ciudades es una experiencia muy singular y no solamente un placer para los ojos
y los sentidos. De modo misterioso siéntese en su existencia, incomprensible en
el fondo, la magia múltiple de ese metal amarillo que levanta ciudades en medio
del desierto, que despierta en los saqueadores más bárbaros un ansia de arte,
que aquí, como en todas partes, estimula tanto los instintos buenos como los
malos y que, siendo él mismo frío y pesado, despierta, sin embargo, en los
sentidos de los hombres y en su sangre los sueños más ardientes y sagrados, la
magia, pues, de esa ilusión más misteriosa e indestructible, que una y otra vez
y siempre. de nuevo confunde al mundo. Con una última mirada sobre esas colinas
románticamente sombrías como las iglesias que se tienden sobre ellas como alas
de ángeles, se deja ese mundo singular que el brillo fatuo del oro proyectó
siglos atrás, cual un espectro en el espacio desierto. Pero nadie quiere
abandonar esos valles de oro sin haber visto con sus propios ojos siquiera una
partícula, un rastro del elemento misterioso que trajo a los hombres hasta
aquí; no se quiere volver del mundo dorado sin haber tocado, sin haber palpado
oro. La ocasión parece propicia. De vez en cuando se ve todavía, al pasar, un hombre de
pie en medio del río de las Velhas zarandeando, a la usanza antigua, la arena
en la batea. Esto tampoco ha cambiado en el curso de doscientos años: pobres
buscadores de oro, de ningún modo románticos, tientan todavía la suerte, ya que
todo el mundo tiene permiso para buscar el oro de aluvión según los métodos
antiguos. Hubiera querido contemplar y observar a uno de esos pobres buscadores
de fortuna en su penosa tarea, pero se me advirtió que no perdiera el tiempo. Durante horas y horas, a veces durante días y días,
esa gente paupérrima zarandea en balde su batea, recogiendo sin ton ni son la
arena del lecho del río. Hoy ya es una suerte muy grande cuando, por fin, uno
de ellos encuentra una sola minúscula pepita en su criba. Ella le permite vivir
unos pocos días estrechamente, para luego volver a sacudir por semanas y
semanas. Buscar oro en la arena de aluvión se ha convertido aquí en tarea
trágica, desesperante. Mientras un hallazgo feliz recompensa a veces el trabajo
de años de un grampeiro, un buscador de diamantes, esos francotiradores de la
caza del oro están en situación peor que el más pobre de los obreros. Ha tiempo ya que la explotación de oro sólo es posible
sobre una base organizada y colectiva, como en las minas modernas de Morro
Velho y de Espirito Santo, que son dirigidas por ingenieros ingleses y servidas
por máquinas norteamericanas. Es una industria complicada, excitante y digna de
verse, que conduce de la luz del día, hasta las entrañas de la tierra. Desde
que el oro de Minas llegó a conocer a los hombres en toda su brutalidad, se
retiró y escondió de ellos en las rocas. Ya no permite ser asido fácilmente, pero
en los millares de años de cacería, el hombre también se ha vuelto mucho más
hábil y refinado que sus antepasados. Inventó con la técnica un arma efectiva,
y dentro de las galerías profundas, cada vez más profundas, manos de acero
procuran ahora llegar hasta el malicioso metal. Las galerías han horadado la
roca hasta dos mil metros de profundidad, y no pasan minutos, sino horas, antes
de que el ascensor llegue a la galería más profunda. Allá se cumple la tarea
principal. Con perforadores eléctricos se despedaza el mineral oscuro, que es
luego transportado hasta el ascensor en pequeñas vagonetas tiradas por burros,
pobres burros grises, condenados a trabajar y dormir toda su vida en las
galerías, iluminadas por luz eléctrica, esclavos y víctimas, como los hombres,
del oro. Sólo tres veces por año, en los días de Pascua, de Pentecostés y de
Navidad, se les permite subir, por una sola jornada cada vez, a la luz del día,
mientras las tareas permanecen en suspenso. Apenas ven la luz del sol, los
pobres animales empiezan a gritar jubilosamente, a saltar y a revolcarse
gozosos de la luz verdadera, que tanto tiempo echan de menos. Pero lo que se
transporta en aquellas vagonetas no es oro puro, ni mucho menos. No es mas que
un mineral bruto, gris, sucio, duro, un conglomerado en el que aun la vista más
penetrante no podría descubrir un resplandor de oro. Pero entonces tratan
máquinas gigantescas esos bloques de mineral, martillos enormes los destrozan,
golpean y trituran hasta que se convierten en una masa blanda, continuamente
lavada con agua, que luego pasa por tamices y por encima de mesas vibratorias.
De ente modo se separa lo metálico cada vez más del resto de la masa que no
tiene valor. La arena, purificada y muy fina ya, se tamiza
nuevamente mediante procedimientos eléctricos y químicos, hasta que, por último
al cabo de infinitas fases casi indescriptiblemente refinadas, se ha extraído
del mineral hasta la última y mínima partícula de oro. Ahora, el elemento puro
puede fundirse en crisoles candentes. Durante una o dos horas se han visto con interés y
atención esos procedimientos debidos al genio colectivo de infinitas
invenciones. Se han visto centenares, y aun millares de hombres en esa fábrica
gigantesca, los obreros en las galerías, junto a las máquinas, los cargadores,
los fundidores, los fogoneros, los ingenieros, los administradores. El trueno
de los martillos que se precipitan retumba todavía en el oído, duelen los ojos,
que han visto demasiado en el cambio constante de oscuridad, luz artificial y
natural. Se ha visto todo, menos lo principal, el oro puro, el resultado
palpable de todos esos esfuerzos fantásticos. E impaciente quiere saberse
cuánto produce la labor de los ocho mil hombres que día a día trabajan en esa
obra. Se ansía saber qué cantidades inmensas de oro produce en un día el
procedimiento complicado de esa maquinaria imposible de abarcar con una sola
mirada, y el empeño de todas las fuerzas intelectuales, manuales, químicas y
eléctricas que se han puesto en juego. Por último, se tiene oportunidad de ver
el producto de una jornada y casi se queda aterrado, ya que parece tan
insensatamente poco. No es, según yo había creído, un grandioso montón, no son
bloques enteros como en las cámaras de Moctezuma, sino una barra pequeña de
oro, no más grande que un ladrillo. Es, pues, un solo trozo de metal amarillo
lo que esos ocho mil hombres extrajeron con ayuda de complicadísimas máquinas y
con trabajo organizado del modo más hábil, y ese solo ladrillo dorado para los
ocho mil hombres, paga los intereses de las inversiones e incluso alimenta, no
se sabe dónde, a los accionistas anónimos. Y una vez más advertí la magia
diabólica que en todos los siglos ejerce ese metal amarillo sobre los hombres.
Reconocí por primera vez, con la vista y los sentidos, todo el absurdo de esa
servidumbre cuando vi en París los subterráneos del Banco de Francia, donde,
como en una especie de fortaleza, a muchísimos metros debajo de tierra, yacía
en lingotes la pretendida riqueza de Francia, muerta y fría, en realidad
millones y miles de millones imaginarios, cuando vi todo el trabajo, todo el
arte y toda la fuerza intelectual que se emplean para volver a guardar en el
seno de la tierra, en una mina artificialmente construida en París, el oro
penosamente extraído en África, América y Australia. Y aquí, en otro extremo de
la tierra, fui testigo del mismo empeño, del mismo arte, de la misma fuerza
espiritual condensados en el trabajo de ocho mil hombres para arrancar
astutamente a la tierra aquel mismo, metal muerto, sólo para que en alguna
parte vuelva a ser enterrado en ella en la galería artificial de un Banco, de
un subterráneo. Y me negué el derecho de burlarme de la locura de los
buscadores de oro de Villa Rica, que se paseaban allí ataviados con trajes de
gala, pues el delirio remoto se ha conservado hasta el día de hoy, y sólo
cambia de formas. Ese frío metal sigue incitando a la humanidad más
poderosamente que todas las dínamos y todas las ondas espirituales, y
determina, con efectos incalculables, los acaecimientos de nuestro mundo. Y
precisamente luego de haber visto delante de mí el ladrillo de oro frío y
absolutamente trivial, cobré conciencia de lo absurdo. Me ocurrió, pues, algo extraño en esos valles del oro.
Había ido allí para conocer mejor su poder, su efecto, en el punto de su
origen, a la vista de sus formas reales, palpables. Pero nunca conocí más profundamente el absurdo de esa
ilusión que en el minuto en que toqué, completamente falto de respeto, el
amarillo ladrillo de oro, al que aun parcela estar pegado el esfuerzo invisible
de miles de manos: no era más que frío y duro metal. Ninguna vibración, ningún
calor inundó mis manos, ninguna excitación sobrevino a mis sentidos, ningún
respeto sintió mi alma. Y no logré comprender que sirviese a esa ilusión la
misma humanidad que, sin embargo, es capaz de crear tan grandes y brillantes
obras como aquellas iglesias luminosas, y de guardar en ellas, respetuosamente,
el legado terrenal de la eternidad: el arte y la fe. VOLANDO SOBRE EL NORTE BAHÍA: FIDELIDAD A LA TRADICIÓN Esta ciudad representa los comienzos del Brasil y
-afirmación fundada- de la América del Sur. Aquí fue establecida la cabeza del
gran puente cultural sobre el océano; aquí se preparó con elementos europeos,
africanos y americanos la mezcla nueva, en eficaz fermentación todavía. Por
eso, Bahía nos inspira respeto antes que admiración: esta ciudad tiene el
privilegio de ancianidad sobre las demás ciudades del continente americano.
Bahía, con sus más de cuatrocientos años, con sus iglesias, sus catedrales y sus
castillos, es para el Nuevo Mundo lo que las metrópolis milenarias para los
europeos; lo que para nosotros son Atenas, Alejandría y Jerusalén: un santuario
cultural. Y, lo mismo que frente a un rostro humano, se siente frente a esta
ciudad, respetuosamente, que ella tiene un destino, un pasado glorioso. La actitud de Bahía es la de una reina viuda, reina
viuda de grandiosidad shakespeariana. Está unida a los tiempos pasados. Hace
mucho que delegó el poder real en una generación joven, impaciente. Pero no abdicó,
sino que ha seguido conservando su jerarquía y, por esta jerarquía, una
majestad incomparable. Orgullosa y erguida, mira, desde lo alto al mar, por
donde han llegado todos los barcos a lo largo de los siglos, ostentando todavía
el viejo adorno de sus iglesias y sus catedrales, y esta actitud majestuosa se
ha conservado en sus habitantes. Aunque las ciudades de más reciente fundación
-Río de Janeiro, Montevideo, Santiago de Chile y Buenos Aires- son más ricas,
más poderosas y más modernas, Bahía tiene su historia, su cultura y su forma de
vida propias. De todas las ciudades del Brasil, ha sido la que más
fielmente guardó la tradición., Sólo por sus piedras y por sus calles se
alcanza a comprender la historia del Brasil; sólo aquí se comprende cómo Portugal
se transformó en el Brasil. Bahía es una ciudad que conserva, ciudad de la
fidelidad; no solamente ha protegido sus viejos monumentos contra la
precipitada invasión de lo nuevo, sino que ha conservado, exteriormente, su
fisonomía e, interiormente, su tradición a través de los siglos, con voluntad
inquebrantable. El viajero que llega por mar, la ve igual que en tiempos de los
emperadores y de los virreyes: por abajo, el puerto, indiferente, con sus
calles, repetidamente modernizadas, de los comercios, pero por encima, la
cabeza pétrea, la ciudad resumida en bastión, que espera al visitante con
serenidad y orgullo. Allí arriba los colonos se reunieron, hace cuatrocientos
años, detrás de las palizadas, para defenderse contra los ataques de piratas o
indígenas. La valla, reforzada con barro, se fue convirtiendo en muralla, al
abrigo de la cual creció la ciudad; pronto los habitantes se atrevieron a
construir iglesias y palacios sobre la roca, que constituye defensa escarpada,
y este perfil admirable, esa línea majestuosa, de amplio trazo, se ha
conservado. Nada conozco en Sudamérica que pueda compararse con
esta actitud soberbia y majestuosa con que Bahía, en el mismo sitio que en los
días de Cabral y de Magallanes, domina su puerto y sus viejos castillos, oteando
el horizonte del mar. Al subir por el camino empinado, estrecho, entre casas
próximas a desmoronarse, se observa lo rica que fue esta ciudad. No ha venido a menos, no se halla en la actualidad en
estado de pobreza. Sólo que no ha adelantado, y eso le confiere la hermosura
característica de todas las ciudades que se han pasado soñando décadas y
siglos, como Venecia, Brujas y Aix-les-Bains. Demasiado altiva para ir
impetuosa con el tiempo, compitiendo con Río de Janeiro y São Paulo en levantar
rascacielos; demasiado activa, por otra parte, para desmedrarse como las
ciudades del oro de Minas Geraes y convertirse en museo, ella sigue siendo lo
que ha sido: ciudad del Brasil de la época de los portugueses, y sólo aquí se
nota el origen del Brasil y su tradición secular. Esta tradición se observa por todas partes. Bahía, a
diferencia de las demás ciudades del Brasil, tiene traje, cocina y colores
propios. En ninguna parte se ven en las calles tantos colores como aquí, donde
la población africana, la de la época colonial, se ha conservado como conjunto;
se le figura a uno ver de continuo las escenas de Brésil pittoresque, por
Debret, en forma de cuadros animados; todas esas cosas de antaño, que hace
mucho han desaparecido de las otras grandes ciudades. Hay, sí, automóviles, que
pasan con el escape abierto por las calles, pero en los barrios antiguos se ven
mulas de carga que llevan frutas y maderas en albardas que van de un lado para
otro, y se pueden alquilar acémilas por hora como automóviles en una ciudad moderna,
y, en el puerto, la carga es llevada a los barcos, como en tiempo de los
romanos y de los fenicios, no por medio de grúas hechas con arte, sino sobre
los hombros de los cargadores. Los vendedores ambulantes, con su sombrero de
paja de ala ancha, llevan a cuestas, a guisa de una balanza muy grande, un palo
de cuyos extremos pende la mercadería; en el mercado nocturno, a la luz de
velas o de lámparas de acetileno, los vendedores están sentados en el suelo
entre montones de naranjas, calabazas, bananas y cocos. Mientras los
transatlánticos, grandes e imponentes, están amarrados a los muelles, los
buques de vela, estrechos, esbeltos y ligeros, que van hasta las islas,
cabecean todavía junto a la playa, bosque de mástiles que se mecen. Y se ven
hasta jangadas, especies de yolas de los aborígenes del Brasil, que constituyen
piezas rarísimas. En realidad, se trata de una balsa de tres o cuatro troncos
unidos sin arte, con un asiento estrecho. No se puede. imaginar cosa más
primitiva. Sin embargo, la gente se atreve a salir muy lejos en estas pequeñas
balsas, y se refiere el divertido episodio de un vapor norteamericano que, al
divisar a una de estas balsas con su mezquina vela a mucha distancia de la
costa, no tardó en acudir en auxilio de los que el capitán suponía náufragos. El hoy y el ayer, todo presenta aquí una mezcla de
miles de colores. Ahí tenemos la vieja Universidad, con su Facultad renombrada,
la más vieja del país, y ahí tenemos la Biblioteca, el Palacio, los hoteles y
el moderno club deportivo. Y dos calles más adelante nos encontramos en ambiente
portugués; casas pequeñas y bajas, atestadas de gente y de vida, las mil formas
del artesonado, y un poco más allá, los mocambos, las chozas de los negros,
entre bananeros y árboles del pan. Calles asfaltadas al lado de otras con
adoquinado de tiempos olvidados; en Bahía puede uno pasar en el lapso de diez
minutos por dos, tres y cuatro siglos, cada uno de los cuales parece igualmente
auténtico y natural. Puesto que el verdadero embrujo de Bahía consiste en que
aquí todo sigue siendo auténtico y sin segunda intención -las llamadas
curiosidades no se imponen al forastero, por estar encajadas, sin llamar la
atención, en el conjunto-, lo antiguo y lo moderno, el hoy y el ayer, lo
elegante y lo primitivo, el 1600 y el 1940, todo eso se funde en un solo cuadro
animado, que, por añadidura, está puesto en el marco de un paisaje de los más
apacibles y más amenos del mundo. Lo más pintoresco de lo siempre pintoresco son las
mujeres de Bahía, las negras de alta estatura, ojos oscuros y vestido peculiar.
Las mujeres de Bahía, aun las más pobres, usan esa vestimenta de ordinario,
todos los días, y no se puede imaginarla más pomposa. No es comparable con otra
alguna, ya que no es africana, ni oriental, ni portuguesa, sino todo ello al
mismo tiempo. Turbante, enroscado con arte exquisito, rojo, verde, amarillo o
azul o abigarrado, pero siempre en tono vivo; blusa de color, de las que usan
las campesinas eslavas y húngaras, y saya muy ahuecada, almidonada, de vuelo
acampanado. Impónesele a uno la sospecha de que, en la época del guardainfante,
las tatarabuelas esclavas de estas negras hubieran visto llevar a las damas
portuguesas semejantes faldas vueludas, conservándolas en su vestido barato, de
tela estampada, como símbolo de lujo y de elegancia. Un pañuelo, echado
dramáticamente sobre el hombro, y que sirve también para cubrir la cabeza
cuando llevan sobre ellas jarras o cestas grandes, y unos brazaletes
tintineantes de metal barato completan el indumento con que las mujeres negras
de Bahía caminan por las calles, cada una luciendo colores distintos, matices
diferentes, pero siempre llamativos. Lo imponente, sin embargo, no ha de
buscarse tanto en el vestido como en el porte con que lo llevan, en el garbo,
en los movimientos. Están sentadas en el mercado o en algún umbral mugriento,
extendiendo en rueda, cual manto de reina, su falda vueluda, de suerte que
parecen hallarse dentro de una flor gigantesca. En esta actitud majestuosa
venden las princesas negras los productos más baratos del mundo: pastelitos
untados con grasa o condimentados con especias, que preparan en un hornillo,
sobre carbón de leña, fritadas y guiso de pescado tan baratos que una hoja de
papel para envolverlo resultaría demasiado costosa. La mano negra, que hace
sonar suavemente las pulseras, nos los sirve en una verde hoja de palma. Y tan
majestuosas son aquellas mujeres cuando caminan como cuando están sentadas.
Llevan sobre la cabeza bultos muy pesados, cestos llenos de ropa blanca, o de
pescado, o de frutas, pero es un espectáculo encantador verlas caminar por las
calles con su carga, el cuello erguido, las manos puestas en jarras, seria y
desembarazada la mirada. Un director de escena que ensayase un drama de palacio
podría aprender mucho de estas princesas negras del mercado y la cocina. Por la
noche, cuando se les ve en sus tenebrosas cocinas, alumbradas apenas por las
llamas, preparando con diligencia misteriosa platos muy raros, se las creería
brujas del mundo primitivo. No, no hay nada más pintoresco que las negras de
Bahía, nada más abigarrado, ni más auténtico, ni más naturalmente animado que
las calles de esta ciudad. Aquí, sólo aquí se llega a conocer Y a comprender el
Brasil. BAHÍA: IGLESIAS Y FIESTAS Bahía no es solamente la ciudad de los colores, sino
también la de las iglesias, la Reina del Brasil. El que haya en ella tantas
como días tiene el año será tan exagerado como la afirmación de que Río de
Janeiro pueda adjudicarse islas en la bahía de Guanabara. En verdad, serán unas
ochenta iglesias. Pero dominan la ciudad. En otras metrópolis, el perfil de las
viejas iglesias que se eleva al cielo ha sido superado, hace mucho, por los
rascacielos y otros edificios modernos. No hay, acaso, nada más simbólico que la vieja iglesia
que otrora dominaba toda la Wall Street, en Nueva York, mientras hoy se acoge
tímida a la sombra de los palacios de los Bancos. En cambio, en Bahía las
iglesias siguen dominando la ciudad. Yérguense, altas e imponentes, en sitio
desembarazado, rodeadas de sus conventos y. jardines, consagrada cada una de
ellas a un patrono, a San Francisco, o San Benito, o San Ignacio. Ellas
representan los comienzos de la ciudad; son más viejas que el palacio del
gobernador y las casas lujosas. En torno a ellas se reunieron los colonos, a implorar
la protección divina en el nuevo país, y los navegantes que, al cabo de muchas
semanas de doble azul, divisaron, por fin, tierra firme, echaron de ver antes
que nada el piadoso ademán de las torres altas. Y lo primero que hicieron fue
ir a bendecir a Dios por la gracia de la feliz travesía. La más grande, aunque no la más hermosa de estas
iglesias, es la catedral, anexa al viejo colegio de los jesuitas: iglesia de
las grandes evocaciones, bajo cuyas baldosas yace Mem de Sá, el tercer
gobernador general, y desde cuyos púlpitos predicó el padre Antonio Vieira. Es
una de las primeras del Brasil y -si no me equivoco- la primera de la América
del Sur, cuya entrada está revestida de mármol legítimo; los mismos barcos que
salían de Bahía cargados de azúcar, regresaban conduciendo la piedra valiosa.
Porque para aquellos hombres devotos las cosas más preciosas eran buenas para
sus iglesias. Las calles eran estrechas, sombrías, ahogadas y
sucias; las nueve décimas partes de la población negra vivían en chozas y mocambos.
Mas la iglesia, en este país apartado, donde no había lujo alguno, debía ser
suntuosa; por eso, traían azulejos para adorno de las paredes, y el oro de
Minas Geraes revestía la madera oscura con brillo deslumbrante. Suscitóse luego
la competencia entre las órdenes. Como los jesuitas poseían una iglesia,
espaciosa y pomposa, los franciscanos deseaban poseer otra más hermosa. Y, en
efecto, la de San Francisco es de estilo más depurado, porque sus proporciones
son más sencillas. ¡Qué encanto en sus claustros! Las paredes relucientes de
azulejos, las salas adornadas con preciosas obras de talla en jacarandá, los
techos artesonados, y ¡qué gusto más sabio y más refinado en cualquier detalle!
Mas los carmelitas y los benedictinos deseaban que sus iglesias no fuesen menos
hermosas, y luego los negros querían que en la suya hubiera una virgen del
Rosario y un San Benito de su mismo color. Por eso se encuentran hoy iglesias y
conventos en todas partes, y en casi todas las calles de las mayores se dará
con una que tiene el atractivo de la antigüedad. Cuantos fieles tuvieran el
deseo de rezar, encontraban en la antigua colonia una iglesia para cada hora
del día. Gracias a aquella piadosa competencia, existen en la actualidad hasta
demasiadas iglesias para llenarlas por completo, y se tardaría muchos días en
admirar cada uno de sus detalles y particularidades. Esta abundancia de iglesias (que en las ciudades de
Brasil de más reciente fundación son, en comparación con Europa, menos
numerosas) me sorprendió. Pregunté al amable eclesiástico que me acompañaba si
Bahía seguía siendo, como otrora, la ciudad de la devoción. Me contestó con una sonrisa: «Si, la gente de aquí es
devota. Pero lo es a su modo». Al pronto no comprendí lo que
significaba aquella sonrisa, que no denunciaba menosprecio ni censura. Sólo
señalaba cierta modalidad de devoción que no es del todo compatible con nuestro
concepto, y que no llegué a conocer hasta los días siguientes. De todas las
grandes ciudades del Brasil, Bahía es la más oscura; ha conservado, como todo
lo del pasado, su antigua población negra, no habiendo sido reteñida todavía
por la afluencia europea en las mismas proporciones que las otras. Y los negros
son, desde hace siglos, los más fieles, más celosos y mas apasionados
partidarios de la Iglesia, sólo que la forma de su fe acusa, aun interiormente,
un matiz distinto. Para estos africanos recién bautizados, cándidos y libres de
las preocupaciones del trabajo mental, la iglesia no significaba un lugar de
recogimiento, de sereno ensimismamiento; el catolicismo les atraía por la
esplendidez, el misterio, el colorido y la suntuosidad del rito, y Anchieta
refirió, hace cuatrocientos años, que la música contribuía más que nada a su
conversión. Aun hoy, esta gente bonachona, fácilmente impresionable, no concibe
la religión sino íntimamente ligada a la festividad, la alegría y el
espectáculo; cada desfile, cada procesión, cada misa tienen para ella algo que
la hace feliz. Por eso, Bahía es la ciudad de las fiestas religiosas. En Bahía,
una fiesta no es solamente un número rojo en el almanaque, sino que se
convierte irremediablemente en fiesta popular, en espectáculo, y toda la
población se empeña en celebrarla de una u otra manera. Nadie pudo decirme con
exactitud cuántas fiestas de ésas se celebran cada año, probablemente porque el
pueblo, por la curiosa combinación de sentimientos de verdadera religiosidad y
afición a los espectáculos, inventa cada vez nuevas festividades. No tiene, pues, uno que ser favorecido por la suerte
para asistir en Bahía a una fiesta popular; tuve la feliz oportunidad de
asistir a la celebración de la fiesta del Senhor do Bomfim, patrono de la
ciudad. El Senhor do Bomfim, que no figura en el calendario, es venerado en
Bahía en una iglesia propia, situada a una distancia de hora y media de la
ciudad, en lo alto de una colina desde donde se goza de una vista encantadora,
y que constituye, durante una semana entera, el centro de festines de índole
muy diferente. Las familias pertenecientes a la burguesía alquilan los pequeños
albergues que rodean la espaciosa plaza; se hacen visitas, se charla, se come
en compañía de los amigos, mientras la plaza rectangular, en el centro, queda
reservada para los millares de hombres y mujeres que, desde el oficio de la
noche, hasta la misa del alba, se reúnen con este motivo religioso, con
regocijo y desembarazo, a la blanca y débil luz de las estrellas. Toda la
fachada de la iglesia está iluminada con lámparas eléctricas, y a la sombra,
bajo las palmeras, se construyen innumerables carpas, donde se ofrece de comer
y de beber; en la hierba, delante de sus hornillos, están sentadas las mujeres
negras de Bahía, sirviendo al público las mil clases de bocados baratos, y
detrás de ellas, en medio de la animación, duermen sus criaturas, envueltas en
sábanas blancas. Los tiovivos dan vueltas. Paseos, bailes, charlas, música.
Toda la noche y todo el día el pueblo acude en masa para rendir al patrono el
homenaje, tanto de la misa como de su alegría libre de preocupaciones. Mas la ceremonia propiamente dicha, inolvidable, de
esta semana, es la limpieza de la iglesia, el lavagem do Bomfim. El origen de
esta ceremonia es característico para Bahía. La iglesia de Bomfim estaba
destinada originariamente a los negros. Parece que una vez un sacerdote dijo a
los fieles que sería conveniente hacer una limpieza general y lavar el
pavimento de la iglesia la víspera de la fiesta del santo. Los cristianos
negros lo aceptaron de buen grado; ¡qué oportunidad para esas almas
verdaderamente devotas de dar al santo aquel testimonio de su amor y su
respeto! Es natural que quisieran barrerla y fregarla lo mejor que pudieran;
todos acudieron el día señalado para participar del honor de limpiar la casa
del bondadoso Senhor do Bomfim. Este empeño verdaderamente religioso fue el comienzo
de aquella ceremonia, Mas, dados sus sentimientos infantiles y su ingenuidad,
la limpieza de la iglesia fue tomando (como cualquier acto religioso) el
carácter de fiesta. Fregaban y barrían a cual más, como si intentaran lavar sus
propios pecados; acudían a centenares, a millares, de todas partes, y el número
de participantes aumentaba de año en año. De esta suerte, la tradición
religiosa se convirtió en fiesta popular, tan briosa y tan extática que
escandalizó al clero, quien la suprimió. Pero la voluntad del pueblo exigió su
fiesta con tal insistencia que se volvió a permitir el lavagem do Bomfim. En
la. actualidad, es fiesta de toda la población, y una de las más sugestivas que
he visto durante mi vida. Empieza por una procesión que se dirige a la iglesia
del Senhor do Bomfim recorriendo media ciudad, pues toda la población desea
verla. Es una procesión auténtica del pueblo, y no un desfile, como hoy día en
Niza, subvencionado por oficinas de turismo y por comerciantes para fines de
propaganda. Nada más conmovedor que su carácter primitivo. De
madrugada, en la plaza frente al Mercado, se reúne la muchedumbre, que se
impacienta por ponerse en camino; ya están esperando los camiones del Mercado,
los carros tirados por mulas y engalanados para la fiesta con los medios más
baratos. A la caballería se le echa la sobrecama de encajes;
las ruedas de los camiones se recubren de papel de seda color rojo, verde o
amarillo; a la mula se le platean los cascos, y los barriles para el lavado
-barriles ordinarios, de los que se usan en el mercado-, dorados con purpurina,
ofrecen un aspecto magnífico; todos los adornos de la procesión costarían unos
diez dólares, cuando más. Y resulta animada e imponente por la presencia de las
mujeres de Bahía, que, con celo religioso, bajo el sol abrasador, recorren el
largo camino con sublime majestuosidad, llevando sobre la cabeza los barriles y
las jarras llenas de flores, admirables reinas negras, que, con motivo de la
fiesta, han realzado su vestido de colores, ya con un pañuelo de encajes, ya
con un collar tintineante, que se han prestado, pintándose en el rostro de
ellas la felicidad de poder servir, por peregrinación, al santo y a la alegría
del pueblo. En carros, en vehículos antediluvianos, van los mozos,
con las escobas terciadas; un conjunto de músicos, nada prácticos, que tocan
instrumentos de metal, hacen ensayos, produciendo ensordecedoras estridencias:
todo eso brilla y bulle a la luz llameante, y a lo lejos azulea el mar, y por
encima, el cielo. Es un fanal de colores y de alegría. Por fin -con el atraso habitual en el Brasil-, la
muchedumbre se pone en marcha. Al frente, las mujeres, en larga hilera, con las
jarras sobre las cabezas. La procesión pasa lentamente por la ciudad, pues
todos quieren verla. Delante de las puertas y desde las ventanas agítanse
pañuelos y óyense gritos de ¡viva el Senhor do Bomfim! Los ancianos han sacado
sus mezquinas sillas de mimbre a la calle a fin de no perder nada... Para tan
modesta gente, para el pueblo brasileño, la sola vista de semejante espectáculo
es toda una fiesta. Como este desfile, con las jarras llevadas verticalmente
-porque no ha de derramarse ni una sola gota de agua-, dura casi dos horas,
nosotros habíamos ido con anterioridad a la iglesia, donde esperábamos la
procesión. La iglesia ya estaba repleta. Mujeres, hombres y gran número de niños negros se
apiñaban rientes en espera de la fiesta, estrechándose unos contra otros; en lo
alto, las ventanas, la sacristía, las gradas, todo estaba ocupado por niños de
cabello crespo, que temblaban de expectación. Sólo más tarde comprendí que en
esa gente, fácilmente excitable, la espera hace que la expectación vaya
subiendo de punto, hasta manifestarse como una especie de placer sensual, y
cuando el primer tiro de morterete anunció que en un recodo del camino habían
aparecido las primeras filas de la procesión, se produjo una explosión de
regocijo como la he visto muy raras veces. Los niños negros batieron palmas y
dieron patadas en el suelo, los adultos lanzaron gritos de ¡viva Bomfim!, toda
la espaciosa iglesia resonó durante un minuto con los gritos de alegría. La
procesión se hallaba todavía bastante lejos. En los rostros impacientes sé veía
cómo la excitación iba cediendo a un estado de éxtasis, A cada tiro de
morterete, otro grito de ¡viva Bomfim!, nuevo palmoteo y nuevo estrépito, cada
vez más intensos; he de confesar que también a mí se me comunicó algo de
aquella impaciencia contenida, de aquel apasionamiento conglobado de la
muchedumbre Cerca y más cerca. Por fin, las primeras mujeres de la procesión
pasan majestuosas por la puerta de la iglesia, yendo a depositar con devoción
las flores delante del altar ... Yo las veía, desde lo alto, transitar erguidas
por una calle que estalló en gritos, y en torno, el oleaje de cabezas, los
millares de salvajes labios despegados en el único grito de ¡viva Bomfim, viva
Bomfim! Teníase la sensación precisa de la intensidad de la expectación, era
como una bestia oscura de tamaño gigantesco que estuviera a punto de
abalanzarse sobre la presa. Llegó, por fin, el momento tan anhelado. Unos policías, con energía disciplinada, hicieron
retroceder a la muchedumbre del centro de la iglesia, con el fin de despejar
las baldosas que se habían de lavar. Mientras la muchedumbre continuaba
gritando de júbilo, se empezó a derramar agua de las jarras, y los mozos
tomaron las escobas. Los primeros lo hicieron aún con devoción y humildad, con
la respetuosa intención de efectuar un servicio religioso, inclinándose delante
del altar y haciendo la señal de la cruz antes de iniciar la tarea. Mas al cabo
de poco tiempo, los otros, que también intentaban servir al santo, no se
contuvieron ya; la impaciencia de la espera, los gritos y el regocijo les
extasiaron. Y, de repente, se produjo en el centro de la iglesia una barahúnda
como de centenares de demonios negros. Se arrebataron las escobas; dos, tres,
diez individuos pasaron por la iglesia asidos de un mismo palo; otros, que no
tenían escoba, se echaron al suelo y fregaron las baldosas a mano, y todos
lanzaron gritos de ¡viva Bomfim!, los niños, en voz débil y aguda, las mujeres,
los hombres... Eran esos gritos de placer sensual el más impresionante
histerismo colectivo que he visto. Una moza, de genio apacible y reservado, se
separó de repente de los suyos, alzó las manos y, con gesto de arrobamiento
gozoso de bacante, dio gritos estridentes de ¡viva Bomfim, viva Bomfim!, hasta
quebrársele la voz. Otra, desmayada de tanto gritar y exaltarse, fue sacada del
recinto. Mientras tanto, los demonios enloquecidos seguían
fregando, frotando y barriendo, como si intentaran sacarse sangre de debajo de
las uñas. Aquellas escobadas, a la vez religiosas y deleitables, eran de tal
fuerza, embriagadora y contagiosa que yo no sé si, de haberme encontrado entre
aquellos exaltados, no habría agarrado una de las escobas. A decir verdad, fue
el primer enloquecimiento colectivo que vi, y que me pareció tanto más
inverosímil cuanto que ocurrió en una iglesia, sin alcohol, sin música, sin
estimulantes, en pleno día y bajo un cielo glorioso. El misterio de Bahía consiste, precisamente, en que en
su sangre se ha conservado, desde los antepasados, el maridaje misterioso de lo
religioso y lo deleitoso, y en que la expectación o la excitación monótona
produce, precisamente, en los negros y mestizos aquella disposición para el
éxtasis. Bahía es -no por mero acaso- la ciudad de los candombes y las
macumbas, donde se cultiva una curiosa mezcla de fanatismo por lo católico y
antiquísimos ritos sangrientos de los pueblos africanos. Mucho se ha escrito sobre
las macumbas, y todos los extranjeros alardean de haber visto una «auténtica»
por mediación de algún amigo íntimo. En realidad, lo particular y singular de
esos ritos -a pesar de que los negros tuvieron que practicarlos a escondidas de
la policía- ha llegado a tener el valor de curiosidad, dando lugar a
escenificaciones seudoauténticas, como lo son en la India las representaciones
de los yoghis contratados por Cook para los extranjeros. También la macumba que
vi era -lo confieso francamente- una representación preparada al caso. A
medianoche, en un bosque, subiendo a tropezones durante media hora por entre
piedras y malezas -las dificultades, del acceso habían de intensificar la
ilusión de lo prohibido y lo misterioso-, llegamos a una choza donde, con mezquina
luz, estaban reunidos una docena de hombres y mujeres negros. Marcaban el
compás tocando unos tambores, y cantaban, cantaban en coro siempre la misma
tonada, y esta monotonía resultaba excitante por sí sola y aumentaba la
impaciencia. Luego vino el mago, con sus danzas y su víctima, tomando de vez en
cuando un trago de fuerte caña y mascando tabaco, y se bailaba hasta
extenuarse, hasta que uno de los negros se desplomó en acceso cataléptico, los
ojos puestos en blanco. Yo sabía a cada instante que todo aquello estaba
preparado y estudiado; y, sin embargo, las danzas, la bebida alcohólica, y,
sobre todo, la espantosa y excitante monotonía de la música hacían que la sola
representación tuviera un efecto embriagador, la misma embriaguez que en la
iglesia de Bomfim, donde el gozo de alborotar, de extasiarse por el éxtasis,
rinde a las personas más pacíficas, más tranquilas. Observamos aquí lo mismo
que nos ofrecen los demás aspectos de esas fiestas: lo que en las otras partes
del Brasil ha sido desbastado por lo moderno, encubierto en sus orígenes por la
proliferación de lo europeo, todo lo primitivo, lo ancestral y lo extático,
épocas anímicas sepultadas en el olvido, se conserva en Bahía en huellas
misteriosas, y en ciertas manifestaciones singulares se percibe todavía, en el
fondo, su presencia. VISITA AL AZÚCAR, AL TABACO Y AL CACAO En São Paulo había hecho una visita al café, ex
potentado del país. Tenía ahora el deseo de ir a ver a sus hermanos, que han
traído a estas tierras riquezas, fertilidad y renombre. Estos soberanos no nos
van al encuentro. Tenemos que molestarnos en viajar muchas horas para
visitarlos en sus residencias. Pero esta molestia entraña su premio. Porque el camino
de Cachoeira, que atraviesa las tierras maravillosamente feraces de Bahía, es
una ininterrumpida sucesión de bellas vistas. Primero, los palmares, tan
tupidos y tan tenebrosos, tan extensos y tan imponentes como nunca los he
visto. En general, conocemos las palmeras por solitarias, guardianas aisladas
junto a una vieja choza, guardas de un parque señorial, en hileras en los
bulevares de ciudades meridionales. Aquí, por el contrario, estaban lado a lado, verde en
verde, tronco con tronco, cual una legión romana, escudo contra escudo, y esta
abundancia lozana no era más que un asomo de la exuberancia y fertilidad de las
tierras de Bahía. Luego, a lo largo de superficies extensas plantadas de
mandioca, alimento principal del país, harina sabrosa y nutritiva, extraída de
la raíz de este arbusto, y que fue para los aborígenes lo que el arroz para los
chinos, siendo hoy todavía, además de los plátanos y del fruto del árbol del
pan, el regalo más generoso que la naturaleza brinda a todos los pobres. Poco a poco, los campos cambian de aspecto. En el
verdor se elevan tallos derechos, como de bambúes., todos de igual altura,
cañaverales a uno y otro lado, todos de igual apariencia. La gran copia siempre
produce la sensación de monotonía, y, por eso, un cañaveral resulta tan
aburridor como un cafetal o un sitio poblado de arbustos de té en su verdor
monótono, no animado por matiz alguno. El azúcar parece que no es anfitrión
divertido: no tiene nada que ofrecer ni nada que mostrar. Mas, en un recodo del
camino, topamos de repente con un carro, y al pronto me pregunto: «¿Existe en
realidad o es una lámina en colores de las que se exhiben en los museos?».
Porque lo que vemos es, de todo punto, del siglo diecisiete: el carro, tosco y
con ruedas macizas, sin rayos, como en Pompeya, como hace tres mil años. Y los
seis bueyes que tiran de él llevan en las narices el mismo aro para las riendas
que en las pinturas murales de los egipcios, y el negro que las tiene en sus
manos está vestido con el mismo traje de indiana que en la época de la
esclavitud, y los tallos son conducidos al ingenio de la misma manera que en
tiempo de la colonización; quizá el ingenio sea el mismo, aunque algunas
chimeneas en el horizonte parecen denotar métodos de refinación más modernos.
Asombrado (y provechosamente aleccionado), se da uno cuenta de que sólo una
estrecha franja del Brasil se beneficia con las máquinas, con lo moderno, y de
que siguen en pie muchas y antiguas costumbres, formas y métodos, tal vez en
perjuicio de la economía nacional. Sin embargo, ¡qué deleite de los ojos,
cansados de la monotonización del mundo! Al pasar, saludo respetuosamente al
azúcar, viejo potentado, que preserva la herencia sagrada del fruto de la
tierra de las tentaciones de los artificios químicos, dando al país y al mundo,
en su dulce jugo, algo de la condensada fuerza de este sol y de las riquezas
inagotables de su tierra, bendita. El tabaco, compatriota más oscuro del azúcar, es más
conservador de lo que había esperado. En Cachoeira, vieja ciudad histórica,
donde existen todavía casas con troneras para defensa contra los indios, se
hallan concentradas las grandes y célebres fábricas de cigarros. del Brasil.
Viejo devoto de la nicotina, hube de dar aquí las gracias por muchos cigarros
aromáticos, y, en mi fuero interno, sintiéndome culpable, iba a hacer el
recuento de cuántos tabacales verdes, con sus millares de hojas, había reducido
a humo durante los años de mi vicio. Siempre es difícil elegir: por eso, visité
las tres fábricas. Mas es exagerada la palabra fábrica al hablar de estos
establecimientos, pues yo había temido que fuera a enfrentarme con enormes
máquinas de acero de las que de un lado devoran el tabaco apilado y, del otro,
dan de sí el cigarro arrollado, envuelto en capa, rotulado y, tal vez, metido
ya en la caja, todo lo cual en estas fábricas siempre causa la impresión de mirar
a un autómata grande, y no un proceso de transformación real. ¡Nada de eso! En
el Brasil, ni siquiera este proceso ha sido mecanizado. Aquí, cada cigarro se
hace a mano, mejor dicho, en cada uno trabajan de veinte a cuarenta pares de
manos. Y ¡qué sorpresa más grata para el fumador! se puede presenciar la
paulatina transformación, viendo, con asombro, todo el trabajo que requiere la
tenue capa. Centenares de mujeres, de tez oscura, están sentadas en las salas
lado a lado, cada grupo dedicado a un trabajo diferente, y al pasar se asiste,
diría, ópticamente, a la elaboración del cigarro. En la primera sala, el tabaco
recién llegado del tabacal; las hojas grandes, ya secas, despiden un olor
amargo y penetrante. Después de la primera clasificación, hecha por mujeres
sentadas en un montón de tabaco como campesinas en un montón de paja, se
separan los palillos. Sólo entonces se empieza a arrollar el tabaco, dándole
forma de cigarro, mientras otro grupo corta los rollos con cuchillo, para que
todos tengan igual longitud. Aun no son más que tabaco desnudo, semejante a los
negros sin vestimenta. La capa ha de darle forma y aroma. Mas, por extraña
malicia de la naturaleza, en el Brasil, que es desde siglos el país más rico en
tabacos, no se cría el tabaco capero. Por eso, la capa, miles de millones de
estas hojas, deben ser importadas de Sumatra, y a la elaboración de cada
cigarro que fumamos sin prestar atención, concurren dos continentes, Asia y
América, y lo fumamos casi siempre en otro. Puesta la capa, otra artista hábil
forma la punta, otros dedos negros ponen el rótulo, otros el precinto (que en
el Brasil se pone a todo, menos a los recién nacidos). Luego, la envoltura en celofán, la atadura, el recorte
- finalmente, se colocan en cajas, que se marcan con hierro candente. Casi me
da vergüenza poner un cigarro en la boca desde que conozco el trabajo que
cuesta su elaboración. Y al ver los centenares de espaldas inclinadas, de
mujeres de tez oscura, me sentí culpable de haber inclinado tantas espaldas. Mas tales remordimientos se desvanecen pronto. Y como
estos potentados, muy hospitalarios, me obsequiaron con cajas llenas de sus
maravillosos productos, algunos de aquellos escrúpulos se redujeron a leve humo
azul antes de que regresáramos a Bahía. Al cacao, tercero de los tres potentados del norte del
Brasil, no pude ir a verlo en su residencia. Porque el cacao prefiere las zonas
húmedas y bochornosas -bajo un toldo de árboles de la selva, que le
proporcionan el calor de invernáculo que requiere y que nos resulta muy desagradable-
para su mejor desarrollo, en medio de enjambres de miríadas de mosquitos.
Afortunadamente, posee también una casa en la ciudad de Bahía, el Instituto do
Cacao, donde se puede contemplar más cómodamente, en cuadros plásticos, el
árbol en flor y su fruto. La particularidad de este árbol consiste en florecer
y dar fruto al mismo tiempo; mientras unos frutos, de forma de calabaza
pequeña, se cosechan en una plantación, otros van madurando, de suerte que la
recolección se puede hacer de continuo. Las semillas, de las que se extrae un
jugo dulce y sabroso, son amargas y sólo después de procedimientos complicados
de monda, extracción del principio mantecoso y esterilización, las bolsas
rellenas son conducidas sobre ruedas eléctricas a los buques; sólo aquí se han
adoptado métodos modernísimos; este instituto es, por ende, casa, museo y
universidad del cacao, y aquí se aprende en una hora más que en casa en
centenares de libros. RECIFE Con sentimiento -¡Bahía es tan hermosa, tan
atractiva!- subimos al avión que nos lleva más al norte, a no sabemos cómo
llamarlo: Pernambuco o Recife u Olinda. La ciudad tiene tres nombres distintos:
los comerciantes consignan sus mercaderías a Pernambuco. Mas yo tengo afición a
los antiguos nombres de las ciudades hermanas -Recife y Olinda-, que, en
realidad, están unidas; hace anos que me suenan al oído esas sílabas
cadenciosas -Olinda-, recordándome su melodía viejos libros y leyendas del
tiempo olvidado en que la ciudad tenía todavía su cuarto nombre: Maurietsstaad. Pues había de llevar el nombre de Mauricio de Nassau,
que la conquistó y que intentó fundar aquí un Amsterdam en pequeño, con calles
bien limpias y un palacio magníficamente tejado. Barleus, su erudito
panegirista, nos ha transmitido los planos y grabados en el voluminoso infolio
que ha quedado como único monumento del dominio holandés. En vano busqué el
famoso palacio, las enormes ciudadelas, las casas y sus colinas a la holandesa
y los molinos de viento que trajo acá para recordar la patria. ¡Todo aquello ha
desaparecido, hasta la última piedra! Del pasado no se ha conservado más que
las viejas iglesias portuguesas de Olinda y unas silenciosas calles coloniales:
mas todo eso está, embellecido por un paisaje apacible y ameno. Olinda no tiene
nada de la grandiosidad de Bahía, ni la imponente vista de la ciudad empinada;
es un rincón romántico, sumido en silencio y naturaleza, lugar apartado, a
solas consigo mismo desde hace siglos, y que apenas si echa una mirada a la
hermana menor, más llena de vida. Recife, por el contrario, es todo progreso y
diligencia: un hotel que haría honor a cualquier ciudad norteamericana, buen
aeródromo, calles modernas; en cuanto a las instituciones modernas, Recife
figura entre las primeras ciudades del Brasil. El gobernador barre rigurosamente
los mocambos, las chozas de los negros, que nos parecen tan románticas,
haciendo construir -ensayo notable- conjuntos de casas para cada oficio. Las
lavanderas, las modistas, los pequeños empleados, poseerán, en lugar de
casuchas insalubres, casas donde entre el sol, con luz eléctrica y todos los
adelantos de la técnica moderna, y que adquirirán con las mayores facilidades
de pago; en unos años o decenios habrá aquí una ciudad modelo. Y de esta suerte
se viaja aquí entre contrastes: de la ciudad antigua a la moderna, de la selva
a la edad contemporánea, no hay, a menudo, más que un paso; no hay aquí nada
indiferente ni nada esquemático, y cada día de viaje significa otro
descubrimiento. EN AVIÓN HACIA EL AMAZONAS Seguimos en dirección al norte. De Recife a Belén,
ciudad situada junto a la desembocadura del Amazonas, hay que ir en avión, si
no se quiere viajar tantos días como horas emplea el avión; los hidroplanos,
pequeños y poco confortables, amarran casi cada hora frente a otra ciudad de la
costa. Antes de llegar a Belén, descienden por poco tiempo en Cabedelo, Natal,
Fortaleza, Camocim, Amarraçao y São Luis, todas ellas ciudades pintorescas, en
las que agradaría permanecer un día para conocer su carácter particular. Pero
como, por ahora, el hidroavión hace el servicio sólo una o dos veces por
semana, tiene uno que contentarse con mirar rápido, a vista de pájaro, aquellas
viejas colonias, con sus calles bañadas de luz y sus casas enjalbegadas. Sé que
semejante viaje alado le hace perder a uno muchos detalles y particularidades
interesantes del norte del Brasil; en cambio, esta vista desde lo alto
proporciona una nueva visión de la inmensa extensión de este país, de la
abundancia de espacio virgen de que el Brasil dispone para el porvenir. Esta impresión
es mucho más convincente que viajar en vapor a lo largo de la costa o tratar de
atravesar las enormes extensiones en ferrocarril o en automóvil. La más grande
sorpresa en este cuadro, que cambia por momentos, la ofrecen los ríos. Desde el
avión, se ven entre Bahía y Belén, por lo menos, una docena de ríos grandes,
cada uno de los cuales puede competir en magnitud y longitud con las mayores
vías fluviales de Europa. Y al mirar al mapa, siente uno vergüenza de
confesarse que nunca ha oído el nombre de uno solo de aquellos ríos. Junto a
sus desembocaduras no hay -según se esperaría- grandes puertos, nunca se ve en
ellos vapor alguno, y sólo raras veces lanchas de vela o canoas, y esta vista
desde lo alto nos hace comprender por qué estos ríos, que habrían de ser las
comunicaciones naturales con el «hinterland», se niegan categóricamente al
tránsito. Porque, en vez de dirigirse en línea recta, y corriendo rápidamente
hacia el mar, forman recodo tras recodo, torciéndose cual anacondas azules
enroscadas, y decuplican así el camino y pierden la fuerza propulsora. Ello
tiene por consecuencia la escasa densidad de la población, y la relativa falta
de caminos y aldeas, puesto que la tortuosidad de los ríos impide los
transportes rápidos entre el mar y el interior del país. El infinito verdor se
extiende hasta perderse de vista, como en los primeros días de la Creación y
como en los primeros días en que los navegantes europeos llegaron a esta costa.
Sólo mirando desde el avión estas tierras maravillosas, feraces, refrescadas
por brisas suaves, y donde en una región circunscripta brilla un saladar como
nieve recién caída, se alcanza a comprender cuánto tardará este país en
explotar totalmente sus inagotables recursos. La mayor parte del Brasil
pertenece aún a una generación futura. ¡Llegamos a Belén! Desde niño se ha soñado con ver el
Amazonas, el más grande de todos los ríos; desde niño, desde que se leyó por
vez primera el nombre de Orellana, quien afrontando la aventura más memorable,
fue el primero en descender este río en una canoa; desde niño, cuando se admiró
en el jardín zoológico a los papagayos, que hacían gala de sus miles de
colores, y a los ágiles monos, y en el letrero estaba escrita la palabra:
¡Amazonas! Ahora estamos junto a su desembocadura, por mejor decir, una de sus
desembocaduras, cada una de las cuales es más ancha que cualquier de nuestros
ríos. Belén mismo no parece, al pronto, tan impresionante
como se espera, porque no está situado directamente sobre el río y porque no lo
domina. Sin embargo, es ciudad hermosa, llena de animación, espaciosa de
proporciones y adornada con bulevares anchos, plazas grandes e interesantes
palacios antiguos. Hace cuarenta o cincuenta años, Belén tuvo hasta la ambición
de llegar a ser metrópoli moderna, tal vez la capital del Brasil: fue cuando se
inició el gran boom de la goma, cuando el norte del Brasil tenía todavía el
monopolio de la hevea bresiliensis. Por ese entonces, las bolas negras de
caucho se trocaron con fantástica velocidad en oro, del que había abundancia en
la ciudad. Por ese entonces se construyó en Belén, lo mismo que en Manaos, una
ópera lujosa, que en la actualidad apenas si sirve para algo. Esperando en la
plaza grande para recibir dignamente a los Carusos anhelados, surgieron hileras
de casas elegantes y pareció que, gracias al «oro líquido», el centro de la
economía volvería a encontrarse, como antes, en el norte. Luego, se produjo una
baja bastante brusca, las compañías internacionales, las casas de comercio, de
fueron reduciendo o desaparecieron. A partir de entonces, Belén es lo que era
antes, gran ciudad animada, pero relativamente tranquila. Sin embargo, se tiene
la sensación de la inminencia de una nueva reanimación en cuanto termine la
guerra. Porque, gracias a su situación geográfica privilegiada, ha llegado a
ser el punto de partida para todos los servicios aéreos imaginables. De aquí se
sale hacia el Norte: a Cuba, Trinidad, Miami y Nueva York; hacia el Oeste: a
Manaos, remontando el Amazonas, a Perú y Colombia; hacia el Sur: a Río de Janeiro,
Santos, São Paulo, Montevideo y Buenos Aires; y hacía el Este: a Europa y
África. Aquí nacerá, aquí tiene que nacer dentro de pocos años uno de los
grandes centros nerviosos de Sudamérica, y cuando se abran al tránsito las
regiones sin límites del Amazonas, se realizará, en forma grandiosa, su antiguo
sueño de constituirse en metrópolis. Lo más notable de Belén son sus dos jardines, el
zoológico y el botánico, que reúnen toda la fauna y toda la flora del mundo del
Amazonas. El que no tenga la suerte, ni el tiempo, ni el valor de remontar, en
viaje de muchos días, el río, el «desierto verde» -que así se llama por la
monotonía ininterrumpida, pero grandiosa, con que la selva se yergue a uno y
otro lado de las aguas-, puede vislumbrar, respirar y mirar la selva por
caminos nada fatigosos, cubiertos de guija. Tenemos ahí la célebre hevea
bresiliensis, el árbol del caucho, que prometió riqueza a esta zona, dándola
luego a todo el mundo y no exclusivamente a su patria; se me permitió hacer:
una incisión, de la cual salió, al cabo de un minuto, el jugo lechoso y
viscoso. Otro milagro: el árbol que los indígenas veneran por sagrado, por ser
el único que no queda arraigado en su lugar, sino que se mueve, sí, se mueve de
su lugar: extiende su ramaje a tal extremo que éste se cansa y se inclina hasta
tocar el suelo. Allí echa raíces, extrae nueva fuerza de la tierra, se
transforma en brote y tronco y se yergue, mientras el tronco viejo se seca y
muere. De esta suerte ha avanzado unos pasos, otro tronco, pero el mismo árbol,
y así sigue avanzando, admirado por los salvajes como ser animado, dotado de
saber. Y más milagros: troncos gigantescos, imposibles de abrazar; los bejucos;
las enredaderas; los arbustos de miles de formas; y, por entre todo eso, los
animales: las aves con plumaje de muchos colores; los peces, delgados y
vidriosos, algunos de los cuales están provistos, como automóviles, de unos
como faros en la cabeza y en la aleta caudal..., milagros de una naturaleza sin
fin, dadivosa y caprichosa. Y todo eso no está colocado como en un museo, ni
prosaicamente catalogado, ni artificialmente criado, sino que ha nacido de
estas tierras, pertenece y está unido a ellas. Mas no tenemos tiempo de mirarlo todo; aparte de. que
uno no se siente suficientemente preparado en lo que se refiere a conocimientos
de botánica. Al término del viaje, se tiene la sensación de haberlo emprendido
hace un momento. Mirando el mapa, se da uno cuenta de que ha dejado de
visitar grandes partes de este país inmenso. ¿No estaría bien añadir dos
semanas, dos meses para remontar el Amazonas hasta las provincias medio
exploradas de Matto Grosso y de Goyaz, que aun los propios brasileños no
conocen más que por excepción? ¿No habríamos de penetrar en la entraña de lo
peligroso y, por eso, místicamente atractivo, de la selva para conocer a fondo
la fuerza inquebrantable de la naturaleza tropical? Pero ¿y dónde nos
detendríamos, donde pondríamos fin al viaje? ¿No surgirán cada vez nuevas
tentaciones de ir más allá, de seguir avanzando? ¿y no sería muy presuntuoso el
que se persuadiera a sí mismo a creer que durante un viaje de pocos meses
hubiera llegado a conocer a fondo este país, que es todo un mundo, mundo del
cual grandes partes aun no han sido exploradas ni por las expediciones más
atrevidas? Viajar por el Brasil significa todavía descubrir cada vez nuevas
cosas, y hay que conformarse con que a nadie se le permite aquí verlo todo. Ser
sensato significa saber resignarse con tiempo, y por eso dije para mí: «¡Basta
por esta vez!». Volvemos al aeródromo. Al lado de nuestro avión espera
otro, a punto de partir para Manaos, siguiendo el curso del Amazonas, en tanto
que el nuestro irá en dirección al ecuador y los Estados Unidos, Observamos,
maquinalmente, cómo nuestro vecino poderoso levanta las alas y se aleja rumbo a
lo desconocido. Antes de dejar el Brasil, tenemos ya nostalgia del Brasil, el
deseo de volver pronto a este país maravilloso. En el momento en que empieza el ruido del propulsor de
nuestro avión, brota en nosotros toda la gratitud por la dicha y la experiencia
que nos han deparado estas semanas y meses inolvidables. Hasta aquél a quien el
Brasil ha presentado sólo una parte de su increíble multiplicidad ha vista
bastante hermosura para lo que le queda de vida. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO I STEFAN ZWEIG Acojamos el tiempo tal como él nos quiere SHAKESPEARE, Cimbelino I. PREFACIO Jamás me he dado tanta importancia como para sentir la
tentación de contar a otros la historia de mi vida. Han tenido que pasar muchas
cosas-acontecimientos, catástrofes y pruebas-, muchísimas más de lo que suele
corresponderle a una misma generación, para que yo encontrara valor suficiente
como para concebir un libro que tenga a mi propio «yo» como protagonista o,
mejor dicho, como centro. Nada más lejos de mi intención que colocarme en
primer término, a no ser que se me considere como un conferenciante que relata
algo sirviéndose de diapositivas; es la época la que pone las imágenes, yo tan
sólo me limito a ponerle las palabras; aunque, a decir verdad, tampoco será mi
destino el tema de mi narración, sino el de toda una generación, la nuestra, la
única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra
en la historia. Cada uno de nosotros, hasta el más pequeño e insignificante, ha
visto su más íntima existencia sacudida por unas convulsiones volcánicas casi
ininterrumpidas-que han hecho temblar nuestra tierra europea; y en medio de esa
multitud infinita, no puedo atribuirme más protagonismo que el de haberme
encontrado-como austriaco, judío, escritor, humanista y pacifista-precisamente
allí donde los seísmos han causado daños más devastadores. Tres veces me han
arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi
pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese «no sé
adónde ir» que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el
apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo;
sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia. Por eso mismo,
espero poder cumplir la condición sine qua non de toda descripción fehaciente
de una época: la sinceridad y la imparcialidad. Y es que me he despojado de todas las raíces, incluida
la tierra que las nutre, como, posiblemente, pocos han hecho a lo largo del
tiempo. Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso-la monarquía de los
Habsburgos-, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin
dejar rastro. Me crié en Viena, metrópoli dos veces milenaria y supranacional,
de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a la
condición de ciudad de provincia alemana. En la lengua en que la había escrito
y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de
lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un
ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos.
También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi
corazón, Europa, a partir del momento en que ésta se ha suicidado desgarrándose
en dos guerras fratricidas. Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la
más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la
brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca, jamás (y no lo
digo con orgullo sino con vergüenza) sufrió una generación tal hecatombe moral,
y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra. Desde que
me empezó a salir barba hasta que se cubrió de canas, en ese breve lapso de
tiempo, medio siglo apenas, se han producido más cambios y mutaciones radicales
que en diez generaciones, y todos creemos que ¡han sido demasiados! Mi Hoy
difiere tanto de cada uno de mis Ayer-mis ascensiones y mis caídas-que a veces
me da la impresión de no haber vivido una sola sino varias existencias, y todas
ellas, del todo diferentes. Hasta tal punto que a menudo me sucede lo
siguiente: cuando pronuncio de una tirada «mi vida», maquinalmente me pregunto:
«¿Cuál de ellas?» ¿La de antes de la guerra? ¿De la primera guerra o de la
segunda? ¿O la vida de hoy? Otras veces me sorprendo a mí mismo diciendo «mi
casa», para descubrir en seguida que no sé a cuál de ellas me refiero: si a la
de Bath o la de Salzburgo, o, tal vez, al caserón paterno de Viena. O digo
«nuestra casa», y me estremezco al pensar que los hombres de mi patria apenas
me consideran como uno de ellos, como los ingleses o los americanos; allí ya no
me queda ninguna ligazón orgánica y aquí, no me he acabado de integrar; me da
la impresión de que el mundo en que me crié, el de hoy y el que se sitúa entre
los dos se separan cada vez más, convirtiéndose en mundos completamente
diferentes. En conversaciones con amigos más jóvenes, cada vez que les cuento
episodios de la época anterior a la Primera Guerra me doy cuenta, por sus
preguntas estupefactas, de hasta qué punto lo que para mí sigue siendo una
realidad evidente, para ellos se ha convertido en histórico o inimaginable. Y
el secreto instinto que mora dentro de mi ser les da la razón: se han destruido
todos los puentes entre nuestro Hoy, nuestro Ayer y nuestro Anteayer. Yo mismo
no puedo dejar de maravillarme de la abundancia y variedad de cosas que hemos
ido acumulando en el breve lapso de una existencia (existencia, sin duda, de lo
más incómoda y amenazada), sobre todo cuando la comparo con la forma de vida de
mis antepasados. El padre, el abuelo ¿de qué habían sido testigos? Cada cual
había vivido su vida singular. Una sola, desde el principio hasta el final, sin
grandes altibajos, sin sacudidas ni peligros, una vida con emociones pequeñas y
transiciones imperceptibles, con un ritmo acompasado, lento y tranquilo: la ola
del tiempo los había llevado desde la cuna hasta la sepultura. Vivieron en el
mismo país, en la misma ciudad, incluso, casi siempre, en la misma casa; todo
lo que pasaba en el mundo exterior ocurría, en realidad, en los periódicos:
nunca llamaba a su puerta. Es cierto que en su época en algún que otro lugar
también estallaban guerras, pero, si las medimos con las dimensiones de hoy, no
se trataba sino de guerras poco significantes cuyo teatro, además, se hallaba
lejos de las fronteras; no se oían sus cañonazos y al cabo de medio año ya
estaban apagados sus focos y olvidada una más de las secas páginas de la
historia, y la vida de siempre no tardaba en volver a instalarse de nuevo. Nosotros,
por el contrario, lo hemos vivido todo sin la vuelta atrás, del antes no ha
quedado nada ni nada ha vuelto; se nos ha reservado a nosotros el «privilegio»
de participar de lleno en todo aquello que, por lo general, la historia asigna
cada vez a un solo país y un solo siglo. Una misma generación era testigo, como
máximo, de una revolución; otra, de un golpe de Estado; una tercera, de una
guerra; una cuarta, de una hambruna; una quinta, de una bancarrota nacional... y muchos países privilegiados y no menos generaciones
afortunadas ni tan siquiera habían tenido que vivir nada de esto. Nosotros, en
cambio, los que hoy rondamos los sesenta años y de iure aún nos toca vivir
algún tiempo más ¿qué no hemos visto, no hemos sufrido, no hemos vivido? Hemos
recorrido de cabo a rabo el catálogo de todas las calamidades imaginables (y
eso que aún no hemos llegado a la última página). Yo mismo, por ejemplo, he
sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad, y cada una
de ellas la viví en un bando diferente: una en el alemán y otra, en el
antialemán. Antes de la guerra había conocido la forma y el grado más altos de
la libertad individual y después, su nivel más bajo desde siglos. He sido
homenajeado y marginado, libre y privado de la libertad, rico y pobre. Por mi
vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la
revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la
emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes
ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania,
el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el
nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Me he visto
obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la
humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su
dogma deliberado y programático de la antihumanidad. Después de siglos, nos
estaban reservadas de nuevo guerras sin declaración de guerra, campos de
concentración, torturas, saqueos indiscriminados y bombardeos de ciudades
indefensas; bestialidades que las últimas cincuenta generaciones no habían
conocido y que ojalá no conozcan las futuras. Sin embargo, por una extraña
paradoja, en el mismo lapso de tiempo en que nuestro mundo retrocedía un
milenio en lo moral, también he visto a la misma humanidad elevarse hasta
alturas insospechadas en lo que a la técnica y el intelecto se refiere, cuando
de un aletazo ha superado todas las conquistas de millones de años: la del éter
gracias al avión, la transmisión de la palabra terrenal por todo el planeta en
un segundo y, con ella, la conquista del universo, la desintegración del átomo,
el triunfo sobre las enfermedades más pérfidas y la conversión en posibles de
muchas cosas cotidianas que tan sólo en la víspera eran imposibles. Antes de
este momento, la humanidad, como conjunto, nunca había mostrado una faceta tan
diabólica ni tampoco había alcanzado cotas de creación tan parecidas a las
divinas. Considero un deber dar fe de esta vida nuestra, una
vida tensa y dramáticamente llena de sorpresas, porque-repito-todo el mundo ha
sido testigo de estas gigantescas transformaciones, todo el mundo se ha visto
obligado a convertirse en ese testigo. Para nuestra generación no había escapatoria
ni posibilidad de quedarse fuera de juego, como para las anteriores; debido a
nuestra nueva organización de la simultaneidad, vivíamos siempre incluidos en
el tiempo. Cuando las bombas arrasaban las casas de Shanghai, en Europa lo
sabíamos, sin salir de casa, antes de que evacuasen a los heridos. Todo lo que
ocurría en otro extremo del mundo, a kilómetros de distancia, nos asaltaba en
forma de imágenes vivas. No había protección ni defensa alguna ante el hecho de
que se nos informara constantemente y de que mostrásemos interés por esas
informaciones. No había país al que poder huir ni tranquilidad que se pudiese
comprar; siempre y en todas partes, la mano del destino nos atrapaba y volvía a
meternos en su insaciable juego. Había que someterse sin cesar a las exigencias del
Estado, entregarse como víctima a la política más estúpida, adaptarse a los
cambios más fantásticos; siempre estaba uno encadenado a la colectividad, por
más tenaz que fuese su defensa; se veía uno irresistiblemente atrapado. Todo aquel
que ha vivido esta época o, mejor dicho, todo aquel que se ha visto acorralado
y perseguido en este lapso (no hemos conocido muchos momentos de resuello), ha
vivido más historia que ninguno de sus antepasados. Hoy nos volvemos a
encontrar en un punto crucial: un fin y un nuevo comienzo. Así, pues, no actúo
gratuitamente cuando acabo-de momento-esta mirada retrospectiva sobre mi vida
en una fecha determinada. Es que aquel día de septiembre de 1939 pone punto
final definitivo a la época que formó y educó a los que ahora tenemos sesenta
años. Pero si con nuestro testimonio logramos transmitir a la próxima
generación aunque sea una pavesa de sus cenizas, nuestro esfuerzo no habrá sido
del todo vano. Soy consciente de las circunstancias adversas, pero
sumamente características de nuestra época, en cuyo marco intento plasmar estos
recuerdos míos. Los escribo en plena guerra, en el extranjero y sin nada que
ayude a mi memoria. En mi habitación de hotel, no dispongo de un solo ejemplar
de mis libros, ni de apuntes, ni de una carta de amigo. No puedo ir a buscar
información a ninguna parte porque la censura ha interrumpido o ha puesto
trabas a la correspondencia en todo el mundo. Vivimos ahora tan aislados como
hace siglos, cuando aún no se habían inventado los barcos de vapor, los trenes,
los aviones y el correo. De modo que no guardo de mi pasado más que lo que
llevo detrás de la frente. En estos momentos, todo lo demás me resulta
inaccesible o, incluso, perdido. Pero nuestra generación ha aprendido a
conciencia a no llorar las cosas perdidas y, además, quién sabe si la falta de
documentación y de detalles no acabará redundando en beneficio de este libro.
Porque yo no considero a nuestra memoria como algo que retiene una cosa por
mero azar y pierde otra por casualidad, sino como una fuerza que ordena a
sabiendas y excluye con juicio. Todo lo que olvida el hombre de su propia vida,
en realidad ya mucho antes había estado condenado al olvido por un instinto
interior. Sólo aquello que yo quiero conservar tiene derecho a ser conservado
para los demás. Así que ¡hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y
dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad! EL
MUNDO DE LA SEGURIDAD Educados en el silencio, la tranquilidad y la austeridad,
de repente se nos arroja al mundo; cien mil olas nos envuelven, todo nos
seduce, muchas cosas nos atraen, otras muchas nos enojan, y de hora en hora
titubea un ligero sentimiento de inquietud; sentimos y lo que sentimos lo
enjuaga la abigarrada confusión del mundo. GOETHE Si busco una fórmula práctica para definir la época de
antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en
haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la
seguridad. Todo en nuestra monarquía austriaca casi milenaria parecía asentarse
sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía
suprema de esta estabilidad. Los derechos que otorgaba a sus ciudadanos estaban
garantizados por el Parlamento, representación del pueblo libremente elegida, y
todos los deberes estaban exactamente delimitados. Nuestra moneda, la corona
austriaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su
invariabilidad. Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué
le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso
determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés
que le produciría al año; el funcionario o el militar, por su lado, con toda
seguridad podía encontrar en el calendario el año en que ascendería o se
jubilaría. Cada familia tenía un presupuesto fijo, sabía cuánto tenía que
gastar en vivienda y comida, en las vacaciones de verano y en la ostentación y,
además, sin falta reservaba cuidadosamente una pequeña cantidad para
imprevistos, enfermedades y médicos. Quien tenía una casa la consideraba un
hogar seguro para sus hijos y nietos; tierras y negocios se heredaban de
generación en generación; cuando un lactante dormía aún en la cuna, le
depositaban ya un óbolo en la hucha o en la caja de ahorros para su camino en
la vida, una pequeña «reserva» para el futuro. En aquel vasto imperio todo
ocupaba su lugar, firme e inmutable, y en el más alto de todos estaba el
anciano emperador; y si éste se moría, se sabía (o se creía saber) que vendría
otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden. Nadie creía en las
guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento
parecía imposible en aquella era de la razón. Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más
deseable de millones de personas, el ideal común de vida. Sólo con esta
seguridad valía la pena vivir y círculos cada vez más amplios codiciaban su
parte de este bien precioso. Primero, sólo los terratenientes disfrutaban de
tal privilegio, pero poco a poco se fueron esforzando por obtenerlo también las
grandes masas; el siglo de la seguridad se convirtió en la edad de oro de las
compañías de seguros. La gente aseguraba su casa contra los incendios y los
robos, los campos contra el granizo y las tempestades, el cuerpo contra
accidentes y enfermedades; suscribía rentas vitalicias para la vejez y
depositaba en la cuna de sus hijas una póliza para la futura dote. Finalmente
incluso los obreros se organizaron, consiguieron un salario estable y seguridad
social; el servicio doméstico ahorraba para un seguro de previsión para la
vejez y pagaba su entierro por adelantado, a plazos. Sólo aquel que podía mirar
al futuro sin preocupaciones gozaba con buen ánimo del presente. En esta conmovedora confianza en poder empalizar la
vida hasta la última brecha, contra cualquier irrupción del destino, se
escondía, a pesar de toda la solidez y la modestia de tal concepto de la vida,
una gran y peligrosa arrogancia. El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba
convencido de ir por el camino recto e infalible hacía «el mejor de los
mundos». Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras,
hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de
edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los
últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas, y esa
fe en el «progreso» ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza
de una verdadera religión; la gente había llegado a creer más en dicho
«progreso» que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado
por los nuevos milagros que diariamente ofrecían la ciencia y la técnica. En
efecto, hacia finales de aquel siglo pacífico, el progreso general se fue
haciendo cada vez más visible, rápido y variado. De noche, en vez de luces
mortecinas, alumbraban las calles lámparas eléctricas, las tiendas de las
capitales llevaban su nuevo brillo seductor hasta los suburbios, uno podía
hablar a distancia con quien quisiera gracias al teléfono, el hombre podía
recorrer grandes trechos a nuevas velocidades en coches sin caballos y volaba
por los aires, realizando así el sueño de Ícaro. El confort salió de las casas
señoriales para entrar en las burguesas, ya no hacía falta ir a buscar agua a
las fuentes o los pozos, ni encender fuego en los hogares a duras penas; la
higiene se extendía, la suciedad desaparecía. Las personas se hicieron más
bellas, más fuertes, más sanas, desde que el deporte aceró sus cuerpos; poco a
poco, por las calles se fueron viendo menos lisiados, enfermos de bocio y
mutilados, y todos esos milagros eran obra de la ciencia, el arcángel del
progreso. También hubo avances en el ámbito social; año tras año, el individuo
fue obteniendo nuevos derechos, la justicia procedía con más moderación y
humanidad e incluso el problema de los problemas, la pobreza de las grandes
masas, dejó de parecer insuperable. Se otorgó el derecho de voto a círculos
cada vez más amplios y, con él, la posibilidad de defender legalmente sus intereses;
sociólogos y catedráticos rivalizaban en el afán de hacer más sana e incluso
más feliz la vida del proletariado... ¿Es de extrañar, pues, que aquel siglo se
deleitara con sus propias conquistas y considerara cada década terminada como
un mero peldaño hacia otra mejor? Se creía tan poco en recaídas en la
barbarie-por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa-como en brujas y
fantasmas; nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la
fuerza infaliblemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación. Creían
honradamente que las fronteras de las divergencias entre naciones y confesiones
se fusionarían poco a poco en un humanismo común y que así la humanidad
lograría la paz y la seguridad, esos bienes supremos. Para los hombres de hoy, que hace tiempo excluimos del
vocabulario la palabra «seguridad» como un fantasma, nos resulta fácil reírnos
de la ilusión optimista de aquella generación, cegada por el idealismo, para la
cual el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral
igual de veloz. Nosotros, que en el nuevo siglo hemos aprendido a no
sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros,
que todos los días esperábamos una atrocidad peor que la del día anterior,
somos bastante más escépticos respecto a la posibilidad de educar moralmente al
hombre. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura
y en nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que en cualquier momento
podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno; hemos tenido que
acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin
derechos, sin libertad, sin seguridad. Para salvaguardar nuestra propia
existencia, renegamos ya hace tiempo de la religión de nuestros padres, de su
fe en un progreso rápido y duradero de la humanidad; a quienes aprendimos con
horror nos parece banal aquel optimismo precipitado a la vista de una
catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzos
humanos. Sin embargo, a pesar de que nuestros padres habían servido a una
ilusión, se trataba de una ilusión magnífica y noble, mucho más humana y
fecunda que las consignas de hoy. Y algo dentro de mí no puede desprenderse
completamente de ella, por alguna razón misteriosa, a pesar de todas las
experiencias y de todos los desengaños. Lo que un hombre, durante su infancia,
ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre, perdura en
él y ya no se puede eliminar. Y, a pesar de todo lo que resuena en mis oídos todos
los días, a pesar de todas las humillaciones y pruebas que yo y mis
innumerables compañeros de destino hemos padecido, no puedo renegar del todo de
la fe de mi juventud y dejar de creer que, a pesar de todo, volveremos a
levantarnos un día. Desde el abismo de horror en que hoy, medio ciegos,
avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba
en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me
consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá
como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante. Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo
aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo
de naipes. Sin embargo, mis padres vivieron en él como en una casa de piedra.
Ninguna tempestad ni corriente de aire irrumpió jamás en su plácida y holgada
existencia; cierto que disponían de una protección especial contra el viento:
eran gente acomodada que poco a poco fue haciéndose rica, incluso muy rica, y
eso, en aquella época, era un buen colchón para asegurar paredes y ventanas. Su
forma de vida me parece tan típica de la llamada «buena burguesía judía» (la
burguesía que hubo de dar a la cultura vienesa valores tan esenciales y que,
como contrapartida, hubo de ser totalmente exterminada) que, con este informe
sobre su existencia cómoda y silenciosa, narro en realidad algo impersonal: al
igual que mis padres, diez o veinte mil familias de Viena llevaron la misma
vida en aquel siglo de valores asegurados. La familia de mi padre procedía de Moravia. Las
comunidades judías vivían en pequeñas aldeas en perfecta armonía con la gente
labriega y la pequeña burguesía; por eso carecían por completo, por un lado,
del abatimiento y, por otro, de la impaciencia grácilmente impulsiva de los
judíos del Este. Robustos, fortalecidos por la vida del campo, seguían su
camino seguros y tranquilos como los campesinos que labraban su terruño patrio. Emancipados pronto de la ortodoxia religiosa, eran
apasionados partidarios de la religión del «progreso» de la época y, en la era
política del liberalismo, situaron en el Parlamento a los diputados más
respetados. Cuando se mudaban de su tierra natal a Viena, se adaptaban con una
rapidez sorprendente a la esfera cultural superior y su ascenso personal se
unía orgánicamente al impulso general de la época. Por lo que respecta a esta
forma de transición, también nuestra familia fue un caso completamente típico.
Mi abuelo paterno se había dedicado a vender productos manufacturados. Después,
en la segunda mitad del siglo, despegó en Austria la actividad industrial. Los
telares y las hiladoras mecánicos, importados de Inglaterra, aportaron, junto
con la racionalización, un abaratamiento enorme en comparación con los productos
de artesanía tradicionales y, gracias a su talento para los negocios y a su
visión cosmopolita, los comerciantes judíos fueron los primeros en reconocer la
necesidad y la rentabilidad de un cambio en la producción industrial de
Austria. Con un capital a menudo módico fundaron en un abrir y cerrar de ojos
aquellas primeras fábricas improvisadas que al principio sólo funcionaban con
la fuerza hidráulica, pero que poco a poco se fueron ampliando hasta llegar a
convertirse en la poderosa industria textil bohemia que dominó toda Austria y
los Balcanes. Si, por tanto, el abuelo, representante típico de la época
anterior, se dedicó sólo al comercio intermediario de los productos acabados,
mi padre ya pasó con decisión a la era moderna, fundando en el norte de Bohemia,
a los treinta y tres años, una pequeña fábrica de tejidos que con el tiempo fue
ampliando, lenta y cautelosamente, hasta convertirla en toda una soberbia
empresa. Esta forma prudente de ampliar el negocio, a pesar de
que la coyuntura era tentadoramente favorable, se adecuaba plenamente al
espíritu de la época. Se correspondía, además, de una manera especial, con el
carácter reservado y nada codicioso del padre, que había asimilado el credo de
la época: safety first; para él era más importante tener una empresa «sólida»
(otra palabra predilecta de aquellos tiempos) con un capital propio, que
convertirla en una empresa de grandes dimensiones a base de créditos o
hipotecas. El hecho de que nadie hubiera visto jamás su nombre en un pagaré o
en una letra de cambio y sólo figurara en el lado acreedor de su banco (por
supuesto la entidad de crédito más sólida, el banco Rotschild) fue el único
orgullo de su vida. Se oponía a cualquier ganancia que comportase la menor
sombra de riesgo y en toda su vida jamás participó en negocios ajenos. Sin embargo, si llegó a hacerse rico poco a poco, y
cada vez más rico, no fue gracias a especulaciones audaces ni a operaciones a
largo plazo, sino a su adaptación al método general que se seguía en aquella
época prudente y que consistía en emplear sólo una parte discreta de los
ingresos y, en consecuencia, todos los años añadir al capital una suma cada vez
más considerable. Como la mayor parte de su generación, mi padre habría tachado
de derrochador a quien consumiera des. preocupadamente la mitad de sus ingresos
sin «pensar en el mañana» (otra de las frases habituales de la era de la
seguridad que ha pervivido hasta nosotros). Gracias a este ahorro constante de los beneficios, en
aquella época de prosperidad creciente en la que, además, el Estado no pensaba
en pellizcar con impuestos más que un pequeño porcentaje, incluso de las rentas
más altas, y en la que, por otro lado, los valores industriales y del Estado
producían intereses altos-, el hacerse cada vez más ricos en realidad no
significaba para los acaudalados más que un esfuerzo pasivo. Y valía la pena;
aún no se robaba a los ahorradores, como en los tiempos de inflación, no se
estafaba a los solventes, y precisamente los más pacientes, los que no
especulaban, obtenían mejores beneficios. Gracias a esta adaptación al sistema
general de la época, mi padre, ya a los cincuenta años, podía considerarse un
hombre acaudalado, también de acuerdo con los criterios internacionales. Pero el tren de vida de nuestra familia no siguió sino
hasta mucho más tarde el aumento de la fortuna, cada vez más rápido. Poco a
poco nos fuimos permitiendo pequeñas comodidades, nos mudamos de una casa
pequeña a otra más espaciosa, las tardes de primavera alquilábamos un
automóvil, viajábamos en coche cama de segunda clase, pero hasta los cincuenta
años mi padre no se permitió el lujo de pasar un mes de vacaciones invernales,
en Niza, con mi madre. En definitiva, permanecía inalterable la postura
Fundamental de disfrutar de la riqueza poseyéndola y no haciendo ostentación de
ella; ni siquiera siendo ya millonario fumó mi padre cigarros habanos, sino
sólo los irabucco nacionales, al igual que el emperador Francisco José sólo sus
baratos virginia, y cuando jugaba a las cartas, no apostaba más que cantidades
pequeñas. Inflexible, llevaba una vida cómoda, pero reservada y discreta. Aun
cuando tenía incomparablemente más prestigio y cultura que la mayoría de sus
colegas (tocaba muy bien el piano, escribía en un estilo claro y bello, hablaba
francés e inglés), rehusó honores y cargos honoríficos, nunca en su vida
pretendió ni aceptó ninguno de los títulos y distinciones que a menudo se le
ofrecían por su posición de gran industrial. Este orgullo secreto de no tener
que pedir nunca nada a nadie, de no verse obligado nunca a decir «por favor» o
«gracias», significaba para él más que todas las apariencias. Ahora bien, en la vida de todo hombre irremisiblemente
llega el momento en que éste reencuentra la imagen de su padre en la suya
propia. Ese rasgo característico que denotaba una inclinación hacia la
privacidad y el anonimato de su propia vida, empieza ahora a desarrollarse en
mí, cada año con más pujanza, por mucho que, a decir verdad, se contradiga con
mi profesión, que, en cierta manera, por fuerza tiene que dar a conocer mi
nombre y a mi persona. Aun así, con el mismo orgullo secreto he rechazado desde
siempre cualquier forma de distinción pública, no he aceptado condecoraciones
ni títulos ni presidencias de academias ni jurados; incluso sentarme a la mesa
en un banquete me resulta un martirio y la sola idea de dirigirme a alguien
para pedirle algo me seca los labios antes de pronunciar la primera palabra,
aun cuando mi petición sea en favor de otra persona. Sé cuán anacrónicas son
estas inhibiciones en un mundo en el que uno se puede mantener libre sólo con
astucia y evasivas y en el que, como decía sabiamente el padre Goethe, «las
condecoraciones y los títulos evitan muchos empujones en las aglomeraciones».
Pero mi padre, al que llevo dentro de mí, y su orgullo secreto, me retienen y
no puedo oponerles resistencia, porque les debo lo que quizá considero mi única
posesión segura: el sentimiento de libertad interior. Mi madre, de soltera Brettauer, era de procedencia
distinta, cosmopolita. Había nacido en Ancona, en el sur de Italia, y tanto el
italiano como el alemán eran sus lenguas maternas; cada vez que hablaba con la
abuela o con su hermana de algo que no quería que entendieran los criados,
pasaba al italiano. Desde mi infancia yo estaba familiarizado con el risotto y
las alcachofas, todavía raras por aquel entonces, así como con otras
especialidades de la cocina meridional, y posteriormente, siempre que viajaba a
Italia, me sentía allí como en casa desde el primer momento. Pero la familia de
mi madre no era en absoluto italiana, sino conscientemente cosmopolita; los
Brettauer, que originariamente eran propietarios de un banco, pronto se habían
dispersado por el mundo desde Hohenems, un pueblecito de la frontera suiza,
siguiendo el modelo de las grandes familias banqueras judías, aunque, claro
está, en dimensiones mucho más pequeñas. Unos se marcharon a Sankt Gallen,
otros a Viena y a París, el abuelo a Italia, un tío a Nueva York, y ese
contacto con lo internacional les confirió modales más refinados, una visión
más amplia y, por añadidura, un cierto orgullo de familia. En este círculo familiar ya no existían pequeños
comerciantes ni corredores de bolsa, sino sólo banqueros, directores,
catedráticos, abogados y médicos; todos hablaban más de una lengua, y recuerdo
la naturalidad con que en casa de la tía de París, durante las comidas, se
pasaba de una a otra indistintamente. Era una familia muy «apegada a sí misma»
y, cuando una muchacha de una rama más pobre de la familia llegaba a la edad
casadera, toda la parentela contribuía con una dote espléndida sólo para evitar
un casamiento por «debajo de su clase». Mi padre, desde luego, era respetado
como gran industrial, pero mi madre, aunque unida a él por un matrimonio de lo
más feliz, no hubiera consentido que los parientes de él quedasen en la misma
posición que los de ella. Este orgullo de pertenecer a una «buena familia» era
inextirpable en todos los Brettauer y, cuando en años ulteriores uno de ellos
quería manifestarme su afecto, decía en tono condescendiente: «Al fin y al cabo
eres un Brettauer de pura cepa», como si con ello quisiera decir a modo de
alabanza: «Al fin y al cabo, te ha tocado en suerte ser de los nuestros.» Esta
clase de nobleza, que muchas familias judías se otorgaban motu proprio, a mi
hermano y a mí desde pequeños ya nos divertía, ya nos irritaba. Constantemente
oíamos decir que éstos eran gente «fina» y aquéllos gente «ordinaria», de todos
nuestros amigos se investigaba si eran de «buena» familia y se comprobaba tanto
el origen de sus parientes hasta la última generación como el de su fortuna.
Esta manía de clasificar, que era realmente el objeto principal de todas las
conversaciones familiares y sociales, nos parecía de lo más ridículo y esnob a
la vez, ya que en el fondo todas las familias judías procedían del mismo gueto,
con una diferencia de tan sólo cincuenta o cien años. Sólo más tarde comprendí
que el concepto de «buena familia», que a los niños nos parecía una farsa y una
parodia de una pseudoaristocracia artificial, expresaba una de las tendencias
más íntimas y secretas del carácter judío. En opinión generalmente aceptada, la
verdadera y típica finalidad de la vida de un judío consiste en hacerse rico.
Nada más falso. Para él, llegar a ser rico significa sólo un escalón, un medio
para lograr el auténtico objetivo, pero nunca es un fin en sí mismo. El deseo
propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es ascender al mundo del
espíritu, a un estrato cultural superior. Ya en el judaísmo ortodoxo oriental,
donde tanto las debilidades de toda la raza como sus méritos se dibujan nítidos
e intensos, encuentra esa aspiración de la voluntad a lo espiritual por encima
de lo meramente material su expresión plástica: el hombre piadoso, el erudito
de la Biblia, está mil veces mejor visto por la comunidad que el rico; incluso
el más acaudalado preferirá entregar a su hija en matrimonio a un intelectual
pobre de solemnidad que a un comerciante. Esta preferencia por el mundo del
espíritu es homogénea en todos los estamentos; incluso el quincallero más pobre
que arrastra sus bártulos a través del viento y la tempestad procurará dar
estudios al menos a un hijo a costa de grandes sacrificios, y toda la familia
considerará como un título honroso tener en su seno a alguien que goce de
reconocimiento en el mundo intelectual: un profesor, un erudito, un músico;
como si sus méritos los ennobleciesen a todos. Algo del judío trata de huir de
lo moralmente dudoso, de lo adverso, mezquino y poco intelectual, inherente a
todo comercio, a toda actividad puramente mercantil, y aspira a ascender a la
esfera más pura, no materialista, del espíritu, como si quisiera, en términos
wagnerianos, redimirse a sí mismo, y a toda la raza, de la maldición del
dinero. He ahí por qué el afán de riqueza del judaísmo se agota en una familia
al cabo de dos o a lo sumo tres generaciones, y precisamente las dinastías más
poderosas encuentran a sus hijos mal predispuestos a hacerse cargo de los
bancos, las fábricas, los negocios ampliados y prósperos de sus padres. No se
debe a una casualidad el que un lord Rothschild llegase a ser ornitólogo, un
Warbug, historiador del arte, un Cassirer, filósofo, y un Sassoon, poeta; todos
obedecieron al mismo impulso inconsciente de liberarse de lo que un judaísmo
estrecho de miras había limitado al mero y frío ganar dinero, y quizás en eso
se manifiesta incluso el anhelo secreto de diluirse en la esfera humana común,
huyendo de la puramente judía hacia el mundo del espíritu. «Buena» familia
significa, pues, algo más que un elemento puramente social que ella misma se
otorga con este calificativo; significa un judaísmo que se ha liberado o
empieza a liberarse de todos los defectos, las mezquindades y pequeñeces que el
gueto le había impuesto, a fuerza de adaptarse a otra cultura y, si era
posible, a una cultura universal. El hecho de que esa huida al mundo del
espíritu a través de una plétora desproporcionada de profesiones intelectuales
se tornara después nefasta para el judaísmo, como antes su limitación a los
quehaceres materiales, constituye sin duda una de las paradojas eternas del
destino judío. En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue
tan apasionado como en Viena. Precisamente porque la monarquía y Austria no habían
tenido desde hacía siglos ambiciones políticas ni demasiados éxitos en acciones
militares, el orgullo patrio se había orientado principalmente hacia el
predominio artístico. Del antiguo imperio de los Habsburgos, que antaño había
dominado Europa, se habían desprendido hacía tiempo las provincias más
importantes y valiosas: alemanas e italianas, flamencas y valonas; la capital,
el baluarte de la corte, la guardiana de una tradición milenaria, había
permanecido incólume, sumida en su viejo esplendor. Los romanos habían colocado
las primeras piedras de un castrum, un puesto avanzado, para proteger la
civilización latina de la barbarie y, al cabo de más de mil años, el asalto de
los otomanos se estrelló contra aquellos muros. Por aquí habían pasado los
Nibelungos, desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros
inmortales de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y
Johann Strauss, aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea; en
la corte, entre la nobleza y entre el pueblo, lo alemán se unía con alianzas de
sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano, lo francés y lo
flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en
refundir armónicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar:
el austriaco, el vienés. Acogedora y dotada de un sentido especial de la
receptividad, la ciudad atraía las fuerzas más dispares, las distendía, las
mullía y las serenaba; vivir en semejante atmósfera de conciliación espiritual
era un bálsamo, y el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano
supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del Inundo. Este arte de la adaptación, de las transiciones suaves
y musicales, no tardó en manifestarse en el aspecto exterior de la ciudad.
Crecida poco a poco a lo largo de siglos, desplegada orgánicamente a partir de
un núcleo central, era lo bastante populosa, con sus dos millones de
habitantes, como para ofrecer todo el lujo y toda la variedad de una metrópoli,
sin ser desmesurada, a la vez, hasta el punto de separarse de la naturaleza,
como Londres o Nueva York. Las últimas casas de la ciudad se reflejaban en la
corriente impetuosa del Danubio o daban a la extensa llanura o se perdían entre
jardines y campos o subían por las suaves colinas de las últimas estribaciones
de los Alpes, rodeadas de verdes bosques; era difícil saber dónde terminaba la
naturaleza y empezaba la ciudad, ambas se confundían sin resistencia ni
oposición. Por otro lado, en el centro se notaba que la ciudad había crecido
como un árbol, añadiendo anillos uno tras otro y, en vez de viejos muros
fortificados, a la parte interior, su núcleo más precioso, la rodeaba la
Ringstrasse, con sus casas suntuosas. Aquí los viejos palacios de la corte y de
la nobleza contaban historias convertidas en piedra; ahí Beethoven había tocado
el piano en casa de los Lichnowsky; allí Haydn se había alojado en casa de los
Eszterházy; más allá, en la vieja universidad, había sonado por primera vez la
Creación de Haydn; el palacio imperial, el Hofburg, había contemplado a
generaciones de emperadores; el Schönbrunn había visto a Napoleón; en la
catedral de San Esteban, los príncipes aliados de la cristiandad se habían
arrodillado en acción de gracias por haberse salvado de los turcos; la
Universidad vio entre sus paredes a incalculables lumbreras de la ciencia. En
medio se alzaba, orgullosa y fastuosa, la nueva arquitectura, con espléndidas
avenidas y rutilantes comercios. Pero la parte vieja no estaba en absoluto reñida con
la nueva, como la piedra labrada con la naturaleza virgen. Era magnífico vivir
allí, en esa ciudad que acogía todo lo extranjero con hospitalidad y se le
entregaba de buen grado; era de lo más natural disfrutar de la vida en su aire
ligero y, como en París, impregnado de alegría. Viena, como bien se sabe, era
una ciudad sibarita, pero ¿qué significa cultura sino obtener de la tosca
materia de la vida, a fuerza de halagos, sus ingredientes más exquisitos, más
delicados y sutiles a través del arte y del amor? Amantes de la buena cocina,
preocupados por el buen vino, la joven cerveza amarga, los dulces y las tartas
abundantes, los habitantes de esta ciudad también eran muy exigentes en otros
placeres, más refinados. Interpretar música, bailar, actuar en el escenario,
conversar, exhibir modales elegantes y obsequiosos en el comportamiento, todo
eso se cultivaba como un arte especial. No era el mundo militar ni el político
ni el comercial lo que se imponía en la vida tanto del individuo como de la
colectividad; la primera ojeada al periódico de la mañana de un vienés medio no
iba dirigida a los debates parlamentarios ni a los acontecimientos mundiales,
sino al repertorio de teatro, que adquiría una importancia en la vida pública
difícilmente comprensible en otras ciudades. Pues el teatro imperial, el
Burgtheater, era para los vieneses y los austriacos más que un simple escenario
en que unos actores interpretaban obras de teatro; era el microcosmos que
reflejaba el macrocosmos, el reflejo multicolor en que se miraba la sociedad,
el único y verdadero cortigiano del buen gusto. El espectador veía en el actor
de la corte imperial el modelo de cómo vestirse, cómo entrar en una habitación,
cómo llevar una conversación, qué palabras debía usar un hombre de buen gusto y
cuáles debía evitar; el escenario no era un simple lugar de entretenimiento,
sino un compendio hablado y plástico de urbanidad y buena pronunciación, y un
nimbo de respeto, como una aureola de santidad, envolví todo lo que tenía
alguna relación, por lejana que fuese, con el teatro de la corte. El primer
ministro, el magnate más rico, podía ir por las calles de Viena sin que nadie
volviera la cabeza para mirarlo; en cambio, cualquier dependienta y cualquier
cochero reconocía a un actor ce la corte o a una cantante de la ópera; los
niños nos contábamos con orgullo que habíamos tropezado con uno de ellos en la
calle (todos coleccionábamos sus retratos y autógrafos), y este culto a la
personalidad, casi religioso, llegó hasta el punto de contagiarse a su medie;
el peluquero de Sonnethal o el cochero de Josef Kainz eran personas respetadas
y secretamente envidiadas; los jóvenes elegantes se jactaban de ir vestidos por
el mismo sastre que ellos. Cualquier aniversario, cualquier entierro, se
convertía en un acontecimiento que eclipsaba todo hecho político. El sueño
supremo de todo escritor vienés era verse representado en el Burgtheater,
porque eso significaba una especie de nobleza vitalicia y comprendía toda una
serie de honores como, por ejemplo, entradas gratis para toda la vida,
invitaciones a todas las recepciones oficiales; de esta manera uno se convertía
en huésped de la casa imperial, y yo todavía recuerdo la solemnidad de mi
introducción en ella. Por la mañana, el director del Burgtheater me había
pedido que fuera a su despacho para comunicarme, después de Felicitarme, que el
Burgtheater había aceptado mi drama; cuando regresé a casa aquella noche,
encontré su tarjeta. A mis veintiséis años, aquel hombre me había devuelto
formalmente la visita; el hecho de que mi obra hubiese sido aceptada me había
convertido en autor del teatro imperial y en un gentleman al que el director de
aquella institución debía tratar au pair. Y todo lo que ocurría en el teatro
afectaba indirectamente a todos, incluso a quien no tenía una relación directa
con él. Recuerdo, por ejemplo, de la época de mis primeros años de juventud, que
un día nuestra cocinera, con lágrimas en los ojos, irrumpió en la habitación:
le acababan de comunicar que Charlotte Wolter (la actriz más famosa del
Burgtheater) había muerto. Lo más grotesco de aquel dolor exagerado era, por
supuesto, que nuestra anciana cocinera medio analfabeta no había estado ni una
sola vez en el Burgtheater y no había visto a la Wolter ni dentro ni fuera del
escenario; pero en Viena, una gran actriz nacional era propiedad colectiva
hasta tal punto que incluso los que no se interesaban por el teatro percibían
su muerte como una catástrofe. Cualquier pérdida, la desaparición de un
cantante o de un actor popular, se convertía irremediablemente en luto
nacional. Cuando el «viejo» Burgtheater, donde por primera vez sonaron las
notas de Las bodas de Fígaro de Mozart, estaba a punto de ser demolido, toda la
sociedad vienesa se reunió en sus salones, solemne y conmovida, como si se
tratara de un entierro; apenas hubo caído el telón, todo el mundo se precipitó
hacia el escenario para llevarse a casa como reliquia siquiera una astilla de
las tablas sobre las que habían actuado sus artistas favoritos, y, después de
décadas, todavía se podían ver en muchas casas burguesas esos insignificantes
trozos de madera guardados en estuches preciosos como los fragmentos de la vera
cruz en las iglesias. Tampoco nosotros actuamos con mucha más sensatez cuando
derribaron el llamado salón Bósendorfer. En sí misma, aquella pequeña sala de conciertos,
reservada exclusivamente a la música de cámara, era un edificio insignificante
y nada artístico; había albergado la escuela de equitación del príncipe de
Liechtenstein y fue adaptada para conciertos con un simple revestimiento de
madera sin ningún tipo de ostentación. Pero, con su resonancia de un viejo
violín, era el santuario de los amantes de la música, porque allí habían dado
conciertos Chopin y Brahms, Líszt y Rubinstein, y porque allí se habían oído
por primera vez muchos cuartetos famosos. Y ahora tenía que ser sacrificado a un nuevo proyecto
de edificio funcional; para nosotros, que habíamos vivido horas inolvidables en
aquel edificio, eso era inconcebible. Cuando se extinguieron los últimos compases de
Beethoven, interpretado, más brillantemente que nunca, por el Roséquartett,
nadie se levantó de su asiento. Alborotamos y aplaudimos, algunas mujeres
sollozaron emocionadas, nadie quería admitir que se trataba de un adiós. Apagaron las luces para echarnos fuera. Ninguno de los
cuatrocientos o quinientos fanáticos se movió de su localidad. Permanecimos
allí media hora, una hora, como si con nuestra presencia pudiéramos forzar la
salvación de la vieja sala sagrada. Y los estudiantes, ¡ cómo luchamos-con
peticiones, manifestaciones y artículos-para que no demolieran la casa donde
murió Beethoven! Cada una de esas casas históricas de Viena era como un trozo
de alma que nos arrancaban. Este fanatismo por el arte, y en particular por el
arte teatral, en Viena se hacía extensivo a todas las clases sociales. De por
sí, Viena era, por su tradición secular, una ciudad claramente estratificada y
a la vez, como escribí en cierta ocasión, maravillosamente orquestada. La
batuta seguía en manos de la casa imperial. El castillo imperial era el centro
de la supranacionalidad de la monarquía, y no sólo en el sentido del espacio
sino también de la cultura. Alrededor del castillo, los palacios de la alta
nobleza austriaca, polaca, checa y húngara formaban una especie de segunda
muralla. A continuación estaba la «buena sociedad», integrada por la nobleza
inferior, el alto funcionariado, la industria y las «viejas familias» y, luego,
por debajo, la pequeña burguesía y el proletariado. Todas estas capas sociales
vivían en sus círculos respectivos e incluso en sus propios distritos: la alta
nobleza, en sus palacios del centro de la ciudad; la diplomacia, en el tercer
distrito; la industria y el comercio, cerca de la Tingstrasse; la pequeña
burguesía, en los distritos interiores, del segundo al noveno; el proletariado,
en el círculo exterior; pero todos formaban una misma comunidad en el teatro y
en las grandes fiestas, como, por ejemplo, la batalla de flores del Prater,
donde trescientas mil personas aclamaban a las «diez mil de arriba» que
desfilaban en sus carrozas magníficamente adornadas. En Viena, todo lo que se
expresaba con música o color se convertía en motivo de fiesta: procesiones
religiosas, como la del Corpus, desfiles militares, la «Burgmusik», incluso los
entierros tenían una concurrencia entusiasta, y la ambición de todo verdadero
vienés era tener unas «buenas honras fúnebres», con mucha pompa y un gran
séquito; un verdadero vienés convertía incluso su muerte en un espectáculo para
los demás. Esa sensibilidad por todo lo que fuera color, música y
fiesta, ese gusto por el teatro como juego y reflejo de la vida, ya fuera en el
escenario ya en la realidad, eran cosas que compartía toda la ciudad. No era nada difícil burlarse de la «teatromanía» de
los vieneses, que, a decir verdad, con su obsesión por escudriñar en los hechos
más banales de la vida de sus ídolos, degeneraba a veces en lo grotesco, y
nuestra indolencia austriaca en cuestiones de política y nuestro atraso en las
de economía, en comparación con el resoluto Imperio Alemán vecino, se pueden
atribuir efectivamente, en parte, a esa jubilosa sobrestimación. Ahora bien, en
el plano cultural dicha sobrevaloración de los acontecimientos artísticos
generó algo único: primero, un respeto extraordinario por toda producción
artística; segundo, como consecuencia de siglos de práctica, una masa de
expertos; y tercero, gracias a ellos, un nivel excelente en todos los campos
culturales. El artista se siente siempre más a gusto y a la vez más estimulado
allá donde es valorado e incluso sobrevalorado. El arte siempre alcanza la cima
allá donde se convierte en motivo vital para todo un pueblo. Y al igual que
durante el Renacimiento Florencia y Roma atraían a los pintores y les
inculcaban la grandeza, porque todo el mundo creía que tenían que superarse y
superar a los demás ininterrumpidamente en una rivalidad constante ante todos
los ciudadanos, así también los músicos y los actores de Viena conocían su
importancia en la ciudad. Nada pasaba por alto al público de la Ópera de Viena
y del Burgtheater: se daba cuenta inmediatamente de una nota falsa, censuraba
cualquier entrada a destiempo y cualquier supresión, y ese control no lo
ejercían tan sólo los críticos en los estrenos, sino también todos los días el
oído atento del público, aguzado por la constante comparación. Mientras en
política, en la administración y en la moral todo iba como una seda y la gente
se mostraba indiferente y bonachona ante un «desliz» e indulgente ante una
falta, no había perdón para las cosas del arte; estaba en juego el honor de la
ciudad. Todo cantante, actor y músico tenía que dar lo mejor de sí mismo; si
no, estaba perdido. Era fantástico ser un ídolo en Viena, pero no era fácil
mantenerse en el pedestal; no se perdonaba un momento de relajación. Y el hecho
de saberse constante y despiadadamente vigilado obligaba al artista de Viena a
dar el máximo y les confería a todos ese extraordinario nivel. De aquellos años
de juventud todos aprendimos a incorporar en nuestra vida una medida estricta e
inexorable de la producción artística. Quien en la Ópera conoció la disciplina
férrea hasta el detalle más ínfimo bajo la batuta de Gustav Mahler y en los
conciertos filarmónicos supo qué era tener empuje, además, claro está, de
meticulosidad, hoy rara vez se queda satisfecho del todo ante una
representación teatral o musical. Pero así hemos aprendido a ser severos
también con nosotros mismos en cada una de nuestras actuaciones artísticas;
teníamos y tenemos por modelo un nivel como pocas ciudades del mundo han
inculcado a los futuros artistas. Además, este conocimiento del ritmo y de la fuerza
adecuados penetró también en el pueblo, pues incluso el burgués más
insignificante, sentado ante una copa de vino joven, exigía tan buena música de
la orquesta del local como buen vino del tabernero; en el Prater, por otro
lado, la gente sabía exactamente qué banda militar tenía el mejor «aire marcial»,
si los «Grandes Maestros de la Orden Teutónica» o los «Húngaros»; se puede
decir que quien vivía en Viena respiraba con el ;aire el sentido del ritmo. Y
así como en el caso de los escritores esa musicalidad se traducía en una prosa
especialmente cuidada, en el caso de los demás el sentido del ritmo impregnaba
la conducta social y la vida diaria. Un vienés sin sentido musical ni gusto por las formas
era inimaginable en la llamada «buena» sociedad, pero incluso en las clases
inferiores el más pobre extraía del paisaje mismo, de la esfera humana y
jovial, un cierto instinto para la belleza que trasladaba a su vida; uno no era
auténticamente vienés sin el amor por la cultura, sin ese sentido que le
permitía analizar a la vez que gozar de esa superfluidad sacratísima de la
vida. Ahora bien, la adaptación al medio del pueblo o del
país en cuyo seno viven, no es para los judíos sólo una medida de protección
externa, sino también una profunda necesidad interior. Su anhelo de patria, de
tranquilidad, de reposo y de seguridad, sus ansias de no sentirse extraños, les
empujan a adherirse con pasión a la cultura de su entorno. Y seguramente en
ninguna otra parte (salvo en la España del siglo XV) esta unión se realizó tan
fructífera y felizmente como en Austria. Establecidos en la ciudad imperial
durante más de dos siglos, los judíos encontraron en ella a un pueblo
despreocupado, dado a la conciliación, que, tras esta fachada de aparente
superficialidad, poseía un instinto innato y profundo para los valores espirituales
y estéticos, tan importantes para ellos. Y algo más encontraron en Viena:
encontraron aquí una misión personal. En el siglo anterior, el fomento del arte
había perdido en Viena a sus viejos mecenas y protectores: la casa imperial y
la aristocracia. Mientras que en el siglo XVIII María Teresa hacía
estudiar música a su hija con Gluck, José II hablaba como experto con Mozart de
sus óperas y Leopoldo III componía su propia música, los emperadores
posteriores, Francisco II y Fernando, ya no tenían ni pizca de interés por lo
artístico, y nuestro emperador Francisco José, quien a sus ochenta años no
había leído ni tenido en sus manos un solo libro, excepto el de la Lista de
oficiales del ejército, mostró incluso una franca antipatía por la música. Del
mismo modo, la alta nobleza también había abandonado su antigua posición
protectora; atrás quedaban los gloriosos tiempos en que los Eszterházy habían
alojado a un Haydn, en que los Lobkowitz y los Kinsky y los Walstein
rivalizaban por acoger en sus palacios los es-t renos de las obras de
Beethoven, en que una condesa Thun se arrodillaba ante el gran genio para
suplicarle que no retirara Fidelio de la Ópera. Wagner, Brahms y Johann Strauss
o Hugo Wolf ya no encontraban el menor apoyo en Viena; para mantener los conciertos
filarmónicos en el nivel de antes, para hacer posible la existencia de pintores
y escultores, hizo falta que la burguesía llenara ese vacío, y no fue sino
precisamente la burguesía judía quien convirtió en motivo de orgullo, y también
de Ambición, el poder contribuir en primera línea a conservar en su antiguo
esplendor la fama de la cultura vienesa. Los judíos desde siempre habían amado
a esta ciudad y se habían aclimatado a ella con toda su alma, pero lían sólo a
través de su amor por el arte se sintieron ciudadanos de pleno derecho y
auténticos vieneses. Por lo demás, ejercían muy poca influencia en la vida
pública; el esplendor de la casa imperial eclipsaba toda fortuna privada, los
altos cargos de dirección del Estado estaban en manos hereditarias: la
diplomacia quedaba reservada a la aristocracia, el ejército y el alto
funcionariado, a las familias de rancio abolengo, y los judíos ni siquiera
tenían la ambición de abrirse camino entre estos círculos privilegiados. Muy
atinadamente, respetaban tales privilegios tradicionales como la cosa más
natural; recuerdo, por ejemplo, que mi padre durante toda su vida evitó entrar
a comer en el «Sacher», y no por economía (ya que la diferencia con otros
grandes hoteles era ridículamente exigua), sino por ese sentimiento natural de
distancia; le hubiera parecido desagradable e improcedente sentarse a la mesa
contigua a la de un príncipe Schwarzenberg o Lobkowitz. Únicamente respecto al
arte todo el mundo se sentía con los mismos derechos, pues en Viena amor y arte
eran considerados un derecho común, e inconmensurable es el papel que la
burguesía judía, con su contribución y protección, desempeñó en la cultura
vienesa. Ella era el público, llenaba los teatros y los conciertos, compraba
los libros y los cuadros, visitaba las exposiciones y, con su comprensión, más
flexible y menos cargada de tradición, se convirtió por doquier en promotora y
precursora de todas las novedades. Los judíos crearon casi todas las
colecciones de arte del siglo xix, gracias a ellos se hizo posible la mayoría
de ensayos artísticos; sin el interés incesante y estimulante de la burguesía
judía, Viena se habría quedado a la zaga de Berlín respecto al arte, en la
misma medida en que Austria iba a la zaga del Imperio Alemán en el terreno
político, por culpa de la indolencia de la corte, de la aristocracia y de los
millonarios cristianos, que preferían los caballos y las cacerías al fomento
del arte. Quien quería hacer algo nuevo en Viena no podía prescindir de la
burguesía judía; cuando, en una ocasión, durante la época antisemita, se
intentó fundar un así llamado «teatro nacional», no comparecieron autores ni
actores ni público; después de unos meses el «teatro nacional» fracasó
estrepitosamente, y este ejemplo puso de manifiesto por primera vez que las
nueve décimas partes de lo que el mundo celebraba como cultura vienesa del
siglo xix era una cultura promovida, alimentada e incluso creada por la
comunidad judía de Viena. Precisamente en los últimos años (a semejanza de lo
ocurrido en España antes de su ocaso igual de trágico) el judaísmo vienés había
sido muy productivo en lo artístico, aunque en absoluto de una forma
específicamente judía, sino expresando con la mayor energía, por un milagro de
compenetración, todo lo típicamente austriaco y vienés. Goldmark, Gustav Mahler
y Schönberg se convirtieron en figuras internacionales de la creación musical;
Oscar Strauss, Leo Fall y Kálmán hicieron florecer de nuevo la tradición del
vals y de la opereta; Hofmannsthal, Arthur Schnitzler, Beer-Hofmann y Peter
Altenberg elevaron la literatura vienesa a rango europeo hasta un punto no
alcanzado ni siquiera con Grillparzer y Stifter; Sonnethal y Max Reinhardt
recuperaron la fama de la ciudad del teatro y la llevaron a través del mundo;
Freud y las grandes autoridades de la ciencia atrajeron las miradas del mundo
hacia la celebérrima universidad; por doquier, en calidad de eruditos, de
virtuosos, de pintores, de directores artísticos, de arquitectos y periodistas,
los judías se aseguraron posiciones elevadas y eminentes en la vida intelectual
de Viena. Gracias a su amor apasionado por esta ciudad y a su voluntad de
asimilación, se habían adaptado completamente y eran felices sirviendo a la
fama de Austria; sentían su condición de austriacos como una misión ante el
mundo y-es necesario repetirlo por honradez-una gran parte, si no la mayor, de
todo lo que Europa y América admiran hoy como expresión de una cultura
austriaca resurgida-en la música, la literatura, el teatro y las artes
industriales-fue creado por los judíos de Viena, quienes, a su vez, obtuvieron
con esa renuncia un rendimiento altísimo de su impulso espiritual milenario.
Una fuerza intelectual errante durante siglos se unió aquí a una tradición ya
algo cansada, la alimentó, la reavivó, la engrandeció y le dio un nuevo vigor
con su actividad incansable; sólo las décadas venideras demostrarán el crimen
cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta
ciudad, cuyo sentido y cultura consistían precisamente en el encuentro de elementos
de lo más heterogéneo, en su supranacionalidad. Pues el genio de Viena, un
genio específicamente musical, había consistido desde siempre en armonizar en
su seno todos los contrastes nacionales y lingüísticos, y su cultura era una
síntesis de todas las culturas occidentales; quien vivía y trabajaba allí se
sentía libre de la estrechez del prejuicio. En ningún otro lugar era más fácil ser europeo y sé
que, en parte, debo a esta ciudad, que ya en tiempos de Marco Aurelio defendía
el espíritu romano, universal, el haber aprendido temprano a amar la idea de la
colectividad como la más sublime de mi corazón. La gente vivía bien, la vida era fácil y despreocupada
en aquella vieja Viena, y los alemanes del norte miraban con cierto enojo y
desdén a sus vecinos del Danubio, que, en vez de ser «eficientes» y mantener un
riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitábamos con
el teatro y las fiestas y, además, hacíamos una música excelente. En vez de la
«eficiencia» alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la
existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido
querer-ir-delante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a las
gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia
agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un
ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa. «Vivir y dejar vivir» era
la famosa máxima vienesa, una máxima que todavía hoy me parece más humana que
todos los imperativos categóricos y que impregnaba todos los estratos de la
sociedad. Pobres y ricos, checos y alemanes, judíos y cristianos convivían
pacíficamente a pesar de las burlas ocasionales, e incluso los movimientos
políticos y sociales carecían de esa horrible hostilidad que, convertida en
residuo venenoso, no penetró en la sangre de la época hasta después de la
Primera Guerra Mundial. En la vieja Austria todavía se enfrentaban unos a otros
con caballerosidad; cierto que se insultaban en los periódicos y en el
Parlamento, pero luego, una vez acabados sus discursos ciceronianos, los mismos
diputados se sentaban a tomar juntos una cerveza o un café y se tuteaban;
incluso cuando Lueger, el líder del Partido Antisemita, llegó a alcalde de la
ciudad, no cambió un ápice su trato en la vida privada, y debo confesar que yo
personalmente, como judío-ni en la escuela ni en la universidad ni en la
literatura-nunca tropecé con el más mínimo obstáculo o menosprecio. El odio de
un país a otro, de un pueblo a otro, de una masa a otra, todavía no le acometía
a uno diariamente en los periódicos, todavía no separaba a unos hombres de
otros, a unas naciones de otras; el sentimiento de rebaño y de masa todavía no
era tan repugnantemente fuerte en la vida pública como hoy; la libertad de
acción era considerada (algo casi inimaginable hoy) como algo natural y obvio;
la tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una
flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética. Y es que el siglo en que me tocó vivir y crecer no fue
un siglo de pasión. Era un mundo ordenado, con estratos bien definidos y
transiciones serenas, un mundo sin odio. El ritmo de las nuevas velocidades no
había pasado todavía de las máquinas-el automóvil, el teléfono, la radio y el
avión-al hombre; el tiempo y la edad tenían otra medida. Se vivía más
reposadamente y, si intento evocar las figuras de los adultos que acompañaron
mi infancia, me llama la atención que muchos de ellos eran obesos desde muy
temprano. Mi padre, mi tío, mi maestro, los tenderos, los músicos delante de
los atriles, a los cuarenta años eran ya hombres gordos, «respetables». Andaban
despacio, hablaban con comedimiento, se mesaban las barbas bien cuidadas y en
muchos casos ya entrecanas. Pero el pelo gris era una señal más de
«respetabilidad» y un hombre «maduro» evitaba conscientemente los gestos y la
petulancia de los jóvenes como algo impropio. Ni siquiera siendo yo muy niño,
cuando mi padre todavía no había cumplido los cuarenta, recuerdo haberlo visto
subir o bajar escaleras apresuradamente ni hacer nunca nada con prisa aparente.
La prisa pasaba por ser no sólo poco elegante, sino que en realidad también era
superflua, puesto que en aquel mundo burguesamente estabilizado, con sus
numerosas pequeñas medidas de seguridad y protección, no pasaba nunca nada
repentino; las catástrofes que pudiesen ocurrir en el exterior no atravesaban
las paredes bien revestidas de la vida «asegurada». Ni la guerra de los boers,
ni la ruso-japonesa, ni siquiera la guerra de los Balcanes, penetraron una sola
pulgada en la existencia de mis padres. Pasaban por encima de todas
las noticias de batallas de los periódicos con la misma indiferencia que ante
las páginas de deportes. Y, mirándolo bien, ¿qué importaba lo que pasaba fuera
de Austria? ¿Qué cambiaba en sus vidas? En la Austria de aquellos tiempos de
bonanza no había revoluciones políticas ni caídas repentinas de valores; si
alguna vez los valores bursátiles perdían cuatro o cinco puntos, enseguida se
hablaba de «crac» y de «catástrofe» con el ceño fruncido. La gente se quejaba,
más por vicio que por convencimiento, de los «elevados» impuestos que, en
realidad, comparados con los de la posguerra, no representaban sino una especie
de propina para el Estado. En los testamentos todavía se estipulaba la forma de
proteger a nietos y biznietos de cualquier pérdida de fortuna, como si los
poderes eternos pudieran garantizar la seguridad con un pagaré, y, mientras
tanto, la gente vivía cómodamente y acariciaba las pequeñas preocupaciones como
a animales de compañía, mansos y obedientes, a los que en el fondo no se teme.
Por ello, cada vez que casualmente me viene a las manos un viejo periódico de
aquellos días y leo los alarmados artículos sobre unas pequeñas elecciones
municipales, cuando recuerdo las obras representadas en el Burgtheater, con sus
conflictillos insignificantes y la desproporcionada agitación de nuestros
debates juveniles sobre temas en el fondo fútiles, no puedo hacer más que
sonreír. ¡Qué minúsculas todas aquellas preocupaciones! ¡Qué apacibles aquellos
tiempos! Tuvo más suerte la generación de mis padres y abuelos, que llevó una
vida tranquila, llana y clara de principio a fin. Sin embargo, no sé si los
envidio por ello. Porque ¡ cómo vegetaban lejos de todas las amarguras
verdaderas, de las perfidias y las fuerzas del destino! ¡Cómo vivían al margen
de todas las crisis y los problemas que oprimen el corazón, pero a la vez lo
ensanchan! Ovillados en la seguridad, las posesiones y las comodidades, ¡ cuán
poco sabían que la vida también puede ser exceso y emoción, que puede sacar de
quicio a cualquiera y hacerle sentirse eternamente sorprendido!; ¡cuán poco se
imaginaban, desde su liberalismo y optimismo conmovedores, que cada nuevo día
que amanece ante la ventana puede hacer trizas nuestra vida! Ni siquiera en sus
noches más negras podían soñar hasta qué punto puede ser peligroso el hombre,
pero tampoco cuánta fuerza tiene para vencer peligros y superar pruebas.
Nosotros, perseguidos a través de todos los rápidos de la vida, nosotros,
arrancados de todas las raíces que nos unen a los nuestros, nosotros, que
siempre empezamos de nuevo cuando nos empujan hacia un final, nosotros,
víctimas y, sin embargo, también servidores voluntarios de fuerzas místicas
desconocidas, nosotros, para quienes el bienestar se ha convertido en una
leyenda y la seguridad en un sueño infantil, hemos sentido la tensión de un
polo a otro y el escalofrío de las cosas eternamente nuevas hasta la última
fibra de nuestro ser. Cada hora de nuestros años estaba unida al destino del
mundo. Sufriendo y gozando, hemos vivido el tiempo y la historia mucho más allá
de nuestra pequeña existencia, mientras que ellos se limitaban a sí mismos. Por
eso cada uno de nosotros, hasta el más insignificante de nuestra generación,
sabe hoy en día mil veces más de las realidades de la vida que los más sabios
de nuestros antepasados. Pero nada nos fue regalado: hemos tenido que pagar por
ello su precio total y real. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO II STEFAN ZWEIG LA ESCUELA DEL SIGLO PASADO Era muy natural que después de la escuela primaria me
enviasen a un gymnasium. Todas las familias acomodadas velaban celosamente,
aunque sólo fuera por razones de apariencia social, por tener hijos «cultos»;
les hacían estudiar francés e inglés, los familiarizaban con la música, les
asignaban institutrices y, luego, preceptores particulares para que aprendieran
buenos modales. Pero sólo la llamada formación «académica» que llevaba a la
universidad les confería un valor cabal en aquellos tiempos de liberalismo «ilustrado».
Por eso, toda «buena» familia aspiraba a que al menos uno de sus hijos llevase
un título de doctor delante de su nombre. Ahora bien: aquel camino hacia la
universidad resultaba bastante largo y no aparecía, ni mucho menos, sembrado de
rosas. Era necesario pasar cinco años de escuela primaria y ocho de gymnasium,
sentado en un banco de madera y a razón de cinco a seis horas diarias, y
durante el tiempo libre, hacer los deberes y, sobre todo, dedicarse a
satisfacer las exigencias de la «cultura general», fuera ya del marco de la
escuela: francés, inglés, italiano, las lenguas «vivas» al tiempo que las
clásicas, latín y griego; es decir, cinco lenguas en total, además de geometría
y física y las demás asignaturas escolares. Resultaba más que demasiado y casi
no dejaba espacio para el desarrollo del cuerpo, el deporte y los paseos, y
menos todavía para el ocio y la diversión. Recuerdo vagamente que a los siete
años nos obligaban a aprender de memoria y a cantar a coro una canción que
hablaba de la «alegre y feliz infancia». Aún me suena en los oídos la melodía de aquella
cancioncita simple e ingenua, pero en aquel entonces me costaba pronunciar su
letra y, aún más, vocearla a coro con convicción. Porque, si he de ser sincero, toda mi época escolar no
fue sino un aburrimiento constante y agotador que aumentaba de año en año
debido a mi impaciencia por librarme de aquel fastidio rutinario. No recuerdo
haberme sentido «alegre y feliz» en ningún momento de mis años
escolares-monótonos, despiadados e insípidos-que nos amargaron a conciencia la
época más libre y hermosa de la vida, hasta tal punto que, lo confieso, ni
siquiera hoy logro evitar una cierta envidia cuando veo con cuánta felicidad,
libertad e independencia pueden desenvolverse los niños de este siglo. Al
observarlos, todavía se me antoja increíble que los niños de hoy hablen con sus
maestros con toda la naturalidad del mundo y casi au pair, que corran a la
escuela sin miedo y, no como nosotros, con una sensación constante de
insuficiencia; que puedan hablar sin ambages, tanto en casa como en la escuela,
de sus deseos e inclinaciones, propios de espíritus jóvenes y curiosos; son
seres libres, independientes y naturales, todo lo contrario que nosotros, que,
en cuanto pisábamos la casa odiada, teníamos que-como quien dice-recogernos
sobre nosotros mismos para no topar de cabeza con el invisible yugo. Para
nosotros, la escuela era una obligación, una monotonía tediosa, un lugar donde
se tenía que asimilar, en dosis exactamente medidas, la «ciencia de todo cuanto
no vale la pena saber», unas materias escolásticas o escolastizadas que para
nosotros no tenían relación alguna con el mundo real ni con nuestros intereses
personales. Era un aprendizaje apático e insulso, dirigido no hacia la vida
sino al aprendizaje en sí, cosas que nos imponía la vieja pedagogía. Y el único
momento realmente feliz y alegre que debo a la escuela fue el día en que sus
puertas se cerraron a mi espalda para siempre. No es que nuestras escuelas austriacas fueran
intrínsecamente malas. Todo lo contrario: el «plan de estudios», como se llama
ahora, era fruto de una experiencia secular, y si se hubiese llevado a la
práctica de una manera atractiva y estimulante, habría podido constituir la
base de una educación fructífera y bastante universal. Pero precisamente el
hecho de que se ciñeran a pies juntillas a un plan tan estricto y a su fría
esquematización, convertía nuestras horas lectivas en espantosamente áridas y
muertas: el desalmado aparato de enseñanza no se ajustaba al individuo y, como
una máquina automática, demostraba tan sólo, con las calificaciones de «bien,
aprobado y suspenso», hasta qué punto los alumnos habían correspondido a las
«exigencias» del plan de estudios. Pero precisamente esa falta de sensibilidad
humana, esa fría falta de personalidad y ese trato digno de un cuartel fueron
los elementos que desencadenaron en nosotros una exasperación inconsciente.
Estábamos obligados a aprendernos la lección y nos examinaban para comprobar lo
que habíamos aprendido; en los ocho años, ningún maestro nos preguntó siquiera
una vez qué queríamos aprender, y brilló completamente por su ausencia ese
entusiasmo estimulante que todo joven anhela en secreto. La aludida sobriedad ya se ponía de manifiesto en el
mero aspecto exterior de la escuela, un típico edificio funcional, levantado de
prisa y corriendo para ahorrar dinero y hecho sin idea alguna. Con sus paredes
frías y mal encaladas, sus aulas de techo bajo, sin cuadros ni adornos que
alegrasen la vista, sus excusados que perfumaban toda la casa, aquel cuartel
escolar era como un mueble viejo de hotel que una infinidad de gente ya ha
usado antes, y otra lo hará después, con la misma indiferencia o asco; ni
siquiera hoy consigo desprenderme del tufo a cerrado y podrido que rezumaba
aquella casa, igual al de todos los edificios oficiales austriacos, y que
nosotros llamábamos olor «fiscal»; era un olor a habitaciones con demasiada
calefacción, repletas e insuficientemente ventiladas que primero penetra en la
ropa y luego en el alma. Nos sentábamos en parejas, igual que los galeotes,
sobre unos bancos de madera bajos que se nos clavaban en la espina dorsal hasta
causarnos dolores de huesos; en invierno, la luz azulada de las llamas de gas
sin pantalla temblaba encima de nuestros libros, mientras que en verano se
corrían las cortinas de las ventanas, no fuera a ser que alguna mirada, a lo
mejor soñadora, se nos escapase hacia el pequeño cuadrado de cielo azul y
disfrutase de él. Aquel siglo no había descubierto todavía que el cuerpo joven
en edad de crecimiento necesita de aire y del ejercicio físico. Diez minutos de
descanso en un pasillo frío y estrecho se consideraban más que suficientes para
contrarrestar las cuatro o cinco horas en que permanecíamos encogidos e
inmóviles; dos veces por semana nos llevaban al gimnasio, con suelo de tablones
de madera, donde corríamos sin ton ni son de un lado para otro, levantando a
nuestro paso nubarrones de polvo de un metro; trotábamos, además, a tientas,
pues las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Así se satisfacían las
necesidades higiénicas y así cumplía el Estado su deber que se resume en mens
sana in corpore sano. Aun al cabo de años, cada vez que pasaba por delante de
aquella casa tétrica y desangelada, me invadía una sensación de alivio porque no
tenía que volver a pisar la cárcel de nuestra infancia; y cuando, con motivo de
la celebración de los festejos que conmemoraban el cincuenta aniversario de tan
insigne institución, me invitaron, como miembro distinguido de la comunidad de
los antiguos alumnos, a pronunciar un discurso solemne ante un público que
contaba con un ministro y el alcalde, decliné cortésmente la invitación. No
tenía nada que agradecer a aquella escuela, de modo que cualquier palabra que
hubiese dicho en este sentido habría sido una pura mentira. Nuestros maestros tampoco tenían la culpa del
desolador ambiente que reinaba en aquella casa. No eran ni buenos ni malos, ni
tiranos ni compañeros solícitos, sino unos pobres diablos que, esclavizados por
el sistema y sometidos a un plan de estudios impuesto por las autoridades,
estaban obligados a impartir su «lección» -igual que nosotros a aprenderla-y
que, eso sí que se veía claro, se sentían tan felices como nosotros cuando, al
mediodía, sonaba la campana que nos liberaba a todos. No nos querían ni nos
odiaban, aunque tampoco había motivos para ninguno de estos sentimientos, pues
no sabían nada de nosotros; aun al cabo de varios años, con excepción de unos
pocos, seguían sin conocernos por el nombre: según el método pedagógico al uso
en aquel entonces, lo único de lo que se tenían que preocupar era del número de
errores que había cometido «el alumno» en el último ejercicio. Ellos se
sentaban arriba, en la tarima, y nosotros, abajo; ellos estaban allí para
preguntar y nosotros, para contestar; aparte de ésta, no existía entre los dos
colectivos relación alguna. Y es que entre el maestro y el alumno, entre la
tarima y los bancos, entre el Alto visible y el Bajo igual de visible se
levantaba la invisible barrera de la «Autoridad» que impedía cualquier
contacto. Que un maestro considerase al alumno como un individuo
que exigía un trato específico, acorde con sus características personales, o
que redactase, como se hace hoy en día, unos informes detallados sobre él,
habría supuesto un trabajo muy superior a las atribuciones y capacidades de
nuestros pedagogos; por otro lado, una conversación privada habría socavado su
autoridad, pues con tal cosa habría colocado a los alumnos a su mismo nivel,
que no en vano era «superior». A mi juicio, nada resulta más característico de
la total falta de relación que, tanto en el terreno intelectual como en el
anímico, existía entre nosotros y los maestros, como el hecho de que me he
olvidado de los nombres y los rostros de todos ellos. Mi recuerdo guarda todavía,
con una nitidez fotográfica, la imagen de la tarima y del diario de clase, al
que siempre intentábamos echar una mirada con el rabillo del ojo porque en él
constaban las notas; todavía veo aquel pequeño cuaderno rojo en que se
inscribían nuestras calificaciones y el gastado lápiz negro que registraba las
cifras; veo mis propios cuadernos, plagados de correcciones del maestro hechas
con tinta roja, pero no veo ninguno de aquellos rostros... a lo mejor porque
siempre permanecimos ante ellos con los ojos bajos o cerrados. Este sentimiento de insatisfacción hacia la escuela no
era, en absoluto, una actitud personal; no recuerdo que ninguno de mis
compañeros dejase de experimentar repugnancia al notar cómo aquel fastidio
obstaculizaba, amargaba y reprimía nuestros mejores propósitos e intereses. Sin
embargo, tardé mucho en tomar conciencia de que aquel método insensible y
desalmado, y que se usaba para educarnos desde pequeños, a lo mejor no se debía
imputar a la negligencia de las instancias estatales, sino que respondía a un
propósito determinado, aunque, eso sí, celosamente mantenido en secreto. El
mundo anterior-o superior-a nosotros, que organizaba todas sus ideas únicamente
en torno al fetiche de la seguridad, no quería a los jóvenes, o, mejor dicho:
siempre desconfiaba de ellos. Orgullosa de su «progreso» sistemático y su
orden, la sociedad burguesa predicaba moderación y comodidad en todos los
ámbitos de la vida como las únicas virtudes eficaces del hombre; había que
evitar toda prisa en el camino hacia adelante. Austria era un Estado antiguo,
gobernado por un emperador vetusto y administrado por ministros viejos, un
Estado sin ambiciones que no tenía otra aspiración que la de conservarse
intacto dentro del espacio europeo a fuerza de ir rechazando todo cambio
radical; por eso mismo, a los jóvenes, que por instinto siempre desean cambios
rápidos y radicales, se los consideraba como un elemento peligroso al que había
que mantener bajo llave o, al menos, contener el mayor tiempo posible. De modo
que no había ninguna razón para hacernos agradables los años de la escuela;
cualquier forma de progreso nos la teníamos que ganar a fuerza de esperar y
mostrar paciencia. A causa de ese invencible rechazo mutuo, la diferencia de
edad adquiría un valor muy distinto al que tiene hoy en día. Un bachiller de
dieciocho años era tratado como un niño, se le castigaba cuando lo sorprendían
fumando, tenía que levantar obedientemente la mano cuando quería abandonar su
banco para ir a satisfacer sus necesidades; pero incluso al hombre de treinta
años se le trataba como a un ser que todavía no era capaz de levantar el vuelo,
y, más aún, al de cuarenta no se le consideraba suficientemente maduro como
para ocupar un cargo de responsabilidad. Una vez se dio un caso excepcional e
inaudito: Gustav Mahler fue nombrado director de la Ópera de la Corte a los
treinta y ocho años. Sin poder salir de su asombro, toda Viena resonó con
comentarios llenos de pavor de que se hubiese confiado la primera institución
artística del país a «un hombre tan joven» (todo el mundo se olvidó de que
Mozart había concluido la obra de su vida a los treinta y seis años, y
Schubert, a los treinta y uno). Esa desconfianza hacia los jóvenes, según la
cual ninguno «era de fiar», se extendía a todos los estamentos. Mi padre jamás
habría aceptado en su negocio a un joven, y el que tenía la desgracia de
parecerlo más de la cuenta, tenía que vencer el recelo de todo el mundo. De
esta manera se consumaba algo que hoy resulta casi increíble: la juventud
constituía un obstáculo para cualquier carrera y tan sólo la vejez se convertía
en una ventaja. Mientras que hoy, en esta época nuestra tan radicalmente
transformada, los hombres de cuarenta años hacen lo posible para aparentar
treinta y los de sesenta, cuarenta; mientras que hoy la juventud, la energía,
el espíritu emprendedor y la confianza en uno mismo son cualidades que ayudan
al individuo a abrirse camino hacia el ascenso, antes, en la época de la
seguridad, todo aquel que quería prosperar tenía que disfrazarse lo mejor que pudiese
para parecer mayor. Los periódicos recomendaban específicos que aceleraban el
crecimiento de la barba, los médicos de veinticuatro o veinticinco años, que
acababan de licenciarse, lucían barbas frondosas y se ponían gafas doradas,
aunque su vista no lo necesitara en absoluto, y todo con el único propósito de
causar en sus pacientes la impresión de «experiencia». La gente vestía levitas
largas y caminaba con paso pausado, y, si era posible, adquiría un cierto
embonpoint que encarnaba esa gravedad anhelada, y los ambiciosos se afanaban en
anular, aunque sólo fuese exteriormente, su juventud, una edad sospechosa de
poco sólida; ya en el sexto y séptimo año de escuela nos negábamos a llevar
mochilas de colegiales, para que no se notara que aún éramos bachilleres, y en
su lugar usábamos carteras. Todo lo que hoy nos parece un don envidiable-el
frescor, el amor propio, la temeridad, la curiosidad y la alegría de vivir
típica de la juventud-se consideraba sospechoso en aquella época, cuyo único
afán e interés se centraba en lo «sólido». Tan sólo desde este punto de vista tan singular se
puede comprender el que el Estado haya explotado la escuela como un instrumento
adecuado para su propósito de mantener su autoridad. En primer lugar, tenían
que educarnos de tal manera que aprendiésemos a respetar lo establecido como
algo perfecto e inamovible, infalible la opinión del maestro, indiscutible la
palabra del padre, absolutas y eternamente válidas las instituciones del
Estado. El segundo principio cardinal de aquella pedagogía, que también se
aplicaba en el seno de la familia, establecía que los jóvenes no debían llevar
una vida demasiado cómoda. Antes de poder beneficiarse de un derecho, debían
tener asumido el principio del deber, sobre todo el de la obediencia total. Se
nos inculcaba desde el primer momento que, como aún no habíamos hecho nada en
la vida y, por lo tanto, no teníamos experiencia alguna, lejos de vernos en
condiciones de pedir o exigir cosas, no podíamos sino estar agradecidos por lo
que se nos concedía. En mi época, este estúpido método de intimidación se
utilizaba desde la primera infancia. Criadas y madres necias asustaban a niños
de edades tan tempranas como los tres y cuatro años diciéndoles que si no se
portaban bien, llamarían al «guardia». Durante el bachillerato, cuando traíamos
a casa malas calificaciones de alguna asignatura suplementaria, nos amenazaban
diciéndonos que nos sacarían de la escuela y nos mandarían a aprender un oficio
(la peor de las amenazas que el mundo burgués concebía: caer hasta llegar a
engrosar las filas del proletariado); y cuando los jóvenes verdaderamente
ansiosos de saber buscaban en los adultos las respuestas a los problemas
palpitantes de la época, recibían un sermón que invariablemente desembocaba en
el arrogante «tú aún no lo puedes comprender». Esta técnica se utilizaba en
todas partes, desde la casa y la escuela hasta el Estado. Machacones, no se
cansaban de repetirle al joven que no estaba «maduro» todavía, que no
comprendía nada, que se tenía que limitar a escuchar y a obedecer, y que no
podía tomar la palabra en las conversaciones y, menos aún, para contradecir.
Por esta misma razón también en la escuela, el pobre diablo del maestro, que se
sentaba en lo alto de la tarima, se veía obligado a desempeñar su papel de
estatua inaccesible y a supeditar todos nuestros sentimientos y aspiraciones al
plan de estudios. El que nos sintiésemos bien o mal en la escuela carecía de
toda importancia. En concordancia con los tiempos, su verdadera misión
consistía no tanto en hacernos avanzar como en frenarnos, no en formarnos
interiormente sino en amoldarnos-con la resistencia mínima posible-a la
estructura establecida, no en aumentar nuestras energías sino en disciplinarlas
y nivelarlas. Semejante presión psicológica, o más bien
antipsicológica, sobre los jóvenes no podía surtir sino dos tipos de efecto:
paralizador y estimulante. En los archivos de los psicoanalistas se puede
comprobar cuántos «complejos de inferioridad» ha provocado aquel método de
educación absurdo; a lo mejor no es una casualidad que dicho complejo fuese
descubierto precisamente por hombres que también habían pasado por nuestras
viejas escuelas austriacas. En mi caso, debo a aquella presión mi muy temprana
pasión por la libertad-una pasión que la juventud de hoy en día desconoce y que
difícilmente podrá vivir con la misma vehemencia-y el odio que siento por toda
muestra de autoritarismo, por el «hablar desde arriba», que me ha acompañado a
lo largo de toda mi vida. Durante años y años, esa aversión hacia todo lo
apodíctico y dogmático no fue más que instintiva: ya había olvidado de dónde
venía. Pero una vez, durante una gira de conferencias, cuando me habían
reservado el aula magna de una universidad y descubrí de repente que debía
hablar desde una tarima mientras que los oyentes se sentaban, formales y sin
voto ni derecho de réplica, en los bancos de abajo, igual que nosotros en la
escuela, se apoderó de mí un malestar repentino. Me acordé de cómo, a lo largo
de todos mis años de colegial, había padecido esta oratoria ex cátedra,
insolidaria, autoritaria y doctrinaria, y me estremecí de miedo, miedo de
pensar que, al hablar desde una tarima, podía causar una impresión tan
impersonal como la que nos causaban los maestros de antaño; debido a esa
inhibición, aquella conferencia fue la peor de mi vida. Hasta los catorce o quince años aún nos las
arreglábamos bastante bien en la escuela. Nos burlábamos de los maestros y aprendíamos las
lecciones con una fría curiosidad. Pero llegó un momento en que la escuela ya
no conseguía más que molestarnos y asquearnos. A la chita callando se produjo
un fenómeno muy curioso: unos muchachos, nosotros, que habíamos ingresado en el
gymnasium a la edad de diez años ya lo superábamos intelectualmente en los
primeros cuatro de los ocho cursos. La escuela nos había dejado claro que en
ella no aprenderíamos nada esencial y que de muchas materias que nos
interesaban sabíamos incluso más que nuestros pobres maestros, los cuales,
desde su época de estudiantes, no habían vuelto a abrir un libro movidos por un
interés propio. También había otra contradicción que se hacía cada vez más
evidente: en los bancos, donde en realidad permanecíamos sentados tan sólo «con
los pantalones y gracias», no oíamos nada nuevo ni nada que se nos antojase
digno de saber, mientras que fuera palpitaba una ciudad llena de incentivos
sugerentes, una ciudad con teatros, museos, librerías, universidad, música y
que cada día proporcionaba nuevas sorpresas. De esta manera, nuestro afán de
aprender, que estaba estancado, nuestra curiosidad intelectual, artística y de
ocio, que en la escuela no encontraba alimento alguno, nos lanzó a una búsqueda
apasionada de todo aquello que se producía muros afuera. Al principio fuimos
tan sólo dos o tres los que descubrimos en nuestro fuero interno esos intereses
artísticos, literarios y musicales, pero después fuimos una docena y, al final,
casi todos. Y es que el entusiasmo entre los jóvenes es un
fenómeno contagioso. Dentro de un aula se transmite, del uno al otro, como el
sarampión o la escarlatina, como entre los neófitos, que movidos por una
ambición infantil y vanidosa, siempre intentan superarse en su saber cuanto
antes, y a fuerza de azuzarse se estimulan mutuamente. Vistas así las cosas,
por eso mismo resulta más o menos accidental el cariz que toma esta pasión; si
en una clase hay un coleccionista de sellos, pronto saldrá una docena de locos
semejantes; si hay tres que se entusiasman con las bailarinas, los demás
también acabarán apostados, cada día y a pie firme, en la salida de artistas de
la Ópera. Tres cursos después del nuestro, hubo una clase que vivía obsesionada
por el fútbol, y la inmediatamente anterior estaba poseída por el socialismo y
por Tolstói. Que por una casualidad yo cayera en una clase de fanáticos del
arte, tal vez resultó decisivo para el rumbo que tomaría mi vida. En realidad, ese entusiasmo por el teatro, la
literatura y el arte era algo muy natural en Viena; los periódicos dedicaban
espacios especiales a todos los acontecimientos culturales, dondequiera que
fuese uno siempre oía hablar a los adultos de la Ópera o del Burgtheater, y en
todas las papelerías se exponían retratos de los grandes actores; el deporte
aún era considerado como una actividad de brutos de cuya práctica un bachiller
más bien se debía avergonzar, y todavía no estaba inventado el cinematógrafo,
con sus ideales para el consumo de masas. Además, tampoco de la casa paterna
había que temer oposición alguna: el teatro y la literatura eran pasiones que
entraban en el calificativo de «inocentes», todo lo contrario que los juegos de
naipes o las amistades femeninas. Por último, mi padre, al igual que todos los
padres vieneses, de joven también había sido un enamorado del teatro y había
asistido a la representación de Lohengrin dirigida por Wagner, y lo había hecho
con el mismo entusiasmo que nosotros demostrábamos en los estrenos de Richard
Strauss y de Gerhart Hauptmann. Porque era muy natural que los bachilleres acudiésemos
en masa a los estrenos: ¡qué vergüenza ante los compañeros más afortunados si
al día siguiente no podía uno relatar hasta el último detalle! Si nuestros
maestros no hubiesen sido tan indiferentes, les habría tenido que llamar la
atención el hecho de que en las tardes de cada gran estreno (para el cual
teníamos que hacer cola desde las tres, con tal de conseguir las únicas
localidades accesibles a nuestro bolsillo) caían enfermos, como por arte de
magia, dos tercios del alumnado. Si nos hubiesen prestado más atención, habrían
descubierto que tras el forro de nuestra gramática latina se ocultaban poemas
de Rilke y que usábamos los cuadernos de matemáticas para copiar las poesías
más bellas que extraíamos de los libros prestados en las bibliotecas. Cada día
encontrábamos nuevas técnicas para aprovechar las aburridas horas de clase en
beneficio de nuestras lecturas; mientras el maestro pronunciaba su gastada
conferencia sobre «La poesía ingenua y sentimental» de Schiller, nosotros
leíamos bajo el pupitre a Nietzsche y a Strindberg, cuyos nombres el viejo ni
siquiera había oído. Parecía poseernos una especie de fiebre de saber y conocer
todo lo que se producía en el ámbito de las artes y de la ciencia; por las
tardes nos mezclábamos con los estudiantes de la universidad con el fin de
asistir a sus clases, íbamos a todas las exposiciones de arte, acudíamos a las
aulas de anatomía para ver autopsias. Aguzado el olfato de nuestra nariz
indiscreta, husmeábamos en todo. Nos colábamos en los ensayos de la
Filarmónica, hurgábamos en las tiendas de los anticuarios, diariamente
revisábamos las vitrinas de las librerías para enterarnos inmediatamente de
cuáles eran las novedades desde la víspera. Y, sobre todo, leíamos, leíamos
todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas
públicas y, unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que
conseguíamos encontrar. Pero la mejor academia, el lugar donde mejor se
informaba uno de todas las novedades, era el café. Para comprenderlo, hay que saber que el café vienés es
una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho
del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a
todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio y donde, pagando
esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer sentado durante
horas, charlando, escribiendo, jugando a cartas; puede recibir ahí el correo y,
sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas. Un café
vienés de categoría ponía a disposición del público todos los periódicos de
Viena, y no sólo de Viena sino de todo el Imperio Alemán, además de los
franceses, ingleses, italianos y americanos, así como todas las revistas
literarias y artísticas importantes del mundo, tales como el Mercure de France,
la Neue Rundschau, el Studio y el Burlington Magazine. De esta manera sabíamos
de primera mano todo lo que ocurría en el mundo, nos enterábamos de todos los
libros que aparecían, de todos los espectáculos, cualquiera que fuese el lugar
donde se representaban, y comparábamos las críticas de todos los diarios; a lo
mejor nada ha contribuido tanto a la desenvoltura intelectual y la orientación
cosmopolita de Austria como el hecho de que en el café se podía informar uno de
todos los acontecimientos del mundo al tiempo que comentarlos con su círculo de
amigos. Pasábamos allí horas enteras cada día y no había nada que se nos
escapase, pues gracias a la comunión de intereses, seguíamos de cerca el orbis
pictus de los acontecimientos culturales no con dos sino con veinte o cuarenta
ojos; lo que a uno se le pasaba por alto lo retenía otro, y como la arrogancia
infantil y una ambición casi deportiva nos impulsaban constantemente a
superarnos en el conocimiento de las últimas novedades-rabiosamente últimas-,
vivíamos sumergidos, a decir verdad, en una especie de rivalidad de
sensaciones. Cuando, por ejemplo, hablábamos de Nietzsche, aún proscrito en
aquella época, de repente uno de nosotros prorrumpía con superioridad afectada:
«Pero en la idea del egotismo Kierkegaard lo supera», y en seguida nos poníamos
nerviosos. «¿Quién es ese Kierkegaard que X conoce y nosotros no?» Al día
siguiente corríamos a la biblioteca para descubrir los libros del filósofo
danés olvidado, pues ignorar algo extraño que otro conocía constituía para
nosotros un descrédito; nuestra pasión consistía precisamente en descubrir
antes que nadie lo más reciente, lo rabiosamente nuevo, lo más extravagante e
inusual, aquello que nadie (y menos aún la crítica literaria oficial de
nuestros dignos periódicos) había tratado de forma exhaustiva. Conocer todo aquello
que aún no gozaba de reconocimiento general, de difícil acceso, extravagante,
nuevo y radical, despertaba nuestro amor especial; por eso no había nada
suficientemente escondido, por más peculiar que fuese, que nuestra ávida
curiosidad colectiva no fuera capaz de sacar de su escondrijo. Stefan George o
Rilke, por ejemplo, habían sido publicados, en nuestra época de bachilleres, en
ediciones de doscientos o trescientos ejemplares en total, de los cuales a lo
sumo tres o cuatro habían encontrado el camino de Viena; ningún librero tenía
uno solo de ellos en su almacén y ninguno de los críticos oficiales había
mencionado tan siquiera el nombre de Rilke. Pero nuestro grupo, por un milagro
de la voluntad, conocía todos sus versos y estrofas. Muchachos imberbes y
enclenques que cada día tenían que permanecer sentados en los bancos de la
escuela formábamos, a la hora de la verdad, el mejor de los públicos que un
joven poeta puede soñar: un público curioso, críticamente despierto y
entusiasmado con entusiasmarse. Y es que nuestra capacidad de entusiasmo no
tenía límite: durante las horas de clase, yendo o volviendo de la escuela, en
el café, en el teatro, durante los paseos, nosotros, mozalbetes de bigote
incipiente, no hacíamos más que hablar acerca de libros, cuadros, música y
filosofía; quienquiera que actuara en público, fuese actor o director, el que
había publicado un libro o escrito en un periódico, brillaba como una estrella
en nuestro firmamento. Casi me llevo un buen susto cuando, años más tarde,
leyendo la descripción que hace Balzac de su juventud, encontré la siguiente
frase: Les gens célébres étaient pour moi comme des dieux qui ne parlaient
pas, ne marchaient pas, ne mangeaient pas comme les autres hommes. Y es que
es exactamente ésta la sensación que habíamos experimentado nosotros. Ver a
Gustav Mahler por la calle era un acontecimiento que uno contaba al día
siguiente a sus compañeros como un triunfo personal, y la vez que, siendo niño,
fui presentado a Johannes Brahms y él me dio un golpecito amistoso en el
hombro, pasé varios días trastornado por tan formidable suceso. Cierto que a mis doce años no tenía una idea exacta de
lo que había hecho Brahms, pero su mera fama, su aura de creador, producía un
efecto embriagador. Un estreno de Gerhart Hauptmann en el Burgtheater tenía
turbada a toda nuestra clase durante semanas, mucho antes de que empezasen los
ensayos; nos acercábamos a los actores y figurantes para ser los primeros en
saber-j antes que los demás!-el argumento y el reparto; para cortarnos el pelo,
acudíamos al barbero del teatro (no me avergüenzo de relatar aquí también
nuestros disparates), con el único fin de poder cazar al vuelo alguna noticia
secreta sobre la Wolter o Sonnenthal, y éramos de lo más simpáticos con un
alumno de clase inferior, sobornándolo con todo tipo de atenciones, sólo porque
era sobrino del jefe técnico de iluminación de la Ópera y gracias a él a veces
podíamos, durante los ensayos, escabullirnos hasta el escenario; el mero hecho
de pisarlo nos producía un estremecimiento que superaba al de Dante cuando se
elevó a los círculos sagrados del Paraíso. Tan poderosa era para nosotros la
resplandeciente fuerza de la fama que nos imponía respeto aun después de que
hubiera mermado; una pobre anciana nos parecía un ser sobrenatural porque era
bisnieta de Franz Schubert, e incluso al ayudante de cámara de Joseph Kainz lo
acompañábamos con mirada respetuosa por la calle, porque tenía la suerte de
poder hallarse personalmente cerca del más querido y genial de los actores. Como es natural, hoy sé muy bien cuánto absurdo
encerraba aquel entusiasmo sin distinciones, cuánta imitación mutua, simplona y
ridícula; cuánto placer deportivo por el exceso, cuánta vanidad infantil de
sentirse orgullosamente elevados al tratar con el arte por encima del ambiente
banal de los padres y los maestros. Aun así, todavía hoy me sorprende la de
cosas que sabíamos de niños gracias a esa exaltación de la pasión literaria y
lo pronto que adquirimos la capacidad crítica gracias a ese afán irrefrenable
por discutir y analizarlo todo. A mis dieciséis años no tan sólo conocía todas
las poesías de Baudelaire y de Walt Whitman, sino que me sabía de memoria las
más importantes, y creo que en ninguna época ulterior de mi vida había leído
con tanta intensidad como en los años de gymnasium y de universidad. Huelga decir que nos resultaban familiares nombres que
aún tenían que esperar una década para gozar de reconocimiento entre el público
general; me quedaban grabadas en la memoria incluso las cosas más efímeras, por
tanto ardor con que las había absorbido. En cierta ocasión conté a mi admirado
Paul Valéry a cuánto tiempo se remontaba nuestro conocimiento literario: hacía
ya treinta años que yo había leído, deleitándome, unos versos suyos. Valéry me
obsequió con una sonrisa jovial: «No me mienta. Mis poemas no se publicaron
hasta 1916.» Pero después se quedó de una pieza, cuando le describí con todo
lujo de detalles el color y el formato de la pequeña revista literaria en que,
en 1898, encontramos en Viena sus primeros versos. «Pero si ni siquiera en
París la conocía más que un puñado de personas-dijo, atónito-. ¿Cómo pudo usted
conseguirla en Viena?» «De la misma manera en que usted, siendo estudiante de
bachillerato en su ciudad de provincias, consiguió las poesías de Mallarmé, tan
poco conocidas de la literatura oficial», le pude contestar. Y él me dio la
razón: «Los jóvenes descubren a sus poetas porque quieren descubrirlos.» En
efecto, olfateábamos los aires nuevos aun antes de que cruzasen la frontera,
pues en todo momento vivíamos con el sentido del olfato aguzado. Encontrábamos
lo nuevo porque lo queríamos, porque anhelábamos algo que no fuese sino nuestro
y no del mundo de nuestros padres, del mundo que nos rodeaba. Los jóvenes, al
igual que algunos animales, poseen un instinto exquisito para detectar la
llegada de cambios atmosféricos; así, nuestra generación presintió, antes que
nuestros maestros e universidades, que con el viejo siglo también se acababa
algo en los conceptos del arte, que empezaba una revolución o, cuando menos, un
cambio de valores. Los buenos y sólidos maestros de la época de nuestros padres
(Gottfried Keller en la literatura, Ibsen en el teatro, Johannes Brahms en la
música, Leibl en la pintura, Eduard von Hartmann en la filosofía) contenían, a
nuestro entender, toda la prudencia y circunspección del mundo de la seguridad;
a pesar de su maestría técnica e intelectual, ya no nos interesaban. Sentíamos
instintivamente que su ritmo frío y bien temperado era extraño al de nuestra
sangre inquieta y que tampoco podía marchar al paso del ritmo acelerado de la
época. Precisamente por entonces vivía en Viena el espíritu más despierto de la
generación alemana más joven, Hermann Bahr, que combatía, furibundo, como un
espadachín del espíritu, a favor de todo lo naciente y venidero; gracias a él
se inauguró en Viena la «Secesión», que, ante el terror de la vieja escuela,
exhibió a los impresionistas y los puntillistas de París, al noruego Munch, al
belga Rops y a todos los extremistas imaginables; con todo aquello se allanó el
camino al advenimiento de sus desdeñados predecesores: Grünwald, El Greco y
Goya. De golpe y porrazo todo el mundo aprendió una nueva manera de ver las
cosas al tiempo que, en la música, descubría nuevos ritmos y timbres con
Mússorgski, Debussy, Strauss y Schönberg; con Zola, Strindberg y Hauptmann, en
la literatura irrumpió el realismo, la naturaleza demoníaca eslava con
Dostoievski, una sublimación y un refinamiento del arte poético, desconocidos
hasta entonces, con Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. Nietzsche revolucionó la
filosofía; en lugar de la sobrecargada construcción clasicista, una
arquitectura más libre y atrevida proclamaba edificios funcionales sin
ornamentación. De repente quedó destruido el viejo orden cómodo y plácido, se
cuestionaron las normas de la obra «estéticamente bella» (Hanslick), vigentes e
infalibles hasta entonces, y mientras los críticos oficiales de nuestros
«sólidos» periódicos burgueses se horrorizaban ante unos experimentos a menudo
temerarios e intentaban frenar la corriente imparable con anatemas de
«decadente» o «anárquico», los jóvenes nos lanzábamos con entusiasmo al fragor
de las aguas, allí donde las olas golpeaban con más furia. Teníamos la
sensación de asistir al nacimiento de una nueva era, la nuestra, en que por fin
se hacía justicia a la juventud. Y así, nuestra pasión, que escudriñaba y
rebuscaba inquieta, de pronto cobró un sentido: los muchachos de los bancos
escolares podíamos participar en aquellas batallas, rabiosas y a menudo
encarnizadas, por el nuevo arte. Dondequiera que se llevase a cabo un experimento,
como, por ejemplo, un estreno de Wedekind o un recital de la nueva lírica, ahí
sin falta acudíamos nosotros con todas nuestras fuerzas, y no sólo anímicas,
sino también las de nuestras manos; en una ocasión, en el estreno de una obra
atonal de juventud de Arnold Schönberg, fui testigo de cómo, después de que un
señor del público mostró su desaprobación con un sonoro silbido, mi amigo
Buschbeck le propinó un bofetón no menos sonoro; en todas partes constituíamos
la avanzadilla de choque y la vanguardia de todo tipo de arte nuevo,
simplemente porque era nuevo, porque quería cambiar el mundo, porque lo hacía
por nosotros, a quienes ahora tocaba el turno de vivir nuestra vida. Porque
sentíamos que nostra res agitur. Pero también había algo más que nos interesaba y
fascinaba de ese arte nuevo, más allá de toda medida: el hecho de que, casi
exclusivamente, era el arte de gente joven. En la generación de nuestros padres
un poeta o un músico no llegaba a granjearse prestigio antes de haber sido
«probado», de haberse adaptado al calmado y establecido gusto de la sociedad
burguesa. Todos los hombres a los que nos habían enseñado a respetar se
comportaban y actuaban de una manera respetable. Wilbrandt, Ebers, Felix Dahn,
Paul Heyse, Lenbach, esos favoritos de su época desaparecidos tiempo ha,
llevaban sus hermosas barbas entrecanas posadas sobre sus poéticas chaquetas de
terciopelo. Se dejaban fotografiar en poses pensativas, siempre en una actitud
«digna» y «poética», se comportaban como consejeros áulicos y excelentísimos
señores y, como tales, lucían sus condecoraciones. A los jóvenes poetas,
pintores y músicos, por el contrario, se los definía, en el mejor de los casos,
como talentos «prometedores», pero de momento se dejaba en compás de espera
cualquier signo de reconocimiento positivo de su obra; aquella época de
prudencia no gustaba de otorgar su favor prematuramente, antes de que el
agraciado hubiese acreditado unos resultados «sólidos», labor de años. Pero
todos los nuevos poetas, músicos y pintores eran jóvenes; Gerhart Hauptmann,
surgido inesperadamente del más absoluto de los anonimatos, a sus treinta años
dominaba por completo la escena alemana; Stefan George y Rainer Maria Rilke, a
los veintitrés (es decir, antes de que la ley austriaca le declarara a uno
mayor de edad), ya gozaban de fama literaria y tenían seguidores fanáticos. En
nuestra ciudad apareció de la noche a la mañana el grupo de la «Joven Viena»,
con Arthur Schintzler, Hermann Bahr, Richard Beer-Hoffmann y Peter Altenberg,
en cuyo seno la cultura específicamente austriaca halló por vez primera una
expresión auténticamente europea, gracias al refinamiento de todos los medios
artísticos. Pero había, por encima de todo, una figura que nos fascinaba,
seducía, embriagaba y entusiasmaba, el portentoso y único fenómeno de Hugo von
Hofmannsthal, en quien nuestra juventud vio realizadas no sólo sus aspiraciones
más elevadas, sino también una perfección poética absoluta que se encarnaba en
la persona de alguien que tenía casi su misma edad. La figura del joven Hofmannsthal es y será recordada
como uno de los grandes prodigios de la perfección precoz; a esta edad,
exceptuando a Keats y a Rimbaud, no conozco en toda la literatura universal
ningún otro ejemplo de tal infalibilidad en el dominio de la lengua, de
semejante envergadura del ideal de la inspiración y de tal saturación de la
sustancia poética hasta en la frase más accidental, como el de este genio
grandioso, que ya a sus dieciséis y diecisiete años, con sus versos indelebles
y una prosa insuperable hasta hoy, quedó inscrito en los anales eternos de la
lengua alemana. Sus insospechados inicios y su simultánea perfección
constituyen un fenómeno que difícilmente puede repetirse en una misma generación.
Por eso las primeras personas que tuvieron conocimiento de su obra quedaron
maravilladas ante aquella increíble aparición, casi como si se tratase de un
hecho sobrenatural. Hermann Bahr me habló en muchas ocasiones de su atónito
asombro el día en que había recibido un artículo para su revista, fechado en la
propia Viena y firmado por un tal «Loris», nombre que desconocía (a los
estudiantes de bachillerato les estaba prohibido firmar con su propio nombre);
entre las colaboraciones que recibía desde todos los confines del mundo jamás
se había encontrado con una que derramase, por así decir, con mano fácil tanta
riqueza y que lo hiciese con una lengua tan noble y alada. ¿Quién era el tal
«Loris»? ¿Quién era el desconocido?, se preguntaba. Un hombre mayor, seguro,
que ha ido destilando en silencio sus conocimientos a lo largo de los años y en
misteriosa clausura ha cultivado la esencia más sublime de la lengua hasta
convertirla en una magia casi voluptuosa. ¡Y semejante sabio, un poeta de tan
altas dotes, vivía en la misma ciudad y él jamás había tenido noticia de su
existencia! Bahr escribió en seguida al desconocido, citándolo para una
entrevista en un café: el famoso Café Griensteidl, el cuartel general de la
literatura joven. De pronto se acercó a su mesa, con pasos livianos al tiempo
que apresurados, un bachiller delgado, aún imberbe y vestido con pantalón
corto, hizo una reverencia en señal de saludo y, con una voz aguda que Aún no
había mudado del todo, dijo en tono seco y decidido: «Hofmannsthal. Yo soy
Loris.» Aun al cabo de años, siempre que Bahr hablaba de su estupefacción, se
notaba lo impresionado que estaba. En un primer momento se resistió a creerlo.
¡Un bachiller que poseyese tal dominio del arte, tal clarividencia, una visión
tan profunda y un conocimiento tan impresionante de la vida antes de vivirla!
Arthur Schnitzler me contó casi lo mismo. En aquella época todavía era médico,
puesto que, de momento, sus primeros éxitos literarios no parecían poderle
garantizar, ni mucho menos, medios de vida dignos, pero ya se le consideraba el
líder de la «Joven Viena» y los más jóvenes acudían a él en busca de opiniones
y consejos. En casa de unos conocidos accidentales conoció a un muchachito
delgado, bachiller por más señas, cuya inteligencia ágil le llamó la atención,
y cuando dicho estudiante le pidió el favor de poderle leer una pequeña pieza
de teatro en verso, lo invitó gustoso a su piso de soltero, aunque, a decir
verdad, sin hacerse demasiadas ilusiones: un opúsculo de estudiante, pensó,
sentimental o pseudoclásico. Invitó a la velada a unos cuantos amigos;
Hofmannsthal se presentó allí con su pantalón corto y, un poco nervioso y
cohibido, empezó a leer. «Al cabo de unos minutos-me contó Schnitzler-de pronto
nos vimos escuchándolo con el oído aguzado y, casi asustados, intercambiamos
miradas de admiración. Versos tan perfectos, de tan impecable plasticidad, tan
impregnados de música, no se los habíamos oído a ningún contemporáneo; creíamos
que era imposible después de Goethe. Pero lo más prodigioso de aquella maestría
inigualable (y que ningún otro alemán ha conseguido desde entonces) radicaba en
un conocimiento del mundo que, tratándose de un muchacho que pasaba los días
sentado en un banco de escuela, tan sólo podía venir de una intuición mágica.» Cuando
Hofmannsthal acabó, todos se quedaron mudos. «Tuve la impresión-me dijo
Schnitzler-de haber conocido a un genio por primera vez en mi vida y nunca más,
en ninguna otra ocasión, me he vuelto a sentir tan subyugado.» Quien a los
dieciséis años empezaba de esta manera (o, más que empezar, ya desde el mismo
principio alcanzaba la perfección) tenía que llegar a convertirse en hermano de
Goethe y de Shakespeare. Y, en efecto, la perfección parecía volverse cada vez
más perfecta: después de aquella primera pieza en verso, Ayer, apareció el
grandioso fragmento de la Muerte de Ticiano, en el cual el alemán alcanzaba
cotas de sonoridad italiana; aparecieron nuevos poemas, cada una de las cuales
constituía todo un acontecimiento para nosotros y que yo todavía hoy, después
de décadas, recuerdo enteramente de memoria, verso por verso; aparecieron
dramas cortos y aquellos ensayos que, en un espacio maravillosamente económico,
reducido a unas pocas páginas, contenían, mágicamente comprimidos, la riqueza
del saber, un consumado conocimiento del arte y una amplia visión del mundo;
todo cuanto escribió aquel bachiller y universitario era como el cristal
iluminado desde dentro: oscuro al tiempo que incandescente. El verso, la prosa, en sus manos todo resultaba
moldeable como la cera aromática del monte de Hímeto; por un milagro
irrepetible, cada poesía tenía su medida justa, nunca excesiva ni tampoco
demasiado escuálida; se notaba que algo inconsciente e incomprensible lo debía
de guiar secretamente por esos caminos hasta los parajes jamás pisados. A duras penas consigo transmitir la fascinación que
este fenómeno producía en nosotros, que habíamos sido educados para rastrear y
percibir valores. Al fin y al cabo, ¿qué puede resultar más embriagador para
una generación joven que saber que a su lado, en su propio seno, vive-de carne
y hueso-un poeta puro, sublime, poeta que nadie concebía sino bajo las formas
legendarias de un Hölderlin, un Keats y un Leopardi, inaccesible y ya
convertido en un sueño y una visión? Por eso mismo guardo tan nítido el
recuerdo del día en que por vez primera vi a Hofmannsthal en persona. Tenía yo
entonces dieciséis años, y puesto que seguíamos paso a paso-dicho sea sin
faltar a la verdad-todo lo que hacía ese mentor ideal nuestro, me impresionó
sobremanera una breve noticia escondida en el periódico, que anunciaba una
conferencia suya sobre Goethe en el «Club científico» (inconcebible para
nosotros que un genio de tal catadura hablase en un marco tan modesto; en
nuestra adoración estudiantil, hubiésemos dado por supuesto que la sala más
grande de Viena se habría llenado a rebosar si un Hofmannsthal accedía a
aparecer en público). Pero gracias a aquel suceso tuve la oportunidad de volver
a darme cuenta de hasta qué punto nosotros, los insignificantes alumnos de
bachillerato, aventajábamos al gran público y a la crítica oficial en nuestras
valoraciones, en nuestro instinto para lo imperecedero, instinto que se
demostró infalible, y no tan sólo en este caso; en la estrecha sala se había
reunido un auditorio compuesto por diez o doce docenas de personas en total: no
había hecho falta, por lo tanto, que, llevado por mi impaciencia, apareciese
allí media hora antes con el fin de asegurarme un asiento. Esperamos un rato y,
luego, un joven delgado en cuyo aspecto nada llamaba la atención pasó de pronto
en medio de las filas en dirección a la tarima y se pulso a hablar tan de
repente y con tanto ímpetu que apenas me dio tiempo de observarlo a conciencia.
Con su bigote suave, no acabado de formarse todavía, y su figura elástica,
Hofmannsthal parecía aún más joven de lo que ya me había imaginado. Su rostro,
de perfil marcado y de tez oscura: un tanto italiano, aparecía tenso a causa de
los nervios, y aumentaba tal impresión la inquietud que se reflejaba en sus
ojos aterciopelados, muy miopes; más que ponerse, se diría que se lanzó a
hablar, como lo hace un nadador a las aguas que le son familiares, y cuanto más
hablaba, más libres se volvían sus gestos y más afianzada aparecía su figura;
en cuanto se hallaba en medio del elemento espiritual (lo subrayé más tarde en
muchas conversaciones privadas), su embarazo inicial daba paso a una liviandad
y una viveza extraordinarias, como suele suceder a los hombres inspirados. Tan
sólo en las primeras frases me daba cuenta de que no tenía una voz bonita:
tirando a estridente y a veces muy próxima a falsete; pero sus palabras no
tardaban en elevarnos hasta tales alturas de libertad que ya no nos
percatábamos del timbre de su voz y, a menudo, ni tan sólo de su cara. Hablaba
sin manuscrito, sin apuntes, a lo mejor incluso sin una minuciosa preparación
previa, y, sin embargo, cada una de sus frases tenía ese halo de perfección que
nace con naturalidad del sentido mágico de la forma. Las antítesis más osadas
se desplegaban ante el público, cegadoras, para acabar diluyéndose en
formulaciones claras al tiempo que sorprendentes. A todos nos asaltó la
subyugante impresión de que lo que nos ofrecía no eran más que migajas
arrancadas casualmente de un acervo mucho más grande, de que él, tan alado como
estaba y tan elevado a esferas superiores, podía seguir hablando durante horas
enteras sin empobrecer el discurso ni rebajar su nivel. También en años
posteriores, durante el curso de conversaciones privadas, seguí experimentando
la fuerza mágica de ese «inventor del canto fluido y del diálogo ágil y
chispeante», como lo definió, elogioso, Stefan George. Inquieto, distraído,
sensible, expuesto a los cambios atmosféricos, a menudo gruñón y nervioso en el
trato personal, no resultaba fácil acercársele. Sin embargo, en el momento en
que algo atraía su interés, se convertía en una llamarada; en un solo vuelo,
cual fulgurante cohete encendido, elevaba el debate hasta su propia esfera, un
universo que no estaba sino a su alcance. Exceptuando acaso a Valéry, poeta de
pensamiento cristalino y más mesurado, y al impetuoso Keyserling, nunca he
vivido la experiencia de una conversación de tan alto vuelo intelectual como la
suya. En aquellos momentos de auténtica inspiración, su memoria demoníacamente
despierta lo tenía presente todo, se puede decir que de una manera casi física:
los libros que había leído, los cuadros y los paisajes que había visto; una
metáfora enlazaba con la siguiente con la misma naturalidad con que se enlazan
las dos manos; las perspectivas se alzaban cual decorados inesperados que
surgían de un horizonte que ya se creía cerrado... En aquella conferencia sentí
por primera vez-volví a experimentar la misma sensación eh conversaciones
privadas ulteriores-ese flatus, el hálito vivificante y embelesador de lo
inconmensurable, de lo que no se puede abarcar con la sola razón. En cierto sentido, Hofmannsthal jamás superó ese
milagro único en que se había convertido entre sus dieciséis y veinticuatro
años. No es que admire menos muchas de sus obras posteriores, los espléndidos
artículos, el fragmento de Andreas, ese tronco de la tal vez más bella novela
en lengua alemana, y algunas partes de sus dramas; sin embargo, con esa
complicidad suya tan estrecha con el teatro real y los intereses de su época, con
esa conciencia suya tan clara y lo ambicioso de sus proyectos, perdió una parte
de su excelencia intuitiva, de la inspiración pura de aquellas primeras poesías
de adolescente y, con ello, también de la embriaguez y el éxtasis de nuestra
juventud. Con el saber mágico propio de la edad joven, presentimos que tamaño
milagro de nuestra juventud era único y que no se volvería a repetir en nuestra
vida. Balzac ha descrito de manera incomparable cómo el
ejemplo de Napoleón había electrizado a toda una generación en Francia. El
deslumbrante ascenso del pequeño teniente Bonaparte al trono imperial del
mundo, para él significó no tan sólo el triunfo de una persona, sino también la
victoria de la idea de la juventud. El hecho de que no fuera necesario haber
nacido príncipe o noble para alcanzar el poder a temprana edad, de que se
pudiera proceder de una familia modesta, cuando no pobre, y, sin embargo,
llegar a ser general a los veinticuatro años, soberano de Francia a los treinta
y, poco después, del mundo entero, ese éxito sin igual arrancó a centenares de
personas de sus pequeños oficios y sus pequeñas ciudades de provincia: el
teniente Bonaparte calentó la cabeza a toda una generación de jóvenes. Los
impelió hacia una ambición más elevada; creó a los generales de su gran
ejército al igual que a los héroes y los arribistas de la Comédie humaine.
Siempre que un solo joven alcanza, tras el primer impulso, algo que hasta
entonces parecía inalcanzable, sea en el campo que sea, con el mero éxito de su
empresa alienta a toda la juventud que lo rodea o lo sigue. En este sentido,
Hofmannsthal y Rilke significaron para nosotros, los jóvenes, para nuestras aún
inmaduras energías, un impulso extraordinario. Aun sin esperar que ninguno de
nosotros pudiese repetir el milagro de Hofmannsthal, nos fortalecía su mera
existencia física, la cual-se puede decir así-demostraba óptica y
fehacientemente que el poeta era posible también en nuestra época, en nuestra
ciudad, en nuestro entorno. Al fin y al cabo, su padre, un director de banco,
procedía del mismo estamento judío burgués que todos nosotros; el genio se
había formado en una casa parecida a la nuestra, con iguales muebles y la misma
moral de clase; había ido al mismo instituto estéril, había estudiado con los
mismos manuales y se había sentado durante ocho años en los mismos bancos de
madera, mostrando la misma impaciencia y la misma pasión por los valores del
espíritu que nosotros; y he aquí que, mientras aún desgastaba los pantalones
contra aquellos bancos y se veía obligado a patear el gimnasio de un lado a
otro, ya había conseguido superar, con su salto al infinito, la estrechez del
espacio de la ciudad y la familia. A través de Hofmannsthal quedó demostrado,
en cierta manera ad oculos, que, en principio, era posible crear poesía, y
poesía perfecta, también a nuestra edad, aun en la atmósfera carcelaria de un
instituto austriaco. Incluso era posible (¡qué seducción tan inmensa para un
espíritu adolescente!) verse publicado, elogiado y famoso, mientras en casa y
en la escuela aún se nos consideraba como seres insignificantes, seres sin
acabar. Rilke, a su vez, significó para nosotros un estímulo
de otra naturaleza, que completaba el de Hofmannsthal con un efecto sedante.
Porque rivalizar con Hofmannsthal habría parecido blasfemo hasta al más osado
de entre nosotros. Sabíamos que era un prodigio inimitable de perfección precoz
que no se podía repetir, y cuando, a nuestros dieciséis años, comparábamos
nuestros propios versos con los ya celebérrimos que él había escrito a la misma
edad, nos moríamos de vergüenza; asimismo, nos sentíamos humillados en nuestro
saber ante el vuelo de águila con el que él, todavía en el instituto, había
recorrido el universo del espíritu. Rilke también había empezado a escribir y a
publicar versos igual de pronto, a los diecisiete o dieciocho años, pero, a
diferencia de Hofmannsthal, además en el sentido absoluto, sus poesías
resultaban inmaduras, infantiles e ingenuas; sólo con indulgencia se podía
hallar en ellas algunas huellas de un talento áureo. No fue sino más tarde, a
sus veintidós y veintitrés años, cuando ese poeta extraordinario, al que
nosotros amábamos con desmesura, empezó a moldear su personalidad, cosa que por
sí sola ya era un consuelo para nosotros. De modo que no era imprescindible ser
perfecto ya en el instituto, como Hofmannsthal; podíamos probar, ensayar,
formarnos, progresar, como Rilke. No era necesario darnos por vencidos en
seguida sólo porque de momento escribíamos cosas imperfectas, inmaduras e
irresponsables, pues a lo mejor éramos capaces de repetir, ya no el milagro de
Hofmannsthal, pero sí el ascenso más pausado y normal de Rilke. Y es que era natural que todos hubiésemos empezado,
desde hacía tiempo, a escribir versos, a componer música o a recitar; la
actitud de pasividad apasionada es de por sí poco natural entre la juventud, de
cuya manera de ser resulta más propio no sólo el recibir impresiones, sino
también reaccionar a ellas de modo creativo. Amar el teatro para los jóvenes
quiere decir, como mínimo, desear y hasta soñar con hacer personalmente cosas
en o para el teatro. Admirar en éxtasis el talento en todas sus formas lleva
ineludiblemente a la introspección, a ver si se puede descubrir una posibilidad
o un vestigio de esa esencia tan selecta en el inexplorado cuerpo propio o en
la propia alma, medio oscura todavía. Así, de acuerdo con la atmósfera que se
respiraba en Viena y con los especiales condicionantes de la época, en nuestra
clase el afán por la producción artística se había expandido casi como una
epidemia. Todos y cada uno buscábamos en nuestro interior un talento e
intentábamos desplegarlo. Cuatro o cinco de entre nosotros querían ser actores.
Imitaban la dicción de los del Burgtheater, recitaban y declamaban sin parar,
asistían a escondidas a clases de arte dramático y en las horas de recreo
repartían entre sí los distintos papeles e improvisaban escenas enteras de los
clásicos; los demás formábamos para ellos un público curioso, aunque a la vez
muy crítico. Otros dos o tres eran músicos excelentemente preparados, pero aún
no sabían si querían ser compositores, solistas o directores de orquesta; a
ellos debo mi primer contacto con la nueva música, estrictamente vetada todavía
en los conciertos oficiales de la Filarmónica, mientras que ellos, a su vez,
acudían a nosotros en busca de textos para sus canciones y coros; otro
muchacho, hijo de un pintor famoso entre la alta sociedad, nos llenaba de
dibujos los cuadernos durante las horas de clase y retrataba a todos los
futuros genios del curso. Pero la fiebre más extendida, con mucho, era la
literaria. Gracias al estímulo mutuo de buscar la perfección lo más rápidamente
posible y a la crítica recíproca de cada poema, el nivel que habíamos alcanzado
a los dieciséis años era muy superior al de simples diletantes y en algunos
casos se aproximaba a la obra de auténtico valor, cosa que quedó demostrada por
el hecho de que nuestras creaciones fueran aceptadas, impresas y (he aquí la
prueba más convincente) retribuidas, y no sólo por, pongamos por caso, oscuras
gacetas de provincias, sino también por revistas de vanguardia de la nueva
generación. El nombre de uno de mis compañeros, Ph. A., a quien yo adoraba como
a un genio, se destacó en la magnífica revista de lujo Pan, al lado de Dehmel y
de Rilke; otro, A. M., había logrado entrar, bajo el pseudónimo de «August
Oehler», en la más inaccesible y ecléctica de todas las revistas alemanas,
Bldtter für die Kunst, que Stefan George reservaba exclusivamente para su
círculo sagrado y cuyas puertas, controladas por siete cedazos, parecían
imposibles de franquear. Un tercero, animado por Hofmannsthal, escribió un
drama sobre Napoleón; un cuarto, una nueva teoría estética y sonetos de gran
mérito; yo mismo fui admitido en la Gesellschaft, la revista de vanguardia de
los Modernos, y en la Zukunft de Maximilian Harden, ese semanario que resultó
tan decisivo para la historia política y cultural de la nueva Alemania. Mirando
hoy hacia atrás, tengo que confesar con toda objetividad que la suma de nuestro
saber, el refinamiento de nuestra técnica literaria y nuestro nivel artístico
eran francamente sorprendentes en unos muchachos de diecisiete años, y sólo se
pueden explicar a través del fulgurante ejemplo de la madurez tan fantástica
como precoz que demostró Hofmannsthal, ejemplo que nos obligaba a un esfuerzo
apasionado por hacer lo máximo con tal de salir airosos ante los otros, aunque
no fuese más que a medias. Dominábamos todos los recursos, extravagancias y
audacias de la lengua, poseíamos la técnica de todas las formas del verso,
habíamos experimentado, en innumerables ensayos, con todos los estilos, desde
el páthos de Píndaro hasta la simple dicción de la canción popular, indicábamos
los unos a los otros, en el intercambio diario de nuestras experiencias
creativas, hasta las incorrecciones más insignificantes y discutíamos cualquier
detalle métrico. Mientras los buenos de nuestros profesores inocentemente nos
seguían marcando con tinta roja las comas que faltaban en las redacciones
escolares, nosotros nos dedicábamos a ejercer otro tipo de crítica y lo
hacíamos aplicando una severidad, un conocimiento artístico y una meticulosidad
que ni siquiera desplegaban al abordar las obras maestras clásicas los papas de
la literatura oficial de los grandes diarios; de modo que en los últimos años
de la escuela, también sacamos ventaja a esos críticos ya consagrados y
famosos, y todo gracias a aquel fanatismo nuestro en cuanto al juicio técnico y
la capacidad de expresión artística. Esta descripción, realmente verídica, de nuestra
precocidad literaria podría llevar a pensar que éramos una clase especial y
prodigiosa. En absoluto. El mismo fenómeno de fanatismo y talento precoz se
podía observar en aquel momento en una docena de escuelas vecinas de Viena, y
en el mismo grado. No podía tratarse de una casualidad. En la ciudad reinaba
una atmósfera especialmente propicia, condicionada por su humus artístico, por
una época apolítica, por la constelación de nuevas orientaciones intelectuales
y literarias que, apremiándose mutuamente, aparecieron en aquel momento a
caballo entre dos siglos y que se combinaron químicamente en nosotros
infundiéndonos la inmanente voluntad de crear, voluntad que, mirándolo bien, es
propia, casi por naturaleza, de esta época de la vida. Al fin y al cabo,
durante la pubertad, la poesía o al menos el impulso hacia ella invade a todo
joven, aunque sólo sea como una oleada, si bien es cierto que tal inclinación
traspasa pocas veces la frontera de la juventud. Ni uno solo de los cinco
actores que se sentaban en los bancos de nuestra escuela subió más tarde a un
escenario real; los poetas de Pan y de Blätter für die Kuns1 se desinflaron
tras aquel primer impulso sorprendente y se convirtieron en honorables abogados
y funcionarios que hoy, a lo mejor, esbozan una sonrisa melancólica o irónica al
recordar sus ambiciones de antaño. Yo soy el único de todos ellos en quien ha
pervivido aquella pasión creadora y para quien dicha pasión se ha vuelto la
esencia y el sentido de toda una vida. Pero ¡con qué agradecimiento recuerdo
aún aquel compañerismo! ¡Cómo me ha ayudado! Aquellas discusiones enardecidas,
aquella superación impetuosa, aquella admiración y crítica mutuas, ¡ cómo y
cuán pronto me agudizaron la mano y el nervio, cómo me abrieron y ensancharon
la visión del cosmos espiritual, cómo nos dio alas a todos para elevarnos por
encima del desierto y la tristeza de nuestra escuela! «Oh, arte hechicero,
cuántas horas grises...» Cada vez que evoco esta canción de Schubert, nos veo,
en un especie de visión plástica, sentados sobre nuestros miserables bancos
escolares, con los hombros caídos y, después, camino de casa, con el rostro
radiante y la mirada encendida, criticando y recitando poesía apasionadamente,
olvidada toda atadura con el espacio y el tiempo, realmente «sumidos en un
mundo mejor». Tamaña monomanía del fanatismo por el arte, una
sobreestimación de lo estético llevada hasta el absurdo, sólo se podía ejercer,
naturalmente, a costa de los intereses normales propios de nuestra edad. Si hoy
me pregunto cuándo encontrábamos el tiempo necesario para leer todos aquellos
libros, abrumados como estábamos por la jornada escolar y las clases
particulares, veo claro que fue en detrimento de las horas de sueño, luego, de
nuestro vigor corporal. No ocurrió nunca que dejase la lectura antes de la una
o las dos de la madrugada, aun cuando me tenía que levantar a las siete: un
vicio, ese de leer una hora o dos por más tarde que se hiciera, que ya no he
abandonado nunca más. Y así, no recuerdo haber ido a la escuela sino saliendo
de casa deprisa y corriendo en el último minuto, sin haber dormido lo
suficiente y sin haberme lavado como es debido, y masticando el bocadillo por
el camino; así, no es extraño que, con toda nuestra intelectualidad, todos
tuviésemos el aspecto demacrado y verde de la fruta inmadura y, además,
bastante dejado en lo tocante a nuestra manera de vestir. Es que cada céntimo
de nuestro dinero de bolsillo lo gastábamos en teatro, conciertos o libros; y,
por otro lado, tampoco nos preocupaba mucho ni poco el gustar a las niñas,
puesto que nuestra pretensión radicaba en impresionar en cosas muy superiores.
Salir a pasear con muchachas nos parecía una pérdida de tiempo, pues, en
nuestra arrogancia intelectual, a priori considerábamos al otro sexo
intelectualmente inferior y no queríamos malgastar nuestras preciosas horas en
conversaciones banales. Tampoco sería nada fácil hacer entender a un joven de
hoy hasta qué punto ignorábamos, y hasta despreciábamos, todo lo relacionado
con el deporte. Lo cierto es que, en el siglo pasado, aún no había llegado a
nuestro continente la ola deportiva. Aún no había estadios donde cien mil
personas bramasen de entusiasmo cuando un boxeador descargaba un puñetazo en la
mandíbula del otro; los periódicos todavía no enviaban a sus reporteros para
que, con fervor homérico, llenasen columnas y más columnas informando de un
partido de hockey. En nuestra época, la lucha, los clubs de atletismo, los
récords de pesos pesados todavía se consideraban como actividades de suburbio y
formaban su público carniceros y ganapanes; como mucho, unas cuantas veces al
año, las carreras de caballos, más nobles y aristocráticas, atraían al
hipódromo a la llamada «buena sociedad», pero no así a nosotros, que
considerábamos cualquier actividad física como una absoluta pérdida de tiempo.
A los trece años, cuando me empezó a atacar aquella infección intelectual
literaria, dejé el patinaje sobre hielo y usé en la compra de libros el dinero
que me daban mis padres para las clases de baile; a los dieciocho aún no sabía
nadar ni bailar ni jugar a tenis; incluso hoy no sé montar en bicicleta ni
conducir un automóvil, y en materia deportiva cualquier niño de diez años me
puede poner en ridículo. Ni siquiera ahora, en 1941, sé muy bien cuál es la
diferencia entre béisbol y fútbol, entre hockey y polo, y las páginas de
deportes de los periódicos, con su lenguaje criptográfico, se me antojan
escritas en chino. Me he mantenido imperturbable ante todos los récords
deportivos de velocidad o de habilidad, adoptando el punto de vista del sha de
Persia, quien, cuando lo querían animar a que asistiese a un derby, manifestó,
con sabiduría oriental: «¿Para qué? Ya sé que un caballo puede correr más que
otro. Me es del todo indiferente cuál.» Tan despreciable como entrenar el
cuerpo, nos parecía malgastar el tiempo en el juego; tan sólo el ajedrez, que
exigía un esfuerzo mental, hallaba un poco de merced a nuestros ojos; y, cosa
más absurda todavía, a pesar de que nos sentíamos poetas en ciernes o, en todo
caso, en potencia, nos preocupaba muy poco la naturaleza. Durante mis primeros
veinte años no vi casi nada de los maravillosos alrededores de Viena; los días
de verano más bonitos y cálidos, cuando la ciudad quedaba desierta, tenían un
encanto más singular todavía, porque, en nuestro café, conseguíamos los periódicos
y las revistas más deprisa y en mayor abundancia. He necesitado años y años
para reencontrar el equilibrio que perdí a causa de esa hipertensión y esa
avidez infantiles y para compensar en parte el inevitable abandono físico del
cuerpo. Pero, aun así, visto en su conjunto, no me arrepiento de aquel
fanatismo, de esa manera de vivir sólo a través de los ojos y los nervios de
mis tiempos de bachillerato. Me inoculó en la sangre un apasionamiento por todo
lo intelectual que ya no querría perder nunca, y todo lo que he leído y
aprendido desde entonces hasta ahora se asienta sobre los fundamentos que se
endurecieron en aquellos años. Lo que uno ha descuidado en lo referente a sus
músculos aún puede recuperarlo algún día, mientras que el impulso espiritual,
la capacidad de captar del espíritu, tan sólo se adquiere en los decisivos años
de formación y sólo aquel que ha aprendido a expandir su alma a los cuatro
vientos a tiempo, es capaz más tarde de abarcar el mundo entero. La verdadera experiencia de nuestros años de juventud
consistió en que algo nuevo se fraguaba en el arte, algo que era más
apasionante, problemático y tentador que aquello que había satisfecho a
nuestros padres y a nuestro entorno. Sin embargo, fascinados como estábamos por
aquel fragmento de vida, no caíamos en la cuenta de que los cambios que se
producían en el ámbito de lo estético no eran sino vibraciones y síntomas de
otros, de un alcance mucho mayor, que habían de conmocionar y, finalmente,
destruir el mundo de nuestros padres, el mundo de la seguridad. Una notable
reestructuración empezaba a prepararse en nuestra vieja y soñolienta Austria.
Las masas, que durante decenios habían cedido, calladas y dóciles, el dominio a
la burguesía liberal, de repente se agitaron, se organizaron y exigieron sus
derechos. Precisamente en la última década, la política irrumpió con ráfagas
bruscas y violentas en la calma de la vida plácida y holgada. El nuevo siglo
exigía un nuevo orden, una nueva era. El primero de estos grandes movimientos de masas fue
en Austria el socialista. Hasta entonces, el derecho de voto, mal llamado
«universal», se concedía en nuestro país a los acaudalados que podían demostrar
que habían pagado una contribución determinada. Ahora bien, los abogados y
agricultores elegidos por ese estamento se creían honesta y sinceramente los
portavoces y representantes del «pueblo» en el Parlamento. Estaban muy
orgullosos de ser gente culta, tal vez académica incluso, y daban importancia a
la dignidad, el decoro y la buena dicción; por eso las sesiones del Parlamento
se asemejaban a tertulias de un club distinguido. Gracias a su fe liberal en un mundo infaliblemente
progresista por obra de la tolerancia y la razón, aquellos demócratas burgueses
creían de veras que procuraban, de la manera mejor posible, el bien de todos
los súbditos a fuerza de pequeñas concesiones y mejoras paulatinas. Pero habían olvidado por completo que representaban
tan sólo a cincuenta o cien mil personas acomodadas de las grandes ciudades, no
a los cientos, miles, millones de habitantes de todo el país. Entretanto, la
máquina había hecho su trabajo al reunir en torno a la industria a los obreros,
antes dispersos; bajo el liderazgo de un hombre eminente, el doctor Viktor
Adler, se constituyó en Austria un partido socialista con el fin de luchar por
las reivindicaciones del proletariado, que exigía el derecho de sufragio
auténticamente universal: igual para todo el mundo; apenas les fue concedido o,
mejor dicho, apenas lo obtuvieron por la fuerza, la gente se dio cuenta de lo
fina, aunque ciertamente valiosa, que era la capa de liberalismo. Con ella,
desapareció de la vida política pública la conciliación y los intereses de unos
chocaron violentamente con los de otros: la lucha acababa de empezar. Recuerdo aún el día de mi primera infancia en que, con
el ascenso del partido socialista, se produjo en Austria el cambio decisivo;
con el fin de demostrar por primera vez y de manera evidente su poder y su
número, los obreros habían hecho circular la consigna de declarar el primero de
mayo fiesta del pueblo trabajador y decidieron que desfilarían en formación
cerrada por el Prater, más concretamente por su avenida central, donde por lo
general se veían, entre anchas y hermosas hileras de castaños, desfiles de
calesas y landós pertenecientes a la aristocracia y la burguesía rica. Presa de
horror, la buena burguesía liberal se quedó de una pieza ante semejante
anuncio. ¡Socialistas! La palabra tenía entonces, en Alemania y en Austria, un
sabor a sangre y terrorismo, como antes la palabra «jacobinos» y más tarde
«bolcheviques»; en un primer momento nadie creía posible que aquella horda roja
llevase a cabo su marcha desde los suburbios sin quemar casas, saquear tiendas
y cometer todos los actos de violencia imaginables. Una especie de pánico se apoderó
de la gente. La policía de toda la ciudad y de los alrededores se apostó en la
calle de Prater y el ejército, puesto en estado de alerta, recibió la orden de
disparar en caso de necesidad; ningún carruaje se atrevió a acercarse al
Prater, los comerciantes bajaron las persianas de hierro de sus tiendas y
recuerdo que los padres prohibieron a sus hijos salir a la calle en un día de
tamaño espanto, que podía ver a Viena en llamas. Pero no pasó nada. Los obreros
marcharon hasta el Prater con mujeres e hijos, en compactas filas de a cuatro y
con una disciplina ejemplar, ostentando todos en el ojal un clavel rojo, el
símbolo del partido. Durante la marcha cantaron La Internacional, aunque los
niños, al llegar al hermoso césped de la «Avenida noble», que pisaban por
primera vez, intercalaron en ella sus inocentes canciones de colegio. No se
insultó a nadie, no se golpeó a nadie, no se cerró ningún puño; policías y
soldados sonreían a los manifestantes en un gesto de camaradería. Gracias a
aquella actitud irreprochable, ya le fue imposible a la burguesía estigmatizar
a la clase obrera tachándola de «horda revolucionaría» y, como siempre en la
vieja y sabia Austria, se llegó a concesiones mutuas; aún no se había inventado
el actual sistema de represión y erradicación a porrazo limpio, todavía estaba
vivo (aunque ya palidecía) el ideal de humanismo, incluso entre los líderes de
los partidos. Apenas había aparecido el clavel rojo como símbolo del
partido, en seguida se vio otra flor en el ojal, el clavel blanco, signo de
afiliación al partido socialcristiano (¿verdad que es enternecedor que aún se
eligiesen flores como distintivos de los partidos, en lugar de botas altas,
puñales y calaveras?). El partido socialcristiano, como grupo pequeño burgués
de pies a cabeza, era de hecho el contramovimiento orgánico del proletario y,
en el fondo e igual que él, un producto del triunfo de la máquina sobre la
mano. Y es que, con la concentración de grandes masas en las fábricas, la
máquina asignó poder y promoción social a los obreros, al tiempo que amenazaba
a la pequeña artesanía. Los grandes almacenes y la producción masiva de bienes
supusieron una ruina para la clase media y los pequeños maestros artesanos. Se
apoderó de este descontento y preocupación un líder hábil y popular, el doctor
Karl Lueger, que con el lema de «hay que ayudar al pequeño» arrastró a toda la
pequeña burguesía y a la clase media irritada, cuya envidia hacia los
acaudalados era insignificante en comparación con el miedo a verse desposeídas
de su forma de vida burguesa y caer en el proletariado. Era exactamente la
misma capa social asustada que más adelante congregó a su lado, como primera
gran masa, Adolf Hitler, y Karl Lueger le sirvió de modelo también en otro
sentido: le enseñó lo manipulable que era el lema antisemita, que ofrecía a los
descontentos círculos pequeño burgueses un adversario palpable y, por otro
lado, imperceptiblemente desviaba el odio por los grandes terratenientes y la
riqueza feudal. Aun así, toda la vulgarización y brutalización de la política
actual, la espantosa recaída de nuestro siglo, se evidencia en la comparación
de las dos figuras. Karl Lueger, con su suave barba rubia, tenía un aspecto
imponente (el «bello Karl», lo llamaba la voz popular de Viena), tenía
formación académica y no en vano había ido a la escuela en una época que
situaba por encima de todo la cultura del espíritu. Sabía hablar en tono
popular, era vehemente y jocoso, pero incluso en sus discursos más violentos (o
los que la gente de aquella época consideraba como violentos) jamás sobrepasó
los límites de los buenos modales y frenaba escrupulosamente a su Streicher, un
tal Schneider, mecánico de profesión, que se servía de leyendas de asesinatos
rituales y de vulgaridades por el estilo. Irreprochable y discreto en la vida
privada, ante sus adversarios siempre se comportaba con una cierta nobleza, y
su antisemitismo oficial nunca le impidió seguir siendo bienintencionado y
mostrarse deferente con los amigos judíos de antes. Cuando, finalmente, su
movimiento ganó el ayuntamiento de Viena y él fue nombrado alcalde (después de
que el emperador Francisco José, que aborrecía las tendencias antisemitas, se
hubiera negado por dos veces a sancionar ese nombramiento), su administración
se mantuvo impecablemente justa y modélicamente democrática; los judíos, que
habían temblado de miedo ante la victoria del partido antisemita, siguieron
disfrutando de los mismos derechos y merecían la misma consideración de antes.
El veneno del odio y la voluntad de exterminio mutuo no había penetrado todavía
en la sangre de la época. Pero pronto apareció una tercera flor, la centaura
azul, la flor favorita de Bismarck y símbolo del partido nacional-alemán,
que-aunque no se entendía así en aquel entonces-era conscientemente
revolucionario y, con un impulso brutal, aspiraba a derrocar la monarquía
austriaca en favor de una Gran Alemania-el sueño de Hitler-bajo el liderazgo
prusiano y protestante. Mientras el partido socialcristiano estaba arraigado en
Viena y en el campo y el socialista en los centros industriales, el
nacional-alemán tenía a sus partidarios concentrados casi exclusivamente en los
territorios fronterizos de Bohemia y los Alpes; numéricamente débil, compensaba
su insignificancia con una agresividad salvaje y una brutalidad desmesurada.
Sus escasos diputados se convirtieron en el terror y la deshonra (en el sentido
antiguo) del Parlamento austriaco; es en sus ideas y sus técnicas donde tiene
su origen Hitler, también un austriaco de frontera. De Georg von Schönen tomó
el grito de «¡Separémonos de Roma!», que por entonces seguían con obediencia
germánica miles de partidarios nacionalalemanes que, para irritar al emperador
y al clero, se pasaron del catolicismo al protestantismo; también de él
adoptaron la teoría antisemita de la raza («En la raza radica la porquería»,
decía un ilustre modelo), así como, tal vez lo más importante, la utilización
de una tropa de asalto salvaje que dispersaba manifestaciones a puñetazo limpio
y, con ella, el principio de la intimidación por el terror de un grupo reducido
contra una mayoría numéricamente superior, pero humanamente más pasiva. Lo que
las SA hacían para el nacionalsocialismo-dispersar reuniones a fuerza de
porrazos, irrumpir en plena noche en las casas de sus adversarios y pegarles
palizas-para el partido nacional-alemán lo hacían las asociaciones de
estudiantes, que, protegidas por la inmunidad académica, instalaron el terror
del garrotazo; militarmente organizadas, acudían al primer grito o silbato para
desfilar en cada acción política. Aquellos jóvenes de caras tajadas, borrachos
y brutales, agrupados Julius Streicher, político nacionalsocialista
(1885-1946), fundó en 1923 la revista demagógica Der Stürmer en las llamadas
«corporaciones de estudiantes», dominaban el aula porque, además de llevar
gorras y bandas como los otros, iban armados con duros y pesados garrotes;
provocando sin cesar, pegaban palizas ya a los estudiantes eslavos, ya a los
judíos, ya a los católicos, ya a los italianos, y a los indefensos los
expulsaban de la universidad. No hubo «paseo» (como se llamaban los desfiles
estudiantiles de los sábados) sin que corriera sangre. La policía, que debido a un privilegio de la
universidad no podía entrar en las aulas, se tenía que limitar, pasiva, a mirar
desde fuera cómo aquellos pendencieros cobardes cometían sus rabiosos excesos
y, luego, a transportar a los heridos que, cubiertos de sangre, eran arrojados
a la calle escaleras abajo por los camorristas nacionales. Cada vez que el
partido nacionalalemán austriaco, pequeño pero fanfarrón, quería conseguir algo
por la fuerza, mandaba por delante a esta tropa estudiantil de asalto; cuando
el conde Badeni, con la aprobación del emperador y del Parlamento, promulgó un
decreto sobre lenguas que debía poner paz entre las distintas naciones de Austria-y
que probablemente habría alargado unas décadas la vida de la monarquía-, aquel
puñado de exaltados ocupó la Ringstrasse. Tuvo que salir la caballería, se
desenfundaron los sables y se oyeron disparos. Pero en aquella época liberal,
trágica en su debilidad y enternecedora en su humanidad, la aversión a todo
acto violento y al derramamiento de sangre era tan grande que el gobierno cedió
ante el terror de los nacionalalemanes. El primer ministro dimitió y el decreto sobre lenguas,
completamente leal, fue derogado. La irrupción de la brutalidad en la política
se apuntaba su primer éxito. Todas las grietas existentes entre las razas y las
clases que la época de la conciliación había encolado con tanto esmero y
esfuerzo se abrieron de pronto y se convirtieron en abismos y precipicios. De hecho, en la última década del viejo siglo en
Austria ya había estallado la guerra de todos contra todos. Nosotros, unos jóvenes completamente inmersos en
nuestras ambiciones literarias, reparábamos poco en los peligrosos cambios que
se producían en nuestra patria: tan sólo teníamos ojos para libros y cuadros.
No mostrábamos ni el más remoto interés por los problemas políticos y sociales:
¿qué significaban para nuestras vidas aquellas trifulcas a gritos? La ciudad
hervía durante las elecciones y nosotros íbamos a la biblioteca. Las masas se
levantaban y nosotros escribíamos versos y discutíamos de poesía. No veíamos
las señales de fuego en la pared; sentados a la mesa como antaño el rey
Baltasar, saboreábamos, despreocupados y sin temer al futuro, los exquisitos
manjares del arte. Y tan sólo varias décadas más tarde, cuando las paredes y el
techo se desplomaron sobre nuestras cabezas, reconocimos que los fundamentos
habían quedado socavados ya hacía tiempo y que, con el nuevo siglo,
simultáneamente había empezado en Europa el ocaso de la libertad individual. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO, III STEFAN ZWEIG «EROS MATUTINOS» Durante los ocho años de instituto se produjo un hecho
sumamente personal para todos nosotros: de niños de diez años nos fuimos
convirtiendo poco a poco en jóvenes púberos de dieciséis, diecisiete y
dieciocho, y la naturaleza empezó a anunciar sus derechos. Ahora bien, este
despertar de la pubertad aparece como un problema totalmente personal que todo
aquel que se hace adulto tiene que dirimir consigo mismo y a su manera, y que a
primera vista no parece apropiado para ser discutido en público. Sin embargo,
para nuestra generación esa crisis iba mucho más allá de su propia esfera.
Mostraba al mismo tiempo un despertar distinto, pues nos enseñaba a observar
por primera vez y con sentido crítico el mundo social en el que habíamos
crecido y sus convicciones. Por lo general, los niños, e incluso los jóvenes,
tienden a mostrarse respetuosos sobre todo con las leyes de su entorno. Pero se
someten a las convenciones que se les impone sólo cuando ven que todos los
demás las observan con la misma lealtad. Un solo ejemplo de falta de veracidad
por parte de los maestros o de los padres los induce inevitablemente a
considerar todo su entorno con mirada desconfiada y, por ende, más inquisitiva.
Y nosotros no tardamos mucho en descubrir que todas las autoridades en las que
habíamos depositado nuestra confianza hasta entonces escuela, familia y moral
pública-en lo referente a la sexualidad se comportaban con notable falsedad. Y
más aún: que en este tema también a nosotros nos exigían secretismo y disimulo. Y es que antes de los años treinta y cuarenta la gente
pensaba de modo distinto que en nuestro mundo actual. Quizás en ninguna otra
esfera de la vida pública se produjo un cambio tan radical en el lapso de una
sola generación como en el de las relaciones entre los dos sexos, y eso por una
serie de factores: la emancipación de la mujer, el psicoanálisis freudiano, la
educación física, la emancipación de los jóvenes. Si tratamos de formular la
diferencia entre la moral burguesa del siglo xix, que era esencialmente
victoriana, y las ideas hoy vigentes, de más libertad y menos prejuicios, quizá
la mejor forma de abordar la cuestión sería diciendo que aquella época rehuía
medrosamente el problema de la sexualidad por un sentimiento de inseguridad
interior. Épocas anteriores, de lo más religiosas todavía, sobre todo las
rigurosamente puritanas, lo tenían más fácil. Imbuidas de la idea de que el
apetito sexual era el aguijón del diablo y que el placer corporal era lujuria y
pecado, las autoridades de la Edad Media habían atacado el problema de frente y
habían impuesto su estricta moral con severas prohibiciones y (sobre todo en la
Ginebra calvinista) unos castigos atroces. Nuestro siglo, en cambio, época
tolerante que, desde tiempos atrás, ya no creía en el demonio y apenas en Dios,
no hizo suficiente acopio de valor como para lanzar un anatema tan radical,
pero consideraba la sexualidad como un elemento anárquico y, por lo tanto,
molesto, que no se ajustaba a su ética y no era un tema apto para sacarlo a la
luz del día, porque cualquier forma de amor libre o extramatrimonial iba en
contra de la «decencia» burguesa. Ante tamaño dilema, la época ideó un original
compromiso. Limitó su moral a no prohibir a los jóvenes practicar su vita
sexualis, pero exigió que despacharan ese desagradable asunto con discreción.
Si no se podía eliminar la sexualidad, como mínimo debían procurar que no fuera
visible dentro de su mundo moral. Y así, se acordó tácitamente no hablar de
esas cosas tan enojosas ni en la escuela ni en casa ni en público, y suprimir
todo lo que pudiera recordar su existencia. A nosotros, que desde Freud sabemos que quien trata de
expulsar de su conciencia los impulsos naturales en realidad no los suprime,
sino que los desplaza peligrosamente al subconsciente, nos resulta fácil
reírnos de la contumacia de aquella técnica de ocultación. Pero todo el siglo XIX vivió sumido en la ilusión
sincera de que era posible solucionar todos los conflictos con el sentido común
racionalista y de que, cuanto más se escondían los hechos naturales, tanto más
se refrenaban sus fuerzas anárquicas; así, pues, si no se instruía a los jóvenes
en materia de sexualidad, éstos se olvidarían de su existencia. Con esta vana
ilusión , de moderar a través de la ignorancia, todas las instancias se unieron
en un boicot común de silencio hermético. Escuela y cura de almas, vida social
y justicia, periódicos y libros, moda y costumbres, evitaban por principio
cualquier mención del problema y, oh vergüenza, incluso la ciencia, cuya misión
debería consistir en abordar todos los problemas sin prejuicios, se unió al
tópico naturalia sunt turpia. También ella capituló so pretexto de que no era
digno de la ciencia tratar cuestiones tan escabrosas. Hojeando cualquier libro
de la época, sea de filosofía, sea de derecho o, incluso, de medicina, nos
encontraríamos con que todos, de común acuerdo y medrosamente, habían eliminado
de su contenido cualquier mención del tema. Cuando los expertos en derecho penal discutían en
congresos los métodos para humanizar las prisiones y los daños morales de la
vida penitenciaria, pasaban de largo, tímidamente y en silencio, ante el
problema central. Los neurólogos, pese a tener clara en muchos casos la
etiología de buen número de enfermedades histéricas, tampoco se atrevían a
admitir los hechos y podemos leer en Freud cómo incluso su venerado maestro
Charcot le había confesado en privado que conocía perfectamente su verdadera
causa, pero que nunca la había hecho pública. Por lo menos a la «bella»
literatura-como se la llamaba entonces-le estaba permitido arriesgarse a
descripciones claras y francas, porque sólo a ella le había sido asignado el
dominio de lo bello y lo estético. Mientras que en el siglo anterior el
escritor no tenía miedo de pintar un retrato franco y extenso de la cultura de
su tiempo, mientras que aún se podían encontrar en Defoe, en el abad Prévost,
en Fielding y en Rétif de la Bretonne descripciones no adulteradas de la
realidad, aquella época pensaba que sólo podía mostrar su parte «sentimental» y
«sublime», pero nunca la auténtica y desagradable. Por ello, de todos los
peligros, tinieblas y confusiones de los jóvenes de ciudad, en la literatura
del siglo XIX no se encuentra mucho más que un efímero poso. Incluso si un
escritor osado mencionaba la prostitución, estaba convencido de que debía
ennoblecerla y convertir artificiosamente a la heroína en una «dama de las camelias».
Nos hallamos, pues, ante un hecho singular: si un joven de hoy, para saber cómo
la juventud de la generación anterior y la de antes se abría camino en la vida,
abre las novelas incluso de los grandes maestros de la época, las obras de
Dickens y Thackeray, Gottfried Keller y Björnson, no encuentra descritos en
ellas más que hechos sublimados y atemperados (excepto en Tolstói y
Dostoievski, que, como rusos, estaban más allá del pseudoidealismo europeo),
pues toda aquella generación estaba inhibida en su libertad de expresión por la
presión de la época. Y nada ejemplifica con más claridad la hipersensibilidad
casi histérica de esa moral de los antepasados y su atmósfera hoy inimaginable,
como el hecho de que ni siquiera bastase con el pudor literario. Pues, ¿se
puede entender todavía que una novela como Madame Bovary fuera prohibida por
obscena por un tribunal público francés? ¿Y que en la época de mi juventud las
novelas de Zola pasasen por pornográficas o un poeta clásico tan sereno como
Thomas Hardy provocara tempestades de indignación en Inglaterra y América? Por
discretos que fueran estos libros, desvelaban una buena parte de la realidad. Pero nosotros crecimos en esta atmósfera malsana y
asfixiante, saturada de bochorno perfumado. Aquella moral falsa y
antipsicológica del silencio y la ocultación pesó sobre nuestra juventud como
una pesadilla y, comoquiera que, gracias a esa técnica solidaria de disimulo,
carecemos de auténticos documentos literarios e histórico-culturales, puede no
resultar fácil reconstruir algo que ha llegado a ser increíble. De todos modos,
contamos con un punto de referencia: basta con fijarnos en la moda, pues la
moda de un siglo, con sus tendencias en materia de gustos (cosas que se pueden
ver y tocar) revela automáticamente , también su moral. No se puede decir
realmente que sea una casualidad el que hoy, en el año 1940, cuando aparecen en
la pantalla hombres y mujeres de la sociedad de 1900 vestidos con la
indumentaria de entonces, el público de cualquier ciudad de Europa o América no
pueda reprimir la risa y suelte al unísono una estruendosa carcajada. Los más
ingenuos de hoy también se ríen de esas curiosas figuras de ayer, porque las
ven como caricaturas, como bufones vestidos de forma poco natural, incómoda,
antihigiénica y nada práctica; incluso a nosotros, que conocimos a nuestras
madres, tías y amigas ataviadas con esas ropas absurdas, y que también
llevábamos prendas igualmente ridículas, nos parece un sueño fantasmagórico el
que toda una generación pudiera someterse sin protestar a unas modas tan
estúpidas. La moda masculina de cuello alto y almidonado, la «marquesota» que
imposibilitaba cualquier movimiento con soltura, las levitas negras y coleantes
y los sombreros de copa que recuerdan chimeneas de estufa, ciertamente provocan
risas, pero ¿y las damas de antaño, con sus pesados y forzosos arreos que
violentaban cada detalle de su naturaleza? La cintura, apretada como la de una
avispa por un corsé de ballena; el abdomen, a su vez, hinchado como una campana
gigante; el cuello, cerrado hasta el mentón; los pies, cubiertos hasta la punta
de los dedos; el pelo, recogido hacia arriba en innumerables bucles y trenzas
bajo un sombrero monstruoso que se tambaleaba majestuosamente; las manos,
metidas en guantes incluso durante la canícula: esta figura de «dama», que ya
es historia desde hace mucho tiempo, a pesar del perfume que dejaba a su paso,
a pesar de los adornos con que estaba cargada y de las blondas, los volantes y
los colgajos más preciosos, daba la impresión de ser alguien infeliz,
desamparado y digno de compasión. Ya a primera vista se percataba uno de que
una mujer acorazada con tales atavíos, como un caballero con su armadura, no
podía moverse con libertad, viveza y gracia; de que cada movimiento suyo, cada
gesto y, en consecuencia, todo su comportamiento debían ser artificiales, poco
naturales e, incluso, antinaturales. El solo hecho de ataviarse de «dama» (por
no hablar de su educación social), de ponerse y quitarse toda esa indumentaria,
representaba un proceso largo, complicado y ceremonioso que no se podía
ejecutar sin la ayuda de alguien. En primer lugar, era preciso cerrar un montón
de corchetes y corchetas desde la cintura hasta el cuello, apretar el corsé con
toda la fuerza de la ayuda de cámara, los largos cabellos (quiero recordar a
los jóvenes que, antes de los treinta años, todas las mujeres de Europa,
excepto algunas docenas de estudiantes rusas, podían desplegar la cabellera
hasta las caderas) eran rizados, estirados, cepillados, frotados y recogidos hacia
arriba por una peluquera que acudía todos los días y utilizaba gran cantidad de
horquillas, prendedores y peines, y usaba bigudíes y tenacillas para rizar;
todo eso antes de envolver a la mujer, como una cebolla, con capas de enaguas,
camisolas, chaquetas y chaquetillas hasta que desaparecían completamente los
últimos restos de formas femeninas y personales. Pero este absurdo tenía una
razón secreta. Con tales manipulaciones se disimulaban las líneas corporales de
la mujer hasta tal punto que ni siquiera el novio, en el banquete de boda,
pudiese adivinar ni por asomo si su futura consorte era jorobada o no,
regordita o delgada, paticorta o zanquilarga; la época «moral», sin embargo, en
absoluto consideraba prohibido el fortalecer artificialmente el pelo, los
pechos u otras partes del cuerpo, con el fin de engañar al ojo y adaptarse al
ideal general de belleza. Cuanto más deseaba una mujer parecer una «dama»,
tanto menos se debían reconocer sus formas naturales; en el fondo, la moda, con
su deliberado axioma, no hacía otra cosa que servir a la tendencia general de
la moral de la época, cuya preocupación principal se centraba en tapar y
esconder. Pero esta moral olvidaba por completo que, cuando se
cierra una puerta al diablo, éste suele forzar la entrada por la chimenea o por
una puerta trasera. Lo que hoy, a nuestra mirada libre de prejuicios, llama la
atención en esas ropas que pretendían tapar desesperadamente todo vestigio de
piel desnuda, no es su moralidad, sino, al contrario, cuán penosa y provocativamente
ponía de relieve la polaridad de los sexos. Mientras que los chicos y las
chicas de nuestra época, todos altos y delgados, todos sin pelo en la cara y
con la cabellera , corta, se adaptan los unos a los otros como buenos
compañeros en lo que al aspecto externo se refiere, en aquella otra época los
sexos se distanciaban lo más posible el uno del otro. Los hombres exhibían
barbas largas o, al menos, unos ufanos bigotes retorcidos hacia arriba, como
atributo de su masculinidad visible desde lejos, mientras que en la mujer, el
corsé ostensiblemente ponía de manifiesto su característica más femenina: los
pechos. Se exageraba la importancia del llamado sexo fuerte frente al débil
también en la actitud que se les exigía: el hombre, enérgico, caballeroso y agresivo;
la mujer, tímida, pudorosa y defensiva; cazador y presa, en vez de una relación
de igual a igual. A causa de esta antinatural tensión entre los dos sexos en
cuanto al comportamiento exterior, también había que reforzar la tensión
interior entre los dos polos, es decir, el erotismo, y así, gracias al método
tan poco psicológico de la ocultación y el silencio, la sociedad de entonces
logró justo lo contrario: ya que a su miedo eterno y su beatería los seguía
constantemente el rastro de la inmoralidad-en todas las formas de la vida: la
literatura, el arte y la vestimenta, y todo para evitar provocaciones-, en
realidad se veía impelida a pensar en lo inmoral prematuramente. Como
investigaba sin cesar qué podía ser indecente, se encontraba en estado de vigilancia
constante; al mundo de entonces le parecía que la «decencia» corría siempre un
peligro mortal: en cada gesto, en cada palabra. Quizás hoy se puede llegar a entender todavía que en
aquella época se considerase delito el que una mujer llevara pantalones para
jugar o practicar algún deporte. Pero, ¿cómo hacer entender la beatería
histérica de prohibir a una dama que se llevase a la boca la palabra
«pantalones»? Si por alguna razón la mujer tenía que mencionar la existencia de
un objeto tan peligroso para los sentidos como lo son unos pantalones
masculinos, debía escoger entre la inocente «calzones» o la denominación
evasiva, expresamente inventada para la ocasión, de «los inefables». El que,
por ejemplo, una pareja de jóvenes de la misma clase social pero de distinto
sexo pudiese salir de excursión sola, sin carabina, era del todo impensable...
o, mejor dicho, lo primero que pensaba la gente era que podía «pasar» algo.
Semejante encuentro era del todo permisible siempre y cuando algún guardián,
madre o institutriz, acompañase a los jóvenes en todo momento. Que las chicas
jugaran a tenis con vestidos sin mangas o que no les llegaran hasta los pies,
hubiese sido escandaloso, incluso en pleno verano, y si una mujer de buenas
costumbres cruzaba las piernas en una reunión social, la «moral» lo consideraba
terriblemente indecente, pues con este movimiento, por debajo del dobladillo
del vestido, podían quedarle al descubierto los tobillos. Ni siquiera a los
elementos de la naturaleza, el sol, el agua y el viento, les estaba permitido
tocar la piel desnuda de la mujer. Era un martirio nadar en el mar con pesados
vestidos que tapaban el cuerpo desde el cuello hasta los talones; en los
internados y conventos, las chicas tenían que bañarse con largas camisas
blancas para hacerles olvidar que tenían un cuerpo. No es una leyenda ni una
exageración cuando se dice que del cuerpo de las mujeres que morían de viejas,
nadie, excepto el tocólogo, el marido y la amortajadora, había visto ni los
hombros ni las rodillas. Todo eso hoy, al cabo de cuarenta años, parece un
cuento o una humorada. Pero ese temor a todo lo corporal y natural realmente
había penetrado en todas las capas sociales, desde las superiores hasta las
inferiores, con la fuerza de una verdadera neurosis. Y es que, ¿es posible
imaginarse hoy que a finales de siglo, cuando las primeras mujeres osaron
montar en bicicleta o a caballo a horcajadas, los campesinos les arrojaron
piedras por atrevidas? ¿O que en una época en que yo todavía iba a la escuela,
los periódicos de Viena dedicaran columnas y más columnas a debatir la
propuesta-toda una novedad-de que las bailarinas de la Ópera bailaran sin
medias de malla? ¿Y que constituyese una conmoción sin precedentes el que
Isadora Duncan, en sus danzas, que eran de lo más clásico, bajo la túnica
blanca-que por suerte se le arremolinaba alrededor del cuerpo hasta abajo del
todo-, en vez de los habituales zapatitos de seda enseñara por primera vez las
plantas desnudas de los pies? Imaginémonos ahora a jóvenes que se educaron en
esa época de mirada vigilante y cuán ridículos les debieron de parecer tales
temores por la decencia siempre amenazada, cuando se dieron cuenta de que el
velo de moralidad que se quería colgar misteriosamente alrededor de todas estas
cosas era en realidad transparente y lleno de desgarrones y agujeros. Al fin y
al cabo, no se podía evitar que alguno de los , cincuenta alumnos de
bachillerato tropezara con algún profesor suyo en una de aquellas callejuelas
oscuras o que en el círculo familiar oyese que fulano o mengano, que actuaba de
una manera muy digna de respeto delante de todos, llevaba unos cuantos pecados
en la conciencia. En realidad, nada estimulaba y acrecentaba tanto nuestra
curiosidad como aquella técnica chapucera de la ocultación; y puesto que no
querían dejar que lo natural siguiera su curso libre y abiertamente, en una
gran ciudad, la curiosidad se procuraba salidas subterráneas y no siempre
demasiado limpias. A causa de esta represión entre los jóvenes, en todos los
estratos sociales se percibía una sobreexcitación subterránea que repercutía en
ellos de forma infantil y desvalida. Apenas quedaba una valla o un retrete que
no hubiesen sido pintarrajeados con palabras y dibujos indecentes; apenas había
una piscina donde las paredes de madera que daban a las instalaciones para
mujeres no hubiesen sido perforadas por los llamados voyeurs. Industrias
enteras, que ahora ya se han ido a pique desde que las costumbres se han hecho
más naturales y normales, iban viento en popa a escondidas, sobre todo las de
fotografías de mujeres desnudas que los vendedores ambulantes ofrecían a los
adolescentes por debajo de las mesas de cualquier fonda. O las que producían
literatura pornográfica sous le manteau (ya que la literatura seria
obligatoriamente debía ser idealista y prudente): libros de la peor clase,
impresos en papel malo, escritos en una lenguaje pésimo y, sin embargo, con
gran aceptación, así como revistas «picantes», repugnantes y obscenas, como hoy
ya no se encuentran. Al lado del Hoftheater, creado para servir al ideal de la
época con toda su nobleza y pureza nívea, había teatros y cabarets que servían
exclusivamente a la obscenidad más vulgar; por doquier la inhibición se
procuraba rodeos, extravíos y escapes. Y así, aquella generación, a la que se le
prohibía hipócritamente cualquier clase de iniciación y cualquier contacto
natural y sin prejuicios con el otro sexo, en el fondo estaba mejor dispuesta a
lo erótico que los jóvenes de hoy con su libertad sexual. Y es que sólo lo que
no se tiene estimula el apetito, sólo lo que está prohibido incita el deseo, y
cuantas menos cosas veían los ojos y oían las orejas, tanto más fantaseaba el
pensamiento. Cuanto menos contacto se permitía tener al cuerpo con el aire, la
luz y el sol, tanto más hervían los sentidos. En suma, aquella presión social
sobre nuestra juventud, en vez de infundirnos una moralidad más elevada, sólo
provocó en todos nosotros desconfianza e irritación hacia todas aquellas
instancias. Desde el día en que despertamos, sentimos instintivamente
que, con su silencio y ocultación, esa falsa moral nos quería quitar algo que
en justicia pertenecía a nuestra edad y que sacrificaba nuestros deseos de
probidad a una convención que se había vuelto falsa hacía tiempo. Pero dicha «moral social», que, por un lado, daba por
hecho la existencia de la sexualidad y de su desarrollo natural en privado y,
por otro, no quería reconocerla bajo ningún concepto en público, era doblemente
engañosa. Porque, si tratándose de los muchachos cerraba un ojo y con el otro
les animaba incluso con guiños a «correrla», como se solía decir en el argot
familiar burlesco pero bienintencionado de la época, por lo que a las chicas se
refiere cerraba miedosamente los dos ojos y se hacía la ciega. El que un hombre
sintiera impulsos sexuales y le fuera lícito sentirlos, incluso la convención
tenía que reconocerlo tácitamente. Pero el que una mujer pudiera igualmente
estar sometida a esa clase de impulsos, el que la creación necesitara para sus
propósitos eternos también una polaridad femenina, y que ello se confesara
abiertamente habría atentado contra el concepto de la «santidad de la mujer». Y
así, en la época prefreudiana, se había impuesto como un axioma el acuerdo de
que una persona del sexo femenino no tenía ninguna clase de deseo físico, a no
ser que fuera despertado por el hombre, lo cual, huelga decirlo, oficialmente
sólo estaba permitido en el matrimonio. Ahora bien, puesto que el ambiente,
sobre todo en Viena, también en aquella época de moralidad estaba cargado de
peligrosos gérmenes de infección erótica, una muchacha de buena familia tenía
que vivir en una atmósfera totalmente esterilizada desde su , nacimiento hasta
el día en que bajaba del altar nupcial con su marido. Para proteger a las
muchachas, no se las perdía de vista ni por un instante. Se les asignaba una
institutriz que tenía que velar para que, Dios nos libre, no dieran un solo
paso fuera de casa sin protección; las acompañaban a la escuela, a las clases
de baile y de música, y también iban a recogerlas. Se controlaba todos los
libros que leían y, por encima de todo, se las mantenía en actividad constante
para distraerlas de posibles pensamientos peligrosos. Tenían que estudiar
piano, canto, dibujo, idiomas extranjeros, historia del arte e historia de la
literatura; las instruían e hiperinstruían. Sin embargo, mientras se afanaban
por hacerlas socialmente tan cultas y bien educadas como fuera posible, al
propio tiempo se cuidaban celosamente de que quedaran in albis respecto a todo
lo natural (cosa para nosotros incomprensible hoy en día). Una muchacha de
buena familia no debía tener ni la más mínima idea de cómo estaba formado el
cuerpo de un hombre, no debía saber cómo vienen al mundo los niños, y todo
porque el angelito tenía que llegar al matrimonio no sólo con el cuerpo
intacto, sino también con el espíritu «puro». Decir de una chica que estaba «bien educada» equivalía
en aquellos tiempos a decir que era completamente ajena a la vida real; y
algunas mujeres de aquella época vivieron toda su vida sumidas en esa enajenación.
Todavía hoy me divierte la historia grotesca de una tía mía que, en la noche de
bodas, compareció de nuevo en casa de sus padres, a la una de la madrugada, y
armó un escándalo afirmando que no quería volver a ver nunca más al monstruo
con el que se había casado, que era un loco y un demonio, porque había
intentado, en serio, desnudarla. A duras penas había podido salvarse de tamaña
exigencia, evidentemente enfermiza. Con todo, no puedo ocultar que, por otro lado, esta
ignorancia confería un encanto misterioso a las muchachas de entonces. Esas
criaturas tiernas, recién salidas del cascarón, presentían que al lado y detrás
de su mundo había otro del que nada sabían ni les estaba permitido saber, y
esto las volvía curiosas, llenas de anhelos e ilusiones y cautivadoramente
desconcertadas. Cuando alguien las saludaba por la calle, se ruborizaban.
¿Existen todavía hoy muchachas que se ruboricen? Cuando estaban en grupo,
solas, soltaban risitas tímidas, cuchicheaban por lo bajinis y se reían sin
cesar, como si estuvieran un poco achispadas. Llenas de expectativas ante todo lo que ignoraban y de
lo cual estaban excluidas, se imaginaban una vida romántica, pero a la vez les
daba vergüenza que alguien pudiera descubrir hasta qué punto anhelaba caricias
su cuerpo, del que nada preciso sabían. Una especie de vaga confusión turbaba
su porte en todo momento. Caminaban de modo distinto que las chicas de hoy, de
cuerpos fortalecidos por el deporte, que se mueven entre los chicos con
desenvoltura y naturalidad como entre iguales; tras unos pasos, por el modo de
andar y de comportarse, se podía distinguir entonces a una muchacha de una
mujer que ya había conocido hombre. Eran más niñas que las muchachas de hoy, y
menos mujeres, parecidas en su naturaleza a la fragilidad exótica de las
plantas de invernadero cultivadas en casas de cristal, en una atmósfera con
exceso de calor artificial y protegidas de cualquier soplo de viento
pernicioso: el producto primorosamente cultivado de una educación y una cultura
determinadas. Pero así es como la sociedad de entonces quería a las
muchachas: necias y desinformadas, bien educadas e ignorantes, curiosas y
vergonzosas, inseguras e inútiles, marcadas desde el principio por una
educación ajena a la vida, para que después se dejaran llevar abúlicamente al
matrimonio y se dejaran modelar por el hombre. La moral parecía protegerlas
como símbolo de su ideal más secreto, como símbolo de la honestidad femenina,
de la virginidad, de la espiritualidad. Pero ¡qué tragedia después, si una de esas
muchachas llegaba tarde y a los veinticinco o treinta años todavía no se había
casado! Y es que la convención, despiadada, exigía que la muchacha de treinta
años también se mantuviera , íntegra, en ese estado de inexperiencia,
inapetencia e ingenuidad que ya era impropio de su edad, por amor a la
«familia» y a la «moral». Pero entonces la imagen tierna solía volverse una
caricatura mordaz y cruel. La muchacha soltera se convertía en «chica para
vestir santos» y la chica para vestir santos en «solterona», blanco de las
burlas triviales de las revistas satíricas. Quien hoy eche un vistazo a una
colección antigua de Hojas volantes o cualquier otro periódico humorístico de
la época, encontrará con horror en cada número las burlas más estúpidas sobre
solteras maduras que, con los nervios deshechos, no saben disimular su
necesidad de amor, tan natural por otra parte. En vez de reconocer la tragedia
que se consumaba en sus vidas sacrificadas, de reconocer que tenían que
reprimir las exigencias de la naturaleza, el deseo de amor y maternidad a causa
de la familia y del buen nombre, se las escarnecía con una falta de comprensión
que hoy nos repugna. Pero una sociedad es siempre más cruel con quienes la
traicionan y revelan sus secretos, cuando por hipocresía se comete un
sacrilegio contra la naturaleza. Si bien la convención burguesa de entonces trataba
desesperadamente de mantener la ficción de que una mujer de la «buena sociedad»
no tenía ni podía tener sexualidad mientras no se casara (cualquier otra cosa
la convertía en «persona inmoral», una outcast de la familia), se veía obligada
sin embargo a reconocer la existencia de los impulsos sexuales en el joven.
Como la experiencia enseñaba que no se podía evitar que, en su época de la
pubertad, los chicos practicaran su vita sexualis, la sociedad se limitaba
discretamente a esperar a que diesen curso a sus placeres indignos extra muros
de los usos santificados. Así como las ciudades, con sus comercios lujosos y
sus paseos elegantes, esconden, bajo sus casas limpias y barridas,
canalizaciones subterráneas a las que se desvía la suciedad de las cloacas, así
también toda la vida sexual de los jóvenes debía transcurrir invisible bajo la
superficie moral de la «sociedad». No importaban los peligros a los que se
exponía el joven ni los ambientes que frecuentaba, y tanto la familia como la
escuela se resistían, por miedo, a instruir al joven en este aspecto. Sólo de
vez en cuando se dieron casos, en los últimos años, de algunos padres
previsores o, como se decía entonces, de «mentalidad liberal», que en cuanto el
hijo mostraba las primeras señales de barba incipiente, trataban de ayudarle a
seguir el buen camino. Llamaban al médico de cabecera, quien, en el momento
oportuno, hacía entrar al joven en una habitación, se limpiaba detenidamente
las gafas antes de empezar su conferencia sobre los peligros de las
enfermedades venéreas y recomendaba al joven (el cual a esas alturas ya se
había instruido por su cuenta) que fuese moderado y no descuidase las medidas
de precaución. Otros padres recurrían a un procedimiento todavía más singular:
contrataban a una criada guapa para la misión de instruir prácticamente al
chico, pues consideraban que era mejor que despachara este enojoso asunto bajo
su propio techo, con lo cual se guardaba el decoro de puertas afuera y, además,
se evitaba el peligro de que el hijo cayera en manos de cualquier «persona
redomada». Existía, empero, un método de iniciación que seguía siendo mal visto
y, por tanto, excluido por todas las instancias y en todas sus formas: el
método de hablar pública y francamente del tema. A la vista de todo esto, ¿qué posibilidades tenía un
joven del mundo burgués? En todos los demás estamentos sociales, los llamados
inferiores, el problema no era ningún problema. En el campo, el mozo de diecisiete años ya dormía con
una sirvienta y, si la relación traía consigo consecuencias, no se le daba
mayor importancia. En la mayoría de nuestros pueblos alpinos el número de hijos
ilegítimos superaba en mucho al de los legítimos. En el mundo , proletario, a
su vez, el obrero vivía con una obrera «en concubinato» antes de poder casarse. Entre los judíos ortodoxos de Galitzia la novia era
conducida a casa del novio de diecisiete años, es decir, un muchacho que apenas
había llegado a la edad núbil, el cual a los cuarenta ya podía ser abuelo. Sólo
en nuestra sociedad burguesa estaba mal visto el verdadero remedio, el
matrimonio precoz, porque ningún padre habría confiado a su hija a un muchacho
de veintidós o veinte años, ya que un hombre tan «joven» no era considerado lo
bastante maduro. También en este caso se ponía de manifiesto una
falacia interna, puesto que el calendario burgués no coincidía en absoluto con
el de la naturaleza. Mientras que para la naturaleza el joven era núbil a los
dieciséis o diecisiete años, para la sociedad lo era cuando había conseguido
crearse una «posición social», es decir, difícilmente antes de los veinticinco
o veintiséis años. Así, pues, se producía un intervalo artificial de seis, ocho
o diez años entre la edad viril real y la social, durante el cual el joven
tenía que procurarse sus propias «ocasiones» o «aventuras». En este sentido, la época no le ofrecía muchas
posibilidades. Pocos chicos, y aun sólo los muy ricos, podían permitirse el
lujo de «mantener» a una querida, es decir, proporcionarle casa y sufragar sus
gastos. Y sólo algunos especialmente afortunados podían hacer realidad el amor
ideal de la literatura de entonces (el único que estaba permitido describir en
las novelas): la relación con una mujer casada. Los demás solían recurrir a
camareras o dependientas, algo que daba pocas satisfacciones interiores. Y es
que en aquella época, anterior a la emancipación de la mujer y a su
participación activa e independiente en la vida pública, sólo las muchachas del
origen proletario más humilde tenían, por un lado, bastante falta de escrúpulos
y, por otro, bastante libertad como para mantener estas relaciones pasajeras
sin propósito serio de matrimonio. Mal vestidas, exhaustas tras una jornada de
doce horas, miserablemente pagadas, descuidadas higiénicamente (en aquellos
tiempos un cuarto de baño era privilegio de familias ricas) y educadas en un
círculo muy cerrado, esas pobres criaturas se hallaban tan por debajo del nivel
de sus amantes, que la mayoría de ellos se avergonzaban de que los vieran en
público en su compañía. Es cierto que, para poner remedio a esta situación
molesta, la convención, previsora, había tomado medidas especiales, las
llamadas chambres séparées, donde se podía cenar con una chica sin ser visto, y
el resto se despachaba en los hoteles de las oscuras callejuelas, dedicados
exclusivamente a este negocio. Pero tales encuentros debían ser fugaces y no tenían
nada de bello, había en ellos más sexualidad que eros, porque siempre se
llevaban a cabo deprisa y a escondidas, como una cosa prohibida. De todos
modos, existía también la posibilidad de relación con una de aquellas criaturas
anfibias que se encontraban mitad fuera y mitad dentro de la sociedad,
actrices, bailarinas y artistas, las únicas mujeres «emancipadas» de la época.
Pero, en general, la base de la vida erótica de entonces fuera del matrimonio
seguía siendo la prostitución; representaba en cierto modo la oscura bóveda
subterránea sobre la cual se levantaba, con una fachada deslumbrante e inmaculada,
el suntuoso edificio de la sociedad burguesa. La generación actual apenas tiene idea de la enorme
expansión de la prostitución en Europa hasta la Guerra Mundial. Mientras que
hoy es tan raro tropezar con prostitutas como con caballos en las calles de las
grandes ciudades, antaño las aceras estaban tan salpicadas de mujeres de la
vida, que resultaba más difícil esquivarlas que encontrarlas. A eso se añadían
también las numerosas «casas de tolerancia», los locales nocturnos, los
cabarets, los dancings con sus bailarinas y cantantes, los bares con sus
animadoras. Se ofrecía mercancía femenina a todas horas y a cualquier precio, y
cabe decir que a un hombre le costaba tan poco tiempo y , esfuerzo comprar a
una mujer para un cuarto de hora, una hora o una noche como un paquete de
tabaco o un periódico. En mi opinión, nada corrobora tanto la mayor sinceridad
y naturalidad de las formas de vida y de amor actuales como el hecho de que a
los jóvenes de hoy les haya resultado posible y casi obvio privarse de estas
instituciones antaño imprescindibles y que no hayan sido la policía ni las
leyes los que han hecho retroceder la prostitución en nuestro mundo, sino que
ese trágico producto de una pseudomoral se haya liquidado por sí mismo, hasta
quedar reducido a unos escasos restos a causa de la disminución de la demanda. La posición oficial del Estado y de su moral respecto
de este oscuro asunto nunca fue cómoda. Desde el punto de vista moral nadie se
atrevía a otorgar abiertamente a una mujer el derecho a venderse; desde el
punto de vista higiénico, en cambio, no se podía prescindir de la prostitución,
ya que canalizaba la enojosa sexualidad extramatrimonial. Así, pues, las
autoridades trataban de ayudar con un cierta ambigüedad, creando una división
entre la prostitución clandestina, que el Estado combatía por inmoral y
peligrosa, y la prostitución permitida, a la que proveía de una especie de
licencia profesional y gravaba con impuestos. Si una muchacha decidía hacerse
prostituta, recibía un permiso especial de la policía y un documento que lo
certificaba. Sometiéndose a controles de la policía y cumpliendo con la
obligación de pasar un examen médico dos veces por semana, obtenía el derecho
profesional de alquilar su cuerpo al precio que se le antojara. Su oficio era reconocido
como uno más entre otros, pero (he aquí el inconveniente de la moral) no del
todo reconocido. Por ejemplo, si una prostituta vendía a un hombre su
mercancía, esto es, su cuerpo, y luego él se negaba a pagarle el precio
convenido, ella no podía demandarlo. De golpe y porrazo su reclamación (por
turpem causa, como alegaba la ley) se convertía en inmoral y no contaba con la
protección de las autoridades. Ya en estos detalles se veía la contradicción en un
modo de pensar que, por un lado, clasificaba a esas mujeres dentro de un gremio
autorizado oficialmente, pero, por el otro, las colocaba individualmente como
outcasts fuera del derecho común. Sin embargo la verdadera hipocresía consistía
en manipularlo todo diciendo que tales restricciones sólo eran válidas para las
clases más pobres. Una bailarina de ballet, que en Viena cualquier hombre podía
tener a cualquier hora por doscientas coronas con la misma facilidad que a una
prostituta de la calle por dos, no necesitaba, por supuesto, ninguna licencia profesional;
las cortesanas incluso eran mencionadas en los periódicos, en las crónicas de
las carreras de caballos o derbis, entre los asistentes de postín, precisamente
porque pertenecían a la «sociedad». Asimismo, algunas de las intermediarias más
distinguidas que proporcionaban mercancía de lujo a la corte, la aristocracia y
la burguesía rica, actuaban al margen de la ley, que, dicho sea de paso,
castigaba con duras penas de prisión la alcahuetería. La disciplina férrea, el
control despiadado y la proscripción social sólo se aplicaban dentro del
ejército de miles y miles de mujeres que con sus cuerpos y sus almas humilladas
tenían que defender un concepto de la moral caduco y carcomido frente a las
formas de vida libres y naturales. Este inmenso ejército de la prostitución se dividía en
varias categorías (del mismo modo que los ejércitos reales se dividen en
distintos cuerpos, como la caballería, la artillería de campaña, la infantería
y la artillería de plaza). En el mundo de la prostitución, a la artillería de
plaza correspondía en primer lugar el grupo que tenía ocupadas determinadas
calles de la ciudad, su cuartel general. Eran principalmente los lugares donde
en otros tiempos, la Edad , Media, se había levantado la horca o una leprosería
o un cementerio, y donde buscaban refugio las prostitutas no registradas, los
verdugos y otros proscritos sociales; lugares, pues, que desde hacía siglos la
burguesía prefería evitar. Las autoridades permitieron ahí algunas calles como
mercado del amor; puerta con puerta, como en el Yoshiwara del Japón o en el
Mercado de Pesaco de El Cairo, todavía en el siglo XX doscientas o quinientas
mujeres, sentadas una al lado de otra, estaban expuestas en las ventanas de
casas de planta baja: mercancía barata que trabajaba en dos turnos, el de día y
el de noche. A la caballería o a la infantería correspondía la
prostitución ambulante: las numerosas chicas venales que buscaban clientes por
las calles. En Viena, en general, se las llamaba «chicas de la rayita», porque
la policía les señalaba con una raya invisible la parte de la acera que podían
utilizar para sus fines publicitarios; de día y de noche, hasta el amanecer,
arrastraban una falsa elegancia, comprada a duras penas, tanto si nevaba como
si llovía, forzando la cara mal maquillada y ya cansada a una sonrisa seductora
dedicada a todos los transeúntes. Hoy todas las ciudades me parecen más
hermosas y humanas desde que ya no pueblan sus calles esos tropeles de mujeres
hambrientas y tristes que ofrecían placer sin placer y que en su andar
interminable de esquina a esquina terminaban siguiendo todas el mismo camino
inevitable: el camino del hospital. Pero tampoco bastaban masas semejantes para el consumo
permanente. Los había que querían algo más cómodo y discreto que correr por las
calles en busca de estos murciélagos revoloteantes o tristes pájaros del
paraíso. Querían el amor más a sus anchas: con luz y calor, con música y baile
y una apariencia de lujo. Para tales clientes existían las «casas de
tolerancia», los burdeles. Allí, en un pretendido «salón» adornado con falso
lujo, se reunían las chicas vestidas en parte con ropajes de dama elegante y en
parte con negligés inequívocos. Un pianista proporcionaba el entretenimiento musical,
las parejas bebían, bailaban y conversaban antes de retirarse discretamente a
un dormitorio; en muchas de esas casas, las más elegantes, sobre todo de París
y de Milán, las que gozaban de una cierta fama internacional, un alma cándida
podía caer en la ilusión de haber sido invitada a una casa particular con damas
de la sociedad un poco traviesas. Visto desde fuera, las chicas de esas casas
lo tenían mejor que las que deambulaban por las calles. No tenían que andar
arriba y abajo, con el viento y la lluvia, por callejuelas embarradas, sino que
esperaban en habitaciones calientes, llevaban buenos vestidos, comían en
abundancia y, sobre todo, bebían en abundancia. Sin embargo, en realidad eran
prisioneras de sus patronas, que las obligaban a comprarse aquellos vestidos a
precios de usura y hacían tales malabarismos con los precios de la pensión, que
incluso la muchacha más aplicada y resistente vivía siempre en una especie de
prisión por deudas y no podía abandonar nunca la casa por propia voluntad. Escribir la historia secreta de algunas de esas casas
sería apasionante, y también fundamental como documento cultural de la época,
porque albergaban secretos de lo más singular, aunque de sobra conocidos, desde
luego, por las autoridades, normalmente tan estrictas. Existían puertas
secretas y escaleras especiales por las que podían entrar miembros de la
sociedad más selecta y, según dicen, también de la corte, sin que fueran vistos
por los demás mortales. Había habitaciones con espejos y otras desde las cuales
se podía mirar a escondidas las habitaciones contiguas, donde las parejas se
recreaban sin sospechar nada. Había disfraces, desde hábitos de monja hasta ropa de
bailarina, encerrados en baúles y cofres para fetichistas especiales. Y era la
misma ciudad, la misma sociedad y la misma moral que se indignaban cuando las
muchachas montaban en bicicleta, que manifestaban que era una vergüenza para la
dignidad de la ciencia el que Freud, a su manera tranquila, clara y penetrante,
expusiera verdades que no querían admitir. El mismo mundo que defendía tan ,
patéticamente la pureza de la mujer toleraba esa horrible venta del propio
cuerpo, la organizaba e incluso sacaba provecho de ella. No nos dejemos, pues, inducir a error por la novelas y
las historietas sentimentales de aquella época; fue una mala época para los
jóvenes, los cuales tenían a las chicas herméticamente separadas de la vida y
bajo el control de la familia, frenadas en su libre desarrollo físico y mental;
una época que empujaba a los muchachos a secretos y disimulos por culpa de una
moral que, en el fondo, nadie creía ni seguía. Las relaciones francas, sin
prejuicios, lo que por ende para los jóvenes hubiese debido significar
precisamente goce y felicidad según la ley natural, eran las peor toleradas. Y
si alguien de aquella generación quisiera recordar con honradez sus primeros
encuentros con mujeres, hallará pocos episodios en los que pueda pensar
realmente con serena alegría, pues, además de la presión social, que obligaba a
ir siempre con cuidado y a disimular, otro elemento ofuscaba el alma después y
durante los momentos más efusivos: el miedo a la infección. También en este
aspecto, la juventud de entonces salió perjudicada en comparación con la de
hoy, porque no hay que olvidar que, cuarenta años atrás, las enfermedades
venéreas eran cien veces más corrientes que hoy y, sobre todo, tenían
consecuencias cien veces más peligrosas y tremendas, puesto que la medicina de
entonces no sabía aún como tratarlas. No existía todavía la posibilidad
científica de curarlas de un modo tan rápido y radical como hoy; en las
clínicas universitarias, pequeñas y medianas, gracias a la terapia de Paul
Ehrlich, a menudo transcurren semanas sin que el profesor pueda mostrar a los
estudiantes un caso reciente de infección de sífilis; antes, las estadísticas
del ejército y de las grandes ciudades mostraban que de cada diez jóvenes uno o
dos por los menos eran víctimas de infecciones. Se advertía constantemente a
los jóvenes del peligro; si uno andaba por las calles de Viena, podía leer
sobre la fachada de una de cada seis o siete casas el letrero de «Especialista
en enfermedades de la piel y venéreas», y al miedo a la infección encima se
añadía el horror ante la forma enojosa y degradante de las curas de entonces,
de las que el mundo de hoy tampoco sabe nada. Durante semanas y semanas el
cuerpo entero de un infectado de sífilis era frotado con mercurio, algo que, a
su vez, arrastraba otras consecuencias: se le caían las muelas y padecía otros
males; la infortunada víctima de una casualidad fatal se sentía, pues, no sólo
anímica, sino también psíquicamente sucia, y ni siquiera después de una de
aquellas curas horribles podía el afectado estar seguro a lo largo de toda su
vida de si el pérfido virus no despertaría de nuevo en su cápsula y, desde la
médula espinal, no le paralizaría los miembros y le ablandaría el cerebro. No
es extraño, pues, que muchos jóvenes de entonces, en cuanto se enteraban del
diagnóstico, echaran mano del revólver, pues les resultaba insoportable el
sentimiento de ser sospechosos, ante sí mismos y ante los familiares más
próximos, de padecer una enfermedad incurable. A eso se añadían las demás
preocupaciones de una vita sexualis practicada siempre a escondidas. Trato de
ser fiel a mi memoria y apenas recuerdo a un solo compañero de mis años de
juventud que no hubiera aparecido alguna vez con la cara pálida y la mirada
alterada: fulano, porque estaba enfermo o temía enfermar; mengano, porque lo
chantajeaban con un aborto; zutano, porque no tenía dinero para un tratamiento
sin que se enterara la familia; el cuarto, porque no sabía cómo pagar los
alimentos de un hijo que le endosaba una camarera; el quinto, porque le habían
robado la cartera en un burdel y no se atrevía a denunciarlo. Mucho más
dramática, y por otro lado menos limpia, mucho más tensa y a la vez opresiva
era, pues, la juventud de aquella época pseudomoral, de lo que nos describen
sus poetas de la corte. Al igual que en la escuela y en casa, tampoco en la
esfera del eros se concedía a los jóvenes la libertad y la felicidad a las que
estaban destinados por su edad. , Era necesario
resaltar todo esto en un cuadro fiel de la época porque muchas veces, cuando
hablo con compañeros más jóvenes, de la generación de posguerra, tengo que
convencerlos casi a la fuerza de que nuestra juventud, en comparación con la
suya, no se hallaba en absoluto en una situación privilegiada. Cierto que, como
ciudadanos, gozamos de más libertad que la generación actual, que está obligada
a prestar el servicio militar, el servicio social y, en algunos países, a
profesar ideologías de masas, una generación que, en resumidas cuentas, ha sido
entregada a la arbitrariedad de una estúpida política mundial. Podíamos dedicarnos sin trabas a nuestro arte
predilecto, seguir nuestras inclinaciones intelectuales, moldear nuestra vida
privada de un modo más individual y personal. Podíamos vivir más a lo
cosmopolita, el mundo entero se abría ante nosotros. Podíamos viajar sin
pasaporte ni permiso adonde nos diera la gana, nadie nos examinaba por razón de
ideología, raza, origen o religión. Teníamos en verdad-y no lo niego en
absoluto-inmensamente más libertad individual y no sólo la amábamos, sino que
también la utilizábamos. Como muy bien dijo en cierta ocasión Freidrich Hebbel:
«Cuando no nos falta el vino, nos falta la copa.» Rara vez una misma generación
ha tenido ambas cosas; cuando la moral concede libertad al hombre, entonces es
el Estado quien lo coacciona; si el Estado le da libertad, es la moral la que
intenta moldearlo. Vivíamos el mundo más y mejor, pero los jóvenes de hoy viven
su juventud más intensa y conscientemente. Cuando hoy veo a muchachos saliendo
de escuelas y colegios, cuando los veo juntos, chicos y chicas, en una
camaradería franca y despreocupada, sin falsa timidez ni pudor, en las aulas,
practicando deportes y jugando, lanzándose a toda velocidad por la nieve sobre
esquís, compitiendo en la piscina con la libertad de los antiguos, corriendo
por el país en automóvil por parejas, hermanados en todas las formas de una
vida sana y despreocupada, sin cargas interiores ni exteriores, cada vez tengo
la impresión de que han transcurrido no cuarenta sino mil años entre ellos y
nosotros, nosotros, que para dar y recibir amor teníamos que buscar siempre las
sombras y los escondites. Con la mirada llena de sincero gozo, me doy cuenta de
la tremenda revolución de costumbres que se ha producido en favor de los
jóvenes, de cuánta libertad en la vida y en el amor han recuperado y de hasta
qué punto esta nueva libertad los ha curado física y anímicamente; las mujeres
me parecen más bellas desde que les está permitido mostrar libremente sus
formas; su manera de caminar, más erguida; sus ojos, más claros; su
conversación, menos artificial. Cuán distinta es la seguridad de la que se ha
apropiado esta nueva juventud, que no tiene que rendir cuentas de sus actos a
nadie excepto a ella misma y a su sentido de la responsabilidad, que se ha
zafado del control de madres y padres, tías y maestros y que, desde hace mucho
tiempo, ya no es capaz de imaginarse las inhibiciones, las intimidaciones y las
tensiones con que nos agobió nuestra educación; una juventud que ya no conoce
los rodeos y los disimulos con los que nosotros teníamos que conseguir-a
escondidas, como algo prohibido-lo que ella considera, y con razón, su derecho
propio. Afortunadamente, disfruta de su edad con el entusiasmo, el frescor, la
alegría y la despreocupación que le son propios. Pero la felicidad más bella
dentro de esta felicidad suya radica, a mi entender, en el hecho de que no se
ve en la necesidad de mentir ante los demás, sino que puede ser sincera consigo
misma y con sus deseos naturales. Puede que, a causa de la
despreocupación con la que van por la vida los jóvenes de hoy, les falte un
poco de respeto por las cosas del espíritu que animaban nuestra juventud. Puede
que, a fuerza de encontrar tan natural ese dar y recibir, hayan perdido
bastantes cosas del amor que a nosotros nos parecían especialmente valiosas y
atractivas, muchas inhibiciones secretas de timidez y pudor, mucha ternura en
el afecto. Quizá ni siquiera se imaginan hasta qué punto los escalofríos de lo
prohibido acrecientan misteriosamente el placer. Pero todo eso me parece
insignificante ante el cambio liberador que representa el que los jóvenes de
hoy estén exentos de miedos y depresiones y gocen plenamente de lo que en
aquellos años nos era negado: el sentimiento de libertad y de seguridad en uno
mismo. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO IV STEFAN ZWEIG «UNIVERSITAS VITAE» Por fin llegó el momento largo tiempo deseado en que,
junto con el último año del siglo, cerramos también detrás de nosotros la
puerta del odiado instituto. Tras el examen final, aprobado a duras penas
(porque, ¿qué sabíamos de matemáticas, física y las materias escolásticas?), el
director nos obsequió con un discurso vibrante a todos los presentes, ataviados
con levitas negras para tal solemne ocasión. Nos dijo que ya éramos adultos y
teníamos que honrar a la patria con eficiencia y aplicación. Así se rompió una
camaradería de ocho años; a partir de entonces han sido pocos los compañeros de
galeras a los que he vuelto a ver. La mayoría nos matriculamos en la
universidad y nos miraron con envidia los que debían conformarse con otras
profesiones y actividades. Y es que en aquellos tiempos ahora desaparecidos, en
Austria, la universidad aún tenía una aureola especial, romántica. Ser
estudiante otorgaba ciertas prerrogativas que situaban a los jóvenes académicos
muy por encima de sus compañeros de la misma edad. Esta singularidad, anticuada
quizás, era poco conocida en países no germánicos, por lo que su absurdidad y
su anacronismo exigen una explicación. En su mayoría, nuestras universidades
habían sido fundadas en la Edad Media, en una época, pues, en que la dedicación
a la ciencia pasaba por ser algo extraordinario y, con el fin de atraer a los
jóvenes al estudio, se les concedía ciertos privilegios de clase. Los escolares
medievales no estaban sujetos a la justicia ordinaria, no podían ser detenidos
ni molestados en sus colegios por los alguaciles, llevaban una indumentaria
especial, tenían el derecho a batirse en duelo impunemente y eran reconocidos
como un gremio cerrado con sus costumbres y vicios propios. Con el tiempo y la
progresiva democratización de la vida pública, cuando todos los demás gremios y
corporaciones medievales se disolvieron, en toda Europa se perdió esa situación
de privilegio de los académicos; tan sólo en Alemania y en la Austria alemana,
donde la conciencia de clase se imponía siempre a la democrática, los
estudiantes continuaron aferrados a unos privilegios exentos de sentido desde
hacía tiempo e incluso los convirtieron en un código estudiantil propio. El
estudiante alemán, además del civil y general, sobre todo se arrogaba una clase
especial de «honor»: precisamente el de ser estudiante. Quien le ofendiera
tenía que darle «satisfacción», esto es, enfrentársele con armas en un duelo,
siempre y cuando se mostrara «capaz de dar satisfacción». Y según esta
presuntuosa valoración, no era capaz de dar satisfacción un comerciante o un
banquero, por ejemplo, sino sólo alguien con formación académica, un graduado o
un oficial: nadie más, entre millones de personas, podía participar en el
singular honor de cruzar la espada con uno de esos mozos estúpidos y
barbilampiños. Por otro lado, para ser considerado un estudiante «en
toda regla», era necesario haber «demostrado» la propia virilidad, es decir,
haber salido airoso de tantos duelos como fuera posible e incluso llevar en la
cara, en forma de «cicatrices», las marcas distintivas de tales heroicidades;
unas mejillas lisas y una nariz sin marca eran indignas de un auténtico
académico germánico. Y así, los estudiantes «de todos los colores», los que
pertenecían a una corporación con distintivos de color, se veían obligados sin
cesar, a fin de poder «batirse con cuantos más adversarios mejor», a provocarse
mutuamente o a provocar a otros estudiantes y oficiales del todo pacíficos. Era
en las salas de esgrima de las «corporaciones» donde se inculcaba esta noble y
principal actividad a los nuevos estudiantes y, además, se los iniciaba en las
costumbres de la asociación. Cada «zorro», es decir, novicio, era confiado a un
hermano de la corporación, al que debía obediencia servil y el cual, a cambio,
lo adiestraba en las nobles artes de su código de conducta o Komment: beber
hasta vomitar, vaciar de un trago y hasta la última gota una jarra grande de
cerveza (la prueba de fuego) para así corroborar gloriosamente que uno no era
un «blando», o vociferar a coro canciones estudiantiles y escarnecer a la
policía marcando el paso de la oca y armando jaleo por las calles de noche. Todo eso era considerado «viril», «estudiantil» y
«alemán», y cuando las corporaciones-con sus gorras y brazales de
colores-desfilaban agitando sus banderas en sus «callejeos» de los sábados,
esos mozalbetes simplones, llevados por su propio impulso hacia un orgullo
absurdo, se sentían los auténticos representantes de la juventud intelectual.
Miraban con desprecio a la «plebe», que no sabía apreciar como era debido la
cultura académica y la virilidad alemana. A un pequeño bachiller de provincias que llegaba
inexperto a Viena, esa «vida de estudiante», alegre y arrojada, podía quizá
parecerle la quintaesencia del romanticismo. Y, de hecho, notarios y médicos de
pueblo de edad proyecta levantaban durante años sus ojos achispados hacia las
garambainas de colores y las espadas colgadas en la pared en forma de cruz,
orgullosos de sus cicatrices, vistas como marcas distintivas de su condición de
«académicos». A nosotros, en cambio, esta actividad boba y brutal sólo nos
producía asco, y cuando tropezábamos con una de esas hordas con brazales,
doblábamos sabiamente la esquina; porque para nosotros, que teníamos por valor
máximo la libertad individual, el gusto por la agresividad y a la vez por el
servilismo de grupo representaban, con claridad meridiana, lo peor y lo más
peligroso del espíritu alemán. Sabíamos, además, que tras ese romanticismo
momificado se escondían objetivos prácticos astutamente calculados, puesto que
la afiliación a una corporación «duelista» aseguraba a todos sus miembros la
protección de los «viejos señores» que ya ocupaban altos cargos y les
facilitaban la carrera. De la asociación de los «Borusianos», de Bonn, partía
el único camino seguro hacia la carrera diplomática alemana; de las
corporaciones católicas de Austria, el camino hacia las buenas prebendas del
partido socialcristiano en el poder, y la mayoría de esos «héroes» sabían
perfectamente que sus brazales de colores sustituirían en el futuro los
estudios serios que ahora descuidaban y también que cuatro cicatrices en la
frente podían llegar a ser un día mejor recomendación para un cargo que lo que
estaba detrás de ella. La simple visión de aquellas rudas bandas militarizadas
y sus caras cortadas, insolentemente provocadoras, me quitó las ganas de visitar
los espacios universitarios; también otros estudiantes, deseosos de aprender de
veras, evitaban el paraninfo para ir a la biblioteca y preferían entrar por la
poco vistosa puerta trasera y así evitar cualquier encuentro con aquellos
tristes héroes: En consejo de familia se había acordado desde hacía mucho
tiempo que yo estudiaría en la universidad. Pero ¿por qué facultad me
decidiría? Mis padres me dejaron escoger con toda libertad. Mi hermano mayor
había entrado en la empresa industrial paterna, de modo que no había prisa
alguna para el segundón. Al fin y al cabo se trataba de asegurar a la familia
un título de doctor, no importaba cuál. Y, por una extraña coincidencia, a mí
tampoco me importaba. En realidad yo, que desde hacía tiempo me había consagrado
en cuerpo y alma a la literatura, no estaba interesado en ninguna de las
ciencias que se enseñaban con vistas a una carrera, incluso albergaba una
secreta desconfianza-que hoy todavía no ha desaparecido-hacia toda actividad
académica. Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros
sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido vigencia, y sigo convencido
hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador,
filólogo, jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la universidad, ni
siquiera al instituto. Incontables veces he visto confirmado en la vida
práctica el hecho de que los libreros de viejo suelen conocer mejor los libros
que los mismísimos catedráticos; que los tratantes en arte entienden más que
los eruditos; que una buena parte de las iniciativas y los descubrimientos en
todos los campos provienen de fuera de la universidad. Por muy práctica, útil y
provechosa que pueda ser la actividad académica para los talentos medianos, yo
la encuentro superflua para los espíritus creadores, en los que puede incluso
tener un efecto contraproducente. Con sus seis o siete mil estudiantes,
masificación que impedía de antemano el contacto personal, tan fecundo, entre
profesores y alumnos, en una universidad como la nuestra de Viena, que, además,
por una fidelidad exagerada a su tradición, había quedado rezagada respecto a
su época, no vi a un solo hombre que me hubiera podido fascinar con su ciencia.
Por eso el criterio que seguí en mi elección no fue el de ver qué especialidad
ocuparía mejor mí espíritu, sino, al contrario, saber cuál me resultaría menos
onerosa y me dejaría más tiempo y libertad para mi auténtica pasión. Finalmente
me decidí por la filosofía-o, mejor dicho, por la filosofía «exacta», como la
llamábamos en Viena, siguiendo el modelo antiguo-, aunque, a decir verdad, no
por un sentimiento de vocación interior, puesto que mis capacidades para el
puro pensamiento abstracto son muy exiguas. Todos mis pensamientos se forman,
sin excepción, en contacto con los objetos, los acontecimientos y las figuras,
soy completamente negado para lo puramente teórico y metafísico. De todas
formas, el contenido propiamente dicho de la materia era muy reducido y en la
filosofía «exacta» era más fácil que en ninguna otra asignatura ahorrarse la
asistencia a clases y seminarios. Lo único que hacía falta era presentar una
tesis al final del octavo semestre y pasar unos cuantos exámenes. De modo,
pues, que me organicé el tiempo de antemano: durante tres años ¡me
desentendería por completo de los estudios universitarios! Después, en el
último curso, ¡haría un esfuerzo para dominar la materia escolástica y
terminaría rápidamente cualquier tesis! En resumidas cuentas, la universidad
acabó dándome lo único que quería de ella: unos cuantos años de total libertad
para vivir a mi antojo y consagrarme al arte: universitas vitae. Si repaso mi vida, recuerdo pocos momentos tan felices
como los primeros de mi época universitaria sin universidad. Era joven y, por
lo tanto, no sentía aún la responsabilidad de tener que hacer algo perfecto.
Era bastante independiente, la jornada tenía veinticuatro horas y todas eran
mías. Podía leer y hacer lo que quisiera, sin tener que rendir cuentas a nadie;
la nube del examen académico aún no enturbiaba el claro horizonte, porque ¡cuán
largos son tres años, comparados con el decimonoveno de tu vida! ¡Con qué
riqueza, plenitud y exuberancia de sorpresas y obsequios los puedes configurar!
Lo primero que hice fue una selección de mis poemas que creí implacable. No me
avergüenza confesar que para mí, bachiller de diecinueve años recién salido del
instituto, el olor más dulce del mundo, más que la esencia de las rosas de
Shiraz, era la de la tinta de imprenta. Cada vez que un periódico cualquiera me
aceptaba una poesía, la confianza en mí mismo, débil por naturaleza, recibía un
nuevo impulso. ¿Por qué no dar ahora el salto definitivo e intentar publicar un
volumen entero? El aliento de mis compañeros, que creían más en mí que yo
mismo, resultó decisivo. Tuve la osadía de enviar mi manuscrito justo a la
editorial que en aquel momento era la más representativa de la lírica alemana,
Schuster & Löffler, editores de Liliencron, Dehmel, Bierbaum, Mombert, la
generación que, junto con Rilke y Hofmannsthal, había creado la nueva lírica
alemana. Y, ¡oh milagro!, uno tras otro fueron llegando esos momentos
inolvidables de felicidad que jamás se vuelven a repetir en la vida de un
escritor, ni siquiera después de sus éxitos más grandes: recibí una carta con
la marca de imprenta de la editorial y la retuve nervioso en la mano, sin
atreverme a abrirla. Unos segundos después, conteniendo el aliento, leí que
la editorial había decidido publicar el libro y que incluso se reservaba los
derechos del siguiente. Recibí un paquete con las primeras galeradas que abrí
presa de una gran agitación para ver el tipo de letra, la justificación (le las
líneas y la forma embrionaria del libro, y más adelante, al cabo de unas
semanas, el mismo libro, los primeros ejemplares, que no me cansaba de contemplar,
palpar, comparar, una vez y otra y otra. Y, luego, la infantil excursión por
las librerías para ver si ya tenían ejemplares en los escaparates, si los
habían expuesto en un lugar visible o escondido discretamente en un rincón. Y,
luego, la espera de cartas, de las primeras críticas, (le la primera respuesta
de lo desconocido, de lo incalculable... todas esas tensiones, emociones y
entusiasmos que envidio en secreto a todo joven que lanza su primer libro al
mundo. Pero este entusiasmo mío no era sino un enamoramiento a primera vista,
en absoluto petulancia. Da testimonio de la opinión que pronto me formé acerca
de esos primeros versos el simple hecho de que no sólo no reedité Cuerdas de
plata (tal era el título de aquella primera obra olvidada), sino que tampoco
incluí ninguno de ellos en mis Poesías completas. Eran versos llenos de un vago
presentimiento y de una inconsciente comprensión de sentimientos ajenos que no
habían nacido de la propia experiencia, sino de la pasión por el lenguaje. De
todas maneras, revelaban una cierta musicalidad y suficiente sentido de la
forma como para llamar la atención de círculos interesados, y no me podía
quejar de falta de aliento. Liliencron y Dehmel, los poetas líricos más
importantes del momento, dedicaron cordiales elogios, ya de colega a colega, al
joven de diecinueve años. Rilke, a quien yo tanto idolatraba, para corresponder
al «libro tan bellamente producido», me mandó un ejemplar, dedicado «con
gratitud», de la edición especial de sus últimos poemas, al cual salvé de las
ruinas de Austria como uno de los recuerdos más queridos de mi juventud y me lo
llevé a Inglaterra (¿dónde estará ahora?). Cierto que, al cabo de cuarenta
años, ese primer obsequio amistoso de Rilke-el primero de muchos-se me antoja
una irrealidad fantasmagórica y que su letra familiar me saluda desde el reino
de los muertos. Pero la sorpresa más inesperada de todas se produjo cuando Max
Reger, junto con Richard Strauss, el compositor vivo más grande de la época, me
pidió permiso para musicar seis poesías de aquel volumen. ¡Cuántas veces las he
escuchado desde entonces en conciertos: mis propios versos, que durante años
había olvidado y rechazado, eran llevados más allá del tiempo por el arte
fraternal de un maestro! De todos modos, los inesperados aplausos, acompañados
también de amables críticas públicas, tuvieron la virtud de animarme a dar un
paso que jamás habría emprendido, o por lo menos no tan pronto, debido a esa
incurable desconfianza en mí mismo. Ya siendo bachiller, había publicado, además
de poesías, narraciones cortas y ensayos en las revistas literarias de los
«Modernos», pero nunca me había atrevido a ofrecer ninguno de esos intentos a
un periódico importante y de gran difusión. En realidad, en Viena existía un
solo órgano periodístico de primera fila, el Neueu Freie Presse, el cual, por
su posición distinguida, por sus esfuerzos en favor de la cultura y por su
prestigio político, significaba para toda la monarquía austro-húngara lo mismo
que, poco más o menos, el Times para el mundo inglés y el Temps para el
francés; ni siquiera los periódicos del imperio alemán daban muestras de
semejante afán por alcanzar un nivel cultural representativo. Su editor, Moritz
Benedikt, un hombre provisto de un don de organización fenomenal y de una incansable
capacidad de trabajo, dedicó toda su energía, verdaderamente demoníaca, a
superar a todos los periódicos alemanes en el campo de la literatura y la
cultura. Cuando quería algo de un autor famoso, no reparaba en gastos, le
mandaba diez o veinte telegramas seguidos y le concedía por adelantado sus
honorarios, cualesquiera que fuesen; los números extraordinarios de Navidad y
de Año Nuevo formaban, junto con sus suplementos literarios, volúmenes enteros
que contaban con la colaboración de los nombres más insignes; en tales
ocasiones, Anatole France, Gerhart Hauptmann, Ibsen, Zola, Strindberg y Shaw se
reunían en las páginas de este periódico, que tanto ha contribuido a la
orientación literaria de la ciudad y del país. De ideología liberal y, por
supuesto, «progresista», firme y prudente en su actitud, el periódico
representaba, de un modo ejemplar, el alto estándar cultural de la vieja
Austria. Este templo del «progreso» albergaba otro santuario
singular, el llamado «Folletín», que, como los grandes periódicos de París,
Temps y Journal des débats, publicaba los artículos más completos y profundos
sobre poesía, teatro, música y arte en un suplemento especial, claramente
separado de las efímeras páginas de la política y de las noticias del día. En él sólo tenían voz las autoridades, los autores
consagrados. Únicamente la solidez de las opiniones, una experiencia de muchos
años basada en la comparación y una forma artística perfecta podían hacer que
un autor ocupara ese lugar sagrado, tras años de maestría acreditada. Ludwig
Speidel, un maestro del cabaret, y Eduard Hanslick gozaban allí de la misma
autoridad papal, en cuanto al teatro y a la música, que Sainte-Beuve en París
en sus Lundis; su «sí» o «no» decidía en Viena el éxito de una obra, una pieza
de teatro o un libro y, por lo tanto, a menudo también el de una persona. Cada
uno de sus artículos se convertía en el tema del día en las tertulias de los
círculos intelectuales, era discutido, criticado, admirado o atacado y, si
alguna vez aparecía un nuevo nombre entre los reconocidos y respetados
«folletinistas» de siempre, ello se convertía en todo un acontecimiento. De la
generación más joven tan sólo Hofmannsthal había sido admitido ocasionalmente
con algunos de sus magníficos artículos; los autores más jóvenes debían
conformarse con introducirse furtivamente, escondidos en la bibliografía de las
últimas páginas. En principio, quien escribía en la primera página había
grabado su nombre en mármol a los ojos de Viena. Hoy no logro comprender cómo tuve valor para ofrecer
un pequeño trabajo poético a la Neue Freie Presse, oráculo de mis padres y
hogar de los siete veces ungidos. Pero al final pensé que a lo sumo podía
esperar una negativa. El redactor del «Folletín» recibía visitas un solo día a
la semana, de dos a tres, puesto que, con el turno regular de los colaboradores
famosos y fijos, quedaba muy poco margen para la obra de un intruso. Con el
corazón latiendo deprisa, subí las escaleras que conducían a su despacho y me
hice anunciar. Al cabo de unos minutos el conserje regresó para decirme que el
señor redactor me esperaba, y entré en la pequeña y estrecha habitación. El redactor del folletín de la Neueu Freie Presse se
llamaba Theodor Herzl y fue la primera personalidad de talla mundial con la que
me encontré cara a cara... sin saber, desde luego, el cambio increíble que su
persona estaba llamada a producir en el destino del pueblo judío y en la
historia de nuestra época. Su situación era todavía equívoca e impredecible. Había empezado con ensayos poéticos, aunque pronto
demostró un brillante talento periodístico y se convirtió en el favorito del
público vienés, primero como corresponsal en París y luego como folletinista de
la Neue Freie Presse. Sus artículos, que todavía hoy cautivan por su riqueza de
observaciones agudas y a menudo sabias, su elegancia estilística y su refinado
charme, que jamás perdía su nobleza innata ni en el humor ni en la crítica,
eran de lo más culto que se podía concebir en el campo periodístico y hacían
las delicias de una ciudad educada en el gusto por lo sutil. Asimismo, había
obtenido éxito en el Burgtheater con tina obra y actualmente era un hombre
respetado, idolatrado por los jóvenes y querido por nuestros padres. f 'asta el
día en que se produjo un hecho inesperado. El destino siempre sabe cómo
encontrar la manera de atraer para sus fines secretos al hombre que necesita,
aunque pretenda ocultarse. Theodor Herzl había tenido en París una experiencia
que le afectó hondamente, uno de esos momentos que transforman toda una vida:
había asistido como corresponsal a la degradación pública de Alfred Dreyfus,
había visto cómo le arrancaban las charreteras mientras éste, pálido, gritaba a
viva voz: «¡Soy inocente!» Y en el fondo de su corazón había sabido en aquel
instante que Dreyfus en efecto era inocente y que lo habían hecho culpable de
aquella tremenda sospecha de traición por el simple hecho de ser judío. Pues
bien, Theodor Herzl, ya en su época de estudiante, había padecido el destino
judío en su íntegro orgullo varonil o, mejor dicho, gracias a su instinto
profético, lo había presentido-«prepadecido» en toda su tragedia-en una época
en que poco se podía augurar que sería un destino trágico. Con el sentimiento
de haber nacido para ser líder-posición para la cual lo habilitaba un porte magnífico
e imponente, además de una amplitud de miras y una mundología considerables-,
había concebido el fantástico plan de poner fin, de una vez para siempre, al
problema judío, uniendo el judaísmo con el cristianismo mediante un bautizo
voluntario en masa. Siempre pensando de forma trágica, se había imaginado a sí
mismo conduciendo en una larga procesión a los miles y miles de judíos de
Austria a la iglesia de San Esteban para salvar para siempre, en un acto
ejemplar y simbólico, al pueblo perseguido y sin patria de la maldición de la
segregación y el odio. Pronto tuvo que reconocer lo inviable de este plan; la
dedicación a sus quehaceres propios durante años lo había distraído del
problema principal, en cuya «solución » veía él su verdadera misión; pero en el
instante de la degradación de Dreyfus, el pensamiento del eterno exilio de su
pueblo se le clavó en el pecho como un puñal. Si la segregación es inevitable,
se decía a sí mismo, ¡que sea total! Si la humillación tiene que ser nuestro
destino eterno, ¡aceptémosla con orgullo! Si sufrimos por ser apátridas,
¡creémonos una patria nosotros mismos! Y, así, publicó el opúsculo El estado
judío en el que proclamaba que para el pueblo judío era imposible cualquier
intento de asimilación, cualquier expectativa de tolerancia total. Era preciso
fundar una nueva patria, la propia, en la vieja patria de Palestina. Cuando apareció dicho opúsculo, conciso pero dotado
del poder de penetración de una flecha de acero, yo todavía estudiaba en el
instituto, pero recuerdo perfectamente la estupefacción y el enojo general de
los círculos judeo-burgueses de Viena. ¿Qué le ha ocurrido, decían, a ese
escritor por lo general tan juicioso, agudo y culto? ¿Qué tonterías dice y
escribe? ¿Para qué debemos ir a Palestina? Nuestra lengua es el alemán y no el
hebreo, nuestra patria es la bella Austria. ¿Por ventura no vivimos bien bajo
el reinado del buen emperador Francisco José? ¿No nos ganamos la vida
decentemente y disfrutamos de una posición segura? ¿No somos súbditos con los
mismos derechos, ciudadanos leales y establecidos desde hace tiempo en esta
querida Viena? ¿Y no vivimos en una época de progreso que en cuestión de pocas
décadas habrá eliminado todos los prejuicios religiosos? ¿Por qué él, que habla
como judío y dice que quiere ayudar a los judíos, da argumentos a nuestros
peores enemigos e intenta separarnos, cuando cada día nos acercamos más y más
al mundo alemán? Los rabinos se exaltaron en las sinagogas, el director de la
Neueu Freie Presse prohibió mencionar siquiera la palabra sionismo en su
periódico «progresista». El Tersitas de la literatura vienesa, el maestro de la
burla venenosa, Karl Kraus, escribió otro opúsculo, Una corona para Sión y,
cuando "Theodor Herzl entraba en el teatro, la gente de todas las filas susurraba,
burlona: «Su majestad acaba de entrar.» Al principio Herzl pudo pensar que lo
habían interpretado mal; Viena, la ciudad en la que se creía más seguro debido
a su popularidad de muchos años, lo abandonaba, mofándose incluso de él. Pero
luego la respuesta retumbó de pronto con tanta furia y éxtasis que Herzl casi
se asustó al comprobar que, con unas docenas de páginas, había promovido un
movimiento tan fuerte y que lo superaba. La respuesta no vino de los judíos
burgueses del Oeste, bien situados y acomodados, sino de las ingentes masas del
Este, del proletariado de los guetos de Galitzia, Polonia y Rusia. Sin
sospecharlo, Herzl había avivado las ascuas del judaísmo que ardían bajo las
cenizas del exilio: el milenario sueño mesiánico del retorno a la Tierra Prometida,
confirmado por los libros sagrados; había avivado esa esperanza que era al
mismo tiempo certeza religiosa, la única que todavía daba sentido a la vida de
millones de personas pisoteadas y esclavizadas. Siempre que alguien, profeta o
impostor, a lo largo de los dos mil años de golus o exilio tocaba esta cuerda,
el alma entera del pueblo empezaba a vibrar, pero nunca como aquella vez, nunca
con una re percusión tan arrebatada y clamorosa. Con unas docenas de páginas,
un solo hombre había aglutinado a una masa dispersa y mal avenida. Aquel primer momento, mientras la idea aún tenía
formas inciertas de sueño, estaba destinado a ser el más feliz de la breve vida
de Herzl. Tan pronto como comenzó a fijar sus objetivos en el espacio real, a
unir fuerzas, tuvo que reconocer hasta qué punto se había vuelto dispar su
pueblo entre los distintos pueblos y destinos; aquí los judíos religiosos,
allá, los librepensadores; aquí los socialistas, allá los capitalistas; todos
polemizando con todos en todas las lenguas y todos poco inclinados a someterse
a una única autoridad. En aquel año de 1901 en que lo vi por primera vez, se
hallaba en plena lucha y quizá también en lucha consigo mismo: todavía no creía
lo bastante en su éxito como para renunciar a la posición que lo alimentaba a
él y a su familia. Todavía tenía (lile repartir su tiempo entre la pequeña
labor de periodista y la misión que constituía el núcleo de su vida. Todavía
era el Theodor Herzl redactor del folletín quien une recibió entonces. Theodor Herzl se levantó para saludarme y, sin querer,
tuve la impresión de que el chiste irónico de «Rey de Sión» escondía algo de
verdad: tenía un aspecto verdaderamente real, con una frente alta y ancha, unos
rasgos claros, una barba de sacerdote, larga y de color negro casi azulado, y
unos ojos melancólicos, de un azul intenso. Sus gestos ampulosos, un poco
teatrales, no parecían afectados porque estaban condicionados por una grandeza
natural, y nada de eso le habría hecho falta para impresionarme en aquella
ocasión. Incluso ante el escritorio deslustrado y rebosante de papeles, en
aquel despacho de redacción deplorablemente estrecho, con una sola ventana,
daba la impresión de un jeque beduino del desierto; una chilaba blanca y
holgada le habría quedado tan natural como el cutaway que llevaba, de corte
impecable y confeccionado, a ojos vistas, de acuerdo con el modelo parisino. Tras una breve pausa, intercalada a propósito (le
encantaban estos pequeños efectos, según observé a menudo más adelante, que
seguramente había estudiado en el Burgtheater), me tendió la mano
condescendiente, pero a la vez benévolamente. Indicándome un sillón a su lado,
me preguntó: -Me parece haber oído o leído su nombre en alguna parte. Poesías,
¿verdad? Tuve que asentir. -Muy bien-se arrellanó en su asiento-. ¿Y qué me trae?
Le dije que quería presentarle un pequeño trabajo en prosa y le entregué el
manuscrito. Examinó la portada, lo hojeó hasta la última página
para calcular su extensión y luego se repantingó todavía más en su sillón. Con
gran sorpresa por mi parte (no me lo esperaba) me di cuenta de que ya había
empezado a leer el manuscrito. Leía despacio, poniendo cada nueva hoja en su
sitio, sin levantar los ojos. Cuando hubo leído la última página, plegó
cuidadosamente el manuscrito con gran ceremonia y, todavía sin mirarme, lo
metió en un sobre y escribió algo encima. Sólo en aquel momento, después de
tenerme en vilo lo suficiente con tantas maniobras misteriosas, levantó hacia
mí sus grandes y oscuros ojos y me dijo con una solemnidad consciente y
calmosa: -Me complace poderle decir que su hermoso trabajo ha sido aceptado
para el folletín de la Neue Freie Presse. Era como si Napoleón, en el campo de batalla, hubiera
impuesto la cruz de caballero de la Legión de Honor a un joven sargento. Puede parecer
un episodio insignificante en sí, pero hay que ser vienés, y vienés de aquella
generación, para entender el tirón hacia arriba que significaba semejante
estímulo. Gracias a él, de la noche a la mañana yo había
ascendido, a los diecinueve años, a una posición prominente, y Theodor Herzl,
que desde aquel momento me trató con bondad y afecto, aprovechó en seguida una
ocasión casual para escribir, en uno de sus ulteriores artículos, que no había
motivos para creer en la decadencia del arte en Viena. Todo lo contrario, junto
a Hofmannsthal, había ahora una retahíla de jóvenes talentos de los que cabía
esperar lo mejor, y mencionaba mi nombre en primer lugar. Siempre he
considerado una distinción especial el que un hombre de la importancia y
dignidad de Theodor Herzl fuese el primero en hablar a mi favor públicamente
desde una posición destacada y, por lo tanto, de gran responsabilidad, y fue
para mí una difícil decisión-en apariencia un acto de ingratitud-la de no
querer asociarme activamente, incluso como codirector, a su movimiento
sionista. Lo cierto es que no conseguí establecer con él un
auténtico vínculo; me extrañó sobre todo esa especie de falta de respeto, hoy
seguramente inimaginable, con que se presentaban delante de la persona de Herzl
sus propios correligionarios. Los orientales le reprochaban que no sabía nada
del judaísmo, que no conocía siquiera sus costumbres; los economistas lo
consideraban un folletinista; todo el mundo tenía objeciones que hacerle y no
siempre de la manera más respetuosa. Yo sabía hasta qué punto le hubiera
beneficiado a Herzl, precisamente entonces, el poder contar con personas
leales, sobre todo jóvenes, y hasta qué punto las necesitaba, pero el espíritu
pendenciero y egotista de esa oposición constante y la falta de subordinación
sincera y cordial de su círculo me alejaron de un movimiento al que, llevado
por la curiosidad, me había acercado, aunque sólo a causa de Herzl. En una
ocasión en que hablamos del tema, le confesé abiertamente mi disgusto por la
falta de disciplina en sus filas. Él sonrió con cierta amargura y me dijo: -No
olvide que, desde hace siglos, estamos acostumbrados a jugar con problemas, a
luchar con ideas. Y es que, desde hace dos mil años, los judíos no tenemos,
históricamente hablando, ninguna práctica en dar a luz cosas reales. En primer
lugar hay que aprender a entregarse incondicionalmente y yo mismo todavía no lo
he aprendido a estas alturas, porque no hago otra cosa que escribir folletines
y sigo siendo redactor del suplemento literario de la Neue Freie Presse, cuando
mi deber tendría que consistir en no tener ningún otro pensamiento salvo el
único y en no escribir una sola línea que no tratara de este tema. Pero ya
estoy en camino de enmendarme. Primero quiero aprender yo a entregarme incondicionalmente
y quizá luego lo aprenderán los demás. Recuerdo aún que estas palabras me causaron una
impresión muy profunda, porque ninguno de nosotros comprendía que Herzl tardara
tanto en decidirse a renunciar al cargo que ocupaba en la Neue Freie Presse. Pensábamos
que era por su familia. Hasta mucho más tarde el mundo no supo que no era por
ese motivo y que Herzl había sacrificado a la causa incluso su fortuna
personal. Y hasta qué punto había sufrido por este dilema no sólo me lo
demostró la conversación referida, sino que también me dieron fe de ello muchos
apuntes de sus Diarios. Después volví a verlo unas cuantas veces más, pero de
todos los encuentros sólo uno me ha quedado grabado como algo importante e
inolvidable, quizá porque fue el último. Yo había venido desde el extranjero
(instalado allí, me mantenía en contacto con Viena sólo por carta) y un día
tropecé con él en el Parque Municipal. Era evidente que venía de la redacción,
andaba despacio y algo cabizbajo, abstraído; ya no era aquel paso desgarbado de
antes. Lo saludé cortésmente y quise pasar de largo, pero él corrió tras de mí,
de pronto erguido todo él, y me tendió la mano: -¿Por qué se esconde? No tiene
ninguna necesidad de hacerlo. Encontró
acertadas mis frecuentes huidas al extranjero. -Es nuestra única salida-dijo-. Todo cuanto sé lo
aprendí en el extranjero. Sólo allí se acostumbra uno a pensar con suficiente
distancia. Estoy convencido de que aquí nunca habría tenido el ánimo para
concebir aquella primera idea, me la habrían hecho trizas mientras todavía
germinaba y crecía. Gracias a Dios, cuando la hice pública, ya todo estaba
terminado y no pudieron hacer más que echar fuego por los ojos. Luego habló con mucha amargura de Viena; era allí
donde había encontrado los peores obstáculos y ya se habría cansado de todo, si
no hubiesen llegado nuevos impulsos de fuera, sobre todo del Este y también de
A América. -En resumidas cuentas-dijo-, mi error fue empezar
demasiado tarde. A sus treinta años, Viktor Adler era ya el líder de la
socialdemocracia, en sus primeros tiempos de lucha, los mejores, por no hablar
de los grandes hombres de la historia. Si usted supiera cómo sufro pensando en
los años perdidos... ¡por no haberme lanzado antes a mi misión! Si mi salud
fuera tan buena como mi voluntad, todavía habría esperanza, pero los años II()
se recuperan. Lo acompañé todavía un rato camino de su casa. Se
detuvo ante la puerta, me dio la mano y dijo: -¿Por qué no viene a verme? Nunca
me ha visitado en casa. Llámeme antes y dejaré el trabajo. Se lo prometí, firmemente decidido a no cumplir la
promesa, porque cuanto más quiero a alguien, más respeto su tiempo. No obstante, fui a verlo, y no muchos meses más tarde.
La enfermedad que lo había empezado a doblegar lo abatió de golpe y sólo pude
acompañarlo hasta el cementerio. Fue en un día singular, un día de julio,
inolvidable para quienes lo vivimos. De repente empezaron a llegar a todas las
estaciones de la ciudad, en cada tren, de día y de noche, gentes de todos los
reinos y países; de pronto, judíos orientales y occidentales, rusos y turcos,
de todas las ciudades y provincias, acudieron en masa, llevando todavía en el
rostro el horror de la noticia; en ningún momento se percibió con tanta
claridad lo que antes las disputas y habladurías habían ocultado: que la
persona a la que llevaban a enterrar era el líder de un gran movimiento. Fue
una procesión interminable. Viena se percataba de repente de que no había
muerto tan sólo un escritor o un poeta mediocre, sino también uno de esos
creadores de ideas que surgen victoriosos en un país, en un pueblo, sólo muy de
vez en cuando. En el cementerio se produjo un tumulto; demasiada gente se
precipitó sobre el ataúd, llorando, sollozando y gritando en un estallido
impetuoso de desesperación; fue un delirio, casi un ataque de histeria; una
especie de luto elemental y extático rompió con el orden de un modo nunca visto
en un entierro. Y este dolor inmenso, que fluía a borbotones de lo más profundo
de todo un pueblo de millones de seres, me dio por primera vez la me,-
&líela de la pasión y la esperanza que aquel hombre singular y solitario
había esparcido por el mundo con la f fuerza de su idea. Donde más repercusión tuvo mi admisión solemne en el
Suplemento Literario de la Neue Freie Presse fue en ni vida privada. Gracias a
ella adquirí una seguridad inesperada ante mi familia. Mis padres eran poco
dados a la literatura y no se atrevían a dar su opinión; para ellos, como para
toda la burguesía vienesa, era importante todo lo que la Neue Freie Presse
alababa e insignificante todo lo que el periódico ignoraba o censuraba. I ,o
que salía publicado en el «Folletín» les parecía estar garantizado por una
autoridad suprema, ya que quien juzgaba y sentenciaba desde sus páginas
inspiraba respeto por el solo hecho de ocupar posición tan elevada. Pues bien,
imagínese el lector una de esas familias que todos los días pasea su mirada,
con respeto y esperanza, por la primera página del periódico y una buena mañana
descubre, incrédula, que al descuidado y desordenado muchacho de diecinueve
años que se sienta a su propia mesa, que jamás ha sobresalido en la escuela y
cuyos garabatos habían aceptado con indulgencia como chiquilladas «inofensivas»
(de todas formas, una ocupación mejor que jugar a cartas o flirtear con
muchachas atolondradas), se le había permitido el uso de la palabra en aquel
lugar de tanta responsabilidad, entre hombres humosos y experimentados, para
exponer sus opiniones ( no muy apreciadas hasta entonces en casa). Si yo
hubiera escrito las más bellas poesías de Keats, Hölderlin o Shelley, no habría
causado un cambio tan radical en todo mi círculo de conocidos; cuando entraba
en el teatro, la gente señalaba al enigmático benjamín que se había introducido
misteriosamente en el sacro y vedado recinto de los Ancianos y Dignos. Y como
publicaba a menudo, casi regularmente, en el «Folletín», pronto corrí el riesgo
de convertirme en un personaje local distinguido y respetado; sin embargo,
evité ese peligro a tiempo, cuando una mañana sorprendí a mis padres con la
noticia de que el próximo semestre quería estudiar en Berlín. Y mi familia me
respetaba demasiado-o, mejor dicho, respetaba demasiado la Neue Freie Presse,
bajo cuya sombra dorada me cobijaba-como para no concederme este deseo. Huelga decir que no tenía intención de «estudiar» en
Berlín. Como en Viena, sólo fui a la universidad dos veces en un semestre: una
para matricularme y otra para que me certificaran mi supuesta asistencia a
clase. En Berlín yo no buscaba clases ni profesores, sino una especie de
libertad superior y más perfecta aún. En Viena, a pesar de todo, me sentía
todavía atado al ambiente. Mis colegas literatos con los que trataba procedían
casi todos del mismo estrato judeoburgués que yo; en una ciudad tan pequeña,
donde todo el mundo se conocía, yo seguía siendo irremisiblemente el hijo de
una «buena» familia y estaba harto de la llamada «buena» sociedad. Quería, para
variar, una sociedad declaradamente «mala», una forma de existencia natural,
incontrolada. Ni siquiera había comprobado quién enseñaba filosofía en la
Universidad de Berlín; me bastaba con saber que la «nueva» literatura de allá
tenía más impulso, un aire más activo que entre nosotros, que allí se podía
conocer a Dehmel y a otros poetas de la nueva generación, que
ininterrumpidamente se creaban revistas, cabarets y teatros; en una palabra,
que allí, como dicen los vieneses, «algo pasaba». En verdad llegué a Berlín en un momento histórico muy
interesante. Desde 1870, cuando Berlín había pasado de ser la insípida, pequeña
y nada rica capital del reino de Prusia a convertirse en la ciudad residencial
del emperador alemán, esa insignificante población situada a orillas del Spree
había adquirido un auge considerable. Pero aún no había recaído en Berlín el
liderazgo en el campo artístico y cultural; Munich, con sus pintores y poetas,
era considerada el centro del arte propiamente dicho; la Ópera de Dresde
dominaba en el terreno de la música y sus palacetes atraían a elementos
valiosos; pero sobre todo Viena, con su secular tradición, su concentración de
fuerzas y su talento natural, todavía superaba en mucho a Berlín. Sin embargo,
en los últimos años, con el rápido avance económico de Alemania, las cosas
fueron tomando otro cariz. Los grandes consorcios financieros y las familias
opulentas se trasladaron a Berlín, y una nueva prosperidad, del brazo de un
audaz espíritu emprendedor, ofreció a la arquitectura y al teatro unas
posibilidades mayores que en cualquier otra ciudad alemana. Los museos se
ampliaron bajo la protección del emperador Guillermo, el teatro encontró en
Otto Brahm a un director ideal y, precisamente porque allí no existía una
verdadera tradición ni una cultura milenaria, la ciudad seducía a los jóvenes y
los alentaba a experimentar. Y es que tradición significa también rémora.
Viena, ligada a la antigüedad, idólatra de su pasado, se mostraba cauta y
expectante ante los jóvenes y sus audaces experimentos. En cambio en Berlín,
que quería configurarse rápidamente y cobrar una forma personal, los jóvenes
buscaban la novedad. Era muy natural, pues, que acudiesen allí desde todas las
partes del imperio, incluso desde Austria, y los éxitos dieron la razón a los
de más talento; el vienés Max Reinhardt hubiera tenido que esperar
pacientemente dos décadas en Viena para alcanzar la posición que en Berlín
obtuvo en dos años. Fue precisamente en aquel momento de transición entre
una simple capital y toda una metrópoli cuando llegué a Berlín. La primera
impresión, después de la ufana belleza de Viena heredada de grandes
antepasados, fue algo decepcionante: la decisiva tendencia a expandirse hacia
el Oeste, donde debía desarrollarse la nueva arquitectura en el lugar de las
casas un tanto presuntuosas del Tiergarten, justo acababa de empezar; las
calles Friedrich y Leipzig, que estaban aún arquitectónicamente desiertas y
mostraban su desmañada suntuosidad, seguían siendo el centro de la población. A
suburbios como Wilmersdorf, Nikolassee y Steglitz, sólo se podía llegar
penosamente en tranvía; llegar a los lagos de la Marca, con su áspera belleza,
constituía entonces una expedición con todas las de la ley. Salvo la vieja
«Unter den Linden», no existía un centro propiamente dicho, no existía un corso
como en nuestro Graben y, gracias al viejo espíritu ahorrador prusiano, faltaba
por entero una elegancia general. Las mujeres iban al teatro vestidas con ropas
de mal gusto, confeccionadas por ellas mismas, por doquier se echaba de menos
la mano ágil, diestra y pródiga que, tanto en Viena como en Paris, sabía
convertir una minucia barata en una encantadora superfluidad. En todos los detalles se notaba el espíritu ahorrador
y tacaño de Federico el Grande; el café era aguado y malo, porque se
economizaba hasta el último grano; la comida era sosa, sin gracia ni sabor. Por
doquier reinaba la limpieza y un orden estricto y meticuloso, en lugar de
nuestra fogosidad musical. Por ejemplo, el rasgo para mí más característico era
el contraste entre las patronas de mi Viena y las de Berlín. La vienesa era una
mujer alegre, parlanchina, que no lo tenía lodo limpio e inmaculado, que
olvidaba, atolondrada, Ora esto ora aquello, pero siempre estaba dispuesta a
hacer cualquier favor con entusiasmo. La berlinesa era correcta y lo tenía todo
pulcro y aseado, pero en la primera cuenta del mes encontré escrito con una
letra impecable, perpendicular, hasta el más pequeño servicio que se me había
prestado: pfennigs por coser el botón de irnos pantalones, por quitar una
mancha de tinta de la mesa, y así hasta el final de la lista, donde, bajo una
raya trazada enérgicamente, la suma de todos los esfuerzos ascendía a 67
pfennigs. Al principio me reía de estas cosas, pero lo más curioso es que, al
cabo de pocos días, yo mismo sucumbí a ese penoso sentido del orden prusiano y
por primera y última vez en mi vida llevé mi contabilidad en una meticulosa
agenda de gastos. Había llegado de Viena provisto de toda una serie de
encargos. Pero no cumplí ninguno, porque el sentido de mi escapada consistía
precisamente en huir de la atmósfera protegida y burguesa y, en su lugar, vivir
sin compromiso alguno y dependiendo sólo de mí mismo. Quería tratar única y
exclusivamente con personas cuyo conocimiento se debiera tan sólo a mis afanes
literarios, y con personas cuanto más interesantes mejor. Al fin y al cabo, no
en vano había leído La Bohéme y a mis veinte años tenía que atraerme la
posibilidad de llevar una vida parecida. No tuve que buscar mucho para encontrar un círculo
semejante, formado por gentes de lo más abigarradas. Hacía tiempo que, desde
Viena, había colaborado en la principal revista de los «Modernos» berlineses,
que, casi irónicamente, se llamaba Die Gesellschaft (La sociedad) y estaba
dirigida por Ludwig Jacobowski. Este joven poeta había fundado, poco antes de
morir, un cenáculo con el nombre seductor para los jóvenes de Die Kommenden
(Los venideros), que se reunía una vez por semana en el primer piso de un café
de la plaza Nollendorf. En ese círculo enorme, copiado de la Closerie des
lilas de París, se concentraba gente de lo más variada: poetas y arquitectos,
esnobs y periodistas, muchachas ataviadas de escultoras o artesanas,
estudiantes rusos y escandinavas rubias casi albinas, que querían perfeccionar
su alemán. Y Alemania misma tenía allí representantes de todas las provincias:
westfalianos fornidos, bávaros bonachones, judíos silesianos; todos se
enfrascaban en acalorados debates, con total soltura. De vez en cuando se leían
poemas y dramas, pero el objetivo principal era conocernos los unos a los
otros. En medio de esos jóvenes, que se comportaban adrede como bohemios,
estaba sentado, enternecedor como un papá Noel, un hombre mayor, de barba gris,
respetado y querido por todos, porque era un poeta y un bohemio auténtico:
Peter Hille. Este septuagenario, siempre envuelto en su abrigo gris de invierno
que escondía un traje completamente raído y una ropa muy sucia, miraba con sus
azules ojos de perro, cándidos y bondadosos, al singular tropel de muchachos
que lo rodeaba; complaciente, siempre se dejaba seducir por nuestra insistencia
para que se sacara de los bolsillos sus manuscritos arrugados y nos leyera sus
poemas. Eran poesías de índole muy variada, en realidad improvisaciones de un
genio de la lírica, aunque provistas de una forma demasiado suelta, demasiado
casual. Las escribía en el tranvía o en el café, a lápiz, luego las olvidaba y,
en el momento de leerlas, le costaba volver a encontrar las palabras en el rozo
de papel borrado y manchado. Nunca tenía dinero, pero eso no le preocupaba, hoy
se invitaba a dormir en casa de éste, mañana en casa de aquél, y su olvido del
mundo y su falta total de ambición tenían una cierta autenticidad conmovedora.
La verdad es que nadie comprendía cómo y cuándo aquel hombre de los bosques
había ido a parar a la gran ciudad de Berlín y qué buscaba allí. Pero no
buscaba nada, no quería ser famoso ni agasajado y, sin embargo, gracias a su
carácter soñador y poético, vivía más libre y despreocupado que otros a los que
he conocido más tarde. A su alrededor alborotaban y se desgañitaban los
ambiciosos polemistas; él escuchaba indulgentemente, a veces levantaba el vaso
hacia alguno de ellos con un amable saludo, pero casi nunca intervenía en la
conversación. Se tenía la impresión de que, incluso durante el alboroto más
furioso, los versos y las palabras se buscaban dentro de su cabeza desgreñada y
un poco cansada, sin llegar a tocarse ni encontrarse. La sinceridad y la inocencia que emanaban de aquel
candoroso poeta-hoy olvidado incluso en Alemania-desviaba quizás intuitivamente
mi atención del presidente electo de los «Venideros», a pesar de que era un
hombre con unas ideas y palabras que más adelante habrían de ser decisivas para
muchísima gente en el momento de escoger su forma de vida. En la persona de
Rudolf Steiner-a quien más tarde sus partidarios dedicaron, como fundador de la
antroposofía, las escuelas y academias más suntuosas donde enseñar su
teoría-encontré de nuevo, después de Theodor Herzl, a un hombre llamado por el
destino a servir de guía a millones de seres. Como individuo, no parecía tanto
un líder como Herzl, pero era más seductor. Sus ojos oscuros albergaban una
fuerza hipnótica y yo lo escuchaba mejor y con más sentido crítico cuando no lo
miraba, porque su cara ascética y macilenta, marcada por la pasión intelectual,
era muy apropiada para producir un gran efecto de persuasión, y no sólo en las
mujeres. En aquella época, Rudolf Steiner no había elaborado aún su propia
teoría, sino que se hallaba todavía en la etapa de investigación y aprendizaje;
a veces nos leía comentarios sobre la teoría de los colores de Goethe, cuya
imagen, en su exposición, se tornaba más fáustica, más paracélsica. Era
emocionante escucharlo, porque su erudición era asombrosa y, comparada sobre
todo con la nuestra, que se limitaba exclusivamente a la literatura, de una
variedad espléndida. De sus conferencias y de más de una charla privada con él,
yo siempre volvía a casa impresionado y un tanto abatido. No obstante, si hoy
me pregunto si en aquellos momentos hubiera profetizado a aquel joven tanta
influencia filosófica y ética en las masas, para vergüenza mía debería decir
que no. De su espíritu investigador esperaba grandes cosas para la ciencia y no
me habría sorprendido demasiado oír hablar de un gran descubrimiento biológico
logrado gracias a su genio intuitivo, pero cuando, muchos años más tarde, vi en
Doruach el grandioso Goetheanum, aquella «Escuela de la sabiduría» que los
alumnos habían fundado en su nombre como academia platónica de la
«antroposofía», me sentí más bien decepcionado de que su influencia se hubiera
inclinado tanto hacia amplios aspectos de la vida real que eran, en parte,
incluso banales. No me permito emitir ningún juicio sobre la antroposofía,
porque hasta ahora no veo claro qué pretende y qué significa; creo incluso que,
en esencia, su fuerza seductora nacía no de una idea, sino de la fascinante
personalidad de Rudolf Steiner. Sin embargo, para mí fue de un provecho
incalculable conocer a un hombre de tanta fuerza magnética, y precisamente en
aquella primera etapa, en que todavía se comunicaba con los más jóvenes
amistosamente y sin dogmatismos. En su saber fantástico y a la vez profundo
descubrí que la verdadera universidad-de la que, con nuestra petulancia de
bachilleres, creíamos habernos adueñado ya-no se alcanzaba a fuerza de lecturas
y discusiones pasajeras, sino sólo con años de agotadores esfuerzos. Pero en la época de asimilación, cuando resulta fácil
entablar amistades y aún no se han solidificado las diferencias sociales y
políticas, un hombre joven aprende más de aquellos que se afanan como él que de
los que ya han superado esta etapa. Entonces me di cuenta de nuevo, aunque en
un plano superior y más internacional que en el instituto, de cuán fecundo es
el entusiasmo colectivo. Mientras que mis amigos vieneses procedían casi todos
de la burguesía (e incluso nueve de cada diez, le la burguesía judía, con lo
cual no hacíamos sino duplicarnos y multiplicarnos en nuestras aficiones y
deseos), los jóvenes de aquel mundo nuevo venían de las más diversas capas
sociales, de arriba, de abajo, uno de la aristocracia prusiana, otro era hijo
de un armador de Hamburgo, el tercero provenía de una familia de campesinos de
Westfalia; de pronto me encontré viviendo en un círculo en que había auténticos
pobres, vestidos con ropas remendadas y zapatos agujereados, una esfera, pues,
con la que no había tenido contacto en Viena. Me sentaba a la misma mesa que
bebedores empedernidos, homosexuales y morfinómanos, di la mano-y con orgullo-a
un estafador archiconocido y condenado a prisión (más adelante publicó sus
memorias y entró así en nuestro grupo de escritores). Todo lo que a duras penas
había creído de las novelas realistas se acercaba y se reunía en los pequeños
cafés y fondas donde me introdujeron, y, cuanto peor era la fama de alguien,
más ávido se volvía mi interés por conocerlo personalmente. Por otro lado, hay que
decir que este amor o curiosidad especial por las gentes expuestas a un peligro
me ha acompañado durante toda mi vida; incluso en los años en que hubiera
convenido ser más escrupuloso, los amigos me regañaban a menudo por la clase de
gente amoral, poco de fiar y francamente comprometedora con la que trataba.
Quizá la esfera de solidez de la cual procedía y el hecho de que hasta cierto
punto me sentía agobiado por el complejo de «seguridad», hacían que me
parecieran fascinantes todos aquellos que dilapidaban con desprecio la vida, el
tiempo, el dinero, la salud y la reputación: los apasionados, los monomaníacos
de la simple existencia sin objetivos; y tal vez el lector observará en mis
novelas y narraciones cortas esa predilección por las naturalezas indómitas y
de vida intensa. También se añadía a todo aquello la atracción por lo exótico y
extranjero; prácticamente cada uno de aquellos hombres era un regalo de un
mundo extraño para mi curiosidad. En el dibujante E. M. Lilien, hijo de un
pobre maestro tornero ortodoxo de Drohobycz, encontré por primera vez a un
auténtico judío del Este y conocí a través de él un judaísmo de una fuerza y de
un fanatismo pertinaz desconocidos para mí. Un joven ruso me tradujo los
pasajes más bellos de Los hermanos Karamázov, una obra que en aquel entonces
era todavía desconocida en Alemania; una muchacha suiza me enseñó por primera
vez cuadros de Munch; frecuentaba talleres de artistas (si bien malos) para
observar su técnica; un adepto me introdujo en un círculo espiritista; experimenté
la vida en sus mil formas y variedades y no me hastié. La intensidad, que en el
instituto había desplegado sus fuerzas sólo en sus meras formas-la rima, el
verso y las palabras-, se proyectó ahora sobre las personas; desde la mañana
hasta la noche, en Berlín siempre me encontraba en compañía de gente nueva,
siempre distinta, que me entusiasmaba, me defraudaba e incluso me estafaba.
Creo que ni en diez años me he recreado en tanta compañía intelectual como en
aquel escaso semestre berlinés, el primero de total libertad. Mirándolo bien, parecía lógico que una variedad tan
inusual de estímulos tuviera que significar un aumento extraordinario de mis
ganas de crear. Pero, en realidad, ocurrió justo lo contrario. Mis pretensiones
de antes, exageradamente hinchadas por la exaltación intelectual del instituto,
se deshincharon poco a poco. Cuatro meses después de su publicación, no
entendía de dónde había sacado el valor para editar aquel volumen de poemas
inmaduros; seguía pensando que mis versos eran una buena obra de artesanía,
mañosa e incluso en parte remarcable, que habían nacido de un ambicioso gusto
por jugar con la forma, pero ahora me resultaban artificiales en cuanto al
contenido. Igualmente, a raíz de aquel contacto con la realidad, noté en mis primeras
narraciones un olor a papel perfumado; escritas con una ignorancia total de las
realidades, mostraban una técnica de segunda mano, copiada siempre de otros.
Una novela, terminada hasta el último capítulo, que había llevado conmigo a
Berlín para hacer feliz a mi editor, no tardó en servir para encender la
estufa, porque mi fe en la competencia de mi formación de bachiller había
recibido un fuerte golpe con aquella primera ojeada a la vida real. Era como si
hubiera retrocedido dos cursos en el colegio. De hecho, después de mi primer
volumen de versos, introduje una pausa de seis años antes de publicar el
segundo, y sólo tres o cuatro años después publiqué mi primer libro de prosa;
siguiendo el consejo de Dehmel, por el cual todavía hoy le estoy agradecido,
aproveché el tiempo traduciendo de lenguas extranjeras, cosa que aún considero
la mejor manera, para un poeta joven, de entender el espíritu de la propia
lengua de un modo profundo y productivo. Traduje los poemas de Baudelaire,
algunas de Verlaine, Keats y William Morris, un pequeño drama de Charles van
Lerberghe y una novela de Camille Lemonnier pour me faire la main. Cada lengua,
con sus giros propios, se resiste a ser recreada en otra y desafía las fuerzas
de la expresión, que de otro modo no se suelen movilizar espontáneamente, y
esta lucha por arrancar a la lengua extranjera lo más propio que tiene y forzar
la lengua propia a incorporarlo con la misma plasticidad siempre ha significado
para mí una clase especial de goce artístico. Como esa labor callada y, a decir verdad, poco
agradecida, exige paciencia y constancia, virtudes que en el instituto rehuí
con ligereza y osadía, me apeteció de manera especial; y es que en esa modesta
actividad de transmisión de valores artísticos ilustres encontré por primera
vez la seguridad de estar haciendo algo práctico e inteligente, una
justificación de mi existencia. Desde entonces vi claro en mi interior el camino que
debía seguir en los años venideros: ¡ver mucho, aprender mucho y sólo después
empezar de verdad! ¡No presentarme ante el mundo con publicaciones
precipitadas, antes de saber bien lo esencial del mundo! Berlín, con su
poderoso mordiente, no había hecho sino aumentar mi sed. Y miré a mi alrededor
buscando en qué país iba a pasar las vacaciones de verano. Escogí Bélgica. A
finales del siglo este país había tomado un alto vuelo artístico y en cierto
modo incluso había superado a Francia en intensidad. Khnopff y Rops en la pintura, Constantin Meunier y
Minne en las artes plásticas, Van der Velde en las industriales, Maeterlinck,
Eekhoud y Lemonnier en la poesía, dieron la medida, sublime, de la nueva fuerza
europea. Pero sobre todo me fascinó Emile Verhaeren, porque marcó un camino
completamente nuevo a la lírica. Lo descubrí en cierto modo en privado, puesto
que era del todo desconocido en Alemania y la literatura oficial lo había
confundido durante mucho tiempo con Verlaine, del mismo modo que había
confundido a Rolland con Rostand. Y amar a alguien uno solo quiere decir amarlo
dos veces. Tal vez convendría insertar aquí una breve digresión.
Nuestra época vive demasiado intensamente y demasiado deprisa como para guardar
buena memoria de las cosas y no sé si el nombre de Emile Verhaeren significa
todavía algo hoy en día. Verhaeren fue el primer poeta francés que intentó dar
a Europa lo que Walt Whitman dio a América: una declaración de fe en la época,
en el futuro. Había empezado a amar el mundo moderno y quería conquistarlo para
la poesía. Mientras que para los demás la máquina era el mal, las ciudades la fealdad
y el presente la antipoesía, él se entusiasmaba con cada nuevo invento, con
cada conquista técnica; y se entusiasmaba con su propio entusiasmo y lo hacía
deliberadamente para sentirse más fuerte en esa pasión suya. Los poemitas
iniciales se convirtieron en un torrente de grandes himnos. Admirez-vous les
uns les autres era su consigna para los pueblos de Europa. Todo el optimismo de
nuestra generación, un optimismo incomprensible desde hace tiempo en la época
actual-la época de la recaída más horrible-, halló en él su primera expresión
poética, y algunas de sus mejores poesías durante mucho tiempo darán testimonio
de la Europa y la humanidad que soñábamos entonces. En realidad, había ido a Bruselas para conocer a
Verhaeren. Pero Camille Lemonnier, el vigoroso autor de Mále, hoy injustamente
relegado al olvido y de quien yo mismo traduje una novela al alemán, me dijo
con gran pesar que Verhaeren casi nunca salía de su aldehuela para ir a
Bruselas y que, además, en aquel momento se encontraba ausente. Para resarcirme
del desengaño me presentó muy amablemente a otros artistas belgas. Así conocí
al anciano maestro Constantin Meunier, ese heroico trabajador y grandioso
escultor del mundo del trabajo, y, después de él, a Van der Stappen, cuyo
nombre prácticamente ha desaparecido de los libros de historia del arte; sin
embargo, ¡qué hombre tan agradable era ese flamenco bajito y mofletudo y con
qué cordialidad me recibieron él y su esposa, alta, gruesa y risueña! Me mostró
sus obras, hablamos largo rato de arte y literatura en aquella mañana clara y
serena, y la bondad de ambos me hizo perder pronto toda timidez. Con la mayor
franqueza les expresé mi pesar por no haber podido encontrar en Bruselas al
hombre por quien, a fin de cuentas, había hecho el viaje: Verhaeren. ¿Había hablado demasiado? ¿Había dicho quizás algún
disparate? Sea como fuere, me di cuenta de que tanto Van der Stappen como su
esposa habían empezado a sonreír y a intercambiarse miradas furtivas. Noté que
mis palabras habían despertado una complicidad secreta entre ellos. Me sentí
cohibido y estaba a punto de despedirme, pero ambos me lo impidieron
obligándome a quedarme a comer y no admitiendo excusa alguna de mi parte. Aquella sonrisa enigmática pasó de nuevo de linos ojos
a otros. Tuve la impresión de que, si existía algún secreto, carecía de
malicia. Y renuncié gustoso al viaje previsto a Waterloo. Pronto llegó mediodía; estábamos ya sentados en el
comedor-situado en la planta baja, como en todas las casas belgas-y desde la
sala mirábamos hacia la calle cuando, de repente, una sombra se paró
bruscamente ante la ventana. Unos nudillos golpearon el cristal al tiempo que
la campanilla sonaba con estridencia. -Le voilá!-dijo
la señora Van der Stappen levantándose, y con paso firme y cansino entró... él,
Verhaeren. A primera vista reconocí el rostro que desde tiempo atrás los
retratos me habían hecho familiar. Como tantas otras veces, también aquel día
Verhaeren había sido invitado a la casa y, cuando el matrimonio supo que yo lo
buscaba en vano por toda la comarca, ambos cónyuges se pusieron de acuerdo con
una mirada en no decirme nada sobre ello y sorprenderme con su presencia a la
hora del almuerzo. Y ahora lo tenía ante mí, sonriendo por la broma que le
acababan de contar. Por primera vez sentí el apretón firme de su mano nervuda,
por primera vez capté su mirada clara y bondadosa. Como siempre, venía, por
decirlo así, cargado de experiencia y entusiasmo. Mientras empezaba a servirse
sin andarse con cumplidos, ya se puso a hablar. Nos contó que había estado con
unos amigos en una galería y aún ardía de entusiasmo. Fuese adonde fuese,
siempre regresaba a casa así, eufórico por todo lo que había visto, por
cualquier experiencia casual, y ese entusiasmo se había convertido en él en un
hábito sagrado; le salía de la boca como una llamarada, y sabía subrayar las
palabras con gestos expresivos. Ya con la primera palabra llegaba al corazón de
la gente, porque era un hombre completamente abierto, accesible a todo lo nuevo
sin rechazar nada, dispuesto a favor de todo. Era como si se lanzara al
encuentro de la gente con todo su ser y, como en aquella primera ocasión, tuve
la suerte de vivir cien veces más ese choque impetuoso y subyugador con otras
personas. Sin saber aún nada de mí, me honró con su confianza, simplemente
porque supo que sentía predilección por su obra. Después de comer, otra grata sorpresa siguió a la
primera. Van der Stappen, que desde hacía tiempo quería cumplir un deseo propio
y de Verhaeren, llevaba varios días trabajando en un busto del poeta; hoy debía
tener lugar la última sesión. Mi presencia, dijo Van der Stappen, era un
simpático regalo del destino, puesto que precisamente le hacía falta alguien
que hablara con el demasiado inquieto y nervioso hombre mientras éste posaba
como modelo para, así, hablando y escuchando, animarle el semblante. He aquí,
pues, que durante dos horas contemplé intensamente aquel rostro inolvidable, de
frente ancha, surcada ya siete veces por arrugas de años difíciles y tapada por
cabellos rizados y de color de hierro oxidado, una cara de textura áspera,
cubierta por una piel rojiza, curtida por el viento, un mentón saliente como
una roca y encima del fino labio, un bigote estilo Vercingetórix, grande,
espeso y de puntas caídas. Su nerviosismo se concentraba en las manos, unas
manos estrechas, hábiles, finas y, sin embargo, fuertes, cuyas venas palpitaban
enérgicas bajo la delgada piel. Toda la fuerza de su voluntad descansaba en sus
anchos hombros de campesino, en comparación con los cuales la cabeza, nervuda y
huesuda, casi parecía demasiado pequeña; únicamente cuando apresuraba el paso
se notaba su energía. Sólo ahora, cuando contemplo el busto (ninguna otra obra
de Van der Stappen está tan lograda como la que creó en aquel momento), me doy
cuenta de cuán real es y con qué plenitud capta la esencia de aquel hombre. Es
el documento de una grandeza poética, el monumento a una fuerza imperecedera. En aquellas tres horas llegué a querer a la persona
tanto como la he querido después toda mi vida. Su modo de ser poseía una
seguridad que en ningún momento daba la impresión de petulancia. No dependía
del dinero, prefería una vida rural a escribir una sola línea que valiera sólo
para el momento. No dependía del éxito, no se afanaba por acrecentarlo con
concesiones, favores y camaraderie: le bastaban los amigos y su lealtad. Se
mantuvo independiente y libre incluso de la tentación más peligrosa para la
personalidad, la de la fama, cuando al fin llegó al punto culminante de su
vida. Se mantuvo abierto en todos los sentidos, sin el lastre de las
inhibiciones, sin sentir la turbación de la vanidad; un hombre libre, contento,
fácilmente propenso a cualquier entusiasmo. A su lado se sentía uno reanimado
por su voluntad de vivir. He aquí, pues,
que yo, el joven, lo tenía ante mí en carne y hueso: al poeta tal como lo había
deseado, tal como lo había soñado. Y ya en aquel primer momento, en el instante
en que lo conocí personalmente, la decisión estaba tomada: servir a aquel
hombre y a su obra. Fue una decisión ciertamente temeraria, pues aquel poeta
que cantaba a Europa todavía era poco conocido entonces en la propia Europa y
yo sabía de antemano que la traducción de su monumental obra poética y de sus
tres dramas en verso me robarían dos o tres años de creación propia. Pero al
tiempo que tomaba la decisión de consagrar todas mis fuerzas, todo mi tiempo y
toda mi pasión al servicio de una obra ajena, me daba a mí mismo lo mejor: una
misión moral. Mis búsquedas y tentativas inciertas tenían desde aquel momento
un sentido. Y si hoy tuviera que aconsejar a un joven escritor todavía inseguro
sobre el camino que emprender, trataría de convencerlo de que primero sirviera
a una obra mayor como actor o traductor. Cualquier servicio abnegado ofrece más
seguridad al artista novel que la creación propia y todo lo que se hace con
espíritu de sacrificio no es en vano. En aquellos dos años que dediqué casi exclusivamente a
traducir la obra poética de Verhaeren y a preparar una biografía suya, emprendí
también muchos viajes, en parte para dar conferencias en público. Y recibí una
inesperada recompensa, en apariencia ingrata, por mi dedicación a la obra de
Verhaeren: sus amigos en el extranjero se fijaron en mí y pronto se
convirtieron también en mis amigos. Y, así, un día vino a visitarme Ellen Key,
esa maravillosa sueca que, con una audacia. sin precedentes en aquella época
refractaria y de miras estrechas, luchaba en pro de la emancipación de la mujer
y que en su libro El siglo del niño incidió, mucho antes que Freud, en la
vulnerabilidad psíquica de los jóvenes; en Italia, ella me presentó a Giovanni
Cena y me introdujo en su círculo literario, y también gracias a ella conseguí
a otro amigo importante en la persona del noruego Johan Bojer. Georg Brandes,
el maestro internacional en historia de la literatura, se interesó por mí y,
gracias a mi propaganda, el nombre de Verhaeren pronto fue más conocido en
Alemania que en su propio país. Kainz, el más grande de los actores, y Moissi
recitaron en público poemas de Verhaeren en mi traducción. Y Max Reinhardt llevó
al teatro alemán su drama El monasterio: podía darme por satisfecho. Pero he aquí que entonces llegó el momento de recordar
que había contraído otro compromiso, aparte del que tenía con Verhaeren. Debía
acabar finalmente mi carrera universitaria y llevar a casa el birrete de doctor
en filosofía. Se trataba de aprender en pocos meses toda la materia escolástica
que los estudiantes más aplicados se habían esforzado por tragar durante casi
cuatro años: me pasé las noches empollando con Erwin Guido Kolbenheyer, un
amigo literario de juventud, a quien hoy quizá no le guste recordar esto,
porque se ha convertido en uno de los poetas y académicos oficiales de la
Alemania de Hitler. Pero no me pusieron un examen difícil. El benévolo
catedrático, que me conocía demasiado por mi actividad literaria como para
vejarme con nimiedades, me dijo, sonriente, en una conversación privada previa:
-¡No preferirá examinarse de lógica exacta! Y, efectivamente, poco a poco me
fue llevando hacia dominios en los que me sentía más seguro. Era la primera vez
que aprobaba un examen con un sobresaliente y espero que también sea la última.
Ahora era un hombre libre en mi vida exterior y todos los años posteriores,
hasta el día de hoy, no los he dedicado sino a la lucha-cada vez más ardua en
estos tiempos actuales-por mantenerme libre también en la interior. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO V STEFAN ZWEIG PARÍS, LA CIUDAD DE LA ETERNA JUVENTUD Corno regalo para el primer año de libertad que había
conquistado me prometí a mí mismo París. Conocía esta ciudad inagotable sólo
superficialmente, por dos visitas anteriores, y sabía que, quien de joven pasa
allí un año, guarda de ella un recuerdo incomparable de felicidad a lo largo de
toda su vida. Un joven con los sentidos despiertos en ninguna otra parte se
encuentra tan identificado con el ambiente como en esta ciudad que se da a todo
el mundo y en la que, no obstante, nadie ahonda nunca del todo. Sé perfectamente que el París de mi juventud, que
tenía y daba alas, ya no existe; quizá ya nunca recuperará aquella maravillosa
despreocupación después de que la mano más dura de la Tierra lo marcara
tiránicamente con el estigma del bronce. En el momento de iniciar estas líneas
se acercaban, devastadores, las tropas y los tanques alemanes, como una masa
gris de termitas, con el fin de destruir de cuajo el colorido divino, la
alegría feliz, el esplendor y el florecimiento inmarchitable de aquella
armoniosa obra de creación. Y ahora ha ocurrido: la bandera con la cruz gamada
cuelga de la torre Eiffel, las negras tropas de asalto desfilan provocadoras
por los Campos Elíseos de Napoleón y, desde lejos, comparto los espasmos de los
corazones en los hogares y las miradas humilladas de los antes bonachones
burgueses, cuando las botas altas de los conquistadores pisan sus familiares
cafés y bistrots. Creo que ninguna desgracia personal me ha afectado,
conmocionado y desesperado tanto como la humillación de esta ciudad que, como
ninguna otra, había sido agraciada con el don de hacer feliz a todo aquel que
se acercara a ella. ¿Podrá dar un día a futuras generaciones lo que nos dio a
nosotros: la enseñanza más sabia, el ejemplo más admirable de ser a la vez
libre y creadora, estar abierta a todos y enriquecerse cada vez más en esa
hermosa prodigalidad? Lo sé, lo sé, no es sólo París la que sufre hoy; tampoco
el resto de Europa volverá a ser en décadas lo que fue antes de la Primera
Guerra Mundial. Desde entonces, las tinieblas que sumieron a Europa todavía no
han llegado a disiparse del todo sobre el horizonte del continente, antes tan
claro; la amargura y la desconfianza entre un país y otro, entre un hombre y
otro, han permanecido como un veneno devorador en su cuerpo mutilado. A pesar
de todo el progreso que el cuarto de siglo de entreguerras ha traído en el
campo social y técnico, en nuestro pequeño mundo de Occidente no existe ninguna
nación que no haya perdido una parte ingente del placer de vivir y de la
libertad de espíritu de antaño. Harían falta días y días para describir cuán
confiados e infantilmente alegres eran antes los italianos, incluso los que
vivían en la pobreza más cruda, cómo se reían y cantaban en las trattorie e
inventaban chistes ingeniosos sobre su pésimo governo, mientras que ahora
tienen que marcar el paso con ademán sombrío, el mentón erguido y el corazón
apesadumbrado. ¿Podemos imaginarnos aún a un austriaco, tan tranquilo y
sosegado en su carácter bonachón, confiando con la devoción de antaño en su
señor emperador y en los dioses que les dieran una vida tan holgada? A los rusos,
los alemanes, los españoles, ya nadie sabe cuánta libertad y alegría les ha
chupado de la médula el cruel y voraz espantajo del «Estado». Todos los pueblos
saben una sola cosa: que una sombra extraña se cierne, larga y pesada, sobre su
vida. Nosotros, sin embargo, que todavía conocimos el mundo de la libertad
individual, sabemos, y podemos dar fe de ello, que en otros tiempos Europa
disfrutó de su juego de colores calidoscópico. Y nos estremecemos al ver cómo
nuestro mundo se ha entenebrecido, esclavizado y encarcelado gracias a su furia
suicida. Pues sí, en
ninguna parte, repito, en ninguna parte como en París se podía percibir con más
deleite la despreocupación de la vida, ingenua y, sin embargo, admirablemente
sabia, lo que confirmaban gloriosamente la belleza de sus formas, el clima
templado, la riqueza y la tradición. Cada uno de nosotros, los jóvenes,
absorbíamos una parte de esa ligereza y así también contribuíamos a ella;
chinos y escandinavos, españoles y griegos, brasileños y canadienses, todos se
sentían como en casa junto al Sena. No había coacciones, se podía hablar,
pensar, reír y soltar tacos tanto como se quería, todo el mundo vivía a su
gusto, acompañado o solo, dilapidando o ahorrando, con lujo o como un bohemio,
había sitio para cualquier extravagancia y se atendían todas las
eventualidades. Existían restaurantes sublimes, con todos sus hechizos
culinarios, con vinos de doscientos y trescientos francos, y coñacs
pecaminosamente caros de los días de Marengo y Waterloo; pero también se podía
comer y beber casi con la misma magnificencia en cualquier tienda de marchand
de vin en la esquina de al lado. En los restaurantes del Quartier Latín llenos
a rebosar de estudiantes servían por cuatro sous las futilidades más deliciosas
antes y después de un suculento bistec y, además, vino blanco o tinto y una
barra de pan blanco exquisito, tan larga como un árbol. Se podía vestir como
uno quería; los estudiantes se paseaban por el bulevar Saint-Michel con sus
coquetones birretes; los rapíns, estudiantes de escuelas de pintura, se
confeccionaban pastos con amplios sombreros que parecían setas gigantes y
románticas chaquetas de terciopelo negro; los obreros caminaban despreocupados,
con sus blusas azules o en mangas de camisa, por el bulevar más elegante; las
nodrizas, con sus cofias bretonas de grandes pliegues, y los taberneros, con
sus delantales azules. No hacía falta que fuera precisamente un 14 de julio
para que, pasada la medianoche, unas cuantas parejas jóvenes se pusieran a
bailar en medio de la calle; y la policía los contemplaba riendo: al fin y al
cabo, ¡la calle era de todos! Nadie se sentía incómodo ante nadie; las chicas
guapas no se avergonzaban de ir del brazo de un negro color azabache y de
entrar con él en el primer petít hotel. ¿Quién se preocupaba en París de
espantajos como raza, clase y origen, que no fueron hinchados sino más tarde?
Cualquiera iba, hablaba y dormía con quien quería y le importaban un rábano los
demás. Ah, se tenía que haber conocido el Berlín de antes para amar a París de
veras, se tenía que haber vivido el servilismo voluntario de Alemania, con su
conciencia de clase, angulosa y dolorosamente cortante, donde la esposa del
oficial no «se hablaba» con la del maestro ni ésta con la del tendero y ésta
aún menos con la del obrero. En París, en cambio, el legado de la Revolución
corría todavía vivo por las venas; el proletario se sentía un ciudadano tan
libre e importante como su patrono; el camarero, en el café, daba la mano al
general con sus galones, de colega a colega; las pequeñas burguesas,
diligentes, formales y limpias, no fruncían el ceño cuando tropezaban con la
prostituta del rellano, sino que charlaban con ella todos los días en la
escalera y sus hijos le regalaban flores. En una ocasión vi entrar en un restaurante
elegante (el Laure, cerca de la Madeleine) a unos campesinos normandos ricos
que venían de un bautizo, retumbando con sus pesadas botas igual que cascos de
caballo, vestidos con el traje típico de su pueblo, el pelo untado con tanta
pomada que su olor llegaba hasta la cocina. Hablaban a gritos y, cuanto más
bebían, más gritaban, y sin miramiento alguno golpeaban los muslos de sus
obesas mujeres. No les molestaba en absoluto sentarse como auténticos labriegos
entre fracs relucientes y vestidos elegantes, pero tampoco el camarero de cara
afeitada como un huevo fruncía las cejas, como habría hecho en Alemania o
Inglaterra ante unos clientes tan rústicos, sino que les servía con tanta
cortesía y corrección como si fuesen ministros o excelencias, y al maítre
d'hótel incluso le hizo gracia saludar cordialmente a unos clientes tan poco
formales. París sólo conocía la coexistencia de contrastes, no
había Arriba ni Abajo; no existía una frontera visible entre las calles de lujo
y los sucios pasajes de al lado y por doquier reinaban la misma animación y
alegría. En los patios de los suburbios tocaban los músicos ambulantes, desde
las ventanas se oía cantar a las midinettes mientras trabajaban; por doquier y
en todo momento se oía cómo hendía el aire una carcajada o un amable grito de
amistad. Si de vez en cuando dos cocheros echaban pestes el uno del otro, al
rato se daban la mano y bebían juntos un vaso de vino al tiempo que abrían unas
cuantas ostras (a precios irrisorios). Nada era difícil ni formal. Las relaciones
con las mujeres se entablaban con facilidad y con la misma facilidad se
rompían, no había roto tan feo que no encontrase a su descosido, cualquier
joven encontraba a una muchacha alegre y nada cohibida por la falsa modestia.
Ah, ¡qué fácil y qué bien se vivía en París, sobre todo si uno era joven! El
solo vagar por las calles ya era un placer y, a la vez, una lección permanente,
porque todo estaba abierto a todos: por ejemplo, se podía entrar en una
librería de viejo y hojear libros durante un cuarto de hora sin que el dueño
refunfuñara y gruñera; se podía entrar en las pequeñas galerías, ver y tocar en
las tiendas de bríc-á-brac, gorrear en las subastas del hotel Drouot y charlar
con las institutrices en los jardines; no era fácil detenerse cuando uno había
empezado a callejear, la calle le atraía a uno como un imán y le mostraba cosas
nuevas sin cesar, como un calidoscopio. Cuando uno se cansaba, se podía sentar
en la terraza de uno de los diez mil cafés y escribir cartas en el papel que le
daban gratis y dejar que los vendedores ambulantes le exhibieran un montón de
objetos absurdos e inútiles. Una sola cosa era difícil: quedarse en casa o
volver a casa, sobre todo cuando estallaba la primavera, la luz resplandecía
plateada y blanda sobre el Sena, los árboles de los bulevares empezaban a
espesarse de verde y las muchachas llevaban, prendidos con agujas, ramilletes
de violetas a un sou cada uno; pero la verdad es que no hacía falta la
primavera para estar de buen humor en París. En la época en que la conocí, la ciudad no había
llegado todavía a fundirse en una sola mole, como lo ha hecho hoy gracias al
metro y los autobuses; todavía eran dueños de la circulación los formidables
ómnibus tirados por pesados y humeantes caballos. A decir verdad, la forma más
cómoda de descubrir París era desde la «imperial», desde el primer piso de
aquellas anchas carrozas o desde los coches de punto abiertos, que tampoco
corrían a galope tendido. De todas formas, ir entonces de Montmartre a
Montparnasse aún seguía siendo un pequeño viaje y, teniendo en cuenta el
sentido del ahorro de los pequeños burgueses de París, se puede tener por muy
creíble la leyenda según la cual todavía había parisinos de la ríve droíte que
nunca habían estado en la rive gauche y niños que sólo habían jugado en el
jardín de Luxemburgo y nunca habían visto el de las Tullerías o el parque
Monceau. El buen ciudadano o el concierge gustaban de quedar chez soí, en su
barrio; se creaban su pequeño París dentro del gran París y, por la misma
razón, cada uno de sus pequeños arrondissements conservaba aún su carácter
definido e incluso provinciano. Y así, para un forastero, hasta cierto punto
era toda una decisión escoger dónde plantar su tienda. El Quartíer Latín ya no
me atraía. A los veinte años, en una breve visita a París, fui a ese barrio
directamente desde la estación; la primera tarde ya me había sentado en el café
Vachette y, respetuosamente, había pedido que me mostraran el lugar de Verlaine
y la mesa de mármol que golpeaba, furioso, con su macizo bastón siempre que
estaba borracho, para hacerse respetar. En su honor, yo, acólito abstemio,
había bebido una copa de absenta, a pesar de que no me sabía nada bien ese
brebaje verde, pero me creía obligado, como joven respetuoso, a observar en el
Quartíer Latín el ritual de los poetas líricos de Francia; en aquella época,
por un sentido de la forma, habría preferido más que nada vivir en un quinto
piso, en una buhardilla cerca de la Sorbona, para poder participar de un modo
más fiel de la «auténtica» atmósfera del Quartíer Latín, tal como la conocía de
los libros. A los veinticinco años, en cambio, ya no me sentía tan ingenuamente
romántico, el barrio estudiantil me parecía demasiado internacional, demasiado
poco parisiense. Y, por encima de todo, no quería escoger mi alojamiento
permanente de acuerdo con reminiscencias literarias, sino para hacer mi trabajo
lo mejor posible. Busqué por todas partes. El París elegante, los Campos
Elíseos, no me servían en absoluto para este propósito, y menos aún el barrio
en torno al Café de la Paix, donde se reunían todos los extranjeros ricos de
los Balcanes y, excepto los camareros, nadie hablaba francés. Para mí tenía más
encanto la zona tranquila, sombreada por iglesias y conventos, de
Saint-Sulpice, donde también les gustaba vivir a Rilke y a Suárez; donde más
hubiera deseado fijar mi residencia era en la isla de SaintLouis, para estar
unido a ambos lados de París a la vez, la ríve gauche y la ríve droíte. Pero, paseando,
conseguí encontrar, ya en mi primera semana, algo todavía más bello. Caminando lentamente por las galerías del Palaís
descubrí que entre las casas de ese grandioso carré, construidas simétricamente
en el siglo XVIII por el príncipe Philippe Égalité, había un único palacio,
antaño elegante, que había perdido su esplendor y se había convertido en un
hotelito algo primitivo. Pedí que me enseñaran una habitación y comprobé,
encantado, que desde la ventana tenía vistas a los jardines del Palais Royal,
los cuales permanecían cerrados a partir de la caída de la noche. Entonces no
se oía más que el zumbido apagado de la ciudad, confuso y rítmico como el
oleaje incesante de una costa lejana; las estatuas resplandecían a la luz de la
luna y, en las primeras horas de la mañana, el viento a veces traía desde las
cercanas Halles el suave aroma de verduras. En esa histórica manzana del Palais
Royal habían vivido los poetas y los hombres de Estado de los siglos XVIII y
XIX; enfrente estaba la casa en la que antas veces Balzac y Victor Hugo habían
subido los cien escalones estrechos que conducían a la buhardilla de la poetisa
Marceline Desbordes- Valmore, tan querida por mí; allí resplandecía, marmóreo,
el lugar desde donde Camine Desmoulins había llamado al pueblo a la toma de la
Bastilla; allí estaba el soportal en el que el pobre tenientecillo Bonaparte
buscaba a una protectora entre las damas que paseaban, no precisamente muy
virtuosas. Desde cada una de aquellas piedras hablaba la historia de Francia,
en el corazón de París. Recuerdo que en una ocasión me visitó André Gide y que,
asombrado por tanto silencio en el centro mismo de París, dijo: «Tienen que ser
los extranjeros quienes nos enseñen los lugares más bellos de nuestra propia
ciudad.» Y, efectivamente, no hubiera podido encontrar nada más parisino y a la
vez más aislado que aquel estudio romántico sito en el mismísimo centro de la
esfera de influencia de la ciudad más animada del mundo. ¡Las calles que recorrí entonces, las cosas que vi y
busqué, llevado por mi impaciencia! Pues no sólo quería conocer aquel París de
1904, sino que también buscaba con los sentidos y el corazón el París de
Enrique IV y Luis XIV, el de Napoleón y la Revolución, el París de Rétif de la
Bretonne y Balzac, de Zola y Charles Louis Philippe, con todas sus calles, sus
personajes y acontecimientos. Como siempre en Francia, aquí vi demostrado de
modo convincente hasta qué punto una gran literatura, interesada por la verdad,
devuelve a su pueblo la fuerza inmortalizadora que la ha creado, y es que todo
París me era ya familiar en espíritu, gracias al arte descriptivo de los
poetas, novelistas, historiadores y costumbristas, antes de que lo viera con
mis propios ojos. El encuentro personal no me hacía sino revivirlo, la
contemplación física se convirtió de hecho en un reconocimiento, en ese placer de
la anagnórisis griega que Aristóteles ensalza como el más grande y misterioso
de los goces artísticos. Y, sin embargo, no se conoce la parte más íntima y
oculta de un pueblo o una ciudad a través de los libros, ni siquiera a través
de paseos incansables, sino única y exclusivamente a través de sus mejores
hombres. Sólo a partir de la amistad intelectual con los vivos podemos
formarnos una idea de las relaciones reales entre pueblo y país; toda
observación desde fuera sólo consigue darnos una imagen falsa y precipitada. Amistades de esta índole me fueron dadas, y la mejor
fue la de Léon Bazalgette. Gracias a mi estrecha relación con Verhaeren, a quien
visitaba dos veces por semana en Saint- Cloud, estaba protegido del peligro de
ir a parar, como la mayoría de extranjeros, al círculo de pintores y literatos
internacionales-expuesto a todas las inclemencias-que poblaban el Café du Dóme
y que, en el fondo, eran los mismos que en todas partes, en Munich, en Roma o
en Berlín. Con Verhaeren, en cambio, yo frecuentaba a los escritores que, en
medio de esta ciudad voluptuosa y apasionada, vivían sólo para su trabajo, cada
uno en su silencio creador como en una isla solitaria; aún pude visitar el
estudio de Renoir y a los mejores de sus discípulos. Externamente, las vidas de
estos impresionistas, cuyas obras hoy en día se pagan a miles de dólares, no se
distinguían en nada de las de los pequeños burgueses y rentistas; una casita
cualquiera, con un estudio anejo, sin nada de «escenificaciones», como las que
en Munich exhibían Lenbach y otras celebridades, con sus villas lujosas que
imitaban las pompeyanas. Con la misma sencillez que los pintores vivían los
poetas, con los cuales pronto intimé personalmente. En su mayoría, ocupaban un
pequeño cargo oficial que les exigía muy poco trabajo; la gran consideración
hacia la labor intelectual, que en Francia iba desde las posiciones inferiores
hasta las más altas, había generado desde mucho tiempo atrás el sabio método de
otorgar sinecuras discretas a poetas y escritores que no podían vivir de los
beneficios de su trabajo; por ejemplo, los nombraban bibliotecarios del
ministerio de Marina o del Senado. Esto les proporcionaba un pequeño sueldo y muy poco
trabajo, porque los senadores pocas veces pedían libros y así el afortunado poseedor
de semejante prebenda podía escribir versos con comodidad y tranquilidad
durante su jornada laboral en el elegante palacio del Senado y con los jardines
de Luxemburgo delante de la ventana, sin tener que pensar en los honorarios. Otros eran médicos, como más tarde Duhamel y Durtain,
o tenían una pequeña galería de arte, como Charles Vildrac, o eran profesores
de instituto, como Romains y Jean Richard Bloch, o trabajaban por horas en la
agencia Ha-vas, como Paul Valéry, o ayudaban en las editoriales. Pero ninguno de ellos tenía las pretensiones de sus
sucesores-echados a perder por el cine y las grandes tiradas de sus obras-de
fundamentar rápidamente su existencia soberana sobre la base de una primera
inclinación artística. Lo que los escritores querían de esas pequeñas
ocupaciones, elegidas sin ambición alguna, no era sino ese mínimo de seguridad
en la vida exterior que les garantizara la independencia necesaria para su obra
interior. Gracias a esa seguridad, podían prescindir de los grandes y corruptos
periódicos de París, escribir sin cobrar para sus pequeñas revistas, mantenidas
siempre a base de sacrificios personales, y tolerar tranquilamente que sus
obras se representasen sólo en pequeños teatros literarios y que al principio
su nombre fuera conocido sólo en algunos círculos reducidos; durante décadas,
sólo una minúscula élite tuvo conocimiento de Claudel, Péguy, Rolland, Suárez y
Valéry. Eran los únicos que, en medio de una ciudad apremiada y ajetreada, no
tenían prisa. Vivir y trabajar tranquilamente para un círculo tranquilo, lejos
de la foire sur la place, era más valioso para ellos que darse importancia y no
se avergonzaban de vivir como pequeños burgueses y con estrecheces a cambio de
poder pensar con libertad y audacia en el campo artístico. Sus mujeres
cocinaban y administraban la casa; las veladas entre camaradas transcurrían de
forma sencilla y, por lo tanto, mucho más cordial. Se sentaban en sillas
baratas de rejilla alrededor de una mesa cubierta de cualquier manera con un
mantel a cuadros: no era en absoluto un ambiente más distinguido que el del
mecánico del mismo rellano, pero uno se sentía allí libre y desenvuelto. No
tenían teléfono, ni máquina de escribir, ni secretaria, evitaban los aparatos
técnicos tanto como al aparato intelectual de la propaganda, escribían sus
libros a mano, como mil años atrás, y ni siquiera en las grandes editoriales,
como la del Mercure de France, había dictáfono ni otros ingenios sofisticados.
No se despilfarraba en nada de cara al exterior, por prestigio u ostentación;
todos esos jóvenes poetas franceses vivían como todo el mundo, por el placer de
vivir, aunque en su forma más sublime: el placer del trabajo creador. ¡Cómo
corrigieron estos nuevos amigos míos, con su pulcritud humana, la imagen que yo
tenía del poeta francés! ¡Cuán diferente era su modo de vivir del descrito por
Bourget y por los demás novelistas famosos de la época, que identificaban el
«salón» con el mundo! ¡Y cómo me aleccionaron sus mujeres sobre la imagen
criminalmente falsa de la mujer francesa que en nuestro país habíamos sacado de
los libros, la imagen de una mujer mundana, preocupada sólo por correr
aventuras, dilapidar y aparentar! Jamás he visto amas de casa mejores y más
reposadas que en aquel círculo fraternal, ahorradoras, modestas y alegres
incluso en las circunstancias más difíciles, haciendo milagros como por arte de
magia en un hornillo, cuidando de los hijos y, sin embargo, fielmente
vinculadas a la vida intelectual de sus maridos. Sólo quien ha vivido en esos
círculos como amigo, como compañero, conoce de veras la auténtica Francia. Lo que tenía de extraordinario Léon Bazalgette (ese
amigo de mis amigos, cuyo nombre ha sido injustamente olvidado en la mayoría de
trabajos sobre la nueva literatura francesa), lo que tenía de extraordinario,
digo, en medio de aquella generación de escritores era el hecho de que
utilizaba su fuerza creadora exclusivamente en favor de obras ajenas y así
reservaba toda su espléndida intensidad para las personas que amaba. En él,
«camarada» nato, he conocido en carne y huesos al tipo absoluto de persona que
se sacrifica, al verdadero abnegado, para quien la única misión en la vida
consiste en ayudar a conseguir que los valores esenciales de la época estén en
vigor y que ni siquiera se entrega al legítimo orgullo de ser ensalzado como su
descubridor o promotor. Su entusiasmo activo no era sino una función natural de
su conciencia moral. De aspecto un tanto militar, aunque ferviente
antimilitarista, tenía el trato cordial de un auténtico camarada. Siempre
dispuesto a ayudar y a aconsejar, honrado como pocos, puntual como un reloj, se
preocupaba por todo lo que afectaba a los demás, nunca por su beneficio
personal. Nada le importaban el tiempo y el dinero cuando se trataba de un
amigo, y tenía amigos por todo el mundo, un grupo de amigos pequeño, pero
selecto. Había empleado diez años en dar a conocer a los franceses a Walt
Whitman por medio de la traducción de todas sus poesías y de una biografía
monumental. Con este modelo de hombre libre y altruista, el objetivo de su vida
radicaba en dirigir la mirada interior de la nación más allá de las fronteras,
en hacer a sus compatriotas más viriles, más camaradas: siendo el mejor de los
franceses, era a la vez el antinacionalista más apasionado. Pronto nos hicimos amigos íntimos, casi hermanos,
porque ni él ni yo pensábamos como patriotas, porque a los dos nos gustaba
estar al servicio de las obras de los demás, con abnegación y sin pretender
extraer de ello un provecho material, y porque valorábamos la independencia del
espíritu como el primum et ultímum de la vida. Con él llegué a conocer por
primera vez la Francia «subterránea»; cuando más adelante leí en la novela de
Rolland cómo Olivier salía al encuentro del protagonista, el alemán Johann
Christroph, casi me pareció ver descrita ahí nuestra experiencia personal. Pero
lo más hermoso de nuestra amistad, lo que jamás olvidaré, es que constantemente
debía superar un punto delicado, cuya tenaz persistencia hubiera hecho
imposible, en circunstancias normales, una amistad sincera y cordial entre
escritores. El delicado punto en cuestión consistía en que Bazalgette, con su
extraordinaria honradez, rechazaba sin vacilar todo lo que yo escribía en
aquella época. Me apreciaba personalmente, tenía la mayor consideración hacia
mi dedicación a la obra de Verhaeren. Siempre que llegaba a París, me esperaba
fielmente en la estación y era el primero en saludarme; ahí donde podía
ayudarme, acudía con prontitud; coincidíamos en todas las cosas importantes de
un modo más que fraternal. Sin embargo, en cuanto a mis trabajos, emitía un no
firme y decidido. Conocía mi poesía y mi prosa en las traducciones de Henri
Guilbeaux (quien más adelante, durante la guerra mundial, habría de tener un
papel esencial como amigo de Lenin) y las rechazaba franca y severamente. Nada
de aquello tenía relación con la realidad-me reprochaba, implacable-, era
literatura esotérica (que él detestaba profundamente) y le disgustaba aún más
que fuera yo quien la escribiera. De una honestidad absoluta consigo mismo,
tampoco en este punto hacía concesiones, ni siquiera la de la cortesía. En una
ocasión, por ejemplo, cuando dirigía una revista, me pidió ayuda, esto es, que
le consiguiera colaboradores importantes de Alemania; así pues, colaboraciones
que fueran mejores que las mías; de mí, su amigo más íntimo, no quiso publicar,
obstinado, ni una sola línea, a pesar de que al mismo tiempo, por simple
amistad, consintió en revisar desinteresadamente y con espíritu de sacrificio
la traducción francesa de uno de mis libros para una editorial. El que nuestra
camaradería de hermanos no sufriera merma alguna durante diez años a causa de
esta circunstancia, me la hizo aún más querida. Y jamás me ha alegrado tanto un
aplauso como el de Bazalgette cuando, durante la guerra, tras anular yo mismo
todos mis escritos anteriores, alcancé finalmente una forma de expresión
personal. Pues sabía que su sí a mis nuevas obras era tan sincero como durante
diez años lo había sido su estricto no. Si escribo el querido nombre de Rainer Maria Rilke en
la página correspondiente a los días de París, a pesar de que era un poeta
alemán, es porque en París gocé de su compañía con más frecuencia e intensidad
y, como en los cuadros antiguos, veo su rostro recortado sobre el fondo de esta
ciudad, que él amaba como a ninguna otra. Cuando hoy lo recuerdo, y recuerdo
también a los demás maestros de la palabra, cincelado como en el ilustre arte
de la orfebrería, cuando recuerdo los venerados nombres que iluminaron mi
juventud como constelaciones inalcanzables, me asalta irresistible esta
melancólica pregunta: estos poetas puros, consagrados exclusivamente a la
creación lírica, ¿volverán a repetirse en nuestra actual época de turbulencia y
conmoción general? No lloro en ellos una generación perdida, una generación sin
sucesión directa en nuestros días, una generación de poetas que no codiciaban
nada de la vida exterior: ni el interés de las masas, ni distinciones, ni
honores, ni beneficios; que nada ambicionaban si no era enlazar estrofas una
tras otra, con la máxima perfección, en un esfuerzo callado y, sin embargo,
apasionado, cada verso impregnado de música, resplandeciente de colores,
ardiente de imágenes. Formaban un gremio, una orden casi monástica en medio de
nuestro mundo tumultuoso; para ellos, conscientemente alejados de lo cotidiano,
no había en el universo nada más importante que el sonido dulce y, sin embargo,
más duradero que el fragor de los tiempos, con que una rima, al encadenarse con
otra, liberaba una emoción indescriptible que era más silenciosa que el susurro
de una hoja llevada por el viento y que, en cambio, rozaba con sus vibraciones
las almas más lejanas. Pero ¡qué impresionante era para nosotros, los jóvenes,
la presencia de aquellos hombres fieles a sí mismos! ¡Qué ejemplares aquellos rigurosos
servidores y guardianes de la lengua, que consagraban su amor exclusivamente a
la palabra purificada, a la palabra válida no para la inmediatez del día y de
los periódicos, sino para lo perenne e imperecedero! Casi daba vergüenza
mirarlos, pues ¡cuán quieta era la vida que llevaban, cuán falta de
apariencias, cuán invisible! Uno, viviendo en el campo como un labriego; otro,
dedicado a un oficio humilde; el tercero, recorriendo el mundo como un
passionate pilgrim; y todos ellos, conocidos tan sólo por unas pocas personas,
pero tanto más queridos por ellas. Uno vivía en Alemania, otro en Francia y un
tercero en Italia, pero todos compartían una misma patria, porque sólo vivían
en la poesía, y así, evitando lo efímero con una estricta renuncia y creando
obras de arte, convertían en obra de arte su propia vida. Me parece
maravilloso-no puedo menos de repetirlo cada vez que lo recuerdo-que en nuestra
juventud hayamos tenido entre nosotros a semejantes poetas. Pero, también por
ello, no puedo dejar de preguntarme con cierta angustia secreta: en nuestros
tiempos, dentro de nuestras nuevas formas de vida, que, sanguinarias, sacan a
los hombres de toda concentración interior del mismo modo que un incendio
forestal expulsa a los animales de sus guaridas más ocultas, ¿podrán también
existir almas semejantes, consagradas plenamente al arte lírico? Sé muy bien
que en todo tiempo se produce el milagro del nacimiento de un poeta y que el
consuelo emocionado de Goethe, en su manía a Lord Byron, seguirá siendo una verdad
eterna: «Pues la Tierra los engendra de nuevo, como siempre los ha engendrado.»
Siempre surgirán de nuevo estos poetas en un feliz regreso, porque, a pesar de
todo, la inmortalidad concede de vez en cuando esa preciosa prenda incluso a la
época más indigna. ¿Y no es la nuestra una época que no permite al hombre más
puro, más aislado, quietud alguna, la quietud de la espera y la madurez, de la
reflexión y el recogimiento, como la que todavía fuera concedida a los de la
época más benigna y serena del mundo europeo de la preguerra? Ignoro hasta qué
punto tienen validez aún hoy día todos aquellos poetas, Valéry, Verhaeren,
Rilke, Pascoli y Francis Jammes, hasta qué punto son importantes para una
generación cuyo oído, en vez de escuchar su suave música, ha sido ensordecido
durante años y más años por el tableteo de la rueda del molino de la propaganda
y dos veces por el estruendo de los cañones. Tan sólo sé, y me creo en el deber
de manifestarlo agradecido, que la presencia de estos hombres consagrados a la
perfección en un mundo que ya empezaba a mecanizarse representó para nosotros
una gran lección y una felicidad inmensa. Y al repasar mi vida, no encuentro en
ella un bien más preciado que el de haber podido estar humanamente cerca de
muchos de ellos y, en algunos casos, haber podido unir mi admiración temprana a
una amistad duradera. De entre todos ellos, quizá ninguno vivió de un modo
más silencioso, enigmático e invisible que Rilke. Pero la suya no fue una
soledad pretendida, forzada o revestida de un aire sacerdotal como, por
ejemplo, la que Stefan George celebraba en Alemania; en cierto modo, se puede
decir que el silencio surgía a su alrededor, estuviera donde estuviera, fuera
adonde fuera. Puesto que evitaba el ruido e incluso la fama (esa «suma de todos
los malentendidos que se concentran alrededor de un nombre», como dijo él mismo
tan bellamente en una ocasión), la ola de vanidosa curiosidad que lo acometía
sólo salpicaba su nombre pero no a su persona. Rilke era un hombre muy poco
accesible. No tenía casa ni dirección donde poderlo visitar, ni hogar, ni
residencia fija, ni trabajo estable. Estaba siempre de camino por el mundo y
nadie, ni él mismo, sabía de antemano hacia dónde se dirigía. Para su alma
inmensamente sensible y susceptible a las presiones, el tomar cualquier
decisión, el tener que hacer planes o contestar una notificación era una carga
molesta. Por esta razón tropezar con él era siempre una pura casualidad. Uno se
hallaba en una galería italiana y sentía que le llegaba una sonrisa silenciosa,
amable, sin saber muy bien de quién emanaba. Sólo después reconocía sus ojos
azules que, cuando miraban, animaban con su luz interior los rasgos de aquel
rostro, de por sí poco llamativos. Y precisamente aquel pasar inadvertido era
el secreto más íntimo de su ser. Miles de personas pueden haber pasado al lado del
joven de bigote rubio, un poco melancólicamente caído, y de fisonomía no
destacable por ningún rasgo especial, algo eslava, sin imaginarse que era un
poeta y uno de los más grandes de nuestro siglo; su rasgo más singular no se
traslucía hasta que se entraba en un trato más íntimo con él: su carácter
reservado. Su forma de andar y de hablar era indescriptiblemente silenciosa.
Cuando entraba en una habitación donde había gente reunida, lo hacía con tanto
sigilo que casi nadie se daba cuenta. Luego permanecía sentado, escuchando en
silencio, levantando maquinalmente la frente en cuanto parecía interesarle algo
y, cuando se ponía a hablar, lo hacía siempre sin afectación y sin subrayar las
palabras. Contaba las cosas con naturalidad y sencillez, como cuenta una madre
un cuento a su hijo, y con el mismo cariño; era una delicia escucharlo, oír
cómo el tema más intrascendente en su boca cobraba plasticidad y significación.
Pero en cuanto notaba que se había convertido en el centro de atención de un
grupo mayor, se interrumpía y se retiraba de nuevo a su papel de oyente atento
y silencioso. Esta quietud se manifestaba en todos sus movimientos, en cada uno
de sus gestos; incluso cuando reía, lo hacía en un tono que simplemente
insinuaba la risa. La sordina era para él una necesidad y, por ello, nada le
molestaba tanto como el ruido y, en la esfera de los sentimientos, la
vehemencia. -Cómo me cansa esa gente que escupe sus sentimientos
como si fuera sangre-me dijo en cierta ocasión-. Por eso saboreo a los rusos
como un licor que se toma sólo a pequeñas dosis. Al igual que el comedimiento en la conducta, también
el orden, la limpieza y el silencio eran para él verdaderas necesidades
físicas; tener que viajar en un tranvía lleno a rebosar o estar en un local
ruidoso lo trastornaba durante horas. La vulgaridad se le antojaba insoportable
y, a pesar de vivir con estrecheces, su ropa siempre era el súmmum de la
pulcritud, el aseo y el buen gusto. Su indumentaria también era una obra del
arte de la discreción, estudiada y meditada, pero siempre provista de una
sencilla nota personal, un pequeño accesorio que le complacía en secreto, por
ejemplo un pequeño brazalete de plata en la muñeca. Y es que incluso en las
cosas más íntimas y personales su sentido estético buscaba la perfección y la
simetría. En una ocasión lo estuve observando en su casa mientras hacía las
maletas antes de un viaje (había rechazado mi ayuda, y con razón, porque soy un
incompetente para esas cosas). Era como hacer un mosaico: cada pieza, engastada
casi con ternura en un espacio cuidadosamente reservado; me habría parecido un
sacrilegio deshacer aquel conjunto floral con mi intervención. Y este elemental
sentido de la belleza lo acompañaba hasta en el detalle más insignificante; no
sólo escribía sus manuscritos con cuidada caligrafía de redondilla en papel de
la mejor calidad y mantenía las líneas paralelas entre sí, como trazadas con
regla, sino que también para las cartas menos importantes escogía un papel
selecto y su letra caligráfica, regular, pulcra y redonda casi llegaba hasta
los márgenes. Nunca, ni siquiera cuando la carta era urgente, jamás se permitió
tachar una palabra, sino que, cada vez que una frase o una expresión se le
antojaba poco afortunada, con toda su inmensa paciencia, volvía a escribir la
carta entera. De las manos de Rilke jamás salió una cosa que no fuera
absolutamente perfecta. Ese carácter a la vez mortecino y retraído cautivaba a
todos los que lo conocían íntimamente. Tan imposible era imaginarse a Rilke
arrebatado como que otra persona, en su presencia, no perdiera su tono chillón
y arrogante a causa de las vibraciones que emanaban del silencio del poeta.
Pues su actitud retraída vibraba con una fuerza moral que proseguía misteriosamente
su labor educadora. Tras una larga conversación con él, uno era incapaz de
cualquier vulgaridad durante horas e incluso días. Por otro lado, es verdad que
la temperancia constante de su carácter, ese «no querer entregarse nunca del
todo», de entrada ponía límites a una cordialidad más efusiva; creo que pocos
pueden jactarse de haber sido «amigos» de Rilke. En los seis volúmenes de cartas suyas que se han
publicado casi nunca aparece el tratamiento de amigo y parece que, desde sus
años escolares, no concedió a mucha gente el tú íntimo y fraternal. Su
extraordinaria sensibilidad no podía soportar que alguien o algo se le acercara
demasiado, y sobre todo lo marcadamente masculino le producía un auténtico
malestar físico. Le resultaba más fácil entablar una conversación con
las mujeres. Les escribía a menudo y de buen grado y se sentía mucho más libre
en presencia de ellas. Quizás era la ausencia de sonidos guturales en sus voces
lo que le aliviaba, porque sufría de veras con las voces desagradables. Aún lo
veo ante mí charlando con un gran aristócrata, completamente recluido en sí
mismo, con los hombros hundidos y sin siquiera levantar los ojos para que no
delataran hasta qué punto le hacía sufrir físicamente aquel molesto falsete. En
cambio, ¡qué agradable era su compañía cuando el trato era amistoso! Entonces,
a pesar de su parsimonia, se notaba su bondad interior, que irradiaba calor y
consuelo hasta lo más intimo del alma. La impresión de timidez y reserva que causaba Rilke
era mucho más evidente en París, esa ciudad que ensancha los corazones, quizá
porque allí todavía no se conocía su nombre y su obra y se sentía más libre en
el anonimato. Allí lo visité dos veces, cada una en una habitación alquilada
distinta. Ambas eran sencillas y sin adornos y, sin embargo, no tardaban en
adquirir estilo y quietud gracias al sentido estético que prevalecía en el que
las ocupaba. Las habitaciones nunca podían hallarse en grandes
casas de pisos con vecinos ruidosos; él prefería edificios antiguos, aun cuando
fueran más incómodos, donde pudiera encontrarse a sus anchas, y, con su
capacidad de organización, en seguida sabía disponer del espacio interior,
fuera donde fuera, del modo más práctico y apropiado para su carácter. Siempre
tenía pocas cosas a su alrededor, pero nunca podían faltar flores en un jarrón
o en una taza, quizá regalo de algunas mujeres, quizá traídas por él mismo a
casa: un tierno detalle. Siempre lucían libros en la pared, bellamente
encuadernados o cuidadosamente forrados con papel, porque los amaba como a
animales mudos. En el escritorio había plumas y lápices colocados en línea
recta y hojas de papel en blanco formando un rectángulo perfecto; un icono ruso
y un crucifijo católico que, según creo, lo habían acompañado en todos sus
viajes, daban al estudio un carácter ligeramente religioso, a pesar de que su
religiosidad no estaba vinculada a ningún dogma concreto. Se notaba que había
elegido escrupulosamente todos aquellos detalles y que los conservaba con
cariño. Cuando le prestaban un libro que no conocía, lo devolvía envuelto en
papel de seda, sin una sola arruga y atado con cinta de color como un regalo
suntuoso; todavía recuerdo la ocasión en que me trajo a casa, como un
espléndido regalo, el manuscrito de Canción de amor y de muerte del corneta
Cristóbal Rílke, y conservo aún la cinta con la que iba atado el paquete. Pero
lo mejor de todo era pasear con Rilke por París, porque aquello significaba
encontrar un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas, se
diría, con ojos iluminados; reparaba en cualquier pequeñez y hasta le gustaba
pronunciar en voz alta los rótulos, cuando le parecía que tenían un sonido
rítmico; conocer la ciudad única de París, con todos sus rincones y recovecos,
era su pasión, la única que le conocí. En una ocasión en que nos encontramos en
casa de unos amigos comunes, le conté que el día anterior me había acercado por
casualidad a la vieja Barriere, donde, en el cementerio de Picpus, estaban
enterradas las últimas víctimas de la guillotina, entre ellas André Chenier; le
describí aquel pequeño prado conmovedor, con sus tumbas desperdigadas, que rara
vez acoge a visitantes extranjeros y cómo, de regreso, vi en una calle, a
través de una puerta abierta, un convento con una especie de beguinas que en
silencio, sin decir palabra, con el rosario en la mano, caminaban en círculo,
como en un sueño piadoso. Fue una de las pocas veces en que vi casi impaciente
a ese hombre tan sosegado y tan dueño de sí mismo; era imperioso que viera la
tumba de André Chenier y el convento. Me pidió que lo condujera al lugar.
Fuimos al día siguiente. Permaneció en una especie de silencio extático ante el
cementerio solitario y afirmó que era «el más lírico de París». Pero, a la
vuelta, resultó que la puerta del convento estaba cerrada. Así pude ver puesta
a prueba su paciencia serena, que dominaba su vida tanto como su obra. -Esperemos el azar-dijo. Y, con la cabeza ligeramente agachada, se situó de
modo que pudiera ver a través de la puerta, si ésta se abría. Esperamos unos
veinte minutos. Luego, una religiosa que venía por la calle se acercó e hizo
sonar la campanilla. -Ahora-susurró Rilke, en voz muy baja y con agitación. Pero la monja, que se había dado cuenta de su acecho
silencioso (he dicho antes que se notaba de lejos la atmósfera que creaba a su
alrededor), se le acercó y le preguntó si esperaba a alguien. Él le sonrió de
esa manera tierna que en seguida creaba confianza y le dijo con toda franqueza
que le gustaría mucho ver el claustro. La monja le devolvió la sonrisa y le
contestó que lo lamentaba, pero que no podía dejarle entrar. De todos modos, le
aconsejó que fuera a la casita del jardinero, al lado, donde podría contemplar,
desde la ventana del piso superior, una vista magnífica. Y así, también aquello
le fue dado, como tantas otras cosas. Nuestros caminos se cruzaron todavía varias veces,
pero siempre que pienso en Rilke lo veo en París, en esa ciudad cuya hora más
triste él se libró de vivir. Para un principiante como yo, las personas de esa
especie tan rara eran de gran provecho, pero todavía tenía que recibir la
lección decisiva, la que me valdría para toda la vida. Fue un regalo del azar.
En casa de Verhaeren nos habíamos enfrascado en una discusión con un
historiador del arte que se lamentaba de que la gran época de la escultura y la
pintura ya había pasado. Yo le contradije con vehemencia. ¿Acaso no contábamos
todavía entre nosotros con Rodin, un creador de no menos valor que los grandes
del pasado? Empecé a enumerar sus obras y, como con casi siempre que uno lucha
contra una oposición, lo hice con una fogosidad casi encolerizada. Verhaeren
sonreía disimuladamente. -Alguien que tanto ama a Rodin, debería conocerlo-dijo
finalmente-. Mañana voy a su estudio. Si te apetece, vienes conmigo. ¿Que si me apetecía? No pude dormir de alegría. Pero
en casa de Rodin me quedé cohibido. No pude dirigirle la palabra ni una sola
vez y permanecí entre las estatuas como una de ellas. Curiosamente, este
desconcierto mío pareció complacerlo, pues al despedirnos el anciano me
preguntó si quería ver su verdadero estudio, en Meudon, e incluso me invitó a
comer. Había recibido la primera lección: los grandes hombres son siempre los
más amables. La segunda me enseñó que casi siempre son los que
viven de la forma más sencilla. En casa de este hombre, cuya fama llenaba el
mundo y cuyas obras conocía nuestra generación línea por línea como se conoce a
los amigos más íntimos, se comía con la misma simplicidad que en la de un
campesino medio: un buen y sustancioso pedazo de carne, unas cuantas aceitunas y
fruta en abundancia, y todo ello acompañado de un vigoroso vino de la tierra.
Esto me infundió tantos ánimos que, al final, acabé hablando de nuevo con
desenvoltura, como si aquel anciano y su esposa fueran íntimos amigos míos
desde hacía años. Después de comer pasamos al estudio. Era una sala
enorme que reunía copias de sus obras más importantes, pero en medio había
centenares de preciosos estudios de detalle: una mano, un brazo, una crin de
caballo, una oreja de mujer; la mayoría sólo en yeso. Todavía hoy recuerdo con
precisión muchos de aquellos esbozos, que Rodin había plasmado como meros
ejercicios, y podría hablar de ellos durante horas. Finalmente, el maestro me
condujo a un pedestal cubierto por unos trapos humedecidos que escondían su
última obra, un retrato de mujer. Con sus pesadas y arrugadas manos de labriego
retiró los trapos y retrocedió unos pasos. Sin querer, se escapó de mi pecho
oprimido un grito de «admirable» y al acto me arrepentí de una reacción tan
banal. Pero él, con una objetividad tranquila en la que no habría sido posible
descubrir ni un asomo de vanidad, contemplando su obra, dijo en voz baja a modo
de aprobación: -N'est-cepas?-luego dudó-. Sólo aquí, en el hombro... ¡Un
momento! Se quitó el batín, lo echó al suelo, se puso la bata blanca, cogió una
espátula y con trazo magistral alisó la blanda piel femenina del hombro, que
respiraba como si estuviera viva. Luego retrocedió de nuevo unos pasos. -Y aquí también-murmuró. Y de nuevo realzó el efecto con un detalle minúsculo.
Ya no dijo nada más. Avanzaba y retrocedía, contemplaba la figura en un espejo,
murmuraba emitiendo ruidos incomprensibles, cambiaba y corregía. Sus ojos,
divertidos y amables durante el almuerzo, ahora se contraían convulsivamente y
despedían destellos extraños; parecía más alto y más joven. Trabajaba y
trabajaba, trabajaba con toda la fuerza y la pasión de su enorme y robusto
cuerpo; cada vez que avanzaba y retrocedía, crujían los maderos del piso. Pero
él no los oía. No se daba cuenta de que detrás de él estaba un joven
silencioso, con el corazón encogido y un nudo en la garganta, feliz de poder
observar en pleno trabajo a un maestro único como él. Se había olvidado
completamente de mí. Para él yo no existía. Sólo existía la escultura, la obra
y, más allá de ella, la visión de la perfección absoluta. Transcurrió un
cuarto de hora, media hora, no sé cuánto rato. Los grandes momentos se hallan
siempre más allá del tiempo. Rodin estaba tan absorto, tan sumido en el
trabajo, que ni siquiera un trueno lo habría despertado. Sus movimientos eran
cada vez más vehementes, casi furiosos; una especie de ferocidad o embriaguez
se había apoderado de él, trabajaba cada vez más y más deprisa. Luego sus manos
se volvieron más vacilantes. Parecía como si se hubieran dado cuenta de que ya
no tenían nada más que hacer. Una, dos, tres veces retrocedió sin haber
cambiado nada. Después masculló algo entre dientes y colocó de nuevo los trapos
alrededor de la figura con la misma ternura con que un hombre cubre con un chal
los hombros de su amada. Suspiró profunda y relajadamente. Su cuerpo parecía de
nuevo más pesado. El fuego se había consumido. Y a continuación sucedió algo
para mí incomprensible, la lección magistral: se quitó la bata, se puso el
batín y se dio la vuelta para salir. Se había olvidado de mí por completo en
aquellos momentos de máxima concentración. No se acordaba de que un joven al
que él mismo había invitado al estudio para mostrarle sus obras había
permanecido todo el tiempo detrás de él, desconcertado, sin aliento e inmóvil
como una de sus estatuas. Se dirigió hacia la puerta. Cuando iba a cerrarla, me
descubrió y, casi enojado, fijó en mí sus ojos: ¿quién era aquel joven
desconocido que se había entrometido en su estudio? Pero se acordó en seguida y
se me acercó casi avergonzado. -Pardon, monsíeur-empezó a decir. Pero no lo dejé continuar. Me limité a estrecharle la
mano como muestra de agradecimiento; hubiera preferido besársela. En aquella
hora había visto revelarse el eterno secreto de todo arte grandioso y, en el fondo,
de toda obra humana: la concentración, el acopio de todas las fuerzas, de todos
los sentidos, el éxtasis, el transporte fuera del mundo de todo artista. Había
aprendido algo para toda la vida. Había decidido trasladarme de París a Londres a
finales de mayo. Pero me vi obligado a aplazar el viaje quince días, porque una
circunstancia imprevista había hecho incómodo mi encantador alojamiento. Fue a
causa de un episodio curioso que me divirtió y, al mismo tiempo, me permitió
formarme una idea bastante instructiva de la forma de pensar en distintos
ambientes franceses. Me había ausentado de París durante los dos días de la
fiesta de Pentecostés para ir con unos amigos a admirar la magnífica catedral
de Chartres. A mi regreso, el martes por la mañana, cuando entré en mi
habitación de hotel para cambiarme de ropa, no encontré la maleta, la cual
había permanecido todos aquellos meses muy tranquila en un rincón. Bajé para
hablar con el dueño del pequeño hotel, que alternaba con su mujer el trabajo en
la minúscula portería; era un marsellés bajito, rechoncho y mofletudo con el
cual yo solía bromear e incluso jugaba al chaquete, su juego predilecto, en el
café de enfrente. La noticia lo inquietó terriblemente y, muy irritado, pegó un
puñetazo en la mesa mientras soltaba un enigmático: «Vaya, ¡conque ésas
tenemos!» Y mientras se apresuraba a ponerse la chaqueta-como de costumbre, iba
en mangas de camisa-y a cambiarse las cómodas zapatillas por los zapatos, me
expuso la situación. Pero quizá fuera conveniente recordar primero una
peculiaridad de las casas y los hoteles de París para poder hacerse cargo
cabalmente del estado de cosas. En París, los pequeños hoteles y la mayoría de
casas particulares no tienen llave de la puerta de la calle, sino que la abre
automáticamente desde la portería el concíerge, el portero, cuando alguien
llama desde fuera. Ahora bien, en los pequeños hoteles y en las casas, el dueño
o el portero no se queda toda la noche en la portería, sino que abre la puerta
desde el dormitorio apretando un botón (normalmente medio dormido); para salir,
hay que gritar le cordon, s'íl vous plaít y, para entrar, uno tiene que decir
su nombre, de manera que, en teoría, ningún extraño puede colarse en las casas
de noche. He aquí, pues, que a las dos de la madrugada alguien había tocado la
campanilla de mi hotel y, una vez dentro, había dicho un nombre que se parecía
al de un cliente del hotel y había cogido una llave de las que todavía colgaban
en la portería. En realidad, la obligación del cancerbero hubiera sido
verificar la identidad del trasnochador a través del cristal, pero
evidentemente estaba demasiado dormido. Cuando, al cabo de una hora, alguien
gritó desde dentro Cordon, s'íl vous plaít para salir a la calle, El hombre le
extrañó-pero ya después de abrir la puerta--que alguien saliera a las dos de la
madrugada. Se levantó y, escrutando la calle arriba y abajo, comprobó que
alguien había salido con una maleta y, en bata y zapatillas, se puso a seguir
al sospechoso. Sin embargo, en cuanto vio que doblaba la esquina y se dirigía a
un pequeño hotel de la Rue des Petíts Champs, ya no pensó que el hombre fuera
un ladrón o un desvalijador y volvió a meterse tranquilamente en la cama. Alterado como estaba por la equivocación, me llevó
consigo a la comisaría de policía más cercana. La policía en seguida se puso a
indagar en el hotelito de la Rue des Petits Champs y comprobó que la maleta
efectivamente estaba allí, pero el ladrón no; tal vez había salido a tomar un
café en un bar del barrio. Dos detectives se apostaron en la portería del hotel
para esperar al bribón; cuando, al cabo de media hora, éste regresó
cándidamente, lo detuvieron en el acto. Luego, el hotelero y yo tuvimos que volver a la
comisaría para asistir al acto oficial. Nos mandaron entrar en el despacho del subprefecto, un
hombre desmesuradamente gordo, bigotudo y de trato agradable, que, con la
chaqueta desabrochada, estaba sentado detrás de un escritorio de lo más
desordenado, repleto de papeles. Todo el despacho olía a tabaco, y una enorme
botella de vino encima de la mesa indicaba que aquel hombre no era en absoluto
uno de los crueles y hostiles servidores de la Santa Hermandad. Ante todo dio
la orden de que trajeran la maleta; yo debía comprobar si faltaba algo
importante. El único objeto aparentemente de valor era una carta de crédito de
dos mil francos, ya un poco raída después de unos meses de estancia en París,
pero, por razones obvias, esa carta no tenía utilidad más que para mí y, de
hecho, seguía intacta en el fondo de la maleta. Una vez concluido el atestado,
según el cual yo reconocía que la maleta era de mi propiedad y que no habían
robado nada de su contenido, el subprefecto mandó llamar al ladrón, a quien yo
deseaba ver con no poca curiosidad. Y valió la pena. Apareció un pobre diablo entre dos
corpulentos sargentos que todavía hacían destacar más grotescamente su endeble
delgadez: desharrapado, sin cuello, con un bigotito caído y un rostro de rata
triste, visiblemente medio muerto de hambre. Era, si se me permite, un mal
ladrón, como lo había demostrado con su técnica chapucera, puesto que no había
huido inmediatamente del hotel con la maleta. Estaba de pie ante el fornido
policía, con la cabeza gacha, temblando ligeramente como si tuviera frío; y
para mi vergüenza tengo que confesar que incluso sentí una cierta simpatía por
él. Además, este interés compasivo aumentó cuando un policía puso sobre una
mesa grande, ceremoniosamente ordenados, todos los objetos que le habían
encontrado durante el registro. Era difícil imaginarse una colección más
extraña: un pañuelo de lo más sucio y astroso, una docena de ganzúas y llaves
falsas de todos los tamaños que tintineaban en un llavero, y una cartera
gastada y raída, pero por fortuna ni una sola arma, cosa que por lo menos
demostraba que el ladrón ejercía su oficio sin pericia, pero también sin
violencia. Primero examinaron la cartera ante todos nosotros. El
resultado fue sorprendente. No porque contuviera billetes de mil o cien
francos, ni siquiera uno solo, sino ni más ni menos que veintisiete fotografías
de famosas bailarinas y actrices muy escotadas, así como tres o cuatrro
fotografías de desnudos, todo lo cual no puso de manifiesto otro delito que el
de que aquel mozo delgado y tristón era un amante apasionado de la belleza y
quería que las estrellas del mundo teatral de París, inasequibles para él,
descansaran cerca de su corazón, cuando menos en fotografía. A pesar de que el
subprefecto examinó con mirada severa una por una las fotos de mujeres
desnudas, no se me escapó que ese extraño gusto de coleccionista en un
delincuente de semejante categoría lo divertía tanto como a mí. Y es que mi
simpatía por aquel pobre ladrón había aumentado aún más gracias a su
inclinación por la belleza y la estética, y cuando el funcionario, tomando
solemnemente la pluma, me preguntó si quería porter plaínte, esto es, presentar
una demanda contra el delincuente, por supuesto contesté con un «no» rotundo. Llegados a este punto, quizá fuera conveniente abrir
otro paréntesis para comprender mejor la situación. Mientras que en nuestro
país, y en muchos otros, la acusación, en el caso de un delito, se efectúa ex
officio, es decir, el Estado soberano toma la justicia en sus manos, en Francia
el presentar cargos o no se deja al buen criterio del individuo perjudicado. Personalmente, este concepto de justicia me parece más
acertado que el llamado derecho rígido, porque ofrece la posibilidad de
perdonarle a otro el mal que ha causado, mientras que, por ejemplo en Alemania,
si una mujer hiere de un disparo a su amante en un ataque de celos, ni todos
los ruegos y súplicas de la víctima pueden salvarla de la condena. El Estado
interviene, separa por la fuerza a la mujer del hombre, quien, emocionado,
quizás ahora la ame más a causa de su arrebato de pasión, y la arroja a la
prisión, mientras que en Francia, una vez concedido el perdón, los dos pueden
regresar a casa cogidos del brazo y considerar resuelta la cuestión entre
ellos. Apenas había pronunciado yo mi «No» decisivo, se
produjo un incidente triple. El hombre delgado se levantó de un salto entre los
dos policías y me dedicó una mirada llena de indescriptible gratitud, que jamás
olvidaré. El subprefecto dejó la pluma encima de la mesa, satisfecho; a él
también le resultó grata, claro está, mi negativa a procesar al ladrón, pues así
se ahorraba más papeleo. Pero el dueño de mi hotel no compartía mi opinión. Se
puso rojo como un tomate y me chilló de mala manera diciendo que yo no tenía
derecho a hacerlo, que era preciso acabar con aquella gentuza, cette ver-míne,
que yo no tenía idea del daño que causaba esa clase de gente; las personas
honradas tenían que andar con cuidado noche y día para protegerse de aquellos
canallas y, si soltaban a uno, era como si alentaran a otros cien. Fue una explosión de honradez y probidad, y a la vez de
mezquindad, de un pequeño burgués al que le habían alterado el buen
funcionamiento del negocio; en consideración a las molestias que le había
causado el asunto, me exigió, casi con grosería y amenazas, que revocara mi
perdón. Pero yo me mantuve firme en mi decisión. Le dije en un tono resuelto
que había recuperado mi maleta y que, por lo tanto, no tenía que lamentar
ningún daño y daba el caso por cerrado; que en toda mi vida no había presentado
demanda contra nadie y que para almorzar me comería un bistec muy grande más a
gusto sabiendo que nadie tendría que comerse, por mi culpa, el rancho de la
prisión. Mi hotelero replicaba cada vez más enfadado y, cuando el funcionario
le explicó que no era él sino yo quien tenía que decidirlo y que mi negativa
había cerrado el caso, se volvió bruscamente y salió de la sala echando pestes
y dando un portazo. Sonriendo ante el berrinche del hotelero, el sub-prefecto
se levantó y me tendió la mano en un gesto de tácito acuerdo. Así terminó la
actuación oficial. Yo iba a coger la maleta para llevármela a casa cuando
ocurrió algo singular: el ladrón se me acercó presuroso y con actitud humilde. -Oh non, monsíeur-dijo-. Yo se la llevaré a casa. Y
así, seguido por el ladrón con la maleta, desanduve las cuatro calles hasta el
hotel. He aquí, pues, que un asunto que había empezado de
modo enojoso parecía haber terminado de la forma más alegre y satisfactoria.
Pero, en rápida sucesión, originó dos epílogos a los que debo una contribución
muy instructiva a mi conocimiento de la psicología francesa. Al día siguiente,
cuando fui a ver a Verhaeren, éste me saludó con una sonrisa maliciosa. -Te ocurren unas aventuras muy extrañas aquí en
París-dijo burlón-. Para empezar, no sabía que fueras tan rico. En un primer momento no entendí a qué se refería. Me
pasó el periódico, que, mira por dónde, publicaba una relación larguísima del
incidente del día anterior, sólo que apenas pude reconocer los auténticos
hechos en aquella prosa romántica. Con un excelente arte periodístico, se
describía que en un hotel del centro de la ciudad un distinguido forastero (me
habían convertido en distinguido para hacerlo más interesante) había sido
víctima del robo de una maleta que contenía una serie de objetos de gran valor,
entre ellos una carta de crédito de veinte mil francos (los dos mil se habían
multiplicado de la noche a la mañana), así como otros objetos insustituibles
(que en realidad consistían exclusivamente en camisas y corbatas). Al principio parecía imposible hallar pista alguna
porque el ladrón había cometido el robo con un refinamiento increíble y, según
todos los indicios, con un conocimiento exactísimo del lugar. Pero el
souspréfet des arrondíssements, el señor «tal», con su «conocida energía» y
grande perspícacíté, había tomado de inmediato las medidas oportunas. Siguiendo
sus instrucciones dictadas por teléfono, en menos de una hora se habían
registrado a fondo todos los hoteles y pensiones de París, y tales medidas,
ejecutadas con la precisión habitual, habían conducido a la detención del malhechor
en un tiempo brevísimo. Sin tardanza, el jefe superior de la policía había
dedicado especiales palabras de elogio al excelente funcionario por esta
admirable acción, ya que gracias a su energía y gran visión había dado una vez
más un ejemplo brillante de la modélica organización de la policía parisiense. La noticia no contenía, huelga decirlo, ni pizca de
verdad; el excelente funcionario no había tenido que moverse ni un minuto de su
escritorio, nosotros le habíamos llevado a casa al ladrón y la maleta. Pero el
hombre había aprovechado la ocasión para sacar de ella un buen rendimiento
publicitario personal. Si el episodio tuvo un final feliz tanto para el
ladrón como para la policía, no lo tuvo para mí, pues a partir de aquel momento
mi hotelero, antes tan jovial, hizo todo lo posible para impedir que me quedara
más tiempo en su hotel. Cuando yo bajaba las escaleras y saludaba cortésmente a
su mujer en la portería, ella no me contestaba y, ofendida, volvía a un lado su
honrada cabeza burguesa; el criado ya no me arreglaba la habitación, las cartas
se perdían misteriosamente; incluso en las tiendas del vecindario y en el
bureau de tabac, donde antes me saludaban como a un verdadero copaín debido a
mi gran consumo de tabaco, me encontré de repente con caras glaciales. La moral
pequeño burguesa, no sólo del hotel, sino también de toda la calle y del barrio
entero, se sintió ofendida y cerró filas contra mí por haber «ayudado» al
ladrón. Finalmente, no tuve más remedio que mudarme y, con la maleta recuperada,
abandoné aquel cómodo hotel, tan ignominiosamente como si hubiera sido yo el
malhechor. Después de París, Londres me dio la impresión de
entrar de repente en la sombra tras un día de calor abrasador: en el primer
momento se siente cómo un escalofrío involuntario recorre todo el cuerpo, pero
luego los ojos y los sentidos no tardan en aclimatarse. De antemano me había
impuesto a mí mismo, como un deber, estar en Londres entre dos y tres meses,
porque ¿cómo conocer nuestro mundo y evaluar sus fuerzas sin conocer el país
que, desde hace siglos, ha tenido a ese mundo bajo su férula? También confiaba
en poder pulir mi inglés oxidado (el cual, dicho sea de paso, nunca fue
demasiado fluido) aplicándome en la conversación y frecuentando la sociedad.
Por desgracia no fue así: como todos los continentales, había tenido poco
contacto literario con el otro lado del Canal y lamento decir que me sentía
incompetente en medio de tertulias que versaban sobre temas como la corte, las
carreras de caballos y los parties, conversaciones de breakfast y los small
talles que se repetían en nuestra pequeña pensión. Cuando se discutía de
política, yo no podía seguir la conversación, porque hablaban de un tal Joe y
yo no sabía que se referían a Chamberlain, e igualmente llamaban por el nombre
de pila a todos los sírs; por otro lado, ante el cockney de los cocheros me
sentía como si llevara tapones en los oídos. De manera, pues, que no progresé
tan deprisa como esperaba. Intenté aprender un poquitín de buena dicción de los
predicadores en las iglesias, dos o tres veces fui a curiosear por el palacio
de justicia durante los juicios, fui al teatro para oír buen inglés, pero me
las vi y me las deseé para encontrar lo que en París me salía al paso a
raudales: vida social, compañerismo y alegría. No encontré a nadie con quien
hablar de temas que para mí eran los más importantes; por otra parte, yo debía
de parecer a los ingleses, incluso a los más indulgentes, un individuo más bien
inculto y soso dada mi indiferencia infinita por el deporte, el juego, la
política y todo aquello con que ellos se entretenían. En ninguna parte conseguí
adaptarme en cuerpo y alma a un ambiente, a un círculo; de modo, pues, que en
realidad pasé las nueve décimas partes de mi estancia en Londres trabajando en
mi habitación o en el Museo Británico. Huelga decir que al principio lo intenté de veras:
paseando. En los primeros ocho días recorrí Londres hasta quemarme las suelas
de los zapatos. Con un sentido del deber propio de un estudiante, visité todas
las curiosidades reseñadas en la guía turística, desde el museo de Madame
Tussaud hasta el Parlamento; aprendí a beber ale, sustituí los cigarrillos
parisienses por la habitual pipa del país y me esforcé por adaptarme a otros
cien detalles más. Pero no llegué a establecer ningún contacto, ni literario ni
social, y quien ve Inglaterra desde Fuera, pasa por alto lo esencial... como
pasa por alto las empresas millonarias de la City, de las que, desde fuera,
sólo ve el estereotipado y lustroso letrero de la-ton. Admitido en un club, no
sabía qué hacer allí; la sola visión de los hundidos sillones de cuero me
incitaba, como toda su atmósfera, a una especie de sopor intelectual, pues no
me había concentrado en ninguna actividad ni deporte merecedores de tan sabio
reposo. Y es que la ciudad eliminaba tenazmente al ocioso, al mero espectador,
como a un cuerpo extraño, a menos que tuviera millones y supiera elevar el ocio
a la categoría de arte social, mientras que París lo acogía en su cálido
engranaje y lo hacía rodar alegremente con todos los demás. Reconocí mi error
demasiado tarde: debí haber pasado esos dos meses de Londres dedicado a alguna
forma de actividad: como meritorio en una tienda o como secretario de un
periódico; así, hubiera penetrado en la vida inglesa, aunque sólo fuese unos
centímetros. Como simple espectador, desde fuera conocí muy poco y hasta muchos
años más tarde, durante la guerra, no llegué a hacerme una idea de la auténtica
Inglaterra. De los escritores ingleses sólo vi a Arthur Symons,
quien, por su parte, me procuró una invitación a casa de W. B. Yeats, de cuyas
poesías yo estaba enamorado y de quien traduje, por puro placer, una parte de
su sensible drama The Shadowy Waters. No sabía que se trataba de una velada de
lectura; los invitados se reducían a un pequeño círculo de escogidos; estábamos
sentados, muy apretados, en una habitación poco espaciosa, algunos en
taburetes, otros incluso en el suelo. Tras encender dos cirios de altar gruesos
y muy altos al lado de un pupitre negro, o revestido de negro, Yeats finalmente
comenzó la lectura. Se apagaron todas las demás luces de la habitación, de modo
que su cabeza enérgica, de rizos negros, se destacaba intensamente a la luz de
los cirios. Leía despacio, con una voz oscura y melodiosa, sin caer en ningún
momento en un tono declamatorio, dando a cada verso su peso metálico completo.
Era bello. Era realmente majestuoso. Lo único que me sobraba allí era el
preciosismo de la escenificación, la vestidura negra, parecida a un hábito, que
confería a Yeats un aire sacerdotal, y el lento consumirse de los cirios, que
exhalaban, me pareció, un suave olor aromático; de este modo, el placer
literario-que, por otro lado, me ofreció una sensación nueva-se convirtió más
en una celebración ritual que en una lectura espontánea. Y, sin querer, recordé
cómo leía sus poesías Verhaeren en comparación con Yeats: en mangas de camisa,
para poder marcar mejor el ritmo con sus brazos nervudos, sin pompa ni teatro;
o cómo, ocasionalmente, recitaba Rilke unos cuantos versos de un libro: con sencillez
y claridad, poniéndose quietamente al servicio de la palabra. Fue la primera
lectura poética «escenificada» a la que había asistido jamás y si, a pesar de
mi amor por su obra, me resistí, un poco desconfiado, a aquella ceremonia de
culto, no por ello dejó Yeats de contar en aquella ocasión con un invitado
agradecido. Con todo, el verdadero descubrimiento de un poeta en
Londres no fue el de un artista vivo, sino de uno bastante olvidado todavía
hoy: William Blake, ese genio solitario y problemático que aún sigue
fascinándome con su mezcla de torpeza y sublime perfección. Un amigo me había
aconsejado que me hiciera mostrar en el printroom del Museo Británico
(administrado en aquel entonces por Lawrence Binyon) los libros con
ilustraciones en color Europa, América, El libro de Job, en la actualidad
rarísimas obras de anticuario, y realmente me fascinaron. Por primera vez vi en
ellos una de esas naturalezas mágicas que, sin conocer muy bien su camino, son
llevadas a t rayes de todos los desiertos de la fantasía como por alas de
ángeles; durante días y semanas traté de ahondar en el laberinto de esta alma
ingenua y a la vez demoníaca y traducir al alemán algunas de sus poesías.
Poseer una página suya se convirtió casi en una fiebre, aunque de momento parecía
una posibilidad casi sólo de ensueño. Pero he aquí que un día mi amigo Archibald G. B.
Russell, ya por entonces el mejor experto en Blake, me contó que en la
exposición que preparaba estaba a la venta uno de sus visíonary portraits, el
Rey Juan, en su opinión (y en la mía) el mejor dibujo a lápiz del maestro. -Nunca se cansará de contemplarlo-me prometió. Y tenía razón. De todos mis libros y cuadros, sólo esa
lámina me ha acompañado durante más de treinta años, y ¡cuántas veces la mirada
mágicamente iluminada de este rey loco me ha contemplado a mí desde la pared!
De todos mis bienes perdidos y lejanos, es éste el dibujo que más echo de menos
en mi peregrinación. El genio de Inglaterra, que me afanaba en descubrir por
calles y ciudades, se me manifestó de repente en la figura verdaderamente
astral de Blake. Y otro nuevo amor se añadió a mi gran amor por el mundo. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO VI STEFAN ZWEIG RODEOS EN EL CAMINO HACIA MÍ MISMO París, Inglaterra, Italia, España, Bélgica, Holanda:
esa vida errante de gitano y presidida por la curiosidad había sido agradable
de por sí y, en muchos aspectos, provechosa. Pero, a la postre, uno necesita un
punto estable de donde partir y a donde volver; nunca lo he sabido tan bien
como hoy, cuando ya no deambulo por el mundo por propia voluntad sino porque me
persiguen. Durante los años posteriores a la escuela se me había ido acumulando
una pequeña biblioteca: libros, cuadros y recuerdos; los manuscritos empezaban
a apilarse en voluminosos paquetes y a la larga se me hizo imposible ir por el
mundo arrastrando constantemente las maletas llenas de aquella bienamada carga.
De modo, pues, que alquilé una pequeña habitación en Viena, pero no con la
intención de convertirla en un domicilio permanente, sino sólo en un
píed-á-terre, como, tan gráficamente, lo llaman los franceses. Y es que el
sentimiento de provisionalidad presidió misteriosamente mi vida hasta la Guerra
Mundial. En cuanto empezaba algo, me convencía a mí mismo de que no era lo
auténtico, lo acertado, y eso tanto respecto a mis trabajos, que consideraba
simples ensayos de lo real, como a las mujeres con las que tenía amistad. Así
daba a mi juventud la impresión de que todavía no estaba del todo comprometida
y, a la vez, también me otorgaba el díletto de probar, ensayar y saborear libre
de preocupaciones. Llegado a la edad en que otros ya llevaban mucho tiempo
casados, tenían hijos, ocupaban posiciones importantes y, haciendo acopio de
todas sus energías, tenían que sacar el máximo provecho de sí mismos, yo seguía
considerándome joven, principiante, aprendiz, un hombre que disponía de todo el
tiempo del mundo y que vacilaba ante la idea de atarse a algo definitivo en uno
u otro sentido. Y así, del mismo modo que veía mi trabajo como una labor previa
a la «auténtica», una tarjeta de visita que simplemente anunciaba mi existencia
en la literatura, tampoco mi domicilio debía ser, de momento, mucho más que una
dirección. Lo compré pequeño a propósito, y en un suburbio, por no gravar mi
libertad con grandes gastos. No compré muebles especialmente buenos, pues no
quería tener que «cuidarlos», como había visto hacer en casa de mis padres,
donde todos los sillones tenían sus fundas, que sólo se quitaban cuando
teníamos visitas. Con una elección consciente, quería evitar fijar mi
residencia en Viena y así atarme sentimentalmente a un sitio determinado.
Durante años me pareció errónea esa manera de educarme para la provisionalidad,
pero más adelante, puesto que cada vez que me construía un hogar me obligaban a
abandonarlo y veía desintegrarse todo lo creado a mi alrededor, esa misteriosa
sensación de vivir sin atarse a nada me resultó muy útil. Aprendida muy
temprano, me hizo más llevaderas las pérdidas y las despedidas. No tenía muchas cosas de valor para apilar en aquella
primera casa. Pero el dibujo de Blake adquirido en Londres ya adornaba una de
sus paredes y uno de los poemas más bellos de Goethe, con su letra libre y
fogosa, ya por entonces era la joya de la corona de mi colección de autógrafos,
que había empezado en el instituto. Con el mismo instinto gregario con que
escribía nuestro grupo literario, todos habíamos ido a la captura de firmas de
los poetas, actores y cantantes de entonces; si bien la mayoría de nosotros
abandonó ese deporte y el arte poético al mismo tiempo que la escuela, en mi
caso la pasión por las sombras terrenales de los grandes genios aumentó todavía
más y se hizo más profunda. Las meras firmas me resultaban indiferentes y
tampoco me interesaba la cuota de fama o de aprecio internacional de un hombre;
lo que yo buscaba eran los manuscritos originales o los borradores de poesías y
composiciones, porque el problema del nacimiento de una obra de arte, tanto en
sus formas biológicas como en las psicológicas, siempre me ha preocupado más
que ninguno. Aquel misterioso segundo de transición en que un verso, una
melodía, pasa del mundo invisible, de la visión y la intuición de un genio, al
mundo terrenal mediante la fijación gráfica, ¿dónde se podía acechar y
comprobar sino en los textos originales de los maestros, logrados a fuerza de
lucha o engendrados en estado de éxtasis? No se sabe lo bastante de un artista
conociendo sólo su obra terminada, y secundo las palabras de Goethe cuando
decía que para entender las grandes creaciones hay que verlas no sólo en su
conclusión, sino también observarlas en su génesis. Asimismo, me impresiona de
un modo puramente óptico un primer esbozo de Beethoven, con sus trazos fogosos
e impacientes, su mezcla caótica de motivos empezados y rechazados, su furia
creadora comprimida en cuatro garabatos a lápiz, su naturaleza demoníacamente
rebosante: me afecta físicamente porque sólo con verlo me conmociona el alma;
puedo contemplar fascinado y extasiado una hoja jeroglífica como ésa del mismo
modo que otros contemplan un cuadro acabado. Una página de galeradas de
Balzac-en la que casi cada frase está rasgada, cada línea rotulada de nuevo, el
margen blanco roído por rayas, signos y palabras-representa para mí la erupción
de un Vesubio humano; y ver por primera vez en su texto primitivo, en su
primera forma terrenal, una poesía a la que había amado durante años, despierta
en mí un sentimiento de respeto religioso; apenas me atrevo a tocarlo. Al orgullo de poseer unas cuantas hojas de éstas se
añadía el aliciente casi deportivo de conseguirlas, de perseguirlas en subastas
y a través de catálogos; ¡cuántas horas de emoción debo a esa búsqueda, cuántas
casualidades excitantes! En una ocasión llegaba un día tarde; en otra, una
pieza codiciada resultaba falsa; luego se producía un nuevo milagro: tenía un
pequeño manuscrito de Mozart, pero mi alegría no era completa porque alguien
había arrancado una tira con notas de música. Y he aquí que, de repente, esa
tira, cortada por un amoroso vándalo cincuenta o cien años atrás, aparece en
una subasta de Estocolmo y se puede volver a completar el aria exactamente como
Mozart la dejó escrita hace ciento cincuenta años. Cierto que en aquella época
mis ingresos por trabajos literarios no bastaban para cubrir grandes gastos,
pero todos los coleccionistas saben cómo aumenta el placer de poseer una pieza
el tener que renunciar a otros placeres para conseguirla. Además, contaba con
la contribución de mis amigos escritores. Rolland me regaló un volumen de su
Jean Chrístrophe, Rilke su obra más popular, Canción de amor y muerte, Claudel
La anunciación de María, Gorki un gran esbozo y Freud un tratado; todos sabían
que ningún museo guardaría sus escritos con tanto amor. ¡Cuántos se han
dispersado hoy a los cuatro vientos junto con otras alegrías más modestas! Sólo
por casualidad descubrí más adelante que la pieza literaria de museo más
insólita y valiosa no se hallaba ciertamente en mi armario, pero sí en la misma
casa de suburbio donde yo vivía. El piso de arriba, tan modesto como el mío, lo
ocupaba una señorita de cierta edad y pelo gris, profesora de piano; un día me
dirigió la palabra en la escalera en un tono de lo más amable: le incomodaba el
que yo tuviera que ser oyente involuntario de sus clases de piano y confiaba en
que el deficiente arte de sus alumnas no me molestara demasiado. Durante la
charla me enteré de que su madre, medio ciega, vivía con ella y apenas salía de
su habitación, de que la octogenaria era ni más ni menos que la hija del doctor
Vogel, médico de cabecera de Goethe, y de que Ottilie von Goethe había sido su
madrina de bautismo, que se celebró en presencia del poeta. La cabeza me daba
vueltas: ¡en 1910 existía todavía una persona en la tierra en quien se había
posado la santa mirada de Goethe! Siempre he sentido una veneración especial
por toda manifestación terrenal del genio y, amén de aquellas páginas
manuscritas, reuní cuantas reliquias pude conseguir; más adelante-en mi
«segunda vida»-convertí una de las habitaciones de mi casa en una sala de
culto, si se me permite llamarla así. Estaba allí la mesa de trabajo de
Beethoven y su pequeña caja de caudales de la que, desde la cama y con mano
temblorosa, tocada ya por la muerte, sacaba las pequeñas sumas para la criada;
había allí una página de su libro de cocina y un bucle de su pelo ya
encanecido. Durante años guardé una pluma de boca de Goethe: bajo un cristal,
para vencer la tentación de tomarla en mi mano indigna. Pero todos esos
objetos, inanimados al fin y al cabo, no se podían comparar con una persona, un
ser vivo al que todavía habían mirado consciente y amorosamente los ojos
oscuros y redondos de Goethe: un último y tenue hilo que se podía romper en
cualquier momento unía, a través de aquella frágil figura terrenal, el mundo
olímpico de Weimar con la provisional casa de suburbio de la calle Koch número
8. Pedí permiso para visitar a la señora Demelius; la anciana me recibió
gustosa y con mucha amabilidad; en su habitación hallé toda clase de enseres de
la casa que la nieta de Goethe, amiga suya de la infancia, le había regalado:
el par de candelabros que Goethe había tenido encima de la mesa y otros
símbolos de la casa del Frauenplan de Weimar. De todos modos, ¿no era ella
misma el verdadero milagro?, ¿no era un milagro la existencia de aquella
anciana de pelo blanco y ralo, cubierto con una pequeña cofia estilo
bíedermeíer, que gustaba de contar, con su arrugada boca, que había pasado los
primeros quince años de su vida en la casa del Frauenplan, la cual no era museo
como ahora y conservaba intactas las cosas desde el momento en que el más
grande de los poetas alemanes abandonó su hogar y el mundo para siempre? Como
todos los viejos, miraba su juventud con una gran objetividad; me emocionó su
indignación contra la Sociedad Goethiana, porque ésta había cometido una gran
indiscreción al publicar «ya» las cartas de amor de su amiga Ottilie von
Goethe. «Ya», decía. ¡Ay, había olvidado que Ottilie había muerto medio siglo
atrás! Para la anciana, la favorita de Goethe aún estaba viva y joven; para
ella ¡eran reales las cosas que para nosotros eran leyenda o historia pasada!
Yo notaba una atmósfera fantasmagórica; vivía en aquella casa de piedra,
hablaba por teléfono, encendía la luz eléctrica, dictaba cartas que luego eran
escritas a máquina y, veinte escalones más arriba, me sentía transportado a
otro siglo, a la sagrada sombra del mundo de Goethe. Más adelante he conocido a otras mujeres que, con su
pelo blanco peinado con raya, habían tocado con su propia mano el mundo heroico
y olímpico: Cosima Wagner, la hija de Liszt, dura, rígida y, sin embargo,
grandiosa en sus patéticos gestos; Elisabeth Förster, hermana de Nietzsche,
grácil, menuda, coqueta; Olga Monod, hija de Alexandr Herzen, que de pequeña se
había sentado muchas veces en el regazo de Tolstói; a Georg Brandes, ya mayor,
le he oído hablar de sus encuentros con Walt Whitman, Flaubert y Dickens; y a
Richard Strauss, describir la primera vez que vio a Richard Wagner. Pero nada
me ha emocionado tanto como el rostro de aquella anciana, la última persona
viva a la que habían contemplado los ojos de Goethe. Y quizá yo, a mi vez, sea
el último que hoy puede decir: he conocido a una persona sobre cuya cabeza
descansó un momento la mano cariñosa de Goethe. Había encontrado el lugar de descanso para los
intervalos entre viajes. Pero era más importante otro hogar que había
encontrado al mismo tiempo: la editorial que durante años conservó y promovió
mis obras. Una elección así es una decisión de peso en la vida de un escritor y
no hubiera podido ser más afortunada. Unos años atrás, un amante de las letras,
un hombre culto donde los haya, había tenido la idea de invertir su riqueza no
en una cuadra de caballos, sino en una obra de tipo intelectual. Alfred Walter
Heymel, figura insignificante como poeta, había decidido fundar en Alemania-donde
los editores, como en todas partes, se dejaban llevar por razones
principalmente comerciales-una editorial que, sin tener en cuenta los
beneficios económicos, incluso previendo pérdidas continuas, tenía como medida
determinante para la publicación de una obra no su fácil salida al mercado,
sino su calidad intrínseca. Quedaban así excluidas las lecturas de mero
entretenimiento, por más lucrativas que fueran y, en cambio, tenían acogida en
ella las obras más sutiles y de más difícil acceso. La divisa de aquella editorial selecta, que al
principio contaba sólo con el escaso público de los auténticos conocedores, era
reunir exclusivamente obras del más puro gusto artístico y presentarlas en la
forma más pura; con orgulloso propósito de aislamiento, se llamó Insel (Isla)
y, más adelante, Insel-Verlag (Editorial Isla). Nada podía imprimirse
industrialmente, había que dar a cada obra una forma exterior, de acuerdo con
el arte de la tipografía, que se correspondiera con su perfección interior.
Así, cada obra se convertía en un problema individual, con su dibujo de
portada, su tipo de letra y su papel, siempre distintos; incluso los prospectos
y el papel de carta de esta ambiciosa editorial eran objeto de un esmero
apasionado. No recuerdo, por ejemplo, haber encontrado en treinta años una sola
errata en ninguno de mis libros, ni una sola línea corregida en ninguna de las
cartas de la editorial: todo, hasta el detalle más insignificante, tenía la
ambición de ser ejemplar. Se habían reunido en la Insel-Verlag la obra lírica de
Hofmannsthal y la de Rilke, cuya presencia había establecido desde el primer
momento la calidad suprema como única medida válida. Imagínese, pues, el lector
mi alegría y mi orgullo cuando, a los veinticinco años, recibí el honor de ser ciudadano
permanente de aquella «isla». Semejante dignidad significaba, de puertas
afuera, una categoría superior en la esfera literaria, pero a la vez, de
puertas adentro, un mayor compromiso. Quien entraba en aquel círculo selecto
debía ejercitarse en la disciplina y la discreción, no podía ser culpable de
frivolidad literaria ni de precipitación periodística, pues la marca de
imprenta de la Insel-Verlag en un libro garantizaba de antemano a miles, y
después a centenares de miles, de lectores tanto la calidad interior como la
ejemplar perfección de la técnica tipográfica. No hay mayor suerte para un autor joven que dar con
una editorial también joven y crecer juntos; sólo una evolución común de este
tipo puede crear una verdadera condición de vida orgánica entre él, su obra y
el mundo. Con el director de la Insel-Verlag, el profesor Kippenberg, me unió
pronto una cordial amistad que se hizo todavía más estrecha gracias a nuestra
simpatía mutua, nacida de la pasión de coleccionistas que compartíamos; la colección
goethiana de Kippenberg se formó paralelamente a la mía de obras autógrafas y
creció durante los treinta años de convivencia hasta convertirse en la más
monumental que un particular haya podido reunir jamás. Siempre encontré en él
valiosos consejos, tanto como advertencias disuasorias igual de valiosas,
mientras que yo, a mi vez, pude hacerle importantes sugerencias gracias a mi
especial visión de conjunto de la literatura extranjera; así nació, a propuesta
mía, la colección «Biblioteca Insel» que, con sus millones de ejemplares,
edificó, por decirlo así, una gran metrópoli alrededor de la primitiva «torre
de marfil» y convirtió a Insel en la editorial alemana más representativa. Al
cabo de treinta años nos encontrábamos en una situación muy distinta a la de
los inicios: la pequeña empresa se había convertido en una de las editoriales
más poderosas y un autor que al principio era conocido sólo en pequeños
círculos llegaba a ser uno de los más leídos de Alemania. n verdad hizo falta
una catástrofe mundial y la más brutal fuerza de la ley para disolver aquel
vínculo que para nosotros dos era tan feliz como natural. Debo confesar que me
resultó más fácil abandonar patria y hogar que dejar de ver la familiar marca
de imprenta en mis libros. Ahora tenía el camino despejado. Había empezado a
publicar demasiado pronto-indecorosamente pronto, diría-y, sin embargo, en el
fondo estaba convencido de que a mis veintiséis años todavía no había creado
obras auténticas. Lo que había sido la mejor conquista de mis años de juventud,
el trato y la amistad con los más grandes creadores de la época, curiosamente
repercutió en mi producción como un obstáculo peligroso. Había aprendido
demasiado como para no saber cuáles eran los valores reales, cosa que me
atemorizaba. Gracias a ese desánimo, todo cuanto había publicado hasta
entonces, excepto las traducciones, se reducía, por una calculada economía, a
obras menores como narraciones cortas y poesías: aún no tenía ánimo suficiente
como para empezar una novela (tendrían que pasar todavía casi treinta años). La
primera vez que me atreví con una obra de mayor amplitud fue en el arte
dramático y, simultáneamente a ese primer ensayo, se inició una gran tentación
a la cual me inducían muchos signos favorables. En el verano de 1905 o 1906 escribí una pieza
dramática de corte clásico, naturalmente un drama en verso, siguiendo el estilo
de la época. Se llamaba Tersítes; huelga decir qué opinión me merece hoy esta
obra, interesante sólo desde el punto de vista formal: como con casi todos mis
libros escritos antes de los treinta y dos años, no he permitido que se
publicara de nuevo. De todos modos, ese drama anunciaba ya un cierto rasgo
característico de mi manera de pensar: es que nunca-infaliblemente-tomo partido
a favor del «héroe», sino que sólo veo la parte trágica del vencido. En mis
narraciones cortas, quien me atrae es siempre aquel que sucumbe al destino; en
las biografías es la figura de alguien que tiene razón no en el campo real del
éxito, sino única y exclusivamente en el moral: Erasmo y no Lutero, María
Estuardo y no Isabel, Castellio y no Calvino; y así, en aquella ocasión no
escogí a Aquiles como figura heroica, sino al más insignificante de sus
adversarios, Tersites, al hombre doliente en lugar del que causa dolor a los
demás con su fuerza y su determinación. Una vez terminado, no lo mostré a
ningún actor, ni siquiera a un amigo, porque tenía la suficiente experiencia
corno para saber que los dramas en verso blanco y con vestuario griego, aunque
sean de Sófocles o de Shakespeare, no son los más indicados para «hacer
taquilla» en los teatros reales. Por pura fórmula mandé unos cuantos ejemplares
a los grandes teatros, pero luego olvidé por completo el asunto. Por eso me llevé una gran sorpresa cuando, unos tres
meses después, recibí una carta en cuyo sobre se veía impreso el nombre del
«Teatro Real de Berlín». ¿Qué querrá de mí el teatro prusiano?, pensé. La
sorpresa consistía en que su director, Ludwig Barnay, antaño uno de los mejores
actores, me comunicaba que la obra le había causado una enorme impresión y le
resultaba especialmente grata porque en la figura de Aquiles había encontrado
finalmente el papel para Adalbert Matkowsky que había buscado durante tanto
tiempo; me pedía, pues, que encomendara el estreno de la misma al Teatro Real
de Berlín. Casi me estremecí de alegría. La nación alemana
contaba entonces con dos grandes actores: Adalbert Matkowsky y Josef Kainz; el
primero, un alemán del norte, era incomparable en la fuerza impetuosa de su
carácter y su arrebatadora pasión; el segundo, nuestro vienés Josef Kainz,
gustaba por su encanto espiritual, su arte de declamación jamás igualado, la
maestría de su metálica y vibrante voz. Y he aquí que ahora Matkowsky
encarnaría a mi personaje y recitaría mis versos, y el teatro más acreditado de
la capital del Imperio Alemán patrocinaría mi drama: una inmejorable carrera
dramática parecía abrirse ante mí, aun sin haberla buscado. Sin embargo, desde entonces he aprendido que no hay
que alegrarse de una representación antes de que el telón realmente se haya
levantado. Cierto que los ensayos empezaron y se sucedieron uno a otro, y que
mis amigos me aseguraban que no habían visto a un Matkowsky más soberbio y
viril que cuando recitaba mis versos. Yo ya había reservado un billete en el coche
cama del tren de Berlín cuando, en el último momento, recibí un telegrama:
«Aplazamiento por enfermedad de Matkowsky.» Lo interpreté como un pretexto,
como suele ocurrir en el teatro cuando no se puede cumplir un plazo o una
promesa. Pero ocho días después los periódicos publicaban la noticia de la
muerte de Matkowsky. Mis versos habían sido los últimos que sus prodigiosos y
elocuentes labios habían pronunciado. Se acabó, me dije. Aunque por aquellos días otros dos
teatros reales de prestigio quisieron la pieza, el de Dresde y el de Kassel, mi
interés había decaído. Después de Matkowsky no me podía imaginar a otro
Aquiles. Pero entonces me llegó una noticia todavía más desconcertante: un
amigo me despertó una mañana para decirme que le enviaba Josef Kainz, el cual
había tropezado con la pieza por casualidad y veía en ella un papel ideal para
él, no el del Aquiles que había querido representar Matkowsky, sino el del
trágico Tersites. Se pondría inmediatamente en contacto con el Burgtheater.
Acababa de llegar de Berlín el director Schlenther, pionero del realismo en la
época, a dirigir el Teatro Real-para gran disgusto de los vieneses-de acuerdo
con sus principios; me escribió de inmediato para decirme que veía cosas
interesantes en mi drama, pero que, por desgracia, no le auguraba el éxito más
allá del estreno. Se acabó, me dije de nuevo, escéptico como siempre
conmigo mismo y con mi obra literaria. Kainz, en cambio, estaba furioso. En
seguida me invitó a su casa; por primera vez tuve ante mí al dios de mi juventud,
de quien, cuando éramos estudiantes, habríamos querido besar pies y manos: de
cuerpo flexible como una pluma, ingenioso y con el rostro animado todavía a sus
cincuenta años-por unos espléndidos ojos oscuros. Era un placer escucharlo. También en las conversaciones privadas cada palabra
suya tenía un contorno purísimo, cada consonante encerraba una nitidez refinada
y cada vocal vibraba llena y clara; ni siquiera hoy puedo leer algunos poemas
que le había oído recitar a él sin oír también su voz midiendo los versos, su
ritmo perfecto, su brío heroico; nunca me ha producido tanto placer escuchar la
lengua alemana. Y he aquí que este hombre, al que yo veneraba como a un dios,
se disculpaba ante mí, un jovenzuelo, porque no había logrado que se representase
mi obra. Pero en adelante no debíamos perder el contacto nunca más, me aseguró.
En realidad, me había llamado para hacerme una petición (casi sonreí: ¡ Kainz
quería pedirme una cosa a mí!): actuaba a menudo en giras y contaba con dos
piezas de un acto cada tina. Le faltaba una tercera y había pensado en una obra
corta, si era posible en verso y, mejor aún, con una de aquellas cascadas
líricas que él único en el arte dramático alemán-, gracias a su grandiosa
técnica de declamación, sabía desgranar de corrido como un chorro de agua
cristalina, sin tomar aliento, ante un público que escuchaba también sin
respirar. ¿Sería yo capaz de escribirle una pieza de un solo acto de esas
características? Le prometí que lo intentaría. Y la voluntad, como dice Goethe,
a veces puede «dar órdenes a la poesía». En el esbozo de un acto titulado El
comediante transformado insinué un ligero juego de estilo rococó intercalando
dos grandes monólogos lírico-dramáticos. Sin proponérmelo, había pensado cada
palabra a partir del deseo de Kainz, identificándome apasionadamente con su
carácter e incluso con su forma de hablar; y así aquel encargo ocasional se
convirtió en uno de esos afortunados casos que se hacen realidad no gracias a
la mera habilidad, sino sólo al entusiasmo. Al cabo de tres semanas pude
mostrar a Kainz el esbozo a medio acabar que incluía una de las «arias». Kainz
estaba francamente entusiasmado. En el mismo instante recitó por dos veces
aquel torrente lírico; la segunda vez, con una perfección inolvidable. ¿Cuánto
tardaría?, me preguntó visiblemente impaciente. Un mes. ¡Excelente! ¡Le venía
de perlas! Se iba unas semanas a actuar a Alemania y, a su regreso,
inmediatamente empezarían los ensayos porque aquella obra tenía que
representarse en el Burgtheater. Y luego, me prometió, aquella pieza formaría
parte de su repertorio allá donde fuera, porque le venía como anillo al dedo.
«¡Como anillo al dedo!», repitió tres veces, estrechándome cordialmente la
mano. Parece que revolucionó el Burgtheater antes de su
partida, pues el director en persona me llamó para pedirme que le enseñara el
esbozo y para decirme que lo aceptaba ya de antemano. Los papeles de los demás
personajes que debían acompañar a Kainz fueron enviados a continuación a los
actores del Burgtheater para que empezaran a leerlos. Una vez más la partida
suprema parecía ganada: el Burgtheater, orgullo de nuestra ciudad, y,
procedente del mismo Burgtheater, el actor más grande de la época después de
Duse, habían aceptado una obra mía: era casi demasiado para un principiante.
Ahora sólo existía un peligro, a saber: que Kainz cambiase de opinión cuando
viera la pieza terminada, pero ¡eso parecía tan poco probable! De todos modos,
el impaciente ahora era yo. Por fin leí en los periódicos que Josef Kainz había
regresado de su gira. Por educación esperé dos días, no quería abordarlo justo
a su regreso. Al tercer día, sin embargo, hice de tripas corazón y entregué mi
tarjeta al viejo portero-bien conocido por mí-del hotel Sacher, donde vivía
Kainz por aquel entonces. -Quisiera ver al señor Kainz, actor de la corte. El viejo me miró con sorpresa por encima de sus
quevedos. -Entonces ¿es que no lo sabe, doctor? No, yo no sabía
nada. -Esta mañana se lo han llevado al hospital. Hasta aquel momento no supe que Kainz había vuelto gravemente
enfermo de su gira, en la que había interpretado por última vez sus grandes
papeles venciendo heroicamente unos dolores de lo más terribles ante un público
que nada sospechaba. Al día siguiente lo operaron de cáncer. Mientras seguíamos
las noticias de los periódicos, todavía nos atrevíamos a esperar que se curara,
y lo visité en su lecho de enfermo. Lo encontré exhausto, demacrado, sus
oscuros ojos parecían más grandes que nunca en aquel rostro consumido, y me
estremecí: sobre sus labios, siempre jóvenes y espléndidamente elocuentes, se
insinuaba por primera vez un bigote canoso; yo veía a un viejo moribundo. Me
sonrió melancólicamente: «¿Me permitirá Dios interpretar todavía nuestra obra?
Eso me curaría.» Pero pocas semanas después nos encontrábamos ante su ataúd. El lector comprenderá mis pocos ánimos para persistir
en el arte dramático y el recelo que sentía cada vez que entregaba una nueva
pieza a un teatro. El hecho de que los dos mejores actores de Alemania hubiesen
muerto poco después de haber ensayado mis versos, los últimos que leían, me
volvió supersticioso; no me avergüenza confesarlo. Habrían de pasar algunos
años antes de que me animara a volver a escribir para la escena y cuando el
nuevo director del Burgtheater, Alfred Baron Berger, eminente experto en el
campo teatral y maestro de la declamación, aceptó mi drama al instante, examiné
casi con miedo la lista de los actores elegidos y, con un paradójico suspiro de
alivio, exclamé: «¡Gracias a Dios no hay ninguno de primera fila!» En esta ocasión
la fatalidad no tenía a nadie a quien acometer. Y, a pesar de todo, lo
improbable ocurrió. Cuando cerramos la puerta a una calamidad, ésta se nos
desliza por otra. Yo había pensado sólo en los actores, no en el director,
quien se había reservado la dirección de mi tragedia La casa a orillas del mar
y ya tenía concebida su puesta en escena: Alfred Baron Berger. Y, en efecto,
quince días antes de los primeros ensayos, estaba muerto. La maldición que parecía cernerse sobre mis obras
dramáticas conservaba toda su fuerza; no me sentí seguro ni siquiera cuando,
diez años después, terminada la Guerra Mundial, Jeremías y Volpone subieron a
los escenarios en todas las lenguas imaginables. Y actué conscientemente en
contra de mis intereses cuando, en el año 1931, terminé una nueva pieza, El
cordero de los pobres. Un día, cuando ya había mandado el manuscrito a mi amigo
Alexander Moissi, recibí un telegrama suyo en el que me pedía que le reservara
el papel principal. Moissi, que había traído de su patria italiana al escenario
alemán una sensual armonía del lenguaje, era entonces el gran sucesor de Josef
Kainz. De aspecto encantador, inteligente, vivaz y, además, persona bondadosa y
capaz de entusiasmarse, entregaba a cada obra una parte de su encanto personal;
no habría podido desear un intérprete mejor para el papel. Sin embargo, cuando me hizo la propuesta, despertó en
mí el recuerdo de Matkowsky y de Kainz y rechacé a Moissi con un pretexto, sin
revelarle el auténtico motivo. Sabía que había heredado de Kainz el llamado
anillo de Iffland, que el mejor actor de Alemania legaba a su mejor sucesor.
¿Iba a heredar también el destino final de Kainz? Sea como sea, yo, por mi
parte, no quería ser por tercera vez el desencadenante de la fatalidad para el
mejor actor de Alemania. Renuncié, pues, por superstición y por amor hacia él,
a una representación perfecta que hubiera podido ser decisiva para mi obra. Y,
sin embargo, ni mi renuncia pudo protegerlo, a pesar de que le negué el papel y
de que, a partir de entonces, no he vuelo a dar otra pieza a los escenarios. Es
como si, sin tener en absoluto la culpa, siempre me tuviera que ver envuelto en
el destino de otros. Soy consciente de que puedo ser sospechoso de estar
narrando una historia de fantasmas. Los casos de Matkowsky y de Kainz pueden
llegar a explicarse por una triste casualidad. Pero ¿y el posterior de Moissi,
puesto que le había negado el papel y no había escrito otro drama? He aquí lo
que sucedió: unos años después, en el verano de 1935 (me adelanto ahora en el tiempo
de mi crónica), yo estaba en Zurich, sin sospechar nada, cuando de repente
recibí un telegrama de Alexander Moissi desde Milán: me anunciaba que llegaba
aquella misma noche exclusivamente para verme y me rogaba que le esperase sin
falta. Qué extraño, pensé. ¿Qué puede ser tan urgente? No he vuelto a escribir
ninguna obra dramática y, desde hace años, el teatro me resulta del todo
indiferente. Por supuesto lo esperé con alegría, porque quería como a un
verdadero hermano a aquel hombre cariñoso y cordial. Saltó del vagón y se
arrojó sobre mí; nos abrazamos al estilo italiano y, ya en el coche, me contó,
con su deliciosa impaciencia, lo que yo podía hacer por él. Me quería pedir un
favor, un gran favor. Pirandello le había hecho el gran honor de encargarle
el estreno de su nueva obra Non sí sá maí, y no se trataba sólo del estreno en
Italia, sino a escala mundial: tendría lugar en Viena y en alemán. Era la
primera vez que un gran maestro italiano de esta talla daba la preferencia al
extranjero con una obra suya; ni siquiera se había decidido por París. Pues
bien, Pirandello, que temía que la musicalidad y las vibraciones de su prosa se
perdieran en la traducción, albergaba en su corazón un deseo muy especial:
quería que no fuera un traductor cualquiera, sino yo, cuyo arte literario
apreciaba desde hacía tiempo, quien tradujera la obra al alemán. Huelga decir que Pirandello había dudado en hacerme
¡perder el tiempo con traducciones! Era el motivo por el que él personalmente,
Moissi, tenía el encargo de transmitirme la petición de Pirandello. Cierto que
no me dedicaba a traducir desde hacía años, pero admiraba demasiado a
Pirandello-con quien había tenido algunos encuentros agradables-como para
decepcionarlo y, sobre todo, para mí era un motivo de alegría el poder ofrecer
una muestra de camaradería a un amigo tan íntimo como Moissi. Dejé mis propios
trabajos durante una o dos semanas; al cabo de unos días se anunciaba en Viena
el estreno internacional de la obra de Pirandello en mi traducción y, además,
se le quería dar un relieve especial debido a razones políticas ocultas.
Pirandello había prometido asistir a la función, y como Mussolini era
considerado todavía el santo patrón de Austria, todos los círculos oficiales
con el canciller a la cabeza anunciaron su presencia en el acto. La velada
debía ser al mismo tiempo una manifestación política de la amistad
austro-italiana (en realidad, del protectorado de Italia sobre Austria). Por una casualidad, también yo me encontraba en Viena
en los días en que debían empezar los primeros ensayos. Me alegraba la
perspectiva de volver a ver a Pirandello y sentía curiosidad por oír las
palabras de mi traducción pronunciadas por la voz musical de Moissi. Pero con
una fantasmal semejanza se repitió, al cabo de un cuarto de siglo, el mismo
suceso. Cuando abrí el periódico, a primera hora, leí que Moissi había llegado
de Suiza con una gripe muy fuerte y que a causa de su enfermedad los ensayos se
aplazaban. Una gripe, pensé, no puede ser cosa muy grave. Pero el corazón me
latía deprisa mientras me acercaba al hotel ( ¡gracias, me consolé, no era el
Sacher sino el Grand Hotel!) para visitar a mi amigo enfermo; el recuerdo de
aquella inútil visita a Kainz afloró en mi piel como un escalofrío. Y, al cabo
de más de un cuarto de siglo, se repitió exactamente lo mismo en la persona del
mejor actor de la época. Ya no me permitieron ver a Moissi: presa de la fiebre,
había empezado a delirar. Dos días más tarde me encontraba, como en el caso de
Kainz, no en el ensayo, sino ante su ataúd. Con la referencia a esta última consumación del
hechizo que acompañaba a mis intentos teatrales, me he adelantado en el tiempo.
Como es natural, no veo en esa repetición sino un cúmulo de casualidades. Pero
no hay duda de que, en su momento, las muertes de Matkowsky y Kainz,
acontecidas en rápida sucesión una tras otra, tuvieron una influencia decisiva
en el rumbo de mi vida. Si Matkowsky en Berlín y Kainz en Viena, cuando yo
tenía veintiséis años, hubiesen llevado al escenario mis primeros dramas,
seguramente yo habría sobresalido más deprisa-quizá más de lo que sería
justo-en la vida pública, y todo gracias a su arte, capaz de llevar al éxito la
obra más floja, y, en cambio, habría perdido los años de lento aprendizaje y de
experiencia de la vida. Como se comprenderá, en aquella época me sentí
perseguido por el destino, pues al principio el teatro me había ofrecido unas
posibilidades tentadoras que nunca me habría atrevido siquiera a soñar, para
después arrebatármelas cruelmente en el último momento. Pero sólo en los
primeros años de juventud identificamos el azar con el destino. Más adelante sabe uno que el verdadero rumbo de la
vida está fijado desde dentro; por intrincado y absurdo que nos parezca nuestro
camino y por más que se aleje de nuestros deseos, en definitiva siempre nos
lleva a nuestra invisible meta. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO VII STEFAN ZWEIG MÁS ALLÁ DE EUROPA ¿Acaso el tiempo corría más deprisa en aquella época
que en la actual, que está repleta de acontecimientos que transformarán el
mundo desde la corteza hasta las entrañas para siglos? ¿O quizás es que esos
últimos años de juventud de antes de la primera guerra europea me parecen tan
vagos simplemente porque transcurrieron en una etapa de trabajo regular?
Escribía, publicaba, mi nombre era conocido dentro y fuera de Alemania, tenía
partidarios y también adversarios, lo cual en realidad habla más bien a favor
de un cierto carácter propio; tenía a mi disposición todos los periódicos del
Imperio, no necesitaba enviarles colaboraciones, sino que me las pedían. Pero
en mi fuero interno no me engañaba respecto al hecho de que todo cuanto hacía y
escribía durante aquellos años más tarde no tendría interés alguno; todas
nuestras ambiciones e inquietudes, todos nuestros desengaños y rencores de
entonces, hoy me parecen minúsculos. Las dimensiones de esta época han cambiado
nuestra óptica a la fuerza. De haber empezado este libro unos años antes,
hablaría de conversaciones con Gerhart Hauptmann, Arthur Schnitzler,
Beer-Hofmann, Dehmel, Pirandello, Wassermann, Schalom Asch y Anatole France
(las charlas con este último eran francamente divertidas, pues el anciano nos
obsequiaba durante toda la velada con historias verdes, pero con una seriedad
convincente y una gracia indescriptible); podría hablar de los grandes
estrenos, como el de la décima [=octava] sinfonía de Gustav Mahler en Munich y
el de El caballero de la rosa en Dresde, de la bailarina Karsávina y del
bailarín y coreógrafo Nizhinski, porque yo era de espíritu vivo y curioso y fui
testigo de muchos acontecimientos artísticos «históricos». Pero todo lo que ya
no guarda conexión con los problemas de la época actual resulta caduco para
nuestra severa medida de lo esencial. Hoy, los hombres de mi juventud que
dirigieron mi mirada hacia el mundo literario me parecen, desde hace tiempo ya,
menos importantes que los que me la desviaron hacia el mundo real. Entre estos últimos figuraba, en primer lugar, un
hombre que había de dirigir el destino del Imperio Alemán en una época trágica
y que, once años antes de la subida de Hitler al poder, fue abatido por la
primera bala asesina de los nacionalsocialistas: Walther Rathenau. Nuestra amistad, antigua y cordial, había empezado de
una manera curiosa. Uno de los primeros hombres de quien recibí un estímulo a
mis diecinueve años fue Maximilian Harden, cuya revista, Zukunft, tuvo un papel
decisivo durante los últimos años del imperio de Guillermo II. Harden, a quien
Bismarck en persona introdujo en la política y de quien, de muy buen grado, se sirvió
como portavoz o pararrayos, hizo caer a ministros, hizo estallar el asunto
Eulenburg, hizo temblar el palacio imperial semana tras semana con nuevos
ataques y revelaciones; y a pesar de todo, los amores de Harden en su vida
privada seguían siendo el teatro y la literatura. Pues bien, resulta que un
buen día apareció en Zukunft una serie de aforismos firmados con un pseudónimo
que ya no recuerdo y que me llamaron la atención por su notable ingenio y su
concisa fuerza de expresión. Escribí a Harden en mi calidad de colaborador
regular de la revista: «¿Quién es ese hombre nuevo? Hacía años que no leía unos
aforismos tan afilados.» La respuesta no vino de Harden, sino de un tal Walther
Rathenau que, tal como supe por su carta y también por otras fuentes, no era
otro que el hijo del todopoderoso director de Mayo de 2006 la Compañía
Eléctrica de Berlín y, a su vez, comerciante, industrial y consejero de
administración de numerosas empresas, uno de los nuevos hombres de negocios
alemanes «vueltos hacia el mundo», por utilizar una expresión de Jean Paul. Me
escribió unas cordiales líneas para darme las gracias, diciendo que mi carta
era la primera voz que había oído a favor de su ensayo litera no. A pesar de
que era por lo menos diez años mayor que yo, me confesaba abiertamente su
inseguridad y me preguntaba si yo consideraba conveniente la publicación o no
de un libro entero de pensamientos y aforismos. Al fin y al cabo era un intruso
en el mundo de la Literatura; hasta entonces había concentrado toda su actividad
en el campo económico. Lo animé con toda franqueza y nos mantuvimos en contacto
epistolar. Durante in siguiente estancia en Berlín le llamé por
teléfono. Me respondió una voz vacilante: -Ah, es usted. Qué lástima, mañana a
las seis de la mañana salgo de viaje para Sudáfrica... Le interrumpí: -Entonces nos veremos en otra ocasión,
claro. Pero la voz siguió reflexionando despacio: -No, espere... un momento...
Tengo toda la tarde ocupada por reuniones... Luego tengo que ir al ministerio y
después a una comida en el club... Pero ¿podría usted venir a mi casa a las
once y cuarto? -Me pareció bien. Charlamos hasta las dos de la madrugada. A las
seis salió de viaje rumbo al suroeste de África por encargo-como supe' más
tarde-del emperador alemán. Cuento este detalle porque es muy típico de Rathenau.
Aun siendo un hombre tan atareado, siempre encontraba tiempo. Lo vi durante los
días más duros de la guerra y poco antes de la Conferencia de Génova, y unos
días antes de su asesinato recorrí con él la misma calle en el mismo automóvil
en el que le dispararon. Tenía los días organizados minuto a minuto y, sin
embargo, no le costaba ningún esfuerzo pasar de una cosa a otra, porque su
cerebro estaba siempre preparado: era un instrumento de una precisión y una
rapidez tales como no he conocido en otra persona. Hablaba con fluidez, como si
leyera en una hoja invisible, pero construyendo las frases con tanta
plasticidad y claridad, que su conversación, si se hubiera taquigrafiado,
habría podido ir directamente a la imprenta como conferencia perfecta y
acabada. Hablaba francés, inglés e italiano con la misma seguridad que el
alemán; la memoria no lo dejó nunca en la estacada y no necesitaba prepararse
de modo especial para tratar cualquier tema. Cuando uno hablaba con él, se sentía
a la vez necio, poco instruido, inseguro y confundido ante su objetividad que
lo ponderaba todo con calma y lo abarcaba todo con lucidez. Pero había algo en
aquella lucidez deslumbrante, en aquella claridad cristalina de su pensamiento,
algo que producía un efecto incómodo, como los selectos muebles y los
espléndidos cuadros de su casa. Su espíritu era un invento genial; su casa era
como un museo y en su castillo feudal de la reina Luisa, situado en la Marca,
uno no lograba sentirse cómodo, de tan ordenado, limpio y aseado como estaba.
En su pensamiento había algo transparente como el cristal y, por lo tanto, sin
sustancia: pocas veces he experimentado la tragedia del hombre judío con tanta
fuerza como en su persona, la cual, a pesar de toda su evidente superioridad,
estaba llena de una inquietud y una inseguridad profundas. Mis demás amigos,
como, por ejemplo, Verhaeren, Ellen Key o Balzagette, no tenían ni una décima
parte de su inteligencia, ni una centésima parte de su universalidad, ni
tampoco eran tan buenos conocedores del mundo, pero estaban muy seguros de sí
mismos. Con Rathenau yo siempre experimentaba la sensación de que, a pesar de
su inmensa inteligencia, no tenía tierra bajo los pies. Toda su existencia era
un constante conflicto de nuevas contradicciones. Había heredado de su padre
todo el poder que se pueda imaginar y, no obstante, no quería ser su heredero;
era Mayo de 2006 comerciante y quería sentirse artista; tenía millones y
flirteaba con ideas socialistas; se sentía judío y coqueteaba con Cristo;
profesaba ideas cosmopolitas e idolatraba el prusianismo; soñaba con una
democracia popular y se sentía de lo más honrado cada vez que lo recibía o
consultaba el emperador Guillermo, cuyas debilidades y vanidades adivinaba con
clarividencia, sin ser capaz de dominar su propia vanidad. Y así, su incesante
actividad quizá no era más que una droga para huir del nerviosismo interior y
atenuar la soledad que rodeaba su vida más íntima. Sus inmensas fuerzas
potenciales no se convirtieron en una fuerza homogénea sino de repente, en el
momento en que le llegó la hora de la responsabilidad; y fue cuando, en 1919,
después de la derrota del ejército alemán, le fue encomendada la misión más
difícil de la historia: sacar del caos al Estado desquiciado y enderezarlo. Y
él mismo se forjó la grandeza, innata a su genio, al consagrar su vida a una
sola idea: salvar a Europa. Además de enseñarme a mirar a lo lejos en animadas
charlas que, por intensidad intelectual y lucidez quizá sólo serían comparables
con las de Hofmannsthal, Valéry y el conde Kayserling, además de ensanchar mi
horizonte desde la literatura hasta la historia contemporánea, debo a Rathenau
el primer estímulo para ir más allá de Europa. -No puede entender Inglaterra si sólo conoce la
isla-me decía-. Ni nuestro continente, si no ha salido de él por lo menos una
vez. Usted es un hombre libre, ¡haga uso de su libertad! La literatura es una
profesión fantástica, porque en ella sobra la prisa. Un año más o menos no
cuenta para nada cuando se trata de un libro de verdad. ¿Por qué no se va a la
India o a América? Estas palabras fortuitas suyas me produjeron un gran impacto
y decidí seguir su consejo inmediatamente. La India me causó una impresión más perturbadora y
opresiva de lo que me había imaginado. Me estremeció la miseria de las gentes
enflaquecidas, la triste seriedad de sus miradas oscuras, la monotonía a veces
cruel del paisaje y, sobre todo, la férrea división en clases y razas, de la
que ya había tenido una muestra en el barco. Viajaban en él dos muchachas
encantadoras, esbeltas, de ojos negros y figura grácil, bien educadas,
discretas y elegantes. Ya el primer día me llamó la atención el hecho de que se
mantuvieran apartadas, o las mantuviera apartadas una barrera invisible. No
asistían a los bailes ni participaban en conversación alguna, sino que, siempre
sentadas a una cierta distancia, se dedicaban a leer libros ingleses o
franceses. Hasta el segundo o tercer día no descubrí que no eran ellas las que
evitaban la compañía de los ingleses, sino que eran estos últimos los que se
retraían del contacto con aquellas halfcasts, a pesar de que eran hijas de un
comerciante parsi y una francesa. Tanto en el internado de Lausana como en la
finishingvehool de Inglaterra, durante dos o tres años habían recibido el mismo
trato y habían gozado de los mismos derechos que los demás; en el barco rumbo a
la India, en cambio, en seguida había empezado a tomar cuerpo esa forma fría,
invisible, pero no por ello menos cruel, de proscripción social. Por primera
vez fui testigo de la peste de la obsesión por la pureza de la raza, que ha
sido más funesta para nuestro siglo que la verdadera peste de siglos
anteriores. Aquel encuentro inicial me aguzó la mirada desde el
primer momento. Con cierto bochorno disfruté del respeto (desaparecido tiempo
ha por culpa nuestra) que se profesaba al europeo como a una especie de dios
blanco, el cual, cuando hacía una expedición turística como la del Pico de Adán
de Ceilán, inevitablemente se veía acompañado de doce o catorce criados; cualquier
otra cosa habría significado un menoscabo a su «dignidad». No pude librarme de
la inquietante impresión de que las décadas y los siglos venideros tenían que
llevar forzosamente a cambios y transformaciones en aquel absurdo estado de
cosas, del cual no nos atrevíamos a barruntar nada en nuestra cómoda y confiada
Europa. Gracias a Mayo de 2006 semejantes observaciones pude ver la India no de
color de rosa, como, por ejemplo, Pierre Loti, no como algo «romántico», sino
como una advertencia; y no fueron los magníficos templos, los palacios
corroídos por la acción del tiempo ni los paisajes del Himalaya los que me
suministraron la parte principal de mi formación interior en aquel viaje, sino
las personas a las que conocí, personas de otra clase y de otro mundo,
diferentes de aquellas con las que solía tropezar un escritor en la Europa
continental. En aquella época, que aún no conocía los viajes de recreo
organizados «Cook» y en la que uno tenía que mirar hasta el último céntimo,
quien salía de Europa era casi siempre alguien especial por su categoría o
posición: el comerciante, no un mercachifle de miras estrechas, sino un hombre
de negocios a lo grande; el médico, un auténtico investigador; el empresario,
un hombre de la raza de los conquistadores, audaz, magnánimo, despiadado;
incluso el escritor, un hombre de una curiosidad intelectual superior. Durante
los largos días y las largas noches del viaje-que la radio todavía no llenaba
con su charloteo-, tratando con esa otra clase de personas, aprendí más cosas
sobre las fuerzas y las tensiones que mueven a nuestro mundo que con la lectura
de cien libros. A medida que cambia la distancia de la patria, también cambia
la medida interior de las cosas. Muchas pequeñeces que antes me habían
preocupado en exceso, a mi regreso las empecé a considerar como tales y dejé de
tener a nuestra Europa como el eje eterno de nuestro universo. Entre los hombres que conocí en el viaje a la India
había uno que tuvo una influencia trascendental, aunque no claramente visible,
en la historia de nuestro tiempo. De Calcuta a Indochina, navegando por el río
Irawadi, todos los días pasé muchas horas con Karl Haushofer, quien se dirigía
con su esposa al Japón como agregado militar de la embajada alemana. Aquel
hombre erguido y delgado, de pómulos prominentes y pronunciada nariz aguileña,
me hizo ver por primera vez las extraordinarias cualidades y la disciplina
interior de un oficial del estado mayor alemán. Huelga decir que antes, en
Viena, había alternado con militares en algunas ocasiones: jóvenes cordiales,
amables e incluso divertidos, la mayoría de los cuales huía de familias de
posición social poco o nada acomodada para refugiarse en el uniforme y sacar el
máximo provecho del servicio militar. Haushofer, en cambio-y ello se notaba enseguida-,
era de una familia culta y pequeño burguesa (su padre había publicado un número
considerable de poemas y creo que había sido profesor de universidad) y su
formación, también universal, trascendía lo puramente militar. Encargado de
estudiar los escenarios de la guerra ruso-japonesa sobre el terreno, él y su
esposa se habían familiarizado con la lengua e incluso la literatura japonesa;
en él descubrí de nuevo que toda ciencia, también la militar, cuando se concibe
con amplitud de miras, necesariamente supera los estrechos límites que impone
la especialidad y entra en contacto con todas las demás. A bordo del barco, el
hombre trabajaba todo el día; seguía con los prismáticos cualquier detalle,
escribía diarios e informes, estudiaba diccionarios; pocas veces lo vi sin un
libro en las manos. Como buen observador, sabía describir bien las cosas;
hablando con él aprendí mucho sobre el enigma de Oriente y, de vuelta a casa,
mantuve una amistosa relación con la familia Haushofer; nos escribíamos y nos
visitábamos mutuamente en Salzburgo y Munich. Una grave afección pulmonar que
lo retuvo en Davos y Arosa, al ausentarlo del servicio militar, favoreció su
paso a la ciencia; una vez curado, asumió más tarde un mando durante la Guerra
Mundial. Tras la derrota a menudo pensé en él con una gran simpatía; me
resultaba fácil imaginarme cómo debía de haber sufrido aquel hombre, que
durante años había colaborado desde su invisible retiro en la construcción de
Alemania como gran potencia y quizá también en su maquinaria bélica, al ver
entre los victoriosos adversarios al Japón, donde se había granjeado tantas
amistades. Pronto se demostró que fue uno de los primeros en
pensar en la reconstrucción Mayo de 2006 sistemática y a gran escala de la
posición de poder que Alemania ocupara en otro tiempo. Publicó una revista de geopolítica y, como suele
ocurrir, no entendí el significado profundo de este nuevo movimiento en sus
inicios. Creía sinceramente que sólo se trataba de espiar el juego de fuerzas
en la cooperación entre naciones e incluso la expresión «espacio vital» de los
pueblos (la cual, si no ando equivocado, él fue el primero en acuñar) la
entendí, en el sentido de Spengler, simplemente como la energía relativa,
cambiante con las épocas, que todas las naciones desprenden alguna vez
siguiendo un ciclo. La exigencia de Haushofer de estudiar más a fondo las
cualidades individuales de los pueblos y de estructurar un organismo regulador
permanente con una base científica también me pareció de lo más correcta,
porque creía que esa investigación serviría exclusivamente para crear
tendencias de acercamiento entre los pueblos; también podría ser-no lo sé-que
la intención real primitiva de Haushofer no fuera en absoluto política. De
todos modos leí sus libros (en los que, dicho sea de paso, me citaba) con un
gran interés y sin ningún tipo de sospecha, siempre escuché, por parte del
público imparcial, elogios de sus conferencias, en el sentido de que eran
sumamente instructivas y nadie lo acusó de que sus ideas sirvieran a una nueva política
de fuerza y agresión y estuvieran des' finadas sólo a motivar ideológicamente,
bajo una forma nueva, los viejos postulados pangermanistas. Pero he ,aquí que
el día en que mencioné de pasada su nombre en Munich, alguien me dijo como la
cosa más natural del mundo: «Ah, ¿el amigo de Hitler?» Nada me hubiera podido
dejar más atónito. En primer lugar, porque la mujer de Haushofer no era de raza
pura y sus hijos (muy simpáticos e inteligentes) no habrían podido hacer frente
a las leyes raciales de Núremberg contra los judíos; en segundo lugar, no veía
ninguna posibilidad de relación intelectual directa entre un erudito de gran
cultura y de pensamiento universal y un agitador inculto, enredado en un
germanismo de la especie más mezquina y brutal. Pero entre los discípulos de
Haushofer figuraba Rudolf Hess y no era sino éste quien había hecho posible tal
relación; Hitler, poco abierto a ideas ajenas, desde el principio poseyó, sin
embargo, el instinto de apropiarse de todo lo que podía ser útil para sus fines
personales; así, para él, la «geopolítica» desembocaba y terminaba en la
política nacionalsocialista y se sirvió de ella todo lo que pudo para sus
propósitos. Y es que la técnica del nacionalsocialismo consistió siempre en
fundar sus instintos de poder, inequívocamente egoístas, sobre bases
ideológicas y pseudomorales, y el concepto de «espacio vital» daba por fin una
capa filosófica a su nueva voluntad de agresión: un eslogan en apariencia
inofensivo por su vaga posibilidad de definición-que, en caso de éxito, podía
justificar cualquier anexión, hasta la más arbitraria, como una necesidad ética
y etnológica. Fue, pues, mi antiguo compañero de viaje quien-no sé si a
sabiendas-tuvo la culpa del cambio radical, funesto para el mundo, de los
objetivos de Hitler, originariamente limitados a los aspectos nacionales y a la
pureza de la raza, pero que después, con la teoría del «espacio vital»,
degeneraron en el eslogan «Hoy Alemania es nuestra, mañana lo será el mundo
entero»: un ejemplo igualmente evidente de cómo una sola fórmula concisa se
puede convertir, por la fuerza inmanente de la palabra, en hechos y en
fatalidad, como antes la fórmula de los enciclopedistas sobre el dominio de la
razón acabó convirtiéndose en lo contrario, es decir, en terror y agitación de
masas. Que yo sepa, Haushofer nunca ocupó un cargo visible en el partido, quizá
ni siquiera fue uno de sus miembros; no veo en él, como los hábiles periodistas
de hoy, una «eminencia gris» demoníaca que se esconde entre bastidores,
maquinando planes de lo más peligrosos y apuntándolos al führer. Sin embargo,
no cabe duda de que fueron sus teorías, más que los más rabiosos consejeros de
Hitler, las que, conscientemente o no, sacaron la agresiva política del
nacionalsocialismo de los estrechos límites nacionales para transportarla a la
dimensión planetaria; será la posterioridad la que, disponiendo de una mejor
documentación de la que tenemos nosotros, los contemporáneos, dará a esta
figura su correcta medida histórica. A este primer viaje a tierras de ultramar siguió otro
a América, al cabo de un tiempo. Mayo de 2006
Tampoco tenía otro propósito que el de ver mundo y, a ser posible, un pedazo
del futuro que nos aguardaba; creo que soy en verdad uno de los pocos
escritores que cruzaron el océano no para ganar dinero, sino sólo para
confrontar con la realidad una idea del Nuevo Continente harto incierta. La idea que yo tenía de él-no me avergüenza
confesarlo-era bastante romántica. Para mí América era Walt Whitman, la tierra
del nuevo ritmo, la futura hermandad universal; antes de emprender el viaje,
volví a leer los largos versos del «Camerado», que fluyen como un torrente y se
desbordan en forma de catarata, y así llegué a Manhattan con un sentimiento
abierto y magnánimo de fraternidad, en vez de la habitual arrogancia del
europeo. Recuerdo que lo primero que hice fue preguntar al portero del hotel
dónde estaba la tumba de Walt Whitman, que tenía intención de visitar; con la
pregunta puse en un aprieto al pobre italiano. No había oído nunca este nombre. La primera impresión fue formidable, a pesar de que
Nueva York no tenía aún esa embriagadora belleza nocturna de hoy. No existían
aún las impetuosas cataratas de luz del Times Square ni el fantástico cielo
estrellado de la ciudad que de noche tiñe de rojo a las reales y auténticas
estrellas del firmamento con millones de estrellas artificiales. El aspecto de
la ciudad, así como la circulación, carecían de la osada munificencia de hoy,
pues la nueva arquitectura se ensayaba todavía con inseguridad en algunos grandes
edificios aislados; también el sorprendente auge del gusto por los escaparates
y los adornos se hallaba apenas en sus tímidos inicios. Ahora bien, contemplar
el puerto desde el puente de Brooklyn, siempre con una ligera oscilación, y
pasear por los desfiladeros de piedra de las avenidas era una verdadera fuente
de descubrimientos y de emociones, si bien es verdad que, al cabo de dos o tres
días, cedieron a una sensación diferente, más fuerte: la sensación de extrema
soledad. No tenía nada que hacer en Nueva York y, en aquella época, una persona
ociosa en ninguna parte estaba más fuera de lugar que allí. Aún no existían los
cines donde uno se pudiese distraer durante una hora, ni las pequeñas y cómodas
cafeterías, ni tantas galerías de arte, bibliotecas y museos como hoy; en todo
lo referente a la cultura los americanos iban muy a la zaga de nuestra Europa.
Cuando, al cabo de dos o tres días, hube visitado fielmente los museos y
monumentos principales, fui de un lado para otro por las heladas y ventosas calles
como una barca sin timón. Al final, la sensación de lo absurdo de mi callejeo
llegó a ser tan fuerte, que sólo logré vencerla haciéndomela más atractiva con
una estratagema: inventé un juego conmigo mismo. Me dije que sería un vagabundo
completamente solo, uno de los numerosos emigrantes que no sabían qué hacer y
que sólo llevaría siete dólares en el bolsillo. Me dije: haz voluntariamente lo
que éstos tienen que hacer a la fuerza. Imagínate que dentro de tres días, a lo
más tardar, te ves obligado a ganarte la vida, ¡busca por los alrededores y
mira cómo se las ingenian por aquí sin contratos ni amigos para ganarse un
sueldo rápidamente! Dicho esto, empecé a ir de una oficina de colocación a otra
y a estudiar los anuncios de trabajo pegados en las puertas. Aquí buscaban a un
panadero, ahí a un auxiliar de oficina con conocimientos de francés e italiano
y más allá a un dependiente de librería. Por lo menos este último trabajo era
una primera oportunidad para mi yo imaginario. De modo que subí tres pisos por
una escalera de caracol de hierro, me informé sobre el sueldo y lo comparé con
los precios de alquiler de habitaciones en el Bronx que aparecían en los
periódicos. Al cabo de dos (lías de «buscar trabajo» había encontrado, en
teoría, cinco colocaciones que me hubieran servido para ir tirando; así
comprobé, mucho mejor que callejeando, cuánto espacio, cuántas posibilidades
ofrecía aquel joven país a alguien con ganas de trabajar, y eso me impresionó. Por otro lado, todas esas idas y venidas de una
agencia a otra, mis visitas de presentación a las empresas, me permitieron
formarme una idea de la excelsa libertad que reinaba en el país. Nadie me preguntó por mi nacionalidad ni mi religión
ni mi origen, y eso que había viajado sin pasaporte (algo inimaginable para
nuestro mundo actual, un mundo de huellas dactilares, visados e informes
policiales). Pero allí había trabajo esperando a las personas; eso, y sólo Mayo
de 2006 eso, era determinante. El contrato se firmó en pocos minutos, sin la
enojosa intervención del Estado, sin formalidades ni sindicatos, en aquellos
tiempos de libertad ya legendaria. Gracias a las gestiones para «encontrar
trabajo», en aquellos primeros días aprendí más de América que en todas las
semanas posteriores, durante las cuales recorrí, en calidad de turista
despreocupado, Filadelfia, Boston, Baltimore y Chicago; excepto en Boston,
donde pasé unas horas en sociedad, en casa de Charles Loeffler-que había puesto
música a una serie de poemas míos-, estuve solo todo el tiempo. En una sola ocasión
irrumpió una sorpresa en el total anonimato de mi existencia. Aún recuerdo con
gran claridad aquel momento. Estuve paseando por una ancha avenida de
Filadelfia; me paré ante una gran librería para ver algo conocido al menos,
algo que me fuera familiar, en el nombre de los autores. Me asusté. En el fondo
a la izquierda del escaparate había seis o siete libros alemanes y desde uno de
ellos me acometió mi nombre. Lo contemplé como hechizado y empecé a pensar.
Algo mío, algo que iba a la deriva por aquellas calles extrañas, desconocido y
no observado por nadie, ya había estado allí antes que yo, aparentemente sin
motivo; el librero debió de escribir mi nombre en una lista para que el libro
viajara diez días a través del océano. Por un momento desapareció la sensación
de abandono. Y cuando, hace dos años, volví a pasar por Filadelfia,
inconscientemente me puse a buscar de nuevo aquel escaparate. Ya no tenía humor para llegar a San Francisco (en
aquella época todavía no se había inventado Hollywood). Pero al menos en otro
lugar pude ver el anhelado Océano Pacífico, que me había fascinado desde la
infancia, cuando leía relatos de los primeros viajes alrededor del mundo. Y lo
vi desde un lugar hoy desaparecido, un lugar que ningún ojo mortal volverá a
ver: los últimos montículos del canal de Panamá. Fui allí en un pequeño barco
que pasaba por las Bermudas y Haití: y es que nuestra poética generación había
sido educada por Verhaeren para admirar los milagros técnicos de nuestra época
como nuestros antepasados admiraban las antigüedades romanas. El propio Panamá
ya constituía un espectáculo inolvidable, excavado con máquinas, y con aquel
cauce de un color ocre amarillento que quemaba los ojos incluso a través de
gafas oscuras y un aire diabólico, atravesado por el zumbido de millones y
millones de mosquitos cuyas víctimas yacían en el cementerio en hileras
interminables. ¡Cuántos hombres habían caído a causa de aquella obra que Europa
había empezado y América acabaría! Y que ahora, finalmente, después de treinta
años de catástrofes y desengaños, se hacía realidad. Unos meses más para llevar
a cabo los últimos trabajos en las esclusas y, después, la presión de un dedo
sobre un botón eléctrico y los dos océanos confluirían para siempre después de
milenios; pero yo, uno de los últimos de aquella época, con el sentido de la
historia bien despierto, todavía los vi separados. Aquella mirada sobre la
mayor gesta creadora de América fue una buena despedida del nuevo continente. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO VIII STEPHAN ZWEIG LUCES Y SOMBRAS SOBRE EUROPA Había vivido diez años del nuevo siglo y había visto
la India, una parte de América y África; empecé a mirar a nuestra Europa con
alegría renovada, más sabia. Nunca he amado tanto a nuestro Viejo Mundo como en
los últimos años antes de la Primera Guerra Mundial, nunca he confiado tanto en
la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época,
en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el
resplandor del incendio mundial que se acercaba. Tal vez resulte difícil describir a la generación de
hoy, que se ha criado en medio de catástrofes, ruinas y crisis y para la cual
la guerra ha sido una posibilidad constante y una expectativa casi diaria, tal
vez resulte difícil, digo, describirle el optimismo y la confianza en el mundo
que nos animaba a los jóvenes desde el cambio de siglo. Cuarenta años de paz
habían fortalecido el organismo económico de los países, la técnica había
acelerado el ritmo de vida y los descubrimientos científicos habían
enorgullecido el espíritu de aquella generación; había empezado un período de
prosperidad que se hacía notar en todos los países de nuestra Europa casi con
la misma fuerza. Las ciudades se volvían más bellas y populosas de año en año,
el Berlín de 1905 ya no se parecía al que yo había conocido en 1901: aquella
capital imperial se había convertido en una metrópoli y de nuevo se veía
espléndidamente superada por el Berlín de 1910. Viena, Milán, París, Londres,
Amsterdam: cada vez que volvía uno allí, quedaba asombrado y se sentía feliz;
las calles eran más anchas, más suntuosas; los edificios públicos, más
imponentes; los comercios, más lujosos y elegantes. En todo se notaba cómo la
riqueza crecía y se propagaba; incluso los escritores lo notábamos en las
tiradas que, en un solo período de diez años, se multiplicaban por tres, por
cinco y por diez. Por doquier surgían nuevos teatros, bibliotecas y museos;
comodidades como el cuarto de baño y el teléfono, que antes habían sido privilegio
de unos pocos, llegaban a los círculos pequeño burgueses y, desde que se había
reducido la jornada laboral, el proletario había ido subiendo desde abajo para
participar, por lo menos, en las pequeñas alegrías y comodidades de la vida. El
progreso se respiraba por doquier. Quien se arriesgaba, ganaba. Quien compraba
una casa, un libro raro o un cuadro, veía cómo subía su precio; con cuanta
mayor audacia y prodigalidad se creara una empresa, más asegurados estaban los
beneficios. Al mismo tiempo una prodigiosa despreocupación había descendido al
mundo, porque ¿quién podía parar ese avance, frenar ese ímpetu que no cesaba de
sacar nuevas fuerzas de su propio empuje? Nunca fue Europa más fuerte, rica y
hermosa; nunca creyó sinceramente en un futuro todavía mejor; nadie, excepto
cuatro viejos arrugados, se lamentaba como antes diciendo que «los tiempos
pasados eran mejores». Pero no sólo las ciudades sino también las personas se
hicieron más bellas y sanas gracias al deporte, a una mejor alimentación, a la
jornada laboral más corta y a un contacto más íntimo con la naturaleza.
Descubrieron que el invierno-antes una época triste y desabrida, desaprovechada
por la gente que, malhumorada, jugaba a cartas en las tabernas o se aburría en
habitaciones demasiado caldeadas-en la montaña era como un lagar de sol
filtrado, como un néctar para los pulmones, un placer para la piel, la cual
sentía por debajo cómo fluía la sangre a borbotones. Y los montes, los lagos y
el mar ya no eran tan lejanos como antes. La bicicleta, el automóvil y los
ferrocarriles eléctricos habían acortado las distancias y habían dado al mundo
una nueva sensación de espacio. Los domingos, miles y miles de personas, con
flamantes chaquetas sport, bajaban a toda velocidad por las laderas nevadas sobre
esquís y trineos, por doquier surgían palacios de deportes y piscinas. Y justo
en las piscinas se podía ver claramente el cambio: mientras que en mis tiempos
de juventud llamaba la atención ver un cuerpo masculino realmente bien formado
en medio de papadas, vientres gruesos y pechos hundidos, ahora figuras ágiles,
curtidas por el sol, con la piel lisa gracias al deporte, rivalizaban entre sí
en competiciones llenas de serenidad antigua. Salvo los más pobres, ya nadie se
quedaba en casa los domingos; todos los jóvenes, entrenados en toda suerte de
deportes, salían a caminar, escalar y luchar; quien tenía vacaciones, no las
pasaba, como en tiempos de mis padres, cerca de la ciudad o, en el mejor de los
casos, en las comarcas de Salzburgo; la gente sentía curiosidad por ver mundo,
por comprobar. si en todas partes había lugares tan bellos o de una belleza
distinta; mientras que antes sólo los privilegiados salían al extranjero, ahora
viajaban a Francia e Italia empleados de banco y pequeños industriales. Viajar era más barato y más cómodo y, sobre todo, la
gente tenía otro coraje, una audacia nueva que la hacía más temeraria en las
excursiones, menos miedosa y prudente en la vida; más aún: la gente se
avergonzaba de tener miedo. La generación entera decidió hacerse más juvenil,
todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser
joven; de pronto desaparecieron las barbas, primero entre los más jóvenes y,
luego, entre los mayores, que imitaban a los primeros para no parecer viejos.
La consigna era ser joven y vigoroso y dejarse de apariencias dignas y
venerables. Las mujeres tiraron a la basura los corsés que les apretaban los
pechos, renunciaron a las sombrillas y los velos, porque ya no temían al aire y
al sol, se acortaron las faldas para poder mover mejor las piernas cuando
jugaban a tenis y ya no se avergonzaban de dejarlas al descubierto y
exhibirlas. Los hombres llevaban bombachos, las mujeres se atrevieron a montar
a caballo como los hombres, nadie se tapaba ni se escondía de los demás. El
mundo se había vuelto no sólo más bello, sino también más libre. Fueron la salud y la confianza en sí misma de la
generación posterior a la nuestra las que conquistaron esa libertad también
para las costumbres. Por primera vez vi a muchachas saliendo de excursión con
chicos sin institutriz y practicando deportes en una franca y confiada
camaradería; ya no eran las tímidas mojigatas de antes, sabían lo que querían y
lo que no. Liberadas del temeroso control de los padres, ganándose la vida como
secretarias o funcionarias, se tomaron el derecho de moldear su vida a su
antojo. La prostitución, la única institución del amor permitida en el viejo
mundo, disminuyó visiblemente; gracias a esa nueva y sana libertad, toda forma
de beatería se convirtió en pasada de moda. En las piscinas, cada vez más a
menudo se fueron derribando las vallas de madera que hasta entonces habían
separado implacablemente la sección de los hombres de la de las mujeres;
hombres y mujeres ya no se avergonzaban de mostrar sus cuerpos; en aquellos
diez años hubo más libertad, despreocupación y desenfado que en los cien años
anteriores. Y es que el mundo se movía a otro ritmo. Un año,
¡cuántas cosas pasaban en un año! Los inventos y descubrimientos se sucedían a
una velocidad vertiginosa y no tardaban en convertirse en un bien común; las
naciones sentían por primera vez que formaban parte de una colectividad, cuando
se trataba de intereses comunes. El día en que el zepelín se elevó para
emprender su primer viaje, yo me hallaba casualmente en Estrasburgo, de camino
hacia Bélgica, y vi, en medio de los estruendosos gritos de la multitud, el
dirigible planeando alrededor de la catedral como si quisiera inclinarse ante
aquella obra milenaria. Aquella misma noche, ya estando yo en Bélgica, en casa
de Verhaeren, llegó la noticia de que la nave se había estrellado en
Echterdingen. Verhaeren tenía lágrimas en los ojos y estaba terriblemente
conmocionado. Como belga no se sentía indiferente ante la catástrofe alemana,
puesto que como europeo, como hombre de nuestro tiempo, era sensible tanto a la
victoria común sobre los elementos como a la aflicción común. Lanzamos gritos
de júbilo en Viena cuando Blériot sobrevoló el canal de la Mancha, como si
fuera un héroe de nuestro país; el orgullo por los triunfos de nuestra ciencia
y de nuestra técnica, que se sucedían hora tras hora, propició por primera vez
un sentimiento europeo común, una conciencia nacional europea. ¡Qué absurdas, nos decíamos, aquellas fronteras,
cuando un avión las podía superar fácilmente, casi como en un juego! ¡ Qué
provincianas y artificiales aquellas barreras aduaneras y los policías de
fronteras! ¡Qué contradicción con el espíritu de los tiempos que ansía a ojos
vistas unión y fraternidad universales! El vuelo de los sentimientos no fue
menos prodigioso que el de los aviones; compadezco a los que en su juventud no
vivieron esos últimos años de confianza en Europa, porque el aire que nos rodea
no está muerto ni vacío, sino que lleva en sí la vibración y el ritmo del
momento; nos los inyecta en la sangre y los conduce hasta el fondo del corazón
y el cerebro. En aquellos años todos nosotros absorbíamos energía del impulso
general de la época y nuestra confianza personal se alimentaba de la colectiva.
Ingratos como somos los hombres, quizás entonces no apreciábamos la fuerza y la
seguridad con que nos llevaba la ola. Pero sólo quien vivió aquella época de
confianza universal sabe que, desde entonces, todo ha sido recaída y
ofuscación. Magnífica fue aquella oleada de fuerza tonificante que
batía contra nuestros corazones desde todas las costas de Europa. Pero todo lo
que nos llenaba de júbilo a la vez constituía, sin que lo sospecháramos, un
peligro. La tempestad de orgullo y de confianza que rugía sobre Europa
arrastraba también densos nubarrones. Quizás el progreso había llegado
demasiado deprisa, quizá los Estados y las ciudades se habían hecho fuertes con
demasiada rapidez; y la sensación de poder siempre induce a hombres y Estados a
hacer uso o abuso de él. Francia rebosaba riqueza, pero aún quería más: quería
otra colonia, a pesar de que no contaba con gente suficiente para poblar la
primera; faltó poco para que estallase una guerra a causa de Marruecos. Italia
quería la Cirenaica, Austria se anexionó Bosnia. Serbios y búlgaros, a su vez,
atacaron a Turquía, y Alemania, excluida por el momento, extendía ya las garras
para asestar su furioso golpe. La sangre se subía a la cabeza de todos los
Estados y la congestionaba. De la fecunda voluntad de consolidación interior
surgió, a la vez y por doquier, un afán de expansión que se propagó como una
infección vírica. Los industriales franceses, que hacían su agosto, estaban en
contra de los alemanes, que también se hacían de oro, porque unos y otros
querían más suministros de cañones: Krupp y Schneider-Creusot. La navegación
hamburguesa, con sus colosales dividendos, trabajaba contra la de Southampton,
los agricultores húngaros contra los serbios, unos consorcios contra otros: la
coyuntura los había vuelto locos a todos, aquí y allá, llenos de un afán
desenfrenado de poseer siempre más. Si hoy, reflexionando con calma, nos preguntamos por
qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un solo fundamento
razonable, ni un solo motivo. No era una cuestión de ideas, y menos aún se
trataba de los pequeños distritos fronterizos; no sabría explicarlo de otro
modo sino por el exceso de fuerza, por las trágicas consecuencias de ese
dinamismo interior que durante cuarenta años había ido acumulando paz y quería
descargarla violentamente. De repente todos los Estados se sintieron fuertes,
olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos
querían algo de los demás. Y lo peor fue que nos engañó precisamente la
sensación que más valorábamos todos: nuestro optimismo común, porque todo el
mundo creía que en el último momento el otro se asustaría y se echaría atrás;
y, así, los diplomáticos empezaron el juego del bluf recíproco. Hasta cuatro y
cinco veces en Agadir, en la guerra de los Balcanes, en Albania, todo quedó en
un juego; pero en cada nueva ocasión las alianzas se volvían cada vez más
estrechas y adquirían un carácter marcadamente belicista. En Alemania se
introdujo un impuesto de guerra en pleno período de paz y en Francia se
prolongó el servicio militar; a la larga, el exceso de energía tenía que
descargar y las señales de tormenta en los Balcanes indicaban la dirección de
los nubarrones que ya se acercaban a Europa. Todavía no cundía el pánico, pero sí una inquietud que
quemaba lenta, pero constante; siempre que sonaban disparos en los Balcanes,
experimentábamos un cierto malestar. ¿Acabaría por sorprendernos la guerra, sin saber por
qué ni para qué? Poco a poco-j demasiado poco a poco, demasiado tímidamente,
como hoy sabemos! -se fueron concentrando las fuerzas antagónicas. Ahí estaba
el Partido Socialista, millones de hombres en un lado y en el otro, que en sus
programas decía «no» a la guerra; ahí estaban los poderosos grupos católicos
bajo la dirección del Papa y algunos consorcios de composición internacional;
ahí estaban unos pocos políticos sensatos que mostraron su repulsa ante
aquellas maquinaciones subterráneas. Y también nosotros, los escritores,
formábamos parte de las filas contrarias a la guerra, aunque, como siempre, de
forma individual y aislada, en vez de formar una unidad compacta y decidida.
Por desgracia, la actitud de la mayoría de intelectuales era de pasividad e
indiferencia, porque, gracias a nuestro optimismo, el problema de la guerra,
con todas sus consecuencias morales, aún no había penetrado en nuestro
horizonte interior: en ninguno de los escritos importantes de los prohombres de
la época se encuentra una sola exposición de principios ni un solo aviso
arrebatado. Nos parecía que bastaba con pensar a escala europea y unirnos en
una hermandad internacional, declararnos partidarios del ideal de un
entendimiento pacífico-dentro de nuestra esfera, que sólo de modo muy indirecto
influía en el presente-y de una fraternidad espiritual por encima de lenguas y
países. Y precisamente era la nueva generación la que se adhería con más
entusiasmo a esa idea europea. En París, en el círculo próximo a mi amigo
Bazalgette, encontré a un grupo de jóvenes que, al contrario de la generación
anterior, rechazaba cualquier nacionalismo estrecho y cualquier imperialismo
agresivo: Jules Romains, quien más adelante, durante la guerra, escribió su
gran poema dedicado a Europa; y Georges Duhamel, Charles Vidrac, Durtain, René
Arcos, Jean Richard Bloch, reunidos primero en la Abbaye y después en la Effort
libre, que fueron apasionados paladines de un futuro europeísmo y que-como lo
demostró la prueba de fuego de la guerra-se mostraron inalterables en su
aversión hacia cualquier tipo de militarismo; he aquí una juventud intrépida,
dotada de talento y moralmente decidida, como muy pocas veces ha engendrado
Francia. En Alemania fue Werfel quien, con su Amigo del mundo, puso el acento
lírico más intenso en la hermandad universal; René Schickele, a quien, como
alsaciano, el destino había situado entre las dos naciones, trabajó fervientemente
a favor de un entendimiento; desde Italia nos saludó como camarada G. A.
Borghese; de las tierras escandinavas y eslavas nos llegaban voces de ánimo.
«Pues, venga, va, venga a visitarnos», me decía en una carta un gran escritor
ruso. «Demostrad a los paneslavistas que nos quieren incitar a una guerra que
vosotros, allí en Austria, no queréis.» ¡Ah, todos amábamos nuestra época, que
nos llevaba sobre sus alas, todos amábamos, a Europa! Pero esa fe ingenua en la
razón, de la que esperábamos que evitaría la locura en el último momento, fue a
la vez nuestra única culpa. Cierto que no examinamos con suficiente desconfianza
las señales escritas en la pared, pero ¿acaso no es propio de la juventud el no
ser desconfiada, sino crédula? Confiábamos en Jaurés, en la Internacional
Socialista, creíamos que los ferroviarios volarían las vías antes que cargar a
sus camaradas hacia el frente como animales hacía el matadero, contábamos con
que las mujeres se negarían a sacrificar a sus hijos y maridos al dios Moloc,
estábamos convencidos de que la fuerza espiritual y moral de Europa triunfaría
en el último momento crítico. Nuestro idealismo colectivo, nuestro optimismo
condicionado por el progreso nos llevó a ignorar y despreciar el peligro. Además, nos faltaba un organizador que uniera
decididamente nuestras fuerzas latentes. Existía entre nosotros un solo hombre, uno solo, que
lo advertía todo, que reconocía las señales desde lejos; pero, por extraño que
pueda parecer, a pesar de que vivía entre nosotros, durante largo tiempo no
supimos nada de él, de ese hombre que el destino nos había designado como guía.
Fui muy afortunado al descubrirlo en el último momento, cosa que me costó lo
mío porque, aunque vivía en pleno centro de París, se hallaba lejos de la foire
sur la place. Si un día alguien emprende la tarea de escribir una historia
íntegra y real de la literatura francesa del siglo XX, no podrá pasar por alto
el sorprendente fenómeno de que los periódicos de París de aquella época
elogiaban a todos los escritores y nombres imaginables, ignorando, en cambio,
los de los tres más importantes o citándolos en contextos erróneos. Entre 1900
y 1914 nunca vi citado el nombre de Paul Valéry como escritor ni en Le Fígaro
ni en Le Matin; Marcel Proust pasaba por un pisaverde de salón y Romain Rolland
por un musicólogo erudito; tenían casi cincuenta años cuando el primer tímido
rayo de fama iluminó sus nombres y habían creado su gran obra en la sombra, en
medio de la ciudad más curiosa e intelectual del mundo. Fue una casualidad descubrir a Romain Rolland a
tiempo. En Florencia una escultora rusa me había invitado a tomar un té para
mostrarme sus obras y también para intentar hacerme un boceto. Me presenté en
su casa a las cuatro en punto, olvidando que era rusa y que, por lo tanto, no tenía
sentido del tiempo ni de la puntualidad. Una vieja babushka, que, según había
oído, ya había sido nodriza de su madre, me acompañó al estudio, donde la cosa
más pintoresca era el desorden, y me pidió que esperase. En total había allí
cuatro esculturas pequeñas y en un par de minutos las tuve más que vistas. De
modo que, para no perder el tiempo, cogí un libro o, mejor dicho, unos
cuadernos parduzcos que estaban desperdigados por el estudio. Cahiers de la
Quinzaine, se llamaban, y recordé que ya había oído antes ese título en París.
Pero ¿quién podía seguir de cerca todas las revistillas que aparecían y
desaparecían a lo largo y ancho del país como efímeras flores idealistas? Hojeé
el volumen L'aube de Romain Rolland y empecé a leerlo, cada vez más asombrado e
interesado. ¿Quién era aquel francés que conocía tan bien Alemania? Pronto
agradecí a la bendita rusa su falta de puntualidad. Cuando finalmente apareció,
mí primera pregunta fue: «¿Quién es ese Romain Rolland?» No me supo dar
información cumplida y sólo cuando hube logrado reunir el resto de los
volúmenes (los últimos se encontraban todavía en fase de elaboración), supe que
por fin tenía en mis manos la obra que no servía a una sola nación europea sino
a todas y al hermanamiento entre ellas; supe que aquél era el hombre, el
escritor, que ponía en juego todas sus fuerzas morales: el amor al conocimiento
y la sincera voluntad de conocer, la imparcialidad probada y alambicada y una
fe alentadora en la misión unificadora del arte. Mientras nosotros dispersábamos
las fuerzas en pequeñas proclamas, él había puesto manos a la obra en silencio
y pacientemente para mostrar a los pueblos las cualidades más atractivas de
cada uno de ellos; en aquellas páginas se estaba escribiendo la primera novela
conscientemente europea, se estaba ultimando la primera llamada decisiva a la
fraternidad, más eficaz que los himnos de Verhaeren, porque llegaba a masas más
amplias, más enérgica que todos los panfletos y protestas; se estaba llevando a
cabo en ellas, en silencio, lo que todos esperábamos y anhelábamos
inconscientemente. Lo primero que hice en París fue recabar información
acerca de él, recordando las palabras de Goethe: «Él ha aprendido, él puede
enseñarnos.» Pregunté por él a los amigos. A Verhaeren le pareció recordar un
drama, Los lobos, que se había representado en el socialista Théátre du Peuple.
Bazalgette, a su vez, había oído que Rolland era musicólogo y habría escrito un
librito sobre Beethoven; en el catálogo de la Biblioteca Nacional encontré una
docena de obras sobre música antigua y moderna y siete u ocho dramas: todo ello
publicado por pequeñas editoriales o en los Cahiers de la Quinzaine.
Finalmente, con el propósito de encontrar un punto de contacto, le envié un
libro mío. No tardé en recibir una carta que me invitaba a su casa y así inicié
una amistad que, junto con la de Freud y la de Verhaeren, resultó la más
fecunda de mi vida y, en algunos momentos, incluso decisiva. Los días
memorables de la vida tienen una luminosidad más intensa que los normales. Por eso recuerdo con extraordinaria claridad aquella
primera visita. Por una estrecha escalera de caracol, subí cinco pisos de una
sencilla casa cercana al bulevar de Montparnasse, y ya ante la puerta noté un
silencio especial; el rumor del bulevar se oía tan poco como el viento que,
bajo las ventanas, rozaba los árboles del jardincillo de un viejo convento.
Rolland me abrió la puerta y me condujo a su pequeño gabinete, repleto de
libros hasta el techo. Vi por primera vez sus ojos azules, extrañamente luminosos,
los ojos más claros y a la vez más bondadosos que he visto nunca en una
persona, unos ojos de esos que durante la conversación extraen fuego y color de
los sentimientos más profundos, se ensombrecen con la tristeza, se ahondan con
la meditación y centellean con la emoción; aquellas pupilas únicas entre unos
párpados un poco demasiado cansados, ligeramente enrojecidas de tanto leer y
velar, que eran capaces de resplandecer con una luz benévola y comunicativa.
Examiné su figura con una cierta timidez. Muy alto y delgado, andaba un tanto
encorvado, como si las incontables horas pasadas ante el escritorio le hubiesen
doblado la espalda; su aspecto era enfermizo a causa de los rasgos muy
pronunciados del rostro y de un color de piel muy pálido. Hablaba en voz muy
baja y en todos los demás aspectos mostraba un sumo cuidado de su cuerpo; casi
nunca salía a pasear, comía poco, no bebía ni fumaba y evitaba cualquier
esfuerzo físico, pero más adelante tuve que reconocer con admiración el enorme
aguante de aquel cuerpo ascético y la gran capacidad de trabajo intelectual que
se escondía tras aquella aparente fragilidad. Escribía durante horas y horas en
un pequeño escritorio colmado de libros y papeles, leía durante horas y horas
en la cama, no concedía a su cuerpo fatigado más de cuatro o cinco horas de
sueño y el único esparcimiento que se permitía era la música; tocaba el piano
de maravilla, con una pulsación delicada que nunca olvidaré, acariciando las
teclas, como si no quisiera arrancarles las notas por la fuerza, sino a base de
caricias. Ningún otro virtuoso de la música-y debo decir que he oído tocar en
la intimidad a Max Reger, a Busoni y a Bruno Walter-me ha causado tal sensación
de comunicación inmediata con los admirados maestros. Su polifacético saber avergonzaba a los demás;
viviendo, de hecho, sólo con ojos de lector, dominaba la literatura, la
filosofía, la historia, los problemas de todos los países y de todos los
tiempos. Conocía la música hasta el último compás, estaba familiarizado incluso
con las obras más distantes de Galuppi, de Telemann y también de músicos de
sexta y séptima categoría, y al mismo tiempo participaba con ardor en todos los
acontecimientos de la actualidad. En aquella modesta celda monacal el mundo se
reflejaba como en una camera obscura. Desde el punto de vista de las relaciones
humanas, había disfrutado de la confianza de los grandes de su época, había
sido discípulo de Renan, huésped en casa de Wagner, amigo de Jaurés; Tolstói le
había dirigido la famosa carta que, como humana confesión, acompaña dignamente
su obra literaria. Noté allí-y eso siempre despierta en mí un sentimiento de
felicidad-una superioridad humana, moral, una libertad interior sin orgullo,
libertad como manifestación natural y evidente de un alma fuerte. A primera
vista reconocí en él-y el tiempo me dio la razón-al hombre que se convertiría
en la conciencia de Europa en el momento decisivo. Hablamos de su
Jean-Christophe. Rolland me contó que con aquel libro había tratado de cumplir
con un triple deber: su gratitud hacia la música, su profesión de fe en la
unidad europea y una llamada a los pueblos a la reflexión. Cada uno de nosotros
debía influir ahora desde su lugar, desde su país, desde su lengua. Era el
momento de estar alerta, cada vez más. Las fuerzas que empujaban hacia el odio
eran, por su misma naturaleza vil, más vehementes y agresivas que las
conciliadoras; además, se escondían tras ellas intereses económicos con menos
escrúpulos que los nuestros. El absurdo se había puesto visiblemente manos a la
obra y luchar contra él era incluso más importante que nuestro arte. La
aflicción por la fragilidad de la estructura terrenal me resultó doblemente
conmovedora en un hombre que en toda su obra había celebrado la inmortalidad
del arte. -Nos puede servir de consuelo a cada uno de nosotros
en tanto que individuos-me respondió-, pero nada puede contra la realidad. Esto ocurría en el año 1913. Fue la primera
conversación que me hizo comprender que nuestro deber no consistía en hacer
frente-sin preparación y cruzados de brazos-a la perspectiva, posible a pesar
de todo, de una guerra europea; después, en el momento decisivo, nada dio a
Rolland una superioridad moral tan evidente sobre todos los demás como el hecho
de que ya de antemano había fortalecido dolorosamente su espíritu. Los de
nuestro círculo también habíamos hecho algo; yo había traducido mucho, había
llamado la atención sobre los escritores vecinos, en 1912 había acompañado a
Verharen en una gira de conferencias por toda Alemania que se convirtió en una
manifestación de hermandad francoalemana; en Hamburgo, Verhaeren y Dehmel, el
gran poeta francés y el gran poeta alemán, se abrazaron públicamente. Había
convencido a Reinhardt para que dirigiera el nuevo, drama de Verhaeren, nuestra
colaboración a ambos lados no había sido nunca tan cordial, intensa e
impulsiva, y en muchos momentos de entusiasmo fuimos víctimas de la ilusión de
haber mostrado al mundo el camino recto y salvador. Pero el mundo se interesaba
muy poco por semejantes manifestaciones literarias y seguía su pernicioso
camino. Cualquier chisporreteo eléctrico en el maderamen producía fricciones
invisibles, la chispa saltaba a cada momento (el asunto Zabern, la crisis de
Albania, una entrevista mal llevada), sólo una, pero capaz de hacer estallar todo
el material explosivo acumulado. Sobre todo en Austria notábamos que nos
hallábamos en el centro de la zona de agitación. En el año 19 o el emperador
Francisco José había superado su octogésimo aniversario. No podía durar mucho
más aquel anciano convertido ya en un símbolo, y empezó a propagarse un
sentimiento místico, un estado de ánimo nacido de la idea de que, tras su
fallecimiento, el proceso de disolución de la milenaria monarquía sería
imparable. En el interior crecía la presión entre las distintas nacionalidades
y en el exterior, Italia, Serbia, Rumanía y, hasta cierto punto, incluso
Alemania esperaban repartirse el imperio. La guerra de los Balcanes, donde
Krupp y Schneider-Creusot probaban sus respectivos cañones contra «material
humano» extranjero-del mismo modo que lo harían más adelante los alemanes e
italianos con sus aviones en la Guerra Civil española-nos arrastraba cada vez
más hacia una corriente que se precipitaba desde lo alto de una catarata. La
gente vivía de sobresalto en sobresalto, para después, empero, volver a
respirar aliviada: «Esta vez todavía no. ¡Y esperemos que nunca!» Sabemos por
experiencia que es mucho más fácil reconstruir los hechos de una época que su
atmósfera espiritual. Ésta no se encuentra sedimentada en los acontecimientos
oficiales, sino más bien en pequeños episodios personales, como los que
desearía intercalar aquí. Para ser sincero, en aquel momento yo no creía en la
guerra. Pero por dos veces soñé despierto, como quien dice, y me desperté de un
sobresalto. La primera fue a causa del «Asunto Redl», que, como todos los
episodios importantes que ocurren en un segundo plano de la historia, es poco
conocido. Al tal coronel Redl, héroe de uno de los dramas más
complicados del espionaje, lo conocí personalmente en un breve encuentro. Vivía
en el mismo barrio que yo, a una calle de distancia de la mía, me lo había
presentado en una ocasión un amigo mío, el fiscal T., en el café donde dicho
señor de aspecto agradable y bonachón fumaba sus cigarros puros; desde entonces
nos saludábamos. Sólo más tarde descubrí hasta qué punto estamos envueltos por
el misterio en la vida y qué poco sabemos de las personas que viven a nuestro
alrededor. El tal coronel, de aspecto parecido al de cualquier buen oficial
austriaco, era el hombre de confianza del heredero del trono; le habían
encomendado la importante tarea de dirigir el servicio secreto del ejército y
contrarrestar el del enemigo. Pues bien, resulta que se filtró la noticia de
que en 1912, durante la crisis de la Guerra de los Balcanes, cuando Rusia y
Austria se movilizaron una contra otra, el secreto más importante del ejército
austriaco, «el plan de operaciones», había sido vendido a Rusia, algo que, en
caso de guerra, habría provocado una catástrofe sin precedentes, pues de ese modo
los rusos habrían conocido de antemano, paso a paso, todos los movimientos
tácticos de la ofensiva austriaca. El pánico que provocó esta traición en los
círculos del estado mayor fue terrible; al coronel Redl, como experto máximo,
le incumbía la misión de descubrir al traidor, que sólo podía hallarse entre
los oficiales de mayor graduación. A su vez, el ministerio de Asuntos
Exteriores, que no confiaba del todo en la capacidad de las autoridades
militares (un ejemplo típico del antagonismo envidioso de los distintos
departamentos), dio la orden, sin informar antes al estado mayor, de investigar
el caso por separado y a tal fin encargó a la policía, entre otras medidas, que
abriera todas las cartas que llegaban del extranjero a las listas de correos,
sin respetar el secreto postal. Un buen día llegó a una estafeta de correos, a la
dirección cifrada Opernball, una carta procedente de la estación fronteriza
rusa de Podwoloczyska que, una vez abierta, resultó no contener ningún papel
escrito, sino seis o siete billetes de mil coronas austriacas. Este sospechoso
hallazgo fue inmediatamente enviado a la jefatura de policía, la cual dio la
orden de apostar a un detective al lado de la ventanilla a fin de detener en el
acto a la persona que reclamase la sospechosa carta. Por un instante la tragedia tomó un cariz típicamente
vienés. A eso de las doce del mediodía un hombre se personó en la estafeta para
pedir la carta a nombre de Opernball. El funcionario de correos hizo de
inmediato la señal convenida al detective. Pero el detective había salido a
tomar un aperitivo y, cuando regresó, sólo pudo comprobar que el desconocido
había subido a un coche de punto y se había marchado en dirección desconocida.
Pero en seguida empezó el segundo acto de la comedia vienesa. En aquella época
de coches de punto, aquellos elegantes y fashionable carruajes de dos caballos,
el cochero se consideraba un personaje demasiado distinguido como para limpiar
el vehículo con sus propias manos. Por esta razón en cada parada había un
«aguador», cuya función consistía en dar de comer a los caballos y lavar los
arreos. Por suerte, el aguador de enfrente de correos se había fijado en el
número del coche que acababa de salir; al cabo de un cuarto de hora todas las
comisarías de policía habían recibido el aviso y se había encontrado el coche.
El cochero había proporcionado la descripción del hombre al que había llevado
al café Kaiserhof, donde yo siempre encontraba al coronel Redl, y, además, por
una feliz casualidad, habían hallado en el carruaje la navaja de bolsillo con
la que el desconocido había abierto el sobre. Los policías acudieron
rápidamente al café Kaiserhof. Entre tanto, el hombre cuya descripción
facilitaron los agentes había vuelto a salir, pero los camareros declararon con
toda naturalidad que no era otro que su cliente habitual, el coronel Redl, y
que acababa de regresar al hotel Klomser. El detective se quedó de una pieza. Se había resuelto
el misterio. El coronel Redl, jefe supremo del servicio de espionaje del
ejército austriaco, era al mismo tiempo un espía pagado por el estado mayor
ruso. No sólo había vendido secretos y el plan de operaciones, sino que ahora,
de repente, por fin quedaba claro por qué durante los últimos años todos los
espías austriacos que él enviaba a Rusia habían sido detenidos y condenados.
Dio comienzo una frenética actividad telefónica que se prolongó hasta que se
consiguió hablar con Franz Conrad von Hótzendorf, jefe del estado mayor
austriaco. Un testigo ocular de aquella escena me contó que, después de las primeras
palabras, el hombre se volvió blanco como la cera. A continuación sonó el
teléfono en el palacio imperial; una consulta siguió a la otra. ¿Qué hacer? La
policía, a su vez, había tomado medidas para que el coronel Redl no pudiera
escapar. Cuando iba a salir de nuevo del hotel Klomser y en el momento de dar
un encargo al portero, un detective se le acercó con disimulo, le mostró la
navaja y le preguntó amablemente: «¿Por casualidad el coronel se ha dejado
olvidada esta navaja en el coche?» En aquel mismo instante el coronel Redl supo
que estaba perdido. Mirara adonde mirara, veía las caras conocidas de los
agentes de la policía secreta que lo vigilaban y, cuando volvió a entrar en el
hotel, dos de ellos lo siguieron hasta su habitación y le dejaron allí un
revólver. Y es que, entre tanto, en el palacio imperial se había decidido
acabar de una forma discreta aquel asunto tan ignominioso para el ejército
austriaco. Los dos agentes patrullaron hasta las dos de la madrugada por
delante de la habitación de Redl en el hotel Klomser. Fue pasada esta hora
cuando oyeron el disparo. Al día siguiente apareció en los periódicos de la
noche una breve nota necrológica en honor del benemérito coronel Redl, muerto
de repente. Pero había habido demasiadas personas envueltas en esa persecución
como para poder guardar el secreto. Además, poco a poco se fueron conociendo
detalles que explicaban muchas cosas desde el punto de vista psicológico. El
coronel Redl tenía inclinaciones homosexuales, sin que sus superiores y compañeros
lo supieran, y durante años había estado en manos de chantajistas, los cuales
finalmente le habían empujado a aquella escapatoria desesperada. Un escalofrío
de horror recorrió el ejército de punta a punta. Todo el mundo supo que, en
caso de guerra, aquella persona sola habría causado centenares de miles de
bajas y que por su culpa la monarquía habría llegado al borde del precipicio;
hasta aquel momento no comprendimos en Austria cuán cerca de la guerra mundial
habíamos estado el año anterior. Fue la primera vez que experimenté el sabor del miedo.
Al día siguiente tropecé con Berta von Suttner, la magnífica y generosa
Casandra de nuestra época. Aristócrata de una de las familias más importantes,
de muy joven había vivido el horror de la guerra de 1866 cerca del castillo
familiar de Bohemia. Y con la pasión de una Florence Nightingale vio que tenía
una sola misión en la vida: evitar una segunda guerra, cualquier guerra.
Escribió una novela, Abajo las armas, que tuvo un éxito mundial. Organizó
incontables asambleas pacifistas y el mayor triunfo de su vida fue despertar la
conciencia de Alfred Nóbel, el inventor de la dinamita, al que conminó a que
instituyera el premio Nóbel de la Paz y la Comprensión Internacional como
compensación por el mal que había causado con su invento. Vino a mi encuentro
muy exaltada. -Los hombres no comprenden lo que está pasando-dijo
gritando en medio de la calle, ella que solía hablar con tanta calma y
serenidad-. Eso significaba ya la guerra y nos lo han vuelto a esconder y
mantener en secreto. ¿Por qué no hacéis nada los jóvenes? ¡Os concierne más a
vosotros que a nadie! ¡Defendeos de una vez! ¡Uníos! No nos lo dejéis todo
siempre a nosotras, cuatro pobres viejas a quienes nadie escucha. Le comuniqué que me iba a París; quizá podríamos
organizar una manifestación conjunta. -¿Por qué sólo quizás?-insistió-. La situación está
peor que nunca, la maquinaria ya se ha puesto en marcha. Inquieto como estaba, me costó tranquilizarla. Pero precisamente en Francia un segundo episodio
personal me recordó con qué profética visión había vislumbrado el futuro
aquella anciana a la que en Viena nadie se tomaba en serio. Fue un episodio
insignificante, pero que a mí me impresionó muchísimo. En la primavera de 1914
había salido de París con una amiga para pasar unos días en la Turena y visitar
la tumba de Leo-nardo da Vinci. Habíamos caminado a lo largo de la suave y
soleada orilla del Loira y por la noche estábamos agotados. Decidimos, pues, ir
al cine en la ciudad un tanto soñolienta de Tours, donde anteriormente yo ya
había rendido homenaje a la casa natal de Balzac. Era un pequeño cine de barriada que en nada se parecía
a los modernos y luminosos palacios de cromo y cristal. Era una simple sala
improvisada, rebosante de gente sencilla, obreros, soldados y verduleras, buena
gente que charlaba de buen humor y que, a pesar de la prohibición de fumar,
lanzaba al aire asfixiante nubes de humo azul de Scaferlati y Caporal. En primer lugar proyectaron «Noticias del mundo». Una
regata en Inglaterra: la gente charlaba y reía. A continuación, un desfile
militar francés: tampoco en este caso la gente demostró un gran interés.
Tercera imagen: el emperador Guillermo visita al emperador Francisco José en
Viena. De repente vi en la pantalla el conocido andén de la fea estación Oeste
de Viena con unos policías esperando el tren. Después, un toque de corneta. El
anciano emperador Francisco José pasando por delante de la guardia de honor
para ir a dar la bienvenida a su huésped. Cuando el viejo emperador apareció en
la pantalla, caminando ya un poco encorvado y vacilante, la gente de Tours se
rió con simpatía del anciano de blancas patillas. Luego se vio el tren entrando
en la estación: el primer vagón, el segundo, el tercero. Se abrió la puerta del coche salón y de él bajó
Guillermo II, con su erizado bigote y el uniforme de general austriaco. Tan pronto como el emperador Guillermo apareció en la
pantalla, una pitada tremenda y un pataleo furioso estallaron espontáneamente
en la oscurecida sala. Todo el mundo gritaba y silbaba, mujeres, hombres y
niños se mofaban, como si el monarca los hubiera ofendido personalmente. La buena gente de Tours, que no sabía del pánico y del
mundo más que lo que leía en los periódicos, había enloquecido por unos
instantes. Me asusté. Me asusté hasta los tuétanos, porque me di cuenta de
hasta qué punto debía de haber progresado el emponzoñamiento provocado por años
y años de propaganda de odio, cuando incluso allí, en una pequeña ciudad de
provincias, sus cándidos ciudadanos y soldados habían sido ya instigados de tal
manera en contra del emperador y de Alemania, que una simple imagen fugaz en la
pantalla era capaz de provocar en ellos semejante estallido. Duró un segundo,
sólo un segundo. Después, cuando aparecieron otras imágenes, lo olvidaron todo.
Rieron a carcajada limpia con la película cómica que vino a continuación y se
golpeaban las rodillas con fruición y un gran estrépito. Sólo había sido un
segundo, pero un segundo que me demostró cuán fácil sería, en caso de una
crisis grave, provocar a los pueblos de uno y otro lado, a pesar de todas las
tentativas de entente, a pesar de todos nuestros esfuerzos. Aquello me estropeó la noche. No podía dormir. Si
aquel episodio hubiera tenido lugar en París, me habría inquietado igualmente,
pero no me habría trastornado tanto, porque el hecho de que el odio hubiera
penetrado tan adentro de la provincia y corroyera incluso a la gente apacible e
ingenua, me horripiló. Durante los días siguientes conté el episodio a mis
amigos; la mayoría de ellos no se lo tomó en serio. -Cuántas veces nosotros, los franceses, nos reímos de
la gordita reina Victoria y, ya ves, al cabo de dos años teníamos una alianza
con Inglaterra. No conoces a los franceses: la política no les cala muy hondo. Sólo Rolland lo vio de otro modo: -Cuanto más ingenuo
es el pueblo, tanto más fácil resulta embaucarlo. Las cosas andan mal desde que
eligieron a Poincaré. Su viaje a Petersburgo no será ciertamente de turismo. Hablamos todavía un rato acerca del congreso
socialista internacional, convocado para el verano en Viena, pero también en
este aspecto Rolland era más escéptico que los demás. -Vete a saber cuántos se mantendrán firmes una vez
hayan pegado los carteles con la orden de movilización. Hemos entrado en una
época de sensaciones colectivas, de histerias colectivas, y no podemos prever
qué fuerza tendrán en caso de guerra. Sin embargo, como ya he dicho antes, esos momentos de
inquietud pasaban volando como telarañas llevadas por el viento. Cierto que de
vez en cuando pensábamos en la guerra, pero no de un modo muy diferente de como
en ocasiones pensamos en la muerte: como algo que es posible, pero seguramente
lejano. Y París era demasiado bello en aquellos días y nosotros, demasiado
jóvenes y felices. Todavía recuerdo la encantadora farsa que Jules Romains ideó
para coronar-para escarnio del prince des poétes-a un prince des penseurs: un
buen hombre, algo simple, al que los estudiantes condujeron solemnemente ante
la estatua de Rodin en la entrada de su panteón. Y por la noche, durante el
banquete, armamos jolgorio como estudiantes traviesos. Los árboles estaban en
flor, el aire era dulce y ligero. Ante tantos encantos, ¿quién quería pensar en
algo tan inconcebible? Los amigos eran más amigos que nunca y se nos habían
añadido otros nuevos, procedentes del país extranjero: «enemigo». La ciudad
aparecía más despreocupada que nunca y la gente amaba esa despreocupación junto
con la propia. En aquellos últimos días acompañé a Verhaeren a Rouen, donde
debía dar una conferencia. De noche nos detuvimos ante la catedral, cuyas
puntas resplandecían con fulgores mágicos a la luz de la luna. Milagros tan
cautivadores, ¿pertenecían todavía a una «patria»? ¿No nos pertenecían a todos?
Nos despedimos en la estación de Rouen, en el mismo lugar donde, dos años más
tarde, una de las máquinas por él cantadas habría de despedazarlo. Nos abrazamos. -¡El uno de agosto, en mi casa de Caillou qui bique!
Se lo prometí, porque todos los años lo visitaba en esa villa suya para
traducir, junto con él, sus nuevos versos. ¿Por qué no, pues, también aquel
año? Libre de preocupaciones, me despedí de los demás amigos. Despedida de
París, un adiós indolente, nada sentimental, como quien abandona su casa por
unas semanas. Mi programa para los meses siguientes estaba muy claro. Primero
rumbo a Austria, retirado en cualquier lugar del campo, para adelantar el
trabajo sobre Dostoievski (que no se publicaría hasta cinco años más tarde) y
terminar el libro Tres maestros, cuyo contenido consistía en presentar a tres
grandes naciones, cada una con uno de sus mejores novelistas. Después, a casa
de Verhaeren y, en invierno, el viaje a Rusia, planeado desde hacía tiempo,
para crear allí un grupo a favor de nuestro mutuo entendimiento espiritual. El
camino que se abría ante mí, a la edad de treinta y dos años, era claro y
llano; en aquel radiante verano el mundo se me ofrecía bello y lleno de sentido
como una fruta exquisita. Y yo lo amaba por su presente y por su futuro, aún
más esplendoroso. Entonces, el 28 de junio de 1914, sonó aquel disparo en
Sarajevo que, en cuestión de segundos, troceó, como si de un cántaro se
tratara, el mundo de seguridad y de cordura en el que nos habían criado y
educado y que habíamos adoptado como patria. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO IX STEFAN ZWEIG LAS PRIMERAS HORAS DE LA GUERRA DE 1914 El verano de 1914 seguiría siendo igualmente
inolvidable sin el cataclismo que descendió sobre tierra europea, porque pocas
veces he vivido un verano tan exuberante, hermoso y casi diría... veraniego. El
cielo, de un azul sedoso noche y día; el aire, dulce y sensual; los prados,
fragantes y cálidos; los bosques, oscuros y frondosos, con su joven verdor;
todavía hoy, al pronunciar la palabra «verano», automáticamente me vienen a la
memoria aquellos radiantes días de julio que pasé en Baden, cerca de Viena. Me
había retirado a esa pequeña y romántica ciudad que con tanta frecuencia había
escogido Beethoven como residencia veraniega, para concentrarme durante todo el
mes en el trabajo y luego pasar el resto del verano con mi venerado amigo
Verhaeren en una villa de Bélgica. En Baden no hace falta salir del núcleo
urbano para disfrutar del paisaje. El hermoso bosque quebrado por colinas se
interna imperceptiblemente entre las casas bajas estilo biedermeier que han
conservado la sencillez y el encanto de los tiempos de Beethoven. Uno se puede
sentar en las terrazas de cafés y restaurantes que abundan por doquier, y
siempre que quiera se puede mezclar con la alegre clientela de los balnearios
que desfila en sus carruajes por el parque o se pierde por caminos solitarios. En la víspera de aquel 29 de junio, que la católica
Austria celebraba siempre como la festividad de San Pedro y San Pablo, habían
llegado muchos clientes de Viena. Ataviada con ropas claras de verano, alegre y
despreocupada, la multitud se agitaba en el parque ante la banda de música.
Hacía un tiempo espléndido; el cielo sin nubes se extendía sobre los grandes
castaños y era un día para sentirse realmente feliz. Se acercaban las
vacaciones para pequeños y mayores y, en aquella primera fiesta estival, los
veraneantes, con el olvido de sus preocupaciones diarias, anticipaban en cierto
modo la estación entera del aire radiante y el verdor intenso. Yo estaba
sentado lejos de la multitud del parque, leyendo un libro (todavía recuerdo
cuál: Tolstói y Dostoievski de Merezhkovski); lo leía con atención e interés.
Pero también era consciente del viento entre los árboles, de los trinos de los
pájaros y de la música que llegaba a mis oídos desde el parque a oleadas. Oía
claramente las melodías, sin que me molestaran, puesto que nuestro oído es tan
adaptable, que un ruido continuado, una calle estrepitosa o un riachuelo
susurrante al cabo de pocos minutos se amoldan completamente a nuestra
conciencia y, al contrario, una interrupción inesperada del ritmo nos obliga a
aguzar los oídos. Y fue así como interrumpí sin querer la lectura:
cuando, de repente, la música paró en mitad de un compás. No sabía qué pieza
estaba tocando la banda en aquel momento, sólo noté que la melodía había cesado
de golpe. Instintivamente levanté los ojos del libro. La multitud, que como una
sola masa de colores claros paseaba entre los árboles, también daba la
impresión de que había sufrido un cambio: de repente había detenido sus
evoluciones. Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músicos
abandonaban el quiosco de la orquesta. También eso era extraño, pues el concierto solía durar
una hora o más. Algo debía de haber causado aquella brusca interrupción;
mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante
el quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acababan
de colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un
telegrama anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa,
que habían ido a Bosnia para asistir a unas maniobras militares, habían caído
víctimas de un vil atentado político. Cada vez se
reunía más gente alrededor del anuncio. La inesperada noticia pasaba de boca en
boca. Pero hay que decir en honor a la verdad que en los rostros no se
adivinaba ninguna emoción o irritación especiales, porque el heredero del trono
nunca había sido un personaje querido. Todavía recuerdo, de cuando era niño,
aquel otro día en que encontraron en Meyerling al príncipe heredero Rudolf,
hijo único del emperador, muerto de un disparo. En aquella ocasión la ciudad
entera se alborotó, presa de una gran agitación; un gentío enorme se había
congregado para ver la capilla ardiente y había expresado de manera abrumadora
su pésame al emperador y el horror por la muerte, en la flor de la vida, de su
único hijo y heredero, en quien todos habían puesto sus mayores esperanzas,
porque era un Habsburgo progresista y extraordinariamente simpático como
persona. A Francisco Fernando le faltaba lo más importante para ser realmente
popular en Austria: afabilidad personal, encanto humano y buenas maneras en el
trato social. Yo lo había observado a menudo en el teatro. Permanecía sentado
en su palco, imponente y repantingado, con sus ojos de mirada fija y fría, sin
dirigirlos hacia el público ni una sola vez con simpatía ni animar a los
actores con afectuosos aplausos. Nunca nadie le había visto sonreír, no existía
ninguna fotografía suya donde apareciese con ademán distendido. No tenía
afición por la música ni sentido del humor, y la mirada de su esposa encerraba
la misma displicencia. Un aire gélido rodeaba a esa pareja; se sabía que no
tenían amigos, que el viejo emperador odiaba al príncipe de todo corazón,
porque éste era incapaz de disimular con tacto su impaciencia de heredero por
subir al trono. Mi presentimiento, casi visionario, de que aquel
hombre de nuca de buldog y ojos fríos e inexorables sería la causa de alguna
desgracia no era, pues, tan sólo personal, sino que lo compartía toda la
nación; por esta razón la noticia de su asesinato no despertó ningún
sentimiento profundo. Al cabo de dos horas ya no se observaba señal alguna de
auténtica aflicción. La gente charlaba y reía, y por la noche la música volvió
a sonar en todos los locales. Aquel día hubo en Austria muchas personas que, a
escondidas, respiraron aliviadas, porque se había eliminado al heredero del
viejo emperador en beneficio del joven archiduque Carlos, mucho más popular. Al día siguiente los periódicos publicaron, desde
luego, extensas necrologías en que expresaban como es debido su indignación por
el atentado. Pero nada indicaba que se fuera a aprovechar el suceso para llevar
a cabo una acción política contra Serbia. En primer lugar, aquella muerte
creaba a la casa imperial un tipo de preocupaciones completamente distinto, a
saber: las del ceremonial del sepelio. De acuerdo con su rango de heredero del
trono y, sobre todo, porque había muerto en el ejercicio de su deber para con
la monarquía, le habría correspondido, naturalmente, un lugar en el panteón de
los Capuchinos, la sepultura histórica de los Habsburgos. Pero Francisco
Fernando, tras inacabables y encarnizadas luchas contra la familia imperial,
había acabado casándose con una tal condesa Chotek, una dama de la alta
aristocracia, en efecto, pero no de igual linaje y, según la misteriosa y
secular ley de la casa de los Habsburgos, en las grandes ceremonias las
archiduquesas obstinadamente mantenían la preferencia ante la esposa del
príncipe heredero, cuyos hijos no tenían derecho de sucesión. Pero la altanería de la corte se volvió también contra
la difunta. ¡Cómo! ¿Dar sepultura a una condesa Chotek en el panteón imperial
de los Habsburgos? ¡No, imposible! Estalló una intriga tremenda; las
archiduquesas protestaron ante el viejo emperador. En tanto que oficialmente se
pedía al pueblo riguroso duelo, en palacio se entrecruzaban violentos rencores
y, como de costumbre, quien recibió el agravio fue el difunto. Los maestros de
ceremonias inventaron el cuento de que había sido deseo expreso del fallecido
ser enterrado en Artstetten, un villorrio austriaco de provincias, y bajo tal
pretexto pseudopiadoso pudieron zafarse a la chita callando de la capilla
ardiente abierta al público, del cortejo fúnebre y de todas las polémicas sobre
el rango del personaje. Los féretros de ambos muertos fueron traslados
discretamente a Artstetten, donde recibieron sepultura. Viena, a cuya
curiosidad se había privado así de un buen espectáculo, en seguida empezó a
olvidar el trágico suceso. Al fin y al cabo, tras la muerte violenta de la
emperatriz Isabel y del príncipe heredero y tras la escandalosa huida de varios
miembros de la casa imperial, el pueblo austriaco se había acostumbrado hacía
ya tiempo a la idea de que el viejo emperador sobreviviría, solo e
imperturbable, a su descendencia «tantálida». Unas semanas más y el nombre y la
figura de Francisco Fernando habrían desaparecido para siempre de la historia. Pero luego, aproximadamente al cabo de una semana, de
repente empezó a aparecer en los periódicos una serie de escaramuzas, en un
crescendo demasiado simultáneo como para ser del todo casual. Se acusaba al
gobierno serbio de anuencia con el atentado y se insinuaba con medias palabras
que Austria no podía dejar impune el asesinato de su príncipe heredero, al
parecer tan querido. Era imposible sustraerse a la impresión de que se estaba
preparando algún tipo de acción a través de los periódicos, pero nadie pensaba
en la guerra. Ni los bancos ni las empresas ni los particulares cambiaron sus
planes. ¿Qué nos importaba aquella eterna disputa con los serbios que, como
todos sabíamos, en el fondo había surgido a causa de unos simples tratados
comerciales referentes a la exportación de cerdos serbios? Yo había preparado
las maletas para mi viaje a Bélgica, a casa de Verhaeren, y tenía mi trabajo
bien encaminado: ¿qué tenía que ver el archiduque muerto y enterrado con mi
vida? Era un verano espléndido como nunca y prometía serlo todavía más; todos
mirábamos el mundo sin inquietud. Recuerdo que en mi último día de estancia en Baden
paseé con un amigo por los viñedos y un viejo viñador nos dijo: -No hemos
tenido un verano parecido desde hacía mucho tiempo. Si sigue así, tendremos una
cosecha nunca vista. ¡La gente recordará este verano! Aquel viejo con delantal
blanco de tonelero no sabía qué verdad tan terrible encerraban sus palabras. El mismo ambiente despreocupado reinaba en Le Coq, el
pequeño balneario cerca de Ostende, donde yo tenía la intención de pasar dos
semanas antes de alojarme, como todos los años, en la pequeña villa de
Verhaeren. Los veraneantes aparecían tumbados en la playa bajo sombrillas de
colores o se bañaban; los niños hacían volar sus cometas y los jóvenes bailaban
en el rompeolas delante de los cafés. Todas las naciones imaginables estaban
pacíficamente reunidas allí; ante todo se oía hablar alemán porque, como todos
los años, la vecina Renania prefería enviar a sus veraneantes a las playas
belgas. El único estorbo procedía de los rapazuelos que repartían los
periódicos, los cuales, para vender, se desgañitaban anunciando los
amenazadores titulares de los diarios de París: L'Autriche provoque la Russie,
L'Allemagne prépare la mobilisation. Se podía observar cómo se oscurecían,
aunque sólo por unos minutos, los rostros de quienes compraban la prensa. Al
fin y al cabo, conocíamos aquellos conflictos diplomáticos desde hacía años;
siempre se resolvían en el último momento, antes de que las cosas fueran de mal
en peor. ¿Por qué no en esta ocasión también? Media hora después volvíamos a
ver a la misma gente divirtiéndose, chapoteando en el agua, las cometas
volaban, las gaviotas revoloteaban y el sol sonreía claro y cálido sobre
aquella tierra en paz. Pero las malas noticias se iban acumulando y cada vez
eran más amenazadoras. Primero el ultimátum de Austria a Serbia, después la
respuesta evasiva, los telegramas entre los monarcas y, al final, las
movilizaciones ya apenas disimuladas. Nada me retenía en aquel remoto rincón.
Todos los días cogía el tren eléctrico hasta Ostende para estar más cerca de
las noticias, que cada vez eran peores. La gente seguía bañándose, los hoteles
continuaban llenos, los veraneantes seguían paseando por el rompeolas, riendo y
charlando. Pero por primera vez algo nuevo se entrometió en la placentera escena.
De repente empezamos a ver soldados belgas, que hasta entonces nunca habían
pisado la playa. Se veían carretones cargados de ametralladoras tirados por
perros (curiosa peculiaridad del ejército belga). Yo estaba sentado en un café con unos amigos belgas,
un joven pintor y el escritor Crommelynck. Habíamos pasado la tarde en casa de
James Ensor, el pintor contemporáneo más importante de Bélgica, un hombre muy
especial, solitario y reservado, más satisfecho de los pequeños y pésimos
valses y polcas que componía para las bandas militares que de sus cuadros
fantásticos, pintados con relucientes colores. Nos había mostrado sus obras, a
decir verdad de bastante mala gana, porque le parecía grotesca la idea de que
alguien pudiera comprarle alguna. Su sueño, como contó riendo a los amigos, era
venderlas caras, pero a la vez poder conservarlas todas, porque con la misma
avidez se apegaba al dinero que a cada uno de aquellos cuadros. Cada vez que se
desprendía de uno, pasaba varios días desesperado. Aquel genial Harpagón nos
había puesto de buen humor con sus extravagantes manías y, cuando pasó por
delante de nosotros una tropa de soldados con una ametralladora tirada por
perros, uno de nosotros se puso de pie y acarició a uno de los animales, cosa
que enfureció al oficial al mando del pelotón, temeroso de que aquellos mimos a
un objeto bélico pudieran menoscabar la dignidad de una institución militar. -¿A qué vienen todos estos estúpidos desfiles?-gruñó
alguien a nuestro alrededor. Y otro le contestó irritado: -¿Acaso no hay que tomar
precauciones? Se dice que, en caso de guerra, los alemanes pasarán por nuestro
país. -¡Imposible!-dije yo, sinceramente convencido, porque
en aquel viejo mundo todavía creíamos que los tratados eran sagrados-. Si algo
ocurriera y Francia y Alemania se aniquilaran mutuamente hasta el último
hombre, vosotros los belgas permaneceríais tranquilamente a cubierto. Pero nuestro pesimista no se daba por vencido. Tenía
que haber alguna razón, dijo, para que se tomaran semejantes medidas en Bélgica.
Desde hacía algunos años corrían rumores acerca de un plan secreto del estado
mayor alemán para invadir Bélgica en caso de tener que atacar a Francia a pesar
de todos los tratados firmados. Pero yo tampoco me di por vencido. Me parecía de lo más absurdo que, mientras miles y
miles de alemanes disfrutaban, indolentes y felices, de la hospitalidad de
aquel pequeño país que no tenía arte ni parte en la reyerta, hubiera un
ejército en la frontera a punto de invadirlo. -¡Qué disparate!-dije-. ¡Colgadme de esta farola, si
los alemanes entran en Bélgica! Todavía ahora doy las gracias a mis amigos por
no haberme tomado la palabra. Pero luego vinieron los últimos días críticos de julio
y, de hora en hora, cada nueva noticia contradecía la anterior; los telegramas
del emperador Guillermo al zar y del zar al emperador Guillermo, la declaración
de guerra a Serbia por parte de Austria, el asesinato de Jaurés. Daba la
sensación de que iba en serio. De repente se levantó un frío viento de miedo en
la playa, que la barrió hasta dejarla completamente vacía. La gente, a miles,
dejó los hoteles y tomó los trenes por asalto; incluso las personas de más
buena fe se apresuraron a hacer las maletas. Yo también; tan pronto como oí la
noticia de la declaración de guerra por parte de los austriacos, me aseguré un
billete, y la verdad es que llegué justo a tiempo, porque el expreso de Ostende
fue el último tren que cubrió el trayecto entre Bélgica y Alemania. Viajamos de pie en los pasillos, nerviosos e
impacientes, hablando unos con otros. Nadie logró leer o permanecer sentado y
quieto, en cada estación nos precipitábamos fuera del tren para recoger más
noticias, con la secreta esperanza de que alguna mano decidida contuviera la
fatalidad que se había desencadenado. Todavía no creíamos en la guerra y, menos
aún, en una invasión de Bélgica. El tren se acercaba lentamente a la frontera.
Pasamos por Verviers, la estación fronteriza belga. Subieron al tren revisores
alemanes: en diez minutos estaríamos en territorio alemán. Pero, a medio camino de Herbestahl, la primera
estación alemana, el tren se detuvo de repente en campo abierto. Nos
apretujamos contra las ventanas de los pasillos. ¿Qué había ocurrido? A oscuras
vi pasar un tren de carga tras otro en dirección contraria: vagones abiertos o
cubiertos con lonas, bajo las cuales me pareció ver vagamente la amenazadora
silueta de unos cañones. Me dio un vuelco el corazón. Debía de ser la ofensiva
del ejército alemán. Pero quizá-me dije para consolarme-sólo era una medida
defensiva, sólo una amenaza de movilización y no la movilización propiamente
dicha. Y es que en momentos de peligro la voluntad de seguir teniendo esperanza
siempre se hace mayor. Finalmente apareció la señal de «vía libre», el tren
reanudó la marcha y entró en la estación de Herbestahl. Bajé los escalones de
un salto para ir a buscar un periódico y pedir información. Pero la estación
estaba ocupada por el ejército. Cuando quise entrar en la sala de espera, un
funcionario barbiblanco y severo apostado ante la puerta cerrada me lo impidió:
prohibido el paso a las dependencias de la estación. Pero yo ya había oído a
través de los cristales de la puerta, cuidadosamente tapados, el chirrido de
los sables y los golpes secos de las culatas en el suelo. No cabía duda, se
había puesto en movimiento lo que nos parecía monstruoso: la invasión alemana
de Bélgica en contra de todos los estatutos del derecho internacional. Con un
escalofrío de horror volví al tren y proseguí mi viaje de regreso a Austria. No
había la menor duda: iba derecho a la guerra. ¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las
estaciones habían pegado carteles anunciando la movilización general. Los
trenes se llenaban de reclutas recién alistados, ondeaban las banderas,
retumbaba la música y en Viena encontré toda la ciudad inmersa en un delirio.
El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno,
aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que
después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de
sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban
manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se
oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros
iluminados, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada
día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado
jamás. En honor a la verdad debo confesar que en aquella
primera salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador,
incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la
aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos
primeros días durante el resto de mi vida; miles, cientos de miles de hombres
sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiempos de paz: que
formaban un todo. Una ciudad de dos millones y un país de casi cincuenta
sentían en aquel momento que participaban en la Historia Universal, que vivían
una hora irrepetible y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante
«yo» dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos
momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron
anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Los extraños se hablaban
por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se
daban la mano, por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos
experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de
antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de
ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario
de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a
viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente
se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a
héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme y los
que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este
romántico nombre. Aceptaban la fuerza desconocida que los elevaba por encima de
la vida cotidiana; las madres y esposas incluso se avergonzaban, en aquellas
horas de la primera euforia, de manifestar su aflicción y congoja, sentimientos
por lo demás muy naturales. Tal vez, empero, intervenía también en aquella
embriaguez una fuerza más profunda y misteriosa. Aquella marejada irrumpió en
la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie,
sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes
de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia «desgana de cultura»,
el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar
los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran
algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado,
espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la
vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez
de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio
un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época. La generación de hoy, que sólo ha sido testigo del
comienzo de la Segunda Guerra Mundial, quizá se pregunte: ¿por qué nosotros no
hemos vivido lo mismo? ¿Por qué en 1939 las masas no se inflamaron con el mismo
entusiasmo que en 1914? ¿Por qué, calladas y fatalistas, obedecieron a la
llamada sólo con seriedad y decisión? ¿Acaso no se trataba de lo mismo?
Mirándolo bien, ¿no estaba en juego todavía algo más, algo más sagrado, más
sublime, en esta guerra nuestra actual, que ha sido una guerra de ideas y no
simplemente de fronteras y colonias? La respuesta es simple: porque nuestro
mundo de 1939 ya no disponía de tanta credulidad ingenua e infantil como el de
1914. Por aquel entonces la gente aún confiaba a pies juntillas en sus
autoridades; en Austria nadie hubiese osado pensar que el veneradísimo padre de
la patria, el emperador Francisco José, a sus ochenta y cuatro años pudiera
haber llamado a su pueblo a la guerra sin haberse visto obligado a ello por una
fuerza mayor, ni que le hubiera pedido un sacrificio cruento, si no fuera
porque enemigos malvados, pérfidos y criminales amenazaban la paz del imperio.
Los alemanes, a su vez, habían leído los telegramas de su emperador al zar en
los que su monarca luchaba por la paz; un gran respeto hacia los «superiores»,
los ministros, los diplomáticos y hacia su juicio y honradez, animaba todavía
al hombre de la calle. Si había guerra, por fuerza tenía que ser contra la
voluntad de sus gobernantes; ellos no podían tener la culpa, nadie del país la
tenía. Por lo tanto, los criminales, los instigadores de la guerra tenían que
ser los del otro país; era legítima defensa alzarse en armas, legítima defensa
contra un enemigo pérfido y ruin que, sin motivo alguno, «atacaba» a las
pacíficas Austria y Alemania. En 1939, en cambio, esta fe casi religiosa en la
probidad o, al menos, en la competencia del propio gobierno, ya había
desaparecido en toda Europa. La gente menospreciaba la diplomacia desde que había
visto, irritada, cómo ésta traicionaba en Versalles la posibilidad de una paz
duradera; los pueblos conservaban demasiado vivo el recuerdo de la desvergüenza
con que los habían engañado con promesas de desarme y abolición de la
diplomacia secreta. En el fondo, en 1939 no se tenía respeto por ningún hombre
de Estado y nadie les confiaba de buena fe su destino. El más insignificante
barrendero francés se mofaba de Daladier; en Inglaterra, desde Munich («peace
for our time!»), se había esfumado la confianza en la visión de futuro de
Chamberlain; en Italia y Alemania, las masas dirigían sus miradas angustiadas
hacia Mussolini y Hitler: ¿a dónde nos conducirían ahora? Es verdad que nadie
podía oponerse, pues estaba en juego la patria: y los soldados cogieron el
fusil y las mujeres soltaron a sus hijos, pero ya no como antes, ya sin esa fe
ciega en que el sacrificio era inevitable. Obedecían, pero no lanzaban gritos
de júbilo. Iban al frente, pero ya no soñaban con ser héroes; los pueblos y los
individuos habían empezado a darse cuenta de que sólo eran víctimas de la
estupidez humana o política o de una fuerza del destino malévola e
incomprensible. Además, en 1914, después de casi medio siglo de paz,
¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían
pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había
convertido en algo heroico y romántico. Seguían viéndola desde la perspectiva
de los libros de texto y de los cuadros de los museos: espectaculares cargas de
caballería con flamantes uniformes; el balazo mortal siempre disparado
noblemente en medio del corazón; la campaña militar entera era una clamorosa
marcha triunfal. «Por Navidad volveremos todos a casa», gritaban a sus madres
los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914. ¿Quién, en los pueblos y ciudades, recordaba la guerra
«de verdad»? A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra
Prusia, el país aliado de aquel momento, ¡y vaya una guerra más rápida,
incruenta y lejana!: una campaña de tres semanas que terminó sin muchas
víctimas y antes de haber tomado aliento siquiera. Una veloz excursión al
romanticismo, una aventura alocada y varonil: he aquí cómo se imaginaba la
guerra el hombre sencillo de 1914, y los jóvenes incluso temían que les faltara
este maravilloso y apasionante episodio en su vida; por eso corrieron fogosos a
agruparse bajo las banderas, por eso gritaban y cantaban en los trenes que los
llevaban al matadero, la roja oleada de sangre corría impetuosa y delirante por
la venas de todo el imperio. La generación de 1939, en cambio, ya no se
engañaba. Conocía la guerra. Sabía que no era romántica, sino bárbara. Sabía
que duraría años y más años, un lapso de tiempo insustituible en la vida. Sabía
que los soldados no iban al encuentro del enemigo engalanados con hojas de
encina en la cabeza y cintas de colores, sino que holgazaneaban durante semanas
en las trincheras y los cuarteles, comidos por los piojos y medio muertos de
sed, que los harían añicos y los mutilarían desde lejos sin siquiera haber
visto al enemigo cara a cara. Conocían de antemano, a través de los periódicos
y el cine, las nuevas artes de aniquilamiento, de una técnica diabólica, sabían
que los enormes tanques aplastaban a los heridos que encontraban a su paso y
que los aviones despedazaban a mujeres y niños en la cama; sabían que una
guerra mundial en el año 1939, gracias a su mecanización inhumana, sería mil
veces más vil, brutal y cruel que cualquier otra anterior. Ya nadie de la
generación de 1939 creía en la justicia de una guerra querida por Dios, y peor
aún: ya nadie creía siquiera en la justicia y en la durabilidad de la paz
conseguida por medio de la guerra, pues todavía estaba demasiado vivo el recuerdo
de todos los desengaños que había traído la última: miseria en vez de riqueza,
amargura en vez de satisfacción, hambre, inflación, revueltas, pérdida de las
libertades civiles, esclavitud bajo la férula del Estado, una inseguridad
enervante y una desconfianza de todos hacia todos. He aquí la diferencia. La guerra del 39 tenía un cariz
ideológico, se trataba de la libertad, de la preservación de un bien moral; y
luchar por una idea hace al hombre duro y decidido. La guerra del 14, en
cambio, no sabía de realidades, servía todavía a una ilusión, al sueño de un
mundo mejor, justo y en paz. Y sólo la ilusión, no el saber, hace al hombre
feliz. Por eso las víctimas de entonces iban alegres y
embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los
yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una
fiesta. El hecho de que yo no sucumbiera a esta repentina
embriaguez de patriotismo no se debió a ninguna sobriedad o clarividencia
especiales, sino a la forma de vida que había llevado hasta entonces. Dos días
antes me encontraba aún en «tierra enemiga» y así había podido convencerme de
que las grandes masas belgas eran tan pacíficas y estaban tan desprevenidas
como nuestro pueblo. Además, había llevado una vida cosmopolita durante
demasiado tiempo como para poder odiar de la noche a la mañana a un mundo que
era tan mío como lo era mi padre. Desde hacía tiempo desconfiaba de la política
y, precisamente en los últimos años, en innumerables conversaciones con amigos
franceses e italianos, había discutido lo absurdo de la posibilidad de una
guerra. En cierto modo, pues, mi desconfianza me había vacunado contra una
infección de entusiasmo patriótico y, preparado como estaba contra el ataque
febril de las primeras horas, me mantuve firme y decidido a no permitir que una
guerra fratricida, provocada por torpes diplomáticos y brutales industrias
bélicas, hiciera tambalear mi convicción y fe en la necesaria unidad de Europa. En consecuencia, desde el primer momento, en mi fuero
interno me sentí seguro como ciudadano del mundo; más difícil me resultó
encontrar la actitud idónea como ciudadano de una nación. Aunque había cumplido
los treinta y dos años, de momento no tenía ninguna obligación militar, porque
en todas las revisiones me habían declarado inútil, algo de lo que en su
momento me había alegrado de corazón. En primer lugar, el haber pasado a la
reserva me ahorró todo un año que habría desperdiciado estúpidamente en el
servicio militar y, en segundo lugar, me parecía un criminal anacronismo que,
en el siglo XX, se adiestrara a las personas en el manejo de instrumentos
homicidas. La actitud correcta para un hombre de mis convicciones habría sido
declararme conscientious objector, algo que en Austria, al contrario que en
Inglaterra, estaba castigado con las más duras penas imaginables y requería un
auténtico espíritu de mártir. Debo decir-y no me avergüenza confesar
públicamente este defecto-que el heroísmo no forma parte de mi carácter. En
todas las situaciones peligrosas, mi actitud natural ha sido siempre la de
esquivarlas y en más de una ocasión tuve que tragarme el reproche -quizá
justificado-de persona indecisa, que tantas veces le habían hecho también a mi
venerado maestro de un siglo ajeno, Erasmo de Rotterdam. Por otro lado, en
aquella época resultaba igualmente insoportable para un hombre relativamente
joven esperar a que lo sacaran de la oscuridad para dejarlo en algún lugar que
no le correspondía. De modo que busqué una actividad en la que pudiera hacer
algo sin parecer un agitador, y la circunstancia de que un amigo, oficial de
alta graduación, trabajara en el archivo hizo posible que me emplearan allí.
Tenía que prestar servicio en la biblioteca, para lo cual resultaba útil mi
conocimiento de lenguas, y también corregir estilísticamente muchos comunicados
dirigidos al público. Desde luego no era una actividad gloriosa, lo reconozco
de buen grado, pero sí algo que a mí personalmente me parecía más adecuado que
clavar una bayoneta en las tripas de un campesino ruso. No obstante, lo que
acabó por decidirme a aceptarlo fue el hecho de que al terminar la jornada de
aquel servicio no demasiado fatigoso, me quedaba tiempo para dedicarlo a otro
que para mí era el más importante en aquella guerra: el servicio al futuro
entendimiento mutuo. Más difícil que mi situación oficial era la que
ocupaba en mi círculo de amigos. Con poca formación europea, viviendo en un
horizonte plenamente alemán, la mayoría de nuestros escritores creía que su
mejor contribución consistía en alimentar el entusiasmo de las masas y en
cimentar la presunta belleza de la guerra con llamadas poéticas o ideologías
científicas. Casi todos los escritores alemanes, con Hauptmann y
Dehmel a la cabeza, se creían obligados, como los bardos en épocas
protogermánicas, a enardecer a los guerreros con canciones e himnos rúnicos
para que entregaran sus vidas con entusiasmo. Llovían en abundancia los poemas
que rimaban krieg (guerra) con sieg (victoria) y not (penuria) con tod
(muerte). Los escritores juraron solemnemente que jamás volverían a tener
relación cultural con ningún francés ni inglés, y más aún: de la noche a la
mañana negaron que hubiera existido nunca una cultura inglesa y una cultura
francesa. Todo aquello era inferior y fútil comparado con la esencia alemana,
el arte alemán y el modo de ser alemán. Los eruditos fueron aún más severos. De
repente, los filósofos no conocían otra sabiduría que la de explicar la guerra
como un benéfico «baño de aguas ferruginosas» que guardaba del decaimiento a
las fuerzas de los pueblos. Los apoyaban los médicos, los cuales elogiaban
tanto sus prótesis, que uno casi tenía ganas de amputarse una pierna sana y
sustituirla por otra artificial. Los sacerdotes de todas las confesiones
tampoco querían quedar rezagados y se unían al coro; a veces era como oír a una
horda de poseídos, pero en realidad eran los mismos a los que, una semana o un
mes antes, admirábamos por su sentido común, su fuerte personalidad y su
actitud humana. Ahora bien, lo más estremecedor de ese desvarío era la
sinceridad de la mayoría de estos hombres. Los más, demasiado viejos o
físicamente ineptos para el servicio militar, se creían honestamente obligados
a colaborar con cualquier «servicio». Todo lo que habían creado lo debían a la
lengua y, por lo tanto, al pueblo. Y, así, querían servir al pueblo a través de
la lengua y le daban a oír lo que quería oír: que en aquella guerra la justicia
se inclinaba únicamente de su lado y la injusticia del de los demás, que
Alemania ganaría y los adversarios sucumbirían ignominiosamente... Y todo ello
sin pensar ni por un momento en que de este modo traicionaban la verdadera
misión del escritor, que consiste en defender y proteger lo común y universal
en el hombre. Algunos, cierto, pronto experimentaron el amargo sabor del hastío
de sus propias palabras, cuando se evaporó el aguardiente del primer
entusiasmo. Pero en aquellos primeros meses se oía más a los que vociferaban
con más furia y por eso cantaban y gritaban, aquí y allí, en un coro chillón. Para mí, el caso más típico y trágico de aquel éxtasis
a la vez sincero e insensato fue el de Ernst Lissauer. Lo conocía bien.
Escribía pequeños poemas concisos y duros y, a pesar de todo, era el hombre más
bonachón que quepa imaginar. Todavía hoy recuerdo que tuve que morderme la
lengua para reprimir una sonrisa la primera vez que me visitó. Maquinalmente me
lo había imaginado como un joven delgado, fuerte y huesudo, en consonancia con
sus versos lapidarios alemanes que en todo buscaban la máxima concisión. Pero
la persona que entró balanceándose en mi habitación era un hombrecito
corpulento, gordo como un tonel, de cara simpática sobre una doble papada,
rebosante de celo y de amor propio, que tartamudeaba a veces, obsesionado por
la poesía e imparable cuando se proponía citar y recitar sus versos. A pesar de tantas ridiculeces, uno le tomaba cariño a
la fuerza, porque era de lo más cordial, amigable, leal y poseído por una
devoción casi demoníaca por su arte. Procedía de una familia alemana acaudalada, se había
educado en el instituto «Federico Guillermo» de Berlín y era quizás el judío
más prusiano o más asimilado a los prusianos que he conocido. No hablaba otra
lengua viva y nunca había salido de Alemania. Para él Alemania era el mundo y,
cuanto más alemana era una cosa, más le entusiasmaba. Sus héroes eran Yorck,
Lutero y Stein, y su tema preferido era la guerra de la independencia alemana;
a Bach, su dios de la música, lo interpretaba a la perfección a pesar de sus
dedos cortos, gordos y fofos. Nadie conocía la lírica alemana mejor que él, nadie
estaba más enamorado y cautivado que él por la lengua alemana: como muchos
judíos cuyas familias se habían integrado tarde en la cultura alemana, creía
con más fervor en Alemania que el alemán más creyente. Cuando estalló la guerra, lo primero que hizo fue
correr al cuartel para alistarse como voluntario. Me imagino la carcajada del
sargento mayor y del cabo cuando aquella gruesa mole subió jadeando las
escaleras. En seguida lo despacharon. Lissauer estaba desesperado, pero, como
los demás, quiso servir entonces a Alemania al menos con la poesía. Para él era
una verdad más que garantizada todo cuanto publicaban los periódicos alemanes y
lo que decían los comunicados de guerra alemanes. Su país había sido atacado y
el peor criminal era, según la escenificación difundida desde la
Wilhelmstrasse, aquel pérfido lord Grey, ministro de Asuntos Exteriores inglés.
El sentimiento de que Inglaterra era la principal culpable de la guerra contra
Alemania lo expresó en un «Canto de odio a Inglaterra», un poema que-no lo
tengo delante de mí-en versos duros, concisos y expresivos elevaba el odio
hacia Inglaterra a la condición de un juramento eterno de no perdonarla jamás
por su «crimen». Fatalmente pronto se hizo evidente lo fácil que resulta
trabajar con el odio (aquel judío rechoncho y obcecado, Lissauer, se anticipó
al ejemplo de Hitler). El poema cayó como una bomba en un depósito de
municiones. Quizá nunca otro poema, ni siquiera «Guardia a orillas del Rhin»,
corrió en Alemania de boca en boca tan deprisa como el famoso «Canto de odio a
Inglaterra». El emperador estaba entusiasmado con él y concedió a
Lissauer la cruz del Águila Roja, todos los periódicos publicaron el poema, los
maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales mandaban formar a
los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó por aprenderse de
memoria aquella letanía de odio. Pero no fue suficiente. El poemita, musicado y
adaptado para coro, se representó en los teatros; entre los setenta millones de
alemanes pronto no había ni uno que no supiera el «Canto de odio a Inglaterra»
de cabo a rabo, como también pronto lo supo el mundo entero (aunque, claro
está, con menos entusiasmo). De la noche a la mañana, Ernst Lissauer conoció la
fama más ardiente que ningún otro poeta consiguiera en aquella guerra: una
fama, por cierto, que lo quemó como la túnica de Neso, porque, justo al
terminar la guerra y cuando los comerciantes quisieron volver a hacer negocio,
los políticos se apresuraron honradamente a llegar a un acuerdo e hicieron lo
posible para desmentir aquel poema que fomentaba la enemistad eterna con
Inglaterra. Y para librarse de la parte de culpa que les correspondía, pusieron
en la picota al pobre «Lissauer del odio», acusándolo públicamente de ser el
único culpable de la insensata histeria de odio que en 1914 habían compartido
todos, del primero al último. En 1919 le volvieron la espalda todos aquellos
que en 1914 lo habían elogiado. Los periódicos no volvieron a publicar su
poema; cuando Lissauer se presentaba ante sus colegas, se hacía un silencio de
consternación. Después, abandonado por todos, Hitler lo desterró de la Alemania
que él había amado con todas las fibras de su ser y murió olvidado, trágica
víctima de un poema que lo había encumbrado tanto para luego hundirlo más
todavía. Tal como Lissauer eran todos los demás. Sus
sentimientos eran sinceros y también lo eran sus intenciones, como las de todos
aquellos escritores, profesores y patriotas de última hora. No lo niego. Pero
no se tardó mucho en ver el terrible daño que causaron con su apología de la
guerra y sus orgías de odio. En 1914 todos los países beligerantes se
encontraban ya de por sí en un tremendo estado de sobrexcitación; el peor rumor
en seguida se convertía en verdad y la calumnia más absurda era creída a pies
juntillas. Docenas de personas juraban en Alemania que justo antes de estallar
la guerra habían visto con sus propios ojos automóviles cargados de oro que
iban de Francia a Rusia; las historias sobre ojos vaciados y manos cortadas,
que en todas las guerras empiezan a circular puntualmente al tercer o cuarto
día, llenaban los periódicos. Ah, los ignorantes que difundían tales mentiras
no sabían que la técnica de culpar a los soldados enemigos de todas las
crueldades imaginables forma parte del material bélico tanto como la munición y
los aviones, y que se sacan regularmente de los arsenales en todas las guerras.
No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia. La
guerra, que necesita de un estado de exaltación sentimental, exige entusiasmo
por la causa propia y el odio al enemigo. Ahora bien, es propio de la naturaleza humana que los
sentimientos arrojados no se prolonguen hasta el infinito, ni en el individuo
ni en el pueblo, cosa que sabe perfectamente la organización militar. Por eso
le hace falta un estímulo artificial, un dopping constante de excitación, y
esta labor de incitación les correspondía a los intelectuales, los poetas, los
escritores y los periodistas (con buena o mala conciencia, llevados por su
honradez o por rutina profesional). Habían hecho redoblar el tambor del odio
con fuerza, hasta penetrar en el oído de los más imparciales y estremecerles el
corazón. Casi todos servían obedientemente a la «propaganda de guerra» en
Alemania, Francia, Italia, Rusia y Bélgica y, por lo tanto, al delirio y el
odio colectivos de la guerra, en vez de combatirla. Las consecuencias fueron catastróficas. En aquella
época, cuando la propaganda nunca se había utilizado en tiempos de paz, los
pueblos creían a pies juntillas-a pesar de los mil desengaños-todo cuanto salía
impreso. Y así, el entusiasmo puro, bello y abnegado de los primeros días se
fue convirtiendo poco a poco en una orgía de sentimientos de lo más estúpida y
perniciosa. Se «combatía» a Francia e Inglaterra en Viena y en Berlín, en la
Ringstrasse y en la Friedrichstrasse, cosa mucho más cómoda. Los letreros
franceses e ingleses tuvieron que desaparecer de los comercios, incluso un
convento que se llamaba «La doncella inglesa» tuvo que cambiar de nombre,
porque irritaba a la gente, ignorante del hecho de que aquí «inglés» se refería
a «ángel» y no a «anglosajón». Comerciantes probos y honrados sellaban o timbraban
sus cartas con la frase «Dios castigue a Inglaterra» y damas de la alta
sociedad juraban (y lo escribían en cartas a los periódicos) que mientras
vivieran, nunca más pronunciarían una frase en francés. Shakespeare fue
proscrito de los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de
conciertos franceses e ingleses; los profesores alemanes explicaban que Dante era
germánico; los franceses, que Beethoven era belga; sin escrúpulos requisaban
los bienes culturales de los países enemigos, del mismo modo que los cereales y
los minerales. No bastaba con que todos los días miles de ciudadanos pacíficos
de aquellos países se matasen mutuamente en el frente: en la retaguardia se
insultaba y difamaba a los grandes muertos de los países enemigos que desde
hacía siglos reposaban mudos en sus tumbas. La confusión mental se volvía cada
vez más absurda. La cocinera ante los fogones, que nunca había salido de su
ciudad ni había abierto un atlas desde que iba a la escuela, creía que Austria
no podía vivir sin el «Sandchack» (pequeño distrito fronterizo en algún lugar
de Bosnia). Los cocheros discutían en la calle qué indemnización de guerra se
debía imponer a Francia: si cincuenta mil o cien mil millones, sin saber de qué
cifras hablaban. No hubo una sola ciudad ni un solo grupo que no cayera
en esa espantosa histeria del odio. Los curas lo predicaban desde los altares y los
socialdemócratas, que un mes antes habían estigmatizado el militarismo como el
peor de los crímenes, ahora alborotaban más que nadie para no parecer «sujetos
sin patria», según palabras del emperador Guillermo. Era la guerra de una
generación desprevenida; y su mayor peligro radicaba precisamente en la fe
intacta de los pueblos en la justicia unilateral de su causa. En aquellas
primeras semanas de guerra de 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una
conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban
como ebrios por los vapores de sangre. Amigos que había conocido desde siempre
como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se
habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas,
en anexionistas insaciables. Todas las conversaciones acababan en frases
estúpidas como: «Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras», o
en rudas sospechas. Camaradas con los que no había discutido en años me
acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austriaco, que me fuera a
Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a
las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen,
porque los défaitistes (esta bella palabra acababa de ser inventada en Francia)
eran los peores criminales contra la patria. Sólo había una salida: recogerse en sí mismo y callar
mientras los demás delirasen y vociferasen. No era fácil, porque ni siquiera
vivir en el exilio-y yo lo he conocido hasta la saciedad-es tan malo como vivir
solo en la patria. En Viena me había distanciado de los amigos de antes y no
era el momento para hacer nuevas amistades. Mantuve algunas conversaciones
únicamente con Rainer Maria Rilke, porque nos comprendíamos íntimamente. También a él conseguimos reclamarlo para nuestro
solitario archivo de guerra, pues habría sido la persona más inútil como
soldado a causa de sus nervios hipersensibles, a los que la suciedad, los malos
olores y los ruidos causaban un auténtico malestar físico. Cada vez que lo
recuerdo vestido de uniforme, sonrío sin querer. Un día llamaron a la puerta.
Al abrirla me encontré con un soldado de lo más tímido. Tuve un sobresalto.
¡Rilke, Rainer Maria Rilke disfrazado de militar! Tenía una pinta de desmañado
que llegaba al corazón: encogido por el cuello duro y desconcertado ante la
idea de tener que saludar con un taconazo a cualquier oficial que encontrara. Y
puesto que se sentía mágicamente impelido hacia la perfección, incluso en medio
de las fútiles formalidades del reglamento, se hallaba en un permanente estado
de consternación. -Detesto la ropa militar desde la escuela de
cadetes-me dijo con su suave voz-. Creía que me había librado de ella para
siempre y fíjate, ahora, a los casi cuarenta años, tengo que volver a
ponérmela. Por suerte había manos dispuestas a ayudarlo y
protegerlo y pronto lo licenciaron gracias a una benévola revisión médica.
Regresó a mi despacho para despedirse, ahora ya vestido de paisano (casi habría
tenido que decir que entró como un hálito, de tan silenciosamente como caminaba
siempre). También venía para darme las gracias porque, a través de Rolland, yo
había intentado salvar su biblioteca, confiscada en París. Por primera vez ya
no parecía joven: era como si el pensamiento del horror le hubiera consumido. -Me voy al extranjero-dijo-. ¡Ojala todo el mundo
pudiera irse al extranjero! La guerra es siempre una prisión. Y se fue. Y yo volvía a estar solo. Al cabo de unas semanas me mudé de casa. Decidido a
eludir aquella peligrosa psicosis colectiva, me trasladé a un suburbio rural
para, en medio de la guerra, empezar mi guerra personal: la lucha contra la
traición de la razón, entregada a la pasión colectiva del momento. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO X STEFAN ZWEIG LA LUCHA POR LA FRATERNIDAD ESPIRITUAL En realidad no sirvió de nada recluirme. La atmósfera
seguía siendo opresiva. Y por eso mismo comprendí que no bastaba con una
actitud meramente pasiva, con no tomar parte en los burdos insultos contra el
enemigo. Al fin y al cabo, uno era escritor, tenía la palabra y, por lo tanto,
la obligación de expresar sus convicciones, aunque sólo fuese en la medida en
que le era posible en una época de censura. Escribí un artículo titulado «A los
amigos en tierra extraña» en el que, rehuyendo clara y rotundamente las
fanfarrias de odio de los demás, confesaba que me mantendría fiel a todos mis
amigos del extranjero-aunque de momento fuera imposible establecer contacto con
ellos-con el fin de seguir trabajando conjuntamente, a la primera oportunidad,
en la construcción de una cultura europea. Lo mandé al periódico alemán más
leído. Con gran sorpresa mía, el Berliner Tageblatt no dudó en publicarlo
íntegro. Sólo una frase, «sea quien sea al que corresponda la
victoria», fue víctima de la censura, porque entonces no se toleraba ni la más
pequeña duda de que Alemania saldría victoriosa, por supuesto, de aquella
guerra mundial. Pero, incluso con esta restricción, el artículo me granjeó
algunas cartas indignadas de lectores ultrapatriotas que no comprendían cómo,
en los tiempos que corrían, alguien podía hacer causa común con aquellos
miserables enemigos. No me molestó demasiado. Nunca en mi vida había tenido la
intención de convertir a los demás a mis convicciones. Me bastaba con
manifestarlas y, sobre todo, poderlas manifestar claramente. Quince días después, cuando ya casi me había olvidado
del artículo, recibí una carta con sello suizo y la estampilla de la censura en
la que, por sus trazos familiares, inmediatamente reconocí la mano de Romain
Rolland. Debió de leer el artículo, porque decía: «Non, je ne quitterai jamais
mes amis.» En seguida comprendí que aquellas pocas líneas suyas eran un intento
de comprobar si era posible, estando en guerra, ponerse en contacto epistolar
con un amigo austriaco. Le contesté a vuelta de correo. A partir de entonces
nos escribimos con regularidad y nuestra correspondencia continuó después
durante más de veinticinco años, hasta que la Segunda Guerra Mundial-más brutal
que la Primera-rompió toda comunicación entre los países. Aquella carta me proporcionó uno de los momentos más
felices de mi vida: como una paloma blanca llegó del arca de la animalidad
berreadora, pataleadora y vocinglera. No me sentía solo, sino de nuevo
vinculado a una misma manera de pensar. Me sentí robustecido por la superior
fuerza anímica de Rolland, porque sabía que, al otro lado de la frontera, él
conservaba admirablemente bien su humanidad. Rolland había encontrado el único
camino correcto que debe tomar personalmente el escritor en tiempos como
aquéllos: no participar en la destrucción, en el asesinato, sino (siguiendo el
grandioso ejemplo de Walt Whitman, que sirvió como enfermero en la Guerra de
Secesión) colaborar en campañas de socorro y obras humanitarias. Viviendo en
Suiza, dispensado del servicio militar a causa de su precaria salud, se había
puesto inmediatamente a disposición de la Cruz Roja de Ginebra, donde se
encontraba al inicio de la guerra, y allí, en habitaciones abarrotadas, trabajó
día tras día en la magnífica obra a la que más adelante traté de rendir un
reconocimiento público en el artículo titulado «El corazón de Europa». Tras las
horribles batallas de las primeras semanas se interrumpieron todas las
comunicaciones; en todos los países, los parientes ignoraban si el hijo, el
hermano o el padre había caído o sólo había desaparecido o lo habían hecho
prisionero, y no sabían a quién preguntar, porque del «enemigo» no cabía
esperar información alguna. En medio del horror y de la atrocidad, la Cruz Roja
había asumido, como mínimo, la misión de descargar a la gente de la peor de las
torturas: la atormentadora incertidumbre sobre el destino de las personas
queridas, haciendo llegar la correspondencia de los prisioneros desde los
países enemigos a sus respectivas patrias. Este organismo, creado hacía
décadas, no estaba preparado para hacer frente a una situación de dimensiones
tan descomunales y a las EL mundo de ayer, Memorias de un europeo cifras
millonarias; todos los días, todas las horas, se hacía patente la necesidad de
ampliar el número de voluntarios, porque cada instante de angustiosa espera se
volvía una eternidad para los familiares. A fines de diciembre de 1914 ya
ascendían a treinta mil las cartas que la marea de la guerra acarreaba todos
los días y al final llegaron a ser doscientas personas las que se apiñaban en
el estrecho Museo Rath de Ginebra para organizar y contestar el correo diario.
Y entre ellas trabajaba-en vez de dedicarse egoístamente a sus ocupaciones-el
más humano de los escritores: Romain Rolland. Sin embargo, no había olvidado su otro deber: el del
artista comprometido, obligado a expresar sus convicciones, aunque fuera
luchando contra la oposición de su propio país e incluso contra la indignación
de todo el mundo beligerante. En el otoño de 1914, cuando la mayoría de
escritores se desgañitaban proclamando su odio, se escupían y se ladraban los
unos a los otros, él ya había escrito aquella confesión memorable, «Au-dessus
de la mélée», en laque combatía el odio entre las naciones y reclamaba del artista
justicia y humanidad incluso en medio de una guerra: un artículo que, como
ningún otro de la época, provocó opiniones de todo tipo y dejó tras de sí toda
una literatura de pros y contras. He aquí, pues, lo que diferenciaba, para bien, la
Primera Guerra Mundial de la Segunda: la palabra todavía tenía autoridad
entonces. Todavía no la había echado a perder la mentira organizada, la
«propaganda», la gente todavía hacía caso de la palabra escrita, la esperaba.
En tanto que en 1939 ni una sola manifestación de un escritor producía el más
mínimo efecto, ni para bien ni para mal, y en tanto que hoy ni un solo libro,
opúsculo, artículo o poesía conmueve el corazón de las masas ni influye en su
pensamiento, en 1914 una poesía de catorce versos, como aquel «Canto de odio»
de Lissauer, una declaración tan necia como la de los «93 intelectuales
alemanes» y, por otro lado, un artículo de ocho páginas como el «Au-dessus de
la mélée» de Rolland o una novela como Le feu de Barbusse, podían llegar a
convertirse en todo un acontecimiento. Y es que la conciencia moral del mundo
todavía no estaba tan agotada ni desalentada como lo está hoy, aún reaccionaba
con vehemencia, con la fuerza de una convicción secular, ante cualquier mentira
manifiesta, ante toda violación del derecho internacional y de los derechos
humanos. Una violación de la ley, tal como la invasión de la neutral Bélgica
por Alemania-algo que hoy apenas sería objeto de críticas serias, desde que
Hitler ha convertido la mentira en una cosa natural y ha elevado a la categoría
de ley todo acto antihumano-en aquellos días todavía era capaz de sublevar al
mundo de un extremo a otro. El fusilamiento de la enfermera Cavell y el
torpedeamiento del Lusitania fueron más nefastos para Alemania-debido a un
estallido de indignación ética universal-que una batalla perdida. En aquellos tiempos, cuando las olas de incesante
cháchara de la radio no inundaban aún el oído y el alma de la gente, para el
poeta, para el escritor francés, hablar no era en absoluto una acción estéril;
al contrario: la manifestación espontánea de un gran escritor producía un
efecto mil veces mayor que todos los discursos oficiales de los gobernantes, de
los cuales se sabía que se adaptaban táctica y políticamente al momento y que,
en el mejor de los casos, sólo decían verdades a medias. También en este
aspecto de confianza en el escritor como mejor garante de un modo de pensar
puro, aquella generación (tan decepcionada después) conservaba una fe
infinitamente mayor. Ahora bien, los militares, y los organismos oficiales a su
vez, puesto que conocían esta autoridad de los poetas, trataban de uncir a su
servicio de instigación a todos los hombres de prestigio moral e intelectual:
los llamaban para que declarasen, demostrasen, confirmasen y jurasen que todas
las injusticias, todos los males venían de la parte contraria y que el derecho
y la verdad eran exclusivos de la nación propia. Con Rolland no lo consiguieron. Para él, su misión no
consistía en enrarecer todavía más la atmósfera cargada de odio, sobreexcitada
por todos los medios de instigación, sino, todo lo EL mundo de ayer, Memorias
de un europeo contrario, en purificarla. Quien hoy relea las ocho páginas del artículo
«Au-dessus de la mélée», probablemente ya no comprenderá el inmenso impacto que
en su día tuvo; si alguien lo lee con los sentidos claros y fríos, verá que
todo lo que Rolland postulaba en él no son sino obviedades de perogrullo. Pero sus palabras fueron dichas en una época de locura
colectiva que hoy difícilmente se puede reconstruir. Los ultrapatriotas
franceses lanzaron un grito de horror cuando el artículo apareció, como si por
un descuido hubiesen puesto la mano en un hierro candente. De la noche a la
mañana sus mejores amigos boicotearon a Rolland, los libreros no se atrevieron
á exponer el Jean-Christophe, las autoridades militares, que necesitaban el
odio para estimular a los soldados, sopesaron la posibilidad de tomar medidas
contra él, y apareció una retahíla de opúsculos con el argumento de Ce qu'on
donne pendant la guerre á l'humanité est volé a la patrie. Pero, como de
costumbre, los alaridos demostraron que el golpe había acertado de lleno en la
diana. El debate sobre la postura del intelectual en tiempos de guerra ya era
imparable y el problema quedaba inevitablemente planteado para cada individuo. Entre todos los recuerdos extraviados, lo que más me
apena es no disponer de las cartas de Rolland de aquellos años; la idea de que
se destruyeran o se perdieran irremisiblemente en aquel nuevo diluvio me pesa
como una responsabilidad, porque, prescindiendo del gran afecto que siento por
su obra, considero posible que un día cuenten entre las páginas más bellas y
humanas que se desprendieron de su gran corazón y su apasionada inteligencia.
Escritas desde la desmesurada conmoción de un alma compasiva y con toda la
fuerza de una exasperación impotente a un amigo del otro lado de la frontera,
por lo tanto oficialmente a un «enemigo», quizá constituyan los documentos
morales más conmovedores de una época en la que comprender exigía un esfuerzo enorme
y permanecer fiel a las propias convicciones requería un coraje inmenso. Esta
correspondencia entre amigos pronto cristalizó en una propuesta concreta:
Rolland me alentaba para que intentásemos invitar a los intelectuales más
importantes de todas las naciones a una conferencia conjunta en Suiza, a fin de
alcanzar una posición más digna y unitaria, y quizás incluso a lanzar una
llamada solidaria al entendimiento mundial. Él, desde Suiza, se ocuparía de
invitar a los intelectuales franceses y extranjeros, y yo, desde Austria,
sondearía a los escritores patrios y alemanes que todavía no se hubiesen
comprometido públicamente con la propaganda del odio. Me puse inmediatamente
manos a la obra. El escritor alemán más importante y representativo de entonces
era Gerhart Hauptmann. Ya que, para facilitarle tanto el «sí» como el «no»,
quería evitar abordarlo directamente, escribí a nuestro común amigo Walther
Rathenau, pidiéndole que sondeara a Hauptmann de manera discreta y
confidencial. Rathenau rehusó el encargo-no sé si de acuerdo o no con
Hauptmann-diciendo que no era el momento de fomentar una paz espiritual. En
realidad, allí se abortó la tentativa, pues Thomas Mann se hallaba entonces en
campo contrario y, en un artículo sobre Federico el Grande, acababa de adoptar
el punto de vista de los derechos alemanes. Rilke, a quien yo sabía a nuestro
favor, se inhibía por principio de toda acción pública y colectiva. El antiguo
socialista Dehmel firmaba las cartas, con un infantil orgullo patriótico, como
«teniente Dehmel». En cuanto a Hofmannsthal y Jakob Wassermann, en
conversaciones privadas me había convencido de que tampoco se podía contar con
ellos. De modo, pues, que no había muchas esperanzas por parte alemana, y
Rolland tampoco tuvo demasiado éxito en Francia. En 1914 y en 1915 era
demasiado pronto todavía, y la guerra parecía demasiado lejana a los hombres de
la retaguardia. Estábamos solos. EL mundo de
ayer, Memorias de un europeo Solos, aunque no del todo. Algo habíamos
conseguido ya con nuestro intercambio epistolar: una primera idea general de
las pocas docenas de hombres con los que podíamos contar de veras y de los que,
tanto en los países neutrales como en los beligerantes, pensaban como nosotros;
nos podíamos informar mutuamente sobre libros, artículos y opúsculos de un lado
y otro, habíamos asegurado un cierto punto de cristalización al que podían
adherirse nuevos elementos (un tanto vacilantes al principio, pero cada vez más
numerosos y decididos, a medida que la presión de la época se volvía más abrumadora).
La sensación de no hallarme en un vacío total me animó a escribir artículos más
a menudo con el fin de sacar a la luz, a través de sus respuestas y reacciones,
a los hombres aislados y escondidos que sentían como nosotros. Al fin y al
cabo, tenía a mi disposición a los grandes periódicos alemanes y austriacos y,
con ellos, contaba con un círculo de influencia nada desdeñable; en principio
no tenía que temer oposición por parte de las autoridades, ya que nunca tocaba
temas de actualidad política. Por influencia del viejo espíritu liberal,
existía aún un gran respeto por todo lo literario y, cuando repaso los
artículos que logré hacer llegar de contrabando a un amplísimo público, no
puedo menos que manifestar mi respeto a las autoridades militares austriacas
por su magnanimidad; en medio de una guerra mundial pude ensalzar con
entusiasmo a Berta von Suttner, la fundadora del pacifismo, que estigmatizó la
guerra como el crimen de los crímenes, e informar punto por punto de Le feu de
Barbusse en un periódico austriaco. Por supuesto teníamos que disponer de una
cierta técnica para transmitir nuestras opiniones, inoportunas en tiempos de
guerra, a amplios sectores de la población. Para describir el horror de la
guerra y la indiferencia de la retaguardia, en Austria era necesario, claro
está, poner de relieve los sufrimientos de un soldado de infantería «francés»
en un artículo sobre Le feu, pero centenares de cartas del frente austriaco me
demostraron con qué claridad los nuestros habían reconocido en él su propio
destino. O bien, para expresar nuestras convicciones, optábamos por el método
del aparente ataque recíproco. Por ejemplo, uno de mis amigos franceses
polemizó en el Mercure de France con mi artículo «A los amigos en tierra
extraña», pero, al reproducirlo traducido palabra por palabra dentro de esa
pretendida polémica, no hizo otra cosa que introducirlo de contrabando en
Francia, de modo que todo el mundo pudo leerlo (que era lo que se pretendía).
Así cruzaban la frontera, de un lado para otro, haces de luz intermitente que
no eran sino recordatorios. Un pequeño episodio posterior me demostró hasta qué
punto los entendían aquellos a los que iban destinados. Cuando en mayo de 1915
Italia declaró la guerra a Austria, su antigua aliada, en nuestro país estalló
una oleada de odio. Se insultó a todo lo italiano. Casualmente habían aparecido
las memorias de un joven italiano de la época del Risorgimento, de nombre Carl
Poerio, que describía una visita a Goethe. Para demostrar, en medio del vocerío
de odio, que los italianos habían mantenido desde siempre muy buenas relaciones
con nuestra cultura, escribí, a modo de ejemplo, un artículo titulado «Un
italiano en casa de Goethe» y como el libro había sido prologado por Benedetto
Croce, aproveché la ocasión para dedicar unas palabras de sumo respeto a Croce.
Unas palabras de admiración por un italiano eran, huelga decirlo, una clara
declaración de intenciones en la Austria de entonces, donde no se podía rendir
homenaje a ningún escritor o erudito de un país enemigo, y, en efecto, así
fueron comprendidas mis palabras más allá de las fronteras. Croce, que a la
sazón era ministro en Italia (3), me contó en una ocasión ulterior que un
empleado del ministerio, que no sabía leer alemán, le había comunicado un tanto
perplejo que el principal periódico enemigo publicaba algo contra él (porque
era incapaz de concebir una referencia que no fuera adversa). Croce mandó traer
el Neue Freie Presse y primero se sorprendió y luego se divirtió de lo lindo al
encontrar en el periódico un homenaje en vez de un ataque. No pretendo, ni mucho menos, dar demasiada importancia
a esas tentativas aisladas. EL mundo de
ayer, Memorias de un europeo Huelga decir que no tuvieron ni la más mínima
influencia en el curso de los acontecimientos. Pero nos ayudaron, tanto a nosotros como a muchos
lectores desconocidos. Mitigaron el horrible aislamiento y la desesperación
moral en los que se encontraba el hombre del siglo XX dotado de sentimientos
realmente humanos. Y en los que, me temo, se encuentra también hoy, después de
veinticinco años, igual de impotente ante la prepotencia o incluso más. Yo era
entonces plenamente consciente de que, con aquellas pequeñas protestas y
argucias, no conseguiría librarme de la verdadera carga; poco a poco fue
naciendo dentro de mí el plan de una obra en la que no sólo pudiera contar
detalles personales, sino también exponer todas mis ideas sobre la época y la
gente, sobre la catástrofe y la guerra. Ahora bien, para poder describir la guerra en una
síntesis literaria me faltaba, si bien se mira, lo más importante: verla. Hacía
casi un año que estaba anclado en aquella oficina y «lo más importante», la
realidad y la atrocidad de la guerra, ocurría en una lejanía invisible. Varias veces se me había presentado la ocasión de ir
al frente: periódicos importantes me habían pedido por tres veces que me fuera
con el ejército como corresponsal. Pero cualquier descripción de la guerra
habría implicado la obligación de presentarla en un sentido exclusivamente
positivo y patriótico, y yo me había jurado (un juramento que mantuve también
en 1940) no escribir jamás una palabra que aprobara la guerra o desacreditara a
otra nación. Y entonces surgió casualmente una oportunidad. La gran ofensiva
austro-alemana había cruzado las líneas rusas cerca de Tarnów en la primavera
de 1915 y había conquistado Galitzia y Polonia en un solo ataque masivo. Para
su biblioteca, el Archivo Militar quería reunir los originales de todos los
anuncios y proclamas rusos en suelo austriaco ocupado, antes de que los
arrancaran y destruyeran. El coronel, que conocía mi técnica de coleccionista,
me preguntó si quería ocuparme de esta misión; naturalmente aproveché la
oportunidad en el acto y me expidieron un pasaporte para que, sin depender de
ninguna autoridad en especial ni estar a las órdenes de ninguna administración
ni de ningún superior, pudiera viajar en cualquier tren militar y moverme
libremente por donde quisiera, una cosa que provocó incidentes de lo más
singular, porque yo no era oficial, sino sólo sargento primero y vestía un
uniforme sin insignias especiales. Cuando mostraba mi misterioso documento,
suscitaba un respeto extraordinario, pues los oficiales y funcionarios del
frente sospechaban que yo era un oficial del estado mayor disfrazado o, si no,
que tenía alguna misión secreta. Pero como evitaba el comedor de oficiales y
sólo me alojaba en hoteles, obtuve, además, el privilegio de mantenerme fuera
de la gran maquinaria y de poder ver, sin «guía» alguno, todo lo que quería
ver. La misión propiamente dicha, la de reunir proclamas,
no me supuso demasiado trabajo. En cuanto llegaba a una de aquellas ciudades de
Galitzia-Tarnów, Drohobycz o Lemberg-, encontraba en la estación a un grupo de
judíos, llamados «factores», cuyo oficio consistía en proporcionarle a uno todo
lo que quería; bastaba con decir a uno de estos expertos en todo que buscaba
proclamas y avisos de la ocupación rusa para que el «factor» corriera como una
comadreja y transmitiera el encargo, por vías misteriosas, a docenas de
«subfactores»; al cabo de tres horas, y sin que yo hubiera tenido que dar ni un
solo paso, tenía reunido el material en la colección más completa y perfecta
que cabía imaginar. Gracias a esta organización modélica, me quedaba tiempo
para ver cosas, y vi muchas. Vi, sobre todo, la terrible miseria de la
población civil, sobre cuyos ojos aún se cernía como una sombra todo lo que
había tenido que sufrir. Vi la miseria, jamás sospechada, de la población judía
hacinada en los guetos, donde entre diez y doce personas vivían en una sola
habitación de planta baja o del Benedetto Croce no fue ministro hasta 1920
-1921. EL mundo de
ayer, Memorias de un europeo sótano. Y por primera vez vi al «enemigo». En
Tarnów tropecé con el primer transporte de soldados rusos hechos prisioneros. Sentados
en el suelo, permanecían encerrados en un gran cuadrilátero, fumando y
charlando, vigilados por dos o tres docenas de soldados tiroleses de la milicia
nacional, tirando a viejos, la mayoría con barba, que iban tan andrajosos y
descuidados como los mismos prisioneros y poco se parecían a los soldados
elegantes, bien afeitados y con lustrosos uniformes que aparecían en los
periódicos ilustrados de nuestro país. Pero aquella vigilancia carecía en
absoluto de un aire marcial o draconiano. Los prisioneros no mostraban deseo
alguno de huir y los milicianos austriacos tampoco parecían inclinados a
tomarse con demasiado rigor su misión de guardianes. Se sentaban con los
prisioneros como buenos camaradas y como no se podían entender en sus
respectivas lenguas, todos ellos se divertían soberanamente. Intercambiaban
cigarrillos, miradas y risas. Uno de los tiroleses acababa de sacar de una
pringosa cartera las fotografías de su mujer y sus hijos y las mostraba a los
«enemigos», que las admiraban por turno y, señalando con los dedos, preguntaban
si tal o tal niño tenía tres o cuatro años. Me embargó la irresistible
sensación de que aquellos hombres sencillos y primitivos comprendían mejor la
guerra que nuestros escritores y catedráticos de universidad, a saber: como una
desgracia que les había sobrevenido y contra la cual nada podían hacer, y por
eso mismo, todo el que sufría aquel infortunio era como un hermano. Ese
descubrimiento me sirvió de consuelo durante todo el viaje, cuando pasaba por
ciudades destruidas por los cañones y delante de comercios saqueados cuyos
muebles yacían esparcidos en mitad de la calle como miembros amputados y
entrañas arrancadas. Asimismo, los campos sembrados y exuberantes que se
extendían entre las zonas de guerra hicieron que renaciera en mí la esperanza
de que, al cabo de pocos años, habrían desaparecido todos los destrozos.
Entonces aún no me podía imaginar, claro está, que con la misma rapidez con que
desaparecían de la faz de la tierra las huellas de la guerra, también podía desaparecer
el recuerdo de su horror de la memoria de los hombres. En los primeros días aún no había conocido el
auténtico horror de la guerra; después, su rostro superó mis peores temores.
Como prácticamente no circulaba ningún tren regular de pasajeros, viajaba ya en
un carro de artillería abierto, sentado sobre el armón de un cañón, ya en uno
de aquellos vagones de ganado donde dormían hombres muertos de cansancio,
hacinados en confuso revoltijo en medio de un hedor nauseabundo y que, mientras
los conducían al matadero, ya parecían animales sacrificados. Pero el medio de
transporte más terrible lo constituían los trenes hospital, que tuve que
utilizar dos o tres veces. ¡Ah, qué poco se parecían a aquellos trenes
sanitarios bien iluminados, blancos y perfectamente lavados en que al comienzo
de la guerra se dejaban retratar las archiduquesas y las damas distinguidas de
la sociedad vienesa, vestidas de enfermeras! Lo que me tocó ver a mí,
horripilado, eran vulgares vagones de carga sin ventanas, con tan sólo una estrecha
claraboya, e iluminados por dentro con una lámpara de aceite cubierta de
hollín. Literas primitivas, una al lado de otra, ocupadas todas por hombres de
mortal lividez, que gemían y sudaban y jadeaban en busca de aire en el espeso
hedor a excrementos y yodoformo. Los sanitarios, más que andar, se tambaleaban,
de tan exhaustos como estaban; por ninguna parte se veía la ropa de cama de un
blanco resplandeciente de las fotografías. Los hombres estaban tumbados sobre
paja o literas duras, cubiertos con mantas manchadas de sangre vieja, y en cada
uno de los vagones ya había dos o tres muertos entre los moribundos y
gemebundos. Hablé con el médico, el cual, como él mismo me confesó, en realidad
sólo era dentista de una pequeña ciudad húngara y no ejercía la cirugía desde
hacía años. Estaba desesperado. Me dijo que había telegrafiado a siete
estaciones pidiendo morfina, pero que ya no quedaba en ninguna parte, y que
tampoco disponía de algodón y vendas limpias para las veinte horas de viaje que
faltaban para llegar al hospital de Budapest. Me pidió que lo ayudara, porque
su personal, exhausto, ya no daba más de sí. Lo intenté, dentro de mi
inevitable ineptitud, pero al menos pude serle útil bajando del EL mundo de
ayer, Memorias de un europeo tren en cada estación para ayudar a acarrear cubos
de agua, agua sucia y mala que en realidad estaba destinada para la locomotora,
pero que ahora servía de alivio a la gente que así podía lavarse un poco
siquiera y fregar la sangre que constantemente goteaba al suelo. A todo eso se añadía una complicación personal para
los soldados (hombres de todas las nacionalidades imaginables, amontonados en
aquel ataúd ambulante) a causa de la confusión babélica de lenguas. Ni el
médico ni los enfermeros comprendían el ruteno ni el croata; el único que los
podía ayudar un poco era un sacerdote mayor y encanecido que, al igual que el
médico, estaba desesperado por la falta de morfina y se lamentaba,
profundamente trastornado, de no poder cumplir con su sagrado deber de
administrar la extremaunción porque no disponía de los santos óleos. En toda su
vida no había «sacramentado» a tantas personas como en aquel último mes. Y de
él oí unas palabras que nunca he olvidado, pronunciadas con voz dura y airada:
-Tengo sesenta y siete años y he visto muchas cosas. Pero nunca habría creído
posible semejante crimen contra la humanidad. El tren hospital en que regresé llegó a Budapest a
primeras horas de la mañana. Me dirigí en seguida a un hotel, ante todo para
dormir; el único asiento que había tenido en el tren había sido mi maleta.
Agotado como estaba, dormí hasta alrededor de las once y luego me vestí deprisa
para ir a desayunar. Pero, ya después de los primeros pasos, tuve la sensación
de que debía frotarme los ojos constantemente para comprobar si no soñaba. Era
uno de esos días radiantes en que por la mañana todavía es primavera y al
mediodía ya verano, y Budapest aparecía bella y despreocupada como nunca. Las
mujeres, con vestidos blancos, paseaban del brazo de oficiales que de pronto se
me antojaron sacados de un ejército completamente distinto al que había visto
uno o dos días antes. Con el hedor de yodoformo del transporte de heridos
todavía en la ropa, la boca y la nariz, observé cómo compraban violetas para
obsequiar con ellas galantemente a las damas, cómo coches impecables recorrían
las calles, llevando a caballeros bien afeitados y con trajes igual de
impecables. ¡Y todo ello a ocho o nueve horas en tren del frente! Pero, ¿tenía
derecho alguien a acusar a aquellas gentes? ¿Acaso no era la cosa más natural
del mundo que vivieran y trataran de disfrutar de la vida? Quizá con la
sensación de que todo estaba amenazado, recogían a toda prisa todo lo que aún
quedaba para recoger, unos pocos vestidos buenos, ¡las últimas horas buenas!
Precisamente cuando uno había visto lo frágil y destructible que es el
hombre-cuya vida puede ser destrozada por un pedazo de plomo en una milésima de
segundo, con todos sus recuerdos, conocimientos y éxtasis-comprendía que una
mañana como aquella reuniera a miles de personas cerca del luminoso río para
ver el sol, sentirse vivas, sentir la propia sangre y la propia vida con
fuerzas quizá renovadas. Ya casi había logrado reconciliarme con lo que al
principio me había asustado, cuando por desgracia el servicial camarero me
trajo un periódico vienés. Intenté leerlo, pero entonces me asaltó una sensación
de asco en forma de auténtica ira. Estaban ahí todas las frases sobre la irreductible
voluntad de victoria, sobre las pocas bajas de nuestras tropas y las muchas del
enemigo. ¡Desde aquellas páginas me acometió, desnuda, enorme y desvergonzada,
la mentira de la guerra! No, los culpables no eran los paseantes, los
indolentes y los despreocupados, sino única y exclusivamente aquellos que con
sus palabras instigaban a la guerra. Pero también lo éramos nosotros, si no
dirigíamos contra ellos las nuestras. Fue entonces cuando recibí el impulso definitivo: ¡era
preciso luchar contra la guerra! Tenía el material preparado dentro de mí, sólo
faltaba para empezar esa última y clara confirmación de mi instinto. Había
reconocido al adversario contra el cual tenía que luchar: el falso heroísmo que
prefiere enviar al sufrimiento y a la muerte primero a los demás; el optimismo
barato de profetas sin conciencia, tanto políticos como militares que,
prometiendo sin escrúpulos la victoria, prolongan la carnicería y, detrás de
ellos, el coro que han alquilado, todos esos «charlatanes de la guerra», como
los estigmatizó Werfel en su bello poema. El que exponía una duda, entorpecía
su actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían
llamándolo pesimista; al que estaba en contra de la guerra, que ellos mismos no
sufrían, lo tachaban de traidor. Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo
de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los
humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la
catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado. Era la misma
pandilla que se había burlado de Casandra en Troya y de Jeremías en Jerusalén;
yo nunca había comprendido tan bien la tragedia y la grandeza de estos
personajes como en aquellas horas, demasiado parecidas a las que vivieron
ellos. Desde el principio no creí en la victoria y una sola cosa sabía con
seguridad: que aunque se consiguiera a costa de inmensos sacrificios, nunca
justificaría las víctimas. Pero siempre me quedaba solo entre los amigos cuando
hacía tales advertencias, y los confusos alaridos de victoria antes del primer
disparo y el reparto del botín antes de la primera batalla a menudo me hicieron
dudar de si no era yo el loco en medio de tantos cuerdos o, mejor dicho, el
único espantosamente despierto en medio de su embriaguez. Así, pues, me resultó
bastante natural describir de forma dramática la situación singular y trágica del
«derrotista» (palabra que se había inventado para imputar la voluntad de
derrota a los que se afanaban por llegar a un entendimiento). Escogí como
símbolo a la figura de Jeremías, el profeta que predicaba en vano. Pero no me
interesaba en absoluto escribir una obra «pacifista», poner en verso una verdad
tan de perogrullo como que la paz es mejor que la guerra, sino que quería
describir otro hecho: quien en tiempos de entusiasmo es menospreciado por débil
y pusilánime, en el momento de la derrota suele demostrar ser el único que no
sólo la soporta, sino que también la domina. Desde mi primera pieza, Tersites,
nunca me había dejado de preocupar el problema de la superioridad anímica del
vencido. Siempre me ha fascinado la idea de mostrar el endurecimiento interior
que en el hombre provoca cualquier forma de poder y el entumecimiento del alma
que la victoria produce en pueblos enteros, para luego contrastarlos con el
poder de la derrota, que agita al alma e imprime en ella profundos y dolorosos
surcos. En medio de la guerra, mientras los demás se
demostraban mutuamente la infalible victoria con prematuros gritos de triunfo,
yo me precipité al más profundo abismo de la catástrofe y allí busqué la
ascensión. Pero con la elección de un tema bíblico, inconscientemente
di con algo que hasta entonces había llevado dentro de mí sin aprovechar: la
comunidad con el pueblo judío, basada vagamente en la sangre o la tradición.
¿No era mi pueblo el que siempre era vencido por todos los demás pueblos, una y
otra vez, y, sin embargo, los sobrevivía gracias a una fuerza misteriosa,
precisamente la de convertir la derrota en victoria por la voluntad de salir
airoso de cada nueva catástrofe? ¿Acaso nuestros profetas no conocían de
antemano esa persecución y expulsión eternas que hoy nos vuelven a arrojar a la
calle como un desecho? ¿Acaso no habían aceptado y tal vez bendecido como un
camino hacia Dios esa sumisión al poder? Y ¿acaso las tribulaciones no habían
sido desde siempre beneficiosas para todos y cada uno? Yo lo experimenté
complacido mientras escribía este drama, el primero de mis libros que aprobé en
mi fuero interno. hoy sé que, de no haber sido por todo lo que sufrí y presentí
antes, durante y después de la guerra, habría seguido siendo el escritor que
era antes de ella, «gratamente emocionado», como se dice en el ámbito de la
música, pero no cautivado ni conmovido ni afectado hasta lo más profundo del
alma. Ahora, por primera vez tenía la sensación de hablar por mi propia boca y
por la de la época. Tratando de ayudar a los demás, me ayudé a mí mismo; y lo
hice en la obra más personal y privada después de Erasmo, que en el año 1934,
en tiempos de Hitler, me dio fuerzas para vencer tamaña crisis. Desde el
momento en que intenté darle forma, dejé de sufrir con tanta intensidad la
tragedia de la época. EL mundo de
ayer, Memorias de un europeo No había creído ni por un solo momento que esta
obra obtuviera un éxito apreciable. Por el hecho de que coincidían en ella tantos
problemas, el profético, el pacifista y el judío, más la labor de dar forma
coral a las escenas finales, sus proporciones superaban de tal modo a las de un
drama normal, que una representación como es debido hubiera requerido en
realidad dos o tres sesiones. Y luego: ¿cómo podía llegar a los escenarios alemanes
una obra que anunciaba e incluso ensalzaba la derrota, mientras todos los días
los periódicos cantaban con brío «Vencer o morir»? Tenía que ocurrir un milagro
para que publicaran el libro, pero incluso en el peor de los casos-que eso no
fuera posible-, como mínimo me había ayudado a superar la peor época. En el
diálogo poético decía todo lo que había tenido que callar en la conversación
con los hombres. Me había sacudido la carga que me aplastaba el alma y me había
restituido a mí mismo; en el mismo instante en que en mi interior había dicho
«no» a la época, había encontrado el «sí» a mí mismo. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO XI STEFAN ZWEIG EN EL CORAZÓN DE EUROPA Cuando en la Pascua de 1917 apareció mi tragedia
Jeremías en forma de libro, tuve una sorpresa. La había escrito
intencionadamente en enconada oposición a la época y, por esta razón, esperaba
una oposición no menos enconada. Pero ocurrió todo lo contrario. En seguida se
vendieron veinte mil ejemplares del libro, una cifra fantástica para un drama
impreso; no sólo los amigos como Romain Rolland se manifestaron públicamente a
su favor, sino también los que antes defendían más bien el otro bando, como
Rathenau y Richard Dehmel. Directores de teatro a los que ni siquiera se les había
entregado el drama-era impensable representarlo en Alemania durante la
guerra-me escribieron pidiéndome que les reservara el estreno para cuando
llegara la paz; incluso la oposición de los belicosos se mostró cortés y
respetuosa, Me lo había esperado todo menos esto. ¿Que había ocurrido? Ni más ni menos que la guerra ya
hacía dos años que duraba, con lo que había cumplido con su cruel tarea de
desencanto. Tras la terrible sangría en el campo de batalla, la fiebre empezaba
a ceder. Los hombres miraron el rostro de la guerra con más frialdad y rigor
que en los primeros meses de entusiasmo. El sentimiento de adhesión fue
perdiendo fuerza, porque no se notaba en lo más mínimo la gran «purificación
moral» anunciada con delirio por filósofos y escritores. Una profunda grieta
recorría el pueblo de arriba a abajo; el país se había desintegrado, por
decirlo así, en dos mundos diferentes; en el frente, los soldados que combatían
y sufrían las más terribles privaciones; en la retaguardia, los que se habían
quedado en casa, los que seguían llevando una vida despreocupada, llenaban los
teatros y encima sacaban provecho de la miseria de los demás. Frente y
retaguardia se iban perfilando cada vez más como polos opuestos. Un escandaloso
favoritismo, disfrazado de mil formas, se introdujo furtivamente por las
puertas de las oficinas públicas; se sabía que con dinero o influencias se
obtenían lucrativos suministros, mientras se seguía empujando a las trincheras
a campesinos y obreros medio cosidos a balazos. Así, pues, todo el mundo empezó
a cuidar de sí mismo lo mejor que podía, sin escrúpulos. Los artículos de
primera necesidad eran cada día más caros debido a un vergonzoso comercio de
intermediarios, los víveres escaseaban y, por encima de la sombría ciénaga de
la miseria colectiva, brillaba como un fuego fatuo el provocador lujo de los
que se aprovechaban de la guerra. Una irritada desconfianza fue apoderándose
poco a poco de la población: desconfianza hacia el dinero, que perdía valor
cada vez más, desconfianza hacia los generales, los oficiales y los
diplomáticos, desconfianza hacia los comunicados oficiales y del estado mayor,
desconfianza hacia los periódicos y sus noticias, desconfianza hacia la guerra
misma y su necesidad. Así, pues, no fue en absoluto el mérito literario de mi
libro lo que le procuró un éxito tan sorprendente; me había limitado a expresar
aquello que los demás no se atrevían a decir abiertamente: el odio a la guerra
y la desconfianza hacia la victoria. Con todo, parecía imposible expresar semejante estado
de ánimo en el escenario mediante la palabra viva y directa. Inevitablemente
habría provocado reacciones y, por lo tanto, me pareció que debía renunciar a
ver representado en tiempos de guerra ese primer drama contra ella. Pero he
aquí que entonces, un buen día recibí una carta del director del teatro
municipal de Zurich diciendo que quería representar lo antes posible mi
Jeremías y que me invitaba a asistir al estreno. Yo ya había olvidado que-al
igual que en esta Segunda Guerra-aún existía un pedazo de tierra alemana,
pequeño pero precioso, al cual se le había concedido la gracia de mantenerse al
margen de la guerra, un país democrático donde la palabra había permanecido
libre y la manera de pensar, inalterada. Naturalmente, asentí sin dudarlo un instante. Sólo pude dar mi consentimiento en principio, claro
está, pues antes necesitaba obtener el permiso para abandonar el servicio y el
país durante un tiempo. Pero, por fortuna, existía en todos los países
beligerantes un departamento (no creado en esta Segunda Guerra) llamado «de
propaganda cultural». Para explicar la diferente atmósfera cultural de una
Guerra Mundial y la otra, es preciso señalar que, en la Primera, los países,
con sus gobernantes, emperadores y reyes, educados en la tradición del humanismo,
en su subconsciente se avergonzaban todavía de la guerra. Todos los Estados,
uno tras otro, rechazaban el reproche de ser o haber sido «militaristas» como
si se tratara de una calumnia infame; al contrario: todos competían en el
empeño de mostrar, demostrar, explicar y evidenciar que eran «naciones cultas».
En 1914, ante un mundo que valoraba la cultura más que el poder y que habría
execrado por inmorales eslóganes como «sacro egoísmo» y «espacio vital», nada
se solicitaba con tanta insistencia como el reconocimiento de los logros
intelectuales de validez universal. Por eso todos los países neutrales se veían
inundados de ofertas artísticas. Alemania enviaba a sus orquestas sinfónicas, bajo la
batuta de famosos directores, a Suiza, Holanda y Suecia, y Viena a sus
filarmónicas; incluso poetas, escritores y sabios eran enviados al extranjero,
y no para exaltar gestas militares o celebrar tendencias anexionistas, sino
simplemente para demostrar con sus versos y sus obras que los alemanes no eran
«bárbaros» y que no sólo fabricaban lanzallamas o buenos gases tóxicos, sino
también obras de calidad suprema, válidas para toda Europa. En los años
1914-1918 -tengo que subrayarlo una vez más-la conciencia mundial todavía era
una autoridad muy respetada, las fuerzas morales y artísticamente productivas
de una nación en guerra todavía conservaban una influencia considerable, los
Estados todavía se esforzaban por ganarse la simpatía de la gente, y no por
reprimirla, como en la Alemania de 1939, escenario de un terror del todo
inhumano. Así, mi solicitud de permiso para asistir a la
representación de un drama en Suiza tenía, de hecho, buenas perspectivas; a lo
sumo, las dificultades podían surgir por el hecho de que se trataba de un drama
antibélico en el que un austriaco anticipaba la derrota-aunque de forma
simbólica-como algo que cabía dentro de lo posible. En el ministerio me hice
anunciar al jefe de departamento y le expuse mi petición. Ante mi sorpresa, me
prometió en el acto que tomaría las medidas oportunas y, por cierto, con un
argumento muy curioso: «Gracias a Dios usted no era uno de aquellos estúpidos
que pedían guerra a gritos. Hala, pues, haga ahí fuera todo lo posible para que
esto termine de una vez.» Al cabo de cuatro días tenía el permiso y un pasaporte
para salir al extranjero. Hasta cierto punto me había sorprendido oír hablar con
tanta libertad, en tiempos de guerra, a uno de los más altos funcionarios de un
ministerio austriaco. Pero, poco familiarizado con los secretos caminos de la
política, no sospechaba que en 1917, bajo el reinado del nuevo emperador
Carlos, en los círculos superiores del gobierno se había iniciado, a la chita
callando, un movimiento para liberarse de la dictadura militar alemana, la cual
despiadadamente arrastraba a Austria, en contra de su voluntad, a remolque de
su exacerbado anexionismo. En el estado mayor no se soportaba el brutal
autoritarismo de Ludendorff, el ministerio de Asuntos Exteriores se defendía
desesperadamente de la guerra submarina ilimitada, que convertiría a América en
enemiga nuestra; incluso el pueblo se quejaba de la «arrogancia prusiana». De
momento todo eso se manifestaba entre líneas y en observaciones aparentemente
anodinas. Pero en los días siguientes supe más cosas y, de modo imprevisto, me
enteré antes que los demás de uno de los mayores secretos de aquella época. Sucedió de la siguiente manera: de camino hacia Suiza
me detuve dos días en Salzburgo, donde me había comprado una casa y tenía la
intención de instalarme después de la guerra. Existía en esta ciudad un pequeño
círculo de hombres de estrictas convicciones católicas, dos de los cuales, como
cancilleres, habrían de desempeñar un papel decisivo en la historia de Austria
después de la guerra: Heinrich Lammasch e Ignaz Seipel. El primero era uno de
los catedráticos de derecho más destacados de su época y había presidido la
Conferencia de La Haya; el segundo, sacerdote católico de una inteligencia casi
inquietante, estaba destinado a hacerse cargo de la dirección de la pequeña
Austria tras la caída de la monarquía y demostró de forma excelente su genio
político en este cometido. Los dos eran pacifistas convencidos, católicos
ortodoxos, viejos austriacos apasionados y, como tales, enemigos decididos del
militarismo alemán, prusiano y protestante, al que consideraban incompatible
con las ideas tradicionales de Austria y su misión católica. Mi Jeremías fue
recibido con gran simpatía en estos círculos religioso-pacifistas y el
consejero áulico Lammasch (Seipel estaba de viaje en aquel momento) me invitó a
su casa, en Salzburgo. El distinguido y sabio anciano me habló en términos muy
cordiales; me dijo que mi libro satisfacía nuestras ideas austriacas de
conciliación y que esperaba con impaciencia que su influencia trascendiera los
límites puramente literarios. Y ante mi sorpresa, porque no me conocía de
antes, y con una franqueza que demostraba su valentía de espíritu, me confió el
secreto de que en Austria nos hallábamos en vísperas de un cambio decisivo. Una
vez descartada militarmente Rusia, no existía para Alemania-en el caso de que
quisiera abandonar sus inclinaciones agresivas-ni para Austria ningún
impedimento real para la paz; no se podía desaprovechar ese momento. Si la
pandilla de pan-germanistas alemanes seguía oponiéndose a las negociaciones, Austria
debía tomar la iniciativa y actuar con independencia. Me insinuó que el joven
emperador Carlos había prometido su apoyo a este propósito; quizá pronto se
verían los resultados de su política personal. Ahora todo dependía de si Austria hacía suficiente acopio
de energía para imponer una paz concertada en vez le la «paz de la victoria»
que reivindicaba el partido militarista alemán, indiferente a nuevos
sacrificios. En caso de necesidad, empero, haría falta llegar hasta el último x
t remo y Austria debería salir de la alianza antes de ver arrastrada por el
militarismo alemán a una catástrofe. -Nadie nos puede acusar de deslealtad-dijo con firmeza
y decisión-. Hemos tenido más de un millón de muertos. ¡Ya nos hemos
sacrificado bastante! A partir de ahora, ¡ni una vida humana más, ni una sola,
por la hegemonía alemana en el mundo! Se me cortó la respiración. A menudo
habíamos pensado todas esas cosas en nuestro fuero interno, pero nadie se había
atrevido a expresarlas abiertamente («Reneguemos a tiempo de los alemanes y de
su política anexionista»), porque tal cosa se habría considerado como una
traición al hermano de armas. Pero he aquí que ahora lo decía un hombre que,
como yo ya sabía de antes, en Austria disfrutaba de la confianza del emperador
y, en el extranjero, gracias a su actividad en La Haya, de un gran prestigio, y
me lo decía a mí, casi un desconocido, con tanta tranquilidad y valentía, que
en seguida comprendí que el movimiento separatista austriaco ya no se
encontraba desde hacía tiempo en la fase preliminar, sino en plena marcha. Era osado pensar que, con la amenaza de una paz por
separado, se podía predisponer mejor a Alemania a entablar negociaciones o que,
en caso necesario, se podría llevar a cabo esta amenaza; era la única, la
última posibilidad-la historia lo atestigua-de salvar a la monarquía y, con
ella, a Europa. Por desgracia, faltó a la realización de este plan la firmeza
del primer momento. El emperador Carlos envió, en efecto, al hermano de su
mujer, el príncipe Parma, con una carta secreta a Clemenceau para sondear las
posibilidades de paz sin informar antes a la corte de Berlín y, si procedía,
para iniciar las negociaciones. Creo que todavía no se ha aclarado del todo de
qué manera Alemania tuvo conocimiento de aquella misión secreta. Por desdicha
el emperador Carlos no tuvo el valor de defender públicamente sus convicciones,
sea porque, como muchos afirman, Alemania amenazaba con invadir militarmente a
Austria, sea porque como Habsburgo le asustaba el descrédito de rescindir, en
un momento crucial, una alianza concertada por Francisco José y sellada con
tanta sangre. En cualquier caso, no nombró para el cargo de primer ministro ni
a Lammasch ni a Seipel, los únicos que, como católicos internacionalistas y
llevados por convencimiento moral, habrían tenido la fuerza necesaria para
cargar con el descrédito de una separación de Alemania, y aquel titubeo fue su
perdición. Los dos hombres llegarían a primer ministro, pero no en el viejo
imperio de los Habsburgos, sino en la cercenada República austriaca y, sin
embargo, nadie hubiera sido más capaz de defender ante el mundo tal aparente
error que estas dos eminentes y respetadas personalidades. Con una franca
amenaza de separación o con la separación efectiva, Lammasch no sólo habría
salvado la existencia de Austria, sino también a Alemania, protegiéndola de su
peligro más inherente: su ilimitado afán de anexión. Mejor le habría ido a
nuestra Europa si la acción que aquel hombre sabio y profundamente religioso me
anunció abiertamente no se hubiera malogrado por culpa de la debilidad y el
desatino. Al día siguiente proseguí el viaje y crucé la frontera
suiza. Cuesta imaginarse ahora lo que significaba entonces pasar de un país en
guerra, cerrado y hambriento, a la zona neutral. Eran pocos minutos de una estación otra, pero desde el
primer momento al viajero le invadía la sensación de salir de una atmósfera
sofocante y al aire fresco, saturado de nieve, una especie de embriaguez que
bajaba del cerebro para recorrer nervios y sentidos. Al cabo de los años,
cuando, viniendo de Austria, pasaba por aquella misma estación (cuyo nombre
nunca me ha quedado grabado en la memoria), de súbito se repetía como un
relámpago la sensación de poder respirar libremente. Bajaba del vagón de un
salto y en la fonda de la estación-primera sorpresa-me esperaba todo aquello
que había olvidado que formaba parte de las cosas más naturales del mundo:
había allí expuestas naranjas doradas y jugosas, plátanos, chocolate y jamón,
cosas que en nuestro país sólo se podían obtener a escondidas, por la puerta
trasera; se podía comprar carne y pan sin cartilla de racionamiento. Y los
viajeros, en efecto, se lanzaban como fieras hambrientas sobre tales
exquisiteces baratas. Había allí una oficina de telégrafos y otra de correos
desde donde se podía escribir y telegrafiar a los cuatro vientos sin censura
alguna. Había diarios franceses, italianos e ingleses que se podían comprar,
abrir y leer sin temer castigo alguno. Aquí, a cinco minutos, lo prohibido
estaba permitido y allá, al otro lado, lo permitido estaba prohibido. Todo lo
absurdo de las guerras europeas se me puso palpablemente de manifiesto en
aquella estrecha contigüidad del espacio; en el otro lado, en la pequeña ciudad
fronteriza, cuyos letreros se podían leer a simple vista, sacaban a los hombres
de las casas y las barracas y los cargaban en vagones con destino a Ucrania y
Albania para que mataran o se dejaran matar; en el lado de acá los hombres de
la misma edad estaban tranquilamente sentados con sus mujeres ante las puertas
enramadas de hiedra, fumando sus pipas; instintivamente me pregunté si también
los peces de la orilla derecha del riachuelo fronterizo eran beligerantes y los
de la izquierda neutrales. Nada más cruzar la frontera ya pensaba de otro modo,
más libre, más animado, menos servil, y al día siguiente mismo comprobé hasta
qué punto se atrofiaba en el mundo de la guerra no sólo nuestro ánimo, sino
también nuestro organismo: cuando, invitado por unos parientes, después del
almuerzo tomé inconscientemente una taza de café y me puse a fumar un habano,
de repente me sentí mareado y noté unas fuertes palpitaciones en el corazón.
Tras muchos meses de tomar sucedáneos, mi cuerpo y mis nervios no toleraban ni
el café ni el tabaco auténticos; después de las condiciones antinaturales de la
guerra, también el cuerpo tenía que adaptarse de nuevo a las condiciones
normales de la paz. Ese vértigo, ese agradable mareo, se transmitió
igualmente al espíritu. Cada árbol me parecía más bello, cada montaña más
libre, cada paisaje más risueño, porque en un país en guerra el efecto que la
reconfortante paz de un prado ejerce sobre la mirada oscurecida es como una
indiferencia insolente de la naturaleza, cada puesta de sol purpúrea recuerda
la sangre derramada; aquí, en el estado natural de la paz, el noble
distanciamiento de la naturaleza volvía a ser natural, y yo amaba Suiza como
nunca la había amado. Siempre me había gustado visitar ese país, grandioso en
sus pequeñas dimensiones e inagotable en su diversidad. Pero nunca había entendido mejor que entonces el
sentido de su existencia: la idea suiza de la convivencia de las naciones en un
mismo espacio y sin hostilidad, esa sapientísima máxima de elevar, mediante el
respeto mutuo y una democracia sinceramente sentida, las diferencias lingüísticas
y étnicas a la categoría de fraternidad. ¡Qué ejemplo para toda nuestra confusa
Europa! Refugio de todos los perseguidos, patria secular de la paz y la
libertad, que acogía a todas las maneras de pensar y a la vez conservaba
fielmente su propia identidad. ¡Cuán importante ha sido para nuestro mundo la
existencia de este Estado supranacional! Con razón me parecía un país agraciado
por la hermosura y favorecido por la riqueza. No, allí nadie era extranjero; en
esa hora trágica para el mundo, un hombre libre e independiente se sentía más
en casa allí que en su propia patria. En Zurich me sentía impulsado a pasear de
noche por las calles y cerca del lago. Las luces irradiaban paz y la gente aún
poseía la buena serenidad de la vida. Tras las ventanas, las que se acostaban
en la cama no eran mujeres desveladas pensando en sus hijos, y yo lo percibía;
no veía heridos, ni mutilados, ni jóvenes que mañana o pasado serían cargados
en vagones. Allí se sentía uno más autorizado a vivir, mientras que en el país en
guerra era una vergüenza y casi un pecado seguir todavía ileso. Sin embargo, para mí lo más urgente no eran las
conversaciones sobre la representación de mi obra ni los encuentros con amigos
suizos y extranjeros. Quería, sobre todo, ver a Rolland, el hombre que yo sabía
que podía hacerme más fuerte, más lúcido y más activo, y queda darle las
gracias por todo lo que sus consejos y su amistad me habían dado durante los
días más amargos de mi soledad espiritual. Mis primeros pasos debían conducirme
hasta él, de modo que sin demora me dirigí a Ginebra. La verdad es que, como
«enemigos», nos encontrábamos en una situación un tanto complicada. Como es
natural, los gobiernos de los países beligerantes no veían con buenos ojos que
sus súbditos se relacionaran en territorio neutral con los de naciones
enemigas. Por otro lado, sin embargo, tampoco existía ninguna ley que lo
prohibiera. No había ninguna cláusula por la cual se debiera castigar a alguien
que se reuniera con ellos. Prohibido y equiparado a alta traición lo estaba
sólo el trato comercial, «negociar con el enemigo», y para no granjearnos la
sospecha de infringir tal prohibición ni por asomo siquiera, por principio
evitábamos ofrecernos tabaco entre amigos, a sabiendas de que estábamos siendo
observados constantemente por numerosos policías secretas. Para evitar
cualquier sospecha de tener miedo o mala conciencia, los amigos internacionales
escogíamos el método más simple: la franqueza. No nos escribíamos a direcciones
falsas ni a listas de correos, no nos visitábamos de noche ni a escondidas,
sino que paseábamos juntos por la calle y nos sentábamos en los cafés a la
vista de todos. Así, pues, tan pronto como llegué a Ginebra, me anuncié con
nombre y apellido al portero del hotel y le dije que quería hablar con el señor
Romain Rolland, precisamente porque, para la agencia de información alemana o
francesa, era mejor que pudiesen comunicar quién era yo y a quién visitaba; a
la postre, para nosotros era de lo más natural que dos viejos amigos no
tuvieran que evitarse de repente por el mero hecho de que por casualidad
pertenecían a dos naciones diferentes, las cuales, también por casualidad,
estaban en guerra una contra otra. No nos sentíamos obligados a tomar parte en
un absurdo sólo porque el mundo se comportara absurdamente. Y ahora por fin me hallaba en su habitación. Me
pareció casi la misma de París. Como en aquel entonces, la mesa y la silla
aparecían disimuladas bajo una gran cantidad de libros; el escritorio rebosaba
de revistas, cartas y papeles; era la misma celda monacal de trabajo, modesta
y, sin embargo, unida al mundo entero, que el carácter de su dueño construía a
su alrededor dondequiera que fuese. Por un momento no encontré las palabras de
salutación y sólo nos dimos la mano: la primera mano francesa que desde hacía
unos años podía volver a estrechar. Rolland era el primer francés con el que
hablaba después de tres años, pero durante ese tiempo habíamos estado más
próximos que nunca. Con él hablé con más familiaridad y franqueza en la lengua
extranjera que con cualquier otra persona de mi patria. Era plenamente
consciente de que el amigo que tenía ante mí era la persona más importante de
aquella hora mundial nuestra, de que era la conciencia moral de Europa quien me
hablaba. En aquel momento pude darme cuenta de todo lo que hacía y había hecho
con su extraordinario servicio a la causa del entendimiento mutuo. Trabajando
día y noche, siempre solo, sin ayuda de nadie, sin secretario, seguía las
declaraciones y manifestaciones de todo tipo y de todos los países; mantenía
correspondencia con muchísima gente que le pedía consejo en problemas de
conciencia; cada día escribía páginas y páginas de su diario personal; como
nadie en aquella época, sentía la responsabilidad de vivir unos tiempos
históricos y la necesidad de rendir cuentas a los tiempos futuros. (¿Dónde
están hoy los innumerables volúmenes manuscritos de sus diarios, que un día
darán explicación completa de todos los conflictos morales y espirituales de
aquella Primera Guerra Mundial?) Al mismo tiempo publicaba sus artículos, cada
uno de los cuales causaba una conmoción internacional, y trabajaba en su novela
Clerambault, en la que ponía en juego toda su existencia, sin descanso, sin
pausa, con espíritu de sacrificio, a favor de la inmensa responsabilidad que
había asumido, el compromiso de actuar-en todos los aspectos y de modo ejemplar
y humanamente legitimado-desde el mismo interior del ataque de locura que
sufría la humanidad. No dejaba ninguna carta sin respuesta, ningún opúsculo
sobre los problemas de la época sin leer; aquel hombre débil, delicado, con la
salud gravemente amenazada en aquellos momentos, que sólo podía hablar en voz
baja y tenía que luchar constantemente con una ligera tos, que no podía salir
al pasillo sin bufanda y tenía que detenerse tras cada paso demasiado
apresurado, empleaba unas fuerzas que crecían de un modo increíble a tenor de
la magnitud de la exigencia. Nada lo alteraba, ni ataques ni perfidias;
contemplaba el tumulto del mundo sin miedo y con lucidez. Yo veía en él otro
heroísmo, el moral, el espiritual; él como monumento de carne y hueso: en mi
libro sobre Rolland tal vez no lo he descrito lo suficiente (porque cuando se
trata de personas que todavía viven se tiene miedo de ensalzarlas demasiado).
No sabría expresar hasta qué punto me sentí conmovido y, si se me permite
decirlo, «purificado», cuando lo vi en aquella pequeña habitación de la que
emanaba una invisible y reconfortante irradiación hacia todas las zonas del
mundo; todavía la notaba en la sangre días después y sé que la fuerza
alentadora y tonificante que Rolland desprendía a través de su lucha en
solitario, o casi en solitario, contra el insensato odio de millones, es uno de
esos imponderables que escapan a cualquier medida y cálculo. Sólo nosotros,
testigos de aquellos tiempos, sabemos lo que entonces significó su presencia y
su ejemplar imperturbabilidad. Gracias a él, la Europa víctima de la rabia
conservó su conciencia moral. Durante las conversaciones de aquella tarde y de los
días siguientes, me emocionó la leve tristeza que envolvía todas sus palabras,
la misma que se percibía en Rilke al hablar de la guerra. Le exasperaban los
políticos y aquellos a los que, para su vanidad nacional, nunca les bastaban
los sacrificios de los demás. Pero a la vez vibraba de compasión por las
innumerables personas que sufrían y morían por un pecado que ellas mismas no
comprendían y que, en definitiva, no era sino un absurdo. Me mostró el
telegrama de Lenin en el que-antes de su salida de Suiza en aquel tren
precintado de mala fama-éste le suplicaba que lo acompañara a Rusia, porque
sabía muy bien lo importante que habría sido para su causa la autoridad de
Rolland. Pero Rolland estaba firmemente decidido a no venderse a ningún grupo,
sino a servir-independientemente, sólo con su persona-a la causa a la que se
había consagrado: la causa común. Del mismo modo que no exigía a nadie que se
sometiera a sus ideas, también él rechazaba cualquier atadura. Quien lo amaba
debía permanecer independiente a su vez; no quería dar otro ejemplo que no
fuera éste: que la persona puede ser libre y fiel a sus convicciones incluso en
contra del mundo entero. Aquella misma tarde me encontré en Ginebra con el
grupito de franceses y otros extranjeros que se reunían en torno a dos pequeños
periódicos independientes, La Feuille y Demain: J.-P. Jouve, René Arcos y Frans
Masereel. Nos hicimos amigos íntimos con el impulsivo entusiasmo con que suelen
trabar amistad los jóvenes. Pero el instinto nos decía que nos hallábamos en el
comienzo de una vida completamente nueva. La mayor parte de nuestras antiguas
relaciones había perdido toda su validez por la ofuscación patriótica de los
que hasta entonces habían sido camaradas. Necesitábamos nuevos amigos y, puesto
que estábamos en el mismo frente, en la misma trinchera intelectual y contra el
mismo enemigo, espontáneamente nació entre nosotros una especie de apasionada
camaradería; al cabo de veinticuatro horas habíamos intimado tanto como si nos
hubiéramos conocido desde hacía años y, como es costumbre en cualquier frente,
en seguida nos tuteamos como hermanos. Todos nos dábamos cuenta («we few, we happy few, we
band of brothers»), además del peligro que corríamos individualmente, de la
temeridad sin igual de nuestro grupo; sabíamos que, a cinco horas de distancia,
cualquier alemán que atisbara a un francés o cualquier francés que atisbara a
un alemán, lo atacaría con la bayoneta o lo despedazaría con una granada de
mano y que por ello recibiría una medalla; sabíamos que, a un lado y otro,
millones de personas no soñaban con otra cosa que con exterminarse mutuamente y
borrarse los unos a los otros de la faz de la tierra; sabíamos que los
periódicos hablaban de los «enemigos» sacando espuma por la boca, mientras que
nosotros, un puñado entre millones y millones, no sólo nos sentábamos a la
misma mesa pacíficamente, sino también en una hermandad de lo más sincera e
incluso conscientemente apasionada; sabíamos que actuando así nos oponíamos al
lado oficial regulado por las órdenes; sabíamos que con esa franca manifestación
de nuestra amistad poníamos en peligro a nuestras personas ante nuestras
respectivas patrias; pero precisamente el riesgo estimulaba nuestra osadía y la
elevaba a niveles casi extáticos, porque queríamos arriesgarnos y disfrutábamos
del placer del riesgo, puesto que era la única cosa que daba peso real a
nuestra protesta. Y así, junto con J.-P. Jouve, di una conferencia pública en
Zurich (un caso único en aquella guerra): él leyó sus poesías en francés y yo
fragmentos de mi Jeremías en alemán. Pero precisamente enseñando nuestras
cartas de ese modo demostrábamos que éramos honrados en aquel juego temerario.
Nos era indiferente lo que pensaran en nuestros consulados y embajadas, a pesar
de que, como Cortés, quizá con ello quemábamos nuestras naves. Estábamos
profundamente convencidos de que no éramos nosotros los «traidores», sino los
otros, aquellos que traicionaban la misión humana del poeta por las
contingencias del momento. ¡Y con qué heroísmo vivían aquellos jóvenes
franceses y belgas! Ahí estaba Frans Masereel, quien, con sus grabados en boj
contra la abominación de la guerra, dibujaba ante nuestros ojos su eterno
monumento gráfico, esas inolvidables láminas en blanco y negro que, por su
fuerza y furia, no se quedan a la zaga de, por ejemplo, «Los desastres de la
guerra» de Goya. Noche y día, este hombre varonil tallaba, incansable, nuevas
figuras y escenas en la muda madera; la angosta habitación y la cocina estaban
llenas hasta el techo de bloques de madera, pero cada mañana La Feuille
publicaba una de sus acusaciones gráficas, que no acusaban a ninguna nación en
concreto, sino siempre a nuestro común enemigo: la guerra. ¡Cómo soñábamos con
poder lanzar desde aviones, en lugar de bombas contra ciudades y ejércitos,
hojas volantes con aquellas estremecedoras y furibundas acusaciones,
comprensibles sin palabras, sin texto, hasta para el más inculto! Estoy
convencido de que habrían matado la guerra antes. Pero por desgracia sólo
aparecían en las pequeñas páginas de La Feuille, que apenas llegaban más allá
de Ginebra. Todo cuanto hacíamos e intentábamos hacer quedaba aprisionado en el
estrecho círculo de Suiza y, cuando surtió efecto, ya era demasiado tarde. En
secreto no nos engañábamos respecto a nuestra impotencia ante la poderosa
maquinaria de los estados mayores y las administraciones públicas y, si no nos
perseguían, quizá fuera porque no podíamos resultarles peligrosos, ahogados
como nuestras palabras, impedidos como nuestras acciones. Sin embargo,
precisamente porque sabíamos que éramos pocos, nos apretábamos más los unos
contra los otros, pecho contra pecho, corazón contra corazón. En mis años de
madurez, nunca he vuelto a sentir una amistad tan entusiasta como en aquellas
horas pasadas en Ginebra, y aquellos lazos han resistido todas las épocas posteriores. Desde un punto de vista psicológico e histórico (no
desde el artístico), la figura más notable de aquel grupo era Henri Guilbeaux;
en su persona vi confirmada, con más convencimiento que en cualquier otra, la
ley irrefutable de la historia según la cual en épocas de trastornos
repentinos, sobre todo durante una guerra o una revolución, el coraje y la
osadía a menudo valen más, por un corto período, que la importancia intrínseca
de las personas; y el momento de la impetuosa valentía de la población civil
puede ser más decisivo que su personalidad y constancia. Cada vez que el tiempo
avanza veloz y se precipita, aquellos que saben lanzarse a las olas sin vacilar
toman la delantera. ¡Y a cuántas figuras, en el fondo efímeras, no encumbró
entonces el tiempo por encima de ellas mismas (Béla Kun, Kurt Eisner)
elevándolas hasta una posición para cuya altura no estaban interiormente
preparadas! Guilbeaux, un hombrecillo rubio y delgado, de penetrantes e
inquietos ojos grises y de una locuacidad vivaz, en realidad no poseía ningún
otro talento. A pesar de que fue él quien había traducido mis poesías al
francés casi una década antes, tengo que decir en honor a la verdad que sus
facultades literarias eran bastante escasas. Su dominio de la lengua no superaba
la medianía y su formación era superficial en todo. Toda su fuerza radicaba en
la polémica. Por una infeliz disposición de su carácter era de esas personas
que siempre tienen que estar «en contra» de algo, no importa qué. Sólo se
sentía satisfecho cuando, como un auténtico gamin, podía emprenderla a golpes y
arremeter contra cualquier cosa más fuerte que él. Aun cuando en el fondo era
un buenazo, en París, antes de la guerra, había polemizado sin cesar en el
campo de la literatura contra determinadas corrientes y personas, para después
ocuparse de los partidos radicales, ninguno de los cuales le pareció lo
bastante radical. Y ahora, en tiempos de guerra, había encontrado de repente,
como antimilitarista, a un adversario gigantesco: la guerra mundial. La timidez
y la cobardía de la mayoría, por un lado, y, por otro, la osadía y la temeridad
con que se lanzó a la lucha, lo hicieron importante e incluso imprescindible
para un momento de la historia. Y es que a él le atraía lo que a otros les
asustaba: el peligro. El hecho de que los demás arriesgaran tan poco y él tanto
confirió a este literato, en sí insignificante, una repentina grandeza y
acrecentó sus facultades de publicista y luchador por encima de su nivel
natural: un fenómeno que también se pudo observar en la Revolución Francesa
entre los pequeños abogados y juristas de la Gironda. Mientras los demás
callaban, mientras nosotros mismos dudábamos y a cada paso pensábamos
cuidadosamente qué debíamos hacer y qué no, él actuaba con decisión, y el gran
mérito eterno de Guilbeaux es y será el de haber fundado y dirigido el único
periódico antibélico y de peso intelectual de la Primera Guerra Mundial: el
Demain, un documento que debería leer todo aquel que de veras quiera comprender
las corrientes intelectuales de la época. Nos dio lo que necesitábamos: un
centro de debate internacional y supranacional en medio de la guerra. El que
Rolland le diera su apoyo fue decisivo para el periódico, pues gracias a su
autoridad moral y a sus contactos, pudo aportarle los mejores colaboradores de
Europa, América y la India; por otro lado, los revolucionarios todavía
exiliados de Rusia, Lenin, Trotski y Lunacharski, empezaron a tener confianza
en el radicalismo de Guilbeaux y se pusieron a escribir regularmente para el
Demain. Y así, durante doce o veinte meses, no hubo en el mundo otro periódico
más interesante e independiente y, si hubiera sobrevivido a la guerra, quizás
habría ejercido una influencia decisiva en la opinión pública. Al mismo tiempo
Guilbeaux se hizo cargo en Suiza de la representación de grupos radicales
franceses que la mano dura de Clemenceau había amordazado. Tuvo un histórico
papel en los famosos congresos de Kienthal y Zimmerwald, donde los socialistas
todavía internacionalistas se separaron de los que se habían convertido en
patriotas; ningún francés, ni siquiera aquel capitán Sadoul que en Rusia se
había pasado a los bolcheviques, fue tan temido y odiado durante la guerra, en
los círculos políticos y militares de París, como ese hombrecito rubio. Finalmente,
el servicio de espionaje francés consiguió ponerle la zancadilla. En un hotel
de Berna, robaron de la habitación de un espía alemán hojas de papel secante y
copias de cartas con papel carbón que en realidad sólo demostraban que algunos
cargos alemanes se habían suscrito a algunos números del Demain: en sí mismo,
un hecho inocente, pues, teniendo en cuenta la meticulosidad alemana, era
probable que aquellos ejemplares estuvieran destinados a distintas bibliotecas
y administraciones. Pero en París el pretexto bastó para calificar a Guilbeaux
de agitador comprado por Alemania y para iniciar un proceso contra él. Fue condenado a muerte in contumaciam de un modo
completamente injusto, como demuestra el hecho de que la condena fue anulada
diez anos más tarde en un juicio de revisión. Pero poco después, a causa de su
vehemencia e intransigencia-que poco a poco se fue convirtiendo en un peligro
también para Rolland y todos nosotros-, entró igualmente en conflicto con las
autoridades suizas, que lo detuvieron y encerraron. Lo salvó Lenin, que le
profesaba un afecto personal y que le estaba agradecido por la ayuda que había
recibido de él en los momentos más críticos: de un plumazo lo convirtió en
ciudadano ruso y lo autorizó a partir hacia Moscú en el segundo tren sellado.
Ahora sí habría podido desplegar de veras sus fuerzas creadoras, porque en
Moscú le ofrecían por segunda vez todas las posibilidades de actuar, dado que
poseía todos los méritos de un auténtico revolucionario: prisión y condena a
muerte in contumaciam. Al igual que en Ginebra gracias a la ayuda de Rolland,
así también en Moscú, gracias a la confianza de Lenin, habría podido contribuir
de modo positivo a la construcción de Rusia. Por otro lado, era difícil
encontrar a alguien tan indicado como él-por su valerosa actitud en la
guerra-para desempeñar un papel decisivo en el Parlamento y en la vida pública
francesa después de la guerra, porque todos los grupos radicales veían en él al
hombre ideal, activo y valiente, al líder nato. La realidad demostró, sin
embargo, que Guilbeaux no era un líder nato, sino que, como tantos otros
escritores de la guerra y políticos de la revolución, tan sólo era producto de
un momento fugaz, y que los temperamentos desequilibrados acaban por
derrumbarse tras las primeras subidas fulminantes. En Rusia, al igual que antes
en París, Guilbeaux, como polemista incurable, despilfarró su talento en peleas
y riñas y acabó enemistándose con los que habían respetado su coraje: primero
con Lenin, después con Barbusse y Rolland y finalmente con todos nosotros. En
un breve lapso de tiempo terminó como había empezado: con insignificantes
opúsculos y vanas disputas. Completamente ignorado, murió en un rincón de París
poco después del indulto. El hombre más temerario y valeroso en la guerra
contra la guerra, que, si hubiera sabido aprovechar y merecer el empuje que la
época le había dado, habría podido convertirse en una de las grandes figuras de
nuestro tiempo, hoy es una persona completamente olvidada y yo quizá sea uno de
los últimos que todavía lo recuerdan con gratitud, sobre todo por su hazaña con
el Demain. Al cabo de unos días regresé de Ginebra a Zurich para
empezar las entrevistas sobre los ensayos de mi obra. Era una ciudad que
siempre me había gustado por su hermosa situación a orillas del lago y a la
sombra de las montañas, y desde luego por su cultura señorial, un tanto
conservadora. Pero gracias a que Suiza vivía en paz, encajonada entre Estados
en guerra, Zurich había salido de su languidez y de la noche a la mañana se
había convertido en la ciudad más importante de Europa, en un punto de
encuentro de todos los movimientos intelectuales, aunque también de todos los
especuladores imaginables, vividores, espías y propagandistas, a los que la
población autóctona miraba con justificado recelo a causa de ese amor tan
repentino... En los restaurantes, los cafés, los tranvías y en la calle se oía
hablar todas las lenguas. Por doquier se topaba uno con conocidos, algunos
gratos y otros inoportunos y, lo quisiera o no, caía en un torrente de
exaltadas discusiones. Y es que la existencia de aquel gran número de personas
que la marea del destino arrastraba a aquella ciudad dependía del desenlace de
la guerra; unas, comisionadas por sus gobiernos, otras, perseguidas y
proscritas, pero todas desligadas de sus vidas y lanzadas a las manos del azar. Como ninguna tenía un hogar, buscaban incesantemente
compañeros de infortunio y, como no estaba en su poder influir en los
acontecimientos militares y políticos, discutían noche y día sumidas en una especie
de fiebre intelectual que las excitaba y fatigaba a la vez. Era realmente
difícil sustraerse a las ganas de hablar después de haber vivido meses y años
en el país de origen con los labios sellados; la gente se sentía impelida a
escribir y publicar desde que por primera vez podía volver a pensar y escribir
sin censura; todo el mundo estaba tenso al máximo e incluso las mediocridades,
como he mostrado en el caso de Guilbeaux, eran más interesantes de lo que
habían sido nunca antes ni volverían a serlo después. Allí se reunían
escritores y políticos de todas las tendencias y lenguas; Alfred H. Fried,
premio Nóbel de la paz publicó allí su Friedenswarte (Atalaya de la paz); Fritz
von Unruh, ex oficial prusiano, nos leyó sus últimos dramas; Leonhard Frank escribió
su apasionante novela Der Mensch ist gut (El hombre es bueno); Andreas Latzko
causó sensación con su Menschen im Krieg (Hombres en guerra); Franz Werfel
acudió para dar una conferencia; encontré a hombres de todas las naciones en el
viejo hotel Schwerdt, donde antaño se habían alojado Casanova y Goethe; vi a
rusos que después estuvieron presentes en la Revolución y cuyos nombres reales
nunca he conocido; a italianos, a sacerdotes católicos, a socialistas
intransigentes y a otros del partido alemán de la guerra; entre los suizos, nos
apoyaban el magnífico pastor Leonhard Ragaz y el poeta Robert Faesi. En la
librería francesa encontré a mi traductor, Paul Morisse; en la sala de
conciertos, al director Oscar Fried; todo el mundo estaba allí, todo el mundo
pasaba por allí, se oían opiniones para todos los gustos, desde las más
absurdas hasta las más sensatas, se respiraba rabia y entusiasmo. Se fundaban
periódicos, se dirimían controversias, los contrastes se acercaban o se
alejaban aún más, se hacían y deshacían grupos; nunca he vuelto a tropezar con
una mezcla más variopinta y apasionada de opiniones y gentes en una forma tan
concentrada y, como quien dice, tan humeante como durante aquellos días en
Zurich (o tal vez debería decir noches, porque la gente discutía hasta que el
café Bellevue o el Odeon apagaban las luces y entonces a menudo sucedía que los
unos iban a casa de los otros). En aquel mundo encantado ya nadie contemplaba el
paisaje, las montañas, los lagos y su dulce paz; la gente vivía pendiente de
los periódicos, de las noticias y los rumores, de las opiniones y las disputas.
Y cosa curiosa: mentalmente se vivía la guerra con más intensidad que en el
seno de las naciones en guerra, porque allí el problema, por así decir, se
había objetivado y se había desprendido por completo del interés nacional por
la victoria o la derrota. No se contemplaba la guerra desde ningún punto de
vista político, sino europeo, y desde él se la veía como un suceso tremendo y
atroz que transformaría no tan sólo unas cuantas líneas fronterizas, sino sobre
todo la forma y el futuro de nuestro mundo. De entre todas aquellas personas, las más dignas de
lástima para mí (como si ya me hubiera asaltado un presentimiento de mi futuro
destino) eran las que no tenían patria o, peor aún, las que, en lugar de una
patria, tenían dos o tres y no sabían a cuál pertenecían. Por ejemplo, en un
rincón del café Odeon se sentaba, a menudo solo, un joven que llevaba una
barbita de color castaño y unas gafas ostentosamente gruesas ante unos penetrantes
ojos oscuros; me dijeron que era un escritor inglés de gran talento. Cuando, al
cabo de unos días, trabé conocimiento con James Joyce, rechazó rotundamente
cualquier relación con Inglaterra. Era irlandés. Cierto que escribía en inglés, pero no pensaba
ni quería pensar en inglés. Me dijo: -Quisiera una lengua que estuviera por
encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo
expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición. No lo comprendí muy bien, porque no sabía que entonces
ya estaba escribiendo su Ulises; sólo me había prestado su libro Retrato de un
artista adolescente, el único ejemplar que tenía, y su pequeño drama, Exiles,
que yo precisamente quería traducir para ayudarlo. Cuanto más lo conocía, más admiraba su fantástico
conocimiento de lenguas; tras aquella frente redondeada, moldeada a martillazos
y que brillaba como porcelana bajo la luz eléctrica, estaban estampados todos
los vocablos de todos los idiomas y él jugaba con ellos y los mezclaba de una
manera brillantísima. En cierta ocasión me preguntó cómo traduciría al alemán
una frase difícil de Retrato del artista y juntos probamos la solución en
italiano y en francés; él tenía preparadas para cada palabra cuatro o cinco
traducciones en cada lengua, incluso dialectales, y sabía su valor y peso hasta
el último matiz. Pocas veces lo abandonaba una cierta amargura, pero creo que
en el fondo era esa irritación la fuerza interior que lo volvía vehemente y
creativo. El resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas
personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que sólo se
liberaba en la obra literaria. Pero él parecía amar esa dureza suya; nunca lo
vi reír ni de buen humor. Daba siempre la impresión de una fuerza oscura
concentrada en ella misma y, cuando lo veía por la calle, con los delgados
labios estrechamente apretados y caminando siempre con pasos apresurados, como
si se dirigiera a algún lugar determinado, me daba cuenta de la actitud
defensiva y del aislamiento interior de su carácter mucho más que en nuestras
conversaciones. Por eso después no me sorprendió en absoluto que fuera
precisamente él quien escribiese la obra más solitaria, la menos ligada a todo
y que se abatió sobre nuestra época como un meteoro. Otro de esos anfibios que vivían entre dos naciones
era Feruccio Busoni, italiano por nacimiento y educación, alemán por elección.
Desde mi juventud yo no había amado tanto a otro virtuoso de la música como a
él. Cuando interpretaba alguna pieza de piano en un concierto, de sus ojos
emanaba un sorprendente brillo soñador. Sus manos creaban música sin esfuerzo,
una perfección única, mientras su bella cabeza, ligeramente echada hacia atrás,
rezumaba espíritu, escuchaba y se impregnaba de la música que creaba. Entonces
parecía como transfigurado. ¡Cuántas veces había contemplado con fascinación,
en las salas de concierto, aquel rostro iluminado, mientras las notas,
dulcemente excitantes y, sin embargo, sonoras y argentinas, me penetraban hasta
en la sangre! Ahora volvía a verlo, y el hombre tenía el pelo gris y los ojos
sombreados de tristeza. -¿De dónde soy?-me preguntó en una ocasión-. Cuando
sueño por la noche y luego me despierto, sé que he hablado italiano en sueños.
Y cuando escribo, pienso en alemán. Tenía discípulos esparcidos por todo el mundo-«quizás
en aquel momento uno disparaba contra otro»-y aún no se atrevía a trabajar en
su propia obra, la ópera Doctor Fausto, porque se sentía trastornado. Para
evadirse, escribió una pequeña pieza musical ligera de un acto, pero la nube no
se disipó de su cabeza durante toda la guerra. Pocas veces volví a oír su risa,
magnífica, impetuosa y argentina, que tanto me había gustado. Y en una ocasión,
ya muy entrada la noche, me topé con él en el vestíbulo del restaurante de la
estación; había bebido él solo dos botellas de vino. Al verme, me llamó. -¡Me aturdo!-me dijo, señalando las botellas-. ¡No
bebo! Pero hay veces en que uno tiene que aturdirse; si no, todo le resulta
insoportable. La música no siempre lo consigue y el trabajo te visita sólo
durante unas pocas buenas horas. Pero esa situación ambigua era difícil sobre todo para
los alsacianos y más aún para aquellos que, como René Schickele, tenían el
corazón en Francia y escribían en alemán. En realidad, era porque la guerra
había estallado a causa de su país, y su guadaña les partía el corazón. Hubo intentos de atraerlos a la derecha y a la
izquierda, de obligarlos a manifestarse a favor de Alemania o de Francia, pero
ellos abominaban una disyuntiva que les resultaba imposible. Querían, como
todos nosotros, una Alemania y una Francia hermanadas, avenencia en vez de
hostilidad, y por eso sufrían por las dos y para las dos. Y en torno a ellos estaba todavía un desconcertado
grupo de gente mezclada, con medios vínculos: mujeres inglesas casadas con
oficiales alemanes, madres francesas de diplomáticos austriacos, familias con
un hijo sirviendo en un lado y otro en el contrario, padres que esperaban
cartas de una y otra parte y a los cuales les habían confiscado lo poco que tenían
aquí y que habían perdido la posición que ocupaban allá; todos esos seres
resquebrajados habían encontrado refugio en Suiza adonde huyeron de la sospecha
que los perseguía tanto en la antigua patria como en la nueva. Por miedo a
comprometer a unos y otros, evitaban hablar en cualquier lengua y se deslizaban
como sombras de un lado para otro, con su existencia rota, destrozada. Cuanto
más europea era la vida de un hombre en Europa, tanto más duramente lo
castigaba el puño que aplastaba al continente. Entretanto se había adelantado el estreno de Jeremías.
Fue todo un éxito y el hecho de que el Frankfurter Zeitung informara a
Alemania, a modo de denuncia, de que habían asistido a la representación el
embajador especial de los Estados Unidos y algunas eminentes personalidades
aliadas no me inquietó ni poco ni mucho. Notábamos que la guerra, ya en su
tercer año, iba aflojando interiormente y que oponerse a su continuación-algo
que tan sólo Ludendorff quería imponer-ya no era tan peligroso como en los primeros
tiempos pecadores de su gloria. El otoño de 1918 traería el desenlace
definitivo. Pero yo no quería pasar ese tiempo de espera en Zurich, porque mis
ojos se habían vuelto más despiertos y vigilantes. Llevado por el primer entusiasmo de la llegada, me había
imaginado que, entre tantos pacifistas y antimilitaristas, encontraría a
verdaderos correligionarios, luchadores sinceramente decididos a favor de un
entendimiento europeo. No tardé en darme cuenta de que, entre los que se hacían
pasar por fugitivos y se comportaban como mártires de convicciones heroicas, se
habían infiltrado algunos personajes poco claros que estaban al servicio de la
agencia de noticias alemana y cobraban por espiar y vigilar a todo el mundo. La
tranquila y formal Suiza resultó minada, como todos pudimos comprobar por
experiencia propia, por el trabajo de zapa de agentes secretos de ambos lados.
La camarera que vaciaba la papelera, la telefonista, el camarero que,
peligrosamente, nos servía demasiado de cerca y sin prisa, estaban al servicio
de una potencia enemiga, incluso a menudo una misma persona estaba al servicio
de los dos bandos. Abrían las maletas a escondidas, fotografiaban los papeles
secantes; las cartas desaparecían por el camino o de las estafetas de correos;
elegantes mujeres le sonreían a uno insistentemente en los vestíbulos de los
hoteles; pacifistas sorprendentemente solícitos de los que nunca habíamos oído
hablar se presentaban de repente e invitaban a firmar proclamas o pedían,
hipócritas, direcciones de amigos «de confianza». Un «socialista» me ofreció
una cantidad sospechosamente alta por dar una conferencia a unos obreros de la
Chaux-de-Fonds de la que nadie sabía nada; era preciso estar siempre alerta. No
tardé mucho en descubrir lo reducido que era el número de los que podía
considerar absolutamente fiables y, como no quería dejarme arrastrar a la
política, poco a poco fui limitando mi trato con la gente. Pero incluso en las
personas de confianza me aburría la esterilidad de sus eternas discusiones y su
encajonamiento voluntario en grupos radicales, liberales, anarquistas,
bolcheviques y apolíticos; por primera vez pude observar de cerca al auténtico
tipo de revolucionario profesional que se siente enaltecido por su simple
actitud de oposición y se aferra al dogmatismo porque carece de soporte en sí
mismo. Permanecer en semejante confusión hecha de charlatanería significa
confundirse uno mismo, cultivar compañías dudosas y poner en peligro la
seguridad moral de las propias convicciones. De hecho, ninguno de aquellos
conspiradores de café se atrevió nunca a conspirar; de todos aquellos políticos
universales improvisados ninguno supo hacer política cuando hizo falta. Tan pronto como empezó la tarea positiva, la
reconstrucción después de la guerra, cejaron en su actitud negativa y
criticona, del mismo modo que muy pocos escritores antibelicistas de aquellos
días lograron escribir obras importantes después de la guerra. Había sido la
época, con su fiebre, la que escribía, discutía y hacía política por boca de
ellos y, como todos los grupos que deben su unidad a una momentánea
constelación y no a una idea vivida, todo aquel círculo de hombres interesantes
y dotados se desintegró sin dejar rastro tan pronto como hubo desaparecido la
resistencia contra la que luchaban: la guerra. Escogí como lugar ideal un pequeño hostal de
Rüschlikon, situado a una media hora de Zurich; desde las colinas de los
alrededores se dominaba todo el lago y, lejanas y diminutas, las torres de la
ciudad. Allí no tenía necesidad de ver más que a los que yo invitaba, a los
amigos de verdad, y ellos acudían: Rolland y Masereel. Allí podía trabajar para
mí mismo y aprovechar el tiempo, que entretanto seguía su curso inexorable. La
entrada de América en la guerra permitió a todos aquellos que no tenían la mirada
ofuscada y los oídos ensordecidos por la cháchara patria ver venir la
inevitable derrota alemana; cuando el emperador alemán anunció de repente que a
partir de entonces quería gobernar «democráticamente», nosotros ya sabíamos lo
que iba a pasar. Confieso con toda sinceridad que los austriacos y los
alemanes, a pesar del vínculo de la lengua y del alma, estábamos impacientes
por que se acelerara lo inevitable, dado que se había hecho inevitable; y el
día en que el emperador Guillermo, que había jurado luchar hasta el último
aliento de hombres y caballos, huyó a través de la frontera y Ludendorff, que
había sacrificado millones de hombres a su «paz por la victoria», escapó a
Suecia con sus gafas azules, aquel día fue un gran consuelo para nosotros, porque
creímos-y el mundo entero también -que con aquélla se había acabado «la» guerra
para siempre, que se había amansado o matado la bestia que había asolado a
nuestro mundo. Creíamos en el grandioso programa de Wilson, que suscribíamos
por entero; en aquellos días en que la Revolución rusa todavía celebraba sus
esponsales con la idea de la humanidad y el pensamiento idealista, veíamos
nacer en Oriente un incierto resplandor. Éramos unos necios, lo sé. Pero no
sólo nosotros. Quien vivió aquella época recuerda que las calles de todas las
ciudades retronaban de júbilo al recibir a Wilson como salvador del mundo, y
que los soldados enemigos se abrazaban y besaban; nunca en Europa había
existido tanta fe como en aquellos primeros días de paz, pues por fin había lugar
en la Tierra para el reino de la justicia y la fraternidad, prometido durante
tanto tiempo; era ahora o nunca la hora de la Europa común que habíamos soñado.
El infierno había quedado atrás, ¿qué nos podía asustar después de él? Empezaba
otro mundo. Y, como éramos jóvenes, nos decíamos: será el nuestro, el mundo que
soñábamos, un mundo mejor y más humano. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO XII STEFAN ZWEIG RETORNO A AUSTRIA Desde el punto de vista de la lógica, lo más insensato
que podía yo hacer tras la derrota de las armas alemanas y austriacas era
volver a Austria, aquella Austria que ya sólo brillaba con luz crepuscular en
el mapa de Europa, como una sombra difusa, gris y exánime de la antigua
monarquía imperial. Los checos, los polacos, los italianos y los eslovenos le
habían arrebatado las tierras; lo que quedaba era un tronco mutilado que
sangraba por todas las arterias. De los seis o siete millones de hombres
obligados a llamarse «austriacos alemanes», sólo en la ciudad ya se apiñaban
dos, muertos de hambre y de frío; las fábricas que habían enriquecido al país
se hallaban ahora en territorio extranjero y los ferrocarriles se habían
convertido en lastimeros muñones; se había robado el oro del Banco Nacional y a
éste se le había cargado el gigantesco peso de los préstamos de guerra. Las
fronteras estaban todavía sin definir, porque la Conferencia de Paz justo
acababa de empezar y aún no se habían fijado los compromisos; no había harina
ni pan ni carbón ni petróleo; una revolución parecía inevitable o, si no, sólo
se vislumbraba una solución catastrófica. Según todas las previsiones humanas,
aquel país creado artificialmente por los Estados vencedores no podía existir
como país independiente ni (todos los partidos, el socialista, el clerical y el
nacional, lo pregonaban a coro) tampoco quería serlo. Que yo sepa, por primera
vez en la historia se dio el caso paradójico de que un país se viera obligado a
aceptar una independencia que rechazaba con encono. Austria quería volver a
unirse a los Estados vecinos de antes o a Alemania, con la que tenía vínculos
de sangre, pero por nada del mundo deseaba llevar una vida de pordiosero con el
cuerpo mutilado. Los Estados vecinos, en cambio, no querían una alianza
económica con aquella Austria, en parte porque la consideraban demasiado pobre
y, en parte también, porque temían que volviesen los Habsburgos; por otro lado,
los aliados habían prohibido su anexión a Alemania para no fortalecer a la
Alemania vencida. Se decretó, pues, que debía existir la República
Austroalemana. A un país que no quería existir se le ordenaba (caso único en la
historia): «¡Tienes que existir!» Ni yo mismo puedo explicarme ahora qué fue lo
que me impulsó a volver voluntariamente a un país que pasaba por la peor época
de su historia. Pero los hombres de la preguerra nos habíamos criado, a pesar
de todo y de todos, con un sentido del deber muy fuerte; creíamos que más que
nunca formábamos parte de una patria y una familia que sufrían momentos de
extrema necesidad. Me parecía una cobardía rehuir cómodamente la tragedia que
se estaba preparando allí y—precisamente como autor de Jeremías—sentía la
responsabilidad de ayudar con la palabra a superar la derrota. Inútil durante
la guerra, ahora, tras la derrota, me parecía que había encontrado el lugar que
me correspondía, tanto más cuanto que, con mi oposición a la prolongación de la
guerra, había adquirido un cierto ascendente moral, sobre todo entre los
jóvenes. Y aun cuando nada pudiera hacer, por lo menos me quedaba la
satisfacción de compartir el sufrimiento general que se preveía. En aquellos momentos un viaje a Austria requería
preparativos como si de una expedición al Ártico se tratara. Era preciso
equiparse con vestidos gruesos y ropa interior de lana, porque se sabía que al
otro lado de la frontera no había carbón y el invierno estaba a las puertas. La
gente se hacía poner suelas en los zapatos, porque allí sólo las había de
madera. Llevaba consigo provisiones y chocolate, tanto como
Suiza permitía, para no pasar hambre hasta que le concedieran la primera
tarjeta de racionamiento. Aseguraba el equipaje al precio más alto, porque la
mayoría de furgones eran saqueados y cada zapato, cada prenda de vestido era
insustituible; sólo cuando, diez años más tarde, viajé a Rusia, tuve que hacer
unos preparativos semejantes. Por unos instantes permanecí todavía indeciso en
la estación fronteriza de Buchs, a la que había llegado tan feliz hacía menos
de un año, y me preguntaba si no debía volverme atrás en el último minuto. Me
daba cuenta de que era la decisión de mi vida, pero finalmente tomé el camino
más duro y difícil: volví a subir al tren. A mi llegada hacía un año a la estación fronteriza de
Buchs, había vivido un momento emocionante. Ahora, a la vuelta, me aguardaba
otro no menos inolvidable en la estación austriaca de Feldkirch. Ya en el mismo
instante de apearme del tren noté una extraña agitación entre los aduaneros y
los policías. No nos prestaron demasiada atención y despacharon la revisión de
equipajes de un modo absolutamente indolente: estaba muy claro que esperaban
algo más importante. A la postre sonó la campana anunciando la llegada de un
tren procedente del lado austriaco. Los policías formaron, los aduaneros
salieron en tropel de las casetas y sus mujeres, seguramente informadas de
antemano, se congregaron en el andén; entre los presentes me llamó
especialmente la atención una señora mayor, vestida de negro, con sus dos
hijitas, probablemente una aristócrata, a juzgar por su porte y su ropa. Visiblemente emocionada, no cesaba de enjugarse los
ojos con un pañuelo. Lenta, casi diría majestuosamente, el tren entró en la
estación; un tren especial: no eran los habituales vagones de pasajeros,
viejos, deslustrados y descoloridos por la lluvia, sino unos vagones negros y
anchos, un tren salón. La locomotora se detuvo. Una agitación perceptible
recorrió las filas de los que esperaban, y yo todavía no sabía el porqué.
Entonces reconocí, de pie tras el cristal de la ventana, al emperador Carlos,
el último emperador de Austria, y a su esposa, la emperatriz Zita, vestida de
negro. Me estremecí: ¡el último emperador de Austria, el heredero de la
dinastía de los Habsburgos que había gobernado el país durante setecientos años
abandonaba su imperio! Pese a haberse negado a abdicar, la República le había
consentido (o, mejor dicho, le había impuesto) una salida con todos los
honores. Ahora aquel hombre alto y serio miraba por la ventana y contemplaba
por última vez las montañas, las casas y las gentes de su país. Viví un momento
histórico, momento, además, doblemente conmovedor para alguien que se había
criado en la tradición del imperio, que la primera canción que había aprendido
en la escuela era la «Canción del emperador» y que después, en el servicio
militar, había jurado «obediencia en tierra, mar y aire» a aquel hombre vestido
de paisano y con ademán grave y pensativo. Innumerables veces había visto al
viejo emperador en la magnificencia de las grandes solemnidades, ahora ya
legendaria; lo había visto en la escalinata de Schönbrunn, rodeado de su
familia y de los flamantes uniformes de los generales, recibiendo el homenaje
de los ochenta mil escolares de Viena que, formados en la espaciosa explanada
verde del palacio, cantaban a coro con sus enternecedoras vocecitas el «Dios
guarde al emperador» de Haydn. Lo había visto en el baile de palacio, en las
representaciones del Théâtre Paré, con su lustroso uniforme, y también en
Ischl, saliendo de cacería con el verde sombrero estirio; lo había visto, con
la cabeza devotamente agachada, dirigiéndose a la iglesia de San Esteban en la
procesión del Corpus, y lo había visto aquel día nublado y lluvioso de invierno
junto al túmulo cuando, en plena guerra, enterraron al anciano en la cripta de
los Capuchinos. «El emperador»: esta palabra había sido para nosotros la
quintaesencia del poder y de la riqueza, el símbolo de la perpetuidad de
Austria, y habíamos aprendido de pequeños a pronunciar estas cuatro sílabas con
respeto. Y ahora veía a su heredero, el último emperador de Austria, expulsado
de su país. La gloriosa sucesión de Habsburgos que, siglo tras siglo, se había
pasado de mano en mano la corona y el globo imperiales, tocaba a su fin en
aquel momento. Todos los que nos rodeaban percibían historia, historia
universal, en aquella trágica escena. Los gendarmes, los policías y los
soldados parecían perplejos y, un poco avergonzados, desviaban la mirada,
porque no sabían si todavía les estaba permitido rendirle los honores de
costumbre; las mujeres no se atrevían a levantar la vista; nadie hablaba y así,
de repente, se pudieron oír los últimos sollozos de la anciana vestida de luto
que había venido, quién sabe de dónde, para ver una vez más a «su» emperador. Finalmente el revisor dio la señal. Todos nos
sobresaltamos sin querer. Fue un segundo inapelable. La locomotora arrancó con
un fuerte tirón, como si también ella tuviera que esforzarse, y el tren se
alejó lentamente. Los aduaneros lo siguieron con una mirada llena de respeto.
Luego volvieron a sus oficinas con una cierta perplejidad, como la que se observa
en los entierros. En aquel instante llegaba realmente a su fin una monarquía
casi milenaria. Yo sabía que regresaba a otra Austria, a otro mundo. Tan pronto como el tren hubo desaparecido en la
lejanía, nos mandaron bajar de los relucientes y limpios vagones suizos y subir
a los austriacos. Y sólo bastaba con poner el pie en ellos para adivinar lo que
le había ocurrido a este país. Los revisores que señalaban los asientos a los
pasajeros se arrastraban de un lado para otro, delgados, hambrientos y desarrapados;
los uniformes, rotos y gastados, colgaban holgados de sus hundidos hombros. Las correas para subir y bajar las ventanillas habían
sido cortadas, porque cualquier trozo de cuero tenía un gran valor. Bayonetas y
cuchillos depredadores habían causado estragos también en los asientos; trozos
enteros del acolchado habían sido salvajemente arrancados por algún
desaprensivo que querría remendarse los zapatos y sacaba el cuero de donde lo
encontraba. Asimismo, alguien había robado los ceniceros para aprovechar el
poquito de níquel y cobre que contenían. El viento de finales de otoño empujaba
dentro de los vagones, por las ventanas destrozadas, el humo y el hollín del
miserable lignito con que funcionaban las locomotoras; ennegrecían el suelo y
las paredes, pero al menos su mal olor mitigaba el penetrante hedor de
yodoformo que recordaba al gran número de enfermos y heridos que aquellos
esqueléticos vagones habían transportado durante la guerra. Sin embargo, el
hecho de que el tren avanzara ya era un milagro, aunque fuera largo y lento;
cada vez que las ruedas, mal engrasadas, chirriaban con menor estridencia,
temíamos que a la locomotora, agotada por el trabajo, le faltara el aliento.
Para un trayecto que normalmente se cubría en una hora, hacían falta cuatro o
cinco y, al anochecer, la oscuridad en el interior del tren era absoluta. Las bombillas estaban rotas o habían sido robadas; si
alguien buscaba algo, tenía que andar a tientas con cerillas, y si no pasábamos
frío era porque, desde el principio, nos habíamos sentado siete u ocho bien
juntos y apretados. Pero ya en la primera estación subió más gente y se metió
en los vagones como pudo, cansada de tantas horas de espera. Los pasillos
estaban abarrotados, incluso en los estribos se acurrucaban algunas personas,
expuestas al frío de la noche casi invernal y, además, todo el mundo apretaba
contra su cuerpo el equipaje y un paquete de víveres; nadie se atrevía a soltar
nada de la mano en medio de la oscuridad, ni siquiera por un minuto. Me daba
cuenta de que había salido de un mundo de paz para volver a los horrores de la
guerra que ya creía acabados. Antes de llegar a Innsbruck la locomotora de repente
empezó a jadear y, a pesar de todos los resoplidos y silbidos, no pudo superar
una pequeña cuesta. Nerviosos, los empleados del ferrocarril corrían de un lado
para otro con sus humeantes linternas en medio de las tinieblas. Pasó una hora
antes de que llegara resollando una máquina de repuesto y luego necesitamos
diecisiete horas, en lugar de siete, para llegar a Salzburgo. No había un solo
mozo de cuerda en toda la estación; finalmente, unos cuantos soldados
desarrapados se ofrecieron bondadosamente a llevarnos el equipaje hasta un
coche, pero el caballo era tan viejo y estaba tan mal alimentado, que más bien
parecía estar sostenido por la lanza que enganchado a ella para tirar del
carruaje. No me sentí con ánimos de exigir más esfuerzos a aquella fantasmal
bestia cargando el equipaje en el coche, de modo que lo dejé en la consigna de
la estación, no sin cierto temor, me excuso decir, de no volverlo a ver jamás. Durante la guerra me había comprado una casa en
Salzburgo, porque el distanciamiento de mis amigos de antes, a causa de
nuestras opiniones encontradas respecto a la guerra, había despertado en mí el
deseo de no volver a vivir en grandes ciudades y en medio de mucha gente; más
adelante, también mi trabajo se benefició en todos los aspectos de aquella vida
retirada. Salzburgo me parecía la más ideal de todas las pequeñas ciudades de
Austria, no sólo por sus paisajes, sino también por su situación geográfica, ya
que, situada en el límite de Austria, a dos horas y media en tren de Munich, a
cinco de Viena, diez de Zurich y Venecia y veinte de París, era un verdadero
punto de partida hacia Europa. Es verdad que todavía no era la ciudad de
encuentro de los «prominentes» (de lo contrario no la hubiera escogido como
lugar de trabajo) ni famosa por sus festivales (y que en verano adoptaba un
aire esnob), sino una pequeña ciudad antigua, amodorrada y romántica, situada en
la última falda de los Alpes, los cuales, con sus montes y colinas, pasaban en
suave transición a la llanura alemana. La pequeña colina poblada de bosques
donde yo vivía era como la última oleada de esa impresionante cordillera que
allí se detenía; inaccesible a los automóviles y alcanzable sólo por un vía
crucis de trescientos años y más de cien escalones, ofrecía desde la terraza,
como compensación para tal esfuerzo, una vista magnífica de los tejados y
frontispicios de la ciudad de las mil torres. Al fondo, el panorama se
ensanchaba por encima de la gloriosa cadena de los Alpes (también, huelga
decirlo, hasta el Salzberg, en el municipio de Berchtesgaden, donde pronto iba
a vivir, justo frente a mi casa, un hombre entonces completamente desconocido,
llamado Adolf Hitler). La casa resultó tan romántica como incómoda. Pabellón de
caza de un arzobispo del siglo XVII y adosada al sólido muro de la fortaleza,
había sido ampliada a finales del siglo XVIII con una habitación a la derecha y
otra a la izquierda; un espléndido papel pintado y un bolo de color con el que
había jugado el emperador Francisco en el largo corredor de la casa durante una
visita a Salzburgo, además de algunos viejos pergaminos que contenían distintos
derechos feudales, eran los vestigios visibles de su, a pesar de todo,
espléndido pasado. El hecho de que aquel pabellón (su larga fachada le
daba un aire fastuoso, aunque sólo tenía nueve habitaciones, porque le faltaba
profundidad) fuera una curiosidad antigua, más adelante habría de cautivar a
nuestros invitados; pero en aquel momento su origen histórico resultó una
fatalidad: encontramos nuestro hogar en un estado casi inhabitable. La lluvia
entraba alegremente en las habitaciones, tras cada nevada los pasillos quedaban
inundados y era imposible reparar el tejado como era debido, pues los
carpinteros no tenían madera para los cabrios ni los hojalateros plomo para las
tuberías; a duras penas tapamos las goteras más grandes con cartón
alquitranado, pero cuando volvía a nevar no había más remedio que subirse al
tejado y quitar la nieve a golpe de pala antes de que fuera demasiado tarde. El
teléfono se rebelaba, porque el hilo conductor era de hierro y no de cobre;
como nadie suministraba nada, teníamos que cargar nosotros mismos colina arriba
hasta la bagatela más insignificante. Pero lo peor de todo era el frío, porque
no había carbón en muchas leguas a la redonda y la leña del jardín, que era
demasiado verde, silbaba como una serpiente en vez de calentar y crepitaba y
chisporroteaba en vez de arder. Para salir del paso utilizábamos turba que,
cuando menos, daba una apariencia de calor, pero durante tres meses escribí
casi todos mis trabajos metido en la cama y con unos dedos entumecidos por el
frío que volvía a meter debajo de la colcha después de terminar cada página.
Pero fue preciso defender incluso a aquel inhóspito caserón, porque a la
escasez general de alimentos y calefacción se añadió en aquel año catastrófico
la falta de viviendas. Durante cuatro años en Austria no se había construido nada,
muchas casas se caían y ahora, de golpe y porrazo, volvía como un torrente la
infinita multitud de soldados licenciados y de prisioneros de guerra, todos sin
casa, de modo que, forzosamente, en cada habitación disponible se debía alojar
a una familia. Vinieron comisiones cuatro veces, pero hacía tiempo que habíamos
cedido ya dos habitaciones, y el frío y el ambiente inhóspito de nuestra casa,
que al principio habíamos encontrado tan hostiles, ahora resultaron útiles:
nadie quería subir los cien escalones para después morirse de frío. Cada visita a la ciudad era una experiencia
angustiosa; por primera vez vi los amarillentos y peligrosos ojos del hambre.
El pan negro se desmigajaba y sabía a resina y cola, el café era un extracto de
cebada tostada; la cerveza, agua amarilla; el chocolate, arena teñida y las
patatas estaban heladas; la mayoría de la gente criaba conejos para no olvidar
del todo el sabor de la carne; en nuestro jardín un muchacho cazaba ardillas
con escopeta para las comidas de los domingos, y los perros y gatos bien
alimentados pocas veces regresaban de sus paseos. Los tejidos que se ponían a
la venta eran en realidad papel preparado, sucedáneo de otro sucedáneo; los
hombres iban vestidos casi exclusivamente con uniformes viejos, incluso rusos,
sacados de un almacén o un hospital y dentro de los cuales ya habían muerto
unas cuantas personas; no eran raros los pantalones hechos de sacos viejos. Se
le encogía a uno el corazón al andar por la calle, donde los escaparates
parecían saqueados, la argamasa se caía desmigajada como tiña de las casas en
ruinas y la gente, visiblemente desnutrida, se arrastraba a duras penas hacia
su lugar de trabajo. La alimentación era mejor en la llanura; con el bajón
general de la moral, ningún campesino pensaba en vender la mantequilla, los
huevos y la leche a los «precios máximos» fijados por la ley. Guardaban
escondido en el granero todo cuanto podían y esperaban la visita de compradores
con mejores ofertas. Pronto apareció una nueva profesión: la de los «acaparadores».
Hombres sin trabajo cogían una o dos mochilas e iban de un campesino a otro,
iban incluso en tren a lugares especialmente productivos, para conseguir
víveres ilegales y venderlos luego en la ciudad a un precio cuatro o cinco
veces más elevado. Al principio los campesinos estaban la mar de contentos con
la gran cantidad de billetes de banco que les llovían en casa a cambio de los
huevos y la mantequilla que ellos, a su vez, también «acaparaban». Pero, en
cuanto iban a la ciudad con sus carteras repletas para comprar mercancías,
descubrían con irritación que, mientras ellos sólo habían pedido cinco veces
más por sus víveres, el precio de la guadaña, el martillo y la olla que querían
comprar se había multiplicado por veinte o cincuenta. A partir de aquel momento
aceptaban sólo objetos industriales, intercambiaban mercancía por mercancía,
valor real por valor real; después de que, con sus trincheras, la humanidad
hubo retrocedido felizmente a la edad de las cavernas, también perdió la
milenaria convención del dinero y volvió al primitivo trueque. Un grotesco
comercio se extendió por todo el país. Los habitantes de las ciudades
acarreaban hasta las casas de campo todo aquello de que podían privarse:
jarrones de porcelana china y alfombras, sables y escopetas, aparatos
fotográficos y libros, lámparas y adornos; y así, por ejemplo, si alguien
entraba en una casa de campo de Salzburgo, podía encontrar allí, con gran
sorpresa, un buda indio que lo miraba fijamente o una librería rococó con
libros franceses encuadernados en cuero, de los que los nuevos propietarios
presumían con mucho orgullo. «¡Piel auténtica! ¡Francia!», afirmaban ufanos. Cosas
de valor, nada de dinero: he aquí la consigna. Muchos tuvieron que desprenderse
del anillo de boda y de la correa que les sujetaba los pantalones alrededor del
cuerpo sólo para poder alimentar a ese cuerpo. Finalmente tuvieron que intervenir las autoridades
para acabar con aquel tráfico ilícito que, en la práctica, beneficiaba sólo a
los acaudalados; se dispusieron cordones de policías de una provincia a otra
para confiscar las mercancías a los «acaparadores» que iban en bicicleta o en
tren y repartirlas entre los departamentos municipales de abastos. Los
acaparadores respondieron organizando transportes nocturnos a la manera del
Oeste americano o sobornando a los inspectores, que también tenían en casa a
hijos hambrientos; a veces se producían verdaderas batallas con los revólveres
y cuchillos que aquellos chicos, tras cuatro años en el frente, sabían manejar
perfectamente, como también sabían esconderse en las huidas de acuerdo con las
reglas de la estrategia militar. De semana en semana el caos iba creciendo y la
población estaba cada vez más irritada, porque de día en día se volvía más
palpable la depreciación de la moneda. Los Estados vecinos habían sustituido
los viejos billetes de banco austrohúngaros por los suyos y más o menos habían
pasado a la minúscula Austria la carga principal del cambio con su vieja
«corona». La primera señal de desconfianza por parte de los ciudadanos fue la
desaparición de las monedas, porque una pieza de cobre o de níquel representaba
en el fondo un «capital efectivo» frente al simple papel impreso. El Estado,
ciertamente, impulsó el máximo rendimiento de la Casa de la Moneda a fin de
producir el máximo posible de dinero artificial según la receta de
Mefistófeles, pero ya no pudo dar alcance a la inflación; y así, cada ciudad,
pueblo o villa empezó a imprimir su propia «moneda provisional», que era
rechazada ya en el pueblo vecino y que, más adelante, cuando se tuvo
conocimiento real de su falta de valor, la mayoría de la gente simplemente tiró
a la basura. Tengo la impresión de que a un economista que quisiera describir
plásticamente todas estas fases, la inflación primero en Austria y después en
Alemania, no le costaría mucho superar el suspense y el interés de cualquier
novela, pues el caos adquiría formas cada vez más fantásticas. Pronto ya nadie
sabía cuánto costaba algo. Los precios se disparaban caprichosamente; una caja
de cerillas costaba en la tienda que había subido los precios a tiempo veinte
veces más que en otra, cuyo honrado dueño vendía ingenuamente sus artículos
todavía al precio del día anterior; en recompensa a su probidad veía la tienda
vaciada en menos de una hora, porque uno se lo decía a otro y todo el mundo
corría a comprar lo que estaba a la venta, tanto si lo necesitaba como si no.
Incluso un pez de colores o un telescopio viejo eran «capital efectivo» y todo
el mundo quería un valor real en lugar de papel. El caso más grotesco se dio en
la desproporción de los alquileres, pues el gobierno, para proteger a los
inquilinos (que eran la gran mayoría de la población) y en perjuicio de los
propietarios, había prohibido su subida; en definitiva, pues, toda Austria tuvo
casa más o menos gratuita durante cinco o diez años (porque luego también se
prohibió la rescisión de los contratos). Con semejante caos, la situación se
hacía de semana en semana cada vez más absurda e inmoral. Aquel que había ahorrado durante cuarenta años y
además había invertido patrióticamente el dinero en préstamos de guerra, se
convertía en pordiosero. Quien tenía deudas, se veía libre de ellas. Quien se
atenía correctamente a la distribución de víveres, moría de hambre; sólo quien
la infringía con toda la cara comía hasta la saciedad. Quien sabía sobornar se
abría paso; quien especulaba sacaba provecho. Quien vendía de acuerdo con el
precio de compra salía perjudicado; quien calculaba con prudencia era estafado.
No había medida ni valor en aquel desbarajuste de un dinero que se fundía y
evaporaba; no había otra virtud que la de ser hábil y flexible, no tener
escrúpulos y saltar encima del caballo al galope en vez de dejarse pisar por
él. A todo ello se añadió el hecho de que, mientras los
austriacos, en medio de la caída de los valores, perdían el sentido de la
medida, muchos extranjeros se habían dado cuenta de que en Austria se podía
pescar en río revuelto. Durante la inflación (que duró tres años y a un ritmo
cada vez más acelerado) lo único que conservó un valor estable dentro del país
fue la moneda extranjera. Como las coronas austriacas se fundían entre los
dedos como gelatina, todo el mundo quería francos suizos o dólares
norteamericanos y una multitud de extranjeros aprovechó la coyuntura para pegar
un mordisco al cadáver todavía palpitante de la corona austriaca.
«Descubrieron» Austria, y el país vivió una fatal temporada de «turismo»
extranjero. Los hoteles de Viena estaban llenos a rebosar de esos buitres; lo
compraban todo, desde cepillos de dientes hasta fincas rústicas, vaciaban las
colecciones de particulares y las tiendas de anticuarios antes de que sus
propietarios, acosados por el aprieto en que se hallaban, se dieran cuenta de
que los estafaban y les robaban. Insignificantes porteros de hotel suizos y
estenotipistas holandeses vivían en los principescos apartamentos de los
hoteles del Ring. Por increíble que parezca, puedo confirmar como testigo que
el famoso hotel de lujo «L'Europe» de Salzburgo fue alquilado durante mucho
tiempo por obreros ingleses sin trabajo que, gracias al sustancioso subsidio de
paro inglés, llevaban una vida más barata aquí que en los barrios bajos de su
país. Todo lo que no estaba clavado o remachado desaparecía; la noticia de que
en Austria se podía vivir y comprar barato no tardó en propagarse y no cesaban
de llegar nuevos clientes de Suecia y Francia; en las calles del centro de
Viena se oía hablar más italiano, francés, turco y rumano que alemán. Incluso
Alemania, donde al principio la inflación siguió un ritmo mucho más lento
(aunque después superó la nuestra un millón de veces), aprovechó su marco en
contra de la corona que se derretía poco a poco. Salzburgo, como ciudad
fronteriza, me brindó una ocasión óptima para observar aquellas incursiones
diarias. A centenares y miles llegaban los bávaros de los pueblos y ciudades
vecinos e inundaban la pequeña ciudad austriaca. Aquí se hacían tallar los
vestidos y reparar los automóviles, iban a la farmacia y al médico; grandes
empresas de Munich enviaban cartas y telegramas al extranjero desde Austria
para beneficiarse de las diferencias de franqueo. A la larga, por iniciativa
del gobierno alemán, se estableció una vigilancia de fronteras para evitar que
se compraran los artículos de primera necesidad en Salzburgo, más barata, en lugar
de hacerlo en los comercios locales, ya que, después de todo, un marco costaba
setenta coronas, y en la aduana se confiscaban sin miramientos los artículos
procedentes de Austria. Pero había un producto que no se podía confiscar: la
cerveza que cada uno llevaba en el cuerpo. Los bávaros, grandes bebedores de cerveza, consultaban
cada día la lista de las cotizaciones y calculaban si, debido a la depreciación
de la corona, podían beber en Salzburgo cinco, seis o diez litros de cerveza
por el mismo precio que debían pagar por uno en casa. Era imposible imaginar
una tentación más espléndida y así, de las vecinas poblaciones de Freilassing y
Reichenhall partían grupos de hombres con mujeres e hijos para permitirse el
lujo de ingerir tanta cerveza como su barriga pudiera contener. Cada noche la
estación ofrecía un pandemónium de grupos de gente bebida que berreaba,
eructaba y vomitaba; los que iban demasiado bebidos—y eran muchos—tenían que
ser transportados a los vagones en las carretillas que normalmente se
utilizaban para el equipaje, antes de que el tren, desbordante de gritos y
cantos báquicos, los devolviera a su país. Naturalmente los alegres bávaros no
sospechaban que les esperaba una terrible revancha, pues cuando la corona se
estabilizó y, en cambio, el marco cayó en picado hasta alcanzar una inflación
de proporciones astronómicas, fueron los austriacos los que, desde la misma
estación, pasaron al otro lado para emborracharse a bajo precio, y se repitió
el mismo espectáculo, pero en dirección contraria. Aquella guerra de la cerveza
en medio de las dos inflaciones forma parte de mis recuerdos más singulares,
puesto que muestra en miniatura y de un modo plástico-grotesco, aunque quizá
también de la forma más meridiana posible, el carácter demencial de aquellos
años. Lo más curioso de todo es que hoy no recuerdo, por más
que lo intente, cómo administrábamos la casa durante aquellos días ni de dónde
sacaba la gente, en Austria, los miles y miles de coronas, y después en
Alemania los millones de marcos, que hacían falta diariamente sólo para vivir.
Y sin embargo, lo misterioso del caso es que la gente los tenía. La gente se
acostumbró, se adaptó al caos. Lógicamente, un forastero que no hubiera vivido
aquella época—cuando en Austria un huevo costaba tanto como antes un automóvil
de lujo o después, en Alemania, cuatro mil millones de marcos (tanto como, más
o menos, antes el precio de todas las casas del Gran Berlín)—se habría
imaginado que las mujeres iban desgreñadas como locas por la calle, que las
tiendas estaban desiertas porque nadie podía ya comprar nada y que, sobre todo,
los teatros y los locales de diversión estaban completamente vacíos. Lo
asombroso del caso, sin embargo, es que era todo lo contrario. La voluntad de
seguir viviendo resultó más fuerte que la inestabilidad del dinero. En medio
del caos financiero la vida diaria seguía su curso casi inalterado. En el
ámbito personal sí se produjeron cambios: los ricos se volvieron pobres, porque
el dinero se les derretía en los bancos o en los fondos públicos, y los
especuladores se hicieron ricos. Pero la rueda continuaba girando al mismo
ritmo, indiferente al destino de los individuos; nada se detenía: el panadero
cocía el pan, el zapatero remendaba zapatos, el escritor escribía libros, el
campesino cultivaba la tierra, los trenes circulaban con regularidad, el
periódico estaba todos los días a la misma hora delante de la puerta y
precisamente los locales de diversión, los bares y los teatros estaban llenos a
rebosar. Y todo porque, gracias al inesperado hecho de que la cosa antaño más
estable, el dinero, perdiera valor cada día, la gente empezó a apreciar cada
vez más los auténticos valores de la vida: el trabajo, el amor, la amistad, el
arte y la naturaleza, y porque todo el pueblo vivía con más intensidad e
interés que nunca en medio de la calamidad; chicos y chicas salían de excursión
a la montaña y regresaban bronceados, en las salas de baile había música hasta
muy avanzada la noche, por doquier se abrían nuevas fábricas y negocios; ni yo
mismo creo haber vivido y trabajado nunca más intensamente que durante aquellos
años. Lo que antes nos parecía importante, ahora lo era todavía más; nunca en
Austria habíamos amado tanto el arte como en aquellos años de caos, porque,
traicionados por el dinero, nos dábamos cuenta de que sólo lo eterno que
llevamos dentro es lo realmente estable. Por ejemplo, nunca olvidaré una función de ópera de
aquellos días de extrema miseria. Uno andaba a tientas por la calle medio oscura, porque
el alumbrado había sido restringido por falta de carbón, pagaba su entrada de
gallinero con un fajo de billetes que antes habrían bastado para el abono anual
de un palco de lujo, se sentaba en su localidad con el abrigo puesto porque en
la sala no había calefacción y se apretujaba contra sus vecinos para entrar en
calor. ¡Y cuán triste y gris era aquella sala que antaño había resplandecido
con uniformes y preciosos vestidos de noche! Nadie sabía si la semana siguiente
volvería a haber ópera si el dinero seguía devaluándose y los envíos de carbón
fallaban aunque fuera una sola semana; todo parecía doblemente desesperado en
aquella casa de lujo y exuberancia imperial. Los músicos, convertidos también
en grises sombras, estaban sentado ante sus atriles con sus viejos y gastados
fracs, extenuados y consumidos por tantas privaciones, y también nosotros
parecíamos fantasmas en aquella casa que se había vuelto fantasmagórica. Pero
entonces el director levantó la batuta, se alzó el telón y todo fue espléndido
como nunca. Todos los cantantes, todos los músicos, dieron lo mejor de sí
mismos, porque sabían que podía ser la última vez que actuaban en aquella sala
tan querida. Y nosotros escuchábamos atentos y receptivos como nunca, porque
podía ser la última vez. Así vivimos todos, miles, centenares de miles; todo el
mundo hizo un esfuerzo supremo en aquellas semanas, meses y años, a un paso de
la ruina. Nunca había sentido en un pueblo y en mí mismo una voluntad tan firme
de vivir como entonces, cuando estaba en juego lo más importante: la
existencia, la supervivencia. Sin embargo, y a pesar de todo, me vería en un
compromiso si tuviera que explicar a alguien cómo subsistió aquella Austria
saqueada, pobre e infausta. A su izquierda, en Baviera, se había instaurado la
República Comunista de los Sóviets y, a su derecha, Hungría se había convertido
en bolchevique con Béla Kun; ni siquiera hoy alcanzo a comprender cómo fue que
la Revolución no se extendió a Austria. En verdad, no fue por falta de
detonantes. Por las calles vagaban los soldados licenciados, famélicos y
andrajosos, contemplando indignados el insolente lujo de los que se habían
beneficiado de la guerra y la inflación; en los cuarteles, un batallón de la
«guardia roja» se encontraba en estado de alerta, listo para disparar, y no
existía ninguna otra fuerza organizada. Doscientos hombres decididos habrían
podido apoderarse de Viena y de toda Austria. Pero no ocurrió nada serio. Tan
sólo una vez un grupo indisciplinado intentó dar un golpe de Estado, el cual
fue aplastado sin esfuerzo por cuatro o cinco docenas de policías armados. Y
así el milagro se hizo realidad: aquel país aislado de sus fuentes de energía,
de sus fábricas, minas de carbón y campos petrolíferos, aquel país saqueado,
con una moneda depreciada que se precipitaba pendiente abajo como un alud, se
mantuvo en pie firme, gracias quizás a su flaqueza (porque la gente estaba
demasiado débil, demasiado hambrienta para seguir luchando por algo), pero
quizá también gracias a su fuerza más oculta, típicamente austriaca: su innato
talante conciliador. Y es que los dos partidos mayoritarios, el socialdemócrata
y el cristianosocial, a pesar de sus profundas diferencias, se unieron en
aquella hora dificilísima para formar un gobierno de coalición. Se hicieron
concesiones mutuas para evitar una catástrofe que habría arrastrado a toda
Europa. Poco a poco la situación comenzó a normalizarse y consolidarse y, con
gran sorpresa por nuestra parte, ocurrió algo increíble: aquel Estado mutilado
subsistió y más tarde incluso estuvo dispuesto a defender su independencia
cuando Hitler fue a quitarle el alma a aquel pueblo sacrificado, fiel y
valiente en la hora de las privaciones. Pero la revuelta radical se evitó sólo externamente y
en sentido político; internamente, en los primeros años de la posguerra se
produjo una revolución colosal. Había sido destruido algo más que los
ejércitos: la fe en la infalibilidad de las autoridades en que, con gran
humildad, se había educado nuestra juventud. Ahora bien, los alemanes ¿deberían
haber continuado admirando a su emperador, que había jurado luchar «hasta el
último aliento de hombres y caballos» y acabó huyendo allende la frontera de
noche y en medio de la niebla, o acaso debían admirar a sus generales, a sus
políticos y a los poetas que no cesaban de hacer rimar guerra con victoria y
muerte con miseria? Ahora, cuando se desvanecía el humo de la pólvora sobre el
país, se tornaba espantosamente visible la desolación que había causado la
guerra. ¿Cómo se podía tener aún por sagrada una moral que,
durante cuatro años, permite el asesinato y el latrocinio bajo el nombre de
heroísmo y requisa? ¿Cómo podía creer un pueblo en las promesas de un Estado
que anula todas sus responsabilidades con el ciudadano porque le resultan
incómodas? Y he aquí que los mismos hombres, la misma camarilla de ancianos,
los llamados hombres con experiencia, habían superado la estulticia de la
guerra con la chapucería de la paz que habían concertado. Hoy todo el mundo
sabe—y unos pocos lo sabíamos ya entonces—que aquella paz había sido una
posibilidad moral, quizá la mayor de la historia. Wilson la había reconocido.
Con una gran visión, había trazado un plan para un entendimiento mundial
auténtico y duradero. Pero los viejos generales, los viejos hombres de Estado y
los viejos intereses destruyeron la gran idea, convirtiéndola en pedazos de
papel sin valor. La gran promesa, la sagrada promesa hecha a millones de
personas de que aquella guerra sería la última, lo único todavía capaz de
arrancar las últimas fuerzas a soldados ya casi del todo desengañados, fue
cínicamente sacrificada a los intereses de los fabricantes de municiones y a la
pasión por el juego de los políticos que, triunfantes, supieron salvar su vieja
y nefasta táctica de tratados secretos y negociaciones a puerta cerrada frente
al sabio y humano reto de Wilson. Todos los que tenían los ojos abiertos y
vigilantes vieron que los habían engañado. Habían engañado a las madres que
habían sacrificado a sus hijos, a los soldados que regresaban convertidos en
pordioseros, a todos aquellos que por patriotismo habían suscrito préstamos de
guerra, a aquellos que habían hecho caso de una promesa del Estado, a todos los
que habíamos soñado con un mundo nuevo y mejor y ahora veíamos que los
jugadores de siempre, y otros nuevos, habían reiniciado el viejo juego en que
las apuestas eran nuestra existencia, nuestra felicidad, nuestro tiempo y
nuestros bienes. ¿Era de extrañar que toda una generación joven mirara con
rencor y desprecio a sus padres, los cuales se habían dejado arrebatar primero
la guerra y luego la paz, que lo habían hecho todo mal, que no habían previsto
nada y se habían equivocado en todo? ¿No era comprensible que hubiera
desaparecido en la nueva generación cualquier tipo de respeto? Toda una
generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y
los maestros; leía con desconfianza cualquier decreto, cualquier proclama del
Estado. La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de
todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier
tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos
los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Con ella había de empezar un
mundo completamente nuevo, un orden completamente diferente en todos los
ámbitos de la vida. Y, naturalmente, los comienzos fueron impetuosos,
exagerados y hasta brutales. Todos y todo lo que no era de la misma edad era
considerado como caduco. En vez de viajar con los padres, como antes,
rapazuelos de once y doce años, en grupos organizados y sexualmente bien
instruidos, cruzaban el país como «aves de paso» en dirección a Italia o al mar
del Norte. En las escuelas, siguiendo el modelo ruso, se creaban sóviets
escolares que controlaban a los maestros e invalidaban los planes de estudio
porque los niños debían y querían aprender sólo aquello que les venía en gana.
Por el simple gusto de rebelarse se rebelaban contra toda norma vigente,
incluso contra los designios de la naturaleza, como la eterna polaridad de los
sexos. Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus
peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez,
se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el
lesbianismo se convirtieron en una gran moda no por instinto natural, sino como
protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales. Todas las
formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y
revolucionarias y, desde luego, también el arte. La nueva pintura dio por
liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los
experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió
el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la
comprensibilidad en la lengua. Se suprimieron los artículos determinados, se invirtió
la sintaxis, se escribía en el estilo cortado y desenvuelto de los telegramas,
con interjecciones vehementes; además, se tiraba a la basura toda literatura
que no fuera activista, es decir, que no contuviera teoría política. La música
buscaba con tesón nuevas tonalidades y dividía los compases; la arquitectura
volvía las casas del revés como un calcetín, de dentro a afuera; en el baile el
vals desapareció en favor de figuras cubanas y negroides; la moda no cesaba de
inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia; en el teatro
se interpretaba Hamlet con frac y se ensayaba una dramaturgia explosiva. En
todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes que
quería dejar atrás, de un solo y arrojado salto, todo lo que se había hecho y
producido antes; cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más
bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones; por fin la gran
venganza de la juventud se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros
padres. Pero en medio de este caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció
tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que,
presas del pánico de quedar atrasados y ser considerados «inactuales», con desesperada
rapidez se maquillaron de fogosidad artificial e intentaron, también ellos,
seguir con paso renqueante y torpe los extravíos más notorios. Honrados y formales académicos de barba blanca
repintaban sus «naturalezas muertas» de antes, ahora invendibles, con dados y
cubos simbólicos, porque los directores jóvenes (en todas partes los buscaban
jóvenes ahora, y cuanto más jóvenes mejor) retiraban todos los demás cuadros de
las galerías por demasiado «clasicistas» y los llevaban al depósito. Escritores
que durante décadas habían escrito en un alemán claro y cuidado ahora troceaban
obedientemente las frases y se excedían en el «activismo»; flemáticos
consejeros privados de Prusia daban lecciones sobre Karl Marx; antiguas
bailarinas de la corte interpretaban, casi completamente desnudas y con
«fingidas» contorsiones, la Appassionata de Beethoven y la Noche transfigurada
de Schonberg. Por doquier la vejez corría azorada en pos de la última moda; de
repente no había otra ambición que la de ser joven e inventar rápidamente una
tendencia más actual que la de ayer, todavía actual, más radical todavía y
nunca vista. ¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de
aquellos años en que, con la mengua del valor del dinero, todos los demás
valores anduvieron de capa caída en Austria y en Alemania! Una época de
delirante éxtasis y libertino fraude, una mezcla única de impaciencia y
fanatismo. Todo lo extravagante e incontrolable vivió entonces una edad de oro:
la teosofía, el ocultismo, el espiritismo, el sonambulismo, la antroposofía, la
quiromancia, la grafología, las enseñanzas del yoga indio y el misticismo de
Paracelso. Se vendía fácilmente todo lo que prometía emociones extremas más
allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes, la morfina,
la cocaína y la heroína; los únicos temas aceptados en las obras de teatro eran
el incesto y el parricidio y, en política, el comunismo y el fascismo; en
cambio, estaba absolutamente proscrita cualquier forma de normalidad y
moderación. Con todo, no quisiera haberme visto privado de esa época caótica,
ni en mi vida ni en la evolución del arte. Avanzando orgiásticamente con el
primer impulso, al igual que toda revolución espiritual, limpió el aire
enrarecido y sofocante de lo tradicional, descargó las tensiones acumuladas a
lo largo de muchos años y, a pesar de todo, sus osados experimentos dejaron
iniciativas muy valiosas. Aun cuando sus exageraciones nos sorprendían, no nos
creíamos autorizados para censurarlas y rechazarlas con arrogancia, porque en el
fondo esa nueva juventud intentaba enmendar (aunque con demasiado ardor e
impaciencia) lo que nuestra generación había descuidado por prudencia y
distanciamiento. El instinto les decía que la posguerra tenía que ser diferente
de la preguerra y, en el fondo, tenían razón. Todo eso de los nuevos tiempos,
de un mundo mejor, ¿no lo habíamos querido también nosotros, los mayores, antes
y durante la guerra? Y también después de la guerra, los mayores volvimos a
demostrar nuestra ineptitud para oponer a tiempo una organización supranacional
a la nueva y peligrosa politización del mundo. Es cierto que, todavía durante
las negociaciones de paz, Henri Barbusse, cuya novela El fuego le valió un
reconocimiento mundial, había intentado promover un acuerdo de todos los intelectuales
europeos a favor de la reconciliación. Clarté debía llamarse ese grupo (de la
gente de ideas claras) y debía reunir a los escritores y artistas de todas las
naciones en el compromiso de oponerse en adelante a cualquier tipo de
instigación de los pueblos. Barbusse nos había confiado, a mí y a René
Schickele, la dirección del grupo alemán y, con ella, la parte más difícil de
la misión, porque en Alemania aún ardía la indignación por el tratado de paz de
Versalles. No eran muchas las esperanzas de ganar a alemanes de relieve para la
causa de un supranacionalismo espiritual mientras la Renania, el Sarre y la
cabeza de puente de Maguncia siguieran ocupadas por tropas extranjeras. Sin
embargo, se habría podido crear una organización como la que más adelante
Galsworthy hizo realidad con el PEN Club, si Barbusse no nos hubiese dejado en
la estacada. Un viaje a Rusia y el inflamado entusiasmo con que lo recibieron
las grandes masas lo convencieron fatalmente de que los Estados y las
democracias burguesas eran incapaces de lograr una verdadera fraternidad entre
los pueblos y de que tan sólo en el comunismo era posible la hermandad
universal. Trató con disimulo de convertir Clarté en un instrumento de la lucha
de clases, pero nosotros rechazamos una radicalización que por fuerza habría
debilitado nuestras filas. Y así, aquel proyecto, en sí importante, también se
malogró prematuramente. Habíamos vuelto a fracasar en la lucha por la libertad
a causa de un exceso de amor por la libertad y la independencia propias. Por lo tanto, sólo quedaba una posibilidad: que cada
cual siguiera su propio camino en silencio y en solitario. Para los
expresionistas y—si se me permite llamarlos así—los excesivistas, a mis treinta
y seis años yo ya formaba parte de la generación de los mayores, porque me
negaba a adaptarme a ellos de modo simiesco. Mis trabajos anteriores ya tampoco
me gustaban a mí, no mandé reeditar ninguno de los libros de mi época
«estética». Eso significaba volver a empezar y esperar a que retrocediera la
impaciente oleada de tantos «ismos», y me ayudó muchísimo a resignarme a ello
mi falta de ambición personal. Empecé la gran serie de los Constructores del
mundo precisamente porque estaba convencido de que me ocuparía unos cuantos
años; escribí narraciones cortas como Amok y Carta de una desconocida con
absoluta calma y tranquilidad. El país y el mundo que me rodeaban volvieron
poco a poco a la normalidad, de modo que tampoco yo podía tardar demasiado;
habían pasado los tiempos en que me podía engañar a mí mismo diciéndome que
todo cuanto emprendía sólo era provisional. Había alcanzado la mitad de la
vida, la edad de las meras promesas se había acabado; ahora se trataba de
ratificarlas y responder de mí mismo o desistir definitivamente. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO XIII STEFAN ZWEIG REGRESO AL MUNDO Pasé tres años, 1919, 1920 y 1921, los tres peores
años de posguerra de Austria, enterrado en Salzburgo. A decir verdad ya había
renunciado a la esperanza de volver a ver el mundo. Tras el cataclismo de la
guerra, en el extranjero el odio a los alemanes y a todo aquel que escribiera
en alemán, más la depreciación de nuestra moneda, arrojaban un balance tan
catastrófico que uno se resignaba de antemano a pasar el resto de su vida atado
a su pequeña esfera patria. Pero todo resultó mejor de lo que esperaba. La
gente pudo volver a comer hasta la saciedad, a sentarse ante el escritorio sin
ser molestado, no hubo saqueos ni revolución. La gente vivía, sentía correr la
sangre por sus venas. Mirándolo bien, ¿no era una buena ocasión para volver a
experimentar el placer de los años jóvenes y marcharse lejos? Aún no había
llegado el momento de pensar en grandes viajes. Pero Italia estaba cerca, sólo
a ocho o diez horas de distancia. ¿Me atrevería? Al otro lado de la frontera me
consideraban el «enemigo mortal», a pesar de que yo no me sentía como tal. ¿Era
prudente arriesgarse al trance de ser rechazado con malos modos, de tener que
pasar de largo de casa de viejos amigos para no ponerlos en un compromiso? Pues
bien, sí me atreví y una tarde crucé la frontera. Llegué a Verona al anochecer y me dirigí a un hotel.
Me dieron un formulario de inscripción y me registré; el portero leyó la hoja y
se asombró al ver en la casilla correspondiente a la nacionalidad la palabra
austriaco. -Lei é austriaco?-preguntó. Ahora me enseñará la puerta de la calle, pensé. Pero,
cuando le dije que sí, casi dio un salto de alegría: -Ah, che piacere!
Finalmente! Fue el primer saludo y una confirmación de la primera impresión,
obtenida ya durante la guerra, de que toda la propaganda de odio e incitación
sólo había provocado un breve acceso de fiebre intelectual pero que, en el
fondo, no había afectado a las auténticas masas de Europa. Un cuarto de hora
después ese mismo portero se presentó en mi habitación para comprobar si me
habían atendido como era debido. Alabó entusiasmado mi italiano y nos
despedimos con un cordial apretón de manos. Al día siguiente estaba en Milán; de nuevo vi la
catedral y me paseé por la Galleria. Era un alivio oír la querida música de las
vocales italianas, orientarse con tanta seguridad por todas las calles y
disfrutar del extranjero como de algo familiar. Al pasar a su lado, vi en un
gran edificio el letrero Corriere della Sera. De repente me acordé de que en esa
redacción tenía un cargo directivo mi amigo G. A. Borghese, aquel Borghese en
cuya compañía-y junto con el conde Keyserling y Benno Geiger -había pasado
tantas veladas, animadas por charlas intelectuales en Berlín y Viena. Era uno
de los mejores y más apasionados escritores de Italia, ejercía una
extraordinaria influencia sobre los jóvenes y, a pesar de ser el traductor de
Las tribulaciones del joven Werther y un fanático de la filosofía alemana,
durante la guerra había adoptado una posición decidida en contra de Alemania y
Austria y, al lado de Mussolini (con quien más tarde se enemistó), había
incitado a la guerra. Durante toda la contienda me había resultado extraño
pensar que un viejo camarada se hallaba en el lado contrario como
intervencionista; con tanta mayor ansia sentía ahora la necesidad de ver a este
«enemigo». Así que le dejé mi tarjeta con la dirección del hotel anotada en el
dorso. Pero todavía no había llegado al final de la escalera cuando noté que
alguien se precipitaba detrás de mí con el rostro resplandeciente de alegría:
era Borghese; al cabo de cinco minutos hablábamos con la misma cordialidad de
siempre. También él había aprendido cosas de aquella guerra y, a pesar de
pertenecer a orillas diferentes, nos encontrábamos más cerca que nunca. Lo mismo ocurrió en todas partes. Andando yo por una
calle de Florencia, mi viejo amigo Albert Stringa se me echó al cuello y me
abrazó con tanta fuerza y brusquedad que mi mujer, que iba conmigo y no lo
conocía, pensó que aquel desconocido con barba quería atentar contra mí. Todo
era como antes. No: todavía era más cordial. Volvía a respirar: la guerra
estaba enterrada, la guerra había pasado. Pero no había pasado. Sólo que nosotros no lo
sabíamos. Todos nos engañábamos con nuestra buena fe y confundíamos nuestra
buena disposición personal con - la del mundo. Pero no debemos avergonzarnos de
ese error, pues no menos que nosotros se engañaron políticos, economistas y
banqueros que confundieron la engañosa coyuntura de aquellos años con un
saneamiento económico y el cansancio con la pacificación. En realidad la lucha
no había hecho otra cosa que desplazarse del campo nacional al social; y ya en
los primeros días fui testigo de una escena que sólo más tarde comprendí en
todo su alcance. En Austria, de la política italiana no sabíamos más que, con
el desencanto de después de la guerra, en el país habían penetrado tendencias
marcadamente socialistas e incluso bolchevistas. En todas las paredes se podía
leer Viva Lenin garabateado con trazos chapuceros y escrito con carbón o yeso.
Además, se decía que uno de los líderes socialistas, llamado Mussolini, había
abandonado el partido durante la guerra para organizar algún grupo de signo
contrario. Pero la gente recibía esas informaciones con indiferencia. ¿Qué importancia
podía tener un grupúsculo como aquél? En todos los países existían camarillas
parecidas: en el Báltico, los guerrilleros desfilaban de aquí para allá; en
Renania y Baviera se formaban grupos separatistas; por doquier había
manifestaciones y golpes de Estado que casi siempre terminaban sofocados. Y a
nadie se le ocurría pensar que aquellos «fascistas», que en vez de las camisas
rojas garibaldinas las llevaban negras, podían convertirse en un factor
esencial del futuro desarrollo de Europa. Pero en Venecia la palabra «fascista» adquirió de
repente para mí un contenido tangible. Llegué de Milán a la querida ciudad de
los canales por la tarde. No había ni un solo mozo de cuerda disponible, ni una
góndola; trabajadores y ferroviarios estaban sin hacer nada, con las manos en
los bolsillos en señal de protesta. Como llevaba dos maletas bastante pesadas,
miré a mi alrededor en busca de ayuda y pregunté a un hombre mayor dónde podía
encontrar a algún mozo. -Ha llegado usted en mal día, señor-contestó en tono de
lamentación-. Otra vez huelga general. Yo no sabía por qué había huelga, pero no hice más
preguntas. Estábamos ya demasiado acostumbrados a tales cosas en Austria, donde
los socialistas, con excesiva frecuencia para fatalidad suya, habían utilizado
este drástico método para después no sacar de él ningún provecho práctico. De
modo que tuve que seguir con las maletas a cuestas hasta que vi a un gondolero
que desde un canal lateral me hacía señales apresuradas y furtivas y luego me
admitió a bordo con mis dos maletas. Al cabo de media hora estábamos en el
hotel, después de haber pasado por delante de unos cuantos puños levantados en
contra del esquirol. Con la naturalidad que confiere una vieja costumbre, fui
de inmediato a la plaza de San Marcos. Parecía extrañamente desierta. Las
persianas de la mayoría de los comercios estaban bajadas, no había nadie en los
cafés, sólo se veía una gran multitud de obreros que formaban pequeños grupos
bajo las arcadas como quien espera algo especial. Yo esperé con ellos. Y llegó
de repente. De una calle lateral salió desfilando o, mejor dicho, corriendo con
paso ligero y acompasado, un grupo de jóvenes en formación perfecta que, con un
ritmo ensayado, cantaban una canción cuyo texto yo desconocía. Más tarde supe
que se trataba de la Giovinezza. Con su paso redoblado habían cruzado ya la
plaza, blandiendo bastones, antes de que los obreros, cien veces superiores en
número, tuvieran tiempo de lanzarse sobre el adversario. La osada y francamente
arrojada marcha de aquel pequeño grupo organizado se había efectuado con tanta
celeridad, que los otros no se dieron cuenta de la provocación hasta que sus
enemigos ya estaban fuera de su alcance. Se agruparon enfurecidos y con los
puños cerrados, pero ya era demasiado tarde, no podían atrapar a la pequeña
tropa de asalto. Las impresiones ópticas siempre tienen algo
convincente. Por primera vez, supe entonces que aquel fascismo legendario, del
cual tan poco sabía yo, era real, que era algo muy bien dirigido, capaz de
atraer a jóvenes decididos y osados y de convertirlos en fanáticos. A partir de
entonces ya no pude compartir la opinión de mis amigos de Florencia y Roma,
mayores en edad, que con un despectivo encogimiento de hombros rechazaban a
esos jóvenes diciendo que eran una «banda a sueldo» y se burlaban de su Fra
Diavolo. Por curiosidad compré algunos números del Popolo d'Italia y, en el
estilo de Mussolini, penetrante, plástico y de concisión latina, encontré en
ellos la misma firme resolución que había visto en el desfile al trote de aquellos
jóvenes en la plaza de San Marcos. Desde luego no podía sospechar cuáles serían
las dimensiones que tomaría aquella confrontación al cabo de un año. Pero a
partir de aquel momento supe que allí-y en todas partes-una nueva lucha era
inminente y que nuestra paz no era la paz. Para mí fue el primer aviso de que, bajo una
superficie aparentemente tranquila, peligrosas corrientes subterráneas
recorrían Europa. No tardó mucho en llegar un segundo aviso. Incitado de nuevo
por el deseo de viajar, había decidido irme en verano a Westerland, a orillas
del mar del Norte alemán. Para un austriaco visitar Alemania entonces
conservaba todavía algo de reconfortante. El marco se había mantenido
espléndidamente fuerte frente a nuestra debilitada corona; la convalecencia
parecía ir por buen camino. Los trenes llegaban puntuales, los hoteles estaban
limpios y aseados; a ambos lados de las vías, por todas partes se levantaban
casas y fábricas nuevas; en todas partes reinaba el impecable y silencioso
orden que odiábamos antes de la guerra y que, en medio del caos, habíamos
llegado a amar. Es verdad que se respiraba una cierta tensión, porque el país
entero esperaba a ver si las negociaciones de Génova y de Rapallo (las primeras
en que participaba Alemania al lado de las potencias antes enemigas y con los
mismos derechos) traerían consigo el anhelado alivio de las cargas de guerra o,
por los menos, un tímido gesto de aproximación. El conductor de estas
negociaciones, tan memorables en la historia de Europa, no era otro que mi
viejo amigo Rathenau. Su genial instinto organizador ya lo había acreditado de
un modo excelente durante la guerra; desde el primer momento había descubierto
el punto más débil de la economía alemana (el mismo donde más adelante
recibiría Alemania el golpe mortal): el suministro de materias primas, y
oportunamente (también en eso se anticipó al tiempo) organizó toda la economía
desde una administración central. Cuando, una vez terminada la guerra, se tuvo
que buscar a un hombre au pair de los más sagaces y experimentados de entre sus
adversarios, que se enfrentara a ellos como ministro de Asuntos Exteriores
alemán, la elección, huelga decirlo, recayó en él. Indeciso, le llamé por teléfono a Berlín. ¿Cómo osaba
importunar a un hombre que estaba labrando el destino de la época? -Sí, es
difícil-me dijo por teléfono-. Ahora debo sacrificar también la amistad al
deber. Pero con su extraordinaria técnica de aprovechar cada
minuto del día, en seguida encontró la manera de vernos. Tenía que dejar
tarjetas de visita en distintas embajadas y, puesto que el trayecto hasta ellas
desde Grunewald era de media hora en coche, me dijo que lo más fácil era que yo
lo acompañara y charlaríamos por el camino. La verdad es que su capacidad de
concentración, su magnífica facilidad para pasar de un tema a otro, eran tan
perfectas que en cualquier momento, tanto en coche como en tren, era capaz de
hablar con la misma precisión y profundidad que en su casa. Yo no quería dejar
pasar aquella oportunidad y creo que a él también le hizo bien poder
desahogarse con alguien que no tenía intereses políticos y con el que le unía
una amistad personal desde hacía años. Fue una conversación larga y puedo
atestiguar que Rathenau, que no era en absoluto un hombre libre de vanidad, no
había asumido a la ligera el cargo de ministro de Asuntos Exteriores alemán, y
menos aún por afán de poder o impaciencia. Sabía de antemano que la misión era
todavía imposible y que, en el mejor de los casos, podría regresar con un éxito
parcial, con unas cuantas concesiones sin importancia, pero que todavía no era
de esperar una paz verdadera, una generosa deferencia. -Dentro de diez años quizá-me dijo-, suponiendo que
les vaya mal a todos y no sólo a nosotros. Primero tiene que desaparecer de la
diplomacia la vieja generación y es preciso que los generales se limiten a
hacer de estatuas mudas en las plazas públicas. Era plenamente consciente de su doble responsabilidad
a causa del inconveniente de ser judío. Quizá pocas veces en la historia un
hombre haya acometido una labor con tanto escepticismo y tantos escrúpulos,
dándose cuenta de que sólo el tiempo, y no él, podía llevarla a cabo, y a
sabiendas del peligro personal que corría. Desde el asesinato de Erzberger, que
había aceptado el enojoso deber del armisticio (del que se había escabullido
Ludendorff huyendo al extranjero), no tenía motivos para dudar de que, como
paladín de un entendimiento entre los países, le esperaba un destino parecido.
Ahora bien, soltero, sin hijos y, en el fondo, solitario como era, creía que no
tenía por qué temer al peligro; y yo tuve ánimos para aconsejarle prudencia.
Hoy es un hecho histórico que Rathenau cumplió su misión en Rapallo tan
espléndidamente como se lo permitieron las circunstancias del momento. Su
brillante talento para captar con rapidez el momento oportuno, sus cualidades
de hombre de mundo y su prestigio personal nunca se acreditaron con tanto
esplendor. Pero en el país ya empezaban a cobrar fuerza grupos que sabían que
tendrían auditorio sólo a fuerza de asegurar al pueblo vencido que en realidad
no había sido vencido y que toda negociación y concesión eran una traición al
país. Las sociedades secretas-saturadas de homosexuales-ya eran más poderosas
de lo que sospechaban los dirigentes de la República de entonces, los cuales,
consecuentes con su idea de libertad, dejaban las manos libres a todos aquellos
que querían suprimir para siempre la libertad en Alemania. Me despedí de Rathenau delante del ministerio sin
sospechar que era nuestro adiós definitivo. Más adelante reconocí por las
fotografías que la calle por la que habíamos ido juntos era la misma en que
poco tiempo después los asesinos habían acechado el mismo coche: fue una
verdadera casualidad que yo no fuese testigo de aquella escena funestamente
histórica. De ese modo pude vivir con más emoción y con una impresión más
fuerte de los sentidos el aciago episodio con que empezó la tragedia de
Alemania, la tragedia de Europa. Aquel día me hallaba ya en Westerland, donde cientos y
cientos de veraneantes se bañaban alegremente en la playa. También tocaba una
banda de música-como el día en que anunciaron el asesinato de Francisco
Fernando-ante gente de vacaciones, despreocupada, cuando los vendedores de
periódicos entraron corriendo en el paseo como albatros blancos y gritando:
«¡Walther Rathenau, asesinado!» Estalló el pánico y todo el imperio se
estremeció. El marco cayó en picado y no se detuvo en su caída hasta que
alcanzó la fantástica y terrorífica cifra de billones. Fue entonces cuando
empezó el auténtico aquelarre de la inflación, en comparación con la cual la
nuestra, la de Austria, con su absurda relación de una corona vieja por quince
mil nuevas, aparecía como un triste juego de niños. Contarla con todos sus
detalles y todas sus inverosimilitudes requeriría un libro entero y ese libro
parecería una fábula a la gente de hoy. Viví días en que por la mañana tenía
que pagar cincuenta mil marcos por un periódico y, por la noche, cien mil;
quien tenía que cambiar moneda extranjera repartía la operación en horas
diferentes, porque a las cuatro recibía multiplicada por x la suma que le
habían dado a las tres, y a las cinco obtenía de nuevo un múltiplo de la que
había recibido sesenta minutos antes. Yo, por ejemplo, envié a mi editor un
manuscrito en que había estado trabajando un año y, para asegurarme, le pedí
por adelantado el pago correspondiente a diez mil ejemplares; cuando recibí el
cheque, la cantidad apenas cubría el franqueo del paquete de una semana atrás;
se pagaba el billete del tranvía con millones; hacían falta camiones para
transportar billetes desde el Banco Nacional a los demás bancos y al cabo de
una semana se encontraban billetes de cien mil marcos en las alcantarillas: los
había tirado con menosprecio un pordiosero. Los cordones de zapato costaban más
que antes un par de zapatos, no, qué digo, más que una zapatería de lujo con
dos mil pares de zapatos; reparar una ventana rota costaba más que antes toda
la casa; un libro, más que antes una imprenta con todas sus máquinas. Con cien
dólares se podían comprar hileras de casas de seis pisos en la Kurfürstendamm;
las fábricas no costaban más, al cambio del momento, que antes una carretilla.
Unos adolescentes que habían encontrado una caja de jabón olvidada en el puerto
se pasearon durante meses en automóvil y vivieron como reyes con sólo vender
cada día una pastilla, mientras que sus padres, antes gente rica, andaban por
las calles pidiendo limosna. Había repartidores que fundaban bancos y
especulaban con todas las monedas extranjeras. Por encima de todos sobresalía la
figura gigantesca del más grande de los aprovechados: Stinnes. A base de
ampliar su crédito beneficiándose de la caída del marco, compraba todo cuanto
se podía comprar: minas de carbón y barcos, fábricas y paquetes de acciones,
castillos y fincas rústicas, y todo ello, en realidad, con nada, pues cada
importe, cada deuda, se convertía en cero. Pronto fue suya la cuarta parte de
Alemania y el pueblo alemán, que siempre se embriaga con el éxito ostentoso,
perversamente lo aclamó como genio. Miles de parados deambulaban ociosos por
las calles y levantaban el puño contra los estraperlistas y los extranjeros en
sus automóviles de lujo que compraban una calle entera como si fuera una caja
de cerillas; todo aquel que sabía leer y escribir traficaba, especulaba y ganaba
dinero, a pesar de la sensación secreta de que todos se engañaban y eran
engañados por una mano oculta que con premeditación ponía en escena aquel caos
con el fin de liberar al Estado de sus deberes y obligaciones. Creo conocer
bastante bien la historia, pero, que yo sepa, nunca se había producido una
época de locura de proporciones tan enormes. Se habían alterado todos los
valores, y no sólo los materiales; la gente se mofaba de los decretos del
Estado, no respetaba la ética ni la moral, Berlín se convirtió en la Babel del
mundo. Bares, locales de diversión y tabernas crecían como setas. Lo que
habíamos visto en Austria resultó un tímido y suave preludio de aquel
aquelarre, ya que los alemanes emplearon toda su vehemencia y capacidad de
sistematización en la perversión. A lo largo de la Kurfürstendamm se paseaban
jóvenes maquillados y con cinturas artificiales, y no todos eran profesionales;
todos los bachilleres querían ganar algo, y en bares penumbrosos se veían
secretarios de Estado e importantes financieros cortejando cariñosamente, sin
ningún recato, a marineros borrachos. Ni la Roma de Suetonio había conocido
unas orgías tales como lo fueron los bailes de travestíes de Berlín, donde
centenares de hombres vestidos de mujeres y de mujeres vestidas de hombres
bailaban ante la mirada benévola de la policía. Con la decadencia de todos los valores, una especie de
locura se apoderó precisamente de los círculos burgueses, hasta entonces firmes
conservadores de su orden. Las muchachas se jactaban con orgullo de ser
perversas; en cualquier escuela de Berlín se habría considerado un oprobio la
sospecha de conservar la virginidad a los dieciséis años; todas querían poder
explicar sus aventuras, y cuanto más exóticas mejor. Pero lo más importante de
aquel patético erotismo era su tremenda falsedad. En el fondo, el culto
orgiástico alemán que sobrevino con la inflación no era sino una febril
imitación simiesca; se veía en aquellas muchachas de buenas familias burguesas
que habrían preferido peinarse con una simple raya en medio antes que llevar el
pelo alisado al estilo de los hombres y comer tarta de manzana con nata antes
que beber aguardiente;. por doquier se hacía evidente que a todo el mundo le
resultaba insoportable aquella sobreexcitación, aquel enervante tormento diario
en el potro de la inflación, como también era evidente que toda la nación,
cansada de la guerra, en realidad anhelaba orden y sosiego, un poco de
seguridad y de vida burguesa, y que en secreto odiaba a la República, no porque
reprimiera esta libertad desordenada, sino, al contrario, porque le aflojaba
demasiado las riendas. Quien vivió aquellos meses y años apocalípticos,
hastiado y enfurecido, notaba que a la fuerza tenía que producirse una
reacción, una reacción terrible. Y los que habían empujado al pueblo alemán a
aquel caos ahora esperaban sonrientes en segundo término, reloj en mano:
«Cuanto peor le vaya al país, tanto mejor para nosotros.» Sabían que llegaría
su hora. La contrarrevolución empezaba ya a cristalizarse alrededor de Ludendorff,
más que de Hitler, entonces todavía sin poder; los oficiales degradados se
organizaban en sociedades secretas; los pequeños burgueses que se sentían
estafados en sus ahorros se asociaron en silencio y se pusieron a la
disposición de cualquier consigna que prometiera orden. Nada fue tan funesto
para la República Alemana como su tentativa idealista de conceder libertad al
pueblo e incluso a sus propios enemigos. Y es que el pueblo alemán, un pueblo
de orden, no sabía qué hacer con la libertad y ya buscaba impaciente a aquellos
que habrían de quitársela. El día en que la inflación alemana llegó a su fin
(1923) se hubiera podido producir un giro en la historia. Cuando, a toque de
campana, cada billón de marcos engañosamente inflados se cambió por un solo marco
nuevo, se estableció una norma. En efecto, la turbia espuma pronto refluyó con
todo su lodo y suciedad; desaparecieron los bares y las tabernas, las
relaciones se normalizaron, todo el mundo pudo calcular claramente cuánto había
ganado o perdido. La mayoría, la gran masa, había perdido. Pero no se hizo
responsables de ello a los que habían causado la guerra, sino a quienes con
espíritu de sacrificio-y sin recibir las gracias por ello-habían cargado sobre
sus hombros con el peso de la reorganización. Nada envenenó tanto al pueblo
alemán-conviene tenerlo siempre presente en la memoria-, nada encendió tanto su
odio y lo maduró tanto para el advenimiento de Hitler como la inflación. Porque
la guerra, por horrible que hubiera sido, también había dado horas de júbilo
con sus repiques de campanas y sus fanfarrias de victoria. Y como nación irremisiblemente militar, Alemania se
sentía fortalecida en su orgullo por las victorias provisionales, mientras que
con la inflación sólo se sentía ensuciada, engañada y envilecida; una
generación entera no olvidó ni perdonó a la República Alemana aquellos años y
prefirió llamar de nuevo a sus carniceros. Pero todo eso quedaba todavía lejos.
En el año 1924, desde fuera parecía que la tumultuosa fantasmagoría había
pasado como un baile de fuegos fatuos. Volvía a ser de día, se podía ver a
dónde se iba y de dónde se venía. Y con el advenimiento del orden saludamos el
comienzo de una calma duradera. Otra vez, una vez más, creíamos que la guerra
había sido superada, necios incurables como habíamos sido siempre. Sin embargo,
aquella ilusión engañosa nos aportó una década de trabajo, esperanza e incluso
seguridad. Vista desde hoy, la década entre los años 1924 y 1933,
desde el fin de la inflación hasta la llegada de Hitler al poder, representa, a
pesar de todo, una pausa en la serie de catástrofes de las que había sido
testigo y víctima nuestra generación desde 1914. No digo que la época en
cuestión careciera de tensiones, agitaciones y crisis (por ejemplo, y sobre
todo, aquella crisis económica de 1929), pero durante aquellos años la paz
parecía garantizada en Europa, y eso ya era mucho. Alemania había sido admitida
con todos los honores en la Liga de las Naciones, se había fomentado con
préstamos su reconstrucción económica (en realidad su rearme secreto),
Inglaterra había,.reducido su armamento y la Italia de Mussolini había asumido
la protección de Austria. Parecía que el mundo quería reconstruirse. París,
Viena, Berlín, Nueva York, Roma, las ciudades tanto de los vencedores como de los
vencidos se hicieron más hermosas que nunca; el avión dio alas al transporte;
se suavizaron las normas para la obtención del pasaporte. Habían cesado las
oscilaciones entre las monedas, uno sabía cuánto ganaba y cuánto podía gastar,
la atención de la gente ya no estaba tan febrilmente centrada en estos
problemas superficiales. Uno podía volver a trabajar, podía concentrarse,
pensar en cosas menos terrenales. Podía incluso volver a soñar y esperar una
Europa unida. Por un momento-en aquellos diez años pareció que nuestra
generación, tantas veces puesta a prueba, podía volver a llevar una vida
normal. En mi vida personal lo más notable fue la llegada de
un huésped que amistosamente se instaló en aquellos años en mi casa, un huésped
que yo no había esperado: el éxito. Como el lector puede suponer, no me resulta muy grato
mencionar el éxito público de mis libros y en una situación normal habría
omitido cualquier referencia que pudiera parecer vanidad o fanfarronería. Pero
tengo un derecho especial a no ocultar este hecho de la historia de mi vida, e
incluso estoy obligado a revelarlo, porque desde hace siete años, desde la
llegada de Hitler al poder, aquel éxito se ha convertido en histórico. De todos
los miles e incluso millones de libros míos que ocupaban un lugar seguro en las
librerías y en numerosos hogares, hoy, en Alemania, no es posible encontrar ni
uno solo; quien conserva todavía alguno, lo guarda celosamente escondido y en
las bibliotecas públicas los tienen encerrados en el llamado «armario de los venenos»,
sólo a disposición de los pocos que, con un permiso especial de las
autoridades, los quieren utilizar «científicamente» (en la mayoría de los casos
para insultar a sus autores). Desde hace tiempo ninguno de los lectores y
amigos que me escribían se atreve ya a poner mi nombre proscrito en el sobre de
una carta. Y no sólo eso: también en Francia, en Italia, en todos los países
sometidos en este momento, donde mis libros, traducidos, figuraban entre los
más leídos, están igualmente proscritos por orden de Hitler. Hoy por hoy, como
escritor-según decía nuestro Grillparzer-soy alguien que «camina vivo detrás de
su propio cadáver». Todo o casi todo lo que he construido en el ámbito
internacional lo ha destruido este puño. De manera que, cuando menciono mi
«éxito», no hablo de algo que me pertenece, sino de algo que me había
pertenecido en otro tiempo, como la casa, la patria, la confianza en mí mismo,
la libertad, la serenidad; por lo tanto, no podría dar una idea clara, en toda
su profundidad y totalidad, de la caída que sufrí más tarde-junto con
muchísimos otros, también inocentes-, si antes no mostrara la altura desde la
que se produjo, ni el carácter único y las consecuencias del exterminio de toda
nuestra generación literaria, del que en verdad no conozco otro ejemplo en la
historia. El éxito no me cayó de repente del cielo; llegó poco a
poco, con cautela, pero duró, constante y fiel, hasta el momento en que Hitler
me lo arrebató y lo expulsó con los latigazos de sus decretos. Fue aumentando
de año en año. El primer libro que publiqué después de Jeremías, el primer
volumen de mis Constructores del mundo, titulado Tres maestros, ya me había
abierto el camino del éxito; los expresionistas, los activistas y los
experimentalistas, habían hecho mutis, los pacientes y perseverantes volvían a
tener despejado el camino hacia el pueblo. Mis narraciones cortas Amok y Carta
de una desconocida se hicieron tan populares como, por regla general, sólo
llegan a serlo las novelas; se pusieron en escena, se recitaron en público y
fueron llevadas a la pantalla; un librito, Momentos estelares de la
humanidad-leído en todas las escuelas-, en poco tiempo llegó a los, 500.000
ejemplares en la Biblioteca Insel; en pocos años me había creado lo que, en mi
opinión, significa el éxito más valioso para un escritor: un público, un grupo
fiel que siempre esperaba y compraba el siguiente libro, que me otorgaba su
confianza y al que yo no podía defraudar. Se fue haciendo cada vez más y más
numeroso; de cada libro que publicaba se vendían en Alemania veinte mil
ejemplares en el primer día, aun antes de que se anunciara en los periódicos. A
veces intentaba conscientemente rehuir el éxito, pero él me seguía con una
tenacidad sorprendente. Por ejemplo, escribí un libro por el simple placer de escribirlo:
una biografía de Fouché; en cuanto lo recibió el editor, me escribió para
decirme que haría imprimir inmediatamente diez mil ejemplares. A vuelta de
correo le supliqué que no hiciera una tirada tan grande; le decía que Fouché no
era un personaje simpático, que no aparecía ninguna mujer en el libro y que era
imposible que atrajera a un número de lectores tan grande; era preferible que
editara sólo cinco mil ejemplares para empezar. Al cabo de un año se habían
vendido cincuenta mil en Alemania, la misma Alemania a la que hoy le está
prohibido leer una sola línea mía. Algo parecido sucedió con la desconfianza en
mí mismo, casi patológica, en el caso de la adaptación que hice del Volpone.
Tenía la intención de escribir una versión en verso y en nueve días redacté un
primer borrador en prosa de las diferentes escenas, en un lenguaje ligero y
suelto. Casualmente el Teatro Real de Dresde, con el que me
sentía moralmente obligado por el estreno de mi primera obra Tersites, me había
preguntado en aquellos días si tenía nuevos proyectos, y les mandé la versión
en prosa, disculpándome porque lo que les presentaba era sólo el primer esbozo
de una futura adaptación en verso. Pero el Teatro me telegrafió acto seguido
pidiéndome que por amor de Dios no cambiara nada. Y, de hecho, la obra recorrió
después, en esta forma, todos los escenarios del mundo (en Nueva York en el
Theatre Guild, con Alfred Lunt). Cualquier cosa que emprendía en aquellos años
tenía el éxito asegurado y un público de lectores alemanes cada vez más
numeroso. Puesto que siempre he considerado que era mi deber
investigar las causas de la influencia o de la falta de influencia sobre su
tiempo de las obras o las figuras extranjeras que estudiaba como ensayista o
biógrafo, no podía evitar preguntarme, a lo largo de muchas horas de reflexión,
en qué especial virtud de mis libros se basaba realmente su éxito, para mí
insospechado. En definitiva, creo que proviene de un defecto mío, a saber: que
soy un lector impaciente y temperamental. En una novela, una biografía o un
debate intelectual me irrita lo prolijo, la ampuloso y todo lo vago y exaltado,
poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Sólo
un libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta
el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo.
Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro llenos de
descripciones superfluas, de diálogos plagados de cháchara y de personajes
secundarios innecesarios; resultan demasiado extensos y, por lo tanto,
demasiado poco interesantes, demasiado poco dinámicos. Incluso en las más
famosas obras maestras de los clásicos me molestan los abundantes pasajes
arenosos y monótonos, y muchas veces he expuesto a los editores el osado
proyecto de publicar un día toda la literatura universal en una serie
sinóptica, desde Homero hasta La montaña mágica, pasando por Balzac y
Dostoievski, con cortes drásticos de pasajes superfluos concretos; entonces
todas esas obras, que sin duda poseen un contenido intemporal, podrían volver a
infundir vida a nuestra época. Esta aversión a todo lo difuso y pesado tenía que
transferirse necesariamente de la lectura de obras ajenas a la escritura de las
propias e hizo que me acostumbrara a una vigilancia especial. En realidad
escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez; en la primera redacción de un
libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo con todo lo que me dicta el
corazón. Asimismo, cuando empiezo una obra biográfica, utilizo todos los detalles
documentales imaginables que tengo a mi disposición; para una biografía como
María Antonieta examiné realmente todas y cada una de las cuentas para
comprobar sus gastos personales, estudié todos los periódicos y panfletos de la
época y repasé todas las actas del proceso hasta la última línea. Pero en el
libro impreso y publicado no se encuentra ni una sola línea de todo ello,
porque, en cuanto termino de poner en limpio el primer borrador de un libro,
empieza para mí el trabajo propiamente dicho, que consiste en condensar y
componer, un trabajo del que nunca quedo suficientemente satisfecho de una
versión a otra. Es un continuo deshacerse de lastre, un comprimir y aclarar
constante de la arquitectura interior; mientras que, en su mayoría, los demás no
saben decidirse a guardarse algo que saben y, por una especie de pasión amorosa
por cada línea lograda, pretenden mostrarse más prolijos y profundos de lo que
son en realidad, mi ambición es la de saber siempre más de lo que se manifiesta
hacia fuera. Este proceso de condensación y a la vez de
dramatización se repite luego una, dos o tres veces en las galeradas;
finalmente se convierte en una especie de juego de cacería: descubrir una
frase, incluso una palabra, cuya ausencia no disminuiría la precisión y a la
vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el de suprimir es en
realidad el más divertido. Recuerdo una ocasión en la que me levanté del
escritorio especialmente satisfecho del trabajo y mi mujer me dijo que tenía
aspecto de haber llevado a cabo algo extraordinario. Y yo le contesté con
orgullo: -Sí, he logrado borrar otro párrafo entero y así hacer más rápida la
transición. De modo, pues, que si a veces alaban el ritmo
arrebatador de mis libros, tengo que confesar que tal cualidad no nace de una
fogosidad natural ni de una excitación interior, sino que sólo es fruto de este
método sistemático mío que consiste en excluir en todo momento pausas
superfluas y ruidos parásitos, y si algún arte conozco es el de saber
renunciar, pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a
parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia. Si algo
he aprendido hasta cierto punto de mis libros ha sido la severa disciplina de
saber limitarme preferentemente a las formas más concisas, pero conservando
siempre lo esencial, y me hizo muy feliz-a mí que desde el principio he tenido
siempre una visión de las cosas europea, supranacional que se dirigieran a mí
también editores extranjeros: franceses, búlgaros, armenios, portugueses,
argentinos, noruegos, letones, fineses y chinos. Pronto tuve que comprar un
gran armario de pared para guardar los diferentes ejemplares de las
traducciones, y un día leí en la estadística de la Coopération Intellectuelle
de la Liga de las Naciones de Ginebra que en aquel momento yo era el autor más
traducido del mundo (una vez más, y dada mi manera de ser, lo consideré una
información incorrecta). En otra ocasión recibí una carta de mi editor ruso en
la que me decía que deseaba publicar una edición completa de mis obras en ruso
y me preguntaba si estaba de acuerdo con que Maxim Gorki escribiera el prólogo.
¿Que si estaba de acuerdo? De muchacho había leído las obras de Gorki bajo el
banco de la escuela, lo amaba y admiraba desde hacía años. Pero no me imaginaba
que él hubiera oído mi nombre y menos aún que hubiera leído nada mío, por no
hablar de que a un maestro como él le pudiera parecer importante escribir un
prólogo a mi obra. Y otro día se presentó en mi casa de Salzburgo un editor
americano con una recomendación (como si la necesitara) y la propuesta de
hacerse cargo del conjunto de mi obra para ir publicándola sucesivamente. Era
Benjamin Huebsch, de la Viking Press, quien a partir de entonces ha sido para
mí un amigo y un consejero de lo más fiable y que, cuando todo lo demás fue
hollado y aplastado por las botas de Hitler, me conservó una última patria en
la palabra, ya que yo había perdido la patria propiamente dicha, la vieja
patria alemana, europea. Semejante éxito público se prestaba peligrosamente a
desconcertar a alguien que antes había creído más en sus buenos propósitos que
en sus capacidades y en la eficacia de sus trabajo. Mirándolo bien, toda forma
de publicidad significa un estorbo en el equilibrio natural del hombre. En una
situación normal el nombre de una persona no es sino la capa que envuelve un
cigarro: una placa de identidad, un objeto externo, casi insignificante, pegado
al sujeto real, el auténtico, con no demasiada fuerza. En caso de éxito, ese
nombre, por decirlo así, se hincha. Se despega de la persona que lo lleva y se
convierte en una fuerza, un poder, algo independiente, una mercancía, un
capital y, por otro lado, de rebote, en una fuerza interior que empieza a
influir, dominar y transformar a la persona. Las naturalezas felices,
arrogantes, suelen identificarse inconscientemente con el efecto que producen
en los demás. Un título, un cargo, una condecoración y, sobre todo, la
publicidad de su nombre pueden originar en ellos una mayor seguridad, un amor
propio más acentuado y llevarlos al convencimiento de que les corresponde un
puesto especial e importante en la sociedad, en el Estado y en la época, y se
hinchan para alcanzar con su persona el volumen que les correspondería de
acuerdo con el eco que tienen externamente. Pero el que desconfía de sí mismo por naturaleza
considera el éxito externo como una obligación de mantenerse lo más inalterado
posible en tan difícil posición. No quiero decir con ello que mi éxito no me alegrara.
Todo lo contrario, me hacía muy feliz, pero sólo en la medida en que se
limitaba al producto desgajado de mí, a mis libros y a la sombra de mi nombre,
que estaba asociada a ellos. Era conmovedor ver casualmente a un pequeño
bachiller entrar en una librería alemana y, sin reconocerme, pedir los Momentos
estelares y pagar el libro con sus escasos ahorros. Podía alimentar mi vanidad
el que, en un coche cama, el revisor me devolviera respetuosamente el pasaporte
después de haber visto en él el nombre o el que un aduanero italiano renunciara
generosamente a registrar mi equipaje, agradecido por algún libro que había
leído. También el aspecto puramente cuantitativo del eco personal tiene algo
seductor para un escritor. Un día llegué a Leipzig. Por casualidad, fue justo
el día en que comenzaba la distribución de un nuevo libro mío. Me impresionó
sobremanera ver la cantidad de trabajo humano que sin darme cuenta había
promovido con lo que había escrito durante tres o cuatro meses a lo largo de
trescientas páginas de papel. Unos obreros ponían los libros en grandes cajas,
otros las arrastraban entre ayes y quejidos a los camiones que, a su vez, los
llevaban a los vagones con destino a todo el mundo. En la imprenta docenas de
muchachas apilaban los pliegos; los cajistas, los encuadernadores, los
expedidores, los comisionistas, trabajaban desde la mañana hasta la noche y si
echaba cálculos, me imaginaba que con tantos libros, alineados como ladrillos,
se podría construir toda una calle de la ciudad. Tampoco he menospreciado por
orgullo las cosas materiales. Nunca. Durante los primeros años no me había ni
atrevido a pensar que con mis libros podría ganar dinero o tal vez incluso
vivir de los beneficios que generarían. Y ahora, de repente, me aportaban sumas
imponentes, cada vez más cuantiosas, que parecía que me librarían para siempre-
quién podía prever nuestra época?-de todas las preocupaciones. Podía entregarme
generosamente a la vieja pasión de mi juventud: coleccionar obras autógrafas; y
muchas de las más bellas y valiosas de esas magníficas reliquias hallaron en mi
casa un refugio afectuosamente protector. A cambio de las obras que había
escrito, bastante efímeras (aunque no en el sentido peyorativo de la palabra),
podía conseguir manuscritos de obras inmortales: de Mozart, Bach y Beethoven,
de Goethe y Balzac. Sería, pues, ridículo por mi parte pretender que el
inesperado éxito público me había dejado indiferente o que quizás incluso lo
rechazaba. Pero soy sincero cuando digo que me alegré del éxito
sólo en tanto que se refería a mis libros y a mi nombre literario y que, en
cambio, me resultaba molesto cuando se traducía en curiosidad por mi persona
física. Desde muy pequeño nada en mí había sido más fuerte que el deseo
instintivo de ser libre e independiente. Y me di cuenta de que la publicidad
fotográfica coarta y desfigura la libertad de muchas personas. Además, lo que
había empezado como una afición amenazaba con tomar la forma de una profesión e
incluso de una empresa. El correo me traía diariamente montones de cartas,
invitaciones, citaciones y consultas a las que debía responder y, si me iba de
viaje un mes, a la vuelta tenía que perder dos o tres días retirando-como quien
quita nieve con una pala-la montaña de correspondencia acumulada y volver a
poner en orden la «empresa». Sin querer, la comercialización de mis libros me
había llevado a una especie de negocio que exigía orden, control, meticulosidad
y habilidad para dirigirlo como es debido: un conjunto de virtudes muy
respetable que por desgracia no se avenían con mi modo de ser y amenazaban muy
peligrosamente mi pura y despreocupada actividad meditativa y soñadora. Por
ello, cuanto más me pedían que participara en conferencias y asistiera a actos
oficiales, más me retraía, y nunca he podido superar ese temor casi patológico
a tener que responder de mi nombre con mi persona. Todavía hoy una fuerza
completamente instintiva me empuja a situarme en la última fila, la más
discreta, de una sala, en un concierto o en un teatro, y nada me resulta más
insoportable que el tener que exhibir mi rostro en una tarima o en cualquier
otro lugar expuesto a la vista de un público; para mí el anonimato, en todas
sus formas, es una necesidad. Ya de niño no alcanzaba a comprender a los
escritores y artistas de la generación anterior que querían hacerse ver por la
calle exhibiendo chaquetas de terciopelo y ondeantes cabelleras largas, con
rizos caídos sobre la frente, como mis venerados amigos Arthur Schnitzler y
Hermann Bahr, o con barbas y bigotes chillones e indumentarias extravagantes.
Estoy convencido de que cualquier forma de dar a conocer el aspecto físico
induce inconscientemente a la persona a vivir su propio «yo» como «el hombre
del espejo», por utilizar la expresión de Werfel, a adoptar un cierto estilo en
cada gesto, y con este cambio en la conducta exterior se suele perder la
cordialidad, la libertad y la tranquilidad del carácter interior. Si ahora
pudiera volver a empezar, trataría de saborear doblemente, como quien dice,
esas dos situaciones afortunadas, la del éxito literario y la del anonimato
personal, publicando mis obras con otro nombre, uno inventado, un seudónimo;
porque si la vida ya de por sí es encantadora y llena de sorpresas, ¡cómo lo
será una vida doble! FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO XIV STEFAN ZWEIG OCASO La década de 1924 a 1933-siempre la recordaré con
gratitud-fue una época relativamente tranquila para Europa, antes de que aquel
hombre pusiese a nuestro mundo patas arriba. Precisamente porque había sufrido
tantas conmociones, nuestra generación recibió la paz relativa como un regalo
inesperado. Todos teníamos la sensación de que íbamos a recuperar la felicidad,
la libertad y la concentración espiritual que los años nefastos de la guerra y
de la posguerra habían arrebatado a nuestras vidas; aunque trabajábamos más, no
por ello vivíamos agobiados; viajábamos, ensayábamos, volvíamos a descubrir
Europa, el mundo. La gente jamás viajó tanto como en aquellos años. ¿Se
trataba acaso de la impaciencia de los jóvenes que, tras haberse visto aislados
los unos de los otros, desean resarcirse de todo lo que se han perdido durante
ese aislamiento? ¿Presentían acaso que era necesario huir de la estrechez antes
de que las puertas se volvieran a cerrar? Yo también viajé mucho en aquella
época, aunque eran viajes muy distintos a los que había hecho en mi juventud,
pues ya no era forastero en otros países, en todas partes tenía amigos,
editores, un público; ya no llegaba como el viajero curioso y anónimo de antes,
sino como autor de mis libros, cosa que tenía muchas ventajas. Con más
capacidad de influencia y eficacia, podía hacer propaganda de lo que desde
hacía años se había convertido en la idea fundamental de mi vida: la unión
espiritual de Europa. En este sentido di conferencias en Suiza y Holanda, hablé
en francés en el Palais des Arts de Bruselas, italiano en Florencia, en la
histórica Sala del Dugento donde se habían sentado Miguel Ángel y Leonardo;
inglés en América, en un lecture tour desde el Atlántico hasta el Pacífico. Era
una manera de viajar distinta: ahora, en todos los lugares veía a los mejores
hombres de cada país como a camaradas y sin tener que buscarlos; hombres a los
que en mi juventud había mirado con respeto y veneración y a los que nunca me
habría atrevido a escribir una sola línea se habían convertido en amigos. Tenía
vía libre para entrar en los círculos que, por regla general, permanecían
altivamente cerrados a los extraños: vi los palais del Faubourg St. Germain,
los palazzi de Italia, muchas colecciones privadas; en las bibliotecas no tenía
que hacer cola delante de un mostrador para poder sacar libros, sino que sus
directores en persona me enseñaban los tesoros escondidos; fui huésped de los
anticuarios en el país de los millonarios del dólar, como el doctor Rosebach,
ante cuyas tiendas los pequeños coleccionistas pasaban lanzando miradas
tímidas. Por primera vez tuve la ocasión de echar un vistazo al llamado mundo
«superior» y, con él, disfrutar de la comodidad y el placer de no tener que
pedir permiso a nadie para entrar, sino que todo me era dado. Pero ¿acaso vi
mejor el mundo de esta manera? No cesaba de añorar los viajes de mi juventud,
cuando no me esperaba nadie y, debido a mi aislamiento, todo parecía
misterioso; de modo que tampoco quise renunciar a mi manera de viajar de antes.
Así, cuando llegué a París me abstuve de comunicarlo el mismo día aun a mis
mejores amigos, tales como Roger Martin du Gard, Jules Romains, Duhamel y
Masereel. Antes que nada quería deambular por las calles, igual que cuando era
estudiante: sin obstáculos y sabiendo que nadie me esperaba. Visité los viejos
cafés y las pequeñas fondas de antaño; me hacía ilusión regresar a mis tiempos
de juventud; de la misma manera, cuando quería trabajar, me iba a los lugares
más absurdos, a villas de provincia como Boulogne, Tirano o Dijon; era fabuloso
ser un desconocido, alojarme en pensiones después de haberlo hecho en hoteles
asquerosamente lujosos, ya dar un paso adelante ya otro atrás, distribuir a
placer luces y sombras. Y aunque más adelante Hitler me arrebató la buena
conciencia de haber vivido una década más como un europeo, actuando de acuerdo
con mi voluntad y ejerciendo la libertad más íntima, ni siquiera él podía ya
volvérmela a confiscar ni destruir. De entre aquellos viajes, sobre todo uno me resultó en
sumo grado emocionante e instructivo: el que hice a la nueva Rusia. En 1914,
poco antes de la guerra, cuando trabajaba en mi libro sobre Dostoievski, ya
tenía previsto ese viaje; pero se había interpuesto entonces la guadaña
sangrienta de la guerra y a partir de aquel momento me retuvieron las dudas. Con
el experimento bolchevique, Rusia se había convertido para todos los
intelectuales en el país más fascinante de la posguerra, admirado con tanto
entusiasmo como fanáticamente combatido, y en ambos casos sin suficiente
conocimiento de causa. Nadie sabía a ciencia cierta-debido por un lado a la
propaganda y por otro a la rabiosa contrapropaganda qué pasaba en aquel país.
Pero sí sabíamos que allí se gestaba algo completamente nuevo, algo que, de
buen grado o por la fuerza, podía resultar determinante para la futura forma de
nuestro mundo. Shaw, Wells, Barbusse, Istrati, Gide y muchos otros habían
viajado hasta allí, unos regresaban entusiasmados, otros decepcionados, y yo no
habría sido un hombre vinculado al mundo del espíritu, interesado en lo nuevo,
si no me hubiese seducido también a mí la perspectiva de hacerme una idea de
primera mano. Mis libros habían tenido allí una difusión extraordinaria, no tan
sólo en la edición completa prologada por Maxim Gorki, sino también en
ediciones pequeñas y baratas, a cuatro kópecs un ejemplar, destinadas a amplios
círculos de población; de manera que podía estar seguro de una buena acogida.
Lo que, sin embargo, aún me retenía era el hecho de que viajar a Rusia en
aquellos momentos significaba en cierto modo ya a priori tomar partido, cosa
que me obligaba a pronunciarme públicamente en uno de los dos sentidos:
reconocimiento o rechazo. Y yo, que en lo profundo de mi ser detestaba todo lo
político y dogmático, me negaba a imponerme a mí mismo un juicio acerca de un
país tan enorme y un problema no resuelto todavía, y todo sin más base que una
ojeada superficial de pocas semanas. Así que a pesar de mi ardiente curiosidad
no me acababa de decidir a viajar a la Unión Soviética. Pero he aquí que a principios de la primavera de 1928
me llegó una invitación para participar-como delegado de los escritores
austriacos-en la celebración del centenario del nacimiento de Lev Tolstói en
Moscú y para pronunciar unas palabras en su honor durante la velada de
homenaje. No tenía ningún motivo para declinar la invitación puesto que mi
visita, gracias a su finalidad exenta de todo partidismo, eludía cualquier
aspecto político. No se podía tomar a Tolstói, el apóstol de la non-violence,
por bolchevique y hablar de él como escritor me correspondía por derecho
notorio, pues se habían difundido miles de ejemplares de mi libro dedicado a su
figura; también me parecía que, desde el punto de vista europeo, era una
demostración importante el que escritores de todos los países se reuniesen para
rendir homenaje al más grande de entre ellos. De modo que acepté, y nunca hube
de arrepentirme de aquella súbita decisión mía. Ya el viaje a través de Polonia
fue toda una experiencia. Vi con qué rapidez es capaz nuestra época de curar
las heridas que ella misma causa. Las mismas ciudades de Galitzia que yo había
conocido en ruinas en 1915 se levantaban nuevas y resplandecientes; me di
cuenta de que diez años, que en la vida de un individuo constituyen un período
de tiempo considerable, en la vida de un pueblo no son más que un abrir y
cerrar de ojos. En Varsovia no se veía ninguna huella de que la hubiesen
atravesado-dos, tres o cuatro veces-ejércitos victoriosos o vencidos. Los cafés
resplandecían de mujeres elegantes. Los oficiales que se paseaban por las calles, esbeltos
y con uniformes a medida, parecían más bien consumados actores de la corte que
interpretaban el papel de soldado. En todas partes se advertía actividad y se
respiraba confianza y orgullo, un orgullo justificado por el hecho de que la
República de Polonia se alzaba con tanto vigor sobre los escombros de los
siglos. Desde Varsovia proseguí el viaje rumbo a la frontera
rusa. El terreno se volvía más llano y arenoso; en cada estación se reunía el
pueblo entero, ataviados sus habitantes con abigarrados trajes típicos, porque
en la época en cuestión no pasaba por aquellas tierras más que un tren de
pasajeros al día en dirección al país prohibido y cerrado, y ver los
resplandecientes vagones de un expreso que unía el mundo del Este con el
occidental era todo un acontecimiento. Finalmente, llegamos a la estación fronteriza de
Negorolie. Por encima de la vía se extendía una tira de tela roja como la
sangre con una inscripción cuyas letras cirílicas yo era incapaz de leer. Me
las descifraron: «¡Proletarios de todos los países, uníos!» Al pasar por debajo
de esa cinta de color rojo ardiente se entraba en el imperio del proletariado,
la Unión Soviética, un mundo nuevo. El tren en que viajábamos, ciertamente, no
tenía nada de proletario. Era un tren de coches cama de la época zarista, más
cómodo y agradable que los trenes de lujo europeos porque era más ancho y
corría más despacio. Era la primera vez que yo viajaba por tierra rusa y, cosa
sorprendente, no me produjo ninguna sensación de extrañeza. Todo me resultaba
curiosamente familiar: la suave melancolía de la estepa vasta y desierta, las
pequeñas isbas y los pueblos con sus campanarios acabados en forma de cebolla,
los hombres de barbas largas, medio campesinos y medio profetas, que nos
saludaban con ancha sonrisa franca y cordial, las mujeres con sus pañuelos
multicolores y sus delantales blancos que vendían levas, huevos y pepinos. ¿De
dónde conocía yo todo aquello? Pues de los maestros de la literatura rusa-de
Tolstói, Dostoievski, Aksákov, Gorki-que nos describen la vida del «pueblo» de
esa manera tan magníficamente realista. Aunque no conocía la lengua creía
comprender lo que decía la gente, aquellos hombres entrañablemente sencillos,
con sus blusones holgados y cómodos, y los jóvenes trabajadores del ferrocarril
que jugaban al ajedrez o leían o charlaban, esa espiritualidad inquieta e
indómita de la juventud que resucita cada vez que resuena un llamamiento a
todas sus fuerzas. No sé si era el amor de Tolstói y de Dostoievski por el
«pueblo» lo que actuaba en mi interior como una evocación, pero lo cierto es
que ya en el tren me embargó un sentimiento de simpatía por el carácter de esas
gentes, ingenuas y enternecedoras, sensatas y reacias al adoctrinamiento. Los quince días que estuve en la Unión Soviética los
pasé en un estado constante de alta tensión. Veía, oía y admiraba, sentía
aversión, entusiasmo e indignación, todo era como una corriente alterna entre
frío y calor. La misma ciudad de Moscú era ya una disonancia: la espléndida
Plaza Roja, con sus murallas y sus torres acabadas en forma de cebolla, era
magníficamente tártara, oriental, bizantina, o lo que es lo mismo, rusa
primitiva, y a su lado, como una horda extraña de gigantes americanos,
edificios altos y modernos, ultramodernos. No cuadraba nada. En las iglesias seguían inmóviles,
ennegrecidos por el humo, los viejos iconos y los altares de los santos,
cuajados de joyas; y cien pasos más allá, yacía en su féretro de cristal el
cuerpo de Lenin, con un traje negro recién teñido (ignoro si en nuestro honor).
Al lado de automóviles relucientes, unos izvozchiks barbudos y zarrapastrosos
fustigaban a sus magros jamelgos con palabras sonoras y cariñosas; la magnífica
y zarista Gran Ópera, donde se celebraba la velada, resplandecía con destellos
pomposos ante un público proletario, y en los suburbios, cual ancianos sucios y
abandonados, se levantaban unas casas viejas y destartaladas que tenían que
apoyarse una contra otra para no desmoronarse. Todo era viejo e indolente desde
hacía demasiado tiempo, todo se había oxidado, y ahora, de golpe, quería
volverse moderno, ultramoderno, supertécnico. Esas prisas daban a Moscú un aire
de ciudad superpoblada, atestada hasta los bordes y caótica en su febril
movimiento. Había gente agolpada en todas partes, en las tiendas, frente a los
teatros, y en todos esos lugares tenía que esperar, pues todo estaba tan
ultraorganizado que nada funcionaba bien; la nueva burocracia, encargada de
imponer el «orden», todavía disfrutaba del placer de llenar formularios y
expedir permisos, con lo cual lo atrasaba todo. La gran velada, que debía
empezar a las seis, empezó a las nueve y media; cuando, muerto de cansancio,
salí de la Ópera a las tres de la madrugada, los oradores, impertérritos, aún
seguían hablando; a todas las recepciones, a todas las citas, los europeos
llegaban una hora antes. El tiempo se escurría entre los dedos y, a pesar de
ello, cada segundo estaba cuajado de algo que mirar, observar, discutir; había
una especie de fiebre en todo aquello y se notaba cómo, poco a poco, se
apoderaba de uno esa misteriosa inflamación del alma rusa y ese deseo indomable
de exteriorizar en seguida los sentimientos y las ideas que ardían en su
interior. Sin saber por qué ni para qué, nos sentíamos todos ligeramente
exaltados; era algo que se respiraba en aquel ambiente, inquieto y nuevo; a lo
mejor ya empezaba a gestarse dentro de nosotros un alma rusa. Había muchas cosas espléndidas, sobre todo Leningrado,
esa ciudad tan genialmente concebida por unos príncipes audaces que
resplandecía con sus maravillosas avenidas y sus magníficos palacios al tiempo
que mostraba el deprimente San Petersburgo de las «noches blancas» y de
Raskólnikov. Era imponente el Ermitage einolvidable su interior, donde, en
grupos, gorra en mano tan respetuosamente como antaño ante sus iconos, los
obreros, los soldados y los campesinos recorrían con sus pesadas botas los
antiguos salones imperiales y contemplaban los cuadros con secreto orgullo:
ahora todo esto es nuestro y aprenderemos a comprender estas cosas. Los maestros
conducían a niños mofletudos a través de las salas, los comisarios de arte
explicaban la obra de Rembrandt y de Ticiano a campesinos que los escuchaban un
tanto cohibidos: cada vez que se les indicaba un detalle, levantaban
tímidamente la mirada bajo sus gruesos párpados. Tanto en éste como en todos
los demás casos, ese esfuerzo puro y honrado de sacar al «pueblo» del
analfabetismo de la noche a la mañana y llevarlo directamente a la comprensión
de Beethoven y de Vermeer encerraba un cierto toque de ridículo, pero ese
esfuerzo de unos por volver comprensibles de buenas a primeras aquellos valores
supremos, y el de los otros, por comprenderlos, estaba lleno de impaciencia por
las dos partes. En las escuelas, a los alumnos se les hacía pintar cosas absurdas
y extravagantes y en los bancos de niñas de doce años se veían obras de Hegel y
de Sorel (a quien a la sazón ni yo mismo conocía); cocheros que aún no sabían
leer del todo tenían libros en las manos, simplemente porque eran eso: libros,
y libros quería decir «instrucción», es decir, el honor y el deber del nuevo
proletariado. Ay, cuántas veces se nos escapaba una sonrisa cuando nos
enseñaban unas fábricas mediocres y esperaban que nos quedásemos maravillados
como si nunca hubiéramos visto nada parecido en Europa o en América;
«eléctrica», me dijo orgulloso un obrero, señalándome una máquina de coser y
mirándome con la esperanza de que me deshiciera en admiraciones. Como el pueblo
veía todos esos ingenios técnicos por vez primera, creía que los habían concebido
e inventado la Revolución y los «padres» Lenin y Trotski. Así que, aunque
divertidos por dentro, sonreíamos llenos de admiración y nos quedábamos
maravillados. «Qué niño más grande, inteligente y bondadoso es esta Rusia»,
pensaba yo cada vez y me preguntaba si realmente aprendería tamaña lección con
la rapidez que se había propuesto. ¿Seguirá desarrollándose este plan o se
estancará y acabará desembocando en el viejo oblomovismo ruso? Por momentos
estaba uno lleno de confianza y al cabo de una hora desconfiaba. A medida que
iba viendo yo más cosas, menos comprendía. Pero ¿estaba esa disensión dentro de mí o más bien se
cimentaba en la manera de ser rusa? ¿Acaso no se encontraba incluso en el alma
de Tolstói, a quien habíamos ido a homenajear? Durante el viaje en tren a
Yásnaia Poliana, hablé de ello con Lunacharski: -¿Qué fue Tolstói en
realidad?-me preguntó Lunacharski-. ¿Un revolucionario o un reaccionario?
¿Acaso él mismo lo sabía? Como buen ruso, lo quería todo demasiado deprisa,
pretendía cambiar el mundo entero en un abrir y cerrar de ojos después de miles
de años. Como nosotros-añadió sonriendo-, y con una sola
fórmula, exactamente igual que nosotros. No se nos comprende bien cuando se dice que los rusos
somos pacientes. Lo somos en lo tocante a nuestro cuerpo e incluso a nuestra
alma. Pero en cuanto al pensamiento, somos más impacientes que cualquier otro
pueblo, siempre queremos saber todas las verdades, «la» verdad, y en seguida.
¡Cómo se torturó el viejo a causa de eso! En efecto, cuando visité la casa de
Tolstói en Yásnaia Poliana, en ningún momento dejé de sentir aquel «¡Cómo se
torturó el viejo a causa de eso!». Allí estaba la mesa de despacho en que había
escrito sus obras inmortales y que había abandonado para hacer zapatos en la
miserable pieza de al lado. Allí estaban la puerta y la escalera por donde
había querido huir de aquella casa, del dilema de su existencia. Allí estaba el
fusil con el que había matado a enemigos en la guerra, él, que era enemigo de
todas las guerras. Todo el problema de su existencia se me hizo patente y
palpable en aquella casa señorial baja y blanca; pero su tragedia quedó
maravillosamente apaciguada luego por el camino a su último lugar de reposo. Y es que no he visto en Rusia nada tan grandioso y
conmovedor como la tumba de Tolstói. Se halla este lugar de peregrinaje en un
paraje apartado y solitario incrustado en el bosque. Un sendero estrecho
conduce hasta el túmulo, que no es más que un cuadrado de tierra amontonada que
nadie cuida ni vigila, excepto la sombra que sobre él proyectan unos cuantos
árboles altísimos. Según me contó su nieta ante la tumba, los había plantado el
propio Tolstói. Su hermano Nikolái y él de pequeños habían oído decir a una
mujer de pueblo que el trozo de tierra donde se plantan árboles se convierte en
un lugar de felicidad. Y así, medio jugando, plantaron unos cuantos brotes.
Sólo mucho más tarde, ya anciano, se acordó de aquella promesa maravillosa y
acto seguido manifestó su deseo de ser enterrado bajo aquellos árboles que él
mismo había plantado. Todo se hizo de acuerdo con su voluntad y su tumba se
convirtió en la más impresionante del mundo gracias a su conmovedora sencillez.
Un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque, sombreado por unos árboles
en flor... Nulla crux, nulla corona! Ninguna cruz, ninguna lápida, ningún
epitafio. El gran hombre que, como ningún otro, había sufrido por su nombre y
por su fama, fue enterrado anónimamente, igual que un vagabundo encontrado por
casualidad o un soldado desconocido. Nadie se ve privado de acercarse a su
tumba; la pequeña valla de madera que la rodea no está cerrada. Nada guarda la
quietud de aquel hombre inquieto, salvo el respeto de los hombres. Mientras
que, por lo general, la curiosidad los empuja a apiñarse ante la suntuosidad de
una sepultura, aquí, la contundente sencillez aleja a toda fisgonería. El
viento sopla como palabra de Dios sobre la tumba del hombre anónimo; ninguna
voz más; se podría pasar por delante de ella sin saber otra cosa sino que allí
yace alguien, un ruso enterrado en tierra rusa. Ni la cripta de Napoleón bajo
el arco de mármol de los Inválidos ni el sepulcro de Goethe en el panteón de
los príncipes ni ninguno de los monumentos funerarios de la abadía de
Westminster impresionan tanto con su aspecto como esta tumba conmovedora en su
anonimato, magnífica en su silencio, perdida en medio del bosque y rodeada tan
sólo por el susurro del viento; sin mensaje alguno, sin palabras. Había pasado quince días en Rusia y seguía
experimentando aquella tensión interior, aquella niebla que envolvía una ligera
embriaguez espiritual. ¿Qué era, en realidad, lo que tanto me excitaba? No
tardé en descubrirlo: eran las personas y la cordialidad espontánea que
desprendían. Todas ellas, desde la primera hasta la última, estaban convencidas
de que participaban en una gran causa que afectaba a toda la humanidad,
profundamente convencidas de que las privaciones y restricciones que padecían
las tenían que sufrir por mor de una misión superior. El viejo sentimiento de
inferioridad respecto a Europa se había convertido en un orgullo embriagador de
llevar ventaja, de haberse adelantado a todo el mundo. Ex oriente lux: de ellos
venía la salvación; así lo creían sincera y honradamente. Ellos habían visto
«la» verdad y a ellos correspondía llevar a cabo aquello que los otros apenas
si soñaban. Cuando enseñaban algo, por insignificante que fuera, les brillaban
los ojos: «Lo hemos hecho nosotros.» Y ese «nosotros» representaba a todo el
pueblo. El cochero que nos llevaba nos señalaba con su látigo un edificio
moderno cualquiera y una ancha sonrisa le iluminaba la cara: «Lo hemos
construido nosotros.» Tártaros y mongoles se nos acercaban en los locales de
estudiantes para enseñarnos, orgullosos, sus libros: «¡Darwin!», decía uno.
«¡Marx!», decía otro. Y estaban tan orgullosos de esos libros como si los
hubiesen escrito ellos mismos. Incansables, no cesaban de apiñarse en torno a
nosotros para enseñarnos o contarnos cosas; estaban agradecidos porque alguien
había ido a contemplar «su» obra. Todos-¡años antes de Stalin!-tenían una
confianza infinita en los europeos; nos obsequiaban con miradas leales y
bondadosas y nos estrechaban la mano con fuerza y fraternidad. Pero incluso los
más humildes demostraban que, si bien nos querían, no sentían «respeto», porque
todos éramos hermanos, tovarischi, camaradas. Otro tanto ocurría entre los
escritores. Nos reuníamos en la casa que había pertenecido a Aleksandr Herzen,
no tan sólo europeos y rusos, sino también tunguses, georgianos y caucasianos,
pues todos los Estados Soviéticos habían enviado sendos delegados al homenaje
de Tolstói. Con la mayoría de ellos no había manera de entenderse y, sin
embargo, nos entendíamos. De vez en cuando se levantaba uno, se te acercaba,
nombraba el título de un libro que habías escrito, señalaba hacia su corazón
como para decir «me gusta mucho» y después te cogía la mano y te la estrechaba
como si quisiese romperte todos los huesos. Y algo más emotivo aún: cada uno
traía un regalo. Corrían malos tiempos todavía y aquella gente no tenía nada de
valor; aun así todos aportaron algún objeto para que tuviésemos un recuerdo: un
grabado antiguo y sin valor, un libro que no sabían leer, una talla rústica.
Yo, por supuesto, lo tenía más fácil pues podía corresponder con cosas
preciosas que Rusia no había visto en años: una hoja de afeitar Gillette, una
estilográfica, unos cuantos pliegos de papel blanco de buena calidad, un par de
blandas zapatillas de cuero; de manera que regresé a casa muy ligero de
equipaje. Lo que más nos embargaba era precisamente esa cordialidad muda y, al
mismo tiempo, impulsiva, esa amplitud y ese calor humano que allí se percibían
a cada paso y que son tan desconocidos entre nosotros, pues aquí jamás se
llegaba hasta el pueblo; toda reunión con aquellas personas constituía una
seducción peligrosa a la que se han rendido muchos escritores extranjeros que
habían visitado Rusia. Como se veían agasajados como nunca y queridos por la
masa auténtica, se creían en la obligación de elogiar al régimen bajo el cual
eran tan leídos y amados: es propio de la naturaleza humana responder a la
generosidad con generosidad, al exceso con exceso. Debo confesar que en Rusia,
en más de una ocasión, estuve a punto de volverme laudatorio y de entusiasmarme
con el entusiasmo. Si no sucumbí a esta embriaguez mágica, no fue gracias
a mi fuerza interior sino más bien a un desconocido cuyo nombre ignoro y nunca
conoceré. Fue después de una fiesta de estudiantes. Me habían rodeado, abrazado
y estrechado las manos. Contagiado de su entusiasmo, contemplaba contento y
feliz sus rostros animados. Cuatro, cinco, todo un grupo me acompañó a casa y
la intérprete que me habían asignado me lo traducía todo. Sólo cuando cerré la
puerta de mi habitación de hotel me quedé realmente solo, solo por primera vez
después de doce días, en los que siempre había ido acompañado, arropado,
llevado por cálidas olas. Empecé a desnudarme y me quitaba la chaqueta cuando
oí un crujido. Metí la mano en el bolsillo. Era una carta. Una carta escrita en
francés pero que no me había llegado por correo, sino que alguien debía de
haber deslizado hábilmente en mi bolsillo entre tantos abrazos y apretones de
mano. Sin firma, era una carta muy sensata y humana; no
estaba escrita ciertamente por un ruso «blanco», pero sí rebosaba irritación
ante la creciente limitación de la libertad en los últimos años. «No crea todo
lo que le dicen-me escribía el desconocido-. No olvide que, a pesar de todas
las cosas que le enseñan, dejan de enseñarle otras muchas. No olvide que las
personas que hablan con usted, por lo general no le cuentan lo que les gustaría
contarle sino sólo aquello que se les permite decir. Nos vigilan a todos,
incluido usted. Su intérprete informa de todo lo que se dice. Su teléfono está
interceptado y controlados todos sus pasos.» Me daba una serie de detalles y
ejemplos que yo no podía comprobar. Quemé la carta, siguiendo las instrucciones
de su autor. «No se limite a romperla, pues recogerían los trozos de su
papelera y la reconstruirían.» Y por primera vez me puse a reflexionar sobre
todo eso. ¿No era un hecho real que en medio de tanta
cordialidad sincera, de toda aquella espléndida camaradería, no había tenido ni
una sola ocasión de hablar con alguien en privado y con libertad? El
desconocimiento de la lengua me había impedido ponerme en contacto real con la
gente del pueblo, y, además, ¡qué pequeña era la parte de aquel imperio
inabarcable que yo había visto en aquellos quince días! Si quisiese ser sincero
conmigo mismo y con los demás, tendría que admitir que mis impresiones, por más
interesantes y atractivas que fuesen en muchos de sus detalles, no podían tener
validez objetiva. Por eso mismo, mientras que casi todos los escritores
europeos que regresaban de Rusia en seguida publicaban un libro de afirmación
entusiasta o de negación exasperada, yo no escribí más que unos pocos
artículos. E hice bien absteniéndome, pues al cabo de tres meses muchas cosas
habían cambiado tanto que ya no se parecían a lo que yo había visto, y al cabo
de un año, los hechos habrían desmentido lo que yo hubiera escrito. Aun así,
fue en Rusia donde sentí y experimenté, como en ningún otro momento de mi vida,
la fuerza de la corriente de nuestra época. En el momento de partir de Moscú mis maletas estaban
bastante vacías. Había repartido todo aquello de lo que me podía desprender y
tan sólo me llevaba dos iconos, que más tarde han adornado mi habitación
durante largo tiempo. Pero lo más valioso que me llevaba era la amistad de
Maxim Gorki, a quien había conocido en Moscú por vez primera personalmente. Uno o dos años más tarde lo volví a ver en Sorrento,
adonde se había tenido que desplazar a causa de su salud quebrada, y allí, como
huésped suyo, pasé en su casa tres días inolvidables. A decir verdad, aquel encuentro nuestro fue de lo más
singular. Gorki no dominaba ningún idioma extranjero y yo, a mi vez, no sabía
ruso. De acuerdo con todas las leyes de la lógica, habríamos tenido que
permanecer sentados el uno delante del otro sin decir palabra o bien mantener
una conversación a través de un intérprete, labor que habría desempeñado
nuestra admirada amiga, h baronesa María Budberg. Pero no por casualidad era
Gorki uno de los narradores más geniales de la literatura universal; para él,
narrar no sólo era una forma de expresión artística sino una emanación funcional
de todo su ser. Narrando vivía en su narración, se transformaba en aquello que
narraba, y yo lo comprendía sin entender la lengua, lo comprendía de antemano
gracias a la plasticidad de su rostro. Mirándolo bien, su aspecto era-y no se
puede decir de otra manera-sólo «ruso». No había nada en sus rasgos que llamase
la atención; a aquel hombre alto y esbelto, con pelo color de paja y pómulos
anchos, se lo podría tomar por un campesino, un cochero, un zapatero remendón o
un bohemio de descuidado aspecto. No era sino «pueblo», la forma primitiva y
concentrada del hombre ruso. En la calle pasaríais distraídamente a su lado y
no notaríais en él nada especial. Sólo cuando se sentara delante de vosotros y
se pusiera a narrar, descubríais quién era. Porque entonces involuntariamente
se convertía en la persona a la que retrataba. Recuerdo una ocasión en que y lo
comprendí todo antes de que me lo tradujesen-describía a un hombre viejo,
encorvado y cansado al que había encontrado una vez, durante uno de sus paseos.
Sin que él se lo propusiera, se le hundió la cabeza, se le encogieron los
hombros y sus ojos, brillantes y de un azul cristalino cuando había empezado,
se volvieron oscuros y fatigados, y la voz, entrecortada. Sin saberlo, se había
transformado en el viejo jorobado. Y cuando contaba algo alegre, no tardaba en
estallar en una franca carcajada; se recostaba relajado y una luz tenue se
posaba en su frente; era un placer indescriptible escucharlo mientras, con
gestos circulares diríase plásticos-, reunía en torno a su persona a hombres y
paisajes. En él todo era sencillo y natural: su manera de andar, de sentarse,
de escuchar, su desbordante alegría. Una tarde se disfrazó de boyar-do, se ciñó
una espada y su aspecto en seguida adquirió aires de nobleza; con las cejas
fruncidas en un gesto imperioso, se puso a andar enérgicamente de un lado a
otro de la estancia, como si estuviera ideando un terrible ucase, y al cabo de
unos instantes, en cuanto se había quitado el disfraz, se echó a reír
infantilmente, como un niño aldeano. Su vitalidad era prodigiosa; vivía, de
hecho, con un pulmón destrozado, contra todas las leyes de la medicina, pero
una voluntad de vivir realmente fantástica, unida a su férreo sentido del
deber, lo mantenía en pie. Cada mañana escribía, con su letra clara y
caligráfica, nuevas páginas de su gran novela; contestaba a centenares de
preguntas que, desde su patria, le dirigían escritores y obreros jóvenes; estar
a su lado significaba para mí sentir, vivir Rusia, no la bolchevique, no la de
antes ni la de hoy, sino la vasta, poderosa y oscura alma del pueblo eterno. En
aquellos años, su decisión interior aún no estaba tomada. Como viejo
revolucionario, había deseado la revolución y había sido amigo personal de
Lenin, pero aún en aquellos días vacilaba ante la idea de entregarse por
completo al Partido, dudaba entre «hacerse pope o papa», como decía, y, sin
embargo, tenía remordimientos de conciencia por no estar con los suyos en
aquellos años en que cada semana era decisiva. Por pura casualidad, en aquellos días fui testigo de
una de esas escenas tan características de la nueva situación rusa, escena que
me reveló todo su dilema. Por primera vez un barco de guerra ruso en viaje de
maniobras había entrado en el puerto de Nápoles. Los jóvenes marineros, que
nunca habían estado en esta metrópoli, se paseaban con sus elegantes uniformes
por la Vía Toledo y sus grandes y curiosos ojos de campesinos no se cansaban de
contemplar tantas cosas nuevas. Al día siguiente, un grupo de ellos decidió
trasladarse a Sorrento con el fin de visitar a «su» escritor. No anunciaron la
visita: dentro de su idea rusa de la fraternidad, encontraban perfectamente
natural que «su» escritor tuviera tiempo para dedicárselo en cualquier momento.
Aparecieron de repente ante su casa, y no se habían equivocado: sin hacerles
esperar, Gorki los invitó a entrar. Ahora bien (el mismo Gorki me lo contó al
día siguiente, riéndose), aquellos jóvenes, para los cuales no existía nada
superior a la «causa», desde el primer momento se mostraron muy severos con su
anfitrión. «¡Cómo puede ser que vivas aquí!-exclamaron en cuanto penetraron en
el bonito y acogedor chalet-. Vives como un auténtico burgués. Y ¿por qué no
vuelves a Rusia?» Gorki se vio obligado a explicárselo todo, hasta el último
detalle, lo mejor que sabía. Pero, en el fondo, aquellos muchachos no eran tan
severos. Simplemente habían querido demostrar que no sentían ningún «respeto»
por la fama y que lo primero que hacían siempre era comprobar la manera de
pensar de las personas. Tomaron asiento sin remilgos, bebieron té, charlaron
con él durante un buen rato y por último, a la hora de despedirse, lo abrazaron
uno tras otro. Gorki contó la escena de una manera sensacional, enamorado de la
libertad y la desenvoltura que caracterizaban el comportamiento de esa nueva
generación y sin mostrarse ofendido ni lo más mínimo por su juvenil franqueza. Cuán distintos éramos nosotros-repetía-. O sumisos o
impulsivos, pero nunca seguros de nosotros mismos. Los ojos le brillaron durante toda la tarde. Y cuando
le dije: Creo que a usted le hubiera gustado regresar a casa con ellos-se quedó
perplejo durante unos instantes y luego me miró fijamente: ¿Cómo lo sabe? Es
verdad, he estado pensando hasta el último momento si no valdría más dejarlo
correr todo, los libros, los papeles, el trabajo, y embarcarme con estos
muchachos para pasar quince días a bordo de su barco con rumbo desconocido. Así
habría sabido de nuevo lo que es Rusia. Lejos de casa, se olvida lo mejor;
ninguno de nosotros ha hecho en el exilio nada que valga la pena. Pero Gorki se equivocaba al decir que Sorrento era un
exilio, pues podía volver a casa cualquier día y, de hecho, fue lo que hizo. No
había sido desterrado con sus libros, con su persona, como Merezhkovski-a quien
encontré en París trágicamente amargado-ni como los que hoy somos, en las
bellas palabras de Grillparzer, «dos extranjeros y ninguna patria», los que
vivimos sin hogar, en medio de lenguas prestadas, llevados por el viento de un
lado para otro. Unos días después, sin embargo, tuve la oportunidad de visitar
en Nápoles a un exiliado de verdad, un hombre muy singular: Benedetto Croce.
Durante décadas había sido guía espiritual de la juventud y, como senador y
ministro, había conocido todos los honores públicos en su país, hasta que su
oposición al fascismo le acarreó un conflicto con Mussolini. Renunció entonces a todos sus cargos y se retiró; pero
ello no fue suficiente para los intransigentes, que querían vencer su
resistencia e, incluso, castigarla si lo consideraban pertinente. Los
estudiantes, que, a diferencia de antaño, hoy se han convertido en todas partes
en tropas de asalto de la reacción, atacaron su casa rompiendo todos los
cristales. Pero aquel hombre bajito y rechoncho, que con sus ojos vivaces y su
perilla puntiaguda parecía más bien un burgués acomodado, no se dejó intimidar.
Se negó a salir del país y se quedó encerrado en su casa protegido por la
muralla de sus libros, a pesar de haber recibido invitaciones de universidades
americanas y extranjeras. Siguió editando su revista Critica con su estilo de
siempre, siguió publicando sus libros y tan poderosa era su autoridad que la
censura, por lo común implacable, se arredró ante él por orden de Mussolini,
mientras que sus discípulos y partidarios fueron completamente eliminados. Para
un italiano e incluso para un extranjero, visitarlo exigía mucho valor porque
las autoridades sabían muy bien que él, dentro de su ciudadela, en sus
habitaciones llenas de libros hasta el techo, hablaba sin ambages. Vivía, por
decirlo así, en un espacio herméticamente cerrado, en una especie de burbuja de
aire, en medio de cuarenta millones de compatriotas. Ese aislamiento hermético
de un individuo en una ciudad de miles de habitantes, en un país de millones de
habitantes, para mí tenía algo de espectral y grandioso al mismo tiempo. Yo aún
no sabía que se trataba de una forma de mortificación espiritual, aunque mucho
más suave que la que más tarde se nos vendría encima a nosotros, y no podía
menos que admirar el vigor y la energía espiritual que aquel hombre ya viejo
conservaba en su lucha diaria. -Es precisamente la resistencia lo que le mantiene
joven a uno. Si hubiese continuado como senador, todo me habría resultado
fácil, y como intelectual me habría vuelto perezoso e inconsecuente ya hace tiempo.
Nada perjudica tanto al intelectual como la falta de resistencia. Desde que estoy solo y ya no tengo a la juventud a mi
alrededor, me veo obligado a volverme joven yo mismo. Pero tuvieron que pasar unos cuantos años más para que
también yo comprendiera que las pruebas son un reto, que la persecución
fortalece y el aislamiento eleva, siempre y cuando no haga trizas una
existencia. Como todas las cosas esenciales de la vida, estos conocimientos no
se aprenden de la experiencia ajena, sino única y exclusivamente del destino
propio. El hecho de que yo jamás haya visto al hombre más
importante de Italia, Mussolini, se debe a mi resistencia a aproximarme a
personalidades políticas; ni siquiera en mi patria, la pequeña Austria, me topé
nunca con ninguno de los líderes políticos (toda una proeza, dicho sea de
paso), ni con Seipel, ni con Dollfuss, ni con Schuschnigg. Y sin embargo,
habría sido mi deber dar personalmente las gracias a Mussolini (quien, según
supe por amigos comunes, era uno de los primeros y mejores lectores de mis
libros en Italia) por la manera espontánea con que me había concedido el
primer-y último-favor que jamás haya pedido yo a un gobernante. La cosa fue así: un buen día recibí una carta urgente
de un amigo de París; una señora italiana quería visitarme en Salzburgo para
hablar de un asunto importante y el amigo me pedía que la recibiera sin
dilación. La señora se presentó al día siguiente y me contó algo realmente
conmovedor. Nacido en el seno de una familia humilde, su marido, que acabó
siendo un médico destacado, había sido criado y educado por Matteotti. Ante el
brutal asesinato de aquel dirigente socialista a manos de los fascistas, la
conciencia mundial, ya bastante cansada, volvió a reaccionar unánimemente
contra un crimen aislado. Toda Europa hervía de indignación. El fiel amigo fue
uno de los seis valientes que se habían atrevido a llevar el ataúd del
asesinado, públicamente, por las calles de Roma; poco después, boicoteado y
amenazado, partió para el exilio. Pero la preocupación por el destino de la
familia Matteotti no le dejaba descansar; en memoria de su benefactor, quiso
sacar de Italia a los hijos de éste y enviarlos al extranjero. En medio de
aquel intento clandestino cayó en manos de espías o agentes provocadores y fue
detenido. Como el volver a sacar a la luz el nombre de Matteotti era molesto
para Italia, un proceso por semejante motivo difícilmente habría arrojado una
sentencia condenatoria para el médico; pero el fiscal hábilmente lo implicó en
otro juicio que se celebraba al mismo tiempo y en el que se dirimía un atentado
con bomba contra Mussolini. Y el médico, que había ganado las condecoraciones
militares más altas en el campo de batalla, fue condenado a diez años de
cárcel. La joven esposa, huelga decirlo, estaba muy afectada.
Algo se tenía que hacer contra aquella sentencia porque su marido no la
sobreviviría. Era preciso reunir a todos los nombres literarios de Europa en
una protesta ruidosa, y me pedía que la ayudara. En seguida le aconsejé que
descartara la vía de la protesta, pues sabía hasta qué punto, desde la guerra,
todas esas manifestaciones habían caído en desuso. Intenté persuadirla de que,
por orgullo nacional, ningún país toleraría que se pusiesen en tela de juicio,
desde fuera, sus decisiones judiciales y le hice ver que la protesta europea en
el caso Sacco y Vanzetti en América había arrojado un resultado más
desfavorable que propicio para los encausados. Encarecidamente le rogué que no
emprendiera acción alguna en este sentido. No habría hecho sino empeorar la
situación de su marido, pues Mussolini jamás ordenaría la conmutación de la
pena-no podría hacerlo aunque quisiera-si tal cosa se le imponía desde fuera.
Pero le prometí, sinceramente emocionado, que haría todo lo posible. Por puro
azar, justo la semana siguiente me disponía a viajar a Italia, donde tenía
amigos bien dispuestos que ocupaban cargos influyentes. A lo mejor ellos
podrían intervenir, silenciosamente, a su favor. Lo intenté el mismo día de mi llegada. Pero también vi
hasta qué punto en las almas se había incrustado el miedo. En cuanto mencioné
aquel nombre, todos se inhibieron. No, no tenían influencia en ese caso. Era
del todo imposible. La misma respuesta de una boca y de otra. Regresé
avergonzado, porque a lo mejor la desdichada mujer creería que yo no lo había
intentado todo. Y era la verdad: no lo había intentado todo. Aún quedaba una
posibilidad: el camino más corto, directo, esto es, escribir al hombre del que
dependía la decisión, a Mussolini. Y así lo hice. Le escribí una carta realmente sincera.
No quería empezar con lisonjas, le dije en la primera línea, y acto seguido
abordé el asunto: que no conocía a aquel hombre ni el alcance de sus acciones,
pero que había visto a su mujer, que sin duda era inocente, pero sobre la cual
también recaería todo el peso del castigo si su marido pasaba todos aquellos
años en la cárcel. De ninguna manera pretendía criticar la sentencia, pero
presumía que a aquella mujer le salvaría la vida el que su marido, en lugar de
cumplir condena en la cárcel, fuera enviado a una de las islas destinadas a
presos, donde se permitía a esposas e hijos vivir con los desterrados. Cogí la carta, dirigida a Su Excelencia Benito
Mussolini, y la eché a mi habitual buzón de correos de Salzburgo. Cuatro días
después me escribió la embajada italiana de Viena diciendo que Su Excelencia
les encargaba darme las gracias y comunicarme que había accedido a mi deseo y,
además, previsto una disminución del tiempo de la condena. Al mismo tiempo me
llegó un telegrama de Italia que confirmaba el traslado solicitado. De un solo
plumazo, Mussolini en persona había satisfecho mi petición, y, en honor a la
verdad, el condenado no tardó mucho en beneficiarse de un indulto. En toda mi
vida, ninguna otra carta me proporcionó tanta alegría y satisfacción, y si hay
algún éxito literario que hoy recuerde más que otros y con especial gratitud,
es éste. Resultaba agradable viajar en aquellos últimos años de
calma. Pero también era grato volver a casa. Una cosa curiosa se había
producido mientras tanto en medio de un silencio absoluto. La pequeña ciudad de
Salzburgo, con sus 40.000 habitantes, que yo había escogido precisamente por su
romántica situación apartada, había experimentado un cambio sorprendente: se
había convertido, en verano, en la capital artística no sólo de Europa sino
también del mundo entero. Max Reinhardt y Hugo von Hofmannsthal, para remediar
la indigencia de actores y músicos, que en verano no tenían trabajo, habían
organizado al aire libre, en la plaza de la catedral, unas cuantas representaciones-sobre
todo aquella célebre de Cada cual-que desde el primer momento atrajeron a
visitantes de las ciudades vecinas; más adelante también lo intentaron con
representaciones de óperas, cada vez mejor hechas, cada vez más perfectas. Poco
a poco el mundo fue fijándose en ellas. Ambiciosos, deseaban estar allí los
mejores directores, actores y cantantes, contentos de tener la oportunidad de
mostrar su arte ante un público internacional y no limitarse a su reducido
círculo local de espectadores. De pronto los festivales de Salzburgo se
convirtieron en una atracción mundial, en una especie, por decirlo así, de
juegos olímpicos del arte de la nueva era en cuyos foros competían, exhibiendo
sus mejores producciones, todas las naciones del mundo. Ya nadie quería
perderse aquellos extraordinarios espectáculos. Reyes y príncipes, millonarios
americanos y estrellas de cine, amantes de la música, artistas, escritores y
esnobs se daban cita en Salzburgo en aquellos últimos años; nunca se había
producido en Europa semejante concentración de perfección dramática y musical
como la que rebosaba aquella pequeña ciudad de la pequeña Austria,
menospreciada durante mucho tiempo. Salzburgo floreció. En verano, se
encontraban en sus calles todos aquellos europeos y americanos que buscaban en
el arte la forma suprema de representación, vistiendo el traje típico de
Salzburgo: pantalones cortos de lino blanco y chaquetas, los hombres, y el
abigarrado «vestido de campesina», las mujeres. La pequeña Salzburgo de repente
se había adueñado de la moda mundial. La gente se peleaba por una habitación de
hotel, la llegada de los automóviles al teatro del festival resultaba tan
fastuosa como antaño el desfile de carruajes al baile de la corte imperial y la
estación del ferrocarril estaba siempre llena a rebosar; otras ciudades
intentaron desviar hacia ellas tamaña corriente de oro, pero no lo
consiguieron. Era Salzburgo, y siguió siéndolo durante toda aquella década, el
centro de peregrinaje artístico de Europa. De manera, pues, que, sin moverme de mi propia ciudad,
de pronto me encontré viviendo en medio de Europa. Una vez más el destino me
había concedido un deseo que yo ni tan siquiera me hubiera atrevido a imaginar,
y nuestra casa del Kapuzinerberg se convirtió en una casa europea. ¿Quién no ha
sido nuestro huésped? Nuestro álbum de visitas podría dar mejor testimonio de
ello que la simple memoria, pero también este libro, junto con la casa y muchas
otras cosas, se lo han quedado los nacionalsocialistas. ¿Con quién no pasamos
allí horas cordiales, mirando desde la terraza el bello y pacífico paisaje, sin
sospechar que justo enfrente, en la montaña de Berchtesgaden, se alojaba el
hombre que habría de destruir todo aquello? Han vivido en nuestra casa Romain
Rolland y Thomas Mann, y escritores como H. G. Wells, Hofmannsthal, Jakob
Wassermann, Van Loon, James Joyce, Emil Ludwig, Franz Werfel, Georg Brandes,
Paul Valéry, Jane Adams, Schlaom Asch y Arthur Schnitzler fueron huéspedes
acogidos como amigos; también lo fueron músicos como Ravel y Richard Strauss,
Alban Berg, Bruno Walter y Bartók, y ¡cuántos más, entre pintores, actores y
eruditos de todas las partes del mundo! ¡Cuántas horas de conversación plácida
y clara nos traía el viento cada verano! Un día subió los escarpados peldaños Arturo
Toscanini y en aquel mismo momento nació una amistad que me enseñó a amar y a
disfrutar de la música mucho más que antes, y con mucho más conocimiento. Más
tarde, y durante años, fui el invitado más fiel a sus ensayos y en cada uno de
ellos fui testigo de su apasionada lucha por arrancar esa perfección que
después, en los conciertos públicos, parece tan prodigiosamente natural (en
cierta ocasión intenté describir en un artículo esos ensayos que representan
para todo artista el estímulo más ejemplar para no desistir hasta lograr la
corrección suprema). Vi espléndidamente confirmada la máxima de Shakespeare
según la cual «la música es el alimento del alma» y al asistir a la competición
de las artes bendije el destino que me había concedido la gracia de poder
trabajar en unión permanente con ellas. ¡Cuánta riqueza y qué colorido
contenían aquellos días de verano en que el arte y un paisaje privilegiado se
enaltecían mutuamente! Y cada vez que, mirando atrás, evocaba la imagen de
aquella pequeña ciudad-gris, decaída y oprimida-justo después de la guerra y
recordaba nuestra casa donde, temblando de frío, combatíamos la lluvia que
entraba por el techo, me daba cuenta de lo que habían significado para mi vida
aquellos benditos años de paz. Se podía volver a creer en el mundo, en la
humanidad. Muchos huéspedes famosos y bienvenidos visitaban
nuestra casa en aquellos años, pero también en las horas de soledad se apiñaba
a mi alrededor un círculo mágico de figuras eminentes cuyas sombras y pisadas
poco a poco he conseguido evocar: en mi ya mencionada colección de autógrafos
se habían reunido, a través de su escritura, los maestros más grandes de todos
los tiempos. Lo que había empezado como una afición de quinceañero, aquel
simple ramillete de objetos, con el paso de los años se había
convertido-gracias a una experiencia mucho mayor, a medios más abundantes y,
sobre todo, a una pasión aún más intensa-en todo un producto orgánico y hasta
puedo decir que en una auténtica obra de arte. En los inicios, como todo principiante,
tan sólo había intentado reunir nombres, nombres famosos; luego, llevado por
una curiosidad psicológica, me limité exclusivamente a coleccionar manuscritos:
originales enteros o aquellos fragmentos de obras que me permitiesen formarme
una idea de cómo trabajaban mis maestros favoritos. Entre los numerosos enigmas
del mundo, el más profundo e inexpugnable sigue siendo el misterio de la
creación. En este ámbito la naturaleza no se deja subyugar; jamás revelará ese
ingenio supremo que da origen al mundo, que permite que nazca una flor, una
poesía o un hombre. Despiadada e indiferente, ha corrido el velo. Ni siquiera
el poeta, ni el músico, podrán explicar a postetiori el instante de su
inspiración. Una vez concluida la creación, el artista ignora por completo su
origen, desarrollo y evolución. Nunca, o casi nunca, es capaz de explicar cómo las
palabras, al elevar su sentido, se han unido en una estrofa, cómo unos sonidos
aislados han engendrado melodías que luego resuenan durante siglos. Lo único
que puede brindarnos una idea de ese proceso incomprensible de creación son las
páginas manuscritas, sobre todo las no destinadas a la imprenta, los primeros
borradores aún inciertos y sembrados de correcciones a partir de los cuales se
va cristalizando poco a poco la futura forma definitiva. Reunir esas páginas de
todos los grandes poetas, filósofos y músicos, todas esas correcciones que
constituían el testimonio de su lucha creadora, ocupó mi segunda y más sapiente
época de coleccionista. Para mí era un placer ir por las subastas a la caza de
ese material, encontrar su pista en los lugares más recónditos constituía un
esfuerzo que acometía de buen grado al tiempo que era una especie de ciencia,
pues poco a poco, junto a mi colección de autógrafos, se fue formando otra, que
abarcaba todos los libros que se habían escrito sobre aquellos autógrafos y
todos los catálogos referentes a ellos que se habían publicado, en total unos
cuatro mil volúmenes, toda una biblioteca selecta sin precedente y sin rival,
ya que ni los mismos libreros podían dedicar tanto tiempo y amor a una materia
específica. Puedo decir-cosa que jamás me atrevería a hacer respecto a la
literatura o a cualquier otro ámbito de la vida-que a lo largo de aquellos
treinta o cuarenta años de coleccionista me convertí en la primera autoridad en
el campo de los manuscritos y que sabía dónde se hallaba cada hoja importante,
a quién pertenecía y cómo había llegado a manos de su propietario; de modo que
llegué a ser un auténtico especialista que podía determinar a primera vista la
autenticidad de un documento y en cuanto a su valoración, era más experto que
la mayoría de los profesionales. Pero poco a poco mi ambición de coleccionista fue
extendiéndose. Ya no me conformaba tan sólo con poseer una galería de manuscritos
de la literatura universal y de música, ese espejo de los mil tipos de métodos
de creación; ya me había dejado de seducir la mera ampliación de la colección y
dediqué los diez últimos años de mi actividad a perfeccionarla sin cesar. Si en
un principio me bastaba con conseguir páginas de un poeta-o de un músico-que lo
definieran en uno de sus momentos de creación, paso a paso mis esfuerzos fueron
encaminándose a representarlo en su instante creativo supremo. De ahí que ya no
buscase tan sólo el manuscrito de una de las poesías de un poeta, sino el de
una de sus mejores obras, a ser posible una de esas poesías que, desde el
momento en que la inspiración había encontrado por vez primera un sedimento
terrenal-en tinta o en lápiz-, alcanza la eternidad. En la reliquia de su
letra, quería arrancar a los inmortales-¡osada pretensión!- precisamente
aquello que los había hecho inmortales para el mundo. De manera que la colección estaba sometida a una
fluctuación constante; las hojas en mi poder que menos valor tenían para ese
cometido tan exigente las descartaba todas, vendiéndolas o intercambiándolas en
cuanto conseguía localizar otras más importantes, más características y-si se
me permite decirlo así-con más contenido de inmortalidad. E inesperadamente, en
muchas ocasiones conseguía mi propósito porque, aparte de mí, había muy pocas
personas que coleccionasen las piezas más importantes con tanto conocimiento de
la materia, tanta tenacidad y, al mismo tiempo, tanta ciencia. Así, llegué a
reunir, primero en una carpeta y luego en una caja protegida con metal y
amianto, manuscritos de obras originales o fragmentos de obras que forman parte
de las muestras más imperecederas de la creación humana. A causa de la vida
nómada que me veo obligado a llevar, no tengo aquí, a mano, el catálogo de
aquella colección, dispersa desde hace tiempo, y tan sólo puedo enumerar al
azar algunas de esas cosas en que, en un momento de la eternidad, se había
encarnado el genio terrenal. Había allí una página de un cuaderno de trabajo de Leonardo,
con observaciones, en escritura invertida, a unos dibujos; la orden del día a
los soldados de Rívoli, redactada por Napoleón en cuatro páginas y con una
letra casi ilegible; las galeradas de toda una novela de Balzac, cada página
convertida en un campo de batalla con miles de correcciones que demostraban con
una nitidez indescriptible la titánica lucha de su autor entre una revisión y
otra (afortunadamente se ha conservado una copia fotográfica para una
universidad americana). Había allí El origen de la tragedia, en una primera
versión desconocida, que Nietzsche había escrito, mucho antes de su
publicación, para su amada Cósima Wagner; una cantata de Bach y el aria de
Alcestes, de Gluck, y una de Handel, cuyos manuscritos musicales son los más
raros de todos. Siempre busqué lo más característico, y por lo general, lo
encontraba: las Canciones gitanas de Brahms, la Barcarola de Chopin, la
inmortal A la música de Schubert, la imperecedera «Dios guarde al emperador»
del Cuarteto del emperador. A veces incluso conseguía ampliar la forma única de
una obra de creación con la reconstrucción de la vida del genio de su creador.
Por ejemplo, de Mozart no sólo tenía una hoja garabateada por la mano de un
niño de once años, sino también, como muestra de su arte liederístico, el
inmortal «Te he traído violetas»; de su música bailable, los minuetos que
parafraseaban la Non piú andrai de Fígaro, y del mismo Fígaro el aria del
Querubín; y también, en otro orden de cosas, las cartas encantadoramente
indecentes-jamás publicadas con su texto íntegro-dirigidas a su primita, un
canon escabroso y, finalmente, una página que había escrito justo antes de
morir, un aria de Tito. El pliego dedicado a Goethe también era bastante
voluminoso: su primera página correspondía a una traducción del latín que hizo
a los nueve años; la última, una poesía que escribió a los ochenta y dos, poco
antes de morir, y entre ambas, una hoja enorme perteneciente a la obra cumbre
de su creación, un folio de dos caras del Fausto; un manuscrito sobre Ciencias
Naturales, numerosas poesías y, además, dibujos pertenecientes a diferentes
épocas de su vida; de un solo vistazo, en aquellas quince páginas se podía ver
la vida entera de Goethe. En el caso de Beethoven, el más venerado de todos, no
conseguí un retrato tan completo. Al contrario que en el caso de Goethe, en que
tenía como adversario a mi editor, el profesor Kippenberg, en el de Beethoven,
en las subastas tenía que rivalizar con uno de los hombres más ricos de Suiza,
que había reunido un tesoro beethoveniano inigualable. Sin embargo, dejando de
lado un cuaderno de notas de su juventud, el lied "El beso" y
fragmentos de la música de Egmont, logré al menos una representación visual de
un momento clave de su vida, el más trágico, con una perfección tal que ningún
museo del mundo puede ofrecer nada semejante. Gracias a un primer golpe de
suerte, pude adquirir todas las pertenencias de su habitación que sobraron tras
su muerte subastadas, habían sido compradas por el consejero áulico Breuning-,
sobre todo el voluminoso escritorio en cuyos cajones se ocultaban los retratos
de sus dos amantes, la condesa Giulietta Guicciardi y la condesa Erdödy; el
cofrecito del dinero, que hasta el último momento había guardado junto al
lecho; el pequeño pupitre sobre el cual, ya postrado en la cama, había escrito
sus últimas composiciones y cartas; un bucle de su cabello blanco, cortado en
su lecho de muerte; la invitación a las exequias; su última nota referente a la
colada, que había escrito con mano temblorosa; el documento del inventario de
la casa para la subasta y la suscripción de todos sus amigos vieneses a favor
de la cocinera Sali, que se había quedado sin medios de subsistencia. Y como el
azar siempre echa una mano de amigo a un buen coleccionista, poco después de haber
comprado todos aquellos objetos de su cámara mortuoria, tuve la ocasión de
hacerme con los tres dibujos de la cama en que murió. Por las descripciones de
los contemporáneos se sabía que un joven pintor y amigo de Schubert, Josef
Teltscher, había intentado dibujar al moribundo aquel 26 de marzo en que
Beethoven agonizaba, pero el consejero áulico Breuning, que encontraba tal
propósito falto de respeto, lo había echado de la habitación. Los dibujos
desaparecieron por espacio de cien años, hasta que en una pequeña subasta de
Brünn se vendieron a un precio irrisorio docenas de cuadernos que contenían
apuntes de aquel pintor de andar por casa y entre los cuales de pronto
aparecieron aquellos esbozos. Y como una casualidad suele llevar a otra, un día
me llamó un marchante para preguntarme si me interesaba el original de un
dibujo hecho en el lecho de muerte de Beethoven. Le contesté que ya lo tenía,
pero más tarde resultó que el que él me ofrecía era el original de la
litografía de Danhauser, tan famosa después, en que aparecía Beethoven en su
lecho de muerte. Y he aquí cómo, finalmente, conseguí reunir todos los objetos
que conservaban la imagen de aquel último momento, momento memorable y
verdaderamente inmortal. Por supuesto yo no me consideraba el propietario de
esas cosas sino tan sólo su guardián temporal. No me seducía la sensación de
poseerlas, de tenerlas en mi poder, sino el incentivo de reunirlas, de
convertir una colección en una obra de arte. Era consciente de que con aquella
colección había creado algo que, en su conjunto, era mucho más digno de
sobrevivir que mis propias obras. A pesar de las muchas ofertas que recibí,
dudé en confeccionar un catálogo porque me hallaba justo en un momento álgido
del trabajo de organización e, insaciable de mí, a muchos nombres y no menos
obras aún les faltaba la forma perfecta y definitiva. Tenía la firme intención
de legar aquella colección única a una institución que, después de mi muerte,
cumpliese una condición especial, a saber: destinar una suma anual de dinero a
la labor de ir completando la colección con el mismo cariz que yo le había
dado. De ese modo no se quedaría como un conjunto de objetos inmóvil, sino que
sería un organismo vivo que, cincuenta o cien años después de mi muerte, se
seguiría completando y perfeccionando para acabar por convertirse en un todo
cada vez más bello. Sin embargo, se ha demostrado que a nuestra
generación, puesta a prueba tantas y tantas veces, le resulta vetado pensar más
allá de sí misma. Cuando empezó la era de Hitler y me vi obligado a abandonar
mi casa, se acabó el placer que me proporcionaba mi colección, como también la
seguridad de poder conservar algo para siempre. Durante un tiempo aún había
depositado algunos objetos en cajas fuertes y en casas de amigos, pero después siguiendo
las palabras admonitorias de Goethe en el sentido de que museos, colecciones y
arsenales se entumecen si se deja de ampliarlos-tomé la decisión de decir un
adiós definitivo a una colección a la que ya no podía dedicarle más esfuerzos y
desvelos. Como despedida, regalé una parte de ella a la Biblioteca Nacional de
Viena, principalmente aquellas piezas que había recibido, también como regalo,
de mis amigos coetáneos; otra parte la vendí y lo que pasa o ha pasado con el
resto no me preocupa demasiado. En ningún momento me ha producido satisfacción
la cosa creada, sino el proceso de crearla. De modo que no lloro algo que había
tenido, porque en esta época, enemiga de todo arte y de toda colección, si los
perseguidos y expulsados hemos tenido que aprender un arte nuevo, desconocido,
ha sido el de saberse despedir de todo aquello que en otros tiempos había sido
nuestro orgullo y nuestro amor. Y así transcurrieron mis años, trabajando y viajando,
aprendiendo, leyendo, coleccionando y disfrutando de todo ello. Me desperté una
mañana de noviembre de 1931 y tenía cincuenta años. Para el buen cartero de
barba blanca de Salzburgo la fecha resultó un mal día. Como en Alemania había
la buena costumbre de celebrar en los periódicos-con pelos y señales-el
quincuagésimo cumpleaños de un escritor, el viejo tuvo que subir los escarpados
escalones con un imponente fajo de cartas y telegramas. Antes de abrirlos y
leerlos sopesé qué significaba para mí aquel día. Los cincuenta años
representan un cambio; uno mira preocupado hacia atrás, analiza la parte del
camino que ya ha recorrido y se pregunta en silencio si seguirá adelante.
Repasé el tiempo vivido. Como si desde la casa de los Alpes estuviera mirando
la cadena montañosa y la suave pendiente del valle, contemplé retrospectivamente
aquellos cincuenta años y me tuve que confesar que habría sido un crimen no
sentirme agradecido. Al fin y al cabo, me había sido concedido más,
inconmensurablemente más, de lo que yo podía esperar o hubiera confiado en
recibir. El medio a través del cual quería desarrollar y expresar mi
personalidad, la producción poética y literaria, había obtenido un rendimiento
muy superior a cuanto cabía en los sueños más atrevidos de mi infancia. Como
regalo de cumpleaños, la editorial Insel había editado una bibliografía de mis
libros publicados en todas las lenguas, que ya de por sí era un libro; no
faltaba ninguna lengua, ni el búlgaro ni el finés, ni el portugués ni el
armenio, ni el chino ni el marathi. En braille, en taquigrafía, en todos los
alfabetos e idiomas, mis palabras y pensamientos habían llegado a la gente; mi
existencia se había extendido infinitamente más allá del espacio de mi ser. Me
había ganado la amistad personal de muchos de los mejores hombres de nuestra
época, me había deleitado con las interpretaciones más sublimes; había podido
ver y disfrutar de las ciudades eternas, de los cuadros eternos, de los
paisajes más bellos de la tierra. Me había mantenido libre, independiente de
cargos y profesiones, mi trabajo era mi alegría y, más aún, ¡había llevado
alegría a otros! En un momento así ¿acaso podía sucederme algo malo? ¿Qué? Allí
estaban mis libros: ¿podía alguien destruirlos? (Lejos de sospechar nada, así
pensaba en aquellos momentos.) Allí estaban mis amigos: ¿acaso iba a perderlos?
Sin miedo alguno pensaba en la muerte, en la enfermedad, pero no me venía a la
cabeza ni la más remota de las imágenes de lo que aún me estaba reservado por
vivir: el hecho de que me vería obligado a volver a ir de país en país, a
atravesar un mar tras otro, expulsado, perseguido y despojado de la patria, que
mis libros acabarían quemados, prohibidos y proscritos y mi nombre,
estigmatizado en Alemania como el de un criminal, y que los mismos amigos cuyos
telegramas y cartas tenía encima de la mesa palidecerían al toparse conmigo;
que era posible borrar sin dejar rastro todo lo que yo había hecho con
tenacidad a lo largo de treinta o cuarenta años, que toda esa vida, asentada
sobre pilares tan sólidos y en apariencia tan imperturbable como en aquel
momento, podría desintegrarse y que yo, hallándome tan cerca de la cima, podría
verme obligado a empezar de cero, con las fuerzas ya un poco cansadas y el alma
trastornada. Realmente no era el día idóneo para imaginarse cosas tan absurdas
e insensatas. Podía sentirme contento y satisfecho. Me gustaba mi trabajo y por
eso mismo amaba la vida. Estaba a salvo de preocupaciones, pues aun si no
volvía a escribir una sola línea velarían por mí mis libros. Todo parecía
conseguido y el destino, asentado. La seguridad que había conocido en la
primera época de mi vida, en casa de mis padres, y que había perdido durante la
guerra acabé por reconquistarla a fuerza de trabajo. ¿Qué más podía desear? Sin
embargo, cosa rara: justamente el hecho de que en aquel momento no supiera qué desear
me creaba un misterioso estado de desasosiego. ¿Realmente sería tan bueno
preguntaba algo dentro de mí, que no era yo mismo-que tu vida siguiese así, tan
calmada, tan ordenada, tan lucrativa, tan cómoda, sin nuevas pruebas ni
tensiones? ¿No es más bien impropia de ti, de la esencia de tu ser, una
existencia tan privilegiada y perfectamente asentada en sí misma? Paseé
pensativo por la casa, que se había hecho más hermosa en aquellos años, tal y
como yo la quería. Y, sin embargo, ¿habría de vivir en ella para siempre,
sentarme siempre a la misma mesa y escribir libros uno tras otro y cobrar los
derechos de autor y después más derechos de autor, para poco a poco acabar por
convertirme en un señor respetable que debe administrar con decoro y buenas
maneras tanto su nombre como su obra, aislado ya de toda contingencia, toda
tensión y todo peligro? ¿Tendría que seguir siempre así hasta los sesenta, los
setenta años, siempre por un camino recto y llano? ¿No sería para mí
mejor-seguía soñando aquella cosa dentro de mí-que me pasara algo más, algo
nuevo, algo que me volviese más inquieto, más tenso, más joven; que me retase a
una lucha nueva y a lo mejor aún más peligrosa? En todo artista anida un dilema
misterioso: cuando la vida lo obliga a ir febrilmente de un lado para otro él
anhela tranquilidad; pero cuando tiene tranquilidad echa de menos la tensión.
Así, el día de mi cincuenta cumpleaños en el fondo de mi corazón sólo albergaba
un deseo perverso: que sucediese algo capaz de arrancarme otra vez de aquella seguridad
y aquellas comodidades y que me obligase ya no tan sólo a seguir sino a empezar
de cero. ¿Era miedo a la edad, al cansancio, a la pereza? ¿O era un
presentimiento secreto que entonces me hacía anhelar una vida distinta, más
ardua, en beneficio de mi evolución interior? No lo sé. Porque lo que en
aquella hora especial afloraba del crepúsculo del inconsciente no era un deseo
expresado con claridad ni tampoco, huelga decirlo, algo relacionado con la
voluntad despierta. Tan sólo era un pensamiento pasajero que me asaltó como un
soplo de viento, y a lo mejor ni siquiera era mío sino que venía de
profundidades que yo ignoraba. Pero el oscuro e inabarcable poder que gobernaba
los designios de mi vida y que ya me había concedido tantas y tantas cosas que
ni yo mismo me había atrevido a desear, debía haberlo percibido. Y ese poder,
obediente, levantó la mano para aplastar mi vida hasta en sus últimos
fundamentos y para obligarme a edificar otra nueva, del todo diferente, más
ardua y difícil, desde los cimientos y a partir de las ruinas. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO XV STEFAN ZWEIG «INCIPIT» HITLER Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a
los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes
movimientos que determinan su época. Por esta razón no recuerdo cuándo oí por
primera vez el nombre de Adolf Hitler, ese nombre que ya desde hace años nos
vemos obligados a recordar o pronunciar en relación con cualquier cosa todos
los días, casi cada segundo, el nombre del hombre que ha traído más calamidades
a nuestro mundo que cualquier otro en todos los tiempos. Sin embargo, debió de
ser bastante pronto, pues nuestra Salzburgo, situada a dos horas y media de
tren, era como una ciudad vecina de Munich, de modo que los asuntos puramente
locales de allí nos llegaban bastante rápido. Sólo sé que un día-no sabría
precisar la fecha-me visitó un conocido de allá quejándose de que en Munich
volvía a reinar la agitación. Había sobre todo un agitador tremebundo llamado
Hitler que celebraba reuniones con muchas broncas y peleas e incitaba a la
gente del modo más vulgar contra la República y los judíos. Aquel nombre no me decía nada. Y no le presté más
atención, porque a saber cuántos nombres de agitadores y golpistas, hoy ya completamente
olvidados, aparecían en la desbaratada Alemania de entonces para volver a
desaparecer con la misma rapidez: por ejemplo, el del capitán Ehrhardt, con sus
tropas del Báltico; el de Wolfgang Kapp, el de los asesinos del tribunal de la
Santa Vehma; los de los comunistas bávaros, de los separatistas renanos, de los
líderes de los cuerpos de voluntarios. Centenares de pequeñas burbujas como
ésas se mezclaban en la efervescencia general y, cuando estallaban, desprendían
un hedor que delataba claramente el proceso de putrefacción oculto en la herida
todavía abierta de Alemania. También me cayó una vez en las manos aquel
periodicucho del nuevo movimiento nacionalsocialista, el Miesbacher Anzeiger
(del que más tarde nacería el Völkische Beobachter). Pero Miesbach sólo era un
villorrio y el periódico, una cosa vulgar y ordinaria. ¿A quién le importaba?
Pero luego, en las vecinas poblaciones fronterizas de Reichenhall y
Berchtesgaden, adonde yo iba casi todas las semanas, de repente empezaron a
surgir grupos de jóvenes, al principio pequeños pero después cada vez más
numerosos, con botas altas, camisas pardas y brazaletes chillones con la
esvástica. Organizaban reuniones y desfiles, se exhibían por las calles
cantando y vociferando, pegaban enormes carteles en las paredes y las
pintarrajeaban con la cruz gamada. Por primera vez me di cuenta de que detrás
de aquellas bandas surgidas de repente debían de esconderse fuerzas económicas
poderosas o al menos influyentes en otros ámbitos. Aquel hombre solo, Hitler, que
por aquel entonces pronunciaba sus discursos exclusivamente en las cervecerías
bávaras, no podía haber organizado y pertrechado a aquellos miles de rapazuelos
hasta convertirlos en un aparato tan costoso. Debían de ser manos más fuertes
las que impulsaban aquel nuevo «movimiento», porque los uniformes eran
flamantes, las «tropas de asalto», que eran mandadas de una ciudad a otra,
disponían-en unos tiempos de miseria, cuando los verdaderos veteranos del
ejército llevaban uniformes andrajosos-de un sorprendente parque de
automóviles, motocicletas y camiones nuevos e impecables. Era evidente, además,
que algún mando militar preparaba tácticamente a aquellos jóvenes (o, como se
decía entonces, les inculcaba una disciplina «paramilitar») y que tenía que ser
el mismo ejército del Reich-en cuyo servicio secreto desde el principio había
estado Hitler como soplón-quien se ocupaba de darles una instrucción técnica
regular con el material que gustosamente les suministraban. Por casualidad
pronto tuve ocasión de presenciar una de aquellas «operaciones militares»
preparada de antemano. En una de las poblaciones fronterizas, donde se
celebraba una pacífica asamblea socialdemócrata, aparecieron de repente y a
toda velocidad cuatro camiones, cada uno de ellos lleno de mozalbetes
nacionalsocialistas armados con porras de goma y, lo mismo que había visto
antes en la plaza de San Marcos de Venecia, con su celeridad cogieron a la
gente desprevenida. Era el método aprendido de los fascistas italianos, sólo
que a base de una instrucción-militar más precisa y sistemática, al estilo
alemán, hasta el último detalle. A golpe de silbato los hombres de las SA
saltaron como un rayo de los camiones, repartieron porrazos a cuantos
encontraron a su paso y, antes de que la policía pudiera intervenir o los
obreros se pudieran concentrar, ya habían vuelto a subir a los camiones y se
alejaban a toda velocidad. Lo que me dejó boquiabierto fue la precisión técnica
con que habían bajado y subido a los camiones, obedeciendo a un solo silbido
estridente del jefe de grupo. Era evidente que cada uno de aquellos muchachos
sabía de antemano, hasta los tuétanos, qué asidero debía usar, por qué rueda
del camión y en qué lugar debía saltar para no estorbar al siguiente ni poner
en peligro la operación. No se trataba en absoluto de una cuestión de habilidad
personal, sino que cada una de las maniobras debía de haberse ensayado
previamente docenas de veces, quizá centenares, en cuarteles y campos de
instrucción. Desde el principio-y aquella primera experiencia lo demostraba-la
tropa había sido adiestrada para el ataque, la violencia y el terror. Pronto se tuvieron más noticias de aquellas maniobras
clandestinas en el land bávaro. Cuando todo el mundo dormía, los mozalbetes
salían a hurtadillas de sus casas y se reunían para practicar ejercicios
nocturnos «sobre el terreno»; oficiales del ejército, en servicio activo o
retirados, pagados por el Estado o por los capitalistas secretos del Partido,
instruían a esas tropas sin que las autoridades prestaran demasiada atención a
sus extrañas maniobras nocturnas. ¿Dormían o simplemente cerraban los ojos?
¿Consideraban que era un movimiento de poca importancia o a escondidas
fomentaban su expansión? Sea como fuere, incluso los que apoyaban de tapadillo
al movimiento, más tarde se estremecieron ante la brutalidad y la rapidez con
que echó a andar. Una mañana, cuando las autoridades se despertaron, Munich
había caído en manos de Hitler, todas las oficinas públicas habían sido
ocupadas y los periódicos, obligados a punta de pistola a anunciar a bombo y
platillo el triunfo de la revolución. Como caído del cielo (el único lugar
hacia donde había levantado su soñadora mirada la desprevenida República),
había aparecido un dens ex machina, el general Ludendorff, el primero de muchos
que creían que podían driblar a Hitler y que, por el contrario, acabaron
engañados por él. Por la mañana empezó el famoso putsch que habría de
conquistar Alemania; al mediodía, como se sabe (aquí no hace falta dar
lecciones de historia universal), todo había terminado. Hitler huyó y no tardó
en ser detenido. Con esto el movimiento parecía extinguido. Aquel año de 1923 desaparecieron las cruces gamadas y
las tropas de asalto e incluso el nombre de Hitler cayó en el olvido. Ya nadie
pensaba en él como en un factor de poder. No reapareció hasta pasados unos años y entonces la
furiosa oleada de descontento lo elevó en seguida hasta lo más alto. La
inflación, el paro, las crisis políticas y, no en menor grado, la estupidez
extranjera habían soliviantado al pueblo alemán: para el pueblo alemán el orden
ha sido siempre más importante que la libertad y el derecho. Y quien prometía
orden (el propio Goethe dijo que prefería una injusticia a un desorden) desde
el primer momento podía contar con centenares de miles de seguidores. Pero todavía no nos dábamos cuenta del peligro. Los
pocos escritores que se habían tomado de veras la molestia de leer el libro de
Hitler, en vez de analizar el programa que contenía se burlaban de la
ampulosidad de su prosa pedestre y aburrida. Los grandes periódicos
democráticos en vez de prevenir a sus lectores, los tranquilizaban todos los
días diciéndoles que aquel movimiento que, en efecto, a duras penas financiaba
su gigantesca actividad agitadora con el dinero de la industria pesada y un endeudamiento
temerario, se derrumbaría irremisiblemente al día siguiente o al otro. Pero
quizás en el extranjero no se entendió el verdadero motivo por el cual Alemania
había menospreciado y banalizado la persona y el poder creciente de Hitler:
Alemania no sólo ha sido siempre un Estado de clases, sino que, además, dentro
de ese ideal social ha tenido que soportar una veneración exagerada e idólatra
hacia la «formación académica», una veneración que no ha cambiado con los
siglos. Dejando de lado a algunos generales, los altos cargos
del Estado estaban reservados exclusivamente a las llamadas «clases cultas
académicas». Mientras que en Inglaterra un Lloyd George, en Italia un Garibaldi
o un Mussolini y en Francia un Briand procedían realmente del pueblo y de él
habían accedido a los cargos más altos del Estado, para los alemanes era
impensable que un hombre que ni siquiera había acabado los estudios primarios,
por no hablar de una carrera universitaria, alguien que dormía en asilos y
durante años había llevado una vida oscura y precaria de un modo todavía hoy no
esclarecido, pudiese aspirar siquiera a una posición que habían ocupado un
barón von Stein, un Bismarck o un príncipe von Billow. Este orgullo basado en
la formación académica indujo a los intelectuales alemanes, más que cualquier
otra cosa, a seguir viendo en Hitler al agitador de las cervecerías que nunca
podría llegar a constituir un peligro serio, cuando ya desde hacía tiempo,
gracias a sus instigadores invisibles, se había granjeado el favor de poderosos
colaboradores en distintos ámbitos. E incluso aquel mismo día de enero de 1933
en que se convirtió en canciller, la gran masa y los mismos que lo habían
empujado al cargo lo consideraban un simple depositario provisional del puesto
y veían el gobierno del nacionalsocialismo como un mero episodio. Entonces se manifestó por primera vez y a gran escala
la técnica cínicamente genial de Hitler. Durante años había hecho promesas a
diestro y siniestro y se había ganado importantes prosélitos en todos los partidos,
cada uno de los cuales creía poder aprovechar para sus propios fines las
fuerzas místicas de aquel «soldado desconocido». Pero la misma técnica que
Hitler empleó más adelante en política internacional, la de concertar
alianzas-basadas en juramentos y en la sinceridad alemana-con aquellos a los
que quería aniquilar y exterminar, le valió ya su primer triunfo. Sabía engañar
tan bien a fuerza de hacer promesas a todo el mundo, que el día en que llegó al
poder la alegría se apoderó de los bandos más dispares. Los monárquicos de
Doorn creían que sería el pionero más leal del emperador, e igual de exultantes
estaban los monárquicos bávaros y de Wittelsbach en Munich; también ellos lo
consideraban «su» hombre. Los del partido nacional-alemán confiaban en que él
cortaría la leña que calentaría sus fogones; su líder, Hugenberg, se había
asegurado con un pacto el puesto más importante en el gabinete de Hitler y
creía que de este modo ya tenía un pie en el estribo (naturalmente, a pesar del
acuerdo hecho bajo juramento, tuvo que salir por piernas después de las
primeras semanas). Gracias a Hitler, la industria pesada se sentía libre de la
pesadilla bolchevique; por fin veía en el poder al hombre a quien durante años
había financiado a hurtadillas y, a su vez, la pequeña burguesía depauperada, a
la que Hitler había prometido en centenares de reuniones que «pondría fin a la
esclavitud de los intereses», respiraba tranquila y entusiasmada. Los pequeños comerciantes recordaban su promesa de
cerrar los grandes almacenes, sus competidores más peligrosos (una promesa que
nunca se cumplió), y sobre todo el ejército celebró el advenimiento de un
hombre que denostaba el pacifismo y cuya mentalidad era militar. Incluso los
socialdemócratas no vieron su llegada al poder con tan malos ojos como habría
sido de esperar, porque confiaban en que eliminaría a sus enemigos mortales,
los comunistas, que tan enojosamente les pisaban los talones. Los partidos más
diversos y opuestos entre sí consideraban a ese «soldado desconocido»-que lo había
prometido y jurado todo a todos los estamentos, a todos los partidos y a todos
los sectores como a un amigo... Ni siquiera los judíos alemanes se mostraron
demasiado preocupados. Se engañaban con la ilusión de que un ministre jacobin
ya no era un jacobino, de que un canciller del Reich depondría, por supuesto,
la vulgar actitud de un agitador antisemita. Y, por último, ¿podía imponer nada
por la fuerza a un Estado en que el derecho estaba firmemente arraigado, en que
tenía en contra a la mayoría del Parlamento y en que todos los ciudadanos
creían tener aseguradas la libertad y la igualdad de derechos, de acuerdo con
la Constitución solemnemente jurada? Luego se produjo el incendio del
Reichstag, el Parlamento desapareció y Goring soltó a sus hordas: de un solo
golpe se aplastaron todos los derechos en Alemania. Horrorizada, la gente tuvo
noticia de que existían campos de concentración en tiempos de paz y de que en
los cuarteles se construían cámaras secretas donde se mataba a personas
inocentes sin juicio ni formalidades. Aquello sólo podía ser el estallido de
una primera furia insensata, se decía la gente. Algo así no podía durar en
pleno siglo XX. Pero sólo era el comienzo. El mundo aguzó los oídos y se negó
al principio a creerse lo increíble. Pero ya en aquellos días vi a los primeros
fugitivos. De noche habían atravesado las montañas de Salzburgo o el río
fronterizo a nado. Nos miraban hambrientos, andrajosos, azorados; con ellos
había empezado la huida provocada por el pánico ante la inhumanidad que después
se extendería por el mundo entero. Pero viendo a aquellos expulsados, todavía
no me imaginaba que sus rostros macilentos anunciaban ya mi propio destino y
que todos seríamos víctimas del poder de aquel solo hombre. Resulta difícil desprenderse en pocas semanas de
treinta o cuarenta años de fe profunda en el mundo. Anclados en nuestras ideas
del derecho, creíamos en la existencia de una conciencia alemana, europea,
mundial, y estábamos convencidos de que la inhumanidad tenía una medida que
acabaría de una vez para siempre ante la presencia de la humanidad. Puesto que
intento ser tan sincero como puedo, tengo que confesar que en 1933 y todavía en
1934 nadie creía que fuera posible una centésima, ni una milésima parte de lo
que sobrevendría al cabo de pocas semanas. De todos modos, teníamos claro de
antemano que los escritores libres e independientes íbamos a contar con ciertas
dificultades, contrariedades y hostilidades. Justo después del incendio del
Reichstag dije a mi editor que pronto se acabarían mis libros en Alemania. No
olvidaré su estupefacción. -Quién habría de prohibir sus libros?-dijo entonces,
en 1933, todavía muy asombrado-. Usted no ha escrito ni una sola palabra contra
Alemania ni se ha metido en política. Ya lo ven: todas las barbaridades, como la quema de
libros y las fiestas alrededor de la picota, que pocos meses más tarde ya eran
hechos reales, un mes después de la toma del poder por Hitler todavía eran algo
inconcebible incluso para las personas más perspicaces. Porque el nacionalsocialismo,
con su técnica del engaño sin escrúpulos, se guardaba muy mucho de mostrar el
radicalismo total de sus objetivos antes de haber curtido al mundo. De modo que
utilizaban sus métodos con precaución; cada vez igual: una dosis y, luego, una
pequeña pausa. Una píldora y, luego, un momento de espera para
comprobar si no había sido demasiado fuerte o si la conciencia mundial
soportaba la dosis. Y puesto que la conciencia europea-para vergüenza e
ignominia de nuestra civilización-insistía con ahínco en su desinterés, ya que
aquellos actos de violencia se producían «al otro lado de las fronteras», las
dosis fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta tal punto que al final toda
Europa cayó víctima de tales actos. Lo más genial de Hitler fue esa táctica suya
de tantear el terreno poco a poco e ir aumentado cada vez más su presión sobre
una Europa que, moral y militarmente, se debilitaba por momentos. Decidida
desde hacía tiempo, también la acción contra la libre expresión y cualquier
libro independiente en Alemania se llevó a cabo con el mismo método de tanteo
previo. No se promulgó una ley que prohibiera lisa y llanamente nuestros
libros: eso llegaría dos años más tarde; en lugar de ello, por lo pronto se
organizó un pequeño ensayo para saber hasta dónde se podía llegar y se
endosaron los primeros ataques contra nuestros libros a un grupo sin
responsabilidad oficial: los estudiantes nacionalsocialistas. Siguiendo el
mismo sistema con que se escenificaba la «ira popular» para imponer el boicot a
los judíos-decidido desde mucho antes-, se dio una consigna secreta a los
estudiantes para que manifestaran públicamente su «indignación» contra nuestros
escritos. Y los estudiantes alemanes, contentos de cualquier oportunidad para
exteriorizar su mentalidad reaccionaria, se amotinaban obedientemente en todas
las universidades, sacaban ejemplares de nuestros libros de las librerías y,
con tal botín y ondeando banderas, desfilaban hasta una plaza pública. Una vez
allí, y siguiendo la vieja costumbre alemana (la Edad Media volvió a ponerse de
moda rápidamente), los clavaban en la picota, los exponían a la vergüenza
pública (yo mismo tuve unos de esos ejemplares atravesado por un clavo, que un
estudiante amigo mío había salvado después de la ejecución y me había regalado)
o, como por desdicha no estaba permitido quemar personas, los reducían a
cenizas en grandes hogueras mientras recitaban lemas patrióticos. Es verdad
que, después de muchas dudas, Goebbels, ministro de Propaganda, se decidió en
el último momento I. dar su bendición a la quema de libros, pero ésta siempre
constó como una medida semioficial, y nada demuestra tan claramente la poca
identificación que tenía entonces Alemania con estas acciones como el hecho de
que el común de las gentes no sacó ni la más mínima consecuencia de las quemas
y proscripciones llevadas a cabo por los estudiantes. A pesar de la advertencia
a los libreros de que no expusieran ninguno de nuestros libros y a pesar de que
los periódicos ya no los mencionaban, el auténtico público no se dejó influir
en absoluto. Mientras no se castigó su lectura con la cárcel o el campo de
concentración, mis libros seguían leyéndose todavía en el año 1933; y durante
1934, a pesar de todas las trabas y dificultades, se vendió casi el mismo
número de ejemplares que antes. Primero fue necesario que aquel fantástico
decreto «para la protección del pueblo alemán» se convirtiera en ley, ley que
declarase crimen de Estado la impresión, venta y difusión de nuestros libros,
para que nos dejaran de leer los miles y millones de alemanes que todavía hoy
preferirían leernos y acompañarnos fielmente en nuestro ejercicio que leer a
«los poetas de la sangre y la tierra». Para mí fue más un honor que una ignominia el poder
compartir el destino de la aniquilación total de la vida literaria en Alemania
con contemporáneos tan eminentes como Thomas Mann, Heinrich Mann, Werfel,
Freud, Einstein y muchos otros cuya obra considero incomparablemente más
importante que la mía, y cualquier gesto de mártir me repugna hasta el punto de
que sólo a disgusto menciono la circunstancia de haberme visto incluido en el
destino general. Y por extraño que parezca, me correspondió precisamente a mí
el poner en una situación especialmente penosa al nacionalsocialismo e incluso
a Adolf Hitler en persona. De entre todos los proscritos, no fue sino mi figura
literaria la que se convirtió en objeto, y repetidas veces, de la irritación
más furibunda y de unos debates interminables en las más altas esferas de la
villa de Berchtesgaden, de modo que puedo añadir a las cosas agradables de mi
vida la modesta satisfacción de haber disgustado al hombre-de momento-más
poderoso de la época moderna, Adolf Hitler. Ya en los primeros días del nuevo régimen provoqué,
inocentemente, una especie de alboroto. El caso es que se proyectaba entonces
en toda Alemania una película basada en mi narración corta Secreto ardiente,
con el mismo título. Nadie se había escandalizado por ello. Pero he aquí que al
día siguiente del incendio del Reichstag, la culpa del cual los nacionalsocialistas
intentaban-en vano-cargar a los comunistas, la gente se congregó frente a la
cartelera del cine donde se proyectaba Secreto ardiente, guiñándose el ojo,
dándose codazos y riendo. Los de la Gestapo pronto entendieron por qué la gente
se reía de aquel título. Y aquella misma tarde policías en motocicleta
corrieron de un lado para otro prohibiendo la proyección de la película; a
partir del día siguiente, el título de mi pequeña novela desapareció sin dejar
rastro de las carteleras de los periódicos y de todas las columnas de anuncios. Prohibir una palabra que les molestaba e incluso
quemar y destruir todos nuestros libros había sido de todos modos algo bastante
fácil. Hubo un caso, en cambio, en que no pudieron alcanzarme sin perjudicar al
mismo tiempo al hombre que más necesitábamos en aquellos momentos críticos para
el prestigio de la nación alemana ante el mundo, el músico vivo más grande y
más famoso del país, Richard Strauss, junto con el cual yo acababa de escribir
una ópera. Era mi primera colaboración con Richard Strauss.
Antes, desde Electra y El caballero de la rosa, Hugo von Hofmannsthal le había
escrito todos los libretos y yo nunca había conocido personalmente a Richard
Strauss. Tras la muerte de Hofmannsthal, me comunicó a través de mi editor que
quería empezar una nueva obra y preguntaba si yo estaría dispuesto a escribir
el libreto. Consideré un honor un encargo como éste. Desde que Max
Reger había musicado mis primeros poemas, había vivido siempre acompañado de
música y de músicos. Una estrecha amistad me unía a Busoni, á Toscanini, a
Bruno Walter y a Alban Berg. Pero no conocía a ningún compositor de nuestra
época al que estuviera más dispuesto a servir que a Richard Strauss, el último
de la gran generación de músicos alemanes de pura sangre que, desde Handel y
Bach, pasando por Beethoven y Brahms, llega hasta nuestros días. Dije que sí en
el acto y, ya en la primera entrevista, propuse a Strauss como motivo de una
ópera el tema de The silent woman de Ben Johnson. Fue para mí una agradable sorpresa
ver con qué prontitud y clarividencia aceptaba Strauss todas mis propuestas. Nunca habría dicho de él que captara el arte tan
rápidamente, que poseyera conocimientos dramáticos tan sorprendentes. Mientras
le contaba el argumento, él ya le daba forma dramática y lo adaptaba acto
seguido-cosa todavía más sorprendente-a los límites de sus propias capacidades,
que dominaba con una claridad casi fantástica. He conocido a muchos artistas a
lo largo de mi vida, pero a ninguno que supiera guardar una objetividad
respecto de sí mismo tan abstracta y serena. Por ejemplo, desde el primer
momento Strauss me confesó con toda franqueza que era plenamente consciente de
que un músico de setenta años ya no poseía la fuerza original de la
inspiración. Difícilmente conseguiría componer obras como Till Eulenspiegel o
Muerte y transfiguración, precisamente porque la música pura requería el máximo
de la frescura creadora. Pero la palabra seguía inspirándole. Todavía era capaz
de dar forma dramática a algo ya existente, a una materia ya elaborada, porque
nacían en él espontáneamente temas musicales a partir de situaciones y
palabras, y por eso ahora, a una edad tan avanzada, se dedicaba en exclusiva a
la ópera. Sabía muy bien que la ópera como forma artística se había acabado.
Wagner era una cima tan gigantesca que nadie podía superarlo. -Pero yo me las ingenié-añadió con una gran carcajada
bávara-para llegar al otro lado dando un rodeo. Una vez nos hubimos puesto de acuerdo sobre las líneas
básicas, me dio algunas pequeñas instrucciones más. Quería concederme libertad
absoluta, porque a él no le inspiraba un libreto adaptado previamente, al
estilo verdiano, sino una obra poética. Le gustaría que yo intercalara unas
cuantas formas complicadas que dieran al colorido posibilidades de desarrollo. -A mí no se me ocurren melodías largas como a Mozart.
Yo sólo me desenvuelvo bien con temas cortos. Pero luego sí sé invertir un
tema, parafrasearlo, sacarle todo el jugo que contiene, y creo que en eso nadie
es capaz de imitarme hoy en día. Tanta franqueza me desconcertó una vez más, pues es
cierto que apenas se puede encontrar en Strauss una melodía que vaya más allá
de unos cuantos compases, pero también es verdad que estos pocos compases-como
los del vals del Caballero de la rosa-luego se elevan a la categoría de fuga y
se convierten en una plenitud perfecta. Tanto como en aquella primera entrevista, en todas las
demás que la siguieron quedé admirado de la seguridad y la objetividad con que
el viejo maestro se encaraba en su obra consigo mismo. En una ocasión estuvimos
los dos solos en la sala de los festivales de Salzburgo, donde ensayaban a
puerta cerrada su Elena egipciana. No había nadie más en la sala, completamente a
oscuras. Él escuchaba. De repente me di cuenta de que tamborileaba con los
dedos sobre el respaldo de la butaca, suave pero impacientemente. Luego me dijo
al oído: -¡Malo! ¡Muy malo! En este pasaje no se me ocurría nada. Y al cabo de un rato insistió: -¡Ojalá pudiera
suprimirlo. ¡Dios mío, Dios mío, es vacío y demasiado largo! ¡Demasiado largo!
Y después de otro rato: -Lo ve? Esto está bien. Criticaba su obra con tanta objetividad e
imparcialidad como si oyera aquella música por primera vez y hubiera sido
escrita por un compositor completamente desconocido, y ese asombroso sentido de
la propia medida no le abandonó jamás. Siempre sabía exactamente quién era y de
qué era capaz. Le interesaba muy poco si los demás valían o no ni tampoco qué
valor tenía él para los demás. Su única satisfacción era el trabajo en sí. Ese «trabajo» era un proceso bastante curioso en el
caso de Strauss. Nada de demoníaco, nada del raptus del artista, nada de esas
depresiones y desesperaciones que conocemos por las biografías de Beethoven o
de Wagner. Strauss trabaja con objetividad y frialdad-como Johann
Sebastian Bach, como todos esos sublimes artesanos del arte-, con calma y
regularidad. A las nueve de la mañana se sienta ante el escritorio y retorna el
trabajo de composición ahí donde lo había dejado el día anterior; suele
escribir a lápiz el primer borrador y en tinta la partitura para piano; y así,
sin descanso, hasta las doce o la una. Por la tarde juega a cartas, copia dos o
tres páginas de la partitura y a veces, por la noche, dirige en el teatro. Desconoce, por ejemplo, el nerviosismo y tanto de día
como de noche su mente artística permanece igual de clara y serena. Cuando el
criado llama a su puerta para darle el frac que habrá de llevar para dirigir,
interrumpe el trabajo, se va al teatro y dirige con la misma seguridad y calma
con que juega a cartas por la tarde, y a la mañana siguiente la inspiración
comienza de nuevo en el punto en que la dejó. Porque Strauss «manda», en
palabras de Goethe, a sus ideas; para él arte significa saber y poder, y saber
hacerlo todo, como lo atestigua su ingeniosa frase: «Quien quiere ser músico de
verdad, también tiene que saber componer un menú.» Lejos de asustarle, las
dificultades más bien divierten a su maestría creadora. Recuerdo con placer
cómo chispeaban sus ojillos azules cuando, refiriéndose a un pasaje, me dijo:
«Aquí la cantante tropezará con una dificultad. ¡Que se esfuerce por superarla,
pardiez!» En los raros momentos en que le brillan los ojos se nota que algo
demoníaco se esconde dentro de ese hombre singular que al principio despierta
una cierta desconfianza por su manera de trabajar estricta, metódica, sólida y
artesanal, aparentemente falta de nervio; como también su rostro que al pronto
parece vulgar, con sus mejillas gruesas e infantiles, la redondez un tanto
ordinaria de las facciones y la frente indecisamente arqueada hacia atrás. Pero
basta mirarle a los ojos, esos ojos claros, azules y radiantes, para darse
cuenta de que tras esta máscara burguesa se esconde una fuerza mágica especial. Son quizá los ojos más vivos que he visto nunca en un
músico, unos ojos no ciertamente demoníacos, pero sí de algún modo
clarividentes, los ojos de un hombre que conoce a fondo su labor. De regreso a Salzburgo, después de un encuentro tan
estimulante, me puse en seguida manos a la obra. Intrigado por saber si
aceptaría mis versos, al cabo de dos semanas le mandé el primer acto. Me
contestó a vuelta de correo con una postal y una cita de los Maestros cantores:
«Hemos conseguido las primeras estrofas.» Con el segundo acto me mandó, como
saludo aún más cordial, los compases iniciales de su canción: «¡Ah, qué dicha
haberte encontrado, amado niño!» Y esta alegría suya, incluso diría entusiasmo
suyo, hizo que yo siguiera trabajando con un placer indescriptible. Richard Strauss no cambió ni una sola línea de mi libreto
y sólo en una ocasión me pidió que añadiera tres o cuatro versos para una
contraparte. De este modo empezó entre nosotros una relación de lo más cordial:
él venía a mi casa y yo iba a la suya de Garmisch, donde, con sus delgados y
largos dedos, me iba interpretando la ópera entera a partir de los borradores.
Y, sin contrato ni compromiso, quedó convenido, como algo que se sobreentiende,
que una vez terminada aquella ópera, yo esbozaría otra cuyas bases él aprobaba
de antemano. En enero de 1933, cuando Adolf Hitler accedió al
poder, nuestra ópera, La dama silenciosa, estaba prácticamente acabada en
partitura para piano y el primer acto, instrumentado casi del todo. Al cabo de
pocas semanas se hizo pública la estricta prohibición de representar en teatros
alemanes obras de autores no arios o en las que hubiera intervenido de una
forma u otra un judío; el gran interdicto se hizo extensivo incluso a los
muertos y, con gran indignación de todos los melómanos del mundo, se retiró la
estatua de Mendelssohn situada delante de la Gewandhaus de Leipzig. Con esta
prohibición me pareció decidido el destino de nuestra ópera. Di por sentado que
Richard Strauss renunciaría a la segunda obra y que empezaría una nueva con
algún otro libretista. En lugar de ello, me contestó a vuelta de correo
diciéndome que vaya por dios qué ideas se me ocurrían y que, al contrario, dado
que él ya trabajaba en la instrumentación de la primera ópera, que yo fuera
preparando el libreto de la segunda. No tenía la intención de permitir que nadie
le prohibiera colaborar conmigo. Y tengo que confesar sinceramente que,
mientras duró nuestra colaboración, me guardó una fidelidad propia de un buen
camarada, hasta que pudo. Es verdad que, al mismo tiempo, tomó precauciones que
me resultaron menos simpáticas: se acercó a los potentados, se encontró a
menudo con Hitler, Goring y Goebbels y, cuando incluso Furtwängler se rebeló
públicamente, aceptó la presidencia de la Cámara de Música del Reich nazi. Esa complicidad suya, franca y sin rodeos, fue importantísima
en aquel momento para los nacionalsocialistas, porque para ellos habría sido
muy enojoso que no sólo los mejores escritores, sino también los más
importantes músicos les hubiesen dado la espalda, y los pocos que se confesaban
partidarios suyos o se habían pasado a sus filas eran desconocidos en los
círculos más populares. Poder tener a su lado al músico más famoso de Alemania
en un momento tan crítico, aunque fuera como simple figura decorativa,
significaba para Goebbels y Hitler un logro incalculable. Hitler, que, según me
contó Strauss, en sus años bohemios había ido a Graz, con dinero conseguido a
duras penas no se sabe cómo, para asistir al estreno de Salomé, le prodigaba
honores de un modo ostensible; en las veladas de Berchtesgaden, aparte de Wagner,
se interpretaban casi exclusivamente canciones de Strauss. La complicidad dé
Strauss, en cambio, era sensiblemente menos deliberada. Debido a su egoísmo de
artista, que él reconocía siempre con franqueza y frialdad, en el fondo
cualquier régimen le era indiferente. Había servido al emperador alemán como
director de orquesta, después al emperador de Austria como director de la
orquesta de la corte de Viena, pero también había sido persona gratissima a las
repúblicas alemana y austriaca. Además, complacer de modo especial al
nacionalsocialismo le resultaba de importancia vital, pues, según el espíritu
del nacionalsocialismo, tenía que dar cuenta de una larga lista de crímenes. Su hijo se había casado con una mujer judía y debía
temer que sus nietos, a los que amaba por encima de todo, fueran expulsados de
la escuela como escoria de la humanidad; su nueva ópera tenía el agravante de
mi colaboración y las anteriores la intervención del «no puramente ario» Hugo
von Hofmannsthal; y su editor era judío. Por todo ello le pareció aún más
urgente buscarse un apoyo, y se empeñó en encontrarlo con gran tenacidad.
Dirigió orquestas allí donde los nuevos amos se lo pedían, compuso la música de
un himno para los Juegos Olímpicos y, al mismo tiempo, en sus cartas inquietantemente
sinceras, me escribió acerca de ese encargo con muy poco entusiasmo. En
realidad, a su sacro egoísmo de artista sólo le preocupaba una cosa: mantener
viva y vigente su obra y, sobre todo, ver representada su nueva ópera, por la
que sentía un afecto especial. Huelga decir que tales concesiones al
nacionalsocialismo me resultaban de lo más penoso, porque fácilmente podía dar
la impresión de que yo colaboraba con ellos o consentía que se hiciera con mi
persona una excepción especial de aquel boicot tan ignominioso. Amigos de todas
partes me instaban a protestar públicamente contra la representación de la
ópera en la Alemania nacionalsocialista. Pero, en primer lugar, me repugnan por principio los
gestos públicos y patéticos y, en segundo lugar, me resistía a crear
dificultades a un genio de la categoría de Richard Strauss. Al fin y al cabo,
Strauss era el más grande músico vivo y tenía setenta años; había dedicado tres
a aquella obra y, durante todo ese tiempo, me había demostrado una actitud
amistosa, una gran corrección e incluso coraje. Por eso consideré, a mi vez,
que lo mejor era esperar en silencio y dejar que las cosas siguieran su curso.
Además, sabía que la mejor manera de aguar la fiesta a los nuevos guardianes de
la cultura alemana consistía en adoptar una pasividad absoluta, pues la Cámara
de Literatura del Reich y el ministerio de Propaganda nacionalsocialistas
buscaban un pretexto oportuno para poder justificar de modo convincente una
prohibición contra su mejor músico. Y así, por ejemplo, todos los departamentos
y todos los cargos imaginables pidieron el libreto con la secreta esperanza de
encontrar en él la ansiada excusa. ¡Qué fácil lo habrían tenido si La dama
silenciosa hubiera contenido una escena como la del Caballero de la rosa en la
que un joven sale de la habitación de una mujer casada! Entonces habrían podido
esgrimir como pretexto su deber de proteger la moral alemana. Pero, con gran
decepción por su parte, mi libro no contenía nada inmoral. Acto seguido
revolvieron todos los archivos de la Gestapo y examinaron mis primeros libros.
Y tampoco descubrieron nada que demostrase que yo hubiera dicho nunca una sola
palabra denigrante contra Alemania (como tampoco contra ninguna otra nación del
mundo) o que hubiera hecho política. Por más que quisieran y se esforzaran,
invariablemente recaía sólo en ellos la decisión de negar al viejo maestro,
ante el mundo entero, el derecho de representar su ópera, un músico al que
ellos mismos habían entregado el estandarte de la música nacionalsocialista, o
de si el nombre de Stefan Zweig, que Richard Strauss insistía expresamente en
mencionar como libretista, debía volver a ensuciar, como tantas veces
antes-¡vergüenza nacional!-, los carteles de los teatros alemanes. ¡Cómo me alegraba en secreto de su gran preocupación y
su doloroso rompecabezas! Sospechaba que, sin mi intervención o quizá
precisamente por haberme abstenido de hacer nada a favor ni en contra, mi
comedia musical se iba a convertir inevitablemente en una cencerrada
político-partidista. El partido eludió la decisión mientras pudo. Pero al
comienzo de 1934 tuvo que decidir finalmente si se colocaba en contra de su
propia ley o en contra del músico, más grande de la época. El plazo expiraba.
Hacía tiempo que la partitura, los extractos para piano y el libreto ya se
habían publicado, el teatro imperial de Dresde había encargado el vestuario, se
habían repartido e incluso estudiado los papeles, y todavía no se habían puesto
de acuerdo las diferentes instancias: Goring y Goebbels, la Cámara de Literatura
del Reich y el Consejo Cultural, el ministerio de Instrucción Pública y la
guardia de Streicher. Aunque pueda parecer cosa de locos, el caso de La dama
silenciosa acabó convirtiéndose en un asunto de Estado. Ninguna de las
instancias se atrevía a asumir la plena responsabilidad de «autorizar» o
«prohibir», de modo que no hubo más remedio que dejarlo al buen criterio del
amo y señor de Alemania y del partido, Adolf Hitler. Mis libros ya habían
conocido el honor de ser suficientemente leídos por los nacionalsocialistas;
sobre todo Fouché, al que no paraban de estudiar y discutir como modelo de
irreflexión política. Sin embargo, nunca habría esperado que, después de
Goebbels y Goring, el mismo Hitler en persona tuviera que molestarse ex officio
en estudiar los tres actos de mi libreto lírico. No le resultó fácil decidirse.
Según supe posteriormente por toda clase de vías indirectas, se desencadenó una
serie de conferencias interminable. Al final, Richard Strauss fue convocado
ante el Todopoderoso, y Hitler le comunicó personalmente que haría una
excepción y autorizaría la representación de la obra, aun cuando contraviniera
todas las leyes del nuevo Reich alemán, una decisión tomada seguramente tan de
mala gana y de mala fe como la firma del pacto con Stalin y Mólotov. Y así, aquel día negro para la Alemania
nacionalsocialista trajo consigo la representación de una ópera en que el
nombre proscrito de Stefan Zweig volvía a figurar en todos los carteles. Como
es de suponer yo no asistí al estreno, porque sabía que la sala rebosaría de
uniformes marrones y que incluso se esperaba la asistencia del mismo Hitler a
una de las representaciones. La ópera obtuvo un gran éxito y tengo que hacer
constar en honor de los críticos musicales que nueve de cada diez aprovecharon
de nuevo, por última vez, aquella buena oportunidad para mostrar su profunda
oposición a las ideas racistas dedicando a mi libreto los elogios más amables.
Todos los teatros alemanes, de Berlín, Hamburgo, Francfort y Munich, se
apresuraron a anunciar la representación de la ópera para la siguiente
temporada. De repente, tras la segunda representación, cayó un
rayo del cielo. Se suspendió todo; de la noche a la mañana se prohibió la ópera
en Dresde y en toda Alemania. Y más aún: con gran sorpresa leímos en los
periódicos que Richard Strauss había presentado su dimisión como presidente de
la Cámara de Música del Reich. Todo el mundo sabía que debía de haber ocurrido
algo muy especial. Pero aún tuve que esperar un tiempo antes de poder enterarme
de toda la verdad. Strauss me había escrito una carta en que me instaba a
trabajar cuanto antes en el libreto de una segunda ópera y se pronunciaba con
demasiada franqueza sobre su manera de pensar. La carta cayó en manos de la
Gestapo. Se la enseñaron a Strauss, que inmediatamente después tuvo que
presentar su dimisión y la ópera fue prohibida. Se ha representado en alemán
sólo en Suiza y Praga, con posterioridad también en Italia, en la Scala de
Milán, con autorización expresa de Mussolini, que en aquel entonces todavía no
se había sometido a las ideas racistas. El pueblo alemán,. empero, no pudo
volver a oír ni una sola nota más de esta ópera, en parte cautivadora, del más
grande de sus músicos vivos. Mientras este asunto seguía su curso, armando un
considerable alboroto, yo viví en el extranjero, pues comprendí que el
desasosiego no me habría permitido trabajar con tranquilidad en Austria. La
casa de Salzburgo estaba situada tan cerca de la frontera que a simple vista
podía ver la montaña de Berchtesgaden, donde se hallaba la casa de Hitler, una
vecindad poco agradable y muy inquietante. De todos modos, esa proximidad con
la frontera del Reich también me dio la ocasión de juzgar la peligrosidad de la
situación en Austria mejor que mis amigos de Viena. Los clientes de los cafés
de allí e incluso la gente de los ministerios consideraban al
nacionalsocialismo como algo del «otro lado» que no podía afectar a Austria en
absoluto. ¿No estaba allí, con su estricta organización, el partido
socialdemócrata que tenía detrás a casi media población formando un bloque
compacto? ¿No lo apoyaba también el partido clerical en la ferviente defensa de
sus principios desde que los «cristianos alemanes» de Hitler perseguían
públicamente al cristianismo y proclamaban abierta y literalmente que su Führer
era «más grande que Cristo»? ¿No eran Francia, Inglaterra y la Liga de las
Naciones los protectores de Austria? ¿No había asumido Mussolini de forma
expresa el patrocinio e incluso la garantía de la independencia austriaca? Ni
siquiera los judíos se inquietaban y se comportaban como si la privación de sus
derechos a los médicos, abogados, eruditos y actores ocurriera en China y no a
tres horas de viaje, dentro del mismo dominio lingüístico. Permanecían
cómodamente en casa o se paseaban en sus automóviles. Además, todos tenían
lista y preparada la frase consoladora: «Eso no puede durar mucho.» Pero
recuerdo una conversación que mantuve con mi ex editor de Leningrado durante mi
breve viaje a Rusia. Me habló acerca de los cuadros que había poseído antes,
cuando era rico, y yo le pregunté por qué no se había ido del país como muchos
otros antes de que estallara la Revolución. -Ah-me contestó-, ¿quién podía pensar entonces que
algo como una república de soldados y sóviets pudiera durar más de quince días?
Era el mismo engaño, fruto de la misma voluntad de vivir que llevaba a ese
engaño. En Salzburgo, en cambio, muy cerca de la frontera, se
veían las cosas con más claridad. Empezó un constante ir y venir por el pequeño
río fronterizo; los jóvenes lo cruzaban de noche, a hurtadillas, y se
adiestraban en el otro lado; los agitadores pasaban la frontera en automóviles
o con bastones de alpinista como simples «turistas» y organizaban sus «células»
en todos los estamentos. Empezaron a reclutar a gente y a amenazar diciendo que
quienes no se adhirieran a tiempo a su movimiento, luego lo pagarían caro. Eso amedrentó a los policías y los funcionarios. Yo
notaba cada vez más una cierta inseguridad en el comportamiento de la gente,
veía que empezaba a vacilar. Pues bien, en la vida suelen ser siempre las
pequeñas experiencias personales las que resultan más convincentes. Tenía yo en
Salzburgo un amigo de infancia, un escritor bastante conocido con el cual había
mantenido un trato muy íntimo y cordial durante treinta años. Nos tuteábamos,
nos mandábamos libros y nos veíamos todas las semanas. Un día vi a ese viejo
amigo por la calle con un desconocido y advertí que de pronto se paraban frente
a un escaparate que a él no podía interesarle en absoluto y, dándome la
espalda, mostraba algo a aquel hombre con un inusual interés. «Es muy
raro-pensé-, a la fuerza ha tenido que verme.» Pero podía ser una casualidad.
Al día siguiente me llamó por teléfono para preguntarme si por la tarde podía
presentarse en mi casa para charlar. Le dije que sí, un tanto sorprendido,
porque solíamos encontrarnos siempre en el café. A pesar de la urgencia de
aquella visita, resultó que no tenía nada especial para contarme. Y en seguida
comprendí que, por un lado, quería mantener nuestra amistad pero, por el otro,
para no caer en la sospecha de ser amigo de judíos, no deseaba mostrarse
demasiado íntimo conmigo en aquella pequeña ciudad. Eso me llamó la atención. Y
en seguida caí en la cuenta de que en los últimos tiempos toda una serie de conocidos,
que solían frecuentar mi casa, habían dejado de hacerlo. Me encontraba en una
situación peligrosa. Por aquel entonces aún no tenía la intención de
marcharme definitivamente de Salzburgo, pero decidí, con más convicción de lo
habitual, pasar el invierno en el extranjero para huir de aquellas pequeñas
tensiones. Sin embargo, no sospechaba que se trataba de un adiós cuando en
octubre de 1933 abandoné mi hermosa casa. Mi propósito era pasar enero y febrero trabajando en
Francia. Me gustaba este bello país amante del espíritu y en él no me sentía en
el extranjero. Valéry, Romain Rolland, Jules Romains, André Gide, Roger Martin
du Gard, Duhamel, Vildrac, Jean Richard Bloch, los abanderados de la
literatura, eran viejos amigos. Mis libros tenían en Francia casi tantos
lectores como en Alemania, nadie me consideraba un escritor extranjero, un
extraño. Me gustaba la gente, me gustaba el país, me gustaba
París, y me sentía tan en casa que, cada vez que el tren entraba en la Gare du
Nord, yo tenía la impresión de «regresar». Esta vez, sin embargo, debido a las
especiales circunstancias había partido antes de lo previsto, pero no quería
llegar a París hasta después de Navidad. ¿Adónde iría entretanto? Entonces
recordé que no había vuelto a Inglaterra desde mi época de estudiante, hacía
más de veinticinco años. ¿Por qué siempre París?, me pregunté. ¿Por qué no
pasar otra vez diez o quince días en Londres, volver a ver los museos, el país
y la ciudad con otros ojos, al cabo de tantos años? Y he aquí que, en lugar del
expreso de París, subí al de Calais y un día de noviembre, en medio de la
niebla de rigor, volvía a apearme en la Victoria Station después de treinta
años y la única cosa que me extrañó a la llegada fue que no me condujo al hotel
un cab como antes, sino un taxi. La niebla y el gris frío y blando estaban ahí
como antaño. Todavía no había visto la ciudad, pero mi sentido del
olfato reconoció, después de treinta años, aquella atmósfera singularmente
acre, espesa y húmeda, y que lo envolvía a uno muy de cerca. Mi equipaje era tan ligero como mis esperanzas.
Prácticamente no tenía amistades en Londres; en el campo literario tampoco
había mucho contacto entre escritores continentales e ingleses. Llevaban una
vida propia, confinada, dentro de su reducido radio de acción y conforme a una
tradición que no nos era del todo accesible: entre los muchos libros que
llegaban a casa de todo el mundo, no recuerdo haber visto nunca uno de un autor
inglés que fuera un obsequio de colega a colega. En una ocasión coincidí con Shaw
en Hellerau; Wells había venido una vez de visita a Salzburgo, a mi casa; por
otro lado, aunque todos mis libros habían sido traducidos al inglés, eran poco
conocidos; Inglaterra había sido siempre el país donde menos éxito habían
tenido. Mientras que era amigo personal de mi editor americano, el francés, el'
italiano y el ruso, nunca había visto a nadie de la empresa que publicaba mis
libros en Inglaterra. Así que estaba preparado para sentirme tan extraño como
treinta años atrás. Pero las cosas sucedieron de otro modo. Al cabo de
unos días me sentía la mar de bien en Londres. Y no porque Londres hubiera
cambiado sustancialmente. Pero yo sí había cambiado. Tenía treinta años más y,
después de los años de guerra y posguerra, de tensión e hipertensión, anhelaba
volver a vivir tranquilo y no saber nada de política. Desde luego, en
Inglaterra también había partidos políticos, los whigs y los tories, liberales
los unos y conservadores los otros, y también el Labour Party, pero sus
discusiones no eran de mi incumbencia. Sin duda también en literatura había sus
tendencias y corrientes, sus disputas y rivalidades, pero yo estaba
completamente al margen de ellas. Sin embargo, lo que me aportaba un auténtico
bienestar era la posibilidad de volver a respirar, por fin, en una atmósfera
civil y educada, sin irritación y sin odio. Nada me había envenenado tanto la
vida durante los últimos años como sentir a mi alrededor el odio y la tensión
constantes en el país y en la ciudad, tenerme que defender siempre para no verme
arrastrado a esa clase de discusiones. La población de allí no estaba tan
trastornada, en la vida pública imperaba una mayor medida de honradez y
decencia que en nuestros países, que se habían vuelto inmorales a causa del
gran engaño de la inflación. La gente vivía más tranquila, más contenta y se
preocupaba más por sus jardines y pequeñas aficiones que por sus vecinos. Pero
lo que realmente me retuvo allí fue un nuevo trabajo. Ocurrió del modo siguiente. Acababa de publicarse mi
María Antonieta y estaba revisando las galeradas de mi trabajo sobre Erasmo,
libro en que ensayaba un retrato espiritual del humanista que, a pesar de
comprender el absurdo de la época con más claridad que los reformadores
profesionales del mundo, sin embargo vivió la tragedia de no poder cortar el
paso a la sinrazón con su razón. Una vez terminado este autorretrato
encubierto, tenía la intención de escribir una novela proyectada desde hacía
tiempo. Estaba cansado de biografías. Pero he aquí que ya al tercer día,
atraído por mi antigua pasión por los manuscritos, estaba examinando en el
Museo Británico unas piezas expuestas en una sala pública entre las cuales se
hallaba un informe escrito a mano sobre la ejecución de María Estuardo.
Involuntariamente me pregunté: ¿qué ocurrió en realidad con María Estuardo?
¿Participó realmente en el asesinato de su segundo marido o no? Como aquella
noche no tenía nada para leer, me compré un libro sobre ella. Era un himno que
la defendía como a una santa, un libro necio y banal. Curioso por naturaleza,
al día siguiente compré otro que más o menos afirmaba todo lo contrario. El
caso empezó a interesarme y pedí un libro que fuera realmente fiable. Nadie me
supo recomendar uno y así, buscando e informándome, acabé sin querer
estableciendo puntos de comparación y resultó que, sin saberlo, había empezado
a escribir un libro sobre María Estuardo que me retuvo durante semanas en las
bibliotecas. Cuando regresé a Austria a principios de 1934, estaba decidido a
viajar de nuevo a mi amado Londres para terminarlo con calma y sosiego. No me hicieron falta más de dos o tres días en Austria
para ver cómo había empeorado la situación en aquellos pocos meses. Volver de
la atmósfera tranquila y segura de Inglaterra a aquella Austria sacudida por
fiebres y luchas era como salir de un local con aire acondicionado de Nueva
York en un día caluroso de julio y hallarse de golpe en la bochornosa calle. La
presión nacionalsocialista empezaba a destrozar poco a poco los nervios de los
círculos clericales y burgueses; sentían que cada vez con más fuerza se
estrechaba en su cuello el dogal de la economía, la presión subversiva de la
impaciente Alemania. El gobierno de Dollfuss, que quería mantener a Austria
independiente y ponerla a salvo de Hitler, buscaba cada vez más desesperado un
último apoyo. Francia e Inglaterra estaban demasiado lejos y, en el fondo,
también mantenían una actitud demasiado indiferente; Checoslovaquia estaba
todavía llena de rivalidad y rencor contra Viena. Quedaba sólo Italia, que aspiraba a un protectorado económico
y político sobre Austria para proteger los pasos alpinos y Trieste. Sin
embargo, a cambio de esta protección Mussolini exigía un elevado precio.
Austria debía adaptarse a las tendencias fascistas, suprimir el parlamento y,
por lo tanto, la democracia. Ahora bien, eso no era posible sin eliminar o declarar
ilegal el partido socialdemócrata, el más fuerte y mejor organizado de Austria.
Para vencerlo no había otro camino que la fuerza bruta. El predecesor de Dollfuss, Ignaz Seipel, ya había
creado una organización para semejante acción terrorista, la llamada «milicia
nacional». Vista desde fuera, representaba lo más miserable que
se puede imaginar: pequeños abogados de provincias, oficiales retirados,
elementos oscuros, ingenieros sin trabajo, todos ellos mediocridades
desengañadas que se odiaban ferozmente entre sí. Finalmente, Seipel encontró en
el joven príncipe Starhemberg un pretendido líder que antaño se había sentado a
los pies de Hitler y había soltado toda clase de pestes contra la república y la
democracia y ahora iba de un lado para otro con sus soldados mercenarios como
antagonista de Hitler, prometiendo que «rodarían cabezas». No estaba claro lo
que querían a ciencia cierta los hombres de la milicia nacional. En realidad la
milicia nacional no tenía otro objetivo que encontrar de un modo u otro una
buena prebenda y tener el riñón bien cubierto, y toda su fuerza radicaba en el
puño de Mussolini, que la empujaba hacia adelante. Aquellos pretendidos
patriotas austriacos no se daban cuenta de que, con las bayonetas que Italia
les proporcionaba, cortaban la rama en la que estaban sentados. El partido socialdemócrata comprendió mejor dónde se
encontraba el verdadero peligro. No debía temer la lucha abierta. Tenía sus
armas y con una huelga general podía paralizar todos los-trenes, las plantas
depuradoras de agua y las centrales eléctricas. Pero también sabía que Hitler
sólo estaba esperando una de esas «revoluciones rojas» para tener un pretexto
para entrar en Austria como su «salvador». Y así, a los socialdemócratas les
pareció mejor sacrificar una buena parte de sus derechos, e incluso el
parlamento, con tal de llegar a un compromiso aceptable. Todas las personas
sensatas abogaban por esta solución en vista de la forzada situación en la que
se hallaba Austria a la sombra amenazadora del hitlerismo. Incluso Dollfuss, un
hombre dúctil y ambicioso, pero muy realista, parecía inclinado a llegar a un
acuerdo. Pero el joven Starhemberg y su acólito, el comandante Fey, que más
tarde desempeñaría un sospechoso papel en el asesinato de Dollfuss, exigían que
la alianza defensiva depusiera las armas y se destruyera todo vestigio de
libertad democrática y civil. Los socialdemócratas se opusieron a esas
exigencias y ambas partes se intercambiaron amenazas. Se respiraba en el aire
el advenimiento de una decisión final y yo, que participaba de la tensión
general, recordé sin querer las palabras de Shakespeare: So foul a sky clears
not without a storm («Un cielo tan cargado no se despeja sin tormenta»). Sólo había pasado unos días en Salzburgo y proseguí mi
viaje hasta Viena. Y precisamente en aquellos primeros días de febrero
estalló la tormenta. La milicia nacional había asaltado la sede de los obreros
de Linz para incautarse del depósito de armas que sospechaba que tenían allí.
Los obreros habían respondido con la huelga general y Dollfuss, a su vez, con
la orden de reprimir aquella «revolución» provocada artificialmente. Entonces
el ejército se movilizó con ametralladoras y cañones contra las sedes obreras
de Viena. Durante tres días se combatió encarnizadamente casa
por casa; la última vez que la democracia europea se defendió así del fascismo
fue en España. Los obreros resistieron tres días antes de sucumbir frente a la
superioridad técnica. Yo estuve en Viena aquellos tres días y, por
consiguiente, fui testigo de ese decisivo combate y, con él, del suicidio de la
independencia austriaca. Pero, como quiero ser un testigo honrado, debo ante
todo subrayar el hecho, aparentemente paradójico, de que no vi nada en absoluto
de la mencionada revolución. Quien se propone presentar un cuadro de su época
lo más claro y sincero posible, también debe tener valor para defraudar las
ideas románticas. Y nada me parece más característico de la técnica y la
singularidad de las revoluciones modernas que el hecho de que tengan lugar sólo
en unos cuantos puntos concretos dentro del espacio inmenso de una ciudad
moderna y, por lo tanto, de que pasen completamente inadvertidas para la
mayoría de sus habitantes. Por extraño que pueda parecer, aquel día histórico
de febrero de 1934 yo estaba en Viena y no vi nada de los trascendentales
acontecimientos que allí se produjeron y tampoco supe nada de ellos, nada en
absoluto, mientras sucedían. Se dispararon cañones, se ocuparon casas y se
transportaron centenares de cadáveres, pero yo no vi ni uno solo. Cualquier
lector de un periódico de Nueva York, Londres o París estaba mejor enterado de
los hechos que nosotros, que aparentemente fuimos testigos de los mismos. Y
este sorprendente fenómeno de estar menos al corriente de hechos decisivos que
ocurren a diez calles de casa que otros que viven a miles de kilómetros de
distancia, lo he visto confirmado muchas veces después. Cuando meses más tarde
Dollfuss fue asesinado un mediodía en Viena, a las cinco y media de la tarde vi
la noticia en los carteles de las calles de Londres. Inmediatamente intenté llamar por teléfono a Viena;
ante mi asombro, obtuve comunicación en el acto y, con mayor asombro aún, me
enteré de que en Viena, a cinco calles del ministerio de Asuntos Exteriores, la
gente sabía menos que en cualquier esquina de Londres. De manera que sólo por
defecto puedo referirme a mi experiencia de la revolución de Viena: soy un
ejemplo de lo poco que un contemporáneo de hoy sabe de los hechos que cambian
la faz del mundo y su propia vida, si no es que por casualidad se encuentra en
el lugar donde ocurren. Toda mi experiencia fue la siguiente: aquella tarde
tenía una entrevista con la directora del ballet de la ópera, Margarete
Wallmann, en un café de la Ringstrasse. Fui a pie hasta allí y, cuando ya iba a
cruzar la calle, se me acercaron unos hombres vestidos con uniformes viejos,
recogidos apresuradamente, y armados con fusiles. Me preguntaron adónde iba.
Cuando les contesté que al café J., me dejaron pasar sin ningún problema. No
sabía por qué de repente había soldados de la guardia en la calle ni qué se
proponían. En realidad se luchaba y disparaba encarnizadamente en los suburbios
desde hacía horas, pero en el centro de la ciudad nadie tenía idea de nada. Fue
cuando regresé por la noche al hotel y quise pagar la cuenta-porque tenía la
intención de emprender el viaje a Salzburgo a la mañana siguiente-cuando el
portero me dijo que mucho se temía que no sería posible porque los trenes no
circulaban. Había huelga de trenes y, además, algo pasaba en los suburbios. A la mañana siguiente los periódicos publicaban
informaciones bastante confusas sobre una sublevación organizada por los
socialdemócratas, añadiendo que ya estaba más o menos sofocada. En realidad la
lucha alcanzó su máxima virulencia aquel mismo día y el gobierno decidió
utilizar cañones, después de las ametralladoras, contra las sedes obreras. Pero
tampoco oí los cañones. Si en aquel momento Austria entera hubiera estado
ocupada por los socialistas, por los nacionalsocialistas o por los comunistas,
yo me habría enterado tan poco de la situación como en su día los habitantes de
Munich cuando una mañana, al despertarse, supieron por el Münchner Neueste
Nachrichten que la ciudad había caído en manos de Hitler. En el centro de la
ciudad la vida seguía tranquila y normal como siempre, mientras que en los
suburbios los combates se volvían más encarnizados por momentos, y nosotros,
necios, dábamos crédito a los comunicados oficiales que decían que todo estaba
controlado y solucionado. En la Biblioteca Nacional, adonde había ido para
consultar algo, los estudiantes seguían leyendo y estudiando como de costumbre,
los comercios estaban abiertos y la gente no se mostraba en absoluto inquieta.
La verdad no se supo hasta tres días más tarde, a trozos, cuando todo se había
acabado. Tan pronto como los trenes volvieron a circular, al cuarto día, por la
mañana regresé a Salzburgo, donde dos o tres conocidos me asediaron por la
calle con preguntas sobre lo que había ocurrido en Viena. Y yo, que había sido
«testigo ocular» de la revolución, tuve que decirles honradamente: «No lo sé,
mejor cómprense un periódico extranjero.» Por una insólita casualidad, al día
siguiente se produjo, en relación con estos acontecimientos, un hecho decisivo
en mi vida. Aquella tarde en que regresé de Viena a la casa de Salzburgo
encontré montones de galeradas y cartas y trabajé hasta muy entrada la noche
para terminar el trabajo atrasado. Al día siguiente, mientras todavía estaba
leyendo en la cama, llamaron a la puerta; nuestro bueno y anciano sirviente,
que nunca me despertaba si yo no le indicaba previamente una hora concreta,
apareció con la cara desencajada. Me dijo que tenía que bajar, que habían venido unos
señores de la policía para hablar conmigo. Me sorprendió un poco, pero me puse
la bata y bajé al piso inferior. Me esperaban allí cuatro policías de paisano,
los cuales me comunicaron que tenían orden de registrar la casa; les tenía que
entregar en el acto las armas de la Alianza Defensiva Republicana que tuviera
escondidas. Confieso que en el primer momento estaba demasiado
desconcertado como para formular una respuesta. ¿Armas de la Alianza Defensiva
Republicana en casa? Era demasiado absurdo. Nunca me había afiliado a ningún
partido, la política nunca me había interesado. Había estado fuera de Salzburgo
durante meses y, aparte de todo eso, habría sido lo más ridículo del mundo
tener un arsenal de armas precisamente en aquella casa, situada a las afueras
de la ciudad, en una montaña, de modo que habría sido fácil ver a cualquiera
entrando o saliendo con un fusil u otra arma. Mi respuesta, pues, fue fría:
«Adelante, busquen.» Los cuatro detectives recorrieron la casa, abrieron unos
cuantos armarios, pegaron golpes en cuatro paredes, pero, por su modo de
proceder, en seguida vi claro que aquel registro era pro forma y que ninguno de
los cuatro hombres creía de veras que hubiera un arsenal de armas en la casa.
Al cabo de media hora dieron por acabada la visita y se marcharon. Por qué esta farsa me
exasperó tanto en aquel momento exige, por desgracia, una observación histórica
aclaratoria. A saber: en estas últimas décadas Europa y el mundo casi han
olvidado lo sagrados que eran antes los derechos de las personas y la libertad
civil. Desde 1933, registros, detenciones arbitrarias, confiscaciones de
bienes, expulsiones de los hogares y de la patria, deportaciones y cualquier
otra forma de humillación se han convertido en algo habitual, casi natural;
prácticamente no recuerdo a ninguno de mis amigos europeos que no haya padecido
una cosa u otra. Pero en aquel entonces, a principios de 1934, un registro
domiciliario era todavía una afrenta monstruosa. Para que eligieran a alguien
como yo, que siempre me había mantenido alejado de la política y desde hacía
años ni siquiera ejercía mi derecho a voto, tenía que existir un motivo
especial y, de hecho, se trataba de algo típicamente austriaco. El jefe de
policía de Salzburgo se había visto obligado a actuar con contundencia contra
los nacionalsocialistas, los cuales, noche tras noche, alarmaban a la población
con bombas y explosivos, y esa vigilancia era una muestra de valentía
considerable, pues en aquellos momentos el Partido ya había empezado a aplicar
su técnica del terror. Las autoridades recibían todos los días cartas de
amenaza: lo pagarían caro, si seguían «persiguiendo» a los nacionalsocialistas.
Y en efecto-cuando se trata de la venganza los nacionalsocialistas siempre han
mantenido su palabra al cien por cien-, los funcionarios más leales a Austria
fueron conducidos a campos de concentración al día siguiente de la entrada de
Hitler en el país. Era de suponer, pues, que un registro en mi casa quería
demostrar que no retrocedían ante nadie. Pero al verme envuelto en aquel
episodio, insignificante en sí, me di cuenta de hasta qué punto había empeorado
la situación en Austria y de lo prepotente que era la presión ejercida desde
Alemania. Tras aquella visita oficial mi casa dejó de gustarme y tuve el
presentimiento de que aquellos episodios no eran sino el tímido preludio de
intervenciones de mayor alcance. Aquella misma tarde empecé a empaquetar los
papeles más importantes, decidido a vivir en adelante en el extranjero, y
aquella separación significaba mucho más que abandonar la casa y el país, pues
mi familia sentía un gran apego a aquella casa, que consideraba su patria, y
amaba al país. Para mí, en cambio, la libertad individual era lo más importante
del mundo. Sin informar de mi propósito a ningún amigo ni conocido, dos días
más tarde emprendí viaje a Londres; lo primero que hice al llegar fue comunicar
a las autoridades de Salzburgo que había abandonado definitivamente mi
domicilio en esa ciudad. Pero, desde aquellos días en Viena, sabía que Austria
estaba perdida... aunque sin saber todavía cuánto perdía yo mismo con ello. FIN EL MUNDO DE AYER, MEMORIAS DE UN EUROPEO XVI STEFAN ZWEIG LA AGONÍA DE LA PAZ
El sol de Roma se ha puesto. Nuestro día murió. Nubes, rocío y
peligros se acercan; hemos cumplido nuestra labor. SHAKESPEARE, Julio César Así como en su momento Sorrento no significó un exilio
para Gorki, tampoco lo fue Inglaterra para mí durante los primeros meses.
Austria siguió existiendo después de aquella—así llamada—«revolución» y de la
tentativa inmediatamente posterior de los nacionalsocialistas de apoderarse del
país mediante un golpe de mano y el asesinato de Dollfuss. La agonía de mi
patria habría de durar todavía cuatro años. Podía volver a mi casa en aquel
momento, no estaba desterrado, aún no era un proscrito. Nadie había tocado mis
libros de la casa de Salzburgo, todavía tenía el pasaporte austriaco, la patria
seguía siendo mi patria y yo, ciudadano suyo con todos los derechos. No había
empezado aún esa espantosa condición de apátrida, imposible de explicar a quien
no la haya padecido en carne propia, esa enervante sensación de tambalearse
suspendido en el vacío con los ojos abiertos y de saber que dondequiera que uno
eche raíces puede ser rechazado en cualquier momento. Me encontraba tan sólo al
comienzo del periplo y, sin embargo, todo fue muy diferente cuando, a finales
de febrero de 1934, bajé del tren en Victoria Station; se ve diferente una
ciudad si uno ha decidido quedarse en ella o si sólo la visita como turista. No
sabía cuánto tiempo viviría en Londres. Me importaba una sola cosa: poder
volver a mi trabajo, defender mi libertad interior y exterior. No me compré
ninguna casa, porque toda propiedad significa una atadura, sino que alquilé un
pisito, lo bastante grande como para colocar una mesa escritorio y guardar en
dos armarios empotrados los pocos libros de los que no estaba dispuesto a
desprenderme. En realidad, con eso tenía todo lo que un trabajador intelectual
necesita. No había espacio para la vida social, es cierto, pero yo prefería
vivir en un marco limitado y, a cambio de ello, poder viajar libremente de vez
en cuando; sin saberlo, mi vida ya había enfilado el camino de la
provisionalidad y abandonado la permanencia en un mismo lugar. La primera tarde—ya anochecía y los contornos de las paredes se desdibujaban en el crepúsculo—entré en la pequeña
vivienda, ya por fin preparada, y me asusté, porque en aquel momento tuve la
impresión de entrar en aquel otro pequeño alojamiento que había preparado en
Viena, con las mismas pequeñas habitaciones, los mismos libros que me saludaban
desde la pared y los alucinados ojos del Rey Juan de Blake, que me acompañaba a
todas partes. Necesité de veras un rato para reponerme, pues durante años no
había vuelto a recordar aquel domicilio. ¿Era un símbolo de que mi vida—tan
dilatada ya—se retraía hacia el pasado y yo me convertía en una sombra de mí
mismo? Cuando, veinte años atrás, escogí aquel piso de Viena, también era un
comienzo. No había escrito nada todavía o, al menos, nada importante; mis
libros, mi nombre, todavía no existían en mi país. Ahora, por una curiosa
similitud, mis libros habían vuelto a desaparecer de la lengua en que habían
sido escritos y todo lo nuevo que escribía era desconocido para Alemania. Los
amigos estaban lejos, el viejo círculo se había roto, la casa había
desaparecido junto con sus colecciones y cuadros; exactamente igual que antaño,
me volvía a encontrar rodeado de extraños. Todo lo que había intentado, hecho, aprendido y vivido
entretanto parecía como si se lo hubiera llevado el viento; a los cincuenta
años y pico me encontraba otra vez al principio, volvía a ser un estudiante que
se sentaba ante su escritorio y por la mañana trotaba hacia la biblioteca, bien
que ya no tan crédulo, no tan entusiasta, con un reflejo gris en el pelo y un
atisbo de desánimo en el alma cansada. Me cuesta
decidirme a contar muchas cosas de aquellos años de 1934 a 1940 pasados en
Inglaterra, porque me estoy acercando a la época actual y todos la hemos vivido
casi de la misma forma, con el mismo desasosiego avivado por la radio y los
periódicos, con las mismas esperanzas y angustias. Hoy todos recordamos con
poco orgullo la ceguera política de aquellos años y vemos con horror hasta
dónde nos ha conducido; quien quisiera explicarlo, tendría que acusar, ¡y quién
de nosotros tendría derecho a hacerlo! Además, mi vida en Inglaterra fue muy
reservada. Aun sabiéndome lo bastante necio como para no poder superar un
obstáculo tan superfluo, viví todos aquellos años de semiexilio y exilio
desconectado de toda vida social franca y abierta, llevado por el error de
considerar que en un país extranjero no me estaba permitido participar en
debates sobre la época. Si en Austria no había podido hacer nada contra la
insensatez de los círculos dirigentes, ¿qué podía intentar allí, donde me
sentía huésped de aquella buena isla, sabiendo (gracias a un mejor y más exacto
conocimiento que ya teníamos de ella) que si señalaba los peligros con los que
Hitler amenazaba al mundo se lo tomarían como una opinión personal interesada?
Era francamente difícil a veces morderse la lengua ante errores notorios. Era
doloroso ver cómo una propaganda magistralmente escenificada abusaba
precisamente de la suprema virtud de Inglaterra, la lealtad, la sincera
voluntad de dar crédito a cualquiera desde el principio y sin pedirle pruebas.
Una y otra vez se pretendía hacer creer que Hitler sólo quería atraer a los
alemanes de los territorios fronterizos, que luego se daría por satisfecho y,
en agradecimiento, exterminaría al bolchevismo; este anzuelo funcionó a la
perfección. A Hitler le bastaba mencionar la palabra «paz» en un discurso para
que los periódicos olvidaran con júbilo y pasión todas las infamias cometidas y
dejaran de preguntar por qué Alemania se estaba armando con tanto frenesí. Los
turistas que regresaban de Berlín, donde, con toda previsión, se les había
guiado y halagado, elogiaban el orden que allí reinaba y a su nuevo amo; poco a
poco fueron surgiendo voces en Inglaterra que empezaban a justificar en parte
sus «reivindicaciones» de una Gran Alemania; nadie comprendía que Austria era
la piedra angular del edificio y que, tan pronto como la hicieran saltar,
Europa se derrumbaría. Pero yo percibía la ingenuidad y la noble buena fe con
las que los ingleses y sus dirigentes se dejaban seducir; me daba cuenta de
ello con los ojos ardientes de quien en su país había visto de cerca las caras
de las tropas de asalto y les había oído cantar: «Hoy Alemania es nuestra,
mañana lo será el mundo entero.» Cuanto más se acentuaba la tensión política,
más me apartaba de las conversaciones en torno a ella y de cualquier actividad
pública. Inglaterra es el único país del viejo mundo donde no he publicado
ningún artículo relacionado con temas contemporáneos, donde nunca he hablado
por la radio ni he participado en debates públicos; he vivido allí, en mi
pequeño domicilio, en mayor anonimato que treinta años antes cuando era
estudiante en Viena. Por lo tanto, no soy un testigo válido con derecho a
hablar de Inglaterra y menos aún si, como tuve que confesar más tarde, antes de
la guerra no había llegado a descubrir
la fuerza profunda de Inglaterra, retenida en sí misma, que se revela sólo en
los momentos de extremo peligro. Tampoco vi a muchos escritores. Precisamente a los dos
con los que acabé trabando amistad, John Drinwater y Hugh Walpole, se los llevó
una muerte prematura, y no trataba mucho con los más jóvenes porque, a causa de
la sensación de inseguridad del foreigner, que me agobiaba funestamente,
evitaba clubes, cenas y actos públicos. Sin embargo, en una ocasión tuve el
placer especial y realmente inolvidable de ver a los dos cerebros más agudos,
Bernard Shaw y H. G. Wells, en una discusión, muy cargada por debajo, pero
caballerosa y brillante por fuera. Fue durante un lunch con pocas personas en
casa de Shaw y yo me hallaba en la situación—en parte atractiva y en parte
desagradable—de no estar al tanto de lo que provocaba la tensión subterránea
que se percibía como una corriente eléctrica entre los dos patriarcas, ya desde
el momento en que se saludaron con una familiaridad ligeramente impregnada de
ironía. Debía existir entre ellos una divergencia de opinión en cuestiones de
principios que se había dirimido poco antes o se había de dirimir durante aquel
almuerzo. Estas dos grandes figuras, cada una de ellas una gloria de
Inglaterra, habían luchado codo a codo, hacía medio siglo y en el círculo de la
Sociedad Fabiana, a favor del socialismo, por aquella época un movimiento
también joven todavía. Desde entonces esas dos personalidades tan definidas
habían evolucionado por caminos cada vez más divergentes: Wells, perseverando
en su idealismo activo y trabajando incansablemente en su visión del futuro de
la humanidad; Shaw, en cambio, observando tanto el futuro como el presente cada
vez con más ironía y escepticismo, para así poner a prueba su juego mental,
hecho de reflexión y divertimiento. También físicamente se habían convertido
con los años en dos figuras completamente opuestas. Shaw, el increíblemente
vigoroso octogenario que en las comidas sólo mordisqueaba nueces y fruta, alto,
delgado, siempre tenso, siempre con una estrepitosa carcajada en sus labios
fácilmente comunicativos y más enamorado que nunca de los fuegos artificiales
de sus paradojas; Wells, el septuagenario con más gusto por la vida y con una
vida más holgada que nunca, bajo de estatura, mofletudo e implacablemente serio
tras su ocasional hilaridad. Shaw, brillante en su agresividad, rápido y ligero
a la hora de cambiar los puntos de ataque; Wells, con una defensa tácticamente
fuerte, imperturbable como siempre en su fe y sus convicciones. En seguida tuve
la impresión de que Wells no había acudido a una simple sobremesa para
conversar con amigos, sino a una especie de exposición de principios. Y
precisamente porque yo no estaba informado de los motivos ocultos de aquel
conflicto de ideas, percibí con más intensidad la atmósfera que se respiraba.
En cada gesto, cada mirada y cada palabra de ambos llameaban unas ganas de
pelea a menudo traviesas, pero en el fondo también serias; era como si dos
esgrimidores, antes de atacarse de veras, ensayaran su agilidad con pequeñas
estocadas exploratorias. Shaw poseía un intelecto más rápido. Bajo sus espesas
cejas sus ojos centelleaban cada vez que daba una respuesta o atajaba otra; su
gusto por las agudezas, sus juegos de palabras, que había perfeccionado durante
sesenta años hasta convertirlos en un virtuosismo sin igual, los superó hasta
llegar a una especie de petulancia. A ratos, la blanca y espesa barba le
temblaba de espontáneas risas llenas de furia contenida, y la cabeza, un poco
ladeada, parecía seguir con la mirada la trayectoria de las saetas que
disparaba para ver si daban en el blanco. Wells, con sus mofletes colorados y
sus ojos tranquilos y tapados, era más mordaz y directo; también su inteligencia trabajaba con una
rapidez extraordinaria, pero sin tantos malabarismos, ya que él prefería las
estocadas directas, lanzadas con desenvoltura y naturalidad. Era un relampagueo
tan intenso y rápido—parada y estocada, estocada y parada, siempre con apariencia
de jocosidad—que el espectador no se cansaba de admirar el juego de floretes,
el centelleo y las fintas. Pero tras aquel diálogo rápido, mantenido
constantemente en un nivel de lo más alto, aparecía una especie de
enfurecimiento intelectual que se disciplinaba con nobleza, a la manera
inglesa, adoptando las formas dialécticas más corteses. Había—y eso hacía tanto
más interesante la discusión—formalidad en el juego y juego en la formalidad,
era una brava confrontación entre dos caracteres diametralmente opuestos, que
sólo en apariencia se inflamaba por razones objetivas, pero que en realidad se
basaba en causas y motivos ocultos que yo desconocía. Sea como fuere, vi a los
dos mejores hombres de Inglaterra en uno de sus mejores momentos, y la
continuación de esa polémica, publicada en las semanas siguientes en la Nation,
no me proporcionó ni la centésima parte del placer que experimenté durante
aquel fogoso diálogo, porque tras los argumentos, convertidos ya en abstractos,
ya no se revelaba lo bastante el hombre vivo ni la esencia propiamente dicha
del debate. Pocas veces he disfrutado tanto con la fosforescencia producida por
la fricción de dos espíritus ni he visto el arte del diálogo ejercido con tanto
virtuosismo en una comedia teatral, ni antes ni después, como en aquella
ocasión en la que alcanzó la perfección en sus formas más nobles, sin
proponérselo y sin teatralidad. Viví aquellos
años en Inglaterra sólo físicamente, no con toda el alma. Y fue precisamente la
inquietud por Europa, esa dolorosa inquietud que nos destrozaba los nervios, lo
que, en los años entre la toma del poder por Hitler y el estallido de la
Segunda Guerra Mundial, me movió a viajar a menudo e incluso a cruzar el océano
por dos veces. Quizá me empujaba a ello el presentimiento de que era necesario
almacenar, para tiempos más tenebrosos, todas las impresiones y experiencias
que el corazón pudiera contener, mientras el mundo permaneciera abierto y los
barcos pudieran recorrer en paz su ruta a través de los mares; quizá también me
empujaba el afán de saber que, mientras la desconfianza y la discordia
destruían nuestro mundo, en alguna parte se estaba construyendo otro; quizá
también una intuición, muy vaga todavía, me decía que nuestro futuro, y también
el mío, se encontraba lejos de Europa. Un ciclo de conferencias a lo largo y
ancho de los Estados Unidos me ofreció la grata oportunidad de ver este inmenso
país en toda su diversidad y, a la vez, unidad, de este a oeste y de norte a
sur. Pero quizá fue todavía más fuerte la impresión que me causo América del
Sur, adonde acepté viajar de buen grado a raíz de una invitación al congreso
del PEN Club Internacional; nada me pareció tan importante en aquel momento
como reforzar la idea de la solidaridad espiritual por encima de países y
lenguas. Las últimas horas pasadas en Europa antes de aquel viaje me exhortaron
a ponerme en camino con un nuevo y serio aviso. En aquel verano de 19 3 6 había
estallado la guerra civil española, la cual, vista superficialmente, sólo era
una disensión interna en el seno de ese bello y trágico país, pero que, en
realidad, era ya una maniobra preparada por las dos potencias ideológicas con
vistas a su futuro choque. Había salido yo de Southampton en un barco inglés
con la idea de que el vapor evitaría la primera escala, en Vigo, para eludir la
zona en conflicto. Sin embargo, y para mi sorpresa, entramos en ese puerto e
incluso se nos permitió a los pasajeros bajar a tierra durante unas horas. Vigo se
encontraba entonces en poder de los franquistas y lejos del escenario de la
guerra propiamente dicha. No obstante, en aquellas pocas horas pude ver cosas
que me dieron motivos justificados para reflexiones abrumadoras. Delante del
ayuntamiento, donde ondeaba la bandera de Franco, estaban de pie y formados en
fila unos jóvenes, en su mayoría guiados por curas y vestidos con sus ropas
campesinas, traídos seguramente de los pueblos vecinos. De momento no comprendí
para qué los querían. ¿Eran obreros reclutados para un servicio de urgencia?
¿Eran parados a los que allí daban de comer? Pero al cabo de un cuarto de hora,
los vi salir del ayuntamiento completamente transformados. Llevaban uniformes
nuevos y relucientes, fusiles y bayonetas; bajo la vigilancia de unos oficiales
fueron cargados en automóviles igualmente nuevos y relucientes y salieron como
un rayo de la ciudad. Me estremecí. ¿Dónde lo había visto antes? ¡Primero en
Italia y luego en Alemania! Tanto en un lugar como en otro habían aparecido de
repente estos uniformes nuevos e inmaculados, los flamantes automóviles y las
ametralladoras. Y una vez más me pregunté: ¿quién proporciona y paga esos
uniformes nuevos? ¿Quién organiza a esos pobres jóvenes anémicos? ¿Quién los
empuja a luchar contra el poder establecido, contra el parlamento elegido,
contra los representantes legítimos de su propio pueblo? Yo sabía que el tesoro
público estaba en manos del gobierno legítimo, como también los depósitos de
armas. Por consiguiente, esas armas y esos automóviles tenían que haber sido
suministrados desde el extranjero y sin duda habían cruzado la frontera desde
la vecina Portugal. Pero, ¿quién los había suministrado? ¿Quién los había
pagado? Era un poder nuevo que quería el dominio, el mismo poder que actuaba
aquí y allá, un poder que amaba la violencia, que necesitaba la violencia y que
consideraba debilidades anticuadas todas las ideas que nosotros profesábamos y
por las cuales vivíamos: paz, humanidad, entendimiento mutuo. Eran grupos
secretos, escondidos en sus despachos y consorcios, que cínicamente se
aprovechaban del idealismo ingenuo de los jóvenes para sus ambiciones de poder
y sus negocios. Era una voluntad de imponer la fuerza que, con una técnica
nueva y más sutil, quería extender por nuestra infausta Europa la vieja
barbarie de la guerra. Una sola impresión óptica, sensorial, siempre causa más
impacto en el alma que mil opúsculos y artículos de periódico. Y en el momento
en que vi cómo instigadores ocultos proveían de armas a aquellos muchachos
jóvenes e inocentes y los lanzaban contra muchachos también jóvenes e inocentes
de su propia patria, tuve el presentimiento de lo que nos esperaba, de lo que
amenazaba a Europa. Cuando, al cabo de unas horas de parada, el barco desatracó
de nuevo, corrí a mi camarote. Me resultaba demasiado doloroso seguir viendo
ese hermoso país que había caído víctima de una horrible desolación por culpa
de otros; Europa me parecía condenada a muerte por su propia locura, Europa,
nuestra santa patria, cuna y partenón de nuestra civilización occidental. Tanto más plácida se ofreció después Argentina a la
mirada. Volvía a ser España, su vieja cultura, protegida y preservada en una
nueva tierra, más vasta, todavía no abonada con sangre, todavía no emponzoñada
con odio. Había abundancia e incluso exceso de alimentos, de riqueza, había
espacio infinito y, con él, comida para el futuro. Se apoderó de mí una inmensa
alegría y una especie de nueva confianza. ¿No habían emigrado las culturas de
un país a otro desde hacía miles de años? ¿No se salvaban siempre las semillas,
aunque el árbol cayera bajo el hacha, y con ellas también las nuevas flores y
los frutos? Lo que las generaciones anteriores y contemporáneas habían logrado
nunca se perdería del todo. Sólo hacía
falta aprender a pensar a partir de dimensiones más grandes, a contar con
lapsos de tiempo más amplios. Deberíamos empezar a pensar, me decía a mí mismo,
ya no sólo a la europea, sino mirando más allá de Europa; no deberíamos
enterrarnos en un pasado moribundo, sino participar en su renacimiento. Y es
que, por la cordialidad con la que toda la población de esta nueva ciudad de
millones de habitantes ha participado en nuestro congreso, he visto que allí no
éramos unos extraños, que todavía estaba viva, vigente y eficaz la fe en la
unidad espiritual, a la cual hemos dedicado los mejores años de nuestra vida, y
que en la época de las nuevas velocidades, ya ni el océano nos separaba. Una
nueva misión sustituía a la vieja: construir la comunidad que soñábamos en unas
dimensiones más grandes y en uniones más osadas. Si, después de la última
mirada a la inminente guerra, había dado a Europa por perdida, ahora, allí,
bajo la Cruz del Sur, de nuevo empezaba a creer y a tener esperanza. Una impresión no menos imponente, una promesa no
menor, supuso para mí Brasil, este país generosamente dotado por la naturaleza de
la ciudad más bella del mundo, este país con un espacio inmenso que ni los
ferrocarriles ni las carreteras, ni siquiera los aviones, podían recorrer
todavía de cabo a rabo. Aquí el pasado se ha conservado con más esmero que en
la misma Europa; aquí, el embrutecimiento que trajo consigo la Primera Guerra
Mundial no ha penetrado todavía en las costumbres, en el espíritu de las
naciones; aquí los hombres viven más pacífica y educadamente que entre
nosotros, menos hostil que entre nosotros es el trato entre las diferentes
razas; aquí el hombre no ha sido separado del hombre por absurdas teorías de
sangre, raza y origen; se tenía el singular presentimiento de que aquí todavía
se podía vivir en paz; aquí el espacio, por cuya mínima partícula luchaban los
estados de Europa y lloriqueaban los políticos, estaba preparado, en una
abundancia inconmensurable, para recibir el futuro; aquí la tierra esperaba
todavía al hombre para que la utilizara y la llenara con su presencia; aquí se
podía continuar y desarrollar en nuevas y grandiosas formas la civilización que
Europa había creado. Con ojos felices ante las mil formas de la belleza de
aquella nueva naturaleza, vi el futuro. Pero viajar e irme lejos, hasta otros mundos y otras
estrellas, no quería decir huir de Europa ni de la aflicción por Europa. Casi
parece una malévola venganza de la naturaleza contra el hombre el que todas las
conquistas de la técnica— gracias a las cuales le ha arrancado las fuerzas más
secretas—le destruyan el alma. La peor maldición que nos ha acarreado la
técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad.
Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la
soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la
obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en
cualquier lugar del globo. Por más que me alejara de Europa, su destino me
acompañaba. Desembarcando de noche en Pernambuco, con la Cruz del Sur sobre mi
cabeza y rodeado de gentes de piel oscura en la calle, vi en un periódico la
noticia del bombardeo de Barcelona y del fusilamiento de un amigo español en
cuya compañía había pasado unas agradables horas no hacía muchos meses. Cuando
me dirigía a Tejas a toda velocidad en un vagón pullman, entre Houston y otra
ciudad petrolera oí de repente a alguien que gritaba furioso en alemán: un
compañero de viaje había sintonizado casualmente una emisora alemana en la
radio del tren y tuve que escuchar, a través de la llanura de Tejas, un
exaltado discurso de Hitler. No había modo de escaparse, ni de día ni de noche;
siempre debía pensar, con dolorosa
ansiedad, en Europa y, dentro de Europa, en Austria. Puede parecer
patriotismo mezquino el que, ante la inmensidad del peligro que amenazaba desde
China hasta más allá del Ebro y el Manzanares, yo me preocupara especialmente
por el destino de Austria. Pero sabía que el destino de toda Europa estaba
ligado a este pequeño país que, casualmente, era mi patria. Cuando uno intenta
trazar retrospectivamente los errores de la política después de la Primera
Guerra Mundial, se da cuenta de que el mayor de todos fue que tanto los
políticos europeos como los norteamericanos no llevaron a la práctica el claro
y simple plan de Wilson, sino que lo mutilaron. La idea del mismo era conceder
libertad e independencia a las pequeñas naciones, pero él había visto con
acierto que tal libertad e independencia sólo podían mantenerse dentro de una
unidad de todos los estados, pequeños y grandes, en una organización de orden
superior. Al no crear esa organización—la auténtica y total Liga de las
Naciones—y al aplicar sólo la otra parte de su programa, la independencia de
los estados pequeños, en vez de paz y tranquilidad se creó una tensión
constante. Pues nada es más peligroso que el delirio de grandeza de los
pequeños y lo primero que hicieron los estados pequeños, tan pronto como se
formaron, fue intrigar los unos contra los otros y disputarse territorios
minúsculos: Polonia contra Chequia, Hungría contra Rumania, Bulgaria contra Serbia,
y el más débil de todos en esas rivalidades era la diminuta Austria frente a la
prepotente Alemania. Este troceado y mutilado país, cuyos soberanos en otro
tiempo habían mandado en Europa a sus anchas, era— tengo que repetirlo—la
piedra angular del edificio. Yo sabía lo que no podían ver los millones de
habitantes de la capital inglesa que me rodeaban: que con Austria caería
Checoslovaquia y que, después, Hitler tendría el camino despejado para
apoderarse de los Balcanes; sabía que el nacionalsocialismo, con Viena en su
poder y gracias a la peculiar estructura de la ciudad, tenía en su inflexible
mano la palanca capaz de zarandear Europa y sacarla de sus goznes. Sólo los
austriacos sabíamos con qué avidez, estimulada por el resentimiento, Hitler
ambicionaba Viena, la ciudad que lo había visto en la miseria más extrema y en
la que quería entrar como triunfador. Por eso, cada vez que yo hacía una
escapada a Austria y luego volvía a cruzar la frontera, respiraba con alivio:
«Esta vez, todavía no.» Y miraba hacia atrás como si fuera la última. Veía
acercarse la catástrofe, inevitablemente; cien veces durante aquellos años,
mientras los demás leían confiados los periódicos, yo temía en lo más íntimo de
mi ser ver en ellos los titulares: Finis Austriae. ¡Ah, cómo me había engañado
a mí mismo con la ilusión de creer que desde hacía tiempo me había desligado de
su destino! Desde lejos compartía todos los días el sufrimiento de su lenta y
febril agonía: infinitamente más que mis amigos que vivían en ella, que a su vez
se engañaban con muestras de patriotismo y se repetían los unos a los otros,
día tras día: «Francia e Inglaterra. Y sobre todo Mussolini no lo permitirá.»
Creían en la Liga de las Naciones y en los tratados de paz como los enfermos en
las medicinas con hermosas etiquetas. Vivían tranquilos y despreocupados,
mientras que a mí, que lo veía todo más claro, se me partía el corazón de
angustia. Tampoco mi último viaje a Austria estuvo motivado por
otra cosa que por un estallido espontáneo de miedo ante la catástrofe cada vez
más inminente. Había estado en Viena en el otoño de 1937 para visitar a mi
anciana madre y durante un tiempo no tuve nada más que hacer allí; como nada
urgente me retenía, regresé a Londres. Al cabo de pocas semanas (sería a
finales de noviembre), una tarde me dirigía a casa por Regent Street y compré
el Evening Standard. Era el día en que lord Halifax volaba hacia Berlín para
intentar por primera vez negociar
personalmente con Hitler. En aquella edición del periódico se
especificaban— todavía lo veo, el texto a la derecha y en negrita—los puntos
sobre los que Halifax quería llegar a un acuerdo con Hitler. Y entre líneas
leí, o creí leer: el sacrificio de Austria, pues ¿qué otra cosa podía
significar una entrevista con Hitler? Y es que los austriacos sabíamos que
Hitler no cedería nunca en este punto. Curiosamente la enumeración programática
de los temas de debate sólo se incluyó en la edición del mediodía del Evening
Standard y desapareció completamente de las demás ediciones del mismo periódico
a partir de la tarde. (Luego corrió el rumor de que esa información la había
proporcionado al periódico la legación italiana, porque lo que más temía Italia
en 1937 era un acuerdo entre Alemania e Inglaterra a sus espaldas.) No podría
decir hasta qué punto era objetiva y cierta la noticia (inadvertida seguramente
para la gran mayoría) tal como se publicó en aquella edición del Evening
Standard. Sólo sé que me estremecí horrorizado ante la idea de que Hitler e
Inglaterra negociaran ya respecto a Austria; no me avergüenza decir que el
periódico me temblaba en las manos. Falsa o verdadera, la noticia me conmocionó
como ninguna otra desde hacía años, pues sabía que, aun cuando se confirmara
sólo una pequeña parte de la misma, sería el principio del fin, caería la
piedra angular del edificio y, con ella, el edificio entero. Di marcha atrás en
el acto, subí al primer autobús en dirección a Victoria Station y me dirigí a
Imperial Airways para preguntar si quedaba algún asiento libre en el avión de
la mañana siguiente. Quería volver a ver a mi madre, la familia, la patria. Por
casualidad pude hacerme todavía con un billete; metí cuatro cosas en una maleta
y volé hacia Viena. Los amigos se sorprendieron ante mi regreso tan rápido
y repentino. Y ¡cómo se rieron a costa mía cuando les insinué mis inquietudes!
«El mismo Jeremías de siempre», dijeron con sorna. ¿Acaso no sabía que la
población entera de Austria apoyaba ahora a Schuschnigg al cien por cien?
Elogiaron con profusión de detalles las grandiosas manifestaciones del «Frente
Patriótico», mientras yo, por el contrario, había observado en Salzburgo que la
mayoría de los participantes sólo llevaba el distintivo reglamentario de la
coalición pegado en la solapa por miedo a perder sus puestos de trabajo, pero a
la vez desde hacía tiempo estaban inscritos—por precaución en Munich—en las
filas de los nacionalsocialistas: había estudiado demasiada historia, y escrito
sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el
lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento. Sabía que las mismas
voces que hoy gritaban «¡Heil Schuschnigg!» mañana rugirían «¡Heil Hitler!».
Sin embargo, todos aquellos con los que hablé en Viena mostraban una sincera
despreocupación. Se invitaban mutuamente a actos sociales con esmoquin y frac
(sin sospechar que pronto llevarían el uniforme de prisioneros en campos de
concentración); desbordaban los comercios con compras de Navidad para sus
hermosas casas (sin sospechar que en unos meses otros se las quitarían y las saquearían).
Y esa eterna despreocupación de la vieja Viena, que tanto me había gustado
antes y con la que he soñado toda la vida, esa despreocupación que el poeta
nacional vienés Anzengruber resumió una vez en el axioma «Nada te puede pasar»,
por primera vez me dolió. Aunque quizás, en última instancia, eran más sabios
que yo todos aquellos amigos de Viena, pues sufrían sólo cuando pasaba algo,
mientras que yo me imaginaba las desgracias, las padecía antes de tiempo y
volvía a padecerlas cuando ocurrían de veras. Sin embargo ya no comprendía a
mis amigos, ni podía hacerme comprender por ellos. Después del segundo día ya
no previne a nadie más. ¿Para qué inquietar a
alguien que no quiere ser inquietado?
Que el lector no lo tome como un adorno añadido, sino como la pura
verdad, si digo que en los últimos días que pasé en Viena contemplé cada una de
las familiares casas, cada iglesia, cada jardín y cada uno de los viejos
rincones de la ciudad en la que había nacido con un «¡Nunca más!» mudo y
desesperado. Había abrazado a mi madre con un secreto «¡Es la última vez!». Me
despedí de toda la ciudad y de todo el país con un sentimiento de «Nunca más»,
pues tenía conciencia de que era una despedida, un adiós para siempre. Pasé de
largo por Salzburgo, la ciudad donde tenía la casa en la que había trabajado
durante veinte años, sin siquiera bajar del tren en la estación. Por supuesto
que desde la ventanilla habría podido ver la casa de la colina, con todos sus
recuerdos de los años vividos. Pero no volví los ojos hacia ella. ¿Para qué,
mirándolo bien, si no volvería a vivir allí?, y en el instante en que el tren
cruzó la frontera, supe, como el patriarca Lot de la Biblia, que detrás de mí
todo era polvo y ceniza, un pasado petrificado en sal amarga. Creía haber
presentido todos los horrores que podían ocurrir cuando el sueño de odio de
Hitler se hiciera realidad y él mismo ocupara victorioso Viena, la ciudad que
lo rechazó cuando era un joven pobre y fracasado. Pero, ¡qué tímida, pequeña y
lastimosa resultó mi fantasía, como toda fantasía humana, ante la inhumanidad
que se desató aquel i 3 de marzo de 1938, el día en que Austria, y con ella
Europa, sucumbió a la fuerza bruta! Finalmente cayó la máscara. Como los demás
estados ya habían manifestado abiertamente su miedo, la brutalidad ya no tenía
que imponerse trabas morales, así que no se sirvió—¿conservaban todavía algún
peso Inglaterra, Francia, el mundo?—de ningún pretexto hipócrita para excluir,
por ejemplo, a los «marxistas» de la vida política. Ya no simplemente se robaba
y saqueaba, sino que se daba rienda suelta a cualquier ansia de venganza
personal. Catedráticos de universidad eran obligados a fregar las calles con
las manos, judíos creyentes de barba blanca eran arrastrados al templo y
obligados por mozalbetes vocingleros a arrodillarse y gritar a coro «¡Heil
Hitler!». Por las calles se cazaba a gente inocente como a conejos y se los
llevaba a empujones a los cuarteles de las SA para que limpiaran las letrinas;
todo lo que la enfermiza y sórdida fantasía del odio había ideado durante
muchas noches de orgía se desataba a la luz del día. Hechos tales como irrumpir
en las casas y arrancar los pendientes a temblorosas mujeres pudieron haber
ocurrido también siglos atrás, en las guerras medievales, durante el saqueo de
las ciudades, pero el impúdico placer de la tortura en público, el tormento
psíquico y la humillación refinada eran algo nuevo. Todo esto está registrado
no por una sola persona, sino por las miles que lo han sufrido, y llegará un
día en que una época más tranquila, no moral- mente cansada como ya lo está la
nuestra, leerá estremecida sobre los crímenes que cometió un solo hombre,
rabioso de odio, en el siglo XX, en aquella ciudad de la cultura. Porque ése
fue el diabólico triunfo de Hitler en medio de sus victorias militares y
políticas: este hombre solo logró con sus constantes excesos embotar todo
concepto de justicia. Antes de su «nuevo orden», el asesinato de una sola
persona sin sentencia judicial ni causa notoria estremecía aún al mundo, la
tortura era inconcebible en el siglo XX y se llamaba a las expropiaciones lisa
y llanamente rapiña y robo. Ahora, en cambio, tras la nueva versión de las
sucesivas Noches de San Bartolomé,
después de las torturas hasta la muerte en las celdas de las SA y detrás de los
alambres de espino, ¡qué importaba una injusticia aislada y el sufrimiento en
este valle de lágrimas! En 1938, después de Austria, nuestro mundo ya estaba
más acostumbrado a la inhumanidad, la injusticia y la brutalidad que cuanto lo
había estado durante siglos. Lo que había ocurrido en aquella infausta ciudad
de Viena antes habría bastado para provocar un boicot internacional, pero en el
año 1938 la conciencia mundial callaba o sólo se quejaba un poco antes de
olvidar y perdonarlo todo. Aquellos días en que resonaban los gritos de auxilio
lanzados diariamente desde la patria, en que sabía que amigos próximos eran
secuestrados, torturados y humillados, en que, impotente, temblaba de miedo por
aquellos a los que amaba, aquellos días fueron unos de los más terribles de mi
vida. No me avergüenza decir—he aquí hasta qué punto la época nos ha pervertido
el corazón—que no me estremecí ni lloré cuando me llegó la noticia de la muerte
de mi madre, a la que había dejado en Viena, sino que, al contrario, sentí algo
parecido a un alivio, pues ahora la sabía a salvo de todos los sufrimientos y
peligros. A los ochenta y cuatro años, casi sorda del todo, vivía en nuestra
casa familiar y, por lo tanto, de momento no podía ser desahuciada ni siquiera
de acuerdo con las nuevas «leyes arias» y teníamos la esperanza de llevarla al
extranjero de un modo u otro al cabo de un tiempo. Uno de los primeros decretos
de Viena la había afectado seriamente. A su edad tenía las piernas débiles y
estaba acostumbrada, durante sus paseos diarios, a descansar en un banco del
Ring o del parque después de cada cinco o diez minutos de penoso andar. No
hacía siquiera ocho días que Hitler se había convertido en amo y señor de la
ciudad, cuando proclamó la orden que prohibía a los judíos sentarse en los
bancos: era una de aquellas prohibiciones ideadas, obviamente, con el único y
sádico propósito de martirizar con malicia. Y es que robar a los judíos tenía,
al fin y al cabo, una cierta lógica y un sentido, pues con el producto del robo
de las fábricas, del mobiliario de las casas y villas y de los pues- tos de
trabajo vacantes, se podía alimentar a los partidarios y recompensar a los
antiguos satélites; en definitiva la galería de arte de Goering debe su
esplendor principalmente a esa práctica aplicada al por mayor. Ahora bien,
impedir a una anciana o a un hombre mayor cansado sentarse unos minutos en un
banco para recuperar el aliento, eso estaba reservado al siglo y al hombre que
millones de personas adoraban como al más grande de la época. Por fortuna a
mi madre le fue ahorrado el tomar parte por mucho tiempo en tales groserías y
humillaciones. Murió pocos meses después de la ocupación de Viena y no puedo
menos que mencionar un episodio relacionado con su muerte, pues creo importante
dejar constancia de esta clase de detalles con vistas a un futuro que los
tendrá por imposibles. Una mañana, aquella mujer de ochenta y cuatro años
sufrió un desmayo. El médico que la atendió pronosticó en seguida que
difícilmente pasaría de aquella noche y mandó buscar a una enfermera, una mujer
de cuarenta años, para que la velara junto a su cama. Ni mi hermano ni yo, sus
dos únicos hijos, estábamos en Viena y, naturalmente, no podíamos acudir, pues
para los representantes de la cultura alemana regresar a Austria para visitar a
una madre en su lecho de muerte también constituía un delito. De modo que un
primo nuestro aceptó pasar la noche en la casa para que al menos alguien de la
familia estuviera presente en el momento de la muerte. Aquel primo era entonces
un hombre de sesenta años que tampoco gozaba de buena salud y que de hecho
también murió al cabo de un año. Cuando había empezado a prepararse la
cama en la habitación contigua para
pasar allí la noche, apareció la enfermera—hay que decir en su honor que bastante
avergonzada—para comunicar que, lamentándolo mucho, según las nuevas leyes
nacionalsocialistas, le resultaba imposible pasar la noche al lado de la
moribunda. Dijo que mi primo era judío y, puesto que ella era una mujer de
menos de cincuenta años, no podía pasar la noche bajo el mismo techo al mismo
tiempo que él, ni siquiera para velar a una moribunda, pues, conforme a la
mentalidad de Streicher, lo primero que se le ocurriría a un judío sería
practicar con ella un acto de deshonra racial. Por supuesto, añadió, lamentaba
mucho aquella orden, pero debía cumplir la ley. Y así mi primo de sesenta años,
para que la enfermera pudiera quedarse junto a la moribunda, se vio obligado a
salir de la casa al anochecer. Quizás ahora se comprenda que yo considerara
afortunada a mi madre por no tener que seguir viviendo entre esa clase de
gente. La caída de
Austria produjo en mi vida privada un cambio que en un principio consideré del
todo insignificante y puramente formal: perdí mi pasaporte austriaco y tuve que
pedir a las autoridades británicas un documento sustitutivo, un pasaporte de
apátrida. En mis sueños cosmopolitas me había imaginado a menudo en mi fuero
interno cuán espléndido y conforme a mis sentimientos sería vivir sin estado,
no estar obligado a ningún país y, por lo tanto, pertenecer a todos sin
distinción. Pero una vez más tuve que reconocer cuán imperfecta es la fantasía
humana y hasta qué punto no comprendemos las sensaciones más importantes hasta
que no las hemos vivido nosotros mismos. Diez años antes, en una ocasión en que
encontré a Dmitri Merezhkovski en París y le oí lamentarse de que sus libros
estaban prohibidos en Rusia, yo, inexperto, intenté consolarlo maquinalmente
diciéndole que aquello significaba muy poco teniendo en cuenta la difusión
universal que habían tenido. Pero luego, cuando mis libros desaparecieron de la
lengua alemana, ¡con qué claridad comprendí su queja de no poder publicar la
palabra creada más que en traducciones, un medio diluido,, cambiado! Asimismo,
no fue hasta el instante en que fui admitido en un despacho oficial inglés,
después de una larga espera en una antesala sentado en el banco de los
solicitantes, cuando comprendí qué significaba el cambio de mi pasaporte por un
papel para extranjeros. Máxime cuando hasta entonces había tenido derecho a un
pasaporte austriaco. Cualquier funcionario austriaco del consulado o de la
policía tenía la obligación de extendérmelo como a ciudadano de pleno derecho.
En cambio, el documento de extranjero que me dieron los ingleses tuve que
pedirlo. Era un favor, pero un favor que me podían retirar en cualquier
momento. De la noche a la mañana había descendido un peldaño más. Ayer todavía
era un huésped extranjero y, en cierto modo, un gentleman que gastaba allí sus
ingresos internacionales y pagaba sus impuestos, y hoy me había convertido en
un emigrado, un «refugiado». Me rebajaron a una categoría inferior, aunque no
deshonrosa. Además, de ahora en adelante debía solicitar cualquier visado
extranjero en aquella hoja de papel, porque en todos los países desconfiaban de
esa «clase» de hombres de los cuales, de repente, yo formaba parte: hombres
privados de derechos y sin patria, a los que, en caso de necesidad, se los
podía expulsar y devolver a su país como a los demás, si se convertían en una
carga o permanecían allí demasiado tiempo. Y tuve que recordar las palabras que
un exiliado ruso me había dicho años atrás: «Antes el hombre sólo tenía cuerpo
y alma. Ahora, además, necesita un
pasaporte, de lo contrario no se lo trata como a un hombre.» En efecto: tal vez
nada demuestra de modo más palpable la terrible caída que sufrió el mundo a
partir de la Primera Guerra Mundial como la limitación de la libertad de
movimientos del hombre y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de
1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí
el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la
sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la
India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto
uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser
preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de papeles que se exigen
hoy en día. No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de estos
fastidios; las mismas fronteras que hoy aduaneros, policías y gendarmes han
convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos
hacia todos, no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la
misma despreocupación que el meridiano de Greenwich. Fue después de la guerra
cuando el nacionalsocialismo comenzó a trastornar el mundo, y el primer
fenómeno visible de esta epidemia fue la xenofobia: el odio o, por lo menos, el
temor al extraño. En todas partes la gente se defendía de los extranjeros, en
todas partes los excluía. Todas las humillaciones que se habían inventado
antaño sólo para los criminales, ahora se infligían a todos los viajeros, antes
y durante el viaje. Uno tenía que hacerse retratar de la derecha y la
izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se le vieran las
orejas, dejar las huellas dactilares, primero las del pulgar, luego las de
todos los demás dedos; además, era necesario presentar certificados de toda
clase: de salud, vacunación y buena conducta, cartas de recomendación,
invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas,
rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias, y con que faltara uno solo
de ese montón de papeles, uno estaba perdido. Parecen bagatelas. Y a primera vista puede parecer
mezquino por mi parte que las mencione. Pero con estas absurdas «bagatelas»
nuestra generación ha perdido un tiempo precioso e irrecuperable. Si calculo
los formularios que rellené aquellos años, las declaraciones de impuestos, los
certificados de divisas, los permisos de paso de fronteras, de residencia y
salida del país, los formularios de entrada y salida, las horas que pasé
haciendo cola en las antesalas de los consulados y las administraciones públicas,
el número de funcionarios ante los que me senté, amables o huraños, aburridos o
ajetreados, todos los registros e interrogatorios que tuve que soportar en las
fronteras, me doy cuenta entonces de cuánta dignidad humana se ha perdido en
este siglo que los jóvenes habíamos soñado como un siglo de libertad, como la
futura era del cosmopolitismo. ¡Cuánta parte de nuestra producción, de nuestra
creación y de nuestro pensamiento se ha perdido por culpa de esas monsergas
improductivas que a la vez envilecen el alma! Durante aquellos años, todos
estudiamos más normativa oficial que libros; los primeros pasos que dábamos en
una ciudad extranjera, un país extranjero, ya no se dirigían a los museos y
monumentos, sino al consulado o a la jefatura de policía en busca de un
«permiso». Cuando nos encontrábamos los mismos que antes solíamos hablar de una
poesía de Baudelaire y discutíamos de diversos problemas con pasión
intelectual, ahora nos sorprendíamos hablando de «afidávits» y permisos y de si
debíamos solicitar un visado permanente o de turista; conocer a una funcionaria insignificante de un
consulado que nos acortara el rato de espera era, en aquella década, más vital
que la amistad de un Toscanini o un Rolland. Constantemente se nos hacía notar
que nosotros, que habíamos nacido con un alma libre, éramos objetos y no
sujetos, que no teníamos derecho a nada y todo se nos concedía por gracia
administrativa. Constantemente éramos interrogados, registrados, numerados,
fichados y marcados, yo todavía hoy—como hombre incorregible que soy, de una
época más libre y ciudadano de una república mundial ideal—considero un estigma
los sellos de mi pasaporte y una humillación las preguntas y los registros. Son
bagatelas, sólo bagatelas, lo sé, bagatelas en una época en la que el valor de
una vida humana ha caído con mayor rapidez aún que cualquier moneda. Pero sólo
si se deja constancia de estos pequeños síntomas, una época posterior podrá
determinar el diagnóstico clínico correcto de las circunstancias que
desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos
guerras mundiales. Quizás estaba yo demasiado mal acostumbrado de antes.
Quizá mi sensibilidad se había vuelto cada vez más irritable por los cambios
bruscos de los últimos años. La emigración, sea del tipo que sea, provoca por
sí misma, inevitablemente, un desequilibrio. La persona pierde estabilidad (y
eso también hace falta haberlo vivido para comprenderlo); si no siente su
propio suelo bajo los pies, se vuelve más insegura y más desconfiada consigo
misma. Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con
documentos o pasaportes extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una
parte de la identidad natural de mi «yo» original y auténtico quedó destruida
para siempre. Me volví más reservado de lo que era por naturaleza y yo, antes
tan cosmopolita, ahora no logro librarme de la sensación de tener que dar
gracias especiales por cada hálito que robo a un pueblo que no es el mío.
Cuando lo pienso con claridad, me doy cuenta, desde luego, que son manías
absurdas, pero ¿cuándo la razón ha podido con los sentimientos? De nada me ha
servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un
citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta
y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra
limitado por unas fronteras. Pero no era yo
el único que tenía esta sensación de inseguridad. Poco a poco la inquietud fue
extendiéndose por toda Europa. El horizonte político se oscureció desde el día
en que Hitler atacó Austria, y los mismos que en Inglaterra en secreto le
habían allanado el camino con la esperanza de comprar así la paz para su país,
entonces empezaron a reflexionar. Desde 1938 no hubo en Londres, París, Roma, Bruselas,
así como en ninguno de los pueblos y ciudades, ninguna conversación que, por
alejado que fuera su tema al inicio, no desembocara en la inevitable pregunta
de si todavía se podía evitar la guerra, o por lo menos diferirla, y cómo.
Cuando pienso en todos esos meses de miedo continuo y creciente ante la
posibilidad de una guerra en Europa, sólo recuerdo dos o tres días de plena
confianza, dos o tres días en los que aún teníamos la sensación, por última
vez, de que las nubes pasarían de largo y podríamos volver a respirar
libremente y en paz como antes. El perverso destino, sin embargo, quiso que
aquellos dos o tres días fueran precisamente los que quedaran registrados como
los más funestos de la historia contemporánea: los días de la entrevista de Chamberlain
con Hitler en Munich. Sé que hoy se
recuerda con disgusto aquel encuentro en que Chamberlain y Daladier, colocados
impotentes contra la pared, capitularon ante Hitler y Mussolini, pero, puesto
que quiero servir a la verdad basándome en documentos, debo confesar que todo
aquel que vivió aquellos días en Inglaterra entonces los consideró admirables.
La situación era desesperada en los últimos días de septiembre de Chamberlain
regresaba en avión de su segunda entrevista con Hitler y al cabo de unos días
se supo lo que había ocurrido. Chamberlain había ido a Godesberg para conceder
a Hitler todo lo que éste le había pedido anteriormente en Berchtesgaden. Pero
lo que unas semanas antes le había parecido suficiente a Hitler luego ya no
satisfacía su histeria de poder. La política del appeasement y del try and try
again había fracasado estrepitosamente y en Inglaterra se había acabado de la
noche a la mañana la época de la buena fe. Inglaterra, Francia, Chescolovaquia,
Europa, sólo podían escoger entre humillarse ante las perentorias ansias de
poder de Hitler o plantarle cara con las armas. Inglaterra parecía dispuesta a
todo. Ya no escondía sus preparativos bélicos, sino que exhibía públicamente su
armamento. De repente aparecieron obreros excavando refugios antiaéreos en
medio de los jardines de Londres: en Hyde Park, Regent's Park y, sobre todo,
frente a la embajada alemana. Se movilizó a la flota, los oficiales del estado
mayor volaban sin parar entre París y Londres para decidir conjuntamente las
últimas medidas, los barcos que se dirigían a América eran abordados por
extranjeros que querían ponerse a salvo antes de que fuera demasiado tarde;
desde 1914 Inglaterra no había conocido un despertar como aquél. La gente iba
por la calle con un ademán más serio y pensativo. Miraba las casas y las calles
rebosantes pensando para sus adentros: ¿no se abatirán mañana las bombas sobre
ellas? Y, tras las puertas, todos se sentaban alrededor de la radio para
escuchar las noticias. Una tensión tremenda, invisible pero perceptible, se
había apoderado de todos y de cada segundo a lo largo y ancho del país. Después se celebró aquella histórica sesión del
Parlamento en la que Chamberlain informó sobre su nuevo intento de llegar a un
acuerdo con Hitler y sobre una nueva propuesta, la tercera, de ir a visitarlo
en cualquier lugar de Alemania para salvar la seriamente amenazada paz. Todavía
no había obtenido respuesta. Y entonces, en mitad de la sesión, llegó—calculado
con exagerado dramatismo—el telegrama que anunciaba el consentimiento de Hitler
y Mussolini a una conferencia conjunta en Munich, y en aquel momento—un caso
prácticamente único en la historia de Inglaterra—el Parlamento inglés perdió
los nervios. Los diputados se pusieron en pie de un salto, gritando y aplaudiendo,
las tribunas re- tumbaron de alegría. Hacía años que la honorable casa no había
vibrado con tamaño estallido de júbilo como en aquella ocasión. Desde el punto
de vista humano era un espectáculo maravilloso ver cómo el sincero entusiasmo
por la posibilidad de salvar todavía la paz superaba el porte y la moderación
tan virtuosamente practicados por los ingleses. Desde el punto de vista
político, empero, aquel arrebato representó un terrible error, pues con aquella
alegría desbordada el Parlamento y el país habían revelado hasta qué punto
aborrecían la guerra y estaban dispuestos a cualquier sacrificio, a renunciar a
sus intereses y hasta a su prestigio por amor a la paz. Sin embargo, de aquel
día en adelante Chamberlain quedó señalado como el hombre que iba a Múnich no a
luchar por la paz, sino a implorarla. Pero entonces nadie sospechaba todavía la
clase de capitulación que les
aguardaba. Todo el mundo creía—yo también, no lo niego— que Chamberlain iba a
Munich a negociar, no a capitular. Luego siguieron dos o tres días de
impaciente espera, días en que el mundo entero, como quien dice, contuvo la
respiración. Se excavaba en los parques, se trabajaba en las fábricas de
armamento, se instalaban baterías antiaéreas, se repartían caretas antigás, se
sopesaba la conveniencia de evacuar a los niños de Londres y se tomaban
misteriosas medidas que nadie comprendía, pero que todo el mundo sabía a qué
estaban destinadas. La gente volvió a pasar mañanas, tardes y noches esperando
el periódico, escuchando la radio. Se repitieron aquellos momentos de julio de
1914, con una espera terrible y crispada, del sí o el no. Y, de repente, como llevados por una fuerte ráfaga de
viento, los sofocantes nubarrones se despejaron, los corazones se ensancharon y
las almas se sintieron libres. Se había dado la noticia de que Hitler,
Chamberlain, Daladier y Mussolini habían llegado a un acuerdo total y, más aún,
que Chamberlain había conseguido cerrar un pacto con Alemania que garantizaba
el arreglo pacífico de todos los posibles conflictos entre ambos países para
siempre. Parecía una victoria decisiva de la tenaz voluntad de paz de un hombre
de estado, por sí mismo soso e insignificante, y todos los corazones latieron
de gratitud hacia él en aquel momento. Por radio se oyó primero el mensaje
Peace for our time que anunciaba a nuestra sufrida generación que podíamos
volver a vivir en paz y contribuir a la construcción de un mundo nuevo y mejor,
y miente quien quiera negar a posteriori lo mucho que nos embriagaron aquellas
palabras mágicas. Pues, ¿quién podía creer que un hombre que regresaba
preparado para una entrada triunfal era un hombre derrotado? Si la gran masa de
Londres hubiera sabido la hora exacta de la llegada de Chamberlain en la mañana
de su regreso de Munich, centenares de miles de personas habrían invadido el
aeródromo de Croydon para saludar y vitorear al hombre que, según creíamos
todos en aquel momento, había salvado la paz de Europa y el honor de
Inglaterra. Luego salieron los periódicos a la calle. Las fotografías mostraban
a un Chamberlain (su rostro severo normalmente recordaba la cabeza de un pájaro
irritado) orgulloso y sonriente en la puerta del avión, agitando el histórico
documento que anunciaba Peace for our time y que él traía a su pueblo como
valiosísimo regalo. Por la noche ya se pasaba la escena en los cines; la gente
saltaba de los asientos, gritando y vitoreando, casi abrazándose, con el
sentimiento de la nueva hermandad que se iniciaba entonces en el mundo. Para
toda persona que en aquel momento estaba en Londres, en Inglaterra, aquél fue
un día inolvidable que prestó alas al espíritu. En aquellos históricos días me encantaba pasear por
las calles para impregnarme con más intensidad de su atmósfera, para respirar
con todos los sentidos, en el sentido más propio de la palabra, el aire del
momento. Los obreros habían dejado de excavar en los parques, la gente los
rodeaba riendo y charlando, pues gracias a la peace for our time los refugios
antiaéreos ya no eran necesarios; oí a dos chavales mofarse, en un cockney
excelente, de aquellos refugios, diciendo que ojalá los convirtieran en
meaderos públicos subterráneos, porque en Londres no había suficientes. Todos
los presentes se rieron y todo el mundo parecía más animado, devuelto a la
vida, como las plantas después de la tempestad. Caminaban más erguidos que el
día anterior, con las hombros más ligeros y en sus ojos ingleses, por lo
general tan fríos, centelleaba un brillo de alegría. Las casas parecían más
luminosas desde que la gente sabía que no las amenazaban las bombas; los
autobuses, más elegantes; el sol, más radiante; la vida de miles y miles de personas, sublimada y fortalecida
por aquella sola palabra embriagadora. Yo notaba cómo también a mí me
embriagaba la euforia. Caminaba incansable, cada vez más deprisa y más ligero:
también a mí me llevaba la ola de la confianza reavivada, con más fuerza y
alegría. En la esquina de Picadilly, de pronto se me acercó alguien
precipitadamente. Era un funcionario del gobierno inglés al que en realidad
conocía muy poco, un hombre impasible y reservado. En circunstancias normales
nos habríamos saludado cortésmente y nada más y a él no se le habría ocurrido
dirigirme la palabra. Pero en aquella ocasión venía a mi encuentro con los ojos
chispeantes. —Qué le ha parecido Chamberlain?—me preguntó radiante
de alegría—. Nadie confiaba en él, pero ha obrado correctamente. No ha
transigido y así ha salvado la paz. Era la opinión de todos; también la mía aquel día. Y
el día siguiente también fue un día feliz. Los periódicos se mostraban unánimes
en su júbilo, los valores de la bolsa subieron espectacularmente, por primera
vez desde hacía años llegaban voces de amistad desde Alemania y en Francia
proponían levantar un monumento a Chamberlain. Pero, ay, sólo fue la última
llamarada de un fuego que iba a extinguirse definitivamente. En los días
siguientes empezaron a filtrarse los fatales detalles: cuán absoluta había sido
la capitulación ante Hitler y cuán ignominiosa la entrega de Checoslovaquia, a
la que se había garantizado ayuda y apoyo; y hacia el fin de semana ya era
público que ni siquiera la capitulación había satisfecho a Hitler y que,
incluso antes de que se hubiera secado la firma del pacto, él ya lo había
violado en todos sus puntos. Sin ninguna clase de escrúpulos Goebbels proclamó
entonces públicamente y a los cuatro vientos que en Munich habían acorralado a
Inglaterra contra la pared. La gran luz de la esperanza se había apagado. Pero
había brillado durante un día o dos y nos había calentado los corazones. No
quiero ni puedo olvidar aquellos días. Desde el
momento en que supimos la verdad de lo ocurrido en Munich, paradójicamente ya
no vi en Inglaterra sino a muy pocos ingleses. La culpa fue mía, pues los
evitaba o, mejor dicho, evitaba entrar en conversación con ellos, aunque tenía
la obligación moral de admirarlos más que nunca. Eran generosos con los
refugiados, que llegaban a tropeles, mostraban hacia ellos una compasión de lo
más noble y un interés caritativo. Pero entre ellos y nosotros se iba alzando
una especie de muro interior que separaba los dos lados: a nosotros ya nos
había sucedido, a ellos todavía no; nosotros comprendíamos lo que había
ocurrido y lo que ocurriría, y ellos todavía se negaban a comprenderlo (en
parte en contra de su propia conciencia). Intentaban, a pesar de todo,
perseverar en la ilusión de que una palabra era una palabra y un pacto era un
pacto y que se podía negociar con Hitler si se le hablaba sensata y
humanamente. Entregados durante siglos a la noción de derecho por su tradición
democrática, los círculos dirigentes ingleses no podían o no querían reconocer
que a su lado se instalaba conscientemente una nueva técnica de cínica
amoralidad y que la nueva Alemania anulaba todas las reglas de juego vigentes
en las relaciones entre los pueblos y en el marco del derecho tan pronto como
las encontraba incómodas. A los ingleses de mente clara y perspicaz, que desde
hacía tiempo habían renunciado a cualquier tipo de aventuras, les parecía
improbable que aquel hombre que había conseguido tanto, tan rápida y fácilmente, se atreviera a ir
más lejos; no dejaban de creer y esperar que primero iría contra los
otros—¡preferentemente Rusia!—y que entretanto se podría llegar a algún acuerdo
con él. Nosotros, en cambio, sabíamos que se podía esperar de él lo más
monstruoso como lo más natural. Todos teníamos grabada en la pupila la imagen
de un amigo asesinado, de un camarada torturado, y por ello nuestros ojos eran
más duros, más penetrantes e inflexibles. Los proscritos, los perseguidos y los
desposeídos de nuestros derechos sabíamos que no existía ningún pretexto
demasiado absurdo ni demasiado falso cuando se trataba de robo y de poder. Y,
así, los que habíamos sido puestos a prueba y los que todavía estaban expuestos
a ella, los emigrados y los ingleses, hablábamos lenguas diferentes; no creo
exagerar si digo que, salvo un minúsculo número de ingleses, nosotros éramos
los únicos en Inglaterra que no se engañaban respecto al alcance total del
peligro. Como en otro tiempo en Austria, también en Inglaterra me había sido
destinado prever lo inevitable con más claridad, con el corazón roto y una
perspicacia torturadora, sólo que, como extranjero, como huésped tolerado, no
podía lanzar un grito de alarma. De modo, pues, que los marcados con el estigma del
destino sólo nos teníamos a nosotros mismos cuando el sabor amargo de los
acontecimientos nos roía los labios, y ¡cómo nos torturaba el alma la ansiedad
por el país que nos había acogido fraternalmente! Las horas de amistad que pude
compartir con Sigmund Freud en aquellos últimos meses antes de la catástrofe me
demostraron, de un modo inolvidable, que incluso en las horas más tenebrosas
una conversación con un intelectual de gran talla moral puede ofrecer un
inmenso y reconfortante consuelo al alma. Durante meses me había atormentado la
idea de que aquel hombre enfermo de ochenta y tres años habría podido
permanecer en la Viena de Hitler, si no fuese porque la extraordinaria princesa
María Bonaparte, su discípula más fiel, que vivía en la Viena esclavizada,
logró salvarlo y traerlo a Londres. Fue uno de los grandes y felices días de mi
vida aquel en que leí en la prensa que el más venerado de mis amigos, a quien
ya creía perdido, había llegado a la isla y así regresaba del Hades. Había conocido
en Viena a Sigmund Freud—ese espíritu grande y fuerte que como ningún otro de
nuestra época había profundizado, ampliándolo, en el conocimiento del alma
humana—, en una época en que todavía era amado y combatido como hombre huraño,
obstinado y meticuloso. Fanático de la verdad, pero a la vez consciente de los
límites de toda verdad, me dijo un día: «Existe tan poca verdad al ciento por
ciento como alcohol puro.» Se había distanciado de la universidad y de sus
cautelas académicas a causa del modo impertérrito con que se había aventurado
en las zonas terrenales y subterráneas del instinto, hasta entonces nunca
pisadas y siempre evitadas con temor, es decir, precisamente la esfera que la
época había solemnemente declarado «tabú». Sin darse cuenta de ello, el mundo
del optimismo liberal se percató de que aquel espíritu no comprometido con su
psicoanálisis le socavaba implacablemente las tesis de la paulatina represión
de los instintos por parte de la «razón» y el «progreso», y de que ponía en
peligro su método de ignorar las cosas molestas con la técnica despiadada de
sacarlas a la luz. Pero no fue sólo la universidad, ni sólo la camarilla de los
médicos de los nervios pasada de moda, los
que hicieron causa común contra aquel incómodo «intruso», sino que fue
el mundo entero, todo el viejo mundo, el viejo modo de pensar, la «convención»
moral, toda la época, que veía en él a aquel que «quita el velo» y eso le daba
miedo. Poco a poco se organizó un boicot médico en su contra, él perdió el
consultorio y, como no se podían rebatir científicamente sus tesis, ni siquiera
sus planteamientos más osados, se intentó liquidar sus teorías de los sueños a
la manera vienesa, esto es, ironizando y banalizándolas como temas jocosos de
conversaciones sociales. Sólo un reducido grupo de fieles seguidores se reunían
alrededor del solitario maestro en tertulias semanales, en las que fue tomando
forma la nueva ciencia del psicoanálisis. Mucho antes de que yo mismo me diera
cuenta de las dimensiones reales de la revolución espiritual que se estaba
preparando a partir de los primeros trabajos fundamentales de Freud, me había
ganado ya para su causa la actitud firme y moralmente inquebrantable de ese
hombre extraordinario. He aquí por fin a un hombre de ciencia, un hombre que un
joven hubiera soñado tener como modelo, prudente en sus afirmaciones mientras
no tuviera la prueba definitiva y la seguridad absoluta de las mismas, pero
impertérrito ante la oposición del mundo entero tan pronto como una hipótesis
se convertía en certeza válida, un hombre modesto como no había otro en cuanto
a su persona, pero dispuesto a luchar por cada dogma de su doctrina y fiel
hasta la muerte a la verdad inmanente que defendía a partir de sus
conocimientos. Era imposible imaginarse a un hombre más intrépido. Freud tenía
la audacia de decir siempre lo que pensaba, aun sabiendo que con sus palabras
claras e inexorables inquietaba y perturbaba; nunca trataba de hacer más fácil
su difícil posición a fuerza de concesiones, por pequeñas o puramente formales
que fuesen. Estoy convencido de que Freud habría podido exponer una quinta
parte de sus teorías sin tropezar con la oposición académica, si hubiera estado
dispuesto a adornarlas y, por ejemplo, decir «erotismo» en vez de «sexualidad»,
«eros» en vez de «libido», y no llegar siempre implacablemente a las últimas
consecuencias en vez de limitarse a insinuarlas. Pero era intransigente cuando
se trataba de la doctrina y de la verdad; cuanto más fuerte era el antagonismo,
más fuerte se volvía su determinación. Cuando busco un símbolo para el concepto
de coraje moral—el único heroísmo en la Tierra que no reclama víctimas ajenas—,
veo siempre ante mí el bello, claro y humano rostro de Freud, con sus oscuros
ojos de mirada sincera y serena. El hombre que ahora buscaba refugio en Londres huyendo
de su patria, a la que había dado fama por todo el mundo y a través de los
tiempos, era un hombre viejo desde hacía años y, además, estaba gravemente
enfermo. Pero no era un hombre cansado ni abatido. En mi fuero interno tenía un
poco de miedo de encontrarlo amargado o trastornado después de los dolorosos
momentos que debía de haber pasado en Viena; todo lo contrario: lo vi más libre
y feliz que nunca. Me llevó al jardín de su casa de suburbio londinense. —¿Ha vivido alguna vez en un lugar tan bonito como
éste?—me preguntó con una clara sonrisa dibujándose en su boca, antes tan
severa. Me mostró las tan queridas estatuillas egipciacas que María Bonaparte
había salvado para él—. ¿Acaso no estoy de nuevo en casa? Y en el escritorio
tenía desplegados los grandes folios de su nuevo manuscrito; a sus ochenta y
tres años escribía día tras día con la misma clara letra redonda y el mismo
espíritu lúcido e incansable de sus mejores días; su firme voluntad lo había
superado todo, la enfermedad, la edad y el exilio; y por primera vez daba curso
libre a la bondad que había estado estancada en su interior durante los largos años de lucha. La vejez
sólo lo había vuelto más moderado, y las pruebas superadas, más indulgente. A
ratos descubría en él gestos afectuosos que no le conocía de antes, tan
reservado como era; le ponía la mano en la espalda a uno y, tras las
relucientes gafas, sus ojos miraban con más calidez. Durante todos aquellos
años, conversar con Freud fue para mí uno de los mayores placeres
intelectuales. Aprendía de él y a la vez lo admiraba; se sentía uno comprendido
con cada palabra que pronunciaba aquel hombre magnífico y sin prejuicios al que
ninguna confesión asustaba, ninguna afirmación irritaba y para el que la
voluntad de educar a los demás a ver y sentir con claridad se había convertido
en una voluntad instintiva de vivir. Pero nunca experimenté con tanta gratitud
el valor insustituible de aquellas largas conversaciones como durante aquel año
sombrío, el último de su vida. Tan pronto como uno entraba en su habitación,
quedaba excluida de la misma, por decirlo así, la locura del mundo exterior. Lo
más cruel se volvía abstracto, lo más confuso se aclaraba, la actualidad se
subordinaba humildemente a las grandes fases cíclicas. Por primera vez veía al
verdadero sabio que, elevado por encima de sí mismo, ya no sentía el dolor y la
muerte como una experiencia personal, sino como objetos suprapersonales de
observación y reflexión: su muerte no era una proeza moral inferior a su vida.
Freud sufría horriblemente entonces a causa de la enfermedad que había de
arrebatárnoslo. Se veía que le cansaba visiblemente el tener que hablar con el
paladar artificial y uno se sentía realmente avergonzado ante cada palabra que
el anciano le concedía, porque articularla le costaba un gran esfuerzo. Pero no
abandonaba al amigo; para su espíritu de acero representaba una ambición
especial el mostrar a los amigos que su voluntad seguía siendo más fuerte que
los viles tormentos que el cuerpo le infligía. Con la boca deformada por el dolor,
siguió escribiendo en su escritorio hasta el último día e, incluso de noche,
cuando el sufrimiento le atormentaba el sueño—su sueño sano y profundo que
durante ochenta años había sido la fuente de su energía—, se negaba a tomar
somníferos o cualquier clase de inyección estupefaciente. No quería que ni por
una hora la claridad de su espíritu se amortiguara por obra de los sedantes;
prefería sufrir y permanecer despierto, pensar en medio de suplicios a no
pensar, héroe del espíritu hasta el último momento, el último de todos. Fue una
lucha terrible y más grandiosa a medida que se prolongaba. A cada momento la
muerte proyectaba su sombra con más claridad sobre su rostro. Le hundía las
mejillas, le esculpía las cejas en la frente, le sesgaba la boca, le entorpecía
la palabra en los labios; sólo contra los ojos no podía hacer nada el tétrico
verdugo, contra aquella atalaya inexpugnable desde la cual aquel espíritu
heroico contemplaba el mundo: los ojos y el espíritu permanecieron claros hasta
el final. En una de mis últimas visitas llevé conmigo a Salvador Dalí, en mi
opinión el pintor de más talento de la nueva generación, que admiraba enorme-
mente a Freud, y mientras yo hablaba con el maestro, él dibujó un esbozo suyo.
Nunca me atreví a enseñárselo a Freud porque Dalí, clarividente, había incluido
ya la muerte en él. Cada vez se hacía más cruel la lucha de la voluntad
más fuerte, del espíritu más agudo de nuestro tiempo, contra el ocaso. Sólo
cuando él mismo, para quien la claridad había sido la virtud suprema del
pensamiento, vio claro que no volvería a escribir ni a trabajar, como un héroe
romano dio permiso al médico para que pusiera fin al dolor. Era el final
grandioso para una vida grandiosa, una muerte memorable incluso en medio de las
hecatombes de aquella época asesina. Y cuando sus amigos sepultamos su ataúd en
tierra inglesa, sabíamos que
entregábamos lo mejor de nuestra patria. En aquellas
horas con Freud a menudo hablamos del mundo de Hitler y de la guerra. Como
persona estaba profundamente conmovido, pero como pensador no le sorprendía en
absoluto aquel escalofriante estallido de bestialidad. Siempre lo habían
tachado de pesimista, decía, porque negaba la supremacía de la cultura sobre
los instintos; ahora se podía ver horriblemente confirmada—y en verdad no
estaba nada orgulloso de ello—su opinión de que la barbarie, el elemental
instinto de destrucción, era inextirpable del alma humana. Quizás, en siglos
venideros, se encontraría un modo, al menos en la vida común de los pueblos, de
reprimir tales instintos; en la vida cotidiana, sin embargo, subsistían en la
naturaleza humana más íntima como fuerzas inextirpables y quizá necesarias. Le
preocupaba más, en sus últimos días, el problema del judaísmo y su tragedia
actual; para este caso el científico no poseía ninguna fórmula y su espíritu
lúcido, ninguna respuesta. Recientemente había publicado su estudio sobre
Moisés, en el que lo presentaba como a un no-judío, sino como egipcio, y con
esta afirmación, científicamente difícil de justificar, hirió tanto a los
judíos creyentes como a los judíos con conciencia nacional. Ahora lamentaba la
publicación de ese libro en la hora más funesta para el judaísmo, «ahora que
todo se les quita, yo les quito a su mejor hombre». Tuve que darle la razón en
el sentido de que los judíos se habían vuelto siete veces más sensibles, pues,
en medio de la omnipresente tragedia mundial, ellos eran sus auténticas
víctimas, y lo eran en todas partes, ya que, azorados ya antes del golpe,
sabían que toda abominación primero se desplomaría sobre ellos, y multiplicada
por siete, y que el hombre más rabioso de odio de todos los tiempos trataría de
humillarlos y perseguirlos, precisamente a ellos, hasta los confines de la
tierra e incluso bajo tierra. Semana tras semana, mes tras mes, llegaban cada
vez más refugiados, que parecían cada vez más pobres y más angustiados que los
que les habían precedido. Los primeros, los que habían salido de Alemania con
más premura, aún habían podido salvar la ropa, las maletas y los enseres de la
casa y muchos incluso algún dinero. Pero cuanto más tiempo habían confiado en
Alemania, cuanto más les había costado desprenderse de su amada patria, más
severamente habían sido castigados. Primero les quitaron la profesión, les
prohibieron la entrada en los teatros, cines y museos, y a los investigadores,
el acceso a las bibliotecas: seguían allí por fidelidad o pereza, por cobardía
u orgullo. Preferían ser humillados en su patria a humillarse como pordioseros
en el extranjero. Luego se les privó del personal de servicio y se les quitó
las radios y los teléfonos de las viviendas; después, las viviendas mismas; a
continuación se les obligó a llevar pegada la estrella de David, para que todo
el mundo los reconociera, los evitara y escarneciera en la calle como a leprosos,
expulsados y proscritos. Se les privó de todos los derechos, se ejerció sobre
ellos con sadismo toda clase de violencia física y psíquica y, de repente, se
convirtió en espeluznante verdad el viejo dicho popular ruso: «Del saco de
mendigo y de la cárcel, nadie está a salvo.» Al que no se marchaba se le
mandaba a un campo de concentración, donde la disciplina alemana ablandaba
hasta al más orgulloso, y después, una vez desposeído de todo, se le expulsaba
del país con un solo traje y diez marcos en el bolsillo, sin preguntarle adónde
quería ir. Y entonces hacían cola en la frontera, imploraban en los consulados,
casi siempre en vano, pues ¿qué país quería a gente desvalijada y pordiosera?
Nunca olvidaré el cuadro que se me ofreció a la vista una vez que entré en una agencia de
viajes de Londres; estaba abarrotada de refugiados, casi todos judíos, y todos
querían ir a algún lugar. Les daba igual a qué país, a los hielos del polo
Norte o a la hirviente caldera de las arenas del Sahara, lo importante era irse
lejos, muy lejos, pues el permiso de residencia había caducado y tenían que
proseguir su camino, emprender viaje con mujer e hijos a otros lugares, bajo
otras estrellas, a un mundo de habla extraña, entre personas a las que no
conocían y que no querían forasteros. Encontré allí a un vienés, en otro tiempo
rico industrial y a la vez uno de nuestros coleccionistas de arte más
inteligentes. De momento no lo reconocí, de tan lívido, viejo y cansado como
estaba. La debilidad le obligaba a apoyarse en la mesa con ambas manos. Le
pregunté adónde quería ir: —No lo sé—dijo—. Quién nos pregunta hoy lo que
queremos? Uno va allí donde le permiten ir. Alguien me ha dicho que aquí se
puede obtener un visado para Haití o Santo Domingo. El corazón me dio un vuelco. ¡Un hombre viejo y
agotado, con hijos y nietos, que tiembla con la .esperanza de poder trasladarse
a un país que nunca ha visto en el mapa, sólo para ir tirando, para pedir
limosna y seguir siendo un extraño y un inútil! A su lado alguien preguntó con
ansia desesperada el modo de llegar a Shanghai, pues le habían dicho que los
chinos todavía acogían a refugiados. Y así se amontonaban unos al lado de
otros, ex catedráticos, ex directores • de banco, ex comerciantes; ex
hacendados, ex músicos, todos ellos dispuestos a arrastrar las miserables
ruinas de su existencia allá donde fuere, por tierra y por mar, a hacer
cualquier cosa, a soportar cualquier cosa, ¡pero lejos de Europa, lejos, lejos!
Era un grupo fantasmal. Pero lo más trágico para mí era pensar que aquellas
cincuenta personas maltratadas representaban sólo la dispersa y minúscula
vanguardia del inmenso ejército de cinco, ocho o quizá diez millones de judíos
que ya estaban a punto de marchar tras ellos, de todas las personas desposeídas
y, por si eso fuera poco, pisoteadas luego por la guerra, que esperaban los
envíos de las instituciones de beneficencia, los permisos de las autoridades y
el dinero para el viaje, una masa gigantesca que, criminalmente espantada y
huyendo con pánico del incendio hitleriano, asediaba las estaciones de tren en
todas las fronteras y llenaba las cárceles, todo un pueblo expulsado al que se
negaba el derecho a ser pueblo y, sin embargo, un pueblo que durante dos mil
años no había deseado otra cosa que no tener que emigrar nunca más y sentir
bajo sus pies en reposo una tierra, una tierra tranquila y pacífica. Pero lo más trágico de esta tragedia judía del siglo
era que quienes la padecían no encontraban en ella sentido ni culpa. Todos los
desterrados de los tiempos medievales, sus patriarcas y antepasados, sabían
como mínimo por qué sufrían: por su fe y por su ley. Poseían todavía como
talismán del espíritu lo que los de hoy día han perdido hace tiempo: la
confianza absoluta en su Dios. Vivían y sufrían con la orgullosa ilusión de haber
sido escogidos por el Creador del mundo y de los hombres para un destino y una
misión especiales, y la palabra promisoria de la Biblia era para ellos
mandamiento y ley. Cuando se los lanzaba a la hoguera, apretaban contra su
pecho las Sagradas Escrituras y, gracias a este fuego interior, no sentían
tanto el ardor de las llamas asesinas. Cuando se les perseguía por todos los
países, siempre les quedaba una última patria, la de Dios, de la que no les
podía expulsar ningún poder terrenal, ningún emperador, rey o inquisidor.
Mientras la religión los mantenía unidos, eran una comunidad y, por
consiguiente, una fuerza; cuando se les
expulsaba y perseguía, expiaban la culpa de haberse separado conscientemente de
los demás pueblos de la Tierra a causa de su religión y sus costumbres. Los
judíos del siglo, en cambio, habían dejado de ser una comunidad desde hacía
tiempo. No tenían una fe común, consideraban su judaísmo más una carga que un
orgullo y no tenían conciencia de ninguna misión. Vivían alejados de los
mandamientos de sus libros antaño sagrados y ya no querían hablar su antigua
lengua común. Con todo su afán, cada vez más impaciente, aspiraban a
incorporarse e integrarse en los pueblos que los rodeaban, disolverse en la
colectividad, sólo para tener paz y no tener que sufrir persecuciones,
descansar de su eterna huida. Y, así, los unos ya no comprendían a los otros,
refundidos con los demás pueblos: desde hacía tiempo eran más franceses,
alemanes, ingleses o rusos que judíos. Hasta hoy, cuando se les amontona y se
les barre de las calles como inmundicia (los directores de banco expulsados de
sus palacios berlineses, los servidores de las sinagogas excluidos de las
comunidades ortodoxas, los catedráticos de filosofía de París y los cocheros
rumanos, los lavadores de cadáveres y los premios Nóbel, los cantantes de
concierto y las plañideras, los escritores y los destiladores, los hacendados y
los desheredados, los grandes y los pequeños, los devotos y los ilustrados, los
usureros y los sabios, los sionistas y los asimilados, los ashkenazis y los
sefarditas, los justos y los pecadores y, tras ellos, la atónita multitud de
los que creían haber escapado hace tiempo de la maldición, los bautizados y los
mezclados), hasta hoy, digo, por primera vez durante siglos, no se ha obligado
a los judíos a volver a ser una comunidad que no sentían como suya desde
tiempos inmemoriales, la comunidad del éxodo que desde Egipto se repite una y
otra vez. Pero ¿por qué este destino les estaba reservado a ellos y sólo a
ellos? ¿Cuál era la causa, el sentido y la finalidad de esta absurda
persecución? Se les expulsaba de sus tierras y no se les daba ninguna otra. Se
les decía: no queremos que habitéis entre nosotros, pero no se les decía dónde
tenían que vivir. Se les achacaba la culpa y se les negaban los medios para
expiarla. Y se miraban los unos a los otros con ojos ardientes en el momento de
la huida y se preguntaban: ¿Por qué yo? ¿Por qué tu? ¿Por qué yo y tú, a quien
no conozco, cuya lengua no comprendo, cuya manera de pensar no entiendo, a
quien nada me ata? ¿Por qué todos nosotros? Y nadie sabía la respuesta. Ni
siquiera Freud, la cabeza más clara de la época, con quien yo hablaba a menudo
aquellos días, veía una solución o un sentido a tal absurdo. Pero quizás el
sentido último del judaísmo sea el de repetir una y otra vez, a través de su
existencia misteriosamente perdurable, la eterna pregunta de Job a Dios, para
que no sea totalmente olvidada en la Tierra. Nada hay más
fantasmagórico que lo que se creía muerto y enterrado hacía tiempo vuelva a
aparecerse en la vida, con la misma forma y figura. Había llegado el verano de
1939, Munich había pasado ya a la historia con su breve ilusión de peace for
our time; Hitler había atacado y anexionado la mutilada Checoslovaquia, rompiendo
juramentos y promesas; Klaipeda había sido ocupada; la prensa alemana,
artificialmente encauzada por el delirio, reclamaba Danzig y el corredor
polaco. Inglaterra se despertó con un amargo regusto de su leal credulidad.
Incluso la gente sencilla e inculta, que sólo por instinto aborrecía la guerra,
empezó a exteriorizar con vehemencia su enojo. Todos los ingleses, normalmente
tan reservados, le dirigían a uno la palabra: el portero que guardaba nuestro
espacioso bloque de pisos, el liftboy del ascensor, la camarera que arreglaba
las habitaciones. Nadie entendía muy bien lo que pasaba, pero todo el
mundo recordaba una cosa, algo
innegablemente manifiesto: que Chamberlain, el primer ministro de Inglaterra,
había volado tres veces a Alemania para salvar la paz y que ninguna de las
concesiones hechas de buena fe había satisfecho a Hitler. En el Parlamento
inglés se oyeron de pronto palabras duras: Stop agression! Por doquier se veían
preparativos para (o, más propiamente dicho, contra) la inminente guerra. De
nuevo se cernieron sobre Londres los globos de defensa—todavía tenían el
inocente aspecto de elefantes de juguete para niños—, de nuevo se abrieron los
refugios antiaéreos y se revisaron las caretas antigás que se habían
distribuido. La situación se había vuelto tan tensa como un año antes, quizás
incluso más, pues esta vez el gobierno ya no tenía detrás a una población
cándida e ingenua, sino a una decidida y exasperada. Yo había abandonado Londres durante aquellos meses
para retirarme al campo, en Bath. En toda mi vida no había sentido de un modo
más cruel la impotencia del hombre frente a los acontecimientos mundiales. He
aquí a un hombre despierto, pensante, que trabajaba al margen de la política,
consagrado a su trabajo y dedicado, tranquilo y tenaz, a transformar sus años
en obras. Y allá, en algún lugar, invisibles, una docena de otros hombres, a
los que no conocía ni había visto nunca, unos cuantos en la Wilhelmstrasse de
Berlín, otros en el Quai d'Orsay de París y otros más en el Palazzo Venezia de
Roma y en Downing Street de Londres, esos diez o veinte hombres, muy pocos de
los cuales habían demostrado hasta el momento una sensatez y una habilidad
especiales, hablaban, escribían, telefoneaban y pactaban cosas que los demás no
sabíamos. Tomaban decisiones en las que-no teníamos arte ni parte y de cuyos
detalles no llegábamos a enterarnos, y, sin embargo, disponían así,
irrevocablemente, de mi vida y de la de todos los europeos. Mi destino estaba
en sus manos y no en las mías. Nos aniquilaban o nos perdonaban la vida; a
nosotros, impotentes, nos concedían la libertad o nos esclavizaban, decidían la
guerra o la paz para millones de seres. Y heme a mí sentado en mi habitación,
como todos los demás, indefenso como una mosca, impotente como un caracol, mientras
estaba en juego mi muerte o mi vida, mi «yo» más íntimo y mi futuro, los
pensamientos que se formaban en mi cerebro, los proyectos nacidos o todavía por
nacer, mi sueño y mi vigilia, mi voluntad, mis bienes, todo mi ser. Heme
sentado, esperando con ansiedad y la vista fija en el vacío, como un condenado
en su celda, encerrado entre cuatro paredes y encadenado en una espera absurda
y lánguida, y los compañeros de cautividad preguntando a diestra y siniestra,
aconsejando y charlando, como si ninguno de nosotros supiera o pudiera saber
cómo y qué decidirían respecto a nosotros. Sonaba el teléfono y un amigo me
preguntaba qué opinaba. Tenía ante mí el periódico, que me desconcertaba más
aún. Escuchaba la radio y un comentario contradecía el anterior. Salía a la
calle y la primera persona con la que tropezaba me pedía la opinión, a mí, tan
ignorante como ella: ¿habría guerra o no? Y yo, en mi ansiedad, también
preguntaba, hablaba, charlaba y discutía, aun sabiendo de sobra que todo
conocimiento, toda experiencia y toda previsión adquiridas o inculcadas a lo
largo de los años eran fútiles ante las decisiones de aquella docena de
extraños y que, por segunda vez en el transcurso de veinticinco años, me
encontraba de nuevo sin fuerza ni voluntad frente al destino y los pensamientos
latían vacíos de sentido en mis doloridas sienes. Al final no pude soportar la
gran ciudad por más tiempo, porque en cada esquina los posters, los carteles
pegados, me acometían con palabras chillonas como perros hostiles, y también porque,
sin querer, podía leer los pensamientos en la frente de los miles de seres que
pasaban por mi lado como una
exhalación. Y, en realidad, todos pensábamos lo mismo, pensábamos únicamente en
el «sí» o el «no», en el negro o el rojo de la jugada decisiva en la que, en mi
caso, se apostaba mi vida entera, los últimos años que el destino me reservaba,
mis libros no escritos, todo lo que hasta entonces había considerado mi misión
y daba sentido a mi vida. Pero la bolita, con una lentitud exasperante, daba vueltas
indecisa de un lado para otro en la ruleta de la diplomacia. De aquí para allá,
de allá para aquí, negro y rojo, rojo y negro, esperanza y desencanto, buenas y
malas noticias, y nunca la última, la decisiva. «¡Olvida!», me decía a mí
mismo. «Huye, refúgiate en la espesura más íntima de tu ser, en tu trabajo, ahí
donde sólo eres tu "yo" anhelante, no un ciudadano, no el objeto de
ese juego infernal, ahí, el único lugar donde la poca razón que te queda
todavía puede actuar con sensatez en un mundo que ha enloquecido.» No me
faltaba una misión. Durante años había ido acumulando sin cesar el material
preliminar para un gran estudio en dos volúmenes de la vida y obra de Balzac,
pero no había tenido valor suficiente para dar comienzo a una obra tan extensa
y proyectada a tan largo plazo. Sin embargo, justo ahora el desánimo me daba
ánimos para dedicarme a ella. Me retiré a Bath, y precisamente a Bath porque
esa ciudad, en la que habían escrito muchos de los mejores autores de la
gloriosa literatura inglesa, Fielding sobre todo, ofrecía a la mirada
tranquila, con más fidelidad y fuerza que cualquier otra ciudad inglesa, la
apariencia de un siglo diferente, más pacífico: el XVIII. Aunque, ¡qué
contraste tan doloroso el de aquel paisaje suave y dotado de plástica belleza,
frente a la creciente agitación del mundo y de mis pensamientos! Tan
provocativamente espléndido fue aquel agosto de 1939 en Inglaterra como lo
había sido en 1914 el mes de julio más hermoso que recuerdo haber pasado en
Austria. De nuevo el cielo suave, de un azul sedoso como una divina tienda de
paz; de nuevo la benéfica luz del sol sobre los prados y los bosques, además de
una indescriptible magnificencia de flores: la misma gran paz sobre la Tierra,
mientras sus habitantes se preparaban para la guerra. Igual que entonces, la
locura humana parecía increíble ante aquel florecimiento exuberante, tranquilo
y tenaz, ante aquella quietud que se respiraba en los valles de Bath y que se
deleitaba en sí misma, unos valles que por su misterio me recordaban los del
paisaje de Bad en 1914. Y una vez más no quería creerlo. Una vez más me
preparaba, como entonces, para un viaje de verano. Se había fijado el congreso
del PEN Club en Estocolmo para la primera semana de septiembre de 1939 y los
compañeros suecos me habían invitado a asistir como huésped de honor, puesto
que yo era un anfibio que ya no representaba a ninguna nación. Los amables
anfitriones ya habían dispuesto de antemano las comidas del mediodía y de la
noche para las semanas venideras. Yo había reservado con antelación un pasaje
para el barco, cuando empezaron a llegar en tropel las alarmantes noticias
sobre la inminente movilización. Según todas las leyes de la razón, hubiera
tenido que empaquetar en seguida todos mis libros y manuscritos y salir de
Inglaterra, que era una posible zona de guerra: yo era extranjero en ese país
y, en caso de guerra, me convertiría de inmediato en extranjero enemigo,
amenazado con padecer todas las restricciones de libertad imaginables. Pero
algo inexplicable se oponía dentro de mí a la huida para ponerme a salvo. En
parte era obstinación, el deseo de no seguir huyendo toda la vida, pues, a
pesar de todo, el destino me perseguiría allá donde fuera, pero en parte
también era cansancio. «Acojamos el tiempo tal como él nos quiere», me decía con Shakespeare. Si te quiere, ¡no te
resistas por más tiempo, a tus casi sesenta arios! Ya no te robará lo mejor que
tienes, tu vida vivida hasta ahora. Así, pues, me quedé. No obstante, quería
poner el máximo posible de orden en mi vida civil y pública, y como tenía
intención de volverme a casar, no quería perder un instante, no fuera a ser que
el internamiento en un campo de concentración o cualquier otra medida
imprevista me separaran de mi futura compañera. De modo que una mañana—era el
1° de septiembre, un día festivo—fui al registro civil de Bath para inscribir
mi boda. El funcionario aceptó los papeles y se mostró sumamente amable y
solícito. Comprendió perfectamente, como todo el mundo en aquellos tiempos,
nuestro deseo de acelerar los trámites en lo posible. La boda quedó fijada para
el día siguiente; cogió la pluma y empezó a escribir nuestros nombres en el
registro con letra redondilla. En aquel momento—serían las once—se abrió de golpe la
puerta de la habitación contigua. Irrumpió en la nuestra un funcionario joven
que se ponía la chaqueta mientras caminaba. —¡ Los alemanes han invadido Polonia! ¡Es la
guerra!—anunció a gritos en aquella sala silenciosa.. La noticia me golpeó el corazón como un martillazo.
Pero el corazón de nuestra generación ya estaba acostumbrado a toda clase de
golpes duros. —No necesariamente significa la guerra—dije yo,
sinceramente convencido. Pero el funcionario por poco se enfadó conmigo. —¡No!—gritó furioso—. ¡Ya basta! ¡No podemos tolerar
que esto se repita cada seis meses! ¡Tiene que terminar! Mientras tanto el otro funcionario, que había empezado
a redactar nuestro certificado de matrimonio, dejó caer la pluma con ademán
pensativo. Al fin y al cabo, debió de pensar, nosotros éramos extranjeros y, en
caso de guerra, nos convertiríamos automáticamente en enemigos. No sabía si,
dadas las circunstancias, era lícito permitirnos contraer matrimonio. Dijo que
lo lamentaba, pero que prefería pedir instrucciones a Londres. Los dos días
siguientes fueron días de espera, esperanza y miedo, dos días de terrible
tensión. En la mañana del domingo la radio dio la noticia de que Inglaterra
había declarado la guerra a Alemania. Fue una mañana singular. Nos alejamos de la radio, que
había lanzado al espacio un mensaje que iba a durar siglos, un mensaje
destinado a transformar totalmente nuestro mundo y la vida de cada uno de
nosotros, un mensaje que encerraba la muerte para miles de los que lo
escuchaban en silencio; aflicción y desventura, desesperación y amenaza para
todos nosotros; un mensaje del que quizá no se sacaría la lección hasta el cabo
de años y más años. Una vez más era la guerra, una guerra más terrible y de
peores consecuencias que cualquiera anterior. Una vez más se terminaba una
época, una vez más empezaba una época nueva. Permanecíamos en silencio en la
habitación, de pronto sumida en una quietud sepulcral, y evitábamos mirarnos.
De fuera llegaba el gorjeo despreocupado de pájaros, que, en su frívolo juego
amoroso, se dejaban llevar por el suave viento, y los árboles se balanceaban en
el dorado resplandor de la luz, como si sus hojas quisieran tocarse tiernamente
como labios amorosos. Una vez más la viejísima madre naturaleza no sabía nada
de las angustias de sus criaturas. Fui a mi
habitación y coloqué mis cosas en una maleta. Si se confirmaba lo que había
predicho un amigo que ocupaba un cargo importante, en Inglaterra a los
austriacos nos contarían entre los alemanes y cabía esperar que nos impusieran
las mismas restricciones; quizás aquella misma noche ya no me dejarían dormir
en mi cama. Había bajado un escalón más: desde hacía una hora ya no era sólo un
extranjero en aquel país, sino también un enemy alien, un extranjero enemigo,
exiliado por la fuerza en un lugar donde no se hallaba su corazón palpitante.
¿Se podía imaginar una situación más absurda para un hombre expulsado hacía
tiempo de una Alemania que lo había estigmatizado como antialemán a causa de su
raza y de su modo de pensar, que la de encontrarse en otro país donde, por un
decreto burocrático, le imponen una comunidad de la cual, como austriaco, nunca
ha formado parte? De un plumazo el sentido de toda una vida se había convertido
en contrasentido; yo escribía y pensaba en alemán, pero cada idea que concebía,
cada deseo que sentía, pertenecía a los países que se alzaban en armas por la
libertad del mundo. Cualquier otro vínculo, todo lo anterior y pasado, se había
roto y destruido, y yo sabía que, después de esta guerra, todo debería volver a
empezar de nuevo, pues la misión más íntima a la que había dedicado toda la
fuerza de mi convicción durante cuarenta años, la unión pacífica de Europa,
había fracasado. Aquello que yo temía más que a la propia muerte, la guerra de
todos contra todos, se había desencadenado por segunda vez. Y quien había
luchado con pasión durante toda su vida por la solidaridad humana y por la
unión de los espíritus, se sentía en aquellos momentos—que exigían como nunca
una comunión absoluta—, inútil y solo como en ninguna otra época anterior a
causa de esa brusca segregación. Bajé al centro de la ciudad para echar una última
mirada a la paz. Resplandecía serena a la luz del mediodía y no me pareció
diferente de como solía ser. La gente seguía su camino de costumbre con su paso
habitual. No corría, no formaba corros en mitad de la calle. Su comportamiento
aparecía tranquilo y sereno, propio de los domingos, y por un momento me
pregunté: ¿acaso todavía no lo saben? Pero eran ingleses, acostumbrados a
reprimir sus sentimientos. No necesitaban banderas ni tambores, ruido ni
música, para afirmarse en su tenaz determinación, desprovista de patetismo.
¡Qué diferente de aquellos días de julio de 1914 en Austria, pero qué diferente
era yo ahora de aquel joven de entonces, cuán cargado de recuerdos! Sabía qué
significaba la guerra y, contemplando los comercios relucientes y repletos de
artículos, veía de nuevo, en una visión intensísima, los de 1918, desvalijados
y vacíos y que me miraban con ojos desencajados. Veía, como alguien que sueña
despierto, una larga cola de mujeres afligidas ante las tiendas de comestibles,
a madres vestidas de luto, a heridos, a inválidos: todo el tremendo horror de
antes volvía como un fantasma a la luz radiante del mediodía. Recordaba a
nuestros viejos soldados, exhaustos y andrajosos, que regresaban del campo de
batalla; con el corazón palpitante percibía la guerra pasada en la que ahora
empezaba y que todavía ocultaba su horror a las miradas. Y sabía que una vez
más todo lo pasado estaba prescrito y todo lo realizado, destruido: Europa,
nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de
nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva, pero
¡cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía para llegar a ella!
El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto
observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra
guerra detrás de la actual. Durante
todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos
noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas
de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo
quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y
la caída, sólo éste ha vivido de verdad. FIN MOMENTOS ESTELARES DE LA
HUMANIDAD LA CABEZA SOBRE LA TRIBUNA MUERTE DE CICERÓN Cuando un hombre sagaz, pero no particularmente
valiente, se encuentra con otro más fuerte que el, lo más prudente que puede
hacer es hacerse a un lado y esperar, sin sonrojarse, a que el camino quede
libre. Marco Tulio Cicerón, que fue en su tiempo el principal humanista del
reino de Roma, maestro de oratoria y defensor del derecho, consagró durante
treinta años sus energías al servicio de la ley y al mantenimiento de la
República; sus discursos están cincelados en los anales de la historia y sus
obras literarias forman un constituyente esencial en la lengua latina. En
Catilina combatió la anarquía; en Verres denunció la corrupción; en los
victoriosos generales percibió la amenaza de la dictadura y, al atacarlos, se
acarreó su enemistad; su tratado De República fue largo tiempo considerado como
la descripción mejor y más ética de la forma ideal del Estado. Pero ahora debía
encontrarse con un hombre más fuerte que él. Julio Cesar, a cuya elevación él
(contando con más años y más renombre) contribuyó al principio
confidencialmente, había utilizado, de la noche a la mañana, las legiones
gálicas para conquistar el dominio supremo en Italia. Poseyendo Cesar el mando
absoluto de las fuerzas militares, le bastó simplemente alargar su mano para
asir la corona regia que Marco Antonio le ofreció ante el populacho reunido. En
vano se había opuesto Cicerón a la asunción por Cesar del poder autocrático
cuando Cesar despreció la ley cruzando el Rubicán. Infructuosamente trató de
lanzar contra el agresor a los últimos campeones de la libertad. Como siempre,
las cohortes demostraron ser más fuertes que las palabras. César, un
intelectual no menos que hombre de acción, triunfó en toda la línea; y si
hubiera sido tan vengativo como lo son la mayoría de los dictadores, pudo,
después de su éxito abrumador, haber aplastado fácilmente a este obstinado
defensor de la ley, o al menos haberlo condenado al destierro. Pero la
magnanimidad de Cesar en esta ocasión fue aun más notable de lo que habían sido
sus victorias. Habiendo tomado lo mejor de su adversario, se contentó con un
reproche gentil, perdonando la vida a Cicerón, aunque aconsejándole al mismo
tiempo que se retirara del escenario político. En adelante, Cicerón debía
contentarse, como cualquier otro, con el papel de observador mudo y sumiso de
los negocios de Estado. ¿Qué podría ser mejor para un hombre de inteligencia
sobresaliente que la exclusión de la vida pública, política? De este modo el
pensador, el artista es excluido de una esfera que sólo puede ser dominada por
la brutalidad o por el artificio, y es devuelto a su propia inviolabilidad e
indestructibilidad. Para un hombre de estudio toda forma de exilio se convierte
en un acicate para la concentración interna, y para Cicerón esta desventura
llegó en el momento más propicio. El gran dialéctico se estaba aproximando al
recodo de su' vida, y hasta ahora, en medio de temporales y esfuerzos, había
tenido poca oportunidad para la contemplación creadora. ¿Cuántas
contrariedades, cuántos conflictos tenía este hombre que ahora, a los sesenta
años, se veía obligado a permanecer en el ambiente restringido de su época?
Selecto en tenacidad, versatilidad y fuerza espiritual, él, un novus homo,
había ocupado, uno tras otro, todos los puestos y honores públicos que,
usualmente, estaban fuera del alcance de los de nacimiento humilde y eran
celosamente reservados para su propio disfrute por la camarilla aristocrática.
Había alcanzado las más elevadas cumbres de la aprobación popular y había sido
sumergido en las más hondas profundidades de la desaprobación popular. Después
de haber derrotado la conspiración de Catilina fue subido en triunfo a las
gradas del Capitolio, fue enguirnaldarlo por el pueblo, y fue distinguido por
el Senado con el codiciado título de pater patriae. Por otra parte, se vio
obligado a huir de noche, cuando fue desterrado por el mismo Senado y
perseguido por el mismo populacho. No existía ningún cargo importante que no
hubiera podido ocupar, ninguna dignidad que este infatigable publicista no
hubiera alcanzado. Había dirigido procesos en el Foro, había mandado legiones
en el campo de batalla, como cónsul había gobernado la República y como
procónsul las provincias. Por sus dedos habían pasado millones de sestercios, y
bajo sus manos se habían fundido en deudas. Había poseído la casa más hermosa del Palatino, y la
había visto en ruinas, incendiada y devastada por sus enemigos. Había escrito
tratados memorables y pronunciado discursos que estaban reconocidos como
clásicos. Había engendrado hijos y perdido hijos, había sido a un tiempo osado
y débil, a un tiempo tenaz y servil, muy admirado y muy odiado, un hombre de
disposición inconstante, igualmente notable por sus defectos y por sus méritos;
en resumen, había sido la personalidad más atractiva y más estimulante de su
época. No obstante, para una cosa, la más importante de todas, no había tenido
ratos de ocio, pues no dispuso jamás de tiempo para dirigir una mirada interna
a su propia vida. Incesantemente intranquilo por ambición, jamás había podido
tomar decisiones sosegadamente, resumiendo con tranquilidad sus conocimientos y
sus pensamientos. Ahora, al fin, cuando el golpe de Estado de César
alejó a Cicerón de los asuntos públicos, le fue posible a éste atender con
fruto aquellos negocios privados que son, después de todo, las cosas más
absorbedoras del mundo; y sin quejarse dejó el Foro, el Senado y el Imperio a
la dictadura de Julio César. La aversión a la política comenzó a dominar al
estadista que había sido ex-pulsado de aquélla. Se resignó con su suerte. Que otros trataran de salvaguardar los derechos de un
pueblo que estaba más interesado en las luchas gladiatorias y otras diversiones
similares que en la libertad; en adelante, él se cuidaría más de buscar,
encontrar, y cultivar su libertad interna, propia. De este modo ocurrió que Marco Tulio Cicerón miró por
primera vez reflexivamente en su fuero interno, resuelto a mostrar al mundo
para que había trabajado y para que había vivido. Siendo artista por nacimiento, a quien sólo la
casualidad había inducido del estudio a la fantasmagoría de la política, Marco
Tulio Cicerón procuró adaptar su modo de vida a su edad y a sus inclinaciones
fundamentales. Se retiró de Roma, la ruidosa metrópoli, estableciéndose en
Tusculum (conocida hoy por Frascati), donde podía gozar de las más bellas
perspectivas de Italia. Las colinas boscosas de tintes suaves flotaban
gentilmente hacia abajo en la Campania, y los arroyos susurraban música argentina
que no podía perturbar la tranquilidad dominante en ese lugar remoto. Después de muchos años pasados en la plaza pública, en
el Foro, la tienda de campaña o el carro del viajero, podía ahora, al fin
dedicar su mente, sin alboroto y sin reserva, a la reflexión creadora. La
ciudad, fatigante y seductora, era como una niebla lejana en el horizonte
distante; y sin embargo era una jornada fácil. Con frecuencia llegaban los
amigos para gozar de su vivaz conversación: Ático, el más íntimo de ellos;
jóvenes tales como Bruto y Casio; aun, una vez, un huésped peligroso, julio
César, el poderoso dictador. Aunque sus amigos de Roma pudieran a veces demorar
su visita, ¿no tenía otros compañeros a mano, amigos muy bien recibidos que
jamás podrían molestar, silenciosos o comunicativos, como uno deseara: los
libros? Marco Tulio Cicerón preparó para su uso una magnífica biblioteca en su
retiro rural, un inagotable panal de miel de sabiduría que contenía las mejores
obras de los sabios de Grecia y los historiadores de Roma, acompañadas del
compendio de las leyes. Con tales amigos de todas las edades y hablando todas
las lenguas, un hombre no podía estar jamás aislado, por muy largas que fueran
las noches. La mañana estaba dedicada al trabajo. Un esclavo ilustrado y dócil
estaba pronto a escribir cuando el dueño decidía dictar; las comidas pasaban
agradablemente en compañía de Tulia, la hija a quien tanto amaba; y las
lecciones que daba a su hijo eran una fuente de variedad diaria, un estímulo
perpetuo. Además, aunque sexagenario, se inclinó a condescender con la más
dulce locura de la vejez, tomando una esposa joven-más joven que su propia
hija- . El artista que había en él le despertó el deseo de gozar de la belleza
no sólo en mármol o en versos, sino también en su forma más sensual y más
seductora. Así, pues, a la edad de sesenta años Marco Tulio Cesar
Cicerón tuvo un hogar al fin, para sí mismo. No sería otra cosa que un filósofo
y no más un demagogo; nada más que un autor y nunca otra vez un retórico; señor
de sus propios ocios, no ya como antes, el infatigable sirviente del favor
popular. En vez de estar en la plaza pública redondeando períodos oratorios
dirigidos a los oídos de jueces corruptibles, sería preferible demostrar sus
talentos retóricos gráficamente a todos y a varios, componiendo De Oratore para
beneficio de los presumidos imitadores. Simultáneamente, redactando su tratado De Senectud e.,
trataría de convencerse de que un sabio genuino debe considerar la resignación
como la gloria principal de los años declinantes. Las más hermosas, las más
armoniosas de sus cartas datan de este mismo período de recogimiento interno; y
aun cuando lo castigó la desgracia con la pérdida de su amada Tulia, su arte le
ayudó a mantener la dignidad filosófica; escribió las Consolationes que a
través de siglos han proporcionado ecuanimidad a miles de aflicciones
similares. Á causa de esta fase del destierro ha podido aclamarlo la posteridad
como a un autor excepcionalmente delicado no menos que como a un gran orador,
porque durante estos tres años tranquilos Cicerón contribuyó más a su obra y a
su fama que durante los treinta que antes había despilfarrado en la vida
pública. El exponente de la ley había aprendido al fin el amargo secreto que
todos los empeñados en una carrera pública deben aprender a la larga - que un
hombre no puede defender permanentemente la- libertad de las masas, sino
únicamente su propia libertad, la libertad que viene de adentro. *** De esta manera, Marco Tulio Cicerón, como
cosmopolita, humanista y filósofo, pasó en el retiro un verano delicioso, un
otoño creador y un invierno italiano, esperando pasar el resto de su vida
alejado de intrusiones seculares o políticas. Apenas echaba una ojeada a los informes noticiosos
diarios y a las cartas de Roma, manteniéndose indiferente al juego que no
necesitaba ya más de él como jugador. Pareció estar curado del prurito del hombre de letras
por la publicidad y haberse convertido en un ciudadano de la República
invisible, no un ciudadano actual de aquella violada y corrompida República que
había sucumbido sin resistencia al reinado del terror. Entonces, un mediodía de
un día de marzo del año 44 a. de C., entró impetuosamente en la casa un
mensajero jadeante y cubierto de polvo. Apenas hubo conseguido boquear su
noticia de que Julio César, el dictador, había sido asesinado en el Foro,
cuando cayó inanimado sobre el piso. Cicerón se irguió repentinamente alarmado. No habían
pasado muchas semanas desde que el magnánimo conquistador se sentara a esta
misma mesa, y aunque él, Cicerón, se había sentido inclinado casi al odio por
su oposición al hombre peligroso del poder, cuyos triunfos militares había
contemplado con sospechas, nunca pudo dominar su secreta admiración por la
mentalidad poderosa, el genio organizador y la buena índole del único
respetable entre sus enemigos. Sin embargo, a pesar de la detestación del crudo
argumento de la daga de un asesino, ¿no había César, no obstante sus grandes
méritos y no obstante lo notable de sus logros, cometido él mismo el más atroz
de los asesinatos, parricidium patriae, el degüello de la madre patria por el
hijo? ¿No fue a causa de su genio sobresaliente por lo que julio César había
llegado a ser tan peligroso para Roma? Su muerte era deplorable, por supuesto;
y sin embargo el delito podía promover la victoria de una causa sagrada. ¿No
podría ser resucitada la República ahora que César estaba muerto? ¿No podría la
muerte del dictador conducir al triunfo del más sublime de los ideales - el
ideal de libertad? Cicerón, por lo tanto, se recobró pronto de su pánico. Nunca
había deseado un hecho tan nefando, quizás ni aun lo había querido en sueños.
Bruto y Casio (aunque Bruto, mientras arrancaba el puñal sangriento del pecho
de César, había gritado el nombre de Cicerón, invocando así al líder del republicanismo
para que fuera testigo del hecho) no le pidieron jamás que se uniera a las
filas de los conspiradores. Pero en todo caso, desde que lo que ha sido hecho
no puede ser deshecho, debería, si era posible, ser utilizado en ventaja para
la República. Cicerón sabía que la senda hacia el restablecimiento de la
República conducía a través de este cadáver real, y a él le correspondía
mostrar el camino a los otros. Esta ocasión era única y no debía ser
desperdiciada. Aquel mismo día Marco Tulio Cicerón abandonó su biblioteca, sus
escritos y el ocio santificado del artista. Con apresuramiento febril se
dirigió a Roma para defender los derechos de la República como verdadera
heredera de César, para defenderla simultáneamente contra los asesinos de Cesar
y de aquellos que tratarían de vengar el asesinato. *** Cicerón encontró a Roma una ciudad confundida,
espantada y perpleja. En la primera hora, el asesinato de César se había
mostrado más grande que los asesinos. Los grupos accidentales de complotados habían sabido
solamente cómo asesinar, quitar de en medio a este hombre que elevaba la cabeza
y los hombros sobre todos ellos. Ahora, cuando era llegado el momento de rendir
cuentas de su crimen, se encontraban desconcertados por completo, sin saber qué
hacer. Los senadores vacilaban, no sabiendo si perdonar o condenar; mientras
que el populacho, largamente acostumbrado a las riendas, echaba de menos la
mano firme y no aventuraba opinión. Marco Antonio y los demás amigos de César tenían miedo
a los conspiradores y temblaban por sus propias vidas. Los conspiradores, a su
vez, temían la venganza de aquellos que habían amado a César. En medio de esta consternación general, Cicerón fue el
único hombre que demostró firmeza de voluntad. Aunque, como otras personas que
son predominantemente intelectuales y nerviosas, él era por lo usual vacilante
y ansioso, tomo ahora posición firme apoyando el acto que no había hecho nada
por promover. Erguido sobre las losas húmedas aun con la sangre del
dictador asesinado, frente al Senado reunido, dio la bienvenida a la remoción
de César como una victoria del ideal republicano. "¡Oh, pueblo mío
-exclamo-, has encontrado la libertad una vez más! Bruto y Casio han realizado
la más grande de las hazañas, no solo en favor de Roma, sino en favor del mundo
entero". Pero, al mismo tiempo, demando que se le diera su más alto
significado a lo que en sí mismo era una acción sanguinaria. El poder se había
disipado ahora que César había muerto. Debían instantáneamente proceder a
salvar a la República, a restablecer la constitución romana. Debía privarse del
consulado a Marco Antonio y conferirse la autoridad ejecutiva a Bruto y a
Casio. Por primera vez en su vida, este devoto de la ley insto para que durante
una hora o dos fueran desconocidas las disposiciones de la ley, para dar vigor
sin cesar a la prevalencia de la libertad. La hora señalada para Marco Tulio Cicerón, que él
había anhelado tan ardientemente desde el derrocamiento de Catilina, había
llegado al fin con los idus de marzo en los cuales había sido derribado César,
y si él hubiera aprovechado esta oportunidad nos habrían enseñado a todos en la
escuela una historia romana diferente, En este caso, habría llegado a nosotros
el nombre de Cicerón en la Rima de Livio y en las Vidas de Plutarco, no sólo
como el de un autor célebre, sino como el del genio de la libertad romana.
Habría sido la suya la gloria imperecedera de haber tenido los poderes de un
dictador y haberlos restaurado voluntariamente al pueblo. Pero una y otra vez
se repite en la historia la tragedia del hombre de estudio, porque cargado con
un sentido excesivo de responsabilidad, raramente se muestra hombre decisivo de
acción. Repetidamente encontramos la misma hendidura en personas intelectuales
y creadoras. A causa de que ven mejor las locuras de la época, son más
impacientes para intervenir, y en una hora de entusiasmo se lanzarán
impetuosamente a la arena política. Pero simultáneamente huyen de hacer frente
a la violencia con la violencia. Su sentido íntimo de la responsabilidad les hace
vacilar antes de inspirar terror, de derramar sangre; y su indecisión y
precaución en el preciso momento, cuando la precipitación y la temeridad han
llegado a ser no solo deseables, sino esenciales, paraliza sus energías.
Después de este primer impulso comenzó Cicerón a darse cuenta de la situación
con alarmante claridad. Observando a los conspiradores, a los que el día antes
había exaltado como héroes, vio que no eran más que débiles criaturas, al punto
de huir de la sombra de su propia hazaña. Vio al común del pueblo y percibió
que estaba ahora lejos de ser el viejo populus Romanus, los héroes que él había
soñado; que era solo la plebe degenerada que no pensaba más que en provecho y
placeres, pan y circo. Un día adularían a Bruto y a Casio, los asesinos de
César; al siguiente aplaudirían a Antonio, cuando este los convocara para tomar
venganza; y el tercero, glorificarían a Dolabella por haber destruido las
estatuas de César. En esta ciudad depravada, llego él a comprender, no existía
una sola alma que estuviera llena de devoción incondicional a la idea de
libertad. La sangre de Cesar había sido derramada en vano, el asesinato había
sido inútil, porque todos rivalizaban uno con otro, intrigaban y discutían en
la esperanza de obtener la mayor herencia, la mayor cantidad de la riqueza del
hombre muerto, el control de sus legiones, el manejo de su poder. No deseaban
promover la única causa que era sagrada, la causa de Roma; cada cual buscaba su
propia ventaja y su propia ganancia. humano estaba soñando una vez más (como el más noble
de los vivientes en tal época haya jamás soñado) el sempiterno sueño de
asegurar la paz del mundo por la ilustración moral y la conciliación. La
justicia y la ley - éstos solos deben ser los pilares del Estado -. Los que
fueron sinceros desde el principio hasta el fin, y no los demagogos, son los
que deben retener el poder y gobernar así rectamente el Estado. Ninguno debe tratar de imponer su voluntad personal y,
mediante ella, sus nociones arbitrarias sobre el pueblo, y debemos rehusamos a
obedecer a todos los despreciables ambiciosos que han arrebatado el poder, y
debemos rehusar ser guiados por hoc omne genes pestiferum adque impium; y
Cicerón, como un hombre de independencia inviolable, rechaza fieramente todo
pensamiento de tener algo en común con un dictador y la más remota idea de
servirlo. Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius summa distractio
est. Porque, arguye el, el gobierno por la fuerza de un individuo infringe
necesaria y violentamente los derechos comunes del hombre. En una comunidad
sólo puede reinar la armonía cuando los individuos subordinan sus propios
intereses a los de la comunidad, en vez de procurar sacar ventajas personales
de una posición pública. Defensor, como todos los humanistas, de un instrumento
superior, Cicerón reclama el perfeccionamiento de las oposiciones. De una parte
Roma no necesita Silas ni Césares, y de otra tampoco Gracos; la dictadura es
peligrosa, pero igualmente peligrosa es la revolución. Mucho de lo que Cicerón escribe fue escrito antes que
él por Platón en La República, y fue proclamado después de él, mucho más tarde,
por Jean-Jacques Rousseau y otros idealistas utópicos. Pero lo que hace que su
testamento se adelante de modo tan sorprendente a su día es que en él, medio
siglo antes que comenzara la Era Cristiana, encontramos la primera expresión de
una idea sublime, la idea de humanidad. En una época de crueldad brutal, cuando
aun César, después de la conquista de la ciudad, había hecho cortar las manos a
dos mil prisioneros, cuando martirios y combates de gladiadores, crucifixiones
y matanzas ocurrían diariamente y eran considerados como cosas naturales,
Cicerón fue el primero entre los romanos que lanzó una protesta elocuente
contra el abuso de autoridad. Condenó la guerra como bestial, denunció el
militarismo y el imperialismo de su propio pueblo, censuró la explotación de
las provincias extranjeras y declaró que los territorios debían ser
incorporados al dominio de Roma mediante la civilización y la moralidad, jamás por
el poder de la espada. Con mirada profética previó que la destrucción de Roma
sería resultado de la venganza ejercida contra ella por sus victorias
sangrientas, por sus conquistas, que eran inmorales porque eran alcanzadas
únicamente por la fuerza. Siempre, cuando una nación priva a otras naciones de
su libertad, pone en peligro la suya por el trabajo secreto de la venganza.
Precisamente cuando las legiones romanas (mercenarios armados) estaban
marchando contra Parta y Persia, contra Alemania y Bretaña, contra España y
Macedonia, persiguiendo el fuego fatuo del imperio, este campeón impotente de
la humanidad conjuró a su hijo a que venerara la cooperación de la humanidad
como el más sublime de los ideales. Así, pues, coronando su carrera con
triunfos, justamente antes de su fin, Marco Tulio Cicerón, hasta ahora nada más
que un humanista cultivado, se convirtió en el primer campeón de la humanidad
en general, y por ello en el primer paladín de la genuina cultura espiritual. *** Mientras Cicerón, apartado del mundo, estaba
meditando tranquilamente sobre la substancia y la forma de una constitución
moral para el Estado, crecía la intranquilidad en el reino de Roma. Ni el
Senado ni el populacho habían decidido todavía si los asesinos de Cesar debían
ser ensalzados o condenados. Marco Antonio estaba armándose para la guerra
contra Bruto y Casio e, inesperadamente, apareció en la escena un tercer
pretendiente, Octavio, a quien César había designado su heredero y quien
deseaba ahora recoger la herencia. Apenas hubo desembarcado en Italia cuando
escribió a Cicerón pidiéndole su apoyo; pero, simultáneamente, Antonio invitó
al anciano a ir a Roma, mientras que Bruto y Casio le llamaban desde sus
campamentos. Todos estaban igualmente deseosos de que este gran
estadista abogara por su causa, y cada cual esperaba que el famoso jurista
demostrara que sus pretensiones eran justas. Por un sano instinto, los políticos que codician el
poder necesitan siempre buscar el apoyo de intelectuales, a los que
desdeñosamente echan a un lado tan pronto como han logrado sus fines. Si
Cicerón no hubiera sido más que el hombre ambicioso y vano de sus primeros
tiempos, habría sido fácilmente arrastrado. Pero Cicerón había crecido tanto en hastío como en
prudencia, dos talantes entre los cuales hay disposición a establecer una
analogía peligrosa. El sabía que sólo una cosa era ahora esencial: terminar su
libro, poner orden en su vida y sus pensamientos. Como Ulises, que taponó con cera las orejas de sus
hombres para evitar que fueran seducidos por el canto de las sirenas, el cerró
sus oídos internos a los halagos de los que disfrutaban o buscaban el poder.
Ignorando el llamado de Antonio, la solicitud de Bruto y aun las demandas del
Senado, continuó escribiendo su libro, sintiéndose más fuerte en palabras que
en hechos, más sabio en la soledad de lo que pudiera ser en una muchedumbre, y
presagiando que De Officiis sería su adiós al mundo. No miró a su alrededor hasta que hubo concluido su
testamento. Fue un despertar desagradable. El país, su tierra natal, estaba
amenazado por la guerra civil. Antonio, después de haber saqueado las arcas de
César y los tesoros del templo, estaba en condiciones, con esta riqueza robada,
de reclutar mercenarios, mientras que opuestos a él existían tres ejércitos bien
equipados: el de Octavio, el de Lépido y el de Bruto y Casio. El momento para
la conciliación o la intervención amistosa había pasado. El asunto que
aguardaba decisión era saber si Roma sucumbiría a un nuevo Cesarismo, el de
Antonio, o si la República había de continuar. En una hora semejante cada cual
tenía que hacer su elección. Hasta Marco Tulio Cicerón tenía que elegir, aunque
había sido siempre cauto y reflexivo, a uno que prefiriera la transacción, que
se mantuviera sobre los partidos o vacilara entre ellos. En este punto ocurrió una cosa extraña. Cuando Cicerón
hubo entregado a su hijo su testamento, De Officiis, pareció como uno que ha
vivido despreocupado de la vida, inspirado con nuevo valor. Conoció que su
carrera, política o literaria, estaba concluida. Había dicho todo lo que quiso
decir y tenía poco campo para posterior experiencia. Estaba envejecido, había
realizado su obra; ¿por qué, entonces, se había de molestar en defender los
pobres vestigios de la vida? Como un animal perseguido hasta el agotamiento, y
que sabe que la ladradora jauría está cerca, se vuelve acorralado para
encontrar más pronto su fin, así hizo Cicerón, menospreciando la muerte,
arrojándose una vez más a la lucha donde se hacía con más fiereza. El, que
durante meses y años había manejado sólo el mudo estilo, recurrió una vez más
al rayo del discurso y lo lanzó contra los enemigos de la República. El espectáculo fue quebrantador. En diciembre, el
hombre de cabellos grises avanzó una vez más en el Foro y rogó a los romanos
que se mostraran dignos de sus antecesores. Lanzó catorce "Filípicas"
contra Antonio el usurpador, que había rehusado obedecer al Senado y al pueblo
- aunque Cicerón no pedía menos que darse cuenta de lo peligroso que era para
un hombre desarmado atacar a un dictador que había ya preparado sus legiones
hasta el punto de estar listas para avanzar y matar a su menor indicación. El
que espera demostración de coraje de los demás podrá sólo conseguirlo
ofreciéndoles un ejemplo valeroso. Cicerón sabía bastante bien que ahora, corno
en los pasados tiempos viejos en este mismo Foro, no estaba luchando únicamente
con palabras, sino que debía aventurar su vida en defensa de sus convicciones.
Declaró resueltamente desde la tribuna: "Ya en la juventud defendí a la República,
no la abandonaré ahora que soy viejo. Daré contento mi vida si con ello puedo
devolver la libertad a esta ciudad. Mi único deseo sería que mi muerte
devolviera la libertad al pueblo de Roma. ¿Qué mayor favor que éste podrían
concederme los dioses inmortales?" No ha quedado tiempo, expresó en
términos precisos, para negociar con Antonio. Era indispensable apoyar a
Octavio, quien, aunque pariente cercano de César y heredero de César,
representaba la causa de la República. No se trataba ya de este hombre o aquél,
sino del propósito más sagrado - res in extremum est adducta discrimen: de
libertate decernitur. El asunto se había convertido en vital, la libertad
estaba en la palestra. Cuando esta cosa sagrada hallábase en peligro, vacilar
sería una total corrupción. En consecuencia, Cicerón, el pacifista, insistió en
que los ejércitos de la República entraran en campaña contra los ejércitos de
la dictadura. El, que como su discípulo de mil quinientos años después, Erasmo,
detestaba el tumultus y aborrecía la guerra civil más que toda otra cosa en el
mundo, dijo que debía declararse el estado de sitio y proscribir al usurpador. No siendo ya un jurisconsulto ocupado en hablar en
defensa de causas discutibles, sino el abogado de un ideal sublime, Cicerón
encontró palabras impresionantes y brillantes. "¡Que otros pueblos vivan
como esclavos! - exclamó ante sus ciudadanos -. Nosotros los romanos rehusamos hacerlo. Si no podemos
lograr la libertad, muramos". Si el Estado había caído realmente en este
abismo de vileza, parecía bien entonces que un pueblo que dominó al mundo
entero (nos principes orbis terrarum gentiumque omnium) se condujera como hacen
los esclavos que se han convertido en gladiadores en el circo y piensan que es
mejor morir con arrogancia con la cara mirando al enemigo que someterse
vilmente a ser exterminados por cobardía. Ut cum dignitate potius cadamus cucan
cum ignominia serviamus -más bien morir con honor que servir con baldón. El Senado y el populacho reunido escucharon estas
Filípicas con asombro. Muchos, acaso, previeron que esta sería la última vez,
en espacio de siglos, en que podrían ser pronunciadas estas palabras en la
plaza pública. Pronto en este lugar público el pueblo se inclinaría silencioso
ante las estatuas de mármol de los emperadores, porque en vez de la viera
libertad de palabra, todo lo que sería tolerado en el reino de los Césares
sería el susurro de los aduladores y cazadores de puestos. El auditorio se
estremeció, con mezcla de temor y admiración hacia este anciano que, con el valor
de la desesperación, continuó defendiendo la independencia de la República
desintegrada. Pero aun la tea incendiaria de su elocuencia no pudo inflamar el
vástago podrido del orgullo romano. Mientras que el solitario idealista estaba
en el Foro predicando el autosacrificio, los inescrupulosos dueños de las
legiones estaban ya entrando en el pacto más perverso de la historia de Roma. El mismo Octavio, a quien Cicerón estaba enalteciendo
como defensor de la República, y el mismo Lépido, en cuyo favor había pedido la
erección de una estatua que conmemorara los servicios prestados al pueblo
romano, los dos hombres que él había convocado para aplastar al usurpador
Antonio, prefirieron, ambos, hacer convenios privados con este usurpador.
Puesto que ninguno de los tres líderes de los ejércitos, ni Octavio ni Antonio
ni Lépido, se sentía bastante fuerte para amordazar sin ayuda a la República de
Roma, los enemigos llegaron a una inteligencia para hacer una división secreta
de la herencia de Julio César. Un día después, en vez de un César grande, Roma
tuvo tres Césares pequeños. *** Se produjo
un cambio de trascendencia en la historia universal cuando los tres generales,
en vez de obedecer al Senado y respetar las leyes de Roma, se unieron para
formar un triunvirato y dividir, con tanta facilidad como si fuera botín de
guerra fácilmente ganado, un poderoso imperio que se extendía sobre una parte
considerable de tres continentes. En un lugar próximo a Bolonia, en la confluencia del
Reno y el Levino, se levantó una tienda para la reunión de los tres bandidos.
Casi innecesario es decir que ninguno de los héroes marciales está dispuesto a
fiarse de los otros dos. Con demasiada frecuencia, en sus proclamas, se habían
llamado uno a otro villano, embustero, usurpador, enemigo del Estado y
bandolero, para olvidar la depravación de sus aliados en perspectiva. Pero los
que ansían el poder lo valoran no por sentimientos dignos de alabanza, sino
pensando sólo en el saqueo y no en el honor. Los tres nombrados por sí mismos
líderes del mundo, los tres asociados se mantuvieron a notable distancia uno de
otro hasta que se tomaron todas las precauciones. Tuvieron que someterse a un
registro preliminar para evitar que llevaran armas ocultas. Cuando se
convencieron de que todo estaba bien a este respecto, se saludaron con sonrisa
amistosa y entraron en la tienda en que iban a incubar sus planes. Durante tres días, Antonio, Octavio y Lépido
estuvieron en esta tienda sin testigos. Estaban en discusión tres puntos principales. En
cuanto al primero, la partición del imperio, no se tardó mucho en llegar a una
decisión. Convinieron en que Octavio ocuparía las provincias de África, incluso
Numidia; Antonio tendría las Galias: y a Lépido se le asignaba España. Tampoco
ofreció mucha dificultad el segundo punto: cómo iban a conseguir el dinero
necesario para sus soldados y partidarios civiles, cuya paga estaba atrasada en
meses. El problema fue rápidamente resuelto de acuerdo con un sistema bien
ensayado: robarían las propiedades de los más ricos romanos, cuya pronta
ejecución ahorraría gran parte de las dificultades. Cómodamente sentados
alrededor de una mesa, los triunviros redactaron una lista de dos mil de los
hombres de mayor riqueza de Italia, entre los cuales figuraba un ciento de
senadores. Cada cual contribuyó con los nombres de los que sabia que tenían el
riñón bien cubierto, no olvidando a sus enemigos y adversarios personales. Con
unos cuantos trazos de estilo habían arreglado las cuestiones económica y
territorial. Ahora llegaba el tercer problema. Quien desea fundar
una dictadura debe, ante todo, para salvaguardar su gobierno, silenciar a los
perpetuos opositores a la tiranía - los independientes (demasiado pocos en
número), los defensores permanentes de esa inextinguible utopía, la libertad
espiritual. Antonio propuso encabezar la lista con el nombre de Marco Tulio
Cicerón. Cicerón era el más peligroso de todos los de su clase, porque tenía
energía mental y anhelo de independencia. Se le marcó, pues, para morir. Octavio se horrorizó y rehusó su aprobación. Siendo
todavía joven (no pasaba de los veinte), no estaba endurecido y envenenado por
la perfidia política, y se opuso a que tuviera comienzo su gobierno con la
muerte del más distinguido hombre de letras de Italia. Cicerón había sido su consejero
leal, lo había alabado ante el pueblo y el Senado; habían transcurrido pocos
meses desde que Octavio había buscado la ayuda de Cicerón, había rogado el
consejo de Cicerón, había acudido reverentemente al anciano como a su
"verdadero padre". Abochornado por la propuesta de Antonio, Octavio
resistió con tenacidad. Movido por un instinto sano, le repugnaba la idea de
que este notable maestro de la lengua 'atina cayese bajo el puñal de un asesino
pagado. Antonio, sin embargo, insistió, sabiendo perfectamente que el espíritu
v la fuerza son enemigos irreconciliables, y que nada puede ser más peligroso
para una dictadura que un hombre prominente en el empleo del idioma. La lucha
por la cabeza de Cicerón continuó durante tres días. Pero al fin se rindió Octavio,
con el resultado de que el nombre Cicerón puso remate al que es, quizás, el
documento más abominable de la historia de Roma. Esta última edición a la lista
de los proscritos selló la sentencia de muerte de la República. Desde el momento en que Cicerón supo que se habían
reconciliado los tres que hasta ahora habían sido opositores uno a otro,
comprendió que estaba perdido. Sabía que Antonio era un hombre de violencia, y
que él mismo, en sus Filípicas había descrito demasiado vívidamente la codicia
y odiosidad, la inescrupulosidad y la vanidad, la insaciable crueldad de
Antonio, para esperar que este miembro del triunvirato diera muestra alguna de
la magnanimidad de César. Si quería salvar su vida, su único recurso era huir
instantáneamente. Debía escapar a Grecia; debía buscar en Bruto, Casio y Catón
el último campamento de los que estaban dispuestos a luchar por la libertad
republicana. Parece que dos o tres veces meditó ensayar este refugio, donde
podría al menos estar seguro de los asesinos que ya le daban caza. 1-lizo sus
preparativos, informó a sus amigos, embarcó y partió. Sin embargo, una vez más
vaciló a último momento. Familiarizado con la desolación del exilio, estaba
dominado por el amor a su tierra natal y pensó que sería indigno pasar el resto
de sus días emigrado. Un poderoso impulso que se sobreponía a la razón, que era
opuesto a la razón, obligó al anciano a afrontar la suerte que le esperaba.
Fatigado por todo lo que le había acontecido, anhelaba, al menos, el descanso
de unos cuantos días. Reflexionaría tranquilamente un poco más, escribiría
algunas cartas; leería unos cuantos libros; después de eso, que ocurriera lo
que quisiera. Durante estos últimos meses, Cicerón se había ocultado, ya en un
lugar del país, ya en otro, moviéndose tan pronto corno amenazaba el peligro,
pero jamás poniéndose fuera de su alcance. Como un hombre con fiebre pone
continuamente en orden sus almohadas, de igual manera Cicerón se trasladaba una
y otra vez de un lugar de ocultamiento parcial a otro, ni completamente
resuelto a hacer frente a sus asesinos ni completamente decidido a eludirlos.
Era como si estuviera siendo guiado, en su pasiva disposición para el fin, por
lo que había escrito en De Senectute, esto es, que un anciano no debe nunca
buscar la muerte ni tratar de alejarla, por que la muerte debe ser recibida con
indiferencia cuando quiera decidirse a venir. Neque turpis mors forti viro
potest accedere: para el hombre fuerte de alma no puede haber muerte
vergonzosa. Encontrándose en este espíritu, cuando comenzó el
invierno, Cicerón, que había ido ya a Sicilia, ordenó a sus servidores que se
embarcaran con él para Italia. El tenía una pequeña propiedad en Cajeta
(conocida hoy como Gaeta). Allí podría mantenerse oculto algún tiempo; allí
desembarcaría. La verdad era que la fatiga -no solamente fatiga de los músculos
o los nervios, sino cansancio de la vida, nostalgia del fin y de la tumba- se
había apoderado de él. Todavía podría descansar un poco. Una vez más podría
respirar el fragante aire de su tierra natal, una vez más despedirse del mundo. Allí gozaría de reposo, aunque sólo fuera por un día o
por una hora. Inmediatamente de desembarcar, invocó reverentemente
los lares de la casa. Este hombre de sesenta y cuatro años estaba cansado en
extremo y el viaje lo había agotado, así es que se acostó en el cuhiculum,
relajó sus miembros y cerró sus ojos. En un dormitar gentil pudo tener un goce anticipado
del descanso eterno que estaba próximo. Pero apenas
encontró reposo cuando fue despertado por un fiel esclavo que entró
atropelladamente en la habitación. Se observaron personas sospechosas, hombres
armados, y un miembro de la casa (uno a quien Cicerón había prodigado muchas
bondades) había, como recompensa, denunciado` las idas y venidas del dueño. Que
su señor huya instantáneamente; una litera estaba pronta; los esclavos se
armarían para protegerlo; la distancia hasta el barco era corta, y entonces
estaría seguro. El fatigado anciano rehusó moverse. "¿Que ocurre?
-preguntó-. Estoy cansado de huir de un lado a otro y hastiado de la vida.
Déjenme perecer en el país que he intentado vanamente salvar". A la
postre, sin embargo, sus leales criados pudieron persuadirle; esclavos armados
condujeron la litera a través de un bosquecillo por una senda extraviada que
los llevaría al embarcadero. Pero el traidor no quiso perdonar el precio prometido
por el derramamiento de la sangre. Apresuradamente llamó a un centurión y a
algunos legionarios y, persiguiendo a Cicerón a través del bosque, se
apoderaron de su presa. Los portadores armados que rodeaban la litera se
dispusieron a pelear, pero el dueño les ordenó que depusieran su actitud. En
todo caso, su vida debía estar acercándose a su fin, ¿por qué debían
sacrificarse otros hombres más jóvenes? En esta última hora, el hombre que se
había mostrado siempre tan vacilante, inseguro, v rara vez valiente, demostró
resolución e intrepidez. Como un verdadero romano sintió que él, como un
maestro de filosofía del mundo, debía afrontar esta prueba última muriendo sin
espanto - sapientissimus quisque aequissimo animo moritur. Ante una orden suya,
los esclavos se apartaron. Desarmado y sin oponer resistencia, Cicerón presentó
su cabeza gris a los asesinos, diciendo con dignidad: "He sabido siempre
ser mortal" - non ignoravi me mortalem genuisse. Pero los asesinos no
querían filosofía; querían el premio prometido. No hubo demora. Con un poderoso
golpe, el centurión puso fin a la vida del hombre desarmado. Así pereció Marco Tulio Cicerón, el último campeón de
la libertad romana, más heroico, más poderoso y más leal en esta hora final que
lo había sido en los miles y miles de horas que había vivido antes. *** A la tragedia siguió una sátira sangrienta. La
urgencia con que Antonio había exigido este asesinato particular hizo suponer a
los asesinos que la cabeza de Cicerón valía bien un precio especialmente bueno.
Por supuesto, no llegarían a prever cuánto valor se atribuía al cerebro de este
hombre por los intelectuales de su propio tiempo y de la posteridad, pero
podían comprender perfectamente la suma que sería pagada por el triunviro que
tan ansioso se había mostrado de quitar de en medio a este enemigo. A fin de que no pudiera suscitarse cuestión sobre si
eran ellos los que habían hecho el trabajo, resolvieron llevar a Antonio una
prueba incontestable. Sin el menor escrúpulo, el jefe de la banda segó la
cabeza y las manos del muerto, las puso en un saco que cargó sobre el hombro
cuando aun chorreaba la sangre, y se encaminó fogosamente hacia Roma para
deleitar al dictador con la noticia de que el famoso campeón de la República
romana había sido sacrificado en la forma usual. El bandido menor, el jefe de los asesinos, no había
calculado mal. El asesino mayor, el que había ordenado el crimen, mostró su
alegría con generosidad principesca. Marco Antonio podía permitirse ser liberal
ahora que habían sido sacrificados y robados los mil hombres más ricos de
Italia. No menos de un millón de sestercios pagó al centurión por el saco
manchado de sangre que contenía la cabeza y las manos del que había sido Marco
Tulio Cicerón. Pero no quedaba satisfecha todavía con esto su sed de venganza.
El odio feroz del hombre de la sangre al hombre superior en altura moral le
permitió disponer una horrible afrenta - inconsciente de que la vergüenza por
este hecho recaería sobre él hasta el fin de los tiempos-. Ordenó que la cabeza
y las manos de la víctima fueran clavadas en la tribuna desde la cual Cicerón
había pedido al pueblo romano que se alzara contra Antonio v en defensa de la
libertad de Roma. El populacho asistió al espectáculo al siguiente día.
En medio del Foro, sobre la tribuna, estaba expuesta la cabeza del último
campeón de la libertad. Un gran clavo herrumbroso perforó la frente que había
originado miles de grandes pensamientos; pálidos y contraídos, cerrados,
estaban los labios que habían emitido más dulcemente que ningún otro las
resonantes palabras del idioma latino; cerrados estaban los párpados para
ocultar los ojos que por espacio de sesenta años habían velado a la República;
impotentes estaban las manos que habían escrito las más bellas epístolas de la
época. Pero ninguna de las acusaciones que el famoso orador había lanzado desde
esta tribuna contra la brutalidad, contra la furia del despotismo, contra el
desorden, podría denunciar de manera tan convincente la eterna sinrazón de la
fuerza como lo hacía ahora la cabeza austera y silenciosa del asesinado. El
terrible espectáculo de su cruel martirio tuvo poder más elocuente sobre las
masas intimidadas que los más famosos discursos pronunciados por él desde este
profanado Foro. Lo que se pretendió que fuera una humillación vergonzosa se
convirtió en su última y más grande victoria. FIN MOMENTOS ESTELARES DE LA
HUMANIDAD LA CONQUISTA DE BIZANCIO SETFAN ZWEIG RECONOCIMIENTO DEL PELIGRO El 5 de febrero de 1451 trajo un mensajero secreto al
hijo mayor del sultán Murad, el joven Mahomet, que a la sazón contaba 21 años y
se encontraba en el Asia Menor, la noticia de que había fallecido su padre. Sin
informar a sus ministros y consejeros con una sola palabra, monta el príncipe,
tan astuto como enérgico, el mejor de sus caballos, hace al magnífico pursang
cruzar las ciento veinte millas, hasta el Bósforo y se embarca de inmediato
para Gallípoli, en la costa europea. Sólo allá revela a los más fieles la muerte
de su padre, junta un ejército seleccionado para poder abatir de antemano toda
otra pretensión al trono, y lo conduce a Adrianópolis, donde, en efecto, es
reconocido sin oposición como soberano del imperio otomano. Su primer acto de
gobierno demuestra ya su firmeza terriblemente desconsiderada. Para alejar de antemano todo rival de su misma sangre,
hace ahogar a su hermano menor en el baño, y acto seguido -también eso reveló
su viveza y salvajismo previsores- hace pasar de la vida a la muerte, detrás
del asesinado, al asesino que había contratado para el crimen. La noticia de que al circunspecto Murad había seguido
el joven Mahomet, apasionado y ambicioso, como sultán de los turcos, llena a
Bizancio de horror. Pues por cientos de espías sábese que ese ambicioso había
jurado que se adueñaría de la que fue capital del mundo y que, no obstante su
juventud, pasa los días y las noches en consideraciones estratégicas de ese su
plan vital; pero al mismo tiempo coinciden todos los informes en destacar las
condiciones militares y diplomáticas extraordinarias del nuevo padichah.
Mahomet es simultáneamente beato y cruel, apasionado y traidor, hombre culto y
amante del arte, que lee a César y a los biógrafos romanos en latín, y al mismo
tiempo un bárbaro que derrama la sangre como agua. Este hombre, con los finos
ojos melancólicos y la aguda nariz de loro mordaz, prueba ser un trabajador
incansable, soldado temerario y diplomático sin escrúpulos, y todas estas
fuerzas peligrosas obran concéntricamente en el sentido de una sola idea:
superar ampliamente los hechos logrados por su abuelo Bayaceto y su padre
Murad, que por vez primera habían enseñado a Europa la superioridad militar de
la nueva nación turca. Se sabe y se siente que su primer manotón tendrá por
objetivo a Bizancio, esa última magnífica joya que quedó de la corona imperial
de Constantino y Justiniano. Esta joya, realmente, está al alcance de un puño
decidido. El Imperium Bizantinum, el imperio romano oriental que otrora
abarcaba el mundo, extendiéndose desde Persia hasta los Alpes y desde éstos
hasta los desiertos arábigos, un imperio universal, apenas para ser medido en
meses y meses, puede ahora atravesarse a pie en tres horas; infortunadamente,
no ha quedado de ese imperio bizantino más que. una cabeza sin tronco, una
capital sin país: Constantinopla, la ciudad de Constantino, el viejo
Bizantinum, y aun de ese Bizancio no pertenece al emperador; el Basileus, más
que una parte, el Estambul de estos días, mientras que Gálata ya ha caído en
poder de los genoveses y todo el territorio detrás de la ciudad en el de los
turcos. Tiene la extensión de la palma de la mano ese imperio del último
emperador, no es más que una muralla enorme alrededor de iglesia y palacios y
la confusión de casas que se llama Bizancio. Saqueada una vez más hasta el
mercado por los cruzados, despoblada por la peste, agotada por la defensa
eterna contra pueblos nómades, desgarrada por disputas nacionales y religiosas,
no puede esa ciudad allegar tropas ni valor viril para resistir por su propio esfuerzo
a un enemigo que, con brazos de pulpo, le envuelve desde hace ya tiempo por
todas partes. La púrpura del último emperador de Bizancio, Constantino Dragas,
es un manto de viento; su corona, un juguete del destino. Pero, precisamente
por hallarse rodeado ya de turcos y santificado en el concepto de todo el mundo
occidental, por la cultura milenaria común, significa Bizancio para Europa un
símbolo de su honor; sólo protegiendo la cristiandad unida a ese último
baluarte en el Este, que está en vías de desplomarse, puede la Hagia Sophia
seguir siendo una basílica de la fe, la última y al mismo tiempo más hermosa
catedral del cristianismo romano oriental. Constantino comprende de inmediato el peligro.
Temeroso, según es fácil explicar, a pesar de todas las protestas pacifistas de
Mahomet, manda mensajero tras mensajero a Italia, mensajeros al Papa, a
Venecia, a Génova, solicitando el envío de galeras y soldados. Pero Roma tarda
y Venecia también. Porque entre la fe del Oriente y la del Occidente sigue abierto
el viejo abismo teológico. La iglesia griega odia a la romana, y su patriarca
se niega a reconocer al Papa como supremo pastor. Sin embargo, ha mucho ya que
se resolvió en dos concilios, en Ferrara y en Florencia, la refundición de
ambas iglesias en consideración de la amenaza turca, asegurándose a Bizancio
ayuda contra los musulmanes. Pero apenas el peligro dejó de ser tan agudo para
Bizancio, ya se negaron los sínodos griegos a poner en vigor el convenio; sólo
ahora, al llegar Mahomet a sultán, vence el peligro a la terquedad ortodoxa:
juntamente con el pedido de urgentes socorros, envía Bizancio la noticia de su
condescendencia a Roma. Entonces se equipan galeras con soldados y armas, y en
una de las embarcaciones viaja el legado del Papa para realizar solemnemente la
reconciliación de las dos Iglesias del occidente y manifestar ante el mundo que
quien ataca a Bizancio reta a la cristiandad unida. LA MISA DE LA RECONCILIACIÓN Grandioso espectáculo el de aquel día de diciembre: la
magnífica basílica, cuyo fausto de mármol, mosaicos y preciosidades brillantes
apenas podemos sospechar en la mezquita de nuestros días, celebra la gran
fiesta de la reconciliación. Constantino, el Basileus, apareció rodeado de
todos los dignatarios de su imperio, para figurar con su persona imperial como
supremo testigo de la eterna unidad. Está colmado el gigantesco espacio
alumbrado por un sinnúmero de velas; ante el altar ofician fraternalmente la
misa el legado de la santa sede romana, Isidorus, y el patriarca ortodoxo, Gregorius;
por primera vez vuélvese a incluir en este templo el nombre del Papa en la
oración; por primera vez elévase el canto simultáneamente en lengua latina y
griega hacia las bóvedas de la imperecedera catedral, mientras que ambos cleros
pacificados conducen en solemne cortejo el cadáver de San Espiridión. Oriente y
Occidente, una y otra creencia, parecen unidos para siempre y, finalmente, al
cabo de años y años de criminales disensiones, se cumple al fin el sentido del
Occidente, la idea de Europa. Pero breves son y transitorios los momentos de la
razón y de la reconciliación en la historia. Mientras en la iglesia se enlazan
todavía beatíficas las voces en la oración común, ya protesta afuera, en una
celda de claustro, el sabio monje Génadios contra los latinos y la traición a
la verdadera fe; apenas trenzado por la razón el lazo de la paz, ya el
fanatismo lo hace pedazos,- así como el clero griego no piensa en un
sometimiento real, no recuerdan los amigos del extremo opuesto del Mediterráneo
tampoco su promesa de ayuda. Envían, es verdad, unas pocas galeras, unos
cuantos centenares de soldados, pero luego abandonan la ciudad a su suerte. COMIENZA LA
GUERRA Cuando los déspotas preparan una guerra, hablan, en
tanto no se hayan armado del todo, abundantemente de la paz Así recibe también
Mahomet al subir al trono, precisamente al enviado del emperador Constantino,
con las palabras más amables y más tranquilizadoras; jura pública y
solemnemente por Dios y sus profetas, los ángeles y el Corán, que cumplirá con
toda fidelidad los convenios con el Basileus. Al mismo tiempo concierta el
traidor con los húngaros y servios un convenio de mutua neutralidad con
duración de tres años: los mismos tres años en cuyo transcurso quiere adueñarse
de la ciudad sin ser molestado. Sólo tiempo después, luego que Mahomet hubo
prometido y jurado bastante la paz, provoca la guerra mediante un
desconocimiento del derecho. Hasta entonces los turcos sólo eran dueños de la
margen asiática del Bósforo y, por consiguiente, podían las naves llegar
libremente de Bizancio, a través del estrecho, hasta el Mar Negro, su depósito
de granos. Ahora Mahomet corta esa comunicación, mandando construir, sin
molestarse siquiera por buscar una justificación, una fortaleza en la orilla
europea, cerca de Roumili Hissar, es decir, en aquella parte más angosta, donde
en los días de los persas el audaz Jerjes cruzó el estrecho. De noche pasan
miles, decenas de miles de obreros a la ribera europea, que no puede
fortificarse de acuerdo con los tratados (¿pero qué importan los tratados a los
dictadores?) y para su manutención saquean los campos circundantes, y no sólo
derriban las casas, sino también la desde tiempos lejanos famosa iglesia de San
Miguel, para obtener piedras para su bastilla: el sultán dirige personalmente,
incansable, de día y de noche, la construcción del fuerte, y Bizancio tiene que
ver impotente cómo se estrangula contra todo derecho y convenio su libre acceso
al Mar Negro. Ya se bombardea a las primeras naves que quieren pasar el mar hasta
entonces libre, en medio de la paz, y después de esta primera feliz
demostración de poder, pronto resulta superfluo todo disimulo. En el mes de
agosto de 1452 llama Mahomet a todos sus agaes y bajaes a reunión y les declara
francamente su propósito de atacar y conquistar a Bizancio. Prontamente sigue
al anuncio el hecho brutal: envíanse heraldos a todo el imperio turco para
llamar a los capaces de llevar armas, y el 5 de abril de 1453 se desborda, como
una repentina marca alta, un inmenso ejército otomano sobre la llanura de
Bizancio, hasta casi junto a sus murallas. Al frente de sus tropas va el sultán a caballo,
magníficamente vestido, para levantar su tienda frente a la puerta de Lykas.
Pero antes de que llegue a flamear su estandarte delante de su cuartel general,
manda tender el tapiz de la oración sobre la tierra. Llega con los pies
desnudos hasta él, inclina tres veces la frente hasta el suelo, mirando hacía
la Meca, y a su espalda -magnífico espectáculo- pronuncian decenas y más
decenas de miles de hombres de su ejército, con las mismas inclinaciones, en la
misma dirección y con el mismo ritmo, la misma oración a Alá, suplicando que
les conceda fuerza y la victoria. Sólo entonces se levanta el sultán. El
humilde se ha transformado en retador, el siervo de Dios en señor y soldado, y
sus "tellals", sus heraldos, recorren el campamento entero para
proclamar al son de tambores y charangas: "¡comenzó el sitio de la
ciudad!" LAS MURALLAS Y LOS CAÑONES Bizancio ya no cuenta sino con una potencia y una fuerza:
sus murallas; nada le queda de su pasada grandeza universal, fuera de esta
herencia de una época espléndida y feliz. Con triple coraza está cubierto el
triángulo de la ciudad. Algo más bajas, pero aun así poderosas, cubren las
murallas pétreas los dos flancos de la ciudad hacía el mar de Mármara y el
Cuerno de Oro; en cambio, despliega sus dimensiones gigantescas el parapeto
hacia el paisaje abierto, la llamada muralla teodosiana. Ya Constantino había
rodeado a Bizancio con bloques de piedra, en previsión de futuros peligros, y
Justiniano ensanchó y fortificó más esas murallas; pero sólo Teodosio creó el
verdadero baluarte con la muralla de siete kilómetros de largo, de cuyo poder
de roca presentan testimonio aun hoy las ruinas en que se ha enroscado la hiedra.
Adornada con almenas, protegida por fosos, guardada por fuertes torreones
cuadrados; erguida en doble y triple línea paralela y restaurada y renovada por
cada emperador durante un milenio, considerábase a esa muralla en su tiempo
como el perfecto símbolo de la inexpugnabilidad. Como otrora se burlaban esos
bloques macizos del ataque desenfrenado de las hordas bárbaras y de las bandas
guerreras de los turcos, así se burlan ahora también de todos los instrumentos
bélicos inventados hasta la fecha; impotentes rebotan los proyectiles de las
bombardas, de los falconetes y aun de los nuevos serpentines y morteros en su
pared erecta; ninguna ciudad europea está mejor y más fuertemente protegida que
Constantinopla, gracias a su muralla teodosiana. Mahomet, por su parte, conoce mejor que nadie esas
murallas y su fuerza. En vigilias nocturnas y sueños le preocupa desde hace
meses y años la sola idea de cómo tomar ese fuerte inexpugnable y de cómo
destrozar ese roquedal indestructible. Amontónanse en su mesa los dibujos, las
mensuras y los planos de las fortificaciones enemigas; conoce cada montículo
delante y detrás de las murallas, cada hundimiento, cada corriente de agua, y
sus ingenieros han pensado en cada detalle. Pero ¡qué desengaño!, todos han
calculado que con la artillería empleada hasta ahora no puede destruirse la
muralla teodosiana. ¡A crear, pues, cañones mas potentes! ¡Cañones más de
mayor alcance, de tiro más poderoso que los conocidos hasta ahora por el arte
de la guerra! ¡Y a formar otros proyectiles de piedra más dura, más pesados,
más demoledores que los fabricados hasta ahora! Hay que inventar una nueva
artillería contra esas murallas inabordables; no hay otra solución, y Mahomet
se declara decidido a procurarse esos nuevos elementos de ataque, a cualquier
precio. A cualquier precio... Tal anuncio despierta siempre
por sí solo fuerzas creadoras y estimulantes. Así aparece ante el sultán poco
después de la declaración de guerra, el hombre considerado como el más
ingenioso y experimentado fundidor de cañones del mundo. Urbas u Orbas, un
húngaro. Es, ciertamente, cristiano y acaba de ofrecer sus servicios al
emperador Constantino, pero en la acertada espera de encontrar de parte de
Mahomet mejor paga y misiones más atrevidas para su arte, se declara pronto
para fundir un cañón como no se ha visto otro igual en el mundo, siempre que se
pongan a su disposición medios ilimitados. El sultán, a quien como a todo
poseso por una sola idea ningún precio en dinero resulta demasiado elevado, le
asigna de inmediato una cantidad de obreros a su discreción, y en mil carros
transpórtase metal a Adrianópolis. Por espacio de tres meses prepara el
fundidor con infinitas fatigas el molde de barro de acuerdo con secretos
métodos de endurecimiento, antes que se efectúe la excitante fusión de la masa
ardiente. La obra tiene éxito. Líbrase con golpes el gigantesco tubo -el más
grande que el mundo conociera hasta entonces- del molde, y se enfría, pero
antes que se dispare el primer tiro de ensayo, envía Mahomet heraldos a la
ciudad para poner sobre aviso a las mujeres encintas. Cuando luego, con enorme
tronar, la boca iluminada como por un relámpago escupe la poderosa bala de
piedra y este solo tiro de ensayo destroza una muralla, ordena Mahomet en el
acto la construcción de toda una artillería de esas gigantescas dimensiones. La primera
"gran máquina lanzadora de piedras", según llaman los autores griegos
aterrados a ese cañón, quedó, pues, felizmente concluida. Pero entonces se
presenta otro problema mayor todavía: ¿cómo arrastrar ese monstruo, ese dragón
metálico a través de toda Tracia, hasta los muros de Bizancio? Se inicia una
odisea sin igual. Pues todo un pueblo, un ejército entero arrastra durante dos
meses a ese monstruo entumecido de largo cuello. Primero se adelantan grupos de jinetes en constantes
patrullas para proteger esa preciosidad contra todo ataque, tras ellos siguen
centenares y quizás miles de obreros que aplanan el camino trabajando día y
noche para el transporte aplanan monstruo, que deja tras de sí las carreteras
deshechas para meses v meses. Cincuenta yuntas de bueyes están enganchadas en
el carro, sobre cuyos ejes descansa el gigantesco tubo de metal con el peso
exactamente repartido, como otrora el obelisco cuando peregrinó del Egipto a
Roma; doscientos hombres apoyan a diestro y siniestro el tubo continuamente
tambaleante por efecto de su propio peso, mientras que cincuenta carreteros y
carpinteros están ininterrumpidamente ocupados en cambiar y untar las roldanas
de madera, en reforzar los sostenes y en tender puentes. Se comprende que la
enorme caravana sólo pueda abrirse camino paso a paso a través de montañas y
estepas, al más lento andar de los bueyes. Asombrados se reúnen en las aldeas
los campesinos y se persignan ante el metálico fenómeno que es llevado de un
país a otro como un Dios de la guerra por sus servidores y sacerdotes; pero
pronto se arrastran también del mismo modo los hermanos fundidos de metal en el
mismo lecho materno de barro; una vez más hizo la voluntad humana posible lo
imposible. Ya abren veinte o treinta de esos monstruos sus negras bocas
redondas hacia Bizancio; la artillería pesada acaba de realizar su entrada en
la historia de la guerra, y comienza el duelo entre la milenaria muralla de los
emperadores de la Roma oriental y los nuevos cañones del nuevo sultán. UNA ESPERANZA MÁS Poco a poco, tenaz e irresistiblemente trituran y
pulverizan los cañones mastodontes, con relampagueantes mordeduras, las
murallas de Bizancio. Al principio, cada uno no puede disparar cotidianamente
más de seis o siete tiros, pero día a día el sultán hace colocar otros nuevos,
y cada impacto abre, entre nubes de polvo y escombros, nuevas brechas en las
pétreas obras que se derrumban. Es verdad que los sitiados remiendan esos
agujeros de noche con empalizadas de madera, cada vez más menesterosas, y con
fardos de algodón; pero ya no es la vieja muralla invencible detrás de la que
luchan y, atemorizados, piensan ocho mil hombres en la hora fatal en que los
150 mil guerreros de Mahomet se abalanzarán en el ataque decisivo contra la
fortaleza ya vulnerada. Es hora, la última hora, de que Europa, de que la
cristiandad recuerde sus promesas; grandes grupas de mujeres con sus niños
están postrados todo el día ante los cofrecillos de reliquias en las iglesias,
y desde todos los torreones vigilan soldados de día y de noche para ver si
aparece por fin en el mar de Mármara, repleto de naves turcas, la prometida
flota auxiliar papal y veneciana. Finalmente, el 20 de abril, a las tres de la
madrugada, brilla una señal. Se han avistado a lo lejos unas velas. No es la
poderosa, la soñada flota cristiana; las que se acercan quedamente, llevadas
por el viento, son tres grandes naves genovesas y detrás de ellas una cuarta
más pequeña, una embarcación de granos bizantina, que las tres mayores rodean
para protegerla. De inmediato se reúne toda Constantinopla entusiasta
en las murallas de la ribera para saludar a los auxiliadores. Pero al mismo
tiempo salta Mahomet sobre su caballo y galopa a todo correr desde su tienda
púrpura hasta el puerto donde se halla anclada la flota turca e imparte la
orden de que se impida a toda costa la entrada de las naves al puerto de
Bizancio, al Cuerno de Oro. La flota turca cuenta con 150 embarcaciones, si bien
menores, e inmediatamente chasquean miles de remos contra las aguas. Armadas de
arpones de abordaje, de lanzallamas y de lanzapiedras, se acercan esas 150
carabelas trabajosamente a los cuatro galeones, pero fuertemente impulsadas por
el viento pasan estas naves poderosas a las embarcaciones de los turcos, que
lanzan gritos y chillan con voces y proyectiles. Majestuosamente, con las velas
redondeadas y ampliamente hinchadas toman rumbo, sin cuidarse de los atacantes,
al seguro puerto del Cuerno de Oro, donde la famosa cadena tendida desde
Estambul hasta Gálata habrá de ofrecerles luego duradero resguardo contra todo
ataque y asalto. Ya están los galeones muy próximos a su meta; ya pueden los
miles de seres apostados en las murallas distinguir cara por cara y ya se
arrodillan los hombres y mujeres para dar las gracias a Dios y a los Santos por
la gloriosa salvación, ya se baja también con chirridos la cadena en el puerto
para recibir a las naves de socorro. Entonces sucede de pronto algo horrible. El viento
cesa repentinamente. Como retenidos por un imán, permanecen los cuatro veleros
enteramente muertos en medio del mar, a la distancia de unas pocas pedradas del
puerto salvador, y con salvaje griterío de júbilo se abalanza toda la jauría de
los botes a remo enemigos sobre las cuatro naves paralizadas que están erguidas
como cuatro torres en el mar. Cual mastines que hincan sus dientes en una
magnífica presa, se cuelgan los botes con arpones de abordaje de los flancos de
las grandes naves, golpeando su maderamen fuertemente con hachas para hundirlos,
mientras que grupos constantemente renovados trepan por las cadenas de las
anclas, arrojando antorchas y tizones contra las velas, para incendiarlas. El
jefe de la armada turca dirige su propia nave capitana decididamente hacia el
barco-transporte con el propósito de hundirlo; ya están ambas embarcaciones en
un cuerpo a cuerpo tenaz, como dos luchadores. Es cierto que al principio los
marineros genoveses consiguen defenderse contra sus asaltantes; desde las
bordas más altas, protegidas por corazas, rechazan a los atacantes con picos y
piedras y fuegos griegos. Pero la lucha ha de terminar pronto. Son demasiados
contra unos pocos. Las naves genovesas están perdidas. ¡Espantoso espectáculo
para los miles de seres reunidos en las murallas! Tan de cerca como en el
hipódromo del pueblo podía, pleno de goce, seguir las luchas sangrientas, así
puede ahora, pleno de dolor observar una batalla naval y la caída aparentemente
inevitable de los suyos, pues a lo sumo dos horas más y las cuatro naves
sucumbirán ante la jauría enemiga en la arena del mar. ¡En vano vinieron los
salvadores, en vano! Los griegos, desesperados, junto a los muros de
Constantinopla, justo a distancia de una pedrada de sus hermanos, gritan con
los puños cerrados de ira impotente por no poder ayudar a sus salvadores.
Muchos tratan de animar a los amigos combatientes con gestos fogosos. Otros, en
cambio, alzan las manos al cielo e imploran a Cristo, al Arcángel Miguel y a
todos los santos de sus iglesias y conventos que han protegido a Bizancio desde
hace tantos siglos. Pero en la ribera opuesta de Gálata, a su vez, esperan y
gritan y rezan con el mismo fervor los turcos por la victoria de los suyos; el
mar se ha convertido en escenario, la batalla naval en lucha de gladiadores. El
mismo sultán llega a galope tendido. Rodeado por sus bajaes, se introduce a
caballo en el agua, se moja sus ricos vestidos y con voz iracunda, formando con
sus manos un megáfono, grita a los suyos la orden de tomar las naves cristianas
cueste lo que cueste. Cada vez que es rechazada una de sus galeras cubre con
denuestos y amenaza con el curvado sable desnudo a su almirante. "¡Si no
vences, no vuelvas con vida!" Todavía resisten los cuatro barcos
cristianos. Pero ya está terminada la lucha, ya se agotan los proyectiles con
que rechazan a las galeras turcas. Ya se cansan los brazos de los marineros,
después de horas de lucha contra un enemigo cincuenta veces más numeroso. Ha
declinado el día, el sol se pone en el horizonte. Una hora más, y los barcos
serán llevados por la corriente hacia la ribera de Gálata, ocupada por los
turcos, aunque hasta entonces el enemigo no consiga abordarlos. ¡Perdidos,
perdidos, perdidos! Entonces sucede algo que le parece un milagro a la multitud
desesperada y que se lamenta vociferante. De pronto comienza un leve zumbido,
de pronto se levanta el viento. Y en seguida se llenan redondas y grandes las
velas de las cuatro naves. ¡Ha despertado el viento, el anhelado, el suplicado
viento! Triunfante se levanta la proa de los galeones, con un golpe airado
vence y atropella su repentina embestida a los barcos que los asedian. ¡Están
libres, están salvados! Bajo el estruendoso júbilo de los miles y miles de
apostados en las murallas, entra el primero, luego el segundo, el tercero y el
cuarto barco al puerto seguro; la cadena que lo cierra v que había sido bajada
sube otra vez chirriando, y detrás de aquéllos, diseminada en el mar, queda
impotente la jauría de las pequeñas embarcaciones turcas. Una vez más se cierne
el júbilo de la esperanza como purpúreas nubes sobre la sombría y desesperada
ciudad. UNA FLOTA VIAJA SOBRE LA MONTAÑA Una noche dura la desbordante alegría de los sitiados.
Siempre la noche pletórica de fantasía, excita los sentidos e infunde la
esperanza con el dulce veneno de los sueños. Por una noche ya se creen los
sitiados seguros y a salvo. Sueñan que semana a semana vendrán otros y nuevos
barcos que desembarcarán soldados y provisiones, tal como lo han hecho los
cuatro galeones que acaban de llegar. Europa no los olvidó, y en sus esperanzas
precipitadas ya ven el sitio levantado, el enemigo diseminado y vencido. Pero Mahomet también es un soñador, si bien un soñador
de aquella otra y más rara especie que sabe convertir los sueños, por obra de
la voluntad, en realidades, y mientras aquellos galeones ya se creen seguros en
el puerto del Cuerno de Oro, traza Mahomet un plan de tan fantástica audacia
que ha de equipararse justicieramente, dentro de la historia de las guerras, a
los hechos más atrevidos de Aníbal y Napoleón. Tiene a Bizancio delante de sí,
pero no puede tomarlo; el principal obstáculo que le impide tomarlo y atacarlo,
lo constituye la profunda lengua de mar, el Cuerno de Oro, esa bahía en forma
de apéndice que protege un flanco de Constantinopla. Es prácticamente imposible
penetrar en esa bahía, a cuya entrada se halla Gálata, la ciudad genovesa,
frente a la que Mahomet está obligado a guardar neutralidad, v desde ella se
tiende transversal la cadena de hierro hasta la urbe enemiga. Su flota no puede
llegar, por lo tanto, mediante un choque frontal, a la bahía; sólo podría
capturar a la armada cristiana desde la dársena interior donde termina el
territorio genovés. ¿Pero cómo conseguir una escuadra para esa bahía
interior? Es verdad que se podría construir una. Pero eso duraría meses y meses
y el impaciente no quiere esperar tanto. Entonces concibe Mahomet el genial proyecto de
transportar su flota desde el mar abierto, donde no tiene utilidad alguna,
sobre la península, al puerto interior del Cuerno de Oro. Esta idea, de una audacia
que quita la respiración, esta idea de atravesar con cientos de embarcaciones
una península montañosa, parece a primera vista tan absurda, tan irrealizable,
que los bizantinos y los genoveses de Gálata no la incluyen en sus cálculos
estratégicos, como antes de ellos los romanos y después de ellos los austriacos
tampoco tomaron en consideración la posibilidad de las rápidas travesías de los
Alpes efectuadas por Aníbal y Napoleón. De acuerdo con toda experiencia humana,
las naves sólo pueden desplazarse en el agua y ninguna escuadra puede atravesar
una montaña. Mas es eso precisamente en todo tiempo la verdadera característica
de la voluntad demoníaca: el que realice lo imposible, y siempre sólo
reconócese el genio militar al que, en la guerra, se burla de las reglas
bélicas, y en el momento dado, reemplaza los métodos probados por la
improvisación creadora. Comienza una acción enorme, difícilmente comparable en
les anales de la historia. Con todo sigilo manda Mahomet traer innúmeros
maderos y troncos v convertirlos, por afanosos obreros, en trineos, sobre los
que quedan sujetas las embarcaciones sacadas del mar, como sobre un dique seco
movible. Al mismo tiempo están dedicados ya miles de obreros a allanar en lo
posible para el transporte el estrecho sendero que sube y baja del cerro de
Pera. Para velar al enemigo la repentina acumulación de tantos trabajadores,
ordena el sultán cada día y cada noche un tremendo cañoneo por sobre la ciudad
de Gálata, un cañoneo sin sentido que no tiene más objeto que desviar la
atención y ocultar el viaje de las naves sobre valles y montes, de unas aguas a
otras. Mientras los enemigos están ocupados y sólo esperan un ataque desde
tierra, pónense en movimiento los numerosos rodillos de madera, abundantemente
untados de aceite v grasa, y sobre ellos se transporta un barco tras otro sobre
la montaña, de los que tiran innumerables yuntas de búfalos ayudados por
marineros que lo empujan. En cuanto la noche vela toda visión, comienza esa
peregrinación milagrosa. Silencioso como todo lo grande, premeditado como todo
lo prudente, se realiza el milagro de los milagros: una flota entera viaja
sobre la montaña. En todas las grandes acciones militares son siempre
decisivos los momentos de sorpresa. Y aquí se evidencia magníficamente el genio particular
de Mahomet. Nadie sospecha nada de su propósito. "S: un pelo de mi barba
conociese mis ideas, lo arrancaría" -dijo cierta vez de sí mismo ese
pérfido genial. Y mientras los cañones retumbaban jactanciosos contra las
murallas, ejecútanse sus órdenes de un modo perfecto. Setenta embarcaciones
transpórtanse en esa noche del 22 de abril de un mar al otro, por montañas y
valles, viñedos, campos y bosques. A la mañana siguiente los ciudadanos de
Bizancio creen soñar: una flota enemiga navega como traída por manos de
espectros, embanderada y equipada, en el corazón de la bahía, considerada
inaccesible; aun se restriegan los ojos y no comprenden cómo pudo hacerse ese
milagro, cuando ya prorrumpen en júbilo pífanos, címbalos v tambores al pie de
la muralla lateral hasta entonces protegida por el puerto. Todo el Cuerno de
Oro, excepción hecha de aquel estrecho espacio de Gálata en que se halla
encerrada la flota cristiana, pasa, debido a ese golpe genial, al dominio del
sultán y de su ejército. Ahora puede llevar libremente sus tropas por un puente
de pontones contra la muralla más débil. Con eso amenaza al flanco flojo y
consigue que la de por sí ya escasa línea defensiva se reduzca más aún en
espesor por tener que cubrir un frente más largo. El puño férreo se cierra más
y más alrededor de la garganta de su víctima. ¡SOCORRO, EUROPA! Los sitiados ya no se engañan, saben que de no recibir
pronta ayuda no podrán resistir mucho tiempo más detrás de las murallas
derruidas a cañonazos, ahora que también son atacados por el flanco débil.
8.000 hombres contra 150.000. ¿Pero no prometió la Signoria de Venecia
solemnemente que enviaría barcos? ¿Puede permanecer indiferente el Papa cuando
Hagia Sophia, la más hermosa iglesia de Occidente, corre peligro de convertirse
en una mezquita de la infidelidad? ¿Aun no comprende el peligro para la cultura
de Occidente la Europa confundida por la rencilla y dividida por céntuples
intrigas mezquinas? Quizás -así se consuelan los sitiados- está desde hace
tiempo ya lista la flota de socorro y sólo por ignorancia tarda en levar
anclas, y bastaría hacerle comprender la enorme responsabilidad de esa demora
mortífera. ¿Pero cómo ponerse en contacto con la armada
veneciana? ¡El mar de Mármara está sembrado de barcos turcos! Salir con la
escuadra entera significaría exponerla a la perdición y debilitar además, en
unos centenares de soldados, la defensa, que ha de contar esta vez con cada uno
de sus hombres. Se resuelve entonces exponer sólo un barco muy pequeño con una
tripulación mínima. Doce hombres en total -si existiera la justicia en la
historia, sus nombres tendrían que ser tan famosos como los de los argonautas,
y, sin embargo, no conocemos el nombre de ninguno de ellos osan el heroico
acto. Se iza la bandera enemiga en el pequeño bergantín; doce hombres se visten
a la usanza turca con turbante o tarbouch, para no llamar la atención. A la
medianoche del tres de mayo, se afloja silenciosamente la cadena del puerto, y
con amortiguados golpes de remo se aleja el bote atrevido, protegido por la
oscuridad. ¡Y he aquí que se realiza el milagro! Sin ser conocida ni molestada
atraviesa la diminuta nave los Dardanelos hasta el mar Egeo. Siempre es
justamente el exceso de osadía lo que paraliza al adversario. Mahomet pensó en
todo, menos en ese gesto inconcebible de que una sola embarcación tripulada por
doce héroes osaría tal viaje argonáutico por en medio de su flota. Pero, ¡trágica desilusión! En el mar Egeo no brilla
vela veneciana alguna. Ninguna armada está preparada para el socorro. Venecia y
el Papa se han olvidado de Bizancio y descuidan su honor y su promesa, ocupados
como están con su pequeña política lugareña. En la historia se repiten de
continuo esos momentos trágicos en que sería necesaria la suprema unión de
todas las fuerzas para la defensa de la cultura europea, pero en que los
príncipes y los Estados no saben suprimir, por un instante siquiera, sus
míseras rivalidades. A Génova le importa más empujar a Venecia hacia un segundo
plano y Venecia se preocupa más por desplazar a Génova que luchar por unas
horas conjuntamente contra el enemigo común. El mar está vacío. Desesperados
reman los valientes en su cáscara de nuez, de isla en isla. Pero en todas
partes los puertos están ocupados por los enemigos y ninguna nave amiga se atreve
a penetrar a la zona de guerra. ¿Qué hacer entonces? Algunos de los doce han perdido
el ánimo, y con razón. ¿Para qué volver a Constantinopla, para qué volver sobre
la peligrosa ruta? No pueden llevar esperanza alguna. Quizás ya cayó la ciudad;
de todos modos les aguarda, si regresan, el cautiverio o la muerte. Pero
-¡magníficos siempre los héroes, cuyos nombres nadie conoce!- la mayoría
decide, no obstante, el retorno. Aceptaron una misión y han de cumplirla.
Fueron enviados a traer nuevas, y nuevas han de traer, aunque sean las más
oprimentes. Así osa la diminuta embarcación el viaje de regreso entre los
Dardanelos, el mar de Mármara y la armada enemiga. El 23 de mayo, a veinte días de haberse hecho a la
mar, se ha dado por perdida ya en Constantinopla a la embarcación. Nadie piensa
ya en un mensajero ni en el regreso, cuando de pronto unos guardianes agitan en
la muralla las banderas porque una pequeña nave toma decidido rumbo, con
fuertes golpes de remo, al Cuerno de Oro. Y al darse cuenta los turcos,
advertidos por el júbilo atronador de los sitiados, que el bergantín que
descaradamente había surcado sus aguas bajo bandera turca, era una embarcación
enemiga, lo asedian de todas partes para capturarlo, todavía a escasa distancia
del puerto protector. Por un momento vibra Bizancio con mil gritos de júbilo
en la dichosa esperanza de que Europa se habría acordado y enviado aquellos
barcos nada más que en calidad de mensajeros. Sólo a la tarde se divulga la nefasta verdad. La
cristiandad echó al olvido a Bizancio. Los encerrados están solos, perdidos, a
menos que se salven ellos mismos. LA VÍSPERA DEL
ASALTO Al cabo de seis semanas de luchas casi diarias, el
sultán se ha tornado impaciente. Sus cañones han destrozado las murallas en
muchas partes, pero todos los ataques y asaltos que ordenó, han sido rechazados
sangrientamente. Ya no quedan a un estratego sino dos posibilidades: desistir
del sitio o intentar, después de los innumerables ataques aislados, el asalto
definitivo. Mahomet reúne a sus bajaes en un consejo de guerra y su voluntad
apasionada vence todos los escrúpulos. Se decide que el gran asalto decisivo ha
de efectuarse el 29 de mayo. El sultán realiza sus preparativos con su habitual
energía. Se decreta día de fiesta y 150.000 hombres deben cumplir, del primero
al último, los ritos solemnes prescritos por el Islam, las siete abluciones y,
tres veces al día, la gran oración. Dispónese toda la pólvora y todos los
proyectiles que han quedado para preparar el ataque de artillería forzado que
ha de debilitar la ciudad para el asalto, y distribúyense las tropas para el
ataque. Mahomet se concede un momento de descanso desde temprano hasta muy
tarde en la noche. Pasa a caballo de una tienda a la otra, desde el Cuerno de
Oro hasta el mar de Mármara, animando por doquier a los oficiales y excitando a
los soldados. Pero como buen psicólogo sabe cómo puede atizar mejor hasta el
extremo del ardor bélico a sus 150.000 hombres; y por eso hace una terrible
promesa que, por su honor y deshonra, hubo de cumplir estrictamente. Sus
heraldos proclaman esa promesa al son de tambores y clarines a todos los
vientos: "Mahomet jura por el nombre de Alá, por el nombre de Mahoma y de
los cuatro mil profetas; jura por el alma de su padre, el Sultán Murad, por la
cabeza de sus hijos y por su sable, que concederá a sus tropas, después de la
toma de la ciudad y por la duración de tres días, el derecho ilimitado de
saqueo. Todo lo que encierran esas murallas: muebles y bienes, aderezos y
joyas, monedas y tesoros, hombres, mujeres y niños, todo debe ser de los
soldados victoriosos, y él mismo renuncia a toda participación, salvo al honor
de haber conquistado el último baluarte del imperio romano oriental". Los soldados reciben tan feroz anuncio con júbilo
frenético. El ruidoso alboroto del regocijo ruge como un vendaval y los
delirantes gritos de Alá il Alá de los miles de labios llegan hasta la azorada
ciudad. ¡Jagura! Jagura! ¡Saqueo! ¡Saqueo!" La palabra se convierte en
consigna, chisporrotea con los tambores, zumba con címbalos y clarines, y de
noche se transforma el campamento en un mar festivo de luces. Estremecidos, ven
los sitiados desde sus murallas cómo miles y miles de luces y antorchas se
encienden en la llanura y en los cerros y cómo los enemigos celebran la
victoria antes de haberla alcanzado, con trompetas, pífanos y tamboriles; es
como la horriblemente ruidosa ceremonia que los sacerdotes paganos ofician
antes del sacrificio. A medianoche se apagan, por orden de Mahomet, de golpe,
todas las luces, y bruscamente termina el ardiente ruido de millares de voces.
Pero ese silencio repentino y esa oscuridad pesante deprimen con su decisión
amenazadora a los que escuchan azorados, más aún que el júbilo frenético de la
luz ruidosa. LA ULTIMA MISA EN HAGIA SOPHIA Los asediados no necesitan de espías y desertores para
saber qué les espera. Saben que se ha ordenado el asalto, y un presentimiento
de enorme responsabilidad y de tremendo peligro pesa sobre la ciudad como una
nube de tormenta. Dividida de ordinario en escisiones y disputas religiosas,
únese ahora la población en estas horas postreras, pues siempre procura tan
sólo el extremo peligro el espectáculo incomparable de la unión terrenal. Para
que todos tengan bien presente lo que les toca defender: la fe, el pasado
esplendente, la cultura común, dispone el Basileus una ceremonia conmovedora.
Reúnese a su mando el pueblo entero, ortodoxos y católicos, sacerdotes y legos,
niños y ancianos, para una sola procesión. Nadie debe, nadie quiere quedarse en
su casa; desde el más rico hasta el más pobre integran todos, contritos y
cantando el Kyrie Eleison, la solemne columna que atraviesa primero el centro
de la ciudad v luego también las fortificaciones exteriores. Sácanse de las
iglesias los iconos y reliquias; dondequiera que haya sido abierta una brecha
en las murallas, cuélgase una de las imágenes de los santos a fin de que
rechace mejor que las armas mundanales el ataque de los infieles.
Simultáneamente se rodea el emperador Constantino de los senadores, los nobles
y los comandantes para templar su valor con una última arenga. No puede, como
Mahomet, prometerles incalculable botín. Pero les describe el honor que
alcanzarán, ante la cristiandad y todo el mundo occidental, si rechazan este
último asalto decisivo, y el peligro que corren en caso de sucumbir a los
incendiarios. Mahomet y Constantino saben que ese día se define la historia de
siglos. Luego comienza la última escena, una de las más
conmovedoras en la historia de Europa, un inolvidable éxtasis de la caída. Los
predestinados a morir congréganse en Hagia Sophia, la entonces más suntuosa
catedral del mundo, que había quedado abandonada desde aquel día de la fusión
de ambas Iglesias. Se agrupan en torno al emperador, la corte entera, los
nobles, la curia griega y la romana, los soldados y marineros genoveses y
venecianos, todos armados y acorazados; y detrás de ellos se arrodillan
silenciosas y respetuosas miles y miles de sombras murmurantes -el pueblo
agobiado, hastiado por temores y penas-; y las candelas que luchan duramente
con la oscuridad de las bóvedas, iluminan esa masa arrodillada unánime en la
oración como un único cuerpo. Es el alma de Bizancio que eleva aquí su plegaria
a Dios. El patriarca alza ahora poderosa y clamante su voz,
contestándole con cánticos los coros; una vez más resuena la sagrada voz eterna
del Occidente, la música, en este espacio. Luego se dirigen uno tras otro,
primero el emperador, al altar para recibir el consuelo de la fe; hasta lo alto
de las bóvedas retumba en el inmenso espacio la rompiente interminable del
rezo. Comienza la postrera misa; la misa de muertos del
imperio romano oriental. Pues por última vez vivió la fe cristiana en la
catedral de Justiniano. Después de esa escena enternecedora, el emperador
regresa una sola vez y por breves instantes al palacio para pedir perdón a
todos sus subalternos y siervos por toda injusticia que jamás haya cometido en
su vida. Luego monta un caballo y cabalga -exactamente como Mahomet, su gran
contrario, a la misma hora- de un extremo a otro de las murallas para animar a
los soldados. Ya ha cerrado la noche profundamente. No se alza voz alguna, no
entrechoca ninguna arma. Pero con el alma arrebatada aguardan los miles de
hombres dentro de las murallas el próximo día, y la muerte. KERKAPORTA, LA PUERTA OLVIDADA A la una de la mañana da el sultán la señal de ataque.
Despliégase gigantesco el estandarte y a un solo grito de "Alá, Alá, il
Alá" precipítanse cien mil hombres con armas, escaleras, cuerdas y ganchos
de abordaje contra las murallas, mientras simultáneamente redoblan tambores,
alborotan charangas y se unen en un solo huracán los ruidos estridentes de
bombos, címbalos y flautas, los alaridos humanos y el tronar de los cañones.
Primero lánzanse sin misericordia las tropas inexperimentadas, los baschibozug,
contra las murallas, y sus cuerpos semidesnudos hacen en- el plan de ataque del
sultán casi el papel de paragolpes destinado a cansar y debilitar al enemigo
antes de que la tropa escogida proceda al asalto decisivo. Corren con
centenares de escaleras por la oscuridad, impelidos a latigazos; trepan a las
almenas, de donde son echados; vuelven a arremeter una, otra y otra vez, ya que
no les queda camino de vuelta; detrás de ellos, inútil material humano
destinado al sacrificio, se hallan las tropas elegidas que los azuzan siempre
de nuevo a la muerte casi segura. Los defensores conservan todavía el
predominio, nada pueden las innúmeras flechas y piedras contra sus cotas de
malla. El verdadero peligro para ellos -y eso lo calcula bien
Mahomet- reside en el cansancio. Luchando con pesadas armaduras continuamente contra
las tropas ligeras que atacan una y otra vez, saltando sin interrupción de un
punto de ataque a otro, agotan buena parte de sus fuerzas en esa resistencia
forzada. Y al lanzarse ahora -ya comienza a clarear el día al cabo de dos horas
de combate- la segunda tropa de asalto, formada por los anatolianos, la lucha
ya se presenta más peligrosa. Pues esos anatolianos son guerreros
disciplinados, bien instruidos y uniformados también con cotas de malla; son
además numerosos y están descansados, mientras que los defensores tienen que
proteger ora esta parte, ora aquélla contra la ruptura. Pero aun siguen siendo rechazados los atacantes en
todas partes, y el sultán tiene qué poner en acción sus últimas reservas, los
jenízaros, la tropa selecta del ejército otomano. Se coloca personalmente al
frente de los 12.000 soldados jóvenes y elegidos, los mejores que conocía la
Europa de entones, que a un solo grito se lanzan sobre los adversarios
exhaustos. Es la hora de que se echen a vuelo todos las campanas de la ciudad
para llamar a los últimos, medianamente aptos para la lucha, a las murallas, y
que se haga venir a los marineros de los barcos, pues ahora se inicia el
verdadero combate decisivo. Es fatal para los defensores el que una piedra
alcance al comandante de las tropas genovesas, el audaz condottiere
Giustiniani, el que, gravemente herido, es transportado hasta las naves. Su
caída hace vacilar por un instante la energía de la defensa. Pero ya llega a galope
tendido el propio emperador para impedir la invasión amenazante y una vez más
lógrase empujar y hacer caer las escaleras de asalto; firmeza se halla frente a
extrema firmeza, y por la duración de un suspiro parece Bizancio todavía a
salvo: el máximo peligro ha vencido al asalto más furioso. En ese instante un
incidente trágico, uno de aquellos segundos misteriosos, como a veces los
produce la historia en sus determinaciones impenetrables, decide, de golpe, el
destino de Bizancio. Sucede algo totalmente inverosímil. Linos cuantos
turcos han penetrado por una de las muchas brechas de la muralla exterior a
poca distancia del verdadero punto de ataque. No se atreven a arremeter contra
la muralla interior. Pero al errar curiosos y sin plan por el espacio entre la
primera y segunda muralla de la ciudad, descubren que una de las puertas
menores de la muralla interior, la llamada Kerkaporta, ha quedado abierta por
un error inexplicable. No es más que una portezuela, destinada a dar paso, en
tiempos de paz, a los peatones durante las horas en que las puertas mayores aun
permanecen cerradas. Precisamente por carecer de importancia militar, se
olvidó, al parecer, su existencia en la agitación general de la última noche.
Ahora los jenízaros encuentran, ante su asombro, esa puerta cómodamente abierta
en medio de las fortificaciones recias. Primero sospechan de que se trate de un
ardid guerrero, pues les parece demasiado improbable el absurdo de que la
Kerkaporta esté abierta y permita penetrar al corazón de la ciudad,
dominicalmente pacifico, mientras delante de cada brecha, cada abertura y cada
puerta se amontonan miles de cadáveres y se está haciendo derroche de aceite
hirviente y proyectiles. Por las dudas, llaman refuerzos y, sin encontrar
resistencia en absoluto, penetra todo un destacamento al interior de la ciudad,
atacando inesperadamente, por la espalda, a los defensores de la muralla
exterior, que nada sospechan. Unos cuantos guerreros advierten que los turcos
están detrás de sus propias filas y fatalmente se eleva aquel grito que en toda
batalla es más mortífero que todos los cañones, el grito del rumor falso:
"¡Ha caído la ciudad!" Repítenlo ahora, cada vez más fuerte, los
turcos: "¡La ciudad ha caído!" Y este grito desbarata toda resistencia.
Las tropas mercenarias, que se creen traicionadas, abandonan sus puestos para
salvarse corriendo hacia el puerto y las naves. En vano se arroja Constantino
con unos pocos fieles contra los invasores; cae muerto sin ser reconocido, en
medio del tumulto, y sólo al día siguiente, junto a un montón de cadáveres,
identificado su cuerpo por los zapatos purpúreos adornados con un águila
dorada, comprobarás- que el último emperador de la Roma oriental perdió su vida
con su imperio, glorioso en el sentido romano. Un átomo de casualidad,
Kerkaporta, la puerta olvidada, ha decidido la historia del mundo. LA CRUZ SE CAE A veces la historia juega con números. Exactamente mil
años después de haber sido saqueada Roma en forma memorable por los vándalos,
comienza el saqueo de Bizancio. Terriblemente fiel a su juramento, cumple
Mahomet, el victorioso, su palabra. Después de la primera masacre, entrega a
sus guerreros las casas y palacios, iglesias y monasterios, hombres, mujeres y
niños, y como demonios se precipitan a millares por las callejuelas para
adelantarse unos a otros. La primera arremetida se dirige contra las iglesias;
en ellas brillan las vasijas de oro, resplandecen joyas, pero cuando irrumpen
en una casa, izan de inmediato su estandarte a la entrada para que sepan los
que los siguen que el botín ya está embargado; y este botín no sólo consiste en
piedras preciosas, géneros y dinero y bienes muebles, sino que también las
mujeres son mercadería para los serrallos, los hombres y niños para el mercado
de esclavos. A bandadas enteras se saca a latigazos a los infelices que se han
refugiado en las iglesias, se asesina a los ancianos por considerarlos como
inservibles consumidores y hasta invendibles; átase a los jóvenes como
animales, se les arrastra, y simultáneamente con el robo desencadénase la
insensata destrucción. Las preciosas reliquias y obras de arte que los cruzados
respetaron en oportunidad de su saqueo, acaso igualmente furioso, las destrozan
ahora, las deshacen y desgarran los vencedores rabiosos, destruyen los cuadros valiosos,
rompen a martillazos las estatuas magníficas, queman y tiran sin consideración
los libros en que se pretendía conservar para toda la eternidad la sabiduría de
los siglos, la riqueza inmortal del pensamiento y de la literatura griega.
Nunca sabrá la humanidad a ciencia cierta cuánta desgracia irrumpió en aquella
hora fatal por la Kerkaporta abierta y cuánto perdió el mundo espiritual con
motivo de los saqueos de Roma, Alejandría y Bizancio. Sólo en la tarde de la gran victoria, terminada ya la
matanza, penetra Mahomet en la ciudad conquistada. Serio y orgulloso cabalga
sobre su magnífica jaca, al lado de las salvajes escenas del saqueo; sin
desviar la mirada mantiene su palabra de no molestar en su terrible quehacer a
los soldados que lograron el triunfo. Su primer camino no está dedicado al
botín, puesto que ha ganado todo, y vanidoso dirige su caballo hacia la
catedral, la cabeza esplendente de Bizancio. Durante más de cincuenta días miró
ansioso desde su jaca la cúpula inaccesible y resplandeciente de esa Hagia
Sophia: ahora puede cruzar como vencedor su puerta broncínea. Pero una vez más
domina Mahomet su impaciencia; primero quiere agradecer a Alá antes de
dedicarle esta iglesia por los tiempos eternos. Humildemente se apea el sultán
de su cabalgadura e inclina la cabeza profundamente al suelo en la oración.
Luego toma un puñado de tierra y la esparce sobre su cabeza para recordarse que
él mismo es un mortal y no debía envanecerse de su triunfo. Y sólo entonces,
después de haber demostrado su humildad, se endereza el sultán y penetra el
primer siervo de Alá en la catedral de Justiniano, la iglesia de la sagrada
sabiduría, Hagia Sophia. Curioso y conmovido contempla el sultán la magnífica
casa, las altas bóvedas relucientes en mármol y mosaicos, los arcos suaves que
se elevan de la penumbra a la luz; siente que este sublime palacio de la
oración no es suyo, sino de su dios. Manda en seguida llamar a un Imán que suba
al púlpito y proclame desde allí la fe mahometana, mientras que el padichá, el
rostro en dirección a la Meca, pronuncia el primer rezo a Alá, el señor de los
mundos, en esta catedral cristiana. Al día siguiente reciben ya los obreros
orden de alejar todos los signos de la creencia anterior. Arráncanse los
altares, blanquéanse los píos mosaicos y cae con estrépito sordo la cruz
grandemente elevada de Hagia Sophia que había mantenido abiertos sus brazos por
espacio de mil años, para abarcar todo el dolor del mundo. El pétreo sonido retumba duramente dentro y fuera de
la iglesia, hasta muy lejos. Pues esa caída hace temblar a todo el Occidente.
La noticia llega terrorífica a Roma, Génova, Venecia, Florencia y rueda como un
trueno de anuncio hasta Francia, Alemania; y estremecida reconoce Europa que
debido a su indiferencia hosca ha irrumpido por la olvidada puerta, la
Kerkaporta, una fuerza fatalmente destructora que mantendrá durante siglos
atacadas y paralizadas sus energías. Pero en la historia, igual que en la vida,
el remordimiento no devuelve un instante perdido, y mil años no ayudan a recobrar
lo que se ha descuidado una sola hora. FIN
MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD FUGA A LA INMORTALIDAD / NUÑEZ DE BALBOA STEFAN ZWEIG ARMAN UN BUQUE Al regresar de su primer viaje a América, Colón
exhibió en su marcha triunfal por las atestadas calles de Sevilla y Barcelona,
infinitos tesoros y curiosidades: hombres rojizos, de una raza desconocida
hasta entonces, animales nunca vistos, papagayos policromos y charlatanes,
plantas extrañas y frutas que pronto habrían de encontrar en Europa una nueva
patria: el cereal indio, el tabaco y la nuez de coco. La multitud jubilosa
admira todo eso con asombro, pero lo que más emociona a los esposos reales y a
sus consejeros son unos cofrecitos y cestas llenos de oro. No es gran cantidad
de oro la que Colón trae de las Nuevas Indias: unas cuantas joyas que quitó o
adquirió de los indígenas a trueque de otros objetos, unas cuantas barritas y
unos puñados de pepitas y polvo de oro; el botín entero alcanza, a lo sumo,
para acuñar unos poquísimos centenares de ducados. Pero el genial fantaseador
Colón, que, fanáticamente, siempre cree aquello que quiere creer, y que acaba
de tener tan gloriosamente razón con su idea de la nueva ruta marina a la
India, dice, convencido de veras, aunque exagerando, que todo aquello no era
sino una mínima primera prueba. Afirma tener noticias dignas de fe acerca de
inagotables minas de oro en esas nuevas islas. El precioso metal se hallaría
allá tendido bajo una delgada capa de tierra, de modo que podría ser ganado con
simples azadones. Pero más al Sur se encontrarían imperios cuyos monarcas se
servían de platos de oro y tenían en menor estima el oro que los españoles el
plomo. El rey, eternamente necesitado de dinero, escucha embelesado las
noticias respecto a ese nuevo Ofir que le pertenece, pues todavía no se conoce
bien la augusta locura de Colón, y no se duda de sus promesas: De inmediato
preparase una segunda flota, y ya no hace falta reclutar la tripulación por
intermedio de ganchos y al son de tambores; la noticia del maravilloso país
recién descubierto, donde se puede recoger el oro del suelo, enloquece a toda
España. Por centenares y por miles llegan los hombres dispuestos a hacer el
viaje a El dorado, el país del oro. Pero ¡qué diluvio sombrío acrecienta la ambición desde
todas las ciudades, pueblos y aldeas! No solamente se presentan nobles honestos
que desean dorar sus escudos, aventureros intrépidos y soldados valientes, sino
que también toda la mugre y toda la resaca de España va desplazándose hasta
Palos y Cádiz. Ladrones convictos, asaltantes y bandoleros que buscan un
trabajo más provechoso en las tierras de oro, deudores que quieren escapar de
sus acreedores, maridos que quieren huir de sus esposas disputadoras, todos los
desesperados, las existencias fracasadas, los señalados y perseguidos por el
alguacil, se hacen inscribir para tripular la flota. Es una masa abigarrada de
existencias derrotadas, dispuestas a enriquecerse de golpe y resueltas a
cometer, en cambio, cualquier brutalidad y cualquier crimen. Unos han sugerido
a otros las fantasías de Colón, de tal manera que los más acaudalados entre los
emigrantes se llevan sirvientes y mulas para poderse traer mayores cantidades
del precioso metal. Aquellos que no consiguen incorporarse a la expedición,
buscan por la fuerza otro camino para llegar a su fin. Sin pedir el permiso
real, arman unos aventureros embarcaciones por su propia cuenta, a fin de
llegar cuanto antes al nuevo El dorado y juntar la mayor cantidad de oro. De
golpe, España queda libre de todas sus existencias inquietas y de toda chusma
peligrosa. El gobernador de la Española (el Santo Domingo y Haití
de nuestros días) ve con terror cómo esos huéspedes inesperados inundan la isla
que le ha sido confiada. Año tras año, los barcos traen nuevas cargas y una
gente cada vez más indisciplinada. Pero los recién llegados no están menos
desengañados, pues el oro no se halla al alcance de la mano en las calles, y
los desdichados nativos, a quienes atacan como bestias, ya no disponen de un
solo granito para entregarlo. Las hordas ladronas constituyen así, vagabundas o
indolentes, un terror para los indios infortunados y un horror para el
gobernador. Es en vano que trate de convertirlos en colonos, regalándoles
terreno, hacienda e incluso hacienda humana, es decir, de sesenta a setenta
indígenas que regala a cada uno de esos aventureros, como esclavos. Pues tanto
los hidalgos de noble cuna como los ex bandoleros se interesan poco por la
agricultura. No han hecho el viaje para sembrar trigo y criar ganado; en vez de
cuidarse de los sembrados y de las cosechas, martirizan a los infortunados
indios -al cabo de pocos años habrán extirpado toda la población aborigen- o se
reúnen en garitos. Al poco tiempo, la mayoría de ellos están tan endeudados que
tienen que vender no sólo sus propiedades, sino también su indumentaria, sus
sombreros y la última camisa, y así quedan entregados por completo a los
comerciantes y usureros. Es por lo mismo una buena nueva para todos esos
fracasados en la Española que un habitante bien conceptuado en esa isla, el
bachiller Martín Fernández de Enciso, arme en 1510 un barco para correr en
ayuda, con una nueva tripulación, de su colonia en terra firma. Dos famosos aventureros, Alonso de Ojeda y Diego de
Nicuesa, habían recibido, en 1509, del rey Fernando el privilegio de fundar
colonias en el estrecho de Panamá y en la costa de Venezuela, que, un poco
apresurados, denominan Castilla del Oro. Embriagado por el nombre sonoro, y
seducido por las habladurías, el legalista poco experto invierte toda su
fortuna en tal empresa. Pero la colonia de nueva fundación en San Sebastián,
junto al golfo de Uraba, no envía oro, sino únicamente angustiados llamados de
auxilio. La mitad de la tripulación ha muerto en las luchas contra los
aborígenes, mientras que la otra mitad está a punto de perecer de hambre. Para
salvar el dinero invertido, Enciso gasta el resto de sus bienes y arma una
expedición de socorro. En cuanto los desesperados se enteran de que Enciso
necesita soldados, aprovechan la oportunidad para acompañarlo y dar así la
espalda a la Española. No tienen otro deseo que el de escapar a sus acreedores
y a la vigilancia del severo gobernador. Pero los acreedores los espían. Se dan
cuenta de que sus deudores más importantes tratan de escabullirse para siempre,
y por eso exigen del gobernador que no permita a nadie abandonar la isla sin su
permiso especial. El gobernador admite su deseo. Se establece una vigilancia
estricta. El barco de Enciso debe permanecer fuera del puerto, y unas lanchas
fletadas por el Gobierno patrullan e impiden que nadie suba a bordo
subrepticiamente. Con infinita amargura observan los desesperados, que temen a
la muerte menos que al trabajo honrado y a la cárcel, cómo el barco de Enciso
toma rumbo a la aventura, con las velas desplegadas y sin ellos. EL HOMBRE EN EL ARCA Con las velas hinchadas, el barco de Enciso toma rumbo
a la tierra firme americana, y los contornos de la isla ya se han hundido en el
horizonte azulado. Es un viaje tranquilo y nada anormal puede registrarse,
salvo que un enorme sabueso de extraordinaria fuerza -hijo del famoso sabueso
Becerico, y famoso él mismo por su nombre, Leoncio- corre inquieto arriba y
abajo de la cubierta, husmeando por todas partes. Nadie sabe quién es el dueño
de ese animal ni cómo ha llegado a bordo. Finalmente, llama la atención también
el hecho de que el perro no quiere apartarse para nada de un arca de
provisiones de extraordinario tamaño y que fue traída a bordo en la misma
víspera de la partida. Pero he aquí que inesperadamente esta arca se abre sola,
y de ella sale, armado con espada, yelmo y escudo, como Santiago, el Santo
castellano, un hombre de unos treinta y cinco años de edad. Es Vasco Núñez de
Balboa, quien así ofrece la primera prueba de su audacia e ingenio
sorprendentes. Nacido en Jerez de los Caballeros, de familia noble, había hecho
el viaje al Nuevo Mundo como simple soldado con Rodrigo de Bastidas, y después
de muchas odiseas, salvóse del naufragio frente a la Española. El gobernador se
había esforzado en vano para hacer de Núñez de Balboa un colono honrado; al
cabo de pocos meses, abandonó la propiedad que le fuera asignada y quedó de tal
manera arruinado que ya no sabia cómo salvarse de sus acreedores. Pero mientras
los demás deudores miran los botes del Gobierno desde la playa, con el puño
cerrado, porque aquéllos les impiden huir al buque de Enciso, Núñez de Balboa
pasa atrevidamente el cordón establecido por Diego Colón, escondiéndose en una
arca vacía y haciéndose llevar a bordo por unos confabulados. En el tumulto de
la despedida, nadie observa la insolente estratagema. Balboa sólo se presenta
cuando intuye que el barco se ha alejado tanto de la costa como para que
resulte improbable que retornara tan sólo para desembarcarlo. El bachiller Enciso es un hombre de ley, y como todo
legalista, tiene peco sentido de lo romántico. En su condición de alcalde y
jefe de policía de la nueva colonia, no quiere que a ella ingresen existencias
oscuras ni estafadoras. Por eso le declara en tono arisco que no es su
propósito llevarle consigo, sino que lo dejará en la próxima isla que crucen,
ya sea ella habitada o no. Pero no se llega a tanto, pues mientras el barco sigue
su viaje hacia la Castilla del Oro, se cruza -un milagro para aquellos tiempos
en que sólo una docena de barcos navegan por estos mares desconocidos todavía-
con un bote fuertemente tripulado, conducido por un hombre cuyo nombre habrá de
resonar bien pronto en el mundo entero: Francisco Pizarro. Aquella tripulación
procede de la colonia de Enciso, San Sebastián, y al principio son tomados por
rebeldes que abandonaron su puesto arbitrariamente. Pero, horrorizado, se entera
Enciso de que San Sebastián ya no existe y que aquéllos eran los últimos
sobrevivientes de la colonia, cuyo comandante, Ojeda, ha huido en un barco
mientras que los demás tenían que esperar, con sus dos bergantines, hasta que
hubiesen muerto todos menos setenta, para poder caber en esas dos
embarcaciones. Uno de esos bergantines, además, naufragó, y los treinta y
cuatro hombres de Pizarro constituyen el último resto sobreviviente de la
Castilla del Oro. ¿Adónde dirigirse ahora? Después de haber escuchado el relato
de Pizarro, les quedan pocas ganas a los hombres de Enciso de exponerse al
terrible clima de la colonia abandonada y a las flechas envenenadas de los
nativos. Consideran que sólo les queda la posibilidad de regresar a la
Española. En este momento de peligro se presenta inesperadamente Vasco Núñez de
Balboa. Declara que desde su primer viaje con Rodrigo de
Bastidas, conoce toda la costa de Centroamérica y recuerda haber estado en un
pueblo llamado Darién, sobre la ribera de un río aurífero y habitado por
indígenas gentiles. Insinúa que aquél sería un sitio mucho más apropiado para
fundar una nueva colonia que ese lugar de la desgracia. En seguida toda la tripulación se declara partidaria
de Núñez de Balboa. De acuerdo con su proposición, el barco toma rumbo a
Darién, en el istmo de Panamá. Allá se realiza primero la habitual carnicería
entre los aborígenes, y como entre los enseres robados se encuentra oro, los
desesperados resuelven fundar aquí una nueva ciudad que llaman, en prueba de
devoto agradecimiento, Santa María la Antigua del Darién. CARRERA PELIGROSA El desdichado financista de la colonia, el bachiller
Enciso, no tardará mucho en arrepentirse profundamente de no haber echado a
tiempo por la borda el arca que contenía a Núñez de Balboa, pues al cabo de
pocas semanas este hombre atrevido reúne todo el poder en sus manos. Criado, en
su condición de legalista, en la devoción al orden y la disciplina, Enciso
trata, en su cargo de Alcalde mayor del gobernador momentáneamente
desaparecido, de administrar la colonia en el interés de la corona española, e
instalado en una mísera choza de indios, publica sus edictos limpios y severos,
tal como si se hallase en su estudio de abogado en Sevilla. En esa región
salvaje, jamás hollada por el pie de soldado alguno, prohíbe que sus gentes
admitan oro de los indígenas porque tal era un privilegio de la Corona. Procura
imponer a esa horda indisciplinada el orden y la ley, pero los aventureros se
ponen instintivamente al lado del hombre de la espada y se rebelan contra el
hombre de la pluma. Balboa pronto es el dueño efectivo de la colonia. Enciso
tiene que huir para salvar su vida, y cuando finalmente aparece Nicuesa, uno de
los gobernadores de terra firma designados por el rey, para establecer el
orden, Balboa ni siquiera le deja desembarcar, y el desdichado Nicuesa, echado
del país que su rey le concedía, se ahoga durante el viaje de regreso. Ahora Núñez de Balboa, el hombre del arca, es dueño de
la colonia. Pero, a pesar de su éxito, no se siente cómodo, pues ha cometido
franca rebelión contra el rey y no puede esperar perdón, tanto menos cuanto que
el gobernador legítimo ha encontrado la muerte por culpa suya. Sabe que el
fugitivo Enciso está en viaje a España para llevar su queja, y que más temprano
o más tarde se juzgará al caudillo de la rebelión. Pero España está lejos, y
Núñez de Balboa puede disponer de mucho tiempo antes que un barco cruce dos
veces el océano. Tan prudente como atrevido, busca el recurso único para
mantener el poder usurpado durante el máximo de tiempo posible. Sabe que en
estos tiempos el éxito justifica todo crimen y que una entrega de mucho oro al
tesoro de la Corona tiene poder para apaciguar y postergar cualquier
procedimiento punitivo. Se trata, pues, de conseguir oro, ya que el oro equivale
al poder. En compañía de Francisco Pizarro, oprime y despoja a los indígenas de
las inmediaciones, y en medio de las carnicerías habituales obtiene un éxito
decisivo. Uno de los caciques, de nombre Careta, a quien atacó a mansalva y
atentando del modo más grosero contra las leyes de la hospitalidad, le propone,
a pesar de saberse a un paso de la muerte, que en vez de enemistarse con los
indios, concluya un tratado con ellos, y le ofrece, además, como prenda de
fidelidad, a su propia hija. Núñez de Balboa reconoce inmediatamente la
importancia de poder contar con un amigo poderoso v leal entre los aborígenes.
Acepta la proposición de Careta, y, lo que es más sorprendente todavía, guarda
a aquella muchacha india hasta la postrera hora la más tierna fidelidad. En
compañía del cacique Careta, somete a todos los indios del contorno y adquiere
entre ellos tal autoridad que finalmente, incluso el cacique más poderoso,
Comagre le invitan sumisamente a visitarle. Esta visita al poderoso caudillo tiene por consecuencia
una decisión histórica en la vida de Vasco Núñez de Balboa, que hasta entonces
no ha sido más que un desesperado y un audaz rebelde contra la Corona,
destinado a terminar sus días bajo el hacha o en el cadalso de la justicia
castellana. El cacique Comagre le recibió en una amplia casa de piedra, cuya
riqueza sorprende gratamente a Vasco Núñez de Balboa, y sin que éste se lo
solicite, le regala cuatro mil onzas de oro. Pero luego le toca el turno de
sorprenderse al cacique, pues apenas los hijos del cielo, los poderosos y
divinos extraños que recibiera con tan grande reverencia, han visto el oro, ya
desaparece de ellos el último vestigio de dignidad. Como perros desatados, se
echan unos sobre otros, desenvainan sus espadas, cierran sus puños, gritan, se
maldicen y cada uno quiere atrapar su parte de oro. El cacique mira este
tumulto con sorpresa y desprecio: es la suya la sorpresa de todos los hijos de
la naturaleza, en todos los confines del mundo, frente a los hombres cultos que
aprecian en más un puñado del amarillo metal que todas las conquistas técnicas
y espirituales de su cultura. Finalmente, el cacique les dirige la palabra, y con
ávido estremecimiento se enteran las españoles de lo que les traduce el
intérprete. Cuán extraño es, les dice Comagre, que os disgustéis y peleéis por
tal futesa, que expongáis vuestras vidas a las mayores incomodidades y peligros
nada más que por tan ordinario metal. Allá, allende estas montañas elevadas, se
tiende un mar enorme, y todos los ríos que afluyen a él, arrastran oro consigo.
Vive allá un pueblo que se traslada en barcos de velas y remos como los
vuestros, y sus reyes comen y beben en recipientes dorados. Allá podréis
encontrar tanta cantidad de ese metal amarillo como deseéis. Es un camino
peligroso, pues estoy seguro que los caciques os impedirán el paso. Pero se
trata de un camino que puede cubrirse en unos pocos días. Vasco Núñez de Balboa se siente hondamente conmovido.
Por fin ha encontrado la huella del legendario país del oro, con el que sueña
desde hace años y años. Sus predecesores lo han buscado por doquier, al Sur y
al Norte, y ahora está a unos pocos días de viaje, si es cierto lo que acaba de
contar este cacique. Al mismo tiempo tiene la seguridad también de la
existencia de aquel otro océano que en vano trataron de alcanzar Colón, Cabot,
Cortereal y todos los demás navegantes grandes y famosos: y con ello,
finalmente, queda descubierta también la ruta alrededor de la tierra. El
primero que descubra ese océano nuevo y de él se posesione a favor de su
patria, sabe que su nombre ya no perecerá nunca más en este mundo. Y Balboa reconoce la acción que ha de realizar para
libertarse de toda culpa y para alcanzar la gloria imperecedera. Tiene que ser
el primero en cruzar el istmo hasta el mar del Sur que conduce a la India, y
tiene que conquistar el nuevo Ofir para la corona de España. Esta hora en la
casa del cacique Comagre decide su sino. A partir de tal momento, la vida de
dicho aventurero tiene un sentido elevado, eterno. FUGA A LA INMORTALIDAD No puede existir dicha más grande en el destino de un
hombre que descubrir su misión vital en la mitad de la vida, en los años
productivos de la virilidad. Núñez de Balboa sabe que están en juego la mísera
muerte en el cadalso o la inmortalidad. Primero debe conquistar la paz con la
Corona, legitimar y legalizar a posteriori su maldad, la usurpación del poder.
Por eso, el rebelde de ayer, convertido en súbdito sumiso, envía al real
gobernador de la Española, Pasamonte, no solamente la quinta parte del áureo obsequio
de Comagre que determina la ley, sino que, más ducho en las prácticas del mundo
que el seco legalista Enciso, agrega al envío oficial un abundante regalo
particular para el tesorero, solicitándole que le confirme en su cargo de
Capitán General de la colonia. Es verdad que Pasamonte no tiene los poderes
correspondientes, pero a cambio del envío de oro, remite a Núñez de Balboa un
documento provisional y que, en verdad, no tiene valor alguno. Al mismo tiempo
Balboa, preocupado por asegurar su posición, envía a dos de sus hombres de
mayor confianza a España para que hablen en la Corte de sus sacrificios por la
Corona, llevando al mismo tiempo el importante mensaje que acaba de obtener de
labios del cacique. Vasco Núñez de Balboa hace avisar a las autoridades de
Sevilla que sólo se necesita un contingente de mil hombres, con el que se
obliga a hacer, en bien de Castilla, más que cualquier otro español antes de
él. Se compromete a cubrir el mar nuevo y a conquistar la tierra de oro
finalmente descubierta, la tierra que Colón había prometido en vano y que él,
Balboa, iba a conquistar. Todo parece
favorecer ahora al hombre perdido, al rebelde desesperado. Pero la siguiente
embarcación que llega de España es portadora de malas nuevas. Uno de sus
compinches de rebelión que enviara para desvirtuar las acusaciones de Enciso
ante la Corte, informa que su asunto ha tomado un cariz peligroso. El bachiller
defraudado ha encontrado eco ante la justicia española, que condena a Balboa
por haberle quitado sus bienes y usurpado el poder, obligándole a pagarle la
correspondiente indemnización. No había llegado todavía su mensaje que
informaba sobre la proximidad del mar del Sur y que hubiera podido salvarlo. De
todos modos llegaría con el siguiente barco un funcionario judicial para pedir
cuentas a Balboa por su rebelión, para condenarlo o llevarlo encadenado a
España. Vasco Núñez de Balboa comprende que es hombre perdido.
Su condena ha sido pronunciada antes que España se enterase ele sus novedades
respecto al nuevo mar y a la costa dorada. Desde luego, serán utilizadas
mientras su cabeza ruede por la arena, y será otro cualquiera quien realizará
la acción con que él soñara. El mismo ya nada tiene que esperar de España. Es
sabido que él empujó a la muerte al legítimo gobernador del rey y que él echó
con su propia mano al alcalde. Tendrá, pues, que considerar como benigno un
juicio que sólo le imponga la pena de reclusión y no lo condene a pagar su
osadía en el cadalso. No puede contar con poderosos amigos, ya que él mismo no tiene
poder, v su mejor abobado, el oro, tiene una voz demasiado débil todavía para
asegurarle el perdón. Hay una sola salvación del castigo por su audacia: una
audacia mayor todavía. Si descubre el otro océano y el nuevo Ofir antes de que
llegue el delegado judicial y le prendan y encadenen sus alguaciles, aun puede
salvarse. En este fin del mundo habitado le queda una sola forma de fuga: la
fuga a la acción grandiosa, la fuga a la inmortalidad. Núñez de Balboa resuelve entonces no esperar los mil
hombres que solicitara a España para descubrir el océano desconocido, ni la
llegada de la autoridad judicial. Prefiere acometer su enorme empresa
acompañado por unos pocos hombres decididos como él. Prefiere morir
gloriosamente durante una de las aventuras más atrevidas de todos los tiempos
que cubierto de vergüenza y siendo arrastrado al cadalso con las manos atadas.
Núñez de Balboa llama la colonia a reunión, explica, sin callarse las
dificultades, su propósito de cruzar el estrecho, y pregunta quién quiere seguirlo.
Su valor anima a los demás. Ciento noventa soldados, casi toda la guarnición de
la colonia, se declaran dispuestos a acompañarle. No es menester procurar
muchos armamentos, ya que esa gente vive de todos modos en una guerra
constante. El 1° de septiembre de 1513, Núñez de Balboa, héroe y
bandido, aventurero y rebelde, inicia su marcha hacia la inmortalidad para
escapar a la horca o a la cárcel. MOMENTO IMPERECEDERO La marcha a través del istmo de Panamá comienza en la
provincia de Coiba, el reducido territorio del cacique Careta, cuya hija es la
compañera de vida de Balboa. Este, según más tarde se sabrá, no ha elegido la
parte más estrecha, y esta ignorancia prolongó la peligrosa excursión por unos
días. Para él se trataba, en primer término, de procurarse, en tan audaz avance
hacía lo ignoto, una seguridad para la retaguardia o un eventual regreso,
garantizada por una tribu india amiga. La expedición se traslada en diez canoas
de Darién a Coiba; ciento noventa sabuesos armados con lanzas, espadas, arcabuces
y ballestas. El cacique aliado los hace acompañar por sus indios que desempeñan
el papel de animales de carga y baquianos. El 6 de septiembre comienza aquella
gloriosa marcha a través del istmo que pone a prueba la fuerza de voluntad aun
de los aventureros más atrevidos y probados. Los españoles tienen que atravesar
las hondonadas bajo el fuego aplastante del ecuador y vencer el halo cenagoso y
preñado de la fiebre que siglos después, en oportunidad de la construcción del
Canal de Panamá, habrá de costar la vida a miles de hombres. Desde la primera
hora, hay, que abrir camino en la jungla venenosa y virgen, con el hacha y la
espada. Las primeras tropas abren a las siguientes un estrecho paso por la
espesa selva, como por una mina verde de inmensas dimensiones, y luego la
atraviesa en infinita fila india, hombre tras hombre, el ejército de los
conquistadores, siempre con el arma en la mano y alerta, día y noche, para
rechazar un posible ataque sorpresivo de los indígenas. El calor se torna
asfixiante en la pesada y húmeda sombra de los árboles gigantescos caldeados
por un sol sin piedad. La tropa adelanta milla tras milla, arrastrándose,
cubierta de sudor, bajo sus pesadas armaduras y con los labios resecos. Luego
se desencadenan repentinamente aguaceros como huracanes, y los riachuelos más
insignificantes se convierten, en un abrir y cerrar de ojos, en poderosos ríos
que deben ser atravesados a pie, o en el mejor de los casos, sobre inseguros
puentes de corteza de árbol rápidamente improvisados por los indios. Los
españoles no disponen de más provisiones que de un puñado de maíz. Miles de
millones de insectos martirizan a esos hombres que, cansados, hambrientos y
sedientos, van avanzando con los pies heridos y la vestimenta deshecha por las
zarzas. Sus ojos están afiebrados, sus mejillas hinchadas por las picaduras de
los mosquitos eternamente susurrantes. Ya casi están agotados, después de pasar
días sin descanso y noches sin sueño. Al cabo de la primera semana de marcha,
una gran parte de los expedicionarios no resiste los esfuerzos, y Núñez de
Balboa, sabedor de que los verdaderos peligros están por vencerse todavía, da
orden de dejar atrás a los enfermos y a los vencidos por la fatiga. Quiere
desafiar la aventura decisiva acompañado únicamente de los hombres más selectos
de su tropa. Por fin, el terreno empieza a ascender. La selva es
ahora menos densa, ya que sólo en las hondonadas cenagosas es capaz de
desplegar toda su frondosidad tropical. Pero ahora, cuando la sombra ya no
protege a los caminantes, el sol ecuatoriano arde despiadadamente sobre las
pesadas armaduras. Los hombres, agobiados, sólo consiguen salvar por breves
etapas, muy lentamente, las diferencias de altura de aquellas sierras que cual
pétrea espina dorsal dividen el estrecho entre ambos océanos. La mirada se
amplía paulatinamente, y de noche se refresca el aire. Después de dieciocho
días de esfuerzos heroicos, parecen vencidas las mayores dificultades. Ya se
eleva frente a ellos la cresta de la montaña desde cuya cuna, al decir del guía
indio, han de distinguirse los dos océanos, el Atlántico y el aun desconocido
Pacífico. Pero justamente cuando parece vencida del todo la
resistencia tenaz y socarrona de la naturaleza, se opone un nuevo enemigo, el
cacique de aquella provincia, que con centenares de guerreros trata de cortar
el paso a los intrusos. Núñez de Balboa tiene mucha experiencia ya en la lucha
contra los indios. Basta disparar una salva de arcabuces, y una vez más prueba
el relámpago y el trueno artificiales sus tantas veces confirmada fuerza
milagrosa sobre los aborígenes. Estos huyen espantados y dan grandes voces,
seguidos por los españoles ,y sus perros. Pero en vez de alegrarse de su fácil
victoria, Balboa la deshonra, como todos los conquistadores españoles, con su
crueldad despiadada, pues manda destrozar, deshacer y despedazar una cantidad
de prisioneros, atados e indefensos, por la horda de hambrientos sabuesos. Una
matanza repugnante deshonra la víspera del día inmortal de Núñez de Balboa. No tiene igual, ni explicación, la mezcla en el
carácter y modo de ser de estos conquistadores españoles. Beatos y creyentes
como los mejores cristianos, invocan a Dios con todo el fervor de su alma, y al
mismo tiempo cometen, en su nombre, las canalladas más inhumanas de la
historia. Capaces de realizar las heroicidades más gloriosas y magníficas, las
más grandes hazañas del renunciamiento y del apasionamiento, se combaten y
engañan mutuamente del modo más desvergonzado y, sin embargo, conservar, en
medio de la perfidia, un sentimiento notable del honor y un maravilloso
sentido, realmente admirable, de la grandeza de su misión. El mismo Núñez de
Balboa, que en la víspera entregó a sus perros unos prisioneros inocentes e
indefensos y que, acaso, acariciara todavía a los animales cuyos belfos
chorrean aún cálida sangre humana, tiene exacta conciencia de la importancia de
su acción para la historia de la humanidad, y realiza en el momento decisivo
uno de aquellos gestos grandiosos que permanecen inolvidables a través de los
tiempos. Sabe que ese 25 de septiembre será un día de significado histórico, y,
con el maravilloso sentimiento español, demuestra ese aventurero duro y
desconsiderado haber comprendido cabalmente el sentido de su misión
imperecedera. Instantes después de aquella carnicería, uno de los
aborígenes le señala una cima cercana y le advierte que desde la misma puede
distinguirse el desconocido mar del Sur. Balboa toma inmediatamente sus
medidas. Ordena que los heridos y extenuados permanezcan en la aldea saqueada y
que los hombres capaces de seguir la marcha -son en total sesenta y siete de
los ciento noventa que en Darién la iniciaron- asciendan a aquella montaña.
Cerca de las diez de la mañana se encuentran a poca distancia de la cumbre.
Falta escalar nada más que una cima pelada para que la mirada se amplíe hasta
lo infinito. En este instante Balboa ordena a su gente hacer un
alto. Desea proseguir solo, pues no quiere compartir con nadie la primera
visión del océano desconocido. Quiere ser, por la eternidad, el único y primer
español, el primer europeo y cristiano que, después de haber atravesado el
inmenso océano Atlántico, divise también el otro océano ignorado todavía, el
Pacífico. Paso a paso, con el corazón agitado y profundamente convencido de la
significación del instante, asciende, con la bandera en la izquierda y la
espada en la diestra, solitaria silueta en los impresionantes contornos.
Prosigue su camino sin prisa, pues ya está realizada la acción principal.
Faltan unos pocos pasos, cada vez menos, y va alcanza la cima y se le ofrece un
panorama formidable. Detrás de las montañas decrecientes, de las sierras
montañosas y verdes, se tiende un inmenso espejo de metálico relumbre, el mar
desconocido y nuevo, el que hasta ahora los navegantes sólo soñaron pero nunca
nadie vio, el legendario mar vanamente buscado desde hace años y más años por
Colón y sus sucesores, el mar cuyas aguas alcanzan las costas de América, la
India y la China. Vasco Núñez de Balboa mira y mira, bebiendo con orgullo ,v
avidez la conciencia de que su ojo es el primero de un europeo en que se
refleja el azul infinito de ese océano. Vasco Núñez de Balboa contempla largo tiempo y
extáticamente la lontananza. Luego llama a los camaradas para compartir con
ellos su alegría y orgullo. Inquietos, agitados, respirando con dificultad y
gritando, suben, trepan, corren a la cima, miran y señalan la letanía,
asombrados y entusiastas. De pronto, el Padre Andrés de Vara, quien acompaña la
expedición, entona el Te Deum laudamus, y de inmediato se apagan las voces y los
gritos; las voces duras y ásperas de los soldados aventureros y bandidos se
unen en un coral piadoso. Los indios los miran mudos cuando, a una señal del
sacerdote, derriban un árbol para levantar una cruz, en cuya madera graban las
iniciales del rey de España. Y cuando luego levantan esa cruz, es como si sus
brazos de madera quisieran abarcar a los dos océanos, al Atlántico y al
Pacífico, en sus lejanías invisibles. Núñez de Balboa se adelanta en medio de ese silencio
temeroso, y arenga a sus soldados. Les dice que han hecho bien en agradecer a Dios por
haberlos distinguido con este honor y merced y en rogarle que continúe
ayudándoles para conquistar ese mar y todos esos países. Si estaban dispuestos
a seguirle fielmente como hasta ahora, regresarían de esta nueva India
convertidos en los españoles más ricos. Inclina la bandera solemnemente hacia
los cuatro vientos para tomar posesión de todas las lontananzas para España.
Luego llama al escribiente Andrés de Valderrabano para que redacte un acta que
registre este momento solemne por los tiempos de los tiempos. Andrés de
Valderrabano desenrolla un pergamino que, junto con un tintero y una pluma,,
llevó en un arca cerrada a través de la selva virgen, invita a todos los
nobles, los caballeros e hidalgos y hombres de bien "que hayan presenciado
el descubrimiento del mar del Sur por el muy grande y muy digno señor y capitán
Vasco Núñez de Balboa, gobernador de Su Majestad" a que confirmen
"que fue ese señor Vasco Núñez de Balboa el primero que haya visto ese mar
y señalándolo a los infrascriptos". Luego, los sesenta y siete hombres descienden de la
cima, y desde este 25 de septiembre de 1513 la humanidad tiene conocimiento de
ese último océano, desconocido hasta entonces. ORO Y PERLAS Ahora se ha logrado la seguridad. Se ha visto el nuevo
mar. Se trata de llegar hasta su costa, de sentir sus aguas; de tocarlas,
gustarlas y recoger el botín de sus playas. El descenso dura dos días, y Núñez
de Balboa divide a su tropa en distintos grupos para establecer el camino más
rápido de la montaña al mar. El tercero de estos grupos, capitaneado por Alonso
Martín, llega primero a la playa, y aun los más simples de los soldados de esas
tropas aventureras están tan embebidos de la soberbia del triunfo y de la sed
de inmortalidad, que el simple Alonso Martín ya se hace confirmar por un
escribiente que él fue el primero en poner su pie y mojar su mano en esas aguas
innombradas todavía. Sólo después de haber agregado' a su pequeño yo una
partícula de inmortalidad, informa a Balboa de su llegada al mar y sobre el
hecho de haber tocado las aguas con su propia mano. De inmediato, Balboa
prepara un nuevo gesto patético. Al día siguiente, el día de San Miguel, se
presenta acompañado por sólo veintidós hombres en la playa, para tomar posesión
del nuevo océano en una ceremonia solemne, ataviado y armado como el mismo San
Miguel. No penetra de inmediato en el mar, sino que espera,
orgulloso, como su dueño y señor, descansando bajo un árbol, que la pleamar le
arroje una ola y que las aguas laman sus pies, como un perro obediente. Sólo
entonces se levanta, tira el escudo, que brilla al sol como un espejo; toma con
una mano la espada y con la otra la bandera de Castilla con la imagen de la
Virgen, y se adelanta así hacia las aguas. Y sólo cuando las olas circundan sus
caderas y su cuerpo está completamente rodeado por esas aguas inmensas y
extrañas, Núñez de Balboa, hasta entonces rebelde y desesperado, pero ahora
fidelísimo servidor de su rey y triunfador, agita la bandera hacia todos los
vientos v exclama con voz estentórea: "Vivan los insignes y poderosos
monarcas Fernando y Juana de Castilla, León y Aragón, en cuyo nombre tomo
posesión real v corporal y duradera de todas estas aguas y tierras y costas y
puertos e islas, a favor de la corona real de Castilla, y juro que si cualquier
príncipe u otro capitán, cristiano o pagano, de cualquier religión o clase,
quisiera establecer un derecho cualquiera sobre estos países y mares, yo los
defendería en el nombre de los reyes de Castilla, sus dueños desde ahora y para
siempre jamás, mientras dure el mundo y hasta el día del juicio Final". Todos los españoles repiten este juramento, y sus
palabras superan por un instante el hervor ruidoso del mar. Cada uno moja sus
labios con el agua del océano, y nuevamente el escribiente Andrés de
Valderrabano redacta un documento y confirma la toma de posesión, terminando el
acta con estas palabras: "Estos veintidós hombres, así como el escribiente
Andrés de Valderrabano, fueron los primeros cristianos que pusieron su pie en
el mar del Sur, y todos probaron con sus manos sus aguas y mojaron con ellas su
boca para comprobar si es agua salada como la del otro océano. Y cuando
comprobaron que así era, dieron gracias a Dios". La gran hazaña ha quedado cumplida, y ahora se trata
de sacar provecho práctico de esa empresa heroica. Los españoles obtienen de
algunos indígenas pequeñas cantidades de oro, robándolas a cambio de otros
objetos. Pero en medio de su triunfo les espera una nueva sorpresa, pues los
indios les traen preciosas perlas que abundan en las cercanas islas y las
regalan a manos llenas. Hay entre ellas una, llamada "la pelegrina",
a la que cantaron Cervantes y Lope de Vega, porque adornó la corona real de
España e Inglaterra como una de las perlas más hermosas. Los españoles llenan
todos sus bolsillos con esas preciosidades, que aquí no tienen mucho más valor
que las conchas y la arena, y cuando luego se informan ansiosos sobre lo que
consideran lo más importante en el mundo, el oro, uno de los caciques señala el
Sur, donde la silueta de las montañas se esfuma en el horizonte. Les explica
que allá hay un país de tesoros inconmensurables, cuyos amos comen en platos de
oro y donde grandes animales cuadrúpedos -el cacique se refiere a las llamas-
acarrean las cargas más preciosas a la tesorería del rey. Pronuncia también el
nombre de ese país que está más al Sur v detrás de aquellas montañas. Su nombre
suena como "Birú", melódica y extrañamente. Vasco Núñez de Balboa sigue con atención la dirección
que señala la mano levantada del cacique. La muelle y seductora palabra Birú ha
quedado inscrita de inmediato en su alma. Su corazón golpea inquieto. Por
segunda vez en su vida, recibe inesperadamente un gran mensaje y al mismo
tiempo una promesa. El primero de esos mensajes, el de Comagre acerca de la
proximidad del mar, ya se ha cumplido. Encontró la playa de las perlas y el mar
del Sur. Quizás logrará también el descubrimiento y la conquista del imperio de
los incas, del país dorado de esta tierra. POCAS VECES LOS DIOSES... Núñez de Balboa sigue mirando hacia la lejanía. La
palabra "Birú", Perú, parece retumbar en su alma como una áurea
campana. Pero -doloroso renunciamiento- esta vez no puede requerir informes más
precisos. No es posible conquistar un imperio con dos o tres docenas de hombres
rendidos por la fatiga. Es, pues, cuestión de volver primero a Darién para
retomar más tarde el ahora ya conocido camino hacia el nuevo Ofir, con nuevas
fuerzas. Pero ese regreso no resulta menos dificultoso. Los españoles tienen
que abrirse nuevamente camino a través de la selva, y otra vez tienen que
resistir los ataques de los aborígenes. Mas esta vez no es una tropa guerrera,
sino un grupito de hombres atacados por la fiebre, que se arrastra con el
último resto de sus fuerzas. Balboa mismo está a un paso de la muerte, y los
indios tienen que transportarle en unas angarillas cuando al cabo de cuatro
meses, el 19 de enero de 1514, llega de regreso a Darién. Pero ha quedado
realizada una de las más grandes hazañas de la historia. Balboa ha cumplido su
palabra, y cada uno de sus acompañantes, todos los que se atrevieron a
adelantarse con él hacia lo ignoto, se ha convertido en un. hombre rico. Sus
soldados traen de la costa del mar del Sur tesoros como no los obtuvieron Colón
ni los demás conquistadores, y todos los colonos reciben su parte. Se pone una
quinta parte del botín a disposición de la Corona, y nadie protesta porque
Balboa destina, al ejecutar el reparto, quinientos pesos de oro a su perro
Leoncico, como si fuera otro de los integrantes de la expedición y en
agradecimiento, acaso, de la valentía con que destrozó a los pobres indios
indefensos. Después del triunfo no quedó en la colonia ni un solo hombre que
disputase a Balboa su autoridad coma Gobernador. Se festeja al rebelde y aventurero
como a un dios, y orgullosamente puede informar a España que, después de Colón,
realizó la mayor hazaña a favor de la corona de Castilla. El sol de su fortuna
atravesó, en un ascenso vertiginoso, todas las nubes que hasta entonces
flotaban sobre su existencia. Ahora se halla en el cenit. Pero la dicha
de Balboa es de corta duración. Pocos meses después, la población de Darién se
agolpa curiosa en la playa. Es un día radiante del mes de junio. En el
horizonte brilla una vela, y este solo hecho es va un milagro en tan apartado
rincón del mundo. Pero he aquí que ahora aparecen una segunda, una tercera, una
cuarta, una quinta vela, y ahora ya son diez, no, veinte, toda una flota que
enfila al puerto. Y pronto todos saben que este milagro es debido a la carta de
Núñez de Balboa -no la noticia de su triunfo, que aun no llegó a España, sino
su mensaje anterior- en que informó sobre las palabras del cacique que le habló
de la proximidad del mar del Sur y, de El dorado, la carta en que pidió un
ejército de mil hombres para conquistar aquel país. La corona española no tardó
en preparar una expedición, una flota impresionante, para esa conquista. Pero
en Barcelona y Sevilla no se pensó ni por un instante confiar una empresa tan
importante a un hombre desacreditado y de tan mala fa-ma como el aventurero y
rebelde Vasco Núñez de Balboa. ? a expedición es conducida por su propio
gobernador, un hombre rico, noble, distinguido, de sesenta años, don Pedro
Arias Dávila, comúnmente llamado Pedrarias, quien como gobernador del rey tiene
la misión de imponer el orden en la colonia, hacer justicia y castigar todos
los crímenes cometidos hasta entonces, y descubrir ese mar del Sur y aquel país
del oro. Pedrarias se encuentra ahora en una situación molesta.
Por una parte, tiene orden de pedir cuentas al rebelde Núñez de Balboa, que
había expulsado al anterior gobernador, y en el caso de comprobarse su culpa,
debía encadenarle o ajusticiarle. Por otra parte, trae la misión de descubrir
el mar del Sur. Pero antes que su bote llegue a tierra se entera de que ese
mismo Vasco Núñez de Balboa, a quien debe juzgar, realizó ya la magnífica
hazaña por cuenta propia, y que ese rebelde ya celebró el triunfo que le estaba
destinado a él mismo, y que ya rindió a la corona española el mayor servicio,
desde el descubrimiento de América. Desde luego, no puede llevar a tal hombre,
como a un criminal cualquiera, hasta el cadalso, sino que debe saludarle
atentamente, felicitarle de todo corazón. Pero a partir de ese instante Balboa
es hombre perdido. Pedrarias jamás perdonará a su rival el haber realizado la
proeza que él debía llevar a cabo y que le habría asegurado la gloria por los
siglos de los siglos. Para no indisponer a los colonos antes de tiempo, tiene
que disimular, al principio, su odio. Se aplaza la investigación judicial e
incluso se conviene una paz fingida, pues Pedrarias compromete su hija, que ha
quedado en España, en matrimonio con Núñez de Balboa. Pero su odio y su envidia
frente a Balboa no disminuyen en absoluto, sino que aumentan todavía cuando
llega de España, donde se han recibido noticias de la hazaña ele Balboa, un
decreto por el que se concede al antiguo rebelde el título que usurpara, se le
nombra adelantado y se ordena, al mismo tiempo, que Pedrarias le consulte en
todas las cuestiones importantes. Ese país es demasiado pequeño para dos
gobernadores. Uno de ellos tendrá que desaparecer, que sucumbir. Núñez de
Balboa siente la espada sobre su cabeza, ya que el poder militar y la justicia
están reunidos en las manos de Pedrarias. Trata, por lo mismo, de huir por
segunda vez, esperando poder repetir la fuga a la inmortalidad que una vez ya
le diera tan espléndido resultado. Solicita Ce Pedrarias el permiso de preparar
una expedición para explorar la costa del mar del Sur y conquistarla en una
mayor extensión. El secreto propósito del viejo rebelde consiste en
independizarse, en la costa opuesta, de todo control, construir allá una flota
propia, convertirse en dueño y señor de la provincia y conquistar, desde ella,
el legendario país de Birú, el Ofir del Nuevo Mundo. Pedrarias acepta,
socarronamente, y concede el permiso solicitado. Si Balboa perece en el curso
de esa empresa, tanto mejor; si triunfa, quedará siempre tiempo para deshacerse
de ese hombre excesivamente ambicioso. Balboa inicia, pues, su segunda fuga a la
inmortalidad. Esta nueva empresa es, acaso, más grandiosa todavía que la
primera, aunque la historia no le concede la misma gloria, ya que siempre alaba
únicamente a los triunfadores. Esta vez Balboa cruza el istmo no sólo con sus
tropas, sino también con miles de indígenas que transportan sobre las montañas
las maderas, los cables, las áncoras y los malacates para cuatro bergantines.
Se dispone de una flota en el Pacífico, puede apoderarse de todas las costas,
de las islas de las perlas y del legendario Perú. Pero esta vez el destino le es adverso y el atrevido
tropieza con interminables obstáculos. Durante la marcha a través de la selva húmeda, unos
gusanos carcomen los tablones, que llegan a su destino putrefactos e inservibles.
Balboa no pierde los ánimos y manda derribar, en el golfo de Panamá, otros
árboles para cortar nuevos tablones. Su energía realiza verdaderos milagros. Ya
todo parece haberse conseguido, ya están terminados los primeros bergantines en
aguas del Pacífico, cuando inesperadamente un tornado aumenta gigantescamente
el caudal del río en que se hallan los barcos. Las aguas arrastran las
embarcaciones, que se estrellan entre las olas furiosas del mar. Hay que
iniciar la tarea por tercera vez, y ahora se consigue, por fin, terminar dos
bergantines. Ya no necesita sino dos o a lo sumo tres embarcaciones más para
iniciar la conquista del país con que sueña día y noche desde que aquel cacique
alargara la mano hacia el Sur y Balboa oyera por primera vez el nombre de Birú.
Basta hacer venir unos pocos oficiales valientes y solicitar el envío de alguna
tropa de reserva, y ¡ya puede fundar su imperio! Algunos meses más y un poco de
suerte que hubiese acompañado a la audacia interior, y la historia del mundo no
llamaría a Pizarro, sino a Vasco Núñez de Balboa, vencedor de los Incas y
conquistador del Perú. Pero el destino no se nuestra demasiado generoso ni
siquiera con sus hijos predilectos. Pocas veces los dioses conceden a los mortales irás de
una sola proeza inmortal. LA CAÍDA Núñez de Balboa ha preparado su magna empresa con
férrea energía. Pero es precisamente el éxito, audaz el que lo pone en peligro,
pues, desconfiado e inquieto, observa Pedrarias las actividades y propósitos de
su subordinado. Es posible que un traidor le haya informado sobre los sueños
ambiciosos de poder de Balboa, pero también es posible que sean los celos y la
envidia los que le hagan temer un segundo éxito del viejo rebelde. De todos
modos, envía de pronto una carta cordialísima a Balboa, invitándole a que se
encuentre con él en Acla, una ciudad de Darién, donde quería conferenciar con
él sobre cuestiones sumamente importantes, antes de iniciar definitivamente su
expedición de conquista. Balboa espera recibir de Pedrarias nuevos socorros y
tropas, acepta la invitación y regresa de inmediato. A las puertas de la
ciudad, un pequeño grupo de soldados se adelanta, aparentemente para saludarle. Balboa corre a su encuentro para abrazar a su capitán,
un viejo camarada que le acompañó en el descubrimiento del mar del Sur, el
amigo de confianza: Francisco Pizarro. Pero Francisco Pizarro pone pesadamente su mano sobre
el hombro de Balboa y le declara preso. Pizarro también ambiciona la
inmortalidad, él también desea conquistar el país del oro y, acaso, no le es
muy desagradable tener que eliminar a un superior tan audaz. El gobernador
Pedrarias inicia un proceso, acusando a Balboa de rebeldía; se hace justicia
tan rápida como injustamente, y ya a los pocos días Balboa marcha hacia el
cadalso, acompañado por el más fiel de sus compañeros. Brilla la espada del
verdugo y en un segundo se apaga para siempre, en la cabeza que rueda por el
suelo, la luz del primer ojo humano que simultáneamente vio los dos océanos que
abrazan a nuestra Tierra. FIN MOMENTOS ESTELARES DE LA
HUMANIDAD EL GENIO DE UNA NOCHE STEFAN ZWEIG
ROUGET / LA MARSELLESA 1792. Hace dos, no, tres meses ya que la Asamblea
Nacional francesa no llega a decidirse ni por la guerra contra la coalición de
los emperadores y reyes, ni por Luis XVI también está indeciso; presiente el peligro
de una victoria de los revolucionarios, pero también incluye el riesgo de su
derrota. Por otra parte, no existe seguridad alguna respecto a los partidos.
Los girondinos impelen hacia la guerra, para conservar el poder; Robespierre y
los jacobinos luchan por la paz, para adueñarse en tanto del gobierno. La
situación se torna más tensa de día en día. Los periódicos vociferan, los
clubes discuten, los rumores vibran más y más patéticos y azuzan a la opinión
pública. Como toda decisión, se percibe como una especie de liberación el hecho
de que el 20 de abril el rey de Francia declare finalmente la guerra al
emperador de Austria y al rey de Prusia. Durante estas largas semanas la tensión ha pesado gravemente
sobre París y ha trastornado las almas. Pero la excitación fue más pesada y
amenazante todavía en las ciudades fronterizas. Las tropas ya se hallan
reunidas en todos los campamentos; en cada pueblo, en cada ciudad, armase a los
voluntarios y a los miembros de la guardia nacional; en todas partes repáranse
las fortificaciones, y en Alsacia, sobre todo, sábese que ésta será la tierra
en que, como siempre en las luchas entre Francia y Alemania, se producirá la
primera decisión. El enemigo se halla a orillas del Rín, y desde Alsacia no se
lo ve, como desde París, cual un concepto patético, retórico, vago, sino como
una realidad visible, patente. Pues desde la fortificada cabecera del puente,
desde la torre de la catedral, pueden distinguirse a simple vista los
regimientos prusianos que se avecinan. De noche, el viento lleva el rodar de
los cañones enemigos, el ruido de las armas, los toques de corneta sobre el
río, que brilla desaprensivo a la luz de la luna. Y todos saben que sólo hace
falta una palabra, un decreto, para que los silenciosos cañones de los
prusianos escupan truenos y centellas y para que se reanude la milenaria lucha
entre Alemania y Francia -esta vez en el nombre de la nueva libertad, de un
lado, y en el nombre del viejo orden, del otro. Es un día incomparable, pues, aquel 25 de abril de
1792, en cuyo transcurso los correos traen de París a Estrasburgo la noticia de
que se ha declarado la guerra. Inmediatamente acude el pueblo de todas las
callejuelas y casas a la plaza; dispuesta para la guerra, se presenta la
guarnición entera, regimiento tras regimiento, para el último desfile. En la
plaza mayor los espera el alcalde Dietrich, ostentando la banda tricolor y
saludando con el sombrero a los soldados. Toques de trompetas y el redoblar de
tambores incitan al silencio. Dietrich lee en alta voz aquí y en todas las
demás plazas de la ciudad, en francés y en alemán, el texto de la declaración
de guerra. A continuación de sus últimas palabras, la banda del regimiento
entona la primera, la provisional canción de guerra de la revolución, el
"Ça ira". Es, en verdad, un bailable burlón, despreocupado, vivaz, al
que los regimientos, puestos en pie de guerra, prestan un ritmo marcial. Luego
la multitud se desparrama y lleva el entusiasmo encendido a todas las calles y
casas; en los cafés y clubes óyense arengas patéticas y distribúyense
proclamas. "Aux armes, citoyens! L'étendard de la guerre est déployé! Le
signal est donné"; con éstas y parecidas exclamaciones comienzan los
discursos, y en todas partes, en todos los manifiestos, en todos los diarios,
en todos los "affiches", en todos los labios repítense los gritos
rítmicos: "Aux armes, citoyens! Qu'ils tremblent done, ces despotes
couronnés! Marchons, enfants de la liberté!" y cada vez la masa aplaude jubilosamente
esas palabras encendidas. La multitud siempre prorrumpe en júbilo, en las calles
y plazas, cuando se declara una guerra; pero en esos momentos de frenesí
callejero levántanse siempre, también, otras voces, más apagadas, recónditas;
el miedo y la preocupación también despiertan cuando se declara una guerra,
pero susurran secretamente en las habitaciones o callan con pálidos labios.
Siempre y en todas partes hay madres que se. dicen: ¿No matarán los soldados
extranjeros a mis hijos?, y en todos los países tiemblan los campesinos por sus
bienes, sus prados, sus chozas, su ganado y su cosecha. ¿Las hordas brutas no
pisotearán sus sembrados, no saquearán sus casas, no abonarán con sangre los
campos labrados? Pero el burgomaestre de Estrasburgo, el barón Federico
Dietrich, en verdad un aristócrata, pero como todos los buenos aristócratas de
su tiempo, entregado con toda el alma a la causa de la nueva libertad, sólo
quiere hacer oír las palabras fuertes y resonantes de la confianza. Convierte a
propósito el día de la declaración de guerra en una fiesta pública. Llevando la
banda cruzada sobre el pecho, corre de una asamblea a la otra, para alentar a
la población. Manda distribuir vino y alimentos a los soldados que inician la
marcha, y al anochecer reúne en su amplia casa de la Plaza de Broglie a los
generales, oficiales y funcionarios de mayor categoría, los agasaja con una
fiesta de despedida, a la que el entusiasmo presta de antemano el carácter de
una celebración de la victoria. Los generales, seguros de su triunfo, como
todos los generales, ejercen la presidencia de la reunión; los oficiales
jóvenes que en la guerra ven cumplida la misión de su vida, pueden hablar
libremente. Los unos entusiasman a los otros. Se desenvainan espadas, unos
abrazan a los otros, chocan sus copas y, animados por el buen vino, pronuncian
arengas cada vez más apasionadas. Y vuelven en todos esos discursos una vez más
las palabras estimulantes de los diarios y proclamas. "¡A las armas,
ciudadanos! ¡Marchemos, salvemos la patria! Pronto temblarán los déspotas
coronados. Ahora que se ha desplegado la bandera de la victoria, ha llegado el
día para llevar el tricolor a través del mundo entero. Cada uno ha de dar de sí
lo mejor que posee, por el rey, por la bandera, por la libertad!" Todo el
pueblo, todo el país pretende convertirse en tales momentos en una sagrada
unidad, por obra de la fe en la victoria y por el entusiasmo que despierta la
causa de la libertad. En medio de las arengas y discusiones, el burgomaestre
Dietrich se dirige repentinamente a un joven capitán del cuerpo de
fortificaciones, llamado Rouget. Acaba de recordar que este oficial simpático, aunque
no precisamente bonito, escribió medio año atrás un lindo himno para celebrar
la proclamación de la constitución. El músico del regimiento, Pleyel, le había
puesto en seguida la correspondiente música. El sencillo trabajo había resultado muy cantable, la
banda militar lo había ensayado inmediatamente y se le había cantado y tocado
en una plaza pública. ¿No constituirán la declaración de guerra y la marcha de
los soldados un motivo adecuado para poner en escena una fiesta parecida? El
burgomaestre Dietrich pregunta entonces, como de paso, tal como se solicita de
un buen amigo un pequeño favor, al capitán Rouget (quien se ha conferido a sí
mismo, sin justificación alguna, una dignidad nobiliaria, llamándose Rouget de
Lisle) si no querría aprovechar la oportunidad patriótica para componer una
poesía destinada a las tropas que se dirigían al frente, una canción guerrera
para el ejército del Rín que mañana deberá marchar contra el enemigo. Rouget, un hombre modesto, insignificante, que jamás
se había tenido por un gran poeta ni por un gran compositor -sus versos nunca
fueron impresos, y sus óperas eran rechazadas-, sabe que los versos ocasionales
acuden fácilmente a su pluma. Para complacer al magistrado y buen amigo, se
declara dispuesto a satisfacer su deseo. Sí, lo probaría. "Bravo,
Rouget", le saluda su general, levantando su copa, y le invita a que le
envíe esos versos inmediatamente al frente, ya que el ejército del Rin
necesitaba verdaderamente una marcha canción que diese alas a sus pies. En
tanto, otro de los presentes comienza un discurso. Se vuelve a brindar, a hacer
bulla y a beber. El entusiasmo general arroja una ola poderosa sobre el pequeño
diálogo casual. La fiesta se torna cada vez más bulliciosa y
frenética, y ha pasado mucho tiempo desde medianoche, cuando los huéspedes del
burgomaestre abandonan su casa. *** Es de madrugada. Ya ha pasado el 25 de abril, el día de
la declaración de la guerra, tan emocionante para Estrasburgo. En realidad
comenzó el 26 de abril. La oscuridad de la noche envuelve las cosas, pero esas
tinieblas son engañosas, pues la ciudad sigue afiebrada de excitación. En los
cuarteles, los soldados preparan la marcha, y muchos prudentes se disponen,
acaso detrás de postigos cerrados, en secreto, para la fuga. Algunos pelotones aislados atraviesan las calles, se
oye el galopar de los correos montados, luego el ruido de un pesado escuadrón
de artillería, y a intervalos regulares resuena de puesto en puesto el monótono
llamado de las guardias. El enemigo está demasiado cerca, el alma de la ciudad
demasiado insegura y agitada como para que pudiera conciliar el sueño en
momentos tan decisivos. Rouget, que acaba de subir por la escalera de caracol
hasta su modesta habitación de la Grande Rue 126, también se siente
extrañamente conmovido. No olvida su promesa de tratar de componer cuanto antes
una marcha-canción, una canción guerrera para el ejército del Rin. Camina
inquieto de un lado para otro de su estrecho cuarto. ¿Cómo empezar? ¿Cómo
empezar? Todavía se confunden, caóticamente, en su cabeza las palabras
alentadoras de las proclamas, los bandos y los discursos. "Aux armes,
citoyens! ... Marchons, enfants de la liberté!. .. Ecrasons la Tyrannie! ... L'étendard de la guerre est déployé!..." Pero
también recuerda otras exclamaciones que ha oído al pasar, voces de mujeres que
tiemblan por sus hijos, preocupaciones de los campesinos de que pudieran ser
pisoteados los campos de Francia y que las cohortes extranjeras pudieran
abonarlos con sangre. Casi inconscientemente escribe las primeras líneas, que
no son sino el eco, el retumbar, la repetición de aquellas exclamaciones: "Allons, enfants de la patrie, le jour de glorie est arrivé". Luego se interrumpe y queda suspenso. ¡Eso suena! El
principio está bien. Ahora falta encontrar el ritmo apropiado, la melodía para
esas palabras. Baja su violín del armario y ensaya. Y ¡qué maravilla!; los
primeros compases son de un ritmo perfectamente acorde con las palabras. Sigue
escribiendo apresuradamente, llevado ya, arrastrado por la fuerza que se ha
adueñado de él. Y de repente, todo confluye: los sentimientos que se descargan
en esta hora, las palabras que acaba de escuchar en la calle y en el banquete,
el odio contra los tiranos, el temor por la tierra patria, la confianza en el
triunfo, el amor a la libertad. Rouget no necesita ideas ni inventar nada, sólo
le hace falta poner en verso y adaptar al ritmo avasallador de su melodía las
palabras que hoy, en ese solo día, han pasado de boca en boca, y ya habrá
dicho, testimoniado, cantado, todo cuanto la nación sentía en lo más íntimo de
su alma. Y no ha menester concebir una música, pues a través de los postigos
cerrados llega el ritmo de la calle, de la hora, ese ritmo de la porfía y del
reto, que se desprende del paso marcial de los soldados, la resonancia de los
clarines y el rechinar de los cañones. Quizás no lo perciba él mismo, su propio
oído despierto, pero sí lo ha percibido el genio de la hora, que se ha
instalado por una sola noche en su cuerpo perecedero. Y la melodía obedece cada
vez mejor a ese compás martillante, jubiloso, que es el latido del corazón de
un pueblo entero. Como siguiendo un dictado extraño, Rouget escribe las
palabras y las notas cada vez más precipitadamente: ha hecho presa de él un
huracán como nunca zarandeó su estrecha alma burguesa otro igual. Una
exaltación, un entusiasmo, que no es propio de él sino que es un poder mágico
concentrado en un único minuto explosivo, levanta al pobre aficionado a cien
mil veces su propia dimensión y lo lanza hacia las estrellas, como un cohete:
un minuto de luz y de llama brillante. Por una noche le es dado al teniente
capitán Rouget de Lisle ser hermano de la inmortalidad: las exclamaciones del
comienzo, tomadas prestadas de la calle y de las gentes, van formando la
palabra creadora que se eleva hasta la estrofa, cuya forma poética es tan
imperecedera como inmortal la melodía. "Amour sacré de la patrie, conduits, soutiens nos bras vengeurs; liberté, liberté chérie, combats avec les défenseurs". Luego, todavía una quinta estrofa, la última, y, antes
de despertar la aurora, queda concluida la eterna canción, producto de una
excitación y de un solo ensayo, perfectamente adaptada la melodía a la palabra.
Rouget apaga la luz y se tira sobre su cama. Algo desconocido, que él no se
explica, lo ha elevado hacia una claridad de sus sentidos nunca experimentada,
y algo le arroja ahora a una sorda extenuación. Duerme un sueño abismal que es como una muerte. Y,
realmente, ya ha muerto el creador, el poeta, el genio, en él. Pero encima de
la mesa se halla la obra concluida, desligada del durmiente, sobre quien vino
aquel milagro, realmente, en un éxtasis sagrado. No es probable que en la
historia de todos los pueblos y de todos los tiempos, otra canción se haya
hecho tan rápida y perfectamente palabra y música a la vez. *** Las de siempre anuncian desde la catedral la De vez en
cuando, el viento trae algún estampido del Rin. Han comenzado las primeras
escaramuzas. Rouget despierta. Trabajosamente sale, palpando, del precipicio de su
sueño. Siente sordamente que ha sucedido algo, que ha sucedido con él algo de
que sólo se acuerda vagamente. Un instante después, descubre sobre la mesa la
hoja de papel recién escrita. ¿Versos? ¿Cuándo los escribí? ¿Música? ¿Con mi
propia letra? ¿Cuándo compuse eso? ¡Ah, sí, la canción que anoche pidió el
amigo Dietrich, la marcha-canción para el ejército del Rin! Rouget lee sus
versos, canturrea a la vez la melodía, no se siente completamente seguro, como
todo creador, ante la obra que acaba de producir. Pero al lado vive su
compañero de regimiento, a quien va a mostrar y a cantar la composición. El
amigo parece satisfecho y sólo propone algunas pequeñas modificaciones. Esta
primera aprobación da a Rouget cierta confianza. Con toda la impaciencia de un
autor, y orgulloso de su promesa tan rápidamente cumplida, corre a la casa del
burgomaestre Dietrich, que da en su jardín el habitual paseo matutino y medita
sobre un nuevo discurso. "¿Cómo Rouget? ¿Ya está listo? Pues, vamos en
seguida a ensayar juntos". Pasan del jardín al salón de la casa; Dietrich se
sienta ante el piano y toca el acompañamiento: Rouget canta el texto. Atraída
por la inesperada música matutina, la esposa del burgomaestre entra en la
habitación y promete, en su condición de música experimentada, hacer copias de
la nueva canción y escribir al mismo tiempo el acompañamiento para que esa
misma noche, durante la reunión vespertina, se pueda brindarla, entre algunas
otras, a los amigos de la casa. El burgomaestre Dietrich, orgulloso de su
aceptable voz de tenor, se encarga entonces de estudiar la canción más a fondo,
y el 26 de abril, en la tarde del mismo día en cuyas primeras horas la canción
fuera escrita y puesta en música, se la canta por primera vez en el salón del
burgomaestre, ante una concurrencia elegida al azar. El auditorio ha aplaudido gentilmente y, por supuesto,
no han faltado algunos atentos cumplidos para el autor, que estaba presente.
Pero, desde luego, los huéspedes del hotel Broglie, de la plaza mayor de
Estrasburgo, no tuvieron la más remota sospecha de que una melodía eterna había
bajado sobre alas invisibles hasta su presencia terrenal. Rara vez los
contemporáneos comprenden a primera vista la magnitud de un hombre o de una
obra, y la poca conciencia que del memorable instante tuvo la esposa del
alcalde queda evidenciada por la carta que escribió en seguida a su hermano, en
la que vulgariza un milagro, presentándolo como un acontecimiento social.
"Sabes que recibimos mucha gente en casa y que siempre hay qué inventar
algo para variar un poco las distracciones. Entonces mi esposo tuvo la
ocurrencia de mandar componer cualquier canción de actualidad. El capitán del
cuerpo de ingenieros, Rouget de Lisle, un amable poeta y compositor, escribió
en un instante la música de una canción guerrera. Mi marido, que tiene bonita
voz de tenor, cantó en seguida esa melodía, que es muy atrayente y posee cierta
originalidad. Es un Glück mejorado, más animado, más vivaz. Yo, por mi parte,
apliqué mi talento en la orquestación, arreglo de la partitura para piano y
otros instrumentos de modo que tengo mucho que hacer. Tocamos la pieza con gran
contento de todos los invitados". "Con gran contento de todos los invitados"
-eso nos parece hoy sorprendentemente frío. Pero, son explicables la impresión
nada más que amable, el aplauso nada más que tibio, pues en ese primer recital
la Marsellesa no ha podido descubrirse verdaderamente en toda su fuerza. La
Marsellesa no es una pieza de concierto para una confortable voz de tenor, ni
destinada a ser cantada en un salón de satisfechos burgueses, entre romanzas y
arias italianas, y por una sola voz. Un canto que arremete con los compases
martillantes, elásticos, de "Aux armes, citoyens", se dirige a una
masa, a una multitud, y su orquestación verdadera la constituyen el sonido de
armas, el resonar de clarines y regimientos en marcha. No era ideado para
oyentes indolentemente sentados y gozosos, sino para colaboradores, para
compañeros de lucha. No ha sido compuesta para un tenor solo o una soprano
aislada, sino para una masa de miles de gargantas, esa ejemplar marcha-canción,
ese canto triunfal, de muerte, de patria; ese himno de todo un pueblo. Sólo el entusiasmo
que le dio vida al principio prestará al canto de Rouget de Lisle el poder
embriagador. Aun no electriza la canción, aun no alcanzan las palabras ni la
melodía con mágica resonancia al alma de la nación, aún desconoce el ejército
su marcha-canción, su canto triunfal; la revolución ignora todavía su eterna
peana. *** El mismo Rouget de Lisle, en quien se operó ese
milagro, tampoco sospecha lo que ha creado en esa noche, sonámbulo y llevado
por un genio infiel. Desde luego, el buen aficionado amable se alegra de
corazón porque los huéspedes aplaudieron vivamente y le felicitaron con toda
cortesía por su labor. Con la pequeña vanidad del hombre insignificante, trata
de aprovechar en lo posible ese pequeño éxito en los reducidos círculos
provinciales. Canta 11. nueva melodía ante los camaradas en los cafés, manda
reproducirla y la envía a los generales del ejército del Rin. Entretanto, la
banda municipal de Estrasburgo ha estudiado la "marcha guerrera para el
ejército del Rin", por orden del burgomaestre y recomendación de las
autoridades militares, y cuatro días más tarde, al partir las tropas de la
ciudad, la banda de la guardia nacional de Estrasburgo la ejecuta en la plaza
mayor. El editor estrasburguense se declara patrióticamente dispuesto a imprimir
el "Chant de guerre pour l'armée du Rhin", que dedica
respetuosamente, su subordinado militar, al general Luckner. Pero ninguno de
los generales del ejército del Rin piensa hacer tocar o cantar realmente esa
nueva melodía en los desfiles, y como todas las tentativas de Rouget hasta
entonces, su "Allons enfants de la patrie" también parece reducirse a
un éxito de salón, éxito de un día, un suceso local destinado, como tal, a caer
en el olvido. Pero la fuerza ingénita de una obra jamás puede a la
larga quedar oculta o encerrada. Una obra de arte puede ser olvidada por una
época, puede ser prohibida y proscrita, pero lo elemental siempre se impone
triunfante sobre lo efímero. Durante uno y aun dos meses, no se oye nada más de
la marcha guerrera para el ejército del Rin. Los ejemplares impresos y los
copiados a mano permanecen olvidados o pasan de unos a otros, que los miran
indiferentes. Pero siempre basta que una obra cautive verdaderamente a una sola
persona, pues todo entusiasmo real se transforma en fuerza creadora. En el otro
extremo de Francia, en Marsella, el Club de los Amigos de la Constitución
ofrece un banquete a los voluntarios que van a la guerra. Quinientos jóvenes
ardorosos, vistiendo el nuevo uniforme de la Guardia Nacional, están reunidos en
torno a una larga mesa,` en su círculo se expande la misma emoción afiebrada
que en aquel 25 de abril en Estrasburgo, pero acaso más ardiente, más
apasionada todavía, debido al temperamento meridional de los marselleses, y ya
no tan vanidosamente segura del triunfo como en aquella primera hora de la
declaración de guerra. Pues las tropas revolucionarias francesas no marcharán
tan directamente sobre el Rin ni serán recibidas en todas partes con los brazos
abiertos, según habían fantaseado los generales. Al contrario, el enemigo ha
penetrado profundamente en la tierra francesa, la libertad está amenazada, su
causa se halla en grave peligro. De repente, en medio del banquete, un tal Mireur,
estudiante de medicina de la Universidad de Montpellier, golpea su vaso y se
levanta. Todos los presentes enmudecen y lo miran. Se espera un discurso, una
arenga. Pero el joven alza la diestra y entona una canción, un canto nuevo que
nadie conoce y del que nadie sabe cómo ha llegado a sus manos. "Allons,
enfants de la patrie". Y ahora surte el efecto de una chispa que hubiese
caído en un polvorín. Un sentimiento y otro, los polos eternos, acaban de
tocarse. Todos estos jóvenes, que mañana saldrán dispuestos a luchar por la
libertad y a morir por la patria, sienten su voluntad más íntima y sus
pensamientos más propios expresados en estas palabras; irresistiblemente los
arrastra el ritmo hacia un entusiasmo delirante. Aplauden jubilosamente estrofa
tras estrofa, y una y otra vez debe repetirse la canción. Ya han hecho suya la
melodía, ya la cantan, levantándose agitadamente, alzando las copas, y con voz
de trueno repiten el estribillo: "Aux armes, citoyens! formez vos
bataillons!". Desde la calle se acercan curiosos para escuchar lo que aquí
se canta con tanto entusiasmo, y ya ellos mismos acompañan el cantar. Al día
siguiente, la melodía está en miles, en decenas de miles de labios. Una
reimpresión la divulga, y cuando el 2 de junio los quinientos voluntarios salen
de la ciudad, les acompaña la canción. Cuando se cansan en la carretera, cuando
se afloja su paso, basta que uno de ellos entone el himno, y su ritmo
avasallador renueva en todos la energía. Cuando atraviesan un pueblo y se
reúnen, sorprendidos, los campesinos y curiosos, lo entonan y lo cantan en
coro. Se ha transformado en su canción, sin saber que originariamente ha sido
destinada al ejército del Rin, y sin sospechar cuándo y por quién ha sido
escrito, se han adueñado del himno y lo han convertido en el de su batallón, en
profesión de fe de su vida y muerte. Les pertenece como su bandera, y están
dispuestos a llevarlo a los confines del mundo en su marcha entusiasta. La primera gran victoria de la Marsellesa -que es,
como pronto habrá de llamarse, el himno de Rouget de Lisle- es la conquista de
París. El 30 de junio, el batallón entra en la ciudad por los suburbios, a su
cabeza la bandera y la canción. Miles, decenas de miles de hombres esperan en
las calles para recibirlos solemnemente, y al acercarse ahora los marselleses,
quinientos hombres, cantando el himno una y otra vez como por una sola boca y
al ritmo de su paso, la multitud escucha en silencio. ¿Qué himno magnífico y
arrebatador es este que cantan los marselleses? ¿Qué llamado es éste: "Aux
armes, citoyens!", acompañado por crujientes toques de tambor, y que conmueven
todo corazón? Dos horas después, ya resuena el estribillo en todas las calles.
Se hunden en el olvido el "Ça ira", las viejas marchas y las gastadas
canciones: La revolución ha descubierto su propia voz, la revolución ha
encontrado su canción. Cual alud se divulga, e irresistible es su marcha
triunfal. Se canta el himno en los banquetes, en los teatros y clubes, y luego
hasta en las iglesias, después del Tedéum y aun en lugar del Tedéum. En el
transcurso de uno o dos meses, la Marsellesa se ha convertido en el canto de
todo un pueblo y de un ejército entero. Cervan, el primer ministro de guerra
republicano, reconoce la fuerza tónica y exaltante de un canto de batalla
nacional tan sin igual. Ordena apresuradamente el envío de cien mil ejemplares
a todos los comandos, y en dos o tres noches la canción del desconocido alcanza
mayor difusión que todas las obras de Molière, Racine y Voltaire. No hay fiesta
que no termine con la Marsellesa, ni batalla que no se inicie previa
entonación, por parte de las bandas de regimiento, del canto de guerra de la
libertad. Frente a Jemmappes y Nervinden, los regimientos toman colocación para
iniciar el ataque, cantando a coro, y los generales enemigos, que sólo saben
estimular a sus soldados según la vieja receta, haciendo distribuir entre ellos
doble ración de aguardiente, comprueban aterrados que no tienen nada que oponer
a la fuerza explosiva de ese "tremendo" himno, cuando éste se
abalanza sobre sus propias filas, cantado simultáneamente por miles y más miles
de gargantas, convertido en una retumbante ola sonora. Sobre todos los campos
de batalla de Francia campea ahora, arrastrando a miles al entusiasmo y a la
muerte, la Marsellesa, la victoria, la diosa alada del triunfo. *** En la pequeña guarnición de
Hüningen está sentado un capitán de ingeniería en absoluto desconocido, Rouget,
diseñando tranquilamente proyectos de bastiones y barricadas. Es posible que se
haya olvidado ya de la "canción de guerra para el ejército del Rin"
que creara en aquella noche del 26 de abril de 1792, y ni siquiera ose
sospechar que esa otra canción marcial de que hablan las gacetas y que
conquistó a París en una noche, que aquella victoriosa canción de los
marselleses pudiera ser, palabra por palabra y compás por compás, el mismo
milagro que en él y por el se produjera en aquella noche. Pues - cruel ironía
del destino - mientras esa melodía retumba hasta los cielos y alcanza las
estrellas, deja de elevar a un solo hombre, y ese hombre es su creador. No hay
nadie en Francia que se interese por el comandante Rouget de Lisle; la fama más
grandiosa que jamás alcanzara canción alguna, atañe a la canción sola, y sobre
su creador Rouget no recae siquiera una sombra de ella. Su nombre no figura al
pie del texto impreso, y él mismo quedaría completamente ignorado por los
señores de la hora si no llamara la atención de una manera ingrata. Pues-paradoja genial como sólo es capaz de inventarla
la historia -el autor del himno de la revolución no es un revolucionario; al
contrario: él, que como ningún otro alentó a la revolución con su canto
inmortal, quisiera ahora reprimirla, con todas las fuerzas. Cuando los marselleses y el pueblo de París toman las
Tullerías y deponen al rey - con su canto en los labios-, Rouget de Lisle
repudia la revolución. Se niega a prestar juramento a la República, y prefiere
abandonar el ejército antes que servir a los jacobinos. La frase "liberté
chérie" no es en el himno de este hombre sincero una frase vacía: odia a
los nuevos tiranos y déspotas coronados y ungidos de allende las fronteras.
Manifiesta francamente el disgusto que le causa la comisión de beneficencia
cuando su amigo el burgomaestre Dietrich, el padrino de la Marsellesa, y el
general Luckner, a quien fuera dedicada, y todos los oficiales y nobles que
aquella noche fueron sus primeros oyentes, son arrastrados a la guillotina, y
pronto se da la grotesca situación de que el poeta de la revolución cae preso
por contrarrevolucionario y se inicia juicio contra él, acusándole de alta
traición. Sólo el 9 de Termidor, que con la caída de Robespierre abre las
puertas de las cárceles, evita a la Revolución Francesa la vergüenza de haber
entregado al poeta de su canción inmortal a la "segur nacional". Sin embargo, aquélla hubiese sido una muerte heroica,
y no un lento apagarse miserable en la penumbra, tal como hubo de vivirlo
Rouget de Lisle. Pues por más de cuarenta años, por miles y miles de días,
sobrevive el desdichado Rouget al único día verdaderamente creador de su vida.
Le han quitado el uniforme, le han retirado la pensión; los poemas, las óperas,
los textos que escribe, no encuentran editor ni quien los ejecute. El destino
no perdona al aficionado que se haya introducido, sin ser llamado, en las filas
de los inmortales. El hombre pequeño se gana ahora su pequeña vida con toda
clase de pequeños negocios que no siempre son limpios. Es en vano que Carnot y,
más tarde, Napoleón traten de ayudarle, por compasión. Queda en el carácter de
Rouget algo irremisiblemente perdido y envenenado por obra de la crueldad de
aquel azar que durante tres horas le permitió ser Dios y genio y que luego le
rechazó nuevamente, con desprecio, a su propia insignificancia. Pelea y pleitea
contra todos los poderes, envía cartas patéticas y atrevidas a Bonaparte, quien
quiso ayudarlo; se vanagloria en público de haber votado contra él. Sus
negocios se enredan en asuntos oscuros, y al no cancelar un pagaré, tiene que
llegar a conocer la cárcel de Santa Pelagia. Sin amigos, acosado por los
acreedores, vigilado continuamente por la policía, se recluye finalmente en un
lugar apartado de la provincia, y desde allá vigila, como desde la sepultura,
solitario y olvidado, el destino de su imperecedera canción. Es testigo todavía de cómo la Marsellesa recorre con
los ejércitos victoriosos todos los países de Europa; ve luego que Napoleón,
ungido emperador, la hace borrar de todos los programas por excesivamente
revolucionaria, y cómo los Borbones la prohíben del todo. Y sólo se extraña el
anciano amargado cuando en la revolución de julio de 1830 sus palabras y su
melodía renacen con su antiguo vigor junto a las barricadas de París, y el rey
ciudadano Luis Felipe concede una pequeña pensión de homenaje al autor del
himno. Olvidado y perdido, cree soñar que alguien le recuerda todavía, pero un
recuerdo muy corto, y cuando en 1836 Rouget muere, a los 76 años, en Choisy le
Roy, ya nadie conoce ni menciona su nombre. Ha de ir y venir otra generación, y
sólo durante la guerra mundial, cuando la Marsellesa, convertida desde hace
tiempo ya en himno nacional, resuena marcialmente en todos los frentes de
Francia, se ordena que el cadáver del pequeño comandante Rouget sea depositado
también en los Inválidos, junto al pequeño teniente Bonaparte. Allí descansa
finalmente el desconocidísimo creador de una canción eterna, en la cripta de
los inmortales de su patria, olvidando el desengaño de no haber sido más que el
poeta de una noche. FIN
MOMENTOS ESTELARES DE LA
HUMANIDAD LA PRIMERA PALABRA A TRAVÉS DEL OCÉANO STEFAN ZWEIG
EL RITMO NUEVO En miles y acaso centenares de miles de años, desde
que el extraño ser llamado hombre pisa la tierra, no existió otra medida máxima
de la traslación humana que el correr del caballo, el rodar de las ruedas y la
velocidad alcanzada por embarcaciones de remo o vela. La plétora del progreso
técnico dentro del estrecho espacio iluminado por la conciencia que llamamos la
historia mundial, no produjo un aceleramiento sensible del ritmo de los
movimientos. Los ejércitos de Wallenstein apenas adelantaron más rápidamente
que las legiones de César ni se precipitaron más velozmente los ejércitos de
Napoleón que las hordas de Gengis Khan. Las corbetas de Nelson atravesaron el
mar muy poco más ligeras que los botes piratas de los vikings y las
embarcaciones mercantes de los fenicios. Lord Byron no cubre, en su viaje de
Childe Harold, más millas diarias que Ovidio en su camino al exilio, ni viaja
Goethe en el siglo XVIII mucho más cómoda o aceleradamente que el apóstol Pablo
al comienzo de nuestra era. En tiempos de Napoleón, los países se hallan invariablemente
alejados unos de otros, en el espacio y el tiempo, como bajo el imperio romano;
sigue triunfante la resistencia de la materia sobre la voluntad humana. Sólo el siglo XIX cambia fundamentalmente el ritmo y
la medida de la velocidad terrestre. En el primero y segundo decenio, los pueblos y países
se aproximan con más rapidez que lo que lo hicieran antes en milenios. Gracias
al ferrocarril y el buque de vapor, los viajes de muchos días redúcense a un
solo día de duración; las hasta entonces infinitas horas de viaje se cubren en
cuartos de horas y minutos. Aun cuando este aceleramiento debido al ferrocarril
y al vapor impresionó triunfalmente a les contemporáneos, tales inventos no
escapan a la zona de la humana comprensión. Esos vehículos quintuplican,
decuplican y multiplican por veinte las velocidades conocidas hasta entonces, y
tanto la mirada exterior como el sentido interior pueden seguirlas y explicarse
el milagro aparente. Pero los primeros efectos de la electricidad aparecen
completamente inesperados por sus consecuencias. Un nuevo Hércules destroza ya
en la cuna todas las medidas valederas y anula todas las leyes vigentes hasta
entonces. Nunca podremos imaginarnos el asombro de aquella generación testigo
de los primeros resultados obtenidos por el telégrafo, esa sorpresa entusiasta
y formidable porque la chispa eléctrica, que ayer todavía apenas si cubría la
distancia de una pulgada entre la botella de Leiden y el nudillo, adquiere de
pronto una fuerza demoníaca que le permite saltar sobre países, montañas y
continentes enteros. Asombra a aquella gente el hecho de que la idea aperas
concebida, la palabra escrita, que no se haya secado aún, ya pueda ser
recibida, leída, comprendida, en el mismo segundo, a miles de millas de
distancia, y que la corriente invisible entre los dos polos de la minúscula
columna voltaica pueda ser extendida sobre toda la tierra, de un polo hasta el
otro; que el juguete de los físicos, ayer mismo sólo capaz de atraer, por la
fricción de un vidrio, unos trocitos de papel, pueda ser aumentado y equivaler
a millones y miles de millones de energías humanas y velocidades, llevando
mensajes, moviendo trenes, iluminando casas y calles, flotando invisible por
los aires, como Ariel. Sólo este invento ha producido la más decidida mutación
de la relación temporal y espacial, desde: la creación de la tierra. El histórico año de 1837, en cuyo transcurso el
telégrafo permite la simultaneidad de la hasta entonces aislada experiencia
humana, muy pocas veces hállase registrado en los textos escolares, que,
desgraciadamente, consideran más importante la narración de guerras y victorias
de generales y naciones aisladas que los triunfos verdaderos, por colectivos,
de la humanidad. Y, sin embargo, no hay en la historia moderna una fecha de mayor
trascendencia psicológica que esa renovación del valor del tiempo. El mundo ha
cambiado desde que resulta posible saber simultáneamente en París lo que
acontece en Amberes, Moscú, Nápoles y Lisboa, en el mismo minuto. Sólo falta
dar un paso último para incluir también a los demás continentes en aquella
magnífica comunidad y para crear una conciencia colectiva de la humanidad
entera. Pero la naturaleza se resiste todavía a esa unión
definitiva, le opone un obstáculo, y durante des décadas más quedan excluidos
de aquella red los países que están separados por el mar. Pues mientras la
chispa se propaga sin trabas, gracias a los aisladores de porcelana colocados
en los mástiles telegráficos, el agua absorbe la corriente eléctrica. Es
imposible dirigirla a través del mar, en tanto no se haya inventado un recurso
para aislar totalmente los hilos de hierro y cobre en el líquido elemento. En los tiempos de progreso, un invento le da la mano
felizmente al otro. Pocos años después de la implantación del telégrafo continental,
se descubre la gutapercha, el material más indicado para aislar las
conducciones eléctricas en el agua. Entonces puede empezarse a empalmar al país
más importante allende el continente, Inglaterra, con la red telegráfica
europea. Un ingeniero de apellido Brett coloca el primer cable en el mismo
lugar en que más tarde Blériot habrá de cruzar el Canal de la Mancha en avión.
Un torpe incidente malogra el éxito inmediato, porque un pescador de Boulogne,
creyendo haber pescado una anguila singularmente grande, arranca el trozo de
cable ya colocado. Pero el 13 de noviembre de 1851 una segunda tentativa da el
resultado apetecido. Desde entonces Inglaterra queda empalmada y, con ello,
Europa transformada en la verdadera Europa, un ente que vive todos los acontecimientos
de la época con un solo cerebro y un solo corazón, simultáneamente. Tan enorme éxito obtenido en tan pocos años -¿pues qué
significa una década sino un abrir y cerrar de ojos en la historia de la
humanidad?- forzosamente ha de dar a aquella generación un coraje infinito.
Todo cuanto se ensaya da buen éxito en un tiempo inimaginablemente breve. Al
cabo de unos pocos años, Inglaterra está unida a su vez con Irlanda, Dinamarca
con Suecia, Córcega con el Continente, y ya se sondea la posibilidad de
extender la red al Egipto y luego a la India. Pero un continente, muy luego el
más importante, parece condenado a quedar eternamente excluido de esa cadena
universal: América. ¿Pues cómo habría que abarcar con un solo cable el océano
Atlántico o Pacífico, cuya extensión infinita se opone a la instalación de
estaciones intermedias? En aquellos años de infancia de la electricidad, todos
los factores son ignorados todavía. Nadie ha medido la profundidad del mar, y
sólo se tienen nociones poco exactas respecto a la estructura geológica del
océano. Ningún ensayo ha sido hecho que permita saber si un cable colocado a
semejante profundidad lograría soportar el peso de infinitas masas de agua. Y
aun en el caso de que fuera técnicamente posible depositar tal cable infinito;
seguro, en aquellas profundidades, ¿dónde hay un barco suficientemente grande
como para transportar la carga de hierro y cobre constituida por un cable de
dos mil millas de largo? ¿Dónde hay una dínamo de fuerza suficiente como para
enviar una corriente eléctrica a través de una distancia que en vapor se cubre
en no menos de dos o tres semanas? Faltan todas las premisas. Aun se ignora si
en la profundidad del océano existen corrientes magnéticas que pudiesen desviar
a las eléctricas; falta todavía un aislamiento eficaz y aparatos de medición
adecuados. Sólo se conocen las leyes primitivas de la electricidad, que acaba
de abrir sus ojos después de su secular sueño de inconsciencia. En cuanto
alguien menciona el proyecto de un cable transoceánico, los entendidos lo
rechazan resueltamente con un "imposible, absurdo". Los técnicos más
atrevidos admiten que "quizás más tarde" pueda pensarse en semejante
empresa. El mismo Morse, a quien el telégrafo de entonces debe su mayor
perfeccionamiento, considera tal proyecto como una empresa incalculablemente
audaz, pero agrega, profético, que en el caso de realizarse efectivamente la
colocación de un cable trasatlántico, este hecho sería el más glorioso del
siglo, "the great feat of the century". Para que se realice un milagro, o algo milagroso,
siempre es preciso como primera condición que alguien tenga fe en ese milagro.
El valor ingenuo de un hombre sin experiencia puede dar el impulso creador
precisamente en ocasiones en que los entendidos titubean, y como casi siempre,
es también en este caso una simple casualidad la que genera esa empresa
grandiosa. Un ingeniero inglés de nombre Gisborne, que en el año 1854 está
dedicado a la tarea de colocar un cable entre Nueva York y el extremo este de
América, Terranova, gracias al cual las noticias lleguen unos días antes que
los vapores, tiene que interrumpir su tarea cuando apenas ha realizado la mitad
de su proyecto, debido a que se han agotado sus recursos financieros. Se dirige
entonces a Nueva York en busca de capitalistas. Se encuentra, gracias a la
casualidad, madre de tantos hechos famosos, con un joven de nombre Cyrus W.
Field, hijo de un pastor, quien ha progresado en sus negocios tan rápida y
grandemente que siendo muy joven todavía ya pudo retirarse a la vida privada
con una gran fortuna. Este desocupado que es demasiado joven y enérgico para
permanecer en constante inactividad, es el hombre a quien Gisborne trata de
conquistar para la terminación del cable entre Nueva York y Terranova. Cyrus W.
Field -casi se diría, felizmente- no- es un técnico, un entendido. Desconoce los secretos de la electricidad, jamás ha
visto un cable. Pero en la sangre del hijo del pastor está mezclada una
confianza apasionada, y como norteamericano posee una audacia enérgica. Y
mientras el ingeniero y perito Gisborne no considera sino el fin inmediato, la
unión de Nueva York con Terranova, el joven, lleno de entusiasmo, ya ve mucho
más lejos. ¿Por qué no extender ese mismo cable y comunicar Terranova, por un
cable submarino, con Irlanda? Y con una energía dispuesta a vencer cualquier
obstáculo -en esos años, realizó treinta y una veces el viaje a través del
océano, de un continente a otro- Cyrus W. Field pone manos a la obra,
férreamente resuelto a dedicar a ella, desde ese momento, todo lo que tiene
dentro de sí y a su alcance. Con ello ya se ha producido el fenómeno gracias al
cual una idea recibe la fuerza explosiva necesaria para la realización. La
nueva fuerza milagrosa, la electricidad, se ha mezclado con el elemento
dinámico más fuerte de la vida: la voluntad humana. Un hombre ha encontrado su
misión vital, y una misión ha encontrado a ese hombre. LOS PREPARATIVOS Cyrus W. Field comienza su actuación con una energía
increíble. Toma contacto con todos los hombres del oficio, importuna a todos
les gobiernos solicitando concesiones, lleva a cabo en ambos continentes una
campaña para reunir los capitales necesarios y es tan grande el impulso que
parte de ese hombre, tan apasionada su convicción interior, tan potente la fe
en la nueva fuerza milagrosa de la electricidad, que en el término de pocos
días queda totalmente subscrito, en Inglaterra solamente, el capital inicial de
350.000 libras esterlinas. Resulta suficiente invitar a los comerciantes más
ricos de Liverpool, Manchester y Londres para fundar la Telegraph Construction
and Maintenance Cosnpany, y ya afluye el dinero. Entre los suscriptores figuran
también los nombres de Thackeray y Lady Byron, que quieren fomentar la empresa
nada más que por entusiasmo moral y sin interés pecuniario. Nada simboliza
mejor el optimismo ambiente para la técnica y la máquina que animaba en
Inglaterra a los grandes ingenieros en los tiempos de Stevenson y Brunel que el
hecho de que un solo llamado baste para poner tan enorme cantidad de dinero a
disposición de una obra enteramente fantástica, y a fondo perdido. El costo aproximado de la colocación del cable es casi
lo único que puede calcularse en esa empresa. No existe precedente alguno para
la realización técnica, ya que en el siglo XIX jamás se ha pensado ni
proyectado nada de tal magnitud. No es posible comparar la tarea de tender un
cable a través de todo el océano con la de tirar otro entre Dover y Calais, a
través de una franja relativamente estrecha de agua. En este caso bastaba
devanar, desde la cubierta de un simple vapor a paleta, treinta o cuarenta
millas de cable que se desenrollaban tranquilamente como un ancla. Cuando se
trataba de colocar el cable en el Canal, podía esperarse tranquilamente un día
de bonanza, aparte de que se conocía exactamente la profundidad del fondo del
mar y se quedaba siempre a la vista de una u otra orilla, a resguardo, pues, de
toda contingencia peligrosa; la unión pudo establecerse cómodamente en el
término de un solo día. Pero en una travesía que supone por lo menos tres
semanas de viaje ininterrumpido, un cable cien veces más largo y cien veces más
pesado, no puede quedar expuesto en la cubierta de un barco a todas las
inclemencias del tiempo. Por otra parte, ningún barco existente en ese tiempo
es suficientemente grande para contener en sus bodegas ese gigantesco capullo
de hierro, cobre y gutapercha, y ninguno es suficientemente poderoso como para
soportar su peso. Hacen falta, por lo menos, dos vapores que a su vez deben ir
acompañados por otros, que han de mantener el rumbo más corto y prestar auxilio
en caso de accidente. El gobierno inglés pone a disposición de la empresa uno
de sus buques de guerra más grande, el "Agamemnon", que luchó como
nave capitana frente a Sebastopol; y el gobierno norteamericano presta el
"Niágara", una fragata de cinco mil toneladas (el desplazamiento
máximo de la época). Pero hace falta reformar completamente, esos dos buques
para poder emplazar en ellos la mitad de la interminable cadena que debe unir
dos continentes. El problema principal lo sigue constituyendo, sin embargo, el
cable mismo. Ese cordón umbilical entre dos continentes ha de responder a
exigencias inconcebibles. Este cable debe ser resistente e irrompible como una
jarcia de acero, pero al mismo tiempo ha de ser elástico para ser devanado con
facilidad. Debe resistir cualquier presión, soportar cualquier carga y, sin
embargo, correr al mismo tiempo con la facilidad de un hilo de seda. Tiene que
ser macizo pero no demasiado relleno, sólido y, sin embargo, bastante exacto
para permitir que la menor onda eléctrica oscile a través de él a lo largo de
dos mil millas. La menor rotura, la más mínima desigualdad en cualquier parte
de este cable gigantesco, puede impedir la transmisión por esta vía que cubre
un trayecto igual a quince días de viaje. Pero se hace un ensayo. Las fábricas
tejen día y noche, y la voluntad demoníaca de un solo hombre pone en movimiento
todas las ruedas. Se gastan montañas de hierro v cobre en la fabricación de ese
solo cable y por él han de sangrar bosques enteros de árboles de la goma para
proporcionar el revestimiento de gutapercha de tan enorme distancia. Nada
revela más evidentemente las proporciones enormes de la empresa que el hecho de
que en un solo cable tengan que entretejerse trescientas sesenta y siete mil
millas de diferentes alambres, trece veces más de lo que bastaría para abarcar
todo el mundo y lo suficiente para unir a la tierra con la luna. Desde la
construcción de la torre de Babel, la humanidad no ha osado, en materia
técnica, nada igualmente grandioso. LA PRIMERA PARTIDA Durante un año zumban las máquinas, e
interminablemente pasa el alambre como un hilo delgado y corriente de las
fábricas al interior de los buques, y por fin, después de miles y millones de
revoluciones se halla enrollada una mitad del cable en cada buque. Ya están
construidas y montadas también las nuevas máquinas, que provistas de frenos y
dispositivos de retroceso, han de devanar ahora en una, dos o tres semanas, el
cable, ininterrumpidamente, hacia las profundidades del mar. Están reunidos a
bordo los mejores electricistas y técnicos, entre ellos el mismo Morse,
llamados a comprobar con sus aparatos si durante toda la colocación del cable
la corriente no sufre interrupción. Integran la flota reporteros y dibujantes
para describir con palabras y dibujos la partida más emocionante desde las de
Colón y Magallanes. Finalmente todo está listo para el viaje, y si hasta
entonces los incrédulos estaban en mayoría, se interesa ahora toda Inglaterra
apasionadamente en esa empresa. Centenares de pequeños botes y embarcaciones
rodean, el 5 de agosto de 1857, en el pequeño puerto irlandés de Valentía a la
flota portadora de los cables, para presenciar el momento histórico en que un
cabo del cable es llevado en bote a la playa e incrustado en la firme tierra
europea. La despedida se transforma espontáneamente en una gran
solemnidad. El Gobierno envía a sus representantes, se pronuncian discursos, y
en una alocución conmovedora, el sacerdote pide la bendición divina para la
audaz empresa. "Dios eterno -exclama-, Tú que eres el único que extiendes
los cielos y dominas la agitación de los mares, Tú a quien obedecen los vientos
y las aguas, mira misericordioso a estos tus servidores... Manda y detén, con
tu mandamiento, todo obstáculo, aparta toda resistencia que pudiera impedir la
realización de esta importante obra." Y luego, desde la playa y el mar, se
mueven saludando miles de manos y sombreros. Paulatinamente la tierra va hundiéndose en la
penumbra. Uno de los sueños más osados de la humanidad trata de convertirse en
realidad. REYES Originariamente se había proyectado conducir los
barcos grandes, el "Agamemnon" y el "Niágara", cada uno de
los cuales lleva la mitad del cable, conjuntamente hasta un punto prefijado en
medio del océano, y sólo en este punto proceder al remache de las dos mitades. Luego uno de los barcos debía seguir hacia el Oeste,
en dirección a Terranova, y el otro al Este; hacia Irlanda. Pero luego parecía
demasiado arriesgado exponer todo el valioso cable en esta primera tentativa, y
se resolvió entonces no colocar la primera parte desde la tierra firme hasta no
saberse con toda exactitud si tal transmisión telegráfica submarina realmente
funcionaria como se esperaba a través de tan grande distancia. Se destinó el "Niágara" a colocar el cable
desde la tierra firme hasta el medio del océano. La fragata americana viaja despacio, cautelosamente,
dejando tras sí el cable, tal como una araña va dejando su filamento, sin
interrupción. La máquina devanadora trabaja regularmente y el ruido que produce
es el mismo que los marineros conocen desde siempre, el del cable en cuyo
extremo se baja el ancla. Al cabo de pocas horas, los tripulantes ya no
advierten ese rumor regular que les resulta tan natural como el latido de sus propios
corazones. Y prosigue el viaje mar adentro, y continuamente se
hunde el cable en la estela del buque. Esta aventura no parece, en realidad, tener rada de
aventurera. Pero en un camarote aparte están reunidos los electricistas que
atienden sin interrupción sus aparatos e intercambian continuamente signos con
la tierra firme de Irlanda. Maravillosamente, a pesar de que ya no se ve la
costa desde hace mucho tiempo, la transmisión por medio de este cable submarino
funciona tan claramente como el entendimiento entre una ciudad europea y otra.
Ya la expedición ha salido de las aguas poco profundas y se ha llegado al
llamado plano profundo, detrás de Irlanda, y aun cuando ya el barco lo ha
cruzado, el cordón metálico sigue devanándose regularmente como la arena de un
reloj, remitiendo y recibiendo mensajes, simultáneamente. Ya se han
colocado trescientas treinta y cinco millas de cable, más del décuplo de la
distancia entre Dover y Calais; ya se han pasado dos días y dos noches de la
primera inseguridad, y en la tercera noche, el 8 de agosto, Cyrus W. Field
busca por primera vez un bien justificado descanso después de muchísimas horas
de trabajo y emoción. Entonces, de repente -¿qué sucedió?- se interrumpe el
ruido martillante. Y así como el durmiente se levanta sobresaltado en el tren
cuando la locomotora para inesperadamente, así como el molinero salta de su
cama cuando de repente se queda parada la rueda del molino, así despiertan en
el acto todos los tripulantes y se abalanzan sobre la cubierta. La primera mirada
sobre la máquina revela que el tambor está vacío. El cable escapó
repentinamente al malacate. Fue imposible retener el cabo escapado, y más
imposible todavía es encontrarlo ahora en la profundidad del mar, y recobrarlo.
Sucedió lo más terrible. Un insignificante error técnico malogró el trabajo de
años. Los que salieron tan audaces, regresan como vencidos a Inglaterra, donde
el repentino cese de todo signo y señal se adelantó a la terrible noticia. OTRO REVÉS Cyrus W. Field, el único que queda inconmovible; héroe
y a la vez comerciante, hace un balance. ¿Qué se ha perdido? Trescientas millas
de cable, alrededor de cien mil libras de capital, y, lo que más le, aflige,
probablemente, un año entero, irrecuperable. La expedición sólo puede esperar
buen tiempo en verano y por ahora la época del año está demasiado adelantada.
En la segunda hoja de su balance, registra una pequeña ganancia. Esta primera
tentativa ha dejado una buena experiencia práctica. El cable ha resultado
servible y puede ser guardado para la próxima expedición. Sólo hace falta
reformar la máquina devanadora que causó la rotura fatal. Así pasa un año en preparativos y en larga espera.
Sólo el 10 de junio de 1858 los buques pueden reanudar el viaje, con renovado
valor y cargando el viejo cable. Y como la transmisión de signos eléctricos
funcionó perfectamente durante el primer viaje, se volvió al primitivo
proyecto, y se dispuso iniciar la colocación del cable en medio del océano,
tendiéndolo simultáneamente hacia los lados opuestos. Los primeros días de este
nuevo viaje pasan sin que suceda nada digno de mención. Sólo al séptimo día
debe comenzar en el lugar preestablecido la colocación del cable y con ello el
verdadero trabajo. Hasta entonces, el viaje es o parece un paseo. Las máquinas descansan,
los marineros están desocupados y pueden gozar del buen tiempo, el cielo está
limpio y calmo, demasiado calmo quizás está el mar. Pero al tercer día, el capitán del
"Agamemnon" siente una secreta inquietud. El barómetro le demuestra
que la columna de mercurio baja con una rapidez alarmante. Debe estar
preparándose una tormenta singular y, efectivamente, al cuarto día se
desencadena una tempestad como aun los marineros más probados pocas veces la
han vivido en el océano Atlántico. Este huracán es singularmente fatal para el
buque inglés. El "Agamemnon" es de por sí un vehículo excelente, que
ha resistido las más duras pruebas en todos los mares y aun en la guerra, y por
eso, el buque almirante de la marina inglesa debería resistir también a este
temporal. Pero desdichadamente el buque fue completamente reformado para poder
llevar la enorme carga del cable. No fue posible distribuir el peso
regularmente como en cualquier buque mercante, sino que toda la carga pesa en
el medio, y solamente una pequeña parte ha sido guardada en la proa, lo que
tiene por consecuencia peor, todavía, que el movimiento de péndulo sea
duplicado cada vez que la proa emerge o se hunde. Debido a esto la tempestad
hace un juego peligrosísimo con su víctima, levantando el barco hacia izquierda
y derecha, adelante v atrás, hasta un ángulo de 45 grados, mientras las olas
inundan la cubierta y todos los objetos quedan destrozados. Y ¡nueva fatalidad!
Uno de los golpes terribles que estremecen al buque desde la quilla hasta el
mástil, destruye el depósito de carbón improvisado sobre la cubierta. Toda la
masa cae como un granizo negro sobre los marineros, ya sangrantes y exhaustos.
Algunos quedan heridos por el golpe, otros por los calderos que se vuelcan en
la cocina. Diez días dura la tempestad; un marinero se ha vuelto loco y ya se
piensa en una medida extrema: echar por la borda una parte de la fatídica carga
del cable. Afortunadamente, el capitán se resiste a tomar sobre
sí semejante responsabilidad y, al fin, resulta tener razón. Después de
indecibles pruebas, el "Agamemnon" resiste el temporal de diez días,
y a pesar de su gran atraso, encuentra a los demás barcos en el sitio fijado,
en medio del océano, donde debe iniciarse la colocación del cable. Sólo entonces se comprueba el daño que ha sufrido la
valiosa y sensible carga de los alambres mil veces entrelazados, a consecuencia
del constante balanceo. Los alambres han quedado enredados en distintos
lugares, y la cobertura de gutapercha está rota o desgastada por el roce. A
pesar de todo se hace una tentativa de colocar el cable, aunque con poca
confianza, pero se comprueba entonces que sólo se han perdido unas doscientas
millas de cable que desaparecen inútiles en el mar. Por segunda vez, hay que
darse por vencidos y regresar sin gloria, en vez de triunfantes. EL TERCER VIAJE Los accionistas, enterados de la noticia fatal,
esperan en Londres con los rostros demudados a su conductor y seductor Cyrus W.
Field. En estos dos viajes se ha perdido la mitad del capital de la sociedad
anónima, sin, que por otra parte hubiera quedado probada o realizada cosa
alguna. Es comprensible que la mayoría diga ahora: ¡Basta! El presidente
aconseja que se salve lo que pueda salvarse. Propone que se retire de los
barcos el resto del cable inutlizable, para venderlo, si fuese menester, a
menos de su costo y poner fin en seguida a este terrible proyecto de abarcar el
océano. El vicepresidente comparte su opinión y envía su dimisión por escrito
para manifestar así que no desea intervenir más en esta empresa absurda. Pero
la tenacidad y el idealismo de Cyrus W. Field son inconmovibles. Declara que no
se ha perdido nada, que el cable ha resistido brillantemente la prueba y que a
bordo queda suficiente cantidad del mismo para repetir el ensayo, aparte de que
la flota se halla reunida y está comprometida la tripulación. El temporal
extraordinario acaecido durante el último viaje permitía, por otra parte,
presagiar un periodo de hermosos días de bonanza. ¡Valor, y una vez más, valor!
Aduce que ahora se presenta la única y última oportunidad para realizar una
tentativa decisiva. Los accionistas se miran unos a otros, cada vez menos
seguros. ¿Deberían confiar realmente a este loco el resto del capital
invertido? Pero como una firme voluntad siempre arrastra finalmente a los
indecisos, Cyrus W. Field impone por fuerza la resolución de que se inicie ese
nuevo viaje. El 17 de julio de 1858, cinco semanas después del segundo viaje
desdichado, la flota abandona por tercera vez el puerto inglés. Y nuevamente se confirma la vieja experiencia de que
las cosas decisivas casi siempre se logran en secreto. Esta vez, la partida se
realiza casi sin ser notada. No hay botes ni barcas que giren alrededor de los
buques deseando felicidad, ninguna multitud se reúne en la playa, no se ofrece
banquete de despedida alguno, nadie pronuncia discursos, ningún sacerdote
implora la ayuda divina. Los barcos parten silenciosos, casi atemorizados, como
si se dieran a una empresa de piratería. Pero el mar los espera, gentil. En la
fecha prefijada, el 28 de julio, once días después de la salida de Queenstown,
el "Agamemnon" y el "Niágara" pueden iniciar la tarea en el
punto convenido, en medio del océano. Extraño espectáculo: los buques se colocan popa contra
popa. Entre uno y otro se refunden los cabos del cable. Sin formalidad alguna,
más aún, sin que los tripulantes demostrasen mayor interés por el suceso (están
cansados ya de tentativas infructuosas), el cable de cobre y hierro se hunde
entre los dos barcos hasta la mayor profundidad del océano, no explorado
todavía con plomada alguna. Sigue todavía una salutación de bordo a bordo, de
bandera a bandera, y el barco inglés toma rumbo a Inglaterra, el norteamericano
a América. Mientras se distancian mutuamente, dos puntitos móviles en medio del
océano, el cable los mantiene continuamente unidos, y por primera vez desde que
los hombres tienen memoria, dos barcos pueden comunicarse entre si a través del
viento y la ola, el espacio y la distancia, en lo invisible. Cada tantas horas,
un barco comunica con señales eléctricas que pasan por la profundidad del
océano, la cantidad de millas que ha cubierto, y el otro buque confirma, cada
vez, que gracias al excelente tiempo ha salvado una distancia igual. Así pasa
un día, otro, un tercero y un cuarto. El 5 de agosto, el "Niágara"
puede informar que ya distingue la costa americana en Trinity Bay, Terranova,
después de haber colocado no menos de mil treinta millas de cable, y el
"Agamemnon" triunfa a su vez porque ya ha dejado aseguradas en el
fondo del mar cerca de mil millas de cable, y distingue a su vez la costa
irlandesa. Por primera vez llega ahora la palabra humana de país a país, de
América a Europa. Pero sólo esos dos buques, los pocos centenares de hombres
reunidos a su bordo, saben que se ha realizado la gran hazaña. Todavía lo
ignora el mundo, que desde hace ya mucho olvidó esta aventura. Nadie los espera
en la playa, ni en Terranova, ni en Irlanda: pero en aquel mismo segundo en que
el nuevo cable transoceánico queda comunicado con el cable terrestre, la
humanidad entera conocerá su imponente triunfo común. EL GRAN HOSANNA Por bajar este relámpago de la alegría de un cielo
completamente limpio, su efecto es portentoso. El Viejo y el Nuevo Mundo
reciben casi a la misma hora, en esos primeros días de agosto, la noticia de la
obra llevada a feliz término. Su efecto es indescriptible. En Inglaterra, el
"Times", de ordinario tan reservado, publica un editorial en el que
dice: "Desde el descubrimiento de Colón no ha sucedido nada que en forma alguna
fuera comparable a esta enorme ampliación de la esfera de la actividad
humana". Y la City trasunta la mayor emoción. Pero esta alegría orgullosa
de Inglaterra parece sombría y tímida en comparación con el entusiasmo
huracanado que estalla en Norteamérica al recibirse allá la noticia. Los
negocios quedan interrumpidos, las calles están invadidas de gente que
pregunta, grita y discute, y de la noche a la mañana, Cyrus W. Field, un hombre
enteramente desconocido, ha quedado convertido en héroe nacional. Se lo compara
enfáticamente con Franklin y Colón; toda la metrópoli y cien otras ciudades
tiemblan y resuenan en la espera de ver al hombre a cuya decisión se debe el
"enlace de América y el Viejo Mundo". Pero el entusiasmo no ha
llegado todavía a su grado supremo. Sólo se conoce la noticia escueta de que ha
terminado la colocación del cable. Queda por saber aún si ese cable
"habla". ¿Ha dado realmente resultado la gran proeza? Magnífico
espectáculo: una ciudad entera, todo un país, espera y atiende una palabra
sola, la primera palabra a través del océano. Se sabe que la reina de
Inglaterra será la primera en enviar su mensaje, su felicitación, que se espera
cada vez con más impaciencia. Pero pasan días
y días, porque un accidente casual ha interrumpido el cable que comunica Nueva
York con Terranova, y sólo el 16 de agosto por la tarde el mensaje de la reina
Victoria llega a Nueva York. La comunicación oficial arriba demasiado tarde para
que los diarios puedan publicar la ansiada noticia; sólo es posible informar al
público por medio de letreros colocados en las oficinas de telégrafos y en las
redacciones, y de inmediato se aglomeran enormes multitudes. Los canillitas tienen que abrirse camino por entre la
masa, con los trajes hechos jirones y maltrechos ellos mismos. En los teatros y
en los cafés proclaman la buena nueva, y miles de hombres que no acaban de
comprender que el telégrafo puede adelantarse por muchos días al más rápido de
los buques, corren hacia el puerto de Brooklyn, donde esperan en vano hasta
altas horas de la noche, para saludar al "Niágara", el heroico buque
de esa victoria pacífica. Al día siguiente, los diarios publican jubilosos con
títulos grandes la noticia. "El cable funciona perfectamente",
"Todo el mundo loco de contento". "Extraordinaria sensación en
toda la ciudad", "Ha llegado el momento de celebrar una gran fiesta
universal." Triunfo sin igual: desde que los hombres piensan, ninguna idea
base propagado con su propia velocidad a través del océano. Ya resuenan en las
fortificaciones cien disparos de cañón en señal de que el Presidente de los
Estados Unidos acaba de contestar a la reina. Ahora ya nadie osa dudar. Aquella misma noche, Nueva York y todas las demás
ciudades quedan iluminadas por decenas de miles de luces y antorchas. No hay
ventana sin iluminación, y la alegría general no disminuye aun cuando en esa
oportunidad se incendia la cúpula de la Municipalidad. El día siguiente trae
nueva fiesta. Ha llegado el "Niágara" y está en la ciudad Cyrus W.
Field, el gran héroe. El resto del cable es llevado triunfalmente a través de
la ciudad y la tripulación del buque es objeto de grandes agasajos. Día tras
día se repiten las manifestaciones en todas las ciudades hasta el océano
Pacífica el golfo de México, como si América festejase por segunda vez la efemérides
de su descubrimiento. Pero no basta con eso. La verdadera marcha triunfal
habrá de ser más grandiosa todavía, más soberbia que todas cuantas el Nuevo
Mundo jamás haya presenciado. Los preparativos duran dos semanas, pero luego,
el 31 de agosto, toda una ciudad celebra a un hombre solo, Cyrus W. Field, como
desde los tiempos de los Emperadores y Césares ningún otro triunfador ha sido
agasajado por su pueblo. En ese hermoso día otoñal recorre las calles un
desfile que necesita seis horas para llegar de un extremo al otro de la ciudad.
Lo encabezan unos regimientos del ejército con sus bandas y banderas; tras
ellos siguen por las calles adornadas y embanderadas, las sociedades corales,
los bomberos, los colegios y los veteranos, en infinita sucesión. Todo lo que
pueda marchar, marcha; todo lo que pueda cantar, canta, y todo el que puede
prorrumpir en júbilo, anima su voz. Cyrus W. Field es conducido como un antiguo
triunfador en un coche tirado por cuatro caballos; en otro igual le sigue el
comandante del "Niágara", y en un tercero, el Presidente de los
Estados Unidos; tras ellos siguen el alcalde, los funcionarios y los
profesores. No termina la cadena ininterrumpida de discursos, banquetes,
desfiles de antorchas; se echan a vuelo las campanas, truenan los cañones y no
acaba el júbilo que en vuelve al nuevo Colón, al unificador de ambos mundos, al
vencedor sobre el espacio, al hombre que en esta hora es el más glorioso y más
endiosado ser de América, Cyrus W. Field. EL GRAN DESENCANTO Miles y millones de voces gritan jubilosamente en ese
día. Una sola, la más importante, permanece extrañamente muda durante esos
festejes: el telégrafo. Es posible que Cyrus W. Field intuya en medio del
júbilo la terrible verdad, y habría de ser horrible para él ser el único que
supiera que el cable atlántico ha dejado de funcionar en ese día, después de
haber registrado en los últimos pasados nada más que unos signos confusos,
apenas perceptibles. Aun nadie sabe ni sospecha ese lento fracaso, fuera de
los pocos hombres que en Terranova controlan la llegada de los mensajes, y aun
ellos titubean días y días, en vista del descomunal entusiasmo, para hacer
llegar la amarga novedad a los jubilosos. Sin embargo, llama la atención la
escasez de noticias. América había esperado que ahora llegarían a cada hora
noticias a través del océano, y en su lugar sólo recibe muy de tarde en tarde
alguna vaga e incontrolable información. No transcurre mucho tiempo antes de
que pase de boca en boca el rumor de que, ansiosos y ambicionando obtener
transmisiones mejores, se habían enviado unas cargas eléctricas demasiado
fuertes, destrozando con ellas el cable, que ya de por sí no era
suficientemente eficaz. Se alienta todavía la esperanza de poder salvar el
inconveniente. Pero pronto resulta ya imposible negar que los signos
han llegado cada vez más imprecisos e incomprensibles. Al día siguiente al de
los grandes festejos, el 1° de septiembre, no se recibe a través del mar ningún
sonido claro, ninguna oscilación nítida. Nada perdonan los hombres menos que el haber quedado
desengañados después de haberse sinceramente entusiasmado y al verse
defraudados por un hombre de quien lo esperaban todo. Apenas se comprueba la
verdad del rumor respecto al fracaso del tan alabado telégrafo, la ola
apasionada del júbilo se convierte en otra de maliciosa amargura e inculpación
contra el inocentemente culpable Cyrus W. Field. Se afirma en la City que él ha
engañado a una ciudad, un país, un mundo; que él sabía del fracaso del
telégrafo, pero que se hacia celebrar egoístamente aprovechando el tiempo para
vender entretanto sus acciones, con enormes beneficios. Toman cuerpo otras
calumnias peores todavía, entre ellas una -la más extraña, quizás, de todas-
que afirma perentoriamente que el cable atlántico jamás había funcionado, que
todos los mensajes habían sido un "bluff" y que el telegrama de la
reina de Inglaterra había sido redactado de antemano, sin ser transmitido jamás
por el telégrafo trasatlántico. Se rumorea que ninguna noticia había llegado en
todo ese tiempo claramente a través del mar, y que los directores sólo habrían
redactado telegramas imaginarios, basados en presunciones y signos aislados. Se
produce un verdadero escándalo. Los que ayer prorrumpieron en los más agudos
gritos de júbilo, son los mismos que protestan ahora más vigorosamente. Toda
una ciudad, un país entero, se avergüenza por su entusiasmo prematuro y su
sobreexcitación. Se elige a Cyrus W. Field para víctima de esa ira. El hombre
que ayer fue considerado héroe nacional, hermano de Franklin y sucesor de
Colón, tiene que esconderse ahora como un criminal, de los que fueron sus
amigos y admiradores. Un solo día ha creado todo, y un solo día ha destrozado
todo. La derrota es completa, se ha perdido el capital, se ha perdido la
confianza, y como la legendaria serpiente Midgard, yace el cable inútil en las
profundidades del océano, inaccesible a la vista. SEIS AÑOS DE
SILENCIO Por espacio de seis años, el cable permanece olvidado
y sin provecho en el mar; durante seis años vuelve a reinar el viejo y frío
silencio entre los dos continentes, que en un momento histórico palpitaron al
unísono. América y Europa, que habían estado unidas por la duración de un
hálito, el tiempo preciso para decir unos centenares de palabras, vuelven a
estar separadas como desde milenios, por una lejanía invencible. El proyecto
más audaz del siglo XIX, que ayer mismo fue casi una realidad, ha vuelto a
convertirse en una leyenda, un mito. Desde luego, nadie piensa en reanudar la obra lograda
a medias; la terrible derrota paralizó todas las fuerzas y ahogó todo
entusiasmo. La guerra de la independencia desvía en Norteamérica todo interés.
En Inglaterra sesionan muy de tarde en tarde comités, pero necesitan dos años
para dejar constancia, trabajosa v escuetamente, de que, en principio, existe
la posibilidad de que funcione un cable submarino. Pero de este informe
académico a la realización práctica hay un trecho que nadie se atreve a
recorrer. Durante seis años, todo trabajo yace paralizado absolutamente como el
olvidado cable en el fondo del mar. Pero seis años, si bien sólo constituyen en el espacio
enorme de la historia nada más que un momento breve, significan un milenio para
una ciencia tan joven como la electricidad. Cada año, cada mes, revela en esta materia nuevos
descubrimientos. Las dínamos son cada vez más potentes y precisas, la
aplicación de la electricidad cada vez más múltiple, y son cada vez más exactos
los aparatos. La red telegráfica encierra ya el espacio interior completo de
todos los continentes, ya atraviesan sus cables el Mediterráneo, uniendo África
y Europa. Es así como el proyecto de transponer el océano Atlántico pierde año
tras año, insensiblemente, su carácter fantástico que le había sido propio
durante tan largo tiempo. Tiene que llegar indefectiblemente la hora en que se
renueve la tentativa. Sólo falta el hombre que provea al viejo proyecto de
nuevas energías. De pronto, este hombre se presenta, y he aquí que es el de
antes, Cyrus W. Field, resurgido con la misma fe y con la misma confianza, del
destierro silencioso y del desprecio burlón. Ha cruzado el océano por trigésima vez y se presenta
en Londres. Consigue reunir seiscientas mil libras esterlinas para garantizar
con nuevo capital las viejas concesiones. Ya dispone también del soñado barco
gigantesco que puede transportar por sí solo la enorme carga; es el famoso
"Great Eastern", que desplaza veintidós mil toneladas y está provisto
de cuatro chimeneas, obra de Isambar Brunel. Y milagro sobre milagro, en este
año de 1865, ese vapor no es utilizado, porque él también ha sido audazmente
proyectado adelantándose al tiempo. Es posible adquirirlo en el término de dos
días, y prepararlo para la expedición. Todo lo que antes resultaba infinitamente difícil, es
ahora muy simple. El 23 de julio de 1865 el buque mastodonte abandona el
Támesis, llevando a bordo un cable nuevo. Aun cuando fracasa la primera
tentativa, y dos días antes de llegar a la meta el cable se rompe y el océano
insaciable traga otra vez seiscientas mil libras esterlinas, la técnica ya domina
la materia lo suficiente como para no dejarse amilanar. Y cuando, el 13 de
julio de 1866, el "Great Eastern" sale por segunda vez, el viaje se
torna triunfal. El sable habla ahora clara e inconfundiblemente a Europa. Dos
días después, se encuentra el cable viejo, perdido, y dos lazos unen ahora al
Viejo Mundo y el Nuevo Mundo, convertidos en uno solo. El milagro de ayer se ha
transformado en lo natural de hoy, y desde aquel momento el mundo responde,
como quien dice, a un solo latido de corazón, y oyendo y comunicándose, la
humanidad vive ahora una vida simultánea desde un extremo al otro de la Tierra,
divinamente omnipresente, gracias a su propia potencia creadora. Y en virtud de
su triunfo sobre el tiempo y el espacio, constituiría ahora y para siempre una
magnífica unidad, si no la confundiese una y otra vez la manía fatal de
malograr incesantemente esa unidad grandiosa y destrozarse a sí misma con
aquellos medios que le han facilitado el dominio sobre los elementos. FIN MOMENTOS ESTELARES DE LA
HUMANIDAD EL TREN PRECINTADO STEFAN ZWEIG EL HOMBRE QUE SE ALOJABA EN CASA DEL ZAPATERO REMENDÓN
Suiza, la pequeña isla de paz cuyas costas eran
azotadas de todos lados por las rompientes de la Guerra Mundial, fue durante
los años 1915, 1916, 1917 y 1918, la escena ininterrumpida de una novela
policíaca excitante. En los hoteles a la moda, los enviados de las potencias
beligerantes, que un año antes habían jugado juntos al bridge en los términos
más amistosos y habían cambiado invitaciones para banquetes, pasaban ahora unos
al lado de los otros sin un leve saludo, como si fueran desconocidos. De sus
departamentos salía un tren de figuras sin mayor relieve - delegados,
secretarios, hombres de negocios, damas con velillo o descubiertas-, pero
comprometidos, uno y todos, en comisiones secretas. Abajo se movían hermosos automóviles
decorados con insignias extranjeras y, cuando se detenían, desembuchaban
industriales, periodistas, virtuosos, o personas que pretendían que sólo
viajaban por entretenimiento. Pero en casi todos los casos tenían la misma
comisión: reunir informaciones, espiar el terreno. Los mismos porteadores que
servían a tales personas, las criadas que limpiaban las habitaciones, estaban
igualmente sobornados para observar y oír. En todas partes rivalizaban una con
otra las organizaciones: en las tabernas, en las casas de huéspedes, en las
oficinas de correo, en los cafés. Lo que pasaba como propaganda era más de la
mitad espionaje; la traición se cubría con la máscara del amor; y detrás de la
ocupación declarada de la mayoría de estos apresurados visitantes se escondían
una segunda o una tercera que era desconocida. Todo se informaba, todo era
inspeccionado, Apenas un alemán de cualquier posición podía poner el pie en
Zurich sin que se enviara instantáneamente a Berna, y una hora más tarde a
París, un informe sobre su llegada. Volúmenes completos de informaciones
verdaderas o no eran enviados diariamente por agentes grandes y pequeños a los
agregados, y eran pasados por éstos a sus jefes. Las paredes eran tan
transparentes como el cristal, los teléfonos estaban conectados; con los
residuos de las cestas papeleras y de las hojas de papel secante se reconstruía
cuidadosamente la correspondencia; y tan loca llegó a ser la baraúnda, que
muchos de los comprendidos en ella no podían ya saber si eran cazadores o
cazados, espías o espiados, traidores o traicionados. Sólo respecto a un extranjero en Suiza se informó
escasamente en aquellos días, acaso porque se destacaba tan poco, nunca entró
en un hotel elegante, jamás se sentó en un café ni asistió a una reunión
propagandista, sino que vivía retirado con su esposa en la casa de un zapatero
de viejo en que se alojaba. Sus habitaciones estaban en la Spíegelgasse,
cercana al Limmat, en el segundo piso de una de las casas de vecinos
sólidamente construidas de la Ciudad Vieja, de fachada embarrada, parte por la
edad y parte por los humos de la pequeña fábrica de salchichas que trabajaba
debajo de las ventanas. Sus vecinos eran la esposa de un panadero, un italiano,
y un actor austriaco; y sólo sabían de él (por ser muy poco comunicativo) que
era un ruso con un nombre casi impronunciable. Tal vez la mujer del zapatero,
la huéspeda, sabía algo más que los otros: que había sido durante años un
refugiado, y que se hallaba en circunstancias difíciles por no tener un trabajo
lucrativo. Todo esto fue deducido en parte de las exiguas comidas y las raídas
ropas de los dos rusos, cuyas pertenencias totales apenas llenaban el
maltratado baúl con que habían llegado allí. El hombre, bajo y fuerte, tenía un aspecto nada
llamativa y era visible que deseaba pasar inadvertido. Esquivaba la sociedad;
sus vecinos rara vez podían captar una mirada de sus ojos oscuros, pero agudos
y estrechos; y muy pocos visitantes llegaban a verlo. Regularmente, día tras
día, iba a la biblioteca pública a las nueve y estaba allí hasta mediodía, hora
en que se cerraba. A las doce y diez estaba de regreso en su casa, para salir a
las trece y diez y ser de los primeros en llegar de nuevo a la biblioteca en
donde se quedaba hasta las dieciocho. Pero como los agentes de los varios
beligerantes que se encontraban en la Confederación seguían los pasos
únicamente a los locuaces, y no sabían que, invariablemente, el solitario, el
que lee mucho y aprende mucho es más peligroso y el que muy probablemente
revoluciona al mundo, no escribieron informaciones acerca de este hombre que
pasaba inadvertido y se alojaba en la casa del zapatero remendón. No se conocía
mucho de él en los círculos socialistas, salvo que en Londres había sido editor
de un periodiquito sin importancia de tendencia revolucionaria y de escasa
circulación entre los refugiados rusos; que antes de salir de San Petersburgo
había sido líder de una fracción cuyo nombre, como el propio, era
impronunciable; que hablaba dura y desdeñosamente de los miembros más
respetados del partido socialista, declarando que sus métodos eran
absolutamente equivocados; que él era inasequible, pendenciero e intransigente.
Por lo tanto, era natural que se preocuparan por él muy poco. A las reuniones a
que él concurría, una que otra vez, en un pequeño café de obreros, asistían
sólo contadas personas, quince o veinte cuando más y, como regla general,
jóvenes. El salvaje camarada estaba encasillado como uno de los numerosos
refugiados rusos que aguzan su ingenio con mucho té y discusiones interminables.
¿Cómo podría el obstinado hombrecito ser importante? En todo caso no llegaban a
tres docenas las personas que en Zurich conocían el nombre de Vladimir Ulich
Ulianov, el inquilino del zapatero remendón. Si uno de aquellos hermosos automóviles que, en tales
días, corrían de embajada en embajada le hubiera atropellado en la calle y
cortado prematuramente su vida, el mundo en general, también, no habría oído
hablar jamás de él bajo el nombre de Ulianov o de Lenin. REALIZACIÓN... Un día -fue el 15 de marzo de 1917- el empleado de la
biblioteca de Zurich quedó un poco sorprendido. Habían sonado las nueve y el
lugar del más puntual de los lectores estaba vacío. Pasó media hora, dieron las
diez, pero el infatigable lector no había llegado y no llegaría más. Porque
cuando se dirigía aquella mañana a la biblioteca se le acercó un amigo, más
aún, le cerró el paso, dándole la noticia de que había estallado en Rusia la
revolución. Lenin, al principio, no podía creer tales nuevas. Las
recibió como si hubiera sido un trueno. Después, con cortas y rápidas zancadas
se dirigió al quiosco situado frente al lago, donde, afuera de la agencia de
diarios, esperó hora tras hora, día tras día. Sí, era verdad, se fue haciendo
más gloriosamente verdad a medida que transcurría el tiempo. Primeramente
pareció que no sería más que una revolución palaciega o un simple cambio de
ministerio. No, el Zar había abdicado; se había nombrado un gobierno
provisional; se crearía una Duma; la libertad había llegado a Rusia; se decretó
la amnistía para todos los prisioneros políticos. Esto es lo que él había
estado soñando durante años. Tenía realización al fin todo aquello por lo que
él había estado trabajando por espacio de dos décadas: en sociedades secretas,
en las cárceles, en Siberia y en el destierro. Como si, por arte de magia,
pareciera que los millones de muertos caídos en esta guerra, después de todo,
no habían muerto en vano. No fueron hombres sacrificados sin fruto. Eran
mártires en nombre del nuevo reino de libertad, justicia y paz perpetua; el
nuevo reino que sería instalado. Estaba como intoxicado el hombre que hasta
ahora había sido un visionario calculador, frío y sereno. Como él, también
vociferaban expresando . su júbilo los cientos de rusos que ocupaban estrechas
viviendas en Zurich y Ginebra, en Lausana y Berna. Estas nuevas placenteras
significaban que podrían volver a sus hogares. Sin pasaportes forjados, sin
nombres supuestos, sin arriesgar sus vidas, podrían volver a entrar en lo que
había sido el reino del Zar. Retornarían como ciudadanos libres de un país
libre. Prontamente empezaron a empaquetar sus escasos efectos, porque los
diarios habían publicado el lacónico telegrama de Gorki: "Vengan todos al
hogar." Se cambiaban cartas y telegramas en toda dirección: venga a casa,
voy a casa, reunámonos, estemos unidos. Una vez más podían consagrarse
abiertamente a la causa que les había fascinado desde la primera hora
consciente de sus vidas, la causa de la revolución rusa. ...Y DESILUSIÓN Pero pocos días después llegaron noticias
consternadoras. La revolución rusa, cuyo advenimiento había elevado sus
corazones como llevados en alas de águilas, no era la revolución con que habían
soñado, no era la revolución por completo. Había sido nada más que un
alzamiento palaciego contra el Zar, un alzamiento fomentado por los
diplomáticos británicos y franceses, cuyo propósito era impedir que Nicolás
firmara por separado la paz con Alemania. No era la revolución de pueblo -que
quería, en realidad, la paz, pero también establecer sus propios derechos. No
era la revolución por la que los refugiados rusos habían vivido y estaban
dispuestos a morir; era una intriga de los partidarios de la guerra, de los
imperialistas y los generales que deseaban proseguir sin estorbar sus planes.
Lenin y sus amigos se dieron cuenta prontamente de que la invitación a regresar
no comprendía a aquellos refugiados que querían una revolución genuina,
radical, marxiana. Miliukov y otros líderes liberales habían ya dado las
órdenes para que no fueran readmitidos. Mientras que los moderados, socialistas
tales como Plekhanov en cuyos servicios podía confiarse para la prolongación de
la guerra, fueron enviados muy amablemente en torpederos británicos a San
Petersburgo, con guardias de honor, Trotsky era detenido en Halifax y los otros
revolucionarios en las fronteras. En todos los países de la "entente"
habían sido enviadas listas negras a las fronteras conteniendo los nombres de
los que habían tomado parte en el Congreso de Zimmerwald. En vano envió Lenin
telegrama tras telegrama a San Petersburgo. Fueron interceptados o dejados sin
contestación. Lo que se desconocía en Zurich o en otras partes de la Europa
Occidental, era muy bien sabido en Rusia: que Vladimir Ilich Lenin era fuerte,
enérgico, de larga visión y peligroso para sus adversarios. No tuvo limites la desilusión de los refugiados
impotentes. Por espacio de muchos años, en reuniones en Londres, París y Viena,
habían estado considerando con todo detalle la estrategia de la revolución
rusa. Por décadas habían discutido en sus periódicos sobre los planes teóricos
y prácticos, las dificultades, los peligros, las posibilidades de sus
proyectos. El mismo Lenin, durante toda su vida, consagró la mayor parte de su
tiempo a este tema, revisando los planes de la revolución una y otra vez hasta
haber alcanzado una formulación definitiva. Ahora, mientras estaba acorralado
en Suiza, su revolución iba a ser diluida y desmenuzada por otros; la
santificada noción de hacer de los rusos un pueblo libre iba a ser envilecida
para servir a naciones extranjeras. Por una singular analogía, Lenin tuvo que
sufrir en esta época lo que había sido la triste suerte de Hindenburg durante
las fases de apertura de la guerra. Por cuarenta años Hindenburg había
maniobrado y hecho el juego de guerra con un ojo puesto en la campaña de Rusia,
y luego, cuando estalló el conflicto, fue obligado a estarse en su casa, en
traje civil, y mover banderitas sobre el mapa, registrando las ganancias y
marcando los desatinos de los generales en servicio activo. Sometido a un esfuerzo similar, Lenin, usualmente un
realista de sólidas convicciones, resolvió en su mente el más loco y más
fantástico de los sueños. ¿No podría alquilar un aeroplano y cruzar así por
Alemania o Austria? La idea era enloquecedora. ¿No podría atravesar un país u
otro con la ayuda de un pasaporte falsificado? El primer hombre que se ofreció
a ayudarle en esta idea resultó ser un espía. Su fantasía se extravió más y se
hizo más absurda. Escribió a Suecia pidiendo un pasaporte sueco, intentando fingirse
sordomudo para evitar que su lengua lo denunciara. Por supuesto, después de
revolver tales proyectos descabellados en las noches de insomnio, cuando
apuntaba el día los reconocía impracticables y desatinados. Pero tanto de día
como de noche permanecía convencido de que, de una forma o de otra, debía
volver a Rusia. Debía transformar la revolución rusa en su propia revolución,
en vez de permitir que fuera la de algún otro; debía hacer de ella una
revolución genuina, en vez de una semblanza puramente política. Debía regresar
a Rusia, más pronto o más tarde, costara lo que costara. ¿A TRAVÉS DE ALEMANIA? ¿SI O NO? Suiza está cercada por Italia, Francia, Alemania y
Austria. El camino a través de los países aliados estaba cerrado para Lenin
porque era un revolucionario, y a través de Alemania y Austria porque era ruso,
uno de los súbditos de una potencia enemiga. No obstante, por lo absurdo de la situación, tenía más
razón para esperar amistad de la Alemania del Emperador Guillermo que de la
Rusia de Miliukov o la Francia de Poincaré. Cuando los Estados Unidos estaban a
punto de tomar las armas contra ella, Alemania necesitaba paz con Rusia de
cualquier modo y, por consiguiente, un revolucionario capaz de embarazar las
gestiones de los embajadores británico y francés en San Petersburgo era una
persona que podía ser considerada con favor. Pero para Lenin envolvería graves responsabilidades la
apertura de negociaciones con la Alemania imperial, un país al que había
amenazado e injuriado cientos de veces en sus escritos. De acuerdo con todos
los "standards" morales aceptados, sería claramente una traición
entrar y viajar cruzando un país enemigo con permiso y con la aprobación de su
estado mayor general. Lenin debía saber perfectamente que con semejante curso
de acción comprometería a su partido y su causa; que él mismo se haría
sospechoso de haber sido enviado a Rusia como un mercenario del gobierno
alemán, y que si conseguía éxito en asegurar la paz inmediata para Rusia su
nombre quedaría escrito en la historia como el del hombre que roba a su país el
fruto de la victoria. Era natural, por consiguiente, que no sólo los
revolucionarios fríos de entre los refugiados rusos, sino aun la mayor parte de
los que eran de su misma manera de pensar, se sintieran ultrajados cuando
anunció su determinación de adoptar, en caso necesario, este método peligroso y
comprometedor. Airadamente indicaron que mediante los buenos oficios de
demócratas sociales de Suiza se estaban llevando a cabo negociaciones para el
retorno de los revolucionarios rusos por la vía legítima y neutral de un cambio
de prisioneros. Lenin sabía que este plan era insufriblemente tedioso, que las
autoridades rusas adoptarían todas las astucias posibles para diferirlo
indefinidamente - en un momento en que cada día, cada hora, era de vital
importancia -. El mantuvo fijos sus ojos en el fin que debía ser alcanzado,
mientras que los demás, menos realistas y menos audaces, rechazaron un plan
que, según los "standards" prevalecientes, era traicionero. Lenin
acalló sus escrúpulos y, desconociendo los argumentos en contrario, se hizo
justicia por sí mismo para abrir negociaciones con el gobierno alemán. EL PACTO Precisamente porque Lenin sabía que su propuesta sería
considerada como un desafío y atraería mucha atención, se puso a trabajar tan
abiertamente como era posible. Siguiendo sus instrucciones, el secretario de la
unión obrera de Suiza, Fritz Platten, se presentó al embajador alemán, quien ya
había tenido previamente tratos con los refugiados suizos, y le expuso las
condiciones de Lenin. Este oscuro refugiado, como si previese la autoridad que
ejercería pronto, no se dirigió al gobierno alemán con una petición sino que
anunció, lisa y llanamente, las condiciones en que él y sus asociados estarían
dispuestos a aceptar la autorización alemana para cruzar el país enemigo. El
coche de ferrocarril en que viajarían gozaría de derechos extraterritoriales.
No habría inspección de pasaportes ni de personas al entrar o salir de
Alemania. Los viajeros pagarían sus pasajes a la tarifa ordinaria acostumbrada. Ninguno de ellos abandonaría el coche por órdenes de
los alemanes ni por propia iniciativa. El embajador, Romberg, envió en seguida
la petición al cuartel general. Sin el menor titubeo Ludendorff dio su
conformidad, aunque sus Memorias le la Guerra no contienen una sola palabra
respecto a una decisión que habría de resultar de mayor importancia histórica
que toda otra de su vida. El embajador había tratado en vano, hasta ahora, de
conseguir modificaciones en el texto del pacto, que Lenin había redactado a
propósito tan ambiguamente que hasta Radek (un austriaco) podría unirse a los
viajeros rusos que no serían fiscalizados. El hecho es que el gobierno alemán
estaba no menos apresurado que Lenin, ya que los Estados Unidos habían
declarado la guerra el 5 de abril. En consecuencia, al mediodía del 6 de abril, Fritz
Platten recibió la memorable misiva: "Asuntos arreglados como se
deseaba." El 9 de abril de 1917, a las catorce y media, un pequeño grupo
de personas mal vestidas, llevando sus propios equipajes, salieron del
restaurante Zahringer Hof para la estación de Zurich. Eran treinta y dos en
total, incluso mujeres y niños. De los hombres, sólo Lenin, Zinoviev y Radek se
hicieron famosos. Después de haber comido un modesto lunch, firmaron
conjuntamente un documento declarando que habían tenido conocimiento por el
Petit Parisien de la determinación del gobierno provisional ruso de tratar como
traidores a todo el que regresara a Rusia por vía de Alemania. El manuscrito
declaraba además que los firmantes aceptaban la completa responsabilidad del
viaje y aprobaban las condiciones en que se realizaba. Habiendo firmado,
tranquila y resueltamente iniciaron un viaje que la historia habría de
considerar transcendental. Su llegada a la estación no despertó interés. No
estuvieron presentes cronistas de diarios ni fotógrafos. Nadie en Suiza sabía
nada acerca de Herr Ulianov, quien, con un chambergo de fieltro, un traje raído
y botas con clavos (que usó hasta que el grupo llegó a Suecia), como miembro de
una banda de hombres, mujeres y niños cargados de equipajes, silenciosamente y
sin llamar la atención buscaba un lugar en el tren. No había nada que los
distinguiera de los innumerables refugiados -servios, rutenos y rumanos- a los
que se veía con frecuencia en la estación de Zurich sentados sobre sus cajas de
madera tomándose un descanso en su viaje a Ginebra y más allá. El partido
laborista suizo, que desaprobó el viaje, no envió representante. Sólo
concurrieron unos cuantos rusos, algunos para decirles adiós; otros para
llevarles algo de lo poco de que podían disponer, y algún alimento para los
viajeros; algunos para enviar saludos a los amigos en Rusia; y otros que
todavía esperaban disuadir a Lenin de "su empresa descabellada y criminal".
Pero su decisión era irrevocable. A las 15.10 sonó el silbato del guarda, y las
ruedas comenzaron a girar mientras que el tren partía para Gottmandingen, la
estación de la frontera alemana. Eran las 15.10 y, desde entonces, el reloj del
mundo ha marcado tiempo diferente. EL TREN PRECINTADO En la Guerra Mundial fueron disparados millones de
tiros destructivos - los proyectiles más poderosos diseñados hasta entonces y
del mayor alcance conocido-. Pero ninguno de ellos fue tan fatal y de tan largo
alcance como el tren que estaba por iniciar el cruce de Alemania desde la
frontera suiza, cargado con los revolucionarios más peligrososy resueltos del
siglo, y con destino a San Petersburgo, donde harían pedazos el orden
existente. Sobre los rieles de la estación de Gottmadingen se
encontraba este proyectil único, compuesto de un coche de segunda y tercera
clase, en el que las mujeres y los niños ocupaban la segunda y los hombres la
tercera. Trazos de tiza sobre el terreno marcaban una zona neutral, el
territorio de los rusos, como separación del departamento de los dos oficiales
alemanes que acompañaron este transporte de alto explosivo viviente. El tren se
movió sin incidentes durante la noche, y sólo en Frankfurt se acercaron algunos
soldados alemanes que habían oído que unos revolucionarios rusos estaban en
camino a través de Alemania; y una vez los social-demócratas alemanes trataron
de comunicarse con los viajeros, pero se les impidió el acceso. Lenin no
ignoraba con cuánta sospecha se le vería si cambiaba una sola palabra con un
alemán en suelo alemán. En Suecia fueron recibidos con alegría. Los hambrientos
rusos participaron de las golosinas suecas que se les ofrecieron para almorzar;
luego Lenin se quitó las botas claveteadas, cambiándolas por unos zapatos nuevos
que había comprado, así como un traje. Al fin llegaron a la frontera rusa. EL PROYECTIL PEGA EN EL BLANCO La primera acción de Lenin en suelo ruso fue
característica. No prestó atención a los seres humanos, se lanzó sobre los
diarios. Habían transcurrido catorce años desde su salida de Rusia, desde la
última vez que vio tierra rusa, una bandera rusa o un uniforme ruso. Pero este
idealista férreo no derramó lágrimas como hicieron los otros, no abrazó a los
soldados como hicieron las mujeres del grupo. Lo que él necesitaba eran
diarios. Pravda, sobre todos, para ver si el periódico, su periódico, sostenía
firmemente el punto de vista internacional. Coléricamente arrugó el papel y lo
tiró al suelo. No era bastante adicto. Todavía dislates patrióticos; no lo que
él consideraba revolución verdaderamente roja. "Era tiempo de que yo
regresara -pensó-. Tiempo para poner mis manos en el timón, y guiar el barco a
la victoria o a la destrucción... ¿Podré hacerlo?" Estaba ansioso,
intranquilo. Si Miliukov le hubiera puesto en prisión tan pronto como llegó a
San Petersburgo ¿habría cambiado el nombre tanto tiempo llevado por la ciudad?
Los amigos que habían llegado a recibirle, Kamenev y Stalin, sonrieron
misteriosamente en el compartimiento de tercera clase, malamente iluminado;
pero no contestaron, o no quisieron contestar. La respuesta dada por los hechos fue sin precedentes.
Tan pronto como el tren se detuvo en la plataforma de la estación finlandesa,
la enorme plaza exterior estaba colmada por obreros en número de decenas de
miles y por tropas de todas las armas, que habían acudido a dar la bienvenida
al desterrado que regresaba. Como una sola voz, la multitud empezó a cantar
"La Internacional". Cuando Vladimir Ilich Ulianov descendió del tren,
el hombre que dos o tres días antes había sido inquilino del zapatero remendón
fue levantado por un ciento de manos y subido a un automóvil blindado. Los
focos desde las casas y los fuertes se concentraban sobre él, y desde el
automóvil pronunció su primer discurso al pueblo. Las calles se estremecían con
las aclamaciones, y no tardó mucho en que tuvieran comienzo los "Diez días
que hicieron vacilar al mundo". El tiro había pegado en el blanco para
hacer pedazos un reino, un mundo. FIN MOMENTOS ESTELARES DE LA
HUMANIDAD EL FRACASO DE WILSON STEFAN ZWEIG El 13 de diciembre de 1918 llegó a Brest el gran
transatlántico George Washington, llevando a su bordo a Woodrow Wilson,
presidente de los Estados Unidos de América. Jamás desde el principio del mundo
había sido esperado un barco, un hombre, por tantos millones de seres y con
tales ardientes esperanzas. Por espacio de cuatro años habían estado las
naciones luchando una contra otra, sacrificando cientos de miles de sus mejores
hijos con rifles y bayonetas, ametralladoras y artillería pesada, lanzallamas y
gases venenosos, y durante estos cuatro años se fomentó la aversión mutua. No
obstante, esta excitación frenética no llegó jamás a silenciar completamente
las voces mudas de adentro, que les revelaban que cuanto hacían y decían era
absurdo, insensato, una deshonra para nuestro siglo. Los millones de
combatientes habían estado constantemente excitados, consciente e
inconscientemente, por el conocimiento íntimo de que la humanidad había
retrocedido al caos de la barbarie que se suponía dejaba atrás para siempre. Entonces, del otro lado del Atlántico, desde Nueva
York, había llegado una voz que se expresaba claramente a través de los campos
de batalla empapados aún en sangre para decir: "No más guerra." Jamás
deben producirse de nuevo semejantes discordias; jamás debe existir de nuevo la
vieja y perversa diplomacia secreta mediante la cual han sido arrastradas los
naciones a la mortandad sin su conocimiento o consentimiento. En vez de ello
habrá que establecer un nuevo y mejor orden en el mundo, "el reino de la
ley, basa do en el consentimiento de los gobernados y sostenido por la opinión
organizada de la humanidad". Es maravilloso decirlo: en cada país y en
cada idioma la voz había sido comprendida instantáneamente. La guerra, que
hasta ayer había sido mera lucha por territorios, por fronteras, por materias
primas y mercados, por minerales y petróleo, había adquirido de repente una
significación casi religiosa; había asumido el aspecto de un preliminar para la
paz perpetua, para el reinado mesiánico del derecho y de la humanidad. Pareció de golpe que, después de todo, no había sido
derramada en vano la sangre de millones de hombres; que esta generación era la
que únicamente había sufrido y que jamás volvería a sufrir la tierra un infortunio
semejante. Por cientos de miles, por millones, las voces de los que habían
recibido la inspiración con un frenesí de fe acudieron a este hombre, Woodrow
Wilson, con la esperanza de que podría establecer la paz entre vencedores y
vencidos, y que la paz sería una paz justa. Wilson, como otro Moisés, daría a
los pueblos enloquecidos por la guerra las tablas de una nueva ley. En unas
cuantas Semanas su nombre había adquirido un significado religioso, redentor. Calles y edificios y niños eran denominados con su
nombre. Cada nación que se sentía perturbada o perjudicada envió delegados.
Cartas y telegramas, llenos de propuestas, pedidos y conjuros, llegaban a él
copio un diluvio desde los cinco continentes. Se contaban por miles y raíles, y
así es como baúles repletos de ellos fueron llevados al barco en que el
presidente embarcó para Europa. Es más, el mundo entero comenzó a considerarlo
como el árbitro que arreglaría sus querellas finales antes que se llegara a la
largamente deseada reconciliación. Wilson no pudo resistir la llamada. Sus amigos
norteamericanos le aconsejaron que no asistiera en persona a la Conferencia de
la Paz. Como presidente de los Estados Unidos, decían, el deber le exigía no
abandonar su país, y debía contentarse con guiar las negociaciones desde lejos.
Aun el más alto puesto que su tierra natal podía conferirle, la Presidencia,
pareció una fruslería al compararlo con la tarea que le esperaba del otro lado
del Atlántico. No estaba satisfecho con servir a un pueblo, a un continente;
quería servir a la humanidad en general, consagrarse, no a este momento de su
época, sino al futuro bienestar del mundo. No reduciría sus propósitos a
promover los intereses de Norteamérica por que "el interés no reúne a los
hombres, el interés separa a los hombres." No, él trabajaría para ventaja
de todos. En su fuero interno sintió el deber de procurar que no pudieran de
nuevo los soldados y diplomáticos (cuyo doble ele difuntos sería tocado por
quien asegurara el futuro de la humanidad) tener una oportunidad para inflamar
las pasiones nacionales. El, con su propia persona, aseguraría, que había ele
prevalecer "la voluntad del pueblo más bien que la de sus líderes."
Cada palabra pronunciada en la Conferencia de la Paz (que sería la última de su
clase en el mundo) debería ser hablada con las puertas y ventanas completamente
abiertas, y su eco daría la vuelta al globo. Así se mantenía a bordo del buque y miraba hacia la
costa europea que asomaba a través de la niebla, vaga e informe como su propio
sueño de la venidera hermandad de naciones. Su porte era erguido, alto de
talla, firme continente, ojos penetrantes v claros detrás de sus anteojos, la
barba prominente como la de otros enérgicos norteamericanos, labios llenos y
carnosos pero reservados. Hijo y nieto de castores presbiterianos, había
heredado la fuerza y la afectación de humildad de aquellos para quienes existe
solamente una verdad y están confiados en que ellos la conocen. Tenía el ardor
de sus antepasados escoceses e irlandeses, asociado con el fanatismo dado por
el credo calvinista que impone a los líderes y maestros la tarea de salvar a la
humanidad del peca do; e incesantemente trabajó en él la obstinación de los
herejes y los mártires que van a la pira antes que ceder un tilde en lo que
ellos conciben que han aprendido ele la Biblia. Para él, el demócrata, el
hombre docto, los conceptos de "filantropía", "humanidad",
"libertad"' "independencia" y "derechos humanos",
no eran palabras vacías, sino artículos de fe que él defendería sílaba por
sílaba como sus predecesores habían defendido los Evangelios. Había librado
muchas batallas. Ahora, a medida que el vapor se acercaba más a las costas de
Europa y los contornos se hacían más visibles, se estaba aproximando a la
tierra en donde tenía que encarar las soluciones decisivas. Involuntariamente
puso sus músculos en tensión resuelto "a luchar por el nuevo orden, en
forma afable si podía hacerlo, en forma ofensiva si era necesario». Pronto, sin embargo, se debilito la rigidez de
continente de aquel cuya mirada estaba dirigida a la distancia. Los cañones y
las banderas que lo saludaban cuando navegaba en el puerto de Brest no eran la
bienvenida formal, agitada y tronadora al presidente de los Estados Unirlos, a
una república aliada, porque de las masas que ocupaban la orilla llegaron
gritos de aclamación que proclamaban alguna cosa más que una recepción
organizada de antemano, algo más que el júbilo prescrito. Lo que le saludaba
era el entusiasmo flamante de un pueblo entero. Cuando marchaba velozmente en el
tren que lo conducía a la metrópoli, de cada aldea, de cada cabaña, de cada
casa, se agitaban banderas y radiaban esperanzas. Las manos se tendían hacia
él, le aclamaban con vítores y aplausos. Luego, cuando pasaba por los Campos
Elíseos, caían cascadas del mismo entusiasmo de los muros vivientes. El pueblo
de París, el pueblo de Francia, simbolizando a todos los pueblos distantes de
Europa, gritaba, expresaba su regocijo, rebosante de esperanzas. Sus rasgos se
relajaron más y más. Una sonrisa franca, alegre, casi hechizada, descubrió sus
dientes. Agitó su sombrero a derecha e izquierda, como si deseara saludarlos a
todos, saludar al mundo entero. Seguramente había hecho bien en venir en
persona, porque solo la voluntad viviente triunfaría sobre la rigidez de la
ley. Con una ciudad tan feliz y un pueblo tan lleno de
esperanzas, ¿como podría él fracasar en llenar sus deseos ahora y para todos
los tiempos? Un descanso de una noche y, a la mañana siguiente, estaría pronto
para trabajar, para dar al mundo aquella paz con que había soñado, por miles de
años, realizando así la mayor proeza que jamás hubiera hecho mortal alguno. Frente al palacio que el gobierno francés había
dispuesto para él, en los corredores del Ministerio de Relaciones Exteriores,
enfrente del Hotel Crillon, cuartel general de la delegación norteamericana,
los periodistas (que solo ellos componían un ejército) estaban impacientes.
Sólo de los Estados Unidos habían llegado ciento cincuenta; cada país, cada
ciudad importante había enviado un representante de la prensa; y estos
caballeros de la pluma exigían ansiosamente tarjetas de entrada para cada
sesión; sí, para cada sesión de la Conferencia. ¿No se había asegurado al mundo
que tendría "publicidad completa"? Esta vez no iba a haber reuniones
secretas, ni conclaves secretos. Palabra por palabra corría la primera
sentencia de los famosos Catorce Puntos: "Convenios de paz abiertos,
conseguidos abiertamente, después de los cuales no habrá inteligencias privadas
internacionales ele ninguna clase". La peste ele los tratados secretos que
había causado más muertes que todas las demás epidemias en conjunto, iba a ser
definitivamente abolida por el nuevo serum de la "diplomacia abierta"
wilsoniana. Pero los impetuosos periodistas estaban disgustados
por encontrar una reserva insuperable. "¡Oh, sí, todos ustedes serán
admitidos a las grandes sesiones!" Las informaciones de estas sesiones
públicas (que habrían sido purgadas realmente de antemano de toda posibilidad
de tensión manifiesta) serían dadas por completo al mundo. Pero todavía no podía obtenerse más información.
Primero tenían que redactarse las reglas del procedimiento. Los quisquillosos
periodistas no podían dejar de saber que alguna cosa discordante estaba
sucediendo detrás de la escena. No obstante, lo que se les había dicho tenía
mucho de verdad. Se estaban fijando las reglas de procedimiento. Relacionado con este asunto fue como el presidente
Wilson se dio cuenta, por la primera expresión de los "Cuatro
Grandes", de que los aliados habían formado una liga contra él. No querían
poner todas las cartas sobre la mesa, y por buenas razones. En las carteras
diplomáticas y en los casilleros ministeriales de todas las naciones
beligerantes existían tratados secretos que disponían que cada una obtendría una
"buena parte" del botín. En realidad, había una buena cantidad de
ropa sucia que sería muy indiscreto lavar en público. Por consiguiente, para
evitar el descrédito de la Conferencia en su iniciación, sería esencial
discutir estos asuntos y hacer un "lavado" preliminar a huertas ce
aradas. Además, existían causas mas profundas de desarmonía
que las relacionadas con simples reglas de procedimiento. Cada uno de los dos
grupos mantenía, dentro de sí mismo, bastante claridad y bastante armonía
respecto a lo que deseaba: los norteamericanos de un lado, y los europeos del
otro. La Conferencia tenía que hacer no una paz, sino dos. Una de ellas era
temporal, actual, para poner fin a la guerra contra los alemanes, que habían
depuesto sus arreas. La otra era problemática, eterna no temporal, debiendo ser
una paz destinada a hacer imposible la guerra para siempre jamás. La paz
temporal tenía que ser dura y despiadada según el viejo modelo. La paz eterna
tenía que ser nueva. comprendiendo el Covenant (Convenio) wilsoniano de la
Liga de Naciones. Cuál de las dos sería discutida primero. Aquí las dos opiniones entraron en agudo conflicto.
Wilson tenía poco interés en la paz temporal. El trazado de las nuevas
fronteras, el pago de indemnizaciones o reparaciones de guerra, eran,
consideraba él, asuntos que debían ser resueltos por peritos y comisiones en
estricto acuerdo con los principios sentados en los Catorce Puntos. Estas eran
tareas menores, secundarias, trabajes para especialistas. Lo que los
principales estadistas de todas las naciones tenían que hacer era trabajar en
la nueva labor de creación, realizar la unión de los países, establecer la paz
perpetua. Cada grupo estaba convencido de la extrema urgencia de la paz que
deseaba. Los Ajados europeos insistieron, y justamente, en que a nada
conduciría mantener a un mundo agotado y desangrado por cuatro años de guerra
esperando muchos meses para saber las condiciones de la paz. Esto
desencadenaría el caos sobre Europa. Primero deberían ser resueltos los
problemas presionantes. Debían trazarse las fronteras y especificarse las
reparaciones; los hombres que estaban todavía bajo las armas debían ser
devueltos a sus esposas e hijos; las monedas debían ser estabilizadas; el
comercio y la industria debían ser puestos en acción una vez más. Después,
cuando el mundo se encontrara afirmado, sería posible permitir que la Fata
Morgana de los proyectos wilsonianos brillara tranquilamente sobre él. Así como
Wilson no estaba realmente interesado en la paz actual, así también Clemenceau,
Lloyd George y Sonnino, tácticos diestros y estadistas muy prácticos, estaban
poco interesados en los designios de Wilson. En parte por cálculo político y en
parte por genuina simpatía a las demandas e ideales humanitarios, habían
expresado su aprobación general a la propuesta Liga de Naciones, porque,
consciente o inconscientemente, habían sido conmovidos por la fuerza de un
principio generoso que procedía de los corazones de sus naciones respectivas, y
estaban prontos para discutir su plan, con ciertas mitigaciones y requisitos
propios. Pero primero debía arreglarse la paz con Alemania para concluir la
guerra; sólo después podría ser discutido el Covenant. No obstante, el mismo Wilson era suficientemente
práctico para saber que la demora repetida puede privar a una demanda de su
impulso. Un hombre no llega a presidente de los Estados Unidos por medio de
idealismo, y su propia experiencia le había enseñado que los procesos
dilatorios en la réplica son un arma mediante la cual puede ser desarmado un
provocador impaciente. Por esta razón insistió sin vacilar en que el primer
asunto que debía ser considerado era la elaboración del Covenant, que sería
incorporado palabra por palabra al tratado de paz con Alemania. De esta
exigencia resultó un segundo conflicto inevitable. La opinión de los aliados
era que la aceptación de tal método envolvería la exculpabilidad de Alemania,
aunque Alemania, con su invasión a Bélgica, había hollado brutalmente la ley
internacional, y en Brets-Litovsk, con el martillazo del puño del general
Hoffmann, dio un terrible ejemplo de dictadura despiadada. ;Iba Alemania en
esta temprana etapa a cosechar la recompensa inmerecida del humanitarianismo
venidero? No, que se arreglen primero sus deudas de acuerdo con el viejo
método, con dinero en mano. Luego podrá ser introducido el nuevo sistema. Los
campos han sido devastados, las ciudades han sido destruidas en fragmentos: que
el presidente Wilson haga una inspección. Después comprenderá que los daños
tienen que ser reparados. Pero Wilson, "el hombre no práctico", miro
deliberadamente más allá de las ruinas, porque sus ojos estaban fijos en el
porvenir, y en vez de los edificios derruidos de hoy, solo podían ver los
edificios de lo futuro. Únicamente tenía una tarea: "terminar con un viejo
orden y establecer uno nuevo". Firmemente, tenazmente, persistió en su
demanda, a pesar de las protestas de sus propios consejeros, Lansing y House.
Primero el Covenant. El Covenant primero. Para comenzar, arreglar los asuntos
de la humanidad en general; luego, tratar de los intereses de los pueblos
particulares. La lucha fue ardua y (esto fue desastroso) consumió
gran cantidad de tiempo. Desgraciadamente, Wilson, antes de cruzar el
Atlántico, no había dado a su sueño una configuración sólida. Su proyecto para
el Covenant no era definitivo: era solo una "primera redacción" que
tendría que ser discutida en incontables sesiones; tenía que ser modificada,
mejorada, reforzada o amortiguada. Además, exigía la cortesía que, habiendo
llegado a París, debía visitar tan pronto como fuera posible a las principales
ciudades de los otros aliados. Wilson cruzo el Canal, fue a Londres, hablo en
Mánchester, regreso al Continente y tomo el tren para Roma. Como durante su
ausencia los otros estadistas no dedicaron sus mejores energías a adelantar el
Covenant, se perdió más de un mes antes que pudiera celebrarse la primera
"sesión plenaria". Mientras tanto, en Hungría, Rumania, Polonia, en
los Estados del Báltico y también en la frontera dálmata, tropas regulares y
voluntarios se trababan en escaramuzas y ocupaban territorios, al paso que en
Viena amenazaba el hambre y en Rusia la situación se hacía más y más alarmante. *** Aun en esta primera "sesión plenaria",
celebrada el 18 de enero de 1919, no se llegó a más que a formular una decisión
teórica de que el Covenant iba a ser "una parte integrante del tratado
general de paz". Permaneciendo todavía nebuloso, todavía en medio de
interminables discusiones, pasaba de mano en mano y era continuamente editado y
reeditado. Pasó otro mes, un mes de terrible intranquilidad en Europa que, cada
vez más impetuosamente, reclamaba una verdadera paz. Hasta el 14 de febrero de
1919, más de tres meses después del armisticio, no pudo Wilson presentar el
Covenant en su forma definitiva que fue unánimemente adoptada. Una vez más el
mundo rebosaba de júbilo. La causa de Wilson había triunfado. En adelante, el
camino a la paz no llevaría a través de la guerra y el terror, porque la paz
iba a ser asegurada por convenio mutuo y por la fe en el reinado de la ley. El
presidente fue objeto de una ovación cuando salió del palacio. Una vez más, y
por vez última, contemplo con sonrisa orgullosa, agradecida y feliz a la
muchedumbre que se había apiñado para aclamarlo. Detrás de esta muchedumbre,
vislumbraba él otras muchedumbres, otros pueblos; detrás de esta generación que
había sufrido tan intensamente podían pintarse las generaciones futuras, las
generaciones de aquellos que, gracias a la salvación del Covenant, no sufrirían
más el flagelo de la guerra, no conocerían más la humillación de las
dictaduras. Era el día de la coronación de su vida, y el último de sus días
felices. Porque Wilson frustró su propia victoria por triunfar
prematuramente y abandonar el campo de batalla sin tardanza. El día siguiente,
15 de febrero, comenzó el viaje de regreso a Norteamérica, donde él obsequiaría
a sus electores y compatriotas con la Carta Magna de paz perpetua antes de
volver a Europa para firmar el tratado que concluiría la última guerra. De nuevo saludaban las baterías cuando el George
Washington partía de Brest, pero las multitudes que se reunieron para desearle
buen viaje eran menores y menos entusiastas que las que acudieron a darle la
bienvenida. En los días en que Wilson se alejaba de Europa había comenzado a
relajarse la tensión apasionada, y las esperanzas mesiánicas de las naciones se
calmaban. Cuando llegó a Nueva York la recepción fue igualmente fría. No se
remontaban los aeroplanos. para saludar al barco que se dirigía a la patria; no
hubo aclamaciones tormentosas, y de las oficinas públicas, del Congreso, de su
propio partido político, de sus compatriotas, el presidente no recibió más que
una bienvenida indiferente. Europa no estaba satisfecha porque Wilson no había
ido bastante lejos; Norteamérica porque había ido demasiado lejos. Para Europa,
el encadenamiento de los intereses en conflicto en un gran interés de
humanidad, apareció realizada inadecuadamente. En Norteamérica, sus adversarios
políticos, que estaban ya pensando en la próxima elección presidencial, declararon
que, sin autorización, había atado al Nuevo Mundo demasiado estrechamente a una
Europa intranquila e inadaptable, obrando así contra la doctrina Monroe, uno de
los principios básicos de la política de los Estados Unidos. Se recordó
imperativamente a Woodrow Wilson que sus deberes como presidente no eran fundar
un futuro reino de sueños, ni promover la prosperidad de naciones extranjeras,
sino considerar primariamente las ventajas para los ciudadanos de los Estados
Unidos que lo habían elegido para representar su voluntad. Wilson, por lo
tanto, aun cuando fatigado por sus negociaciones europeas tuvo ahora que
sostener nuevas discusiones con los miembros de su propio partido y con sus
adversarios políticos. Le mortificaba, sobre todo, la exigencia de que en la
espléndida estructura del Covenant, que él había considerado concluida e
inviolable, se introdujera una puerta falsa de escape para su propio país, la
peligrosa "disposición para la retirada de los Estados Unidos de la
Liga". Así, pues, mientras él se había imaginado que el edificio de la
Liga de Naciones había sido firmemente erigido para todos los tiempos,
resultaba ahora que había que abrir una brecha en el muro una brecha siniestra
que conduciría con el tiempo a un colapso general. A pesar de las limitaciones y correcciones, tanto en
Norteamérica como en Europa, pudo Wilson asegurar la aceptación de su Carta
Magna ele la humanidad. Pero fue sólo una victoria a medias y cuando partió de
nuevo a Europa para hacer la segunda mitad de su obra como uno de los miembros
principales de la Conferencia de la Paz, no lo acompañaba ya la franqueza y la
sublime satisfacción de que disponía originalmente. No pudo contemplar la costa
de Europa con el mismo espíritu lleno de esperanzas. Durante estas semanas había
envejecido considerablemente; estaba fatigado y disgustado. Su cara demacrada
denotaba el esfuerzo hecho; alrededor de su boca se marcaban líneas profundas;
en su mejilla izquierda eran visibles contracciones nerviosas ocasionales. Estos eran los heraldos de la tormenta, signos de la
enfermedad que avanzaba y que le derribaría pronto. Los médicos que lo
acompañaban no perdían ocasión de prevenirle contra esfuerzos excesivos. Pero
le esperaba una nueva lucha, tal vez más dura aún. El sabía que es más difícil
poner en práctica los principios que formularlos en abstracto. Pero había resuelto que por ninguna causa sacrificaría
ni un solo punto de su programa. Todo o nada. Paz perpetua o nada de paz en absoluto. *** No hubo ovaciones al desembarcar, ni en las calles
de París; la prensa se mantenía en fría expectativa; el pueblo parecía dudoso y
desconfiado. Una vez más se confirmó el dicho de Goethe de que el entusiasmo no
se adapta a un almacenaje prolongado. En vez de machacar el hierro mientras
estaba caliente y maleable, Wilson había permitido que se enfriara y
endureciera el idealismo europeo. Su ausencia de un solo mes lo había cambiado
todo. Simultáneamente, Lloyd George había abandonado la Conferencia. Clemenceau, herido de un balazo en una tentativa contra
su vida, estuvo alejado una quincena y, durante estos momentos desprevenidos,
los defensores de intereses privados se aprovecharon para abrirse paso a las
salas de las comisiones. Los más enérgicos y más peligrosos eran los militares.
Mariscales y generales que por espacio de cuatro años habían estado en los
primeros cargos y cuyas decisiones arbitrarias habían sido ley para cientos de
miles, no estaban dispuestos en manera alguna a ocupar ahora posiciones
secundarias. Un Covenant que los privaría de sus ejércitos, puesto que iba a
"abolir la conscripción y todas las demás formas de servicio militar
obligatorio", era una amenaza para su misma existencia. La mentecatería de
una paz perpetua, esta disparatada embestida contra su profesión debía ser
abolida, o al menos desviada. Lo que ellos querían era más armamentos en vez de
desarme wilsoníano, nuevas fronteras y garantías materiales en vez del santo y
seña de internacionalismo. Un país no podría ser salvaguardado por Catorce
Puntos escritos en el aire, sino multiplicando sus defensas y desarenando a sus
adversarios. Pisándoles los talones a los militaristas venían los
representantes de los grupos industriales; los fabricantes de municiones,
interesados también en los armamentos; los corredores, que esperaban sacar
dinero de las reparaciones. También estaban alerta los diplomáticos, cada uno
de los cuales, amenazado por la espalda por los partidos de oposición, quería
asegurar para su respectivo país una mayor extensión de territorio nuevamente
anexado. Unos cuantos toques diestros sobre el teclado de la opinión pública
dieron por resultado que todos los diarios europeos, hábilmente secundados por
los de Norteamérica, vocearon el mismo tema: "Los fantásticos proyectos de
Wilson retardan el arreglo de la paz. Sus utópicos planes -muy idealistas y
dinos de alabanza, por supuesto- estorban la consolidación Je' Europa. No
malgastemos más tiempo en consideraciones morales y ensueños supermorales. A
menos que se firme prontamente la paz, Europa se convertirá en un caos una vez
más." Desgraciadamente, estas quejas estaban justificadas. Wilson, que
fijaba su mirada en los siglos venideros, tenía sus propios
"standards" de medida que eran diferentes de los de las naciones de
la Europa contemporánea. Consideraba él que cuatro o cinco meses era muy poco
tiempo para realizar una tarea que había sido un sueño por pules de años. Pero,
mientras tanto, voluntarios organizados en la Europa Central por fuerzas
ocultas marchaban acá y allá ocupando territorios indefensos, y regiones
completas ignoraban a quién pertenecían o iban a pertenecer. Pese a haber
transcurrido ya cuatro meses, no habían sido recibidas todavía las delegaciones
de Alemania y Austria. Del otro lado de las fronteras, aun vagamente trazadas,
crecía la intranquilidad de los pueblos; no faltaban signos de que, en su
desesperación, Hungría mañana y Alemania al día siguiente dejarían atrás a los
bolcheviques en el camino de la revolución. Que se arreglen los asuntos
rápidamente, urgían los diplomáticos. Para aclarar el terreno debemos barrer
cuanto pueda ser un obstáculo, sobre todo este infernal Covenant. Una sola hora en París fue bastante para hacer ver a
Wilson que todo loo que había laboriosamente construido en tres meses había
sido minado durante su ausencia de un mes y estaba en peligro de desplomarse.
El mariscal Foch casi había conseguido arreglar que el Covenant fuera testado
del tratado de paz, y, en tal caso, la obra de los primeros tres meses quedaría
aniquilada. Pero donde estuvieran en riesgo asuntos decisivos, Wilson se
mostraría diamantino y no cedería un ápice. Al día siguiente de su arribo, 15
de marzo, hizo aparecer en la prensa el anuncio oficial de que la resolución
del 25 de enero estaba todavía en vigor, y que "el Covenant formaría parte
integral del tratado de paz". Esta declaración fue el primer contraataque contra la
tentativa de hacer el tratado de paz con Alemania, no sobre la base del nuevo
Covenant, sino sobre la de los viejos tratados secretos entre los aliados. El
presidente Wilson quedó ahora perfectamente ilustrado del asunto. Supo que las
mismas potencias que tan recientemente se declararon dispuestas a respetar el
derecho de los pueblos a disponer de sus propios destinos, intentaban realmente
sostener exigencias incompatibles con tal derecho. Francia reclamaría la cuenca
del Rin y el Sarre; Italia reclamaría Fiume y Dalmacia; Rumania, Polonia y
Checoslovaquia querrían también una parte del botín. A menos que el opusiera
firme resistencia, la paz sería hecha como las viejas, en la forma condenada
por el, a la manera ele Napoleón, Tallevrand y Metternich; no de acuerdo con
los principios que él había defendido y que los aliados se habían comprometido
a observar. Transcurrió una quincena de luchas violentas. Wilson
se opuso resueltamente a la cesión del Sarre a Francia, presintiendo que esta
infracción del principio de la autodeterminación de los pueblos se convertiría
en precedente para muchas más; e Italia, convencida de que las propias demandas
estaban implícitamente comprendidas en la exigencia de Francia del Sarre,
amenazó con abandonar la Conferencia a menos que Wilson cediera. La prensa
francesa comenzó a propalar que en Hungría se había producido un estallido del
bolcheviquismo y que pronto, decían los aliados, el veneno se propagaría al
Occidente. Wilson encontró oposición hasta en sus propios consejeros, el
Coronel House y Robert Lansing. Aunque eran buenos amigos suyos, le instaron
urgentemente para que, en vista de las condiciones caóticas que prevalecían en
Europa, sacrificara algunos de sus propósitos idealistas a fin de que se
firmara la otra paz tan pronto como fuera posible. En realidad, Wilson se
encontraba solo contra un frente unánimemente hostil. Desde Norteamérica, lo
atacaba por la espalda la opinión pública alentada por sus rivales y
adversarios políticos, y muy a menudo pensó Wilson que había llegado al extremo
de la maniota. Confesó a un amigo que, probablemente, no podría continuar
manteniéndose frente a todos los demás y que estaba resuelto a abandonar la
Conferencia si no se aceptaba su punto de vista. Mientras luchaba de este modo contra tales fuertes
contrariedades, fue atacado interiormente por un enemigo. El 5 de abril, cuando
la batalla entre las crudas realidades y su todavía inalcanzado ideal se
acercaba a su clima, le fue imposible mantenerse de pie más tiempo y-un hombre
de sesenta y tres años- tuvo que quedarse en cama, atacado de gripe. Las
embestidas del mundo exterior eran aún más formidables que las de su sangre
afiebrada, y no le dieron descanso. Llegaron nuevas catastróficas. El 5 ele
abril los comunistas asumieron el poder en Baviera, estableciendo una República
Soviética en Munich. Probablemente, en cualquier momento, Austria, castigada
por el hambre y a mitad de camino entre la Baviera bolchevique y la Hungría
bolchevique, seguiría el mismo camino, y cada hora de resistencia adicional
podría hacer a este aislado luchador Wilson responsable de la propagación de la
revolución roja. Los adversarios del inválido no lo dejaban en paz en su lecho
de enfermo. En la habitación inmediata, Clemenceau, Lloyd George y el Coronel
Mouse discutían los asuntos, estando todos de acuerdo en que debía llegarse al
fin a cualquier costa. La costa tendría que ser pagada por Wilson con sus
demandas y sus ideales. Su pretensión de una paz perpetua tendría que ser
abandonada, puesto que era un obstáculo a la necesidad más apremiante: la de un
urgente arreglo de la paz material, militar, "real". *** Pero Wilson, agotado, enfermo, irritado por el
clamor de la prensa que lo culpaba de bloquear el camino ele la paz; abandonado
por sus propios consejeros y apremiado por los representantes de los demás
gobiernos, no cedió aún. Se sentía obligado a mantener su palabra empeñada;
pensaba que no habría hecho todo lo que estaba a su alcance en favor de la paz
que los otros anhelaban tanto, si no la ajustaba en forma duradera, no militar;
si no continuaba haciendo cuanto le fuera posible en favor de la
"federación del mundo", que era la única cosa que podría establecer
realmente la paz perpetua de Europa. Apenas pudo abandonar el lecho dio un paso
decisivo. El 7 de abril envió un cablegrama al Departamento de Marina de
Washington: "¿Cuál es la fecha más pronta posible en que el vapor de los
Estados Unidos George Washington puede partir para Brest y cuál es la fecha más
pronta probable de su llegada a Brest? El Presidente desea que se aceleren los
movimientos de este buque". El mismo día fue informado el mundo de que el
Presidente Wilson había pedido por cable el vapor en que iba a partir. La noticia cayo como un rayo y su significado fue
instantáneamente comprendido. En todo el globo se supo que el Presidente Wilson
estaba decidido a oponerse a todo arreglo de paz que infringiera en el más
mínimo grado los principios del Covenant, y que había decidido abandonar la
Conferencia antes que ceder. Había sonado una hora fatal, hora que por décadas,
tal vez por siglos, fijaría los destinos de Europa, del mundo en general. Si Wilson se retiraba de la mesa de la Conferencia, el
viejo orden social sufriría un colapso, comenzaría el caos, pero tal vez sería
el caos del que nace una nueva estrella. Europa observaba impaciente. ¿Cargarían los demás
miembros de la Conferencia con semejante responsabilidad? ¿La tomaría sobre sí
Wilson? Era una hora funesta. En aquel momento, Wilson estaba todavía
firmemente decidido. No transigiría; no cedería; no debía ser "una paz
dura", sino "una paz justa". Los franceses no obtendrían el
Sarre; los italianos no tendrían a Fiume; Turquía no sería repartida; no
deberían hacerse "trueques de pueblos". El derecho debería prevalecer
sobre la fuerza, el ideal sobre lo real, el futuro sobre el presente. Fiat
justitia, pereat muuidus. Esta corta hora sería la más grande, la más
perfectamente humana, la más heroica en la vida de Wilson. Si siquiera hubiese
tenido el valor de mantenerse firme, su nombre se habría inmortalizado entre
los verdaderos amantes de la humanidad y habría realizado una proeza sin
ejemplo. Pero la hora fue seguida por una semana, y durante esta semana se vio
asaltado por todos lados. La prensa francesa, la británica y la italiana lo
atacaron duramente -a él, el pacificador- por destruir la paz con su
obstinación teórico-teológica, y por sacrificar el mundo real a una utopía
privada. Aun Alemania, que lo había considerado como la fuente principal de
ayuda, pero que se había alarmado por el estallido del bolcheviquismo en
Baviera, se volvió ahora contra él. Así lo hicieron sus compatriotas. El
Coronel House y Lansing lo conjuraron para que cediera. Hasta su secretario
privado, Tumulty, que pocos días antes le había cablegrafiado alentándolo:
"Únicamente un golpe atrevido del Presidente salvará a la Europa y quizás
al mundo", ahora, cuando Wilson estaba dando el "golpe
atrevido", se sintió muy perturbado y envió este nuevo despacho:
"Retirada muy imprudente y cargada de muy peligrosas responsabilidades
aquí y en el exterior... El Presidente deberá cargar la responsabilidad de una
ruptura de la Conferencia sobre quienes apropiadamente corresponde... Una
retirada en este momento sería una deserción". Acosado, casi desesperado, y quebrantada su confianza
por la universalidad del disentimiento, Wilson miro a su alrededor. Nadie se
encontraba a su lado, cuantos se hallaban en el salón de la Conferencia estaban
contra él, aun los miembros de su propio séquito; y los invisibles millones
sobre millones de voces, que, a la distancia, le imploraban que se mantuviera
firme y sosteniendo sus propios principios, no llegaron a sus oídos. Jamás se
dio cuenta de que, si hubiera procedido como amenazo hacerlo y se hubiera
retirado de la Conferencia, su nombre se habría inmortalizado; pero esto
únicamente si hubiera estado resuelto a legar su idea al futuro como un
postulado que debería ser perpetuamente renovado. No vislumbró lo que la energía
creadora habría obtenido de su rotundo "No" a las fuerzas de la
codicia, del odio y de la sinrazón. Todo lo que pudo percibir fue que se
hallaba solo y que estaba demasiado débil para cargar sobre sus hombros la
responsabilidad. El desastroso resultado final fue que el Presidente Wilson
comenzó a disminuir la tenacidad de su resistencia, mientras que el Coronel
House construyó un puente por el cual pudiera hacer transacciones. El regateo
acerca de las fronteras insumió una semana. Por último, el 5 de abril de 1919
-día aciago en la historia-, con el corazón oprimido y la conciencia
intranquila, Wilson accedió a las considerablemente disminuidas exigencias
militares de Clemenceau. El Sarre no había de ser permanentemente francés, sino
ocupado sólo durante quince años. El hombre que hasta ahora se había mostrado
intransigente, había hecho la primera concesión y, en consecuencia, como si un
mago hubiera agitado su varita, el tono de la prensa parisiense era del todo
distinto a la siguiente mañana. Los diarios que el día antes lo injuriaban como
perturbador de la paz, como un hombre que está arruinando al mundo, le
enaltecieron como el más sabio de los estadistas vivientes. Pero esta alabanza
le hirió como un reproche. En el fondo de su alma, sabía Wilson que, aunque tal
vez había salvado la paz, la paz temporal, se había perdido o desechado la paz
permanente con espíritu de reconciliación, la única paz que podría salvar al
mundo. La locura había dominado al buen sentido, la pasión había prevalecido
sobre la razón. El hombre había sido obligado a retroceder a un pasado de
infortunios. El, que había sido el líder y portaestandarte en el avance hacia
un ideal que excedería a la época, había perdido la suprema batalla, en la que
necesitó, ante todo, conquistar su propia debilidad. En esta hora funesta, ¿obró Wilson con acierto o
equivocadamente? ¿Quién podrá decirlo? En todo caso, en una hora trascendental
e irrevocable, adoptó una decisión cuyo fruto sobrevivirá décadas y siglos, -
que nosotros y nuestros descendientes tendremos que pagar con nuestra sangre,
nuestra desesperación, nuestra impotencia y nuestra destrucción. Desde este
día, el poder de Wilson, que no había conocido rival moralmente, quedó roto, y
su prestigio y su energía, anulados. El que hace una concesión no puede ya
detenerse. Una transacción conduce inevitablemente a nuevas transacciones. El
deshonor crea deshonor, la fuerza engendra fuerza. La paz que Wilson había
vislumbrado como íntegra y perdurable, permanece fragmentaria, transitoria e
incompleta, porque no fue modelada con el sentido de lo futuro, no fue moldeada
con espíritu de humanidad, no fue construida con los materiales de la razón
pura. Una oportunidad única, quizás la más fatal de la historia, fue
lastimosamente desperdiciada, como el mundo, cuyos dioses habían sido
derribados, lo verificó pronto con la amargura del disgusto y la confusión.
Cuando Wilson regresó a los Estados Unidos, el que había sido aclamado como el
salvador del mundo no fue considerado ya por nadie como un redentor. No era más
que un inválido viejo y cansado, sentenciado a una muerte próxima. A su llegada
no fue recibido con manifestaciones de júbilo ni con despliegue de banderas.
Cuando el buque se alejaba de la costa de Europa, desvió el la cara porque no
podía mirar al desgraciado continente que por miles de años había anhelado la
paz y la unidad y jamás las había encontrado. Una vez más se desvaneció en la
niebla de la lejanía el eterno sueño de un mundo humanizado. FIN
MOMENTOS ESTELARES DE LA
HUMANIDAD LA HAZAÑA DEL POLO SUR STEFAN ZWEIG CAPITÁN SCOTT. -90° DE LATITUD. 16 DE ENERO DE 1912 LA CONQUISTA DE LA TIERRA ...Nos hallamos en el siglo XX y ante un mundo que ya
no tiene secretos, en el que no quedan tierras por descubrir ni mares por
surcar. Países cuyos nombres, en la anterior generación, eran apenas conocidos,
se encuentran hoy sojuzgados por Europa, sirviendo a sus necesidades. Los
barcos se remontan, actualmente, hasta las fuentes del Nilo, que durante
infinidad de tiempo se buscaron en vano. Las cataratas Victoria, que un europeo
contempló por primera vez hace medio siglo; producen ahora energía eléctrica.
incluso el baluarte de la naturaleza virgen, las selvas del Amazonas, ha sido
explorado ya. El muro que aislaba el último país inviolado, el Tíbet, ha sido
derrumbado también. Nuestro siglo conoce perfectamente su destino, pero su
inquietud investigadora no se detiene aquí y, en busca de nuevos rumbos,
desciende a los océanos para arrancar los secretos de las faunas abisales, o se
remonta al cielo para conquistar el espacio, donde están ahora los derroteros inexplorados.
Cual golondrinas de acero surcan el aire los aeroplanos, disputándose los
modernísimos campeonatos de altura y de distancia. Pero en los albores de
nuestro siglo existen dos lugares que esconden con rubor sus misterios ante la
mirada inquisitiva del hombre; la Tierra conservó intactos esos dos puntos
inaccesibles llamados Polo Norte y Polo Sur; esos puntos extremos de la columna
vertebral de su cuerpo, alrededor de los cuales gira desde incontables
milenios. Inmensas murallas de hielo se levantan ante su secreto, defendido por
el eterno invierno. Fríos atroces y asoladoras tempestades se interponen en el
camino de los más osados descubridores, que, atacados por imponderables
peligros, víctimas de los elementos desencadenados, han de renunciar a seguir
adelante. El mismo sol envía unos oblicuos y tímidos rayos a las cerradas
esferas que permanecen fuera del alcance de la mirada humana. Tiempos atrás se
realizaron varias expediciones, que vieron frustrado su intento. En un
desconocido lugar de aquellas inmensidades reposa en su cristalina tumba de
hielo el cuerpo de un tal Andrée, el cual, hace treinta y tres años, pretendió
llegar al Polo en globo y no regresó. Todos los asaltos se estrellaban ante
aquellos gélidos muros, ante aquel frío lacerante y aterrador. Durante miles y
miles de años, la Tierra ha conservado allí su propia fisonomía, resistiéndose
victoriosamente a la pasión de sus criaturas. Pero ha sonado la hora del siglo
XX, el cual tendió sus manos con impaciencia, provisto de nuevas armas creadas
en su laboratorio, que suponen nuevos escudos contra los mil peligros, acuciado
precisamente por la resistencia que se opone a su paso. Arde en deseos de
conocer la verdad, de conseguir desde sus primeros años lo que no lograron los
siglos que le precedieron. Al valor individual se une la competencia de las
naciones. No se lucha sólo por descubrir el Polo, sino por cuál habrá de ser la
bandera que ondeará sobre la tierra virgen. Y empieza una especie de cruzada de
razas y pueblos por la conquista de aquellos
parajes, circundados de la mística
aureola que crea sobre ellos el
anhelo de su descubrimiento. Acuden a renovar los intentos desde todas las
partes del mundo. La Humanidad espera ansiosa, pues sabe que se trata del
último secreto que queda por descubrir. Peray y Cook, desde Norteamérica, se
dirigen al Polo Norte, y dos buques zarpan hacia el Antártico, uno a las
órdenes del noruego Amundsen y el otro bajo el mando del inglés Scott. Scott es uno de tantos capitanes de la marina
británica. Su biografía puede resumirse en estas breves palabras: habla ido
ascendiendo por riguroso escalafón. Sirvió a satisfacción de sus jefes y tomó
parte en la expedición de Shackleton. Nada hay que permita descubrir en él al
héroe. Su aspecto físico, como revela su fotografía, es el común entre los
ingleses: un rostro frío, enérgico, flemático; su envaramiento es puramente
exterior. Sus ojos son grises, y la boca, inexpresiva... Ni un rasgo romántico,
ni se advierte ninguna alegría en aquel semblante, que expresa sólo voluntad y
sentido práctico. Su caligrafía es vulgar, de una típica letra inglesa, sin
rasgos particulares. Su estilo es simplemente claro, diáfano, correcto,
realista y sin fantasías. Escribe el inglés como Tácito el latín: sin retórica
rebuscada. Se adivina en él al fanático de la objetividad, ejemplar puro de la
raza británica, cuya genialidad en todo caso permanece encauzada por el
cumplimiento del deber. El apellido Scott aparece repetidamente en la historia
de Inglaterra: pudo llamarse así el conquistador de la India y de tantas islas
del Pacífico, el colonizador de África, el que libró batallas contra el mundo.
Y siempre lo hizo con la misma inmutable energía e idéntica conciencia
colectiva, con el mismo rostro frío e impenetrable. Pero Scott tiene una
voluntad de acero, puesta a prueba antes ya de realizar su hazaña: dar término
a la obra iniciada por Shackleton. Para ello intenta organizar una expedición,
y aunque los medios propios no le bastan, no se desanima y contrae deudas,
seguro como está de su triunfo. Su joven esposa le da un hijo, pero tampoco
este hecho influye en su determinación de llevar a cabo el intento, y, cual
otro Héctor, abandona a su Andrómaca. Ninguna consideración humana detendrá su
voluntad. Reúne algunos compañeros para su obra... Al buque que debe llevarlos
hasta los límites del mar Glacial le da el nombre de Terra Nova. Un extraño
buque, mitad arca de Noé llena de animales, mitad laboratorio, por la profusión
de instrumentos y la abundancia de libros. De todo hay que llevar a aquellos
inhóspitos lugares: de lo que el hombre necesita para su cuerpo y de lo que
precisa para el espíritu; pieles y animales, como los hombres primitivos, y,
junto a esto, lo más moderno, lo más refinado, lo más avanzado de los tiempos
presentes. Si fantástica es la embarcación, también lo es la empresa, que
ofrece un doble aspecto: el de la aventura, pero calculada con la frialdad de
un negocio. Es la audacia, con todas las previsiones de la prudencia. Con
absoluta fe en sí mismo, no teme enfrentarse con los infinitos peligros que
encierra aquella expedición. Salen de Inglaterra el 1.° de junio de 1910. Los
campos ingleses están en todo su esplendor; la primavera florece, los prados se
extienden verdes y jugosos y el sol brilla en un claro y límpido cielo. Los
expedicionarios ven emocionados como la costa se va desdibujando hasta
desaparecer de su vista. Todos saben que se despiden del sol y del calor por
más de un año, y algunos quizá para siempre. Pero la bandera inglesa ondea en
lo alto del mástil en la proa del buque, y se consuelan pensando que llevan
consigo aquel símbolo de la patria, acompañándolos hasta el último ámbito de la
tierra no conquistada todavía. UNIVERSIDAD ANTÁRTICA En el mes de
enero, después de un corto descanso, desembarcan en Nueva Zelanda, en las
proximidades del cabo Evans, en la región de los hielos eternos, donde montan
una vivienda para pasar el invierno. Diciembre y enero se consideran allí meses
de verano, porque es el único período del año en que el sol luce unas pocas horas
en lo alto de un blanco y metálico cielo. Las paredes del refugio son, como en
anteriores expediciones, de madera, pero con detalles reveladores del progreso
de los tiempos. Mientras los que les han precedido habían de conformarse con la
mortecina y maloliente lámpara de aceite, viviendo en medio de una deprimente
penumbra y hastiados de la monotonía de tantos días sin sol, estos hombres del
siglo XX reúnen a su alrededor todos los adelantos de la época. Disponen de la
blanca luz de las lámparas de acetileno; el cinematógrafo les ofrece visiones
de las tierras lejanas, escenas tropicales, parajes templados; un gramófono los
alegra con música y canto, además del esparcimiento que les procura la lectura
de los libros que han traído consigo. En una de las habitaciones teclea la
máquina de escribir; otra sirve de cámara oscura, y en ella son reveladas las
películas y las fotografías en colores. El geólogo estudia la radiactividad de
las piedras; el zoólogo descubre nuevos parásitos en los pingüinos que capturan;
las observaciones meteorológicas se alternan con los experimentos físicos.
Durante aquellos largos meses de oscuridad, cada uno tiene asignada una labor,
convirtiéndose la investigación particular en instrucción común. Aquellos
veinte hombres tienen, todas las noches, conferencias y clases universitarias;
en noble hermandad, cada cual transmite a su compañero la ciencia que adquiere,
y las mutuas conversaciones van ampliando su idea del mundo y de la vida. En un
ambiente primitivo y elemental como aquél, aislados, fuera de la marcha del
tiempo, los veinte hombres cambian entre silos últimos conocimientos del siglo
XX, espiando no sólo la hora, sino el segundo, en el reloj del universo.
Resulta conmovedor leer cómo celebran ingenuamente la fiesta de Navidad, sin
que falte el tradicional árbol de Noël, y cómo gozan con las inocentes bromas
del South Polar Times, periódico humorístico que ellos mismos redactan.
Cualquier suceso insignificante —la aparición de una ballena o la caída de un
caballo— adquiere para ellos caracteres de acontecimiento, mientras las cosas
realmente grandiosas —la aurora boreal, el insoportable frío o la espantosa
soledad— las consideran, habituados ya a ellas en su vivir cotidiano, como algo
normal y sin importancia. Entre tanto se preparan, probando los trineos
automóviles, aprendiendo a esquiar, adiestrando a los perros, abasteciendo un
depósito de campaña para el gran viaje que les espera. El tiempo transcurre
lentamente, hasta que en diciembre, con el verano, un vapor arriba con noticias
de su patria. Para hacer prácticas, realizan excursiones desafiando aquel frío
glacial y, deseosos de asegurar su obra, prueban la resistencia de las telas de
sus tiendas. No triunfan siempre, pero precisamente esas mismas dificultades
son nuevos acicates para continuar. Cuando regresan de sus expediciones,
helados y rendidos, encuentran caras alegres y un brillante fuego que los
reanima, y aquel rústico refugio, a 77° de latitud, les parece la más
confortable y señorial residencia del mundo. Pero un día, una expedición que
había salido en dirección oeste trae una noticia un tanto desalentadora: habían
descubierto el campamento de Amundsen. Y Scott se da cuenta de que, además del
hielo y de los muchos peligros que han de vencer, había alguien que les
disputaba la gloria de ser los primeros en arrebatar el secreto a la región que
tan celosamente lo ha guardado hasta entonces. El noruego Amundsen se encuentra
allí. Al consultar los mapas comprueba que el campamento de Amundsen está
ciento diez kilómetros más cerca del Polo que el suyo, pero supera el desánimo
y escribe en su diario: «Adelante, por el honor de mi patria.» Sólo esta vez
aparece el nombre de Amundsen
en las páginas de ese diario, pero indudablemente todos sienten cierta angustia desde aquel
momento. Y no pasa día sin que tal nombre turbe el sueño de todos. ¡HACIA EL POLO! En la cumbre de una colina utilizada como observatorio
y situada a dos kilómetros de distancia de la cabaña hay un puesto de guardia
permanente. En aquella solitaria altura se ha instalado un aparato que parece
un cañón dirigido contra un enemigo invisible y que tiene la misión de medir
las calorías del sol, que se va aproximando. Día tras día se consultan con
impaciencia los resultados. En el cielo matinal aparecen ya los primeros y
maravillosos fulgores del sol, pero el dorado disco no se decide a remontarse
todavía sobre el horizonte, aunque el cielo está lleno de la mágica luz que
satura de alegría a aquellos impacientes expedicionarios. Por fin ha llegado el
momento. Un aviso telefónico desde el observatorio les comunica la aparición
del sol. ¡El sol, el sol ha levantado su disco después de meses interminables
de noche invernal! Su brillo es pálido y débil, como sin ánimos para infundir
vida a aquella helada soledad. Apenas si lo registra el aparato, pero sólo el
vislumbrarlo hace que se desborde el entusiasmo. Se realizan febrilmente los
últimos preparativos, a fin de aprovechar el corto período de luz en que allí
se resumen primavera, verano y otoño, y que nosotros consideraríamos
desagradable invierno. Marchan en cabeza los trineos automóviles, siguiéndolos
después los que son arrastrados por mulos y perros siberianos. La ruta está
dividida cuidadosamente en varias etapas; cada dos días de camino se instala un
campamento-depósito, que tendrá por objeto suministrar, al regreso, ropas,
alimentos, petróleo y lo más indispensable que pueda proporcionar calor en
aquellos hielos perpetuos. Todo aquel ejército de hombres osados y heroicos
emprende la marcha, regresando luego por grupos, formando el último grupo el de
los elegidos, el de los conquistadores del Polo, que tendrá que llevar la
máxima carga y dispondrá de los animales más resistentes y de los mejores
trineos. El plan es magistral; ha sido concebido previendo los menores detalles
o acontecimientos adversos. Las dificultades no tardan en presentarse. A los
dos días de viaje se averían los trineos automóviles, que han de ser
abandonados como carga inútil; tampoco los mulos dan el resultado que se
esperaba...; pero una vez más triunfa la materia viva sobre la fría mecánica,
pues las acémilas que ha habido que matar sirven de alimento a los perros, cosa
que les proporciona nuevas calorías y renovadas fuerzas. El 1. ° de noviembre
se distribuyen en varios grupos. En las fotografías puede verse una caravana,
formada por veinte hombres al principio, y después diez, y luego cinco hombres,
que van caminando por el blanco desierto de aquel mundo inhóspito, carente del
menor hálito de vida. Delante va siempre un expedicionario, envuelto en pieles,
un ser de aspecto salvaje, que sólo deja ver los ojos y la barba. Su enguantada
mano conduce del ronzal a un mulo que arrastra un cargado trineo; detrás de él
va otro con igual indumentaria; luego otro, y así sucesivamente hasta veinte; puntos
negros en línea oscilante, destacándose en la inmensa y deslumbradora llanura.
Al llegar la noche se agazapan en las tiendas, al abrigo de los muros de nieve
levantados contra la dirección del viento para proteger a los animales, y a la
mañana siguiente reemprenden la marcha monótona, silenciosamente, a través del
viento glacial, de aquel aire virgen que después de incontables milenios es
respirado por primera vez por los pulmones del hombre. Aumentan las
preocupaciones. El tiempo se hace por momentos más desagradable y, en lugar de los cuarenta kilómetros que pretendían recorrer por jornada, sólo avanzan treinta, a
pesar de que cada día es un tesoro, ya que saben que desde otro punto invisible
de aquella soledad alguien se dirige hacia el mismo objetivo. El incidente más
pequeño supone un gran peligro. Un perro que se escapa, un mulo que se desvía,
resultan sobrados motivos para angustiarse en aquellos desolados lugares. Allí
todo ser vivo tiene un valor que no se puede medir, pues no puede ser sustituido.
De la herradura de un mulo depende tal vez la inmortalidad. Una tempestad puede
hacer fracasar una gesta que sería, de poder realizarse, eternamente gloriosa.
La salud de los expedicionarios empieza a resentirse; unos sufren
deslumbramientos con la nieve; a otros se les hielan los miembros... Los mulos
dan muestras de agotamiento, a pesar de lo cual hay que reducirles la ración, y
por fin, en las proximidades del glaciar de Beardmore, todos los pobres
animales sucumben. Se han de enfrentar con el penoso deber de tener que matar a
las valientes bestias que en aquellas soledades han sido, durante dos años,
entrañables amigos; todas ellas eran conocidas por sus nombres, ¡y en cuántas
ocasiones las han colmado de caricias...! A aquel campamento trágico le dieron
el nombre de «El Matadero». Una parte de la expedición se separa en aquel lugar
sangriento y retrocede hasta la base, mientras la otra se dispone a llevar a
cabo el último esfuerzo, a través del glaciar, de aquella invencible muralla de
hielo que rodea el Polo y que sólo la firme e inconmovible voluntad de un
hombre puede romper. Cada vez recorren menos distancia. La nieve se adhiere a
los trineos, que ya no se deslizan, sino que tienen que ser arrastrados a viva
fuerza. El hielo corta como cristal y les hiere los pies, pero no retroceden.
El día 30 de diciembre llegan al grado 87 de latitud, punto alcanzado por
Shackleton. Allí ha de retroceder el último grupo; sólo cuatro elegidos deben
acompañar a Scott al Polo. Scott hace la selección. Los que son descartados no
se atreven a protestar, pero sienten de veras tener que dejar en otras manos la
gloria de ser los primeros en llegar hasta el fin. Pero la suerte está echada.
El último apretón de manos, un esfuerzo varonil para disimular la emoción y los
grupos se separan. Dos reducidas caravanas emprenden la marcha en dirección
opuesta: la una hacia el Sur, hacia lo desconocido; la otra hacia el Norte,
hacia la patria. Continuamente vuelven la vista unos a otros, para despedirse
con la mirada de los entrañables camaradas. Las últimas siluetas van
desdibujándose en la distancia hasta desaparecer... El grupo escogido continúa
hacia lo ignoto. Sus nombres son: Scott, Bowers, Oates, Wilson y Evans. EL POLO SUR Las anotaciones de aquellos últimos días descubren una
gran inquietud a medida que se acercan al Polo. El diario continúa diciendo:
«Nuestras sombras emplean una gran cantidad de tiempo para ir de nuestra
derecha a nuestro frente y luego seguir hasta colocarse a la izquierda.» Pero
la esperanza es cada vez mayor. Scott va anotando las distancias ya recorridas:
« Sólo faltan ciento cincuenta kilómetros hasta el Polo, pero de seguir así, no
podremos resistirlo.» Y dos días más tarde dice: «Sólo faltan ciento treinta y
siete kilómetros hasta el Polo, pero serán muy amargos.» De repente, las
anotaciones adquieren un tono más optimista: «¡Sólo a noventa y cuatro
kilómetros del Polo! Si no conseguimos llegar hasta él habremos llegado muy
cerca.» El 14 de enero, la esperanza se convierte en seguridad: «¡ Sólo a setenta
kilómetros! ¡Tenemos el final ante nosotros! » Y al día siguiente, las notas del diario respiran
franca alegría: «Sólo nos quedan
cincuenta miserables kilómetros. ¡Tenemos que llegar hasta allí, cueste
lo que cueste! » De estos rápidos renglones dedúcese a las claras cómo latiría
de emoción el corazón de los intrépidos exploradores con el anhelo de lograr su
propósito, cómo se estremecerían sus nervios de impaciencia y esperanza. Tienen
la presa cerca. Los brazos se tienden ya para apoderarse del último secreto de
la Tierra. Falta un postrer esfuerzo para lograr el objetivo propuesto. EL 16 DE ENERO «Buen humor», consigna Scott en el diario. Por la
mañana salen más temprano que ningún día, pues la impaciencia les impulsa a
salir de sus sacos de dormir, para contemplar cuanto antes el maravilloso y
terrible secreto. Recorren catorce kilómetros hasta la tarde; marchan serenos a
través del blanco desierto sin vida; no cabe dudar de que la meta será
alcanzada. La trascendental hazaña está casi realizada. De pronto, Bowers se
muestra intranquilo. Su mirada se clava anhelosamente en un diminuto punto
oscuro que se destaca en aquella inmensa sábana de nieve. No se atreve a
participar su sospecha, pero en el cerebro de todos se agita la misma y
terrible idea; la idea de que otro hombre hubiera podido plantar allí su señal.
Procura tranquilizarse, aunque sin tenerlas todas consigo. Y así como Robinsón
se empeña en vano en persuadirse de que la huella que ha descubierto en la isla
es la de su propio pie, así también dícense ellos que puede ser una grieta de
hielo, tal vez un simple reflejo. Tratan de engañarse unos a otros, pero todos
saben ya la verdad sin la menor duda posible: los noruegos, Amundsen, les han
tomado la delantera. Pronto se desvanece la última incertidumbre ante el hecho
auténtico de una bandera negra atada a un trineo abandonado allí con los restos
de un campamento. Varios trineos y huellas de perros. Era indudable: Amundsen
había acampado allí. Lo que el ser humano ha considerado grandioso, lo incomprensible,
ha sucedido ya: el Polo de la Tierra que durante miles y miles de siglos había
permanecido inexplorado, acaba de ser conquistado por dos veces en el
transcurso de poquísimo tiempo, con la sola diferencia de quince días. Y ellos
son los segundos —retrasados un mes entre millones de meses—, son los segundos,
pero, ante el concepto miserable del hombre, lo primero es el todo y lo segundo
ya nada significa. Inútiles han sido todos los esfuerzos, inútiles las
privaciones y locas las esperanzas concebidas durante semanas, meses y años.
Scott escribe en su diario: «Todas las penalidades, todos los sacrificios,
todos los sufrimientos, ¿de qué han servido? Sólo han sido sueños que acaban de
desvanecerse.» Las lágrimas acuden a sus ojos y, a pesar de su enorme
agotamiento, no consigue aquella noche conciliar el sueño. De mal humor,
perdida toda esperanza, emprenden, como condenados, la última etapa hacia el
Polo, que ansían pisar a pesar de todo. No tratan de consolarse mutuamente y
marchan silenciosos. El 18 de enero, el capitán Scott llega al Polo con sus
cuatro compañeros, y como la hazaña de haber sido los primeros ya no puede
apasionarlos, contemplan tristemente aquellos desolados parajes. La única
descripción que consta en su diario es ésta: «Nada puede verse aquí que se
distinga de la terrible monotonía de los últimos días.» La única particularidad
que descubren allí no es obra de la Naturaleza, sino de una mano rival: la
tienda de Amundsen con la bandera noruega, que ondea insolente y victoriosa sobre
la vencida fortaleza. Una carta del conquistador Amundsen espera allí al
segundo que consiguiese llegar después que él a aquel lugar, rogándole que la
haga llegar al rey Haakon de Noruega. Scott está dispuesto a cumplir aquel deber fielmente.
El penoso deber de atestiguar ante el mundo que
ha sido realizada la hazaña que él también había pretendido llevar a cabo con
todo entusiasmo. Izan contristados la bandera inglesa, la «Unión Jack», junto
al victorioso emblema de Amundsen. Luego abandonan aquel paraje «infiel a su
ambición», azotados por un viento glacial. Con profética amargura escribe Scott
en su diario: «Me asusta el regreso.» EL DESASTRE FINAL A la vuelta se multiplican los peligros. A la ida se
guiaban por la brújula. Ahora tienen que procurar no perder las propias
huellas. Mirar de no extraviarse durante varias semanas, para no desviarse de
los depósitos de los campamentos, donde les esperan alimentos, ropa y el calor
concentrado de las reservas de petróleo. Por eso a cada paso sienten una profunda
inquietud, pues se ven obligados a cerrar los ojos para defenderlos de las
ráfagas de nieve que trae el viento. Saben que cualquier desviación los
conduciría a la muerte. Sus cuerpos carecen ahora de las reservas que poseían
al dejar Inglaterra para emprender la expedición. Entonces disponían de las
calorías proporcionadas por una alimentación abundante y normal. Y además les
faltaba el resorte de acero de la voluntad, que los mantenía a la ida. En sus
primeras marchas hacia la meta los impulsaba la propia esperanza, la curiosidad
de toda la Humanidad, la conciencia de una hazaña inmortal. Ahora luchan sólo
por su existencia, en un regreso sin gloria, que más bien temen que anhelan. La
lectura de las notas escritas aquellos días produce una tremenda impresión. El
viento sopla constantemente. El invierno llegó antes de tiempo, y la nieve
blanda se endurece, destroza el calzado, aprisiona los pies y dificulta la
marcha enormemente. El frío les resta fuerzas. Brota un poco de alegría cada
vez que, después de una penosa marcha, consiguen llegar a un depósito. Entonces
las palabras palpitan con cierta esperanza. Nada revela de un modo más
elocuente el heroísmo espiritual de aquellos hombres como el hecho de que
Wilson, el naturalista, pese a las tremendas circunstancias, continúe sus
investigaciones científicas y, arrastrando su propio trineo con la carga
natural, aumente ésta con dieciséis kilos de piedras raras encontradas por el
camino. Pero la Naturaleza, despiadada en aquellos parajes, puede más que el
esfuerzo humano, por heroico que sea, conjurándose el frío, el hielo y el
viento contra los cinco expedicionarios. Desde hace días tienen los pies llenos
de llagas y se hallan con insuficientes calorías, pues sólo pueden hacer una
comida caliente diaria. Debilitados por raciones disminuidas, sus fuerzas
empiezan a fallar. Con horror se dan cuenta de que Evans, el más fuerte de
todos ellos, se conduce extrañamente: se regaza por el camino, se queja sin
cesar de sufrimientos reales o imaginarios, tiembla, sostiene monólogos
absurdos. Debido a las espantosas penalidades, se ha vuelto loco. ¿Qué deben
hacer con él? ¿Abandonarlo en aquel desierto de hielo? A toda costa deben
llegar al depósito más próximo, si no... Scott no se atreve a escribir la
palabra... A la una de la madrugada del 17 de febrero muere el desdichado
oficial, a una jornada escasa del campamento de «El Matadero», donde por vez
primera les espera comida más nutritiva, suministrada por la carne de los
animales que unos meses antes se vieron obligados a sacrificar allí. Ya son
sólo cuatro los que emprenden la marcha, pero, ¡ oh fatalidad!, el depósito que
han encontrado les depara una nueva y amarga decepción. Hay poco petróleo, lo
que significa que tienen que limitar el combustible a lo más imprescindible,
tienen que ahorrar calor, la única defensa de que disponen contra aquel
tremendo frío. ¡Oh, qué noche polar tan terrible, helada y tormentosa y qué
despertar más doloroso! Apenas tienen fuerzas para calzarse. Pero deciden
continuar la marcha. Uno de ellos, Oates, ha de avanzar arrastrándose. Se le
han helado los pies. El viento arrecia más que nunca, y al llegar al segundo
depósito, el 2 de marzo, se repite otra vez la decepción cruel: el combustible
es también insuficiente. Sus palabras son angustiosas y no pueden disimular la
congoja interior que los invade. Se comprende el esfuerzo de Scott para dominar
sus temores. Pero a cada momento se adivina el desgarrado grito de la
desesperación detrás de las palabras contenidas: «¡Esto no puede continuar! » O
bien: « ¡Dios mío, no nos abandones; nuestras fuerzas no resisten estas
dificultades! » O: « Nuestro drama va convirtiéndose en tragedia.» Y, por
último, la espantosa sentencia: « ¡Que Dios nos proteja! Nada podemos esperar
de los hombres.» Pero continúan la marcha, sin esperanza, abatidos. Oates
apenas puede seguir; representa una carga más para sus compañeros. Tienen que
retrasarse por su causa, a una temperatura de 420 bajo cero al mediodía. El
desgraciado reconoce que en su estado resulta un estorbo para sus camaradas.
Todos están dispuestos para el fin. Piden a Wilson, el naturalista, las diez
tabletas de morfina de que van provistos para acelerar la muerte en caso de
absoluta necesidad. Pero hacen una jornada más, cargados con el enfermo. Este
mismo les pide que le dejen en su saco de dormir, abandonado a su suerte.
Enérgicamente rechazan semejante proposición, aunque estén convencidos de que
sería para ellos un alivio. El enfermo puede andar todavía unos pocos
kilómetros sobre sus helados y vacilantes pies, y de esta manera pueden llegar
al campamento más próximo, donde duermen. Al despertar a la mañana siguiente y
salir al exterior, el huracán ha arreciado. De repente, Oates se levanta: «Voy
a salir afuera —dice a sus amigos—. Tardaré un poco.» Sus compañeros se
estremecen. Todos saben lo que significa aquella salida. Pero ninguno de ellos
se atreve a detenerle, ninguno le tiende la mano como última despedida. Todos
saben que el capitán de caballería Lawrence J. E. Oates, de los dragones de
Inniskilling, va como un héroe al encuentro de la muerte. Tres hombres de la
expedición se arrastran sin fuerzas por aquel infinito desierto de hielo.
Exhaustos, sin esperanza, sólo el instinto de conservación los impulsa a
continuar la marcha. El tiempo es cada vez más despiadado. Cada depósito supone
para ellos una nueva decepción. Continúa la escasez de petróleo y la
consiguiente falta de calor. El 21 de marzo se hallan a una distancia de veinte
kilómetros de uno de los depósitos, pero el viento sopla con tal furia que no
pueden salir de la tienda. Cada noche esperan que a la mañana siguiente podrán
alcanzar la meta, y, entre tanto, van consumiéndose las provisiones, y con
ellas desaparece la postrera esperanza. Ya no les queda combustible y el
termómetro marca 40° bajo cero. Han de morir de hambre o de frío. Durante tres
días, aquellos hombres cobijados en la tienda luchan contra la fatalidad en el
seno de aquel gélido e inhóspito mundo. El 29 de marzo saben ya que ni un
milagro puede salvarlos. Entonces deciden no dar un paso más y aceptar la
muerte dignamente, con la entereza con que soportaron todas las demás
penalidades. Se meten en sus sacos de dormir, y de sus últimos sufrimientos no
ha trascendido el menor detalle. LAS CARTAS PÓSTUMAS DE UN MORIBUNDO En aquellos terribles momentos en que se encuentra
solo, frente a frente con la muerte, mientras sopla con furia el huracán,
arremetiendo rabiosamente contra las frágiles paredes de la tienda, piensa el capitán Scott en todas aquellas personas a las cuales está ligado con
distintos lazos. En medio de aquel helado silencio se despiertan sus
sentimientos de fraternidad para con su propia nación, para la Humanidad
entera. La íntima Fata Morgana de su espíritu va evocando en el lejano y blanco
desierto las imágenes de aquellos seres queridos a quienes debe amor, fidelidad
y amistad. A todos les dirige la palabra. Con los dedos entorpecidos por el
frío, el capitán Scott, a la hora de la muerte, escribe cartas a los seres
vivos que son entrañables para él. Fueron escritas a sus contemporáneos, pero
sus palabras pasarán a la eternidad. Escribe a su mujer. Le recomienda que
cuide a su tesoro, su hijo. Le pide que lo defienda y lo proteja. Al final de
una de las empresas más nobles de la historia del mundo hace una confesión: «Como
tú sabes, tenía que esforzarme para ser activo, pues siempre he sido inclinado
a la pereza.» Cerca de la muerte se muestra satisfecho de su resolución en vez
de lamentarla: « ¡Cuántas cosas podría contarte de este viaje! A pesar de todo,
ha sido mucho mejor que lo realizara, en vez de quedarme en casa rodeado de
comodidades.» Y como fiel camarada escribe también a la madre y a la esposa de
cada uno de sus compañeros de infortunio, que mueren con él, para testimoniar
su heroicidad. Un moribundo consuela a los familiares de los demás impulsado
por un sentimiento poderoso, sobrehumano, por la grandiosidad del trágico
momento y lo memorable del desastre. Escribe, además, a los amigos. Modesto
consigo mismo, se muestra orgulloso respecto a su patria, de la que se siente
hijo dignísimo. «No sé si he sido un gran descubridor —declara—, pero nuestro
fin será testimonio del espíritu valiente, de la resistencia al dolor, que no
se han extinguido en nuestra raza.» Y la muerte le hace confesar un profundo
sentimiento de amistad que su gran delicadeza y su timidez espiritual le
impidieron expresar debidamente. Y escribe: «En toda mi vida encontré un hombre
que me inspirase mayor afecto y admiración que usted, aunque nunca pude
demostrarle lo que para mí significa su amistad, pues usted tenía mucho que dar
y yo no podía corresponderle.» Luego escribe una última carta, la más hermosa
de todas, dirigida a la nación inglesa, en la que manifiesta que, en aquella
lucha por la gloria de Inglaterra, perece completamente inocente de culpa. Hace
constar la serie de obstáculos conjurados contra él y, con un acento que la
presencia invisible de la muerte hace hondamente patético, se dirige a todos
sus compatriotas para suplicarles que no abandonen a sus huérfanos. Sus últimas
palabras no se refieren a él, sino a la vida de los demás: «¡Por el amor de
Dios, no desamparéis a los que quedan! » Siguen luego las páginas en blanco.
Hasta que el lápiz se desprendió de sus rígidos y helados dedos, el capitán
Scott continuó escribiendo en el diario de la expedición. El pensamiento de que
junto a su cadáver podrían hallarse aquellas páginas, testimonios evidentes de
su valor, representativo del de la raza inglesa, fue el que le permitió
realizar el sobrehumano esfuerzo. Y aún añadió con letra insegura, debido a los
agarrotados dedos, para expresar su última voluntad: «Remitan el diario a mi
esposa.» Luego, impulsado por una cruel certidumbre, tacha la palabra «esposa»
y escribe: «a mi viuda». LA RESPUESTA Durante varias semanas los esperaron sus compañeros.
Primero esperanzados, luego algo preocupados y por fin dominados por una
terrible angustia. Por dos veces se enviaron expediciones de socorro, pero el
mal tiempo los obligó a retroceder. Todo el invierno pasaron los
expedicionarios en su refugio, deprimidos por el presentimiento de la catástrofe.
Durante todos aquellos meses, la suerte y la hazaña del capitán Scott quedaron
envueltas en el silencio, sepultadas bajo la nieve. El hielo guardó a los
heroicos hombres en un sarcófago de cristal. No sale otra expedición hasta el
29 de octubre, en la primavera austral, para hallar por lo menos los restos de
aquellos valientes y los mensajes que sin duda habrían dejado. Y el 18 de
noviembre llegan a la tienda, donde encuentran los cadáveres metidos dentro de
los sacos de dormir. Scott está abrazado a Wilson. Los expedicionarios recogen
las cartas y los documentos. Antes de partir sepultan a las víctimas. Como
solitario recuerdo, sobre un montón de nieve se destaca una sencilla cruz en
aquel blanco mundo que guarda en su helado seno una de las mayores gestas de la
Humanidad. ¡Pero no! Inesperada y maravillosamente, las hazañas resucitan
gracias a la milagrosa técnica moderna. Los expedicionarios llevan a Inglaterra
las placas fotográficas y las películas encontradas. Al ser reveladas puede
volver a verse a Scott y a sus compañeros en su peregrinación por las inmensas
regiones polares, que sólo Amundsen había podido contemplar aparte de ellos.
Por todos los ámbitos del admirado mundo se difunden por cable sus palabras y
sus cartas, y en la catedral del Reino Unido, el Rey dobla la rodilla en
homenaje a los héroes. Así vuelve a ser fecundo lo que pareciera estéril. De
una muerte heroica surge una vida magnífica. Sólo la ambición se aviva con la
llama del éxito, pero no existe nada que eleve tanto los sentimientos humanos
como la muerte de un hombre en su lucha contra el poder invisible del destino.
Es la tragedia más sublime, cantada de vez en cuando por un poeta y que la vida
plasma millares de veces. FIN
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