OBRAS ESCOGIDAS

ENSAYOS

STEFAN ZWEIG

(1981-1942)

Stefan Zweig representa uno de los intelectuales más sobresalientes de la primera mitad del siglo XX. Esta selección de obras, ofrece la visión de este genial autor de la Civilización Occidental en la turbulenta época que le tocó vivir.


 ÍNDICE

BRASIL PAÍS DEL FUTURO

PREFACIO

TABLA CRONOLÓGICA

BRASIL

HISTORIA

ECONOMÍA

POBLACIÓN

RÍO DE JANEIRO

LA ENTRADA

LA CIUDAD

EL RÍO DE JANEIRO ANTIGUO

PASEO POR LA CIUDAD

LAS CALLEJUELAS

EL ARTE DE LOS CONTRASTES

UNAS CUANTAS COSAS QUE TAL VEZ MAÑANA YA HABRÁN DESAPARECIDO

JARDINES, CERROS E ISLAS

VERANO EN RÍO

DESPEDIDA

SÃO PAULO

VISITA AL CAFÉ

VISITA A LAS DESAPARECIDAS CIUDADES DEL ORO

VOLANDO SOBRE EL NORTE BAHÍA: FIDELIDAD A LA TRADICIÓN

BAHÍA: IGLESIAS Y FIESTAS

VISITA AL AZÚCAR, AL TABACO Y AL CACAO

RECIFE

EN AVIÓN HACIA EL AMAZONAS

 

EL MUNDO DE AYER, / MEMORIAS DE UN EUROPEO

I. PREFACIO

II. LA ESCUELA DEL SIGLO PASADO

III. «EROS MATUTINOS»

IV. «UNIVERSITAS VITAE»

V. PARÍS, LA CIUDAD DE LA ETERNA JUVENTUD

VI. RODEOS EN EL CAMINO HACIA MÍ MISMO

VII. MÁS ALLÁ DE EUROPA

VIII. LUCES Y SOMBRAS SOBRE EUROPA

IX. LAS PRIMERAS HORAS DE LA GUERRA DE

X. LA LUCHA POR LA FRATERNIDAD ESPIRITUAL

XI. EN EL CORAZÓN DE EUROPA

XII. RETORNO A AUSTRIA

XIII. REGRESO AL MUNDO

XIV. OCASO

XV. «INCIPIT» HITLER

XVI. LA AGONÍA DE LA PAZ

 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD 

LA CABEZA SOBRE LA TRIBUNA / MUERTE DE CICERÓN

LA CONQUISTA DE BIZANCIO

RECONOCIMIENTO DEL PELIGRO

LA MISA DE LA RECONCILIACIÓN

COMIENZA LA GUERRA

LAS MURALLAS Y LOS CAÑONES

UNA ESPERANZA MÁS

UNA FLOTA VIAJA SOBRE LA MONTAÑA

¡SOCORRO, EUROPA!

LA VÍSPERA DEL ASALTO

LA ULTIMA MISA EN HAGIA SOPHIA

KERKAPORTA, LA PUERTA OLVIDADA

LA CRUZ SE CAE

FUGA A LA INMORTALIDAD / NUÑEZ DE BALBOA

ARMAN UN BUQUE

EL HOMBRE EN EL ARCA

CARRERA PELIGROSA

FUGA A LA INMORTALIDAD

MOMENTO IMPERECEDERO

ORO Y PERLAS

POCAS VECES LOS DIOSES...

LA CAÍDA

EL GENIO DE UNA NOCHE / ROUGET / LA MARSELLESA

LA PRIMERA PALABRA A TRAVÉS DEL OCÉANO / CYRUS W. FIELD

EL RITMO NUEVO

LOS PREPARATIVOS

LA PRIMERA PARTIDA

REYES

OTRO REVÉS

EL TERCER VIAJE

EL GRAN HOSANNA

EL GRAN DESENCANTO

SEIS AÑOS DE SILENCIO

EL TREN PRECINTADO / LENIN

EL HOMBRE QUE SE ALOJABA EN CASA DEL ZAPATERO REMENDÓN

REALIZACIÓN...

...Y DESILUSIÓN

¿A TRAVÉS DE ALEMANIA? ¿SI O NO?

EL PACTO

EL TREN PRECINTADO

EL PROYECTIL PEGA EN EL BLANCO

EL FRACASO DE WILSON

LA HAZAÑA DEL POLO SUR

A) LA CONQUISTA DE LA TIERRA

B) UNIVERSIDAD ANTÁRTICA

C) ¡HACIA EL POLO!

D) EL POLO SUR

E) EL DE ENERO

F) EL DESASTRE FINAL

G) LAS CARTAS PÓSTUMAS DE UN MORIBUNDO

H) LA RESPUESTA

 


 

 BRASIL PAÍS DEL FUTURO

STEFAN ZWEIG

 

 

PREFACIO

En tiempos pasados, los escritores, al dar un libro a publicidad, solían adelantar un breve preámbulo en el que comunicaban honradamente por qué motivos, desde qué puntos de vista y con qué propósitos habían escrito su obra. Fue ésta una costumbre buena. Porque mediante la franqueza, y la alocución directa establecía una inteligencia cabal entre el autor y aquellos para quienes la obra era escrita. Y del mismo modo, yo también quisiera decir, con toda rectitud, lo que me impulsó a dedicarme a un tema aparentemente muy ajeno a mi habitual esfera de trabajo.

Cuando en el año 1936 debía dirigirme a la Argentina para tomar parte en el Congreso de los Pen Clubes en Buenos Aires, agregóse a ello la invitación de hacer simultáneamente una visita al Brasil. Mis esperanzas no eran mayormente nutridas.

Tenía yo la presuntuosa idea media del europeo o norteamericano respecto al Brasil, que ahora me esfuerzo por reconstruir: cualquiera de las repúblicas sudamericanas, que no se distinguen claramente una de otra, con un clima cálido y malsano, condiciones políticas revueltas y finanzas disolutas, negligentemente administrada, y sólo medianamente civilizada en las ciudades costeras, pero de muy hermoso paisaje y grandes posibilidades inexplotadas; un país, pues, a propósito para emigrantes desesperados o colonos, pero de ningún modo un país del que pudiera esperarse un aliciente intelectual. Dedicarle unos diez días me parecía lo suficiente para una persona que no era, por profesión, geógrafo, coleccionista de mariposas, cazador, deportista ni comerciante.

Ocho días, o cuanto mucho diez, y luego volver prontamente, pensaba, y no me avergüenzo de registrar tan necia posición.

La considero hasta importante, pues es, aproximadamente, la misma que aun hoy se adopta por lo común en nuestros círculos europeos y norteamericanos. El Brasil es hoy, en el sentido cultural, tan terra incognita todavía, como lo fue en el sentido geográfico, para los primeros navegantes.

Me sorprenden de continuo los conceptos confusos e insuficientes que aun hombres cultos y de inquietudes políticas manifiestan con respecto a ese país, que, sin embargo, está destinado a convertirse en uno de los factores más importantes del futuro desenvolvimiento de nuestro mundo.

Cuando, v. g., un comerciante de Boston habló harto despectivamente, a bordo, de los pequeños Estados sudamericanos y yo traté de hacerle presente que el Brasil sólo abarca un territorio mayor que el de los Estados Unidos, creía que yo estaba haciendo una broma y sólo quiso convencerse luego de haber echado una mirada al mapamundi. En la novela de un autor inglés muy renombrado, para citar otro ejemplo, descubrí el divertido detalle de que envía a su protagonista a Río de. Janeiro para que allí aprenda el español. Pero ese autor no es más que uno entre una infinidad de hombres que ignoran que en el Brasil se habla el portugués. Sin embargo, no me cuadra, según tengo dicho, reprochar orgullosamente a otros sus conocimientos escasos; yo mismo, al salir por primera vez de Europa, no sabía nada, o por lo menos nada digno de fe, en cuanto al Brasil.

Prodújome, entonces, el arribo a Río, una de las impresiones más grandiosas que recibí en todos los días de mi vida. Estaba fascinado y al mismo tiempo conmovido, pues no sólo se me presentó en ese instante uno de los paisajes más hermosos del mundo, esa combinación sin par de mar y montaña, ciudad y naturaleza tropical, sino. también una suerte completamente nueva de civilización. Contra toda mi previsión, me hallé ante un cuadro absolutamente singular, de una arquitectura y disposición urbana limpias y ordenadas, ante un atrevimiento y una magnificencia en todas las rosas nuevas y, a la vez, una cultura antigua conservada con particular eficacia, gracias a la distancia. Había ahí color y movimiento, el ojo., excitado no se cansaba de mirar, y dondequiera que se dirigía, se regocijaba. Me hundí en una embriaguez de belleza y felicidad que agitó los sentidos, tendió los nervios, alivió el corazón, activó el espíritu, y por mucho que veía, nunca era suficiente. En los últimos días viajé al interior o, mejor dicho, creía viajar al interior. Viajé doce, catorce horas hasta Sao Paulo, hasta Campiñas, creyendo acercarme más así al corazón de ese país. Pero cuando, de regreso, consulté el mapa, descubrí que con esas doce o catorce horas de viaje en ferrocarril apenas había penetrado la piel; por primera vez empecé a barruntar la grandeza inimaginable de ese país, que, en verdad, ya no debería llamarse país sino más bien continente, un mundo con cabida para trescientos, cuatrocientos, quinientos millones de hombres y una riqueza inconmensurable, explotada en menos de su milésima parte, bajo una tierra exuberante y virgen. Un país que pese a toda la actividad diligente, constructiva, creadora y organizadora, que pese a su desenvolvimiento rápido sólo se halla en el comienzo del mismo. Un país cuya importancia para las generaciones venideras no pueden prever ni aun las combinaciones más atrevidas. Y con asombrosa rapidez se esfumó la arrogancia europea que había, traído conmigo, harto inútilmente. Sabía que acababa de echar un vistazo sobre el porvenir de nuestro mundo.

Y cuando el barco se alejó -en una noche estrellada en que, no obstante, aquella ciudad singular brillaba con sus teorías de perlas de luz eléctrica más bella y mágicamente que.

las chispas del firmamento -, yo tenía la certidumbre de que no había visto por última, vez a esa ciudad, a ese país, y supe con toda claridad que en realidad no había visto nada, o, de todos modos, no había visto bastante. Me propuse volver al año siguiente, ya mejor preparado y dispuesto a permanecer más tiempo para experimentar una vez más, y más intensamente, esa sensación de vivir entre lo naciente, lo venidero, lo futuro, y para gozar más conscientemente la seguridad de la paz, la grata atmósfera hospitalaria. Pero no me fue posible dar cumplimiento a mi promesa. Al año siguiente, había guerra en España y la gente se decía: espera una época más tranquila.

En 1938 sucumbió Austria y nuevamente aguardóse un momento de mayor calma. Luego, en 1939, fue Checoslovaquia, después la guerra en Polonia y más tarde la guerra de todos contra todos en nuestra Europa. suicida. Fue cada vez más apasionado mi anhelo de huir por un tiempo de un mundo que se desgarra a otro que construye pacífica y productivamente; y por fin llegué otra vez a ese país, mejor y más a conciencia preparado para tratar de ofrecer un modesto cuadro del mismo.

Sé que este cuadro no. es completo y que no puede serlo.

Es imposible conocer acabadamente el Brasil, un mundo tan dilatado. Viví aproximadamente medio año en, este país y sólo ahora me consta cuánto me falta, a pesar de todo el afán de aprender y de todos los viajes, para tener una visión completa de ese país enorme, y que una existencia entera apenas bastaría para que uno pudiera decir: conozco el Brasil. En primer lugar, no he visto en absoluto una serie de provincias, cada una de las cuales tiene la extensión de Francia o Alemania, y aun más, no he recorrido tampoco las regiones de Matto Grosso, Goyaz, ni la selva regada por el Amazonas, que ni aun las expediciones científicas han penetrado completamente.

No estoy familiarizado, pues, con la vida primitiva de esos núcleos de viviendas diseminadas por espacios dilatadísimos, ni puedo, por lo tanto, presentar un cuadro de la existencia de todas estas clases sociales apenas alcanzadas por la cultura: la vida de los barqueiros, que navegan sobre los ríos, la de los caboclos de la región amazónica, la de los buscadores de diamantes, los garimpeiros, la de los vaqueiros y gauchos, ni la de los trabajadores de las plantaciones de caucho en la selva virgen, los seringueiros, ni la de los baranqueiros de Minas Geraes. No visité las colonias alemanas de Santa Catalina, donde, según se dice, en las casas viejas cuelga aún el retrato del emperador Guillermo, y en las nuevas, el de Hitler, ni las colonias japonesas del interior de Sao Paulo, y no. puedo informar a nadie a ciencia cierta si algunas tribus indias de las selvas impenetrables se dedican todavía, realmente, al canibalismo.

En cuanto a los paisajes dignos de admirarse, también conozco. muchos de los más notables sólo a través de fotografías y libros. No hice el recorrido de veinte días a lo largo de la selva verde y, dentro de su monotonía magnífica, del Amazonas; no llegué hasta las fronteras del Perú, y Bolivia, y debido a las dificultades con que tropieza la navegación durante la temporada desfavorable, he tenido que renunciar también a la oportunidad de hacer los doce días de viaje hasta el río San Francisco, el río interior más importante del Brasil y tan significativo para su historia. No ascendí al Itaiata, el pico de tres mil metros de altura, desde cuya cima la vista abarca la altiplanicie br4asileña hasta muy adentro de Minas Geraes y hasta Río de Janeiro. No vi la maravilla mundial del Iguazú, que en cataratas espumantes precipita las masas más enormes de agua y cuya grandiosidad, al decir de los visitantes, supera aún la del Niágara. No penetré con hacha y machete en la espesura sorda y abigarrada de la selva virgen. Pese a todos los viajes, a todo mirar, aprender, leer y buscar, no me he salido gran cosa del borde de la civilización en el Brasil, y debo conformarme pensando, que apenas si he encontrado dos o tres brasileños habilitados para afirmar que conocen la profundidad interior y casi impenetrable de su propio país, y que el ferrocarril, el buque a vapor y el automóvil tampoco me habrían conducido mucho más lejos y que ellos también son impotentes frente a la extensión fantástica .de ese país.

Debo privarme, además, honradamente, de ofrecer conclusiones, predicciones y profecías en cuanto al porvenir económico, financiero y político del Brasil. Desde los puntos de vista económico, sociológico y cultural, los problemas del Brasil son tan nuevos, tan peculiares y, debido a su extensión, tan difíciles de abarcar, que cada uno de ellos requeriría para su estudio concienzudo toda una falange de especialistas.

Una visión completa es imposible en un país que no acaba aún de tener una visión de su conjunto y que, además, se halla en un crecimiento tan impetuoso que todo informe y toda estadística resultan superados por los hechos, aun antes de que el informe esté terminado de redactar y haya pasado por la imprenta. Por eso entresacaré de la abundancia de aspectos un problema solo para convertirlo en espina dorsal de este trabajo, aquel problema que conceptúo el de más actualidad y el que tanto en la esfera espiritual como en la moral confiere al Brasil, actualmente, un rango particular entre todas las naciones de la Tierra.

Este problema central, que se impone a cada generación y por consiguiente también a la nuestra, constituye la réplica a la pregunta más simple y, sin embargo, más necesaria: ¿Cómo puede conseguirse en nuestro mundo una convivencia pacífica de los hombres a pesar de las más decididas diferencias de raza, clase, color, religión y convicciones? Es el problema que se presenta perentoriamente, una y otra vez, a cada Estado.

A ningún país se planteó, por una constelación particularmente complicada, de un modo más peligroso que al Brasil, y ninguno lo ha resuelto tan feliz y ejemplarmente como el Brasil. Atestiguarlo, agradecido, es el objeto de este libro.

Lo ha resuelto de un modo que, a mi juicio personal, reclama, no sólo la atención, sino también la admiración del mundo.

De acuerdo con su estructuración etnológica, y en el supuesto de que hubiera recogido la ilusión europea nacionalista y de raza, el Brasil tendría que ser el país más desgarrado, más intranquilo y menos pacífico del mundo. A simple vista se reconocen todavía, en la calle y en los mercados, las razas más distintas que constituyen la población. Hay los descendientes de los portugueses que conquistaron y colonizaron el país, la población aborigen india, que habita el interior desde tiempos inmemoriales, los millones de negros que en los tiempos de la esclavitud fueron traídos de África, y junto a todos ellos los millones de italianos, alemanes y hasta japoneses que llegaron al país como colonos; de acuerdo con la posición europea, habría que suponer que esos grupos se enfrentan mutuamente de un modo adverso, los primer venidos contra los recién venidos, los blancos contra los negros, americanos contra europeos, morenos contra amarillos; habría que suponer que mayorías y minorías se hallasen en lucha por sus derechos y privilegios. Y asombradísimo, se observa que todas estas razas, visiblemente diferenciadas por el mero color ya, viven en la más acabada armonía y que, a pesar de su origen individual, sólo compiten en la ambición de despojarse de las peculiaridades primitivas para convertirse cuanto antes y todo lo más perfectamente posible en brasileños, en una nueva y uniforme nación. El Brasil - y la significación de este experimento magnífico me parece ejemplar - llevó el problema racial, que trastorna nuestro mundo europeo, del modo más simple ad absurdum: ignorando sencillamente su pretendida validez. Mientras en nuestro mundo viejo predomina más que nunca la idea absurda de querer criar hombres «racialmente puros», como caballos de carrera y perros, la nación brasileña descansa desde hace siglos exclusivamente sobre el principio de la mezcla libre y sin trabas, de la igualdad absoluta de negros y blancos, morenos y amarillos. Lo que en otros países sólo establecido teóricamente en papel y pergamino, la absoluta igualdad civil, tanto en la vida privada como en la vida pública, surte aquí efectos visibles en el espacio real, en la escuela, en los cargos públicos, en las iglesias, en las profesiones, en el ejército, en las universidades, en las cátedras; es cosa encantadora ver los niños que conjugan todos los matices del color de la piel humana -chocolate, leche y café- salir de las escuelas tomados del brazo, y esa trabazón tanto física como espiritual, alcanza hasta las capas supremas, las academias y los puestos gubernamentales.

No existen límites de color, divisiones, ni estratificaciones orgullosas, y nada es más característico para la naturalidad de esa nivelación que la ausencia de toda palabra despectiva en el lenguaje. Mientras, entre nosotros, de nación en nación, se inventó una palabra mortificante o burlona para las demás, el Katzelinacher o el boche, el vocabulario brasileño carece absolutamente del correspondiente término denigrante para el nigger o el criollo, pues ¿quién pudiera, quién quisiera enorgullecerse aquí de absoluta pureza racial? Aunque sea exagerada la afirmación irritada de Gobineau, en el sentido de que en todo el Brasil había encontrado una única persona de raza pura, el emperador don Pedro, forzoso es decir que, salvo los recién inmigrados, el brasileño de ley tiene la certeza de que en sus venas corren cuando gotas de sangre nacional. Pero ¡Milagro sobre milagro!: no se avergüenza de ello. El principio pretendidamente destructivo de la mezcla, ese horror, ese «pecado contra la sangre» de nuestros teóricos maniáticos de la raza, constituye aquí un aglutinante conscientemente utilizado de una cultura nacional.

Sobre este fundamento se viene levantando desde hace cuatro siglos una nación, y -¡portento!- la permanente interfusión y la adaptación recíproca bajo un mismo clima e idénticas condiciones de vida produjo. un tipo absolutamente individual, que no tiene ninguna de las condiciones «disolventes » proclamadas por los fanáticos de la raza. Rara vez se encontrarán, en parte, alguna del mundo, mujeres más bonitas y niños más hermosos que entre los mestizos, delicados de talla, suaves de comportamiento; regocijado, obsérvase en los rostros semioscuros de los estudiantes la inteligencia hermanada con una serena modestia y cortesía. Cierta dulzura, una moderada melancolía va estableciendo un contraste nuevo y muy personal con el tipo más rudo y activo del norteamericano.

Lo que se «pervierte» en esa mezcla son únicamente los contrastes vehementes y, por lo mismo, peligrosos. Esa disolución sistemática de los grupos nacionales o raciales cerrados, y cerrados sobre todo en formación de lucha, facilitó enormemente la creación, de una conciencia nacional y es asombroso cuán absolutamente la segunda generación se siente ya nada más que brasileña. Son siempre los hechos que con su innegable fuerza evidente desmienten las teorías de papel de los dogmáticos. Por eso, el experimento brasileño con su negación absoluta y consciente de todas las diferencias de color y de raza significa acaso, con su éxito visible, el aporte más importante a la liquidación de una ilusión que trajo a nuestro mundo más desazón y desgracia que cualquiera otra.

Y ahora se sabe también por qué se siente tal alivio del alma en cuanto se pisa esta tierra. Primero se cree que ese efecto. de alivio y apaciguamiento no constituye más que un goce para la vista, una bienaventurada asimilación de la sin par belleza que atrae al recién llegado, por así decirlo, con suaves brazos abiertos. Pero no se tarda en reconocer que esa disposición armoniosa de la naturaleza ha pasado aquí a la actitud frente a la vida de una nación entera. La total ausencia de cualquier suerte de odiosidad en la vida pública, lo mismo que en la privada, se le ofrece al que acaba de sustraerse a la irritación demente de Europa, primero como cosa inverosímil, y luego como beneficio inmenso. La terrible tensión que sacude nuestros nervios desde hace dos lustros ya , está aquí eliminada casi por completo; todos los contrastes, aun aquellos de índole social, tienen aquí mucho menos rigor y, sobre todo, carecen de puntos envenenados. Aquí, la política con todas sus perfidias, no es aún punto. de partida de la vida privada ni centro de todo el pensar y sentir. La primera sorpresa, que luego se renueva diariamente de un modo bienhechor, la que se recibe apenas se pisa. esta tierra, consiste en la forma amable y falta de fanatismo en que los hombres conviven dentro de este espacio enorme. Se respira involuntariamente aliviado por haberse evadido del aire viciado del odio de razas y clases, en esta atmósfera más quieta y más humana. Hay aquí, sin duda, una mayor lasitud en la actitud vital. Bajo el efecto insensiblemente relajador del clima, los hombres desarrollan menos empuje, menos vehemencia, menos dinamismo, vale decir, menos de aquellas condiciones que hoy en día una sobreestimación trágica pondera como los valores morales de un pueblo; pero los que hemos experimentado en nuestra propia suerte las consecuencias nefastas de esas sobreexcitaciones psíquicas, de esa avidez y ese afán de poder, disfrutamos de esa forma más placentera y sosegada de la vida como de un beneficio y de una dicha. Nada me es más ajeno que querer despertar el concepto engañoso de que, en el Brasil hoy todo hubiera alcanzado ya un estado ideal. Muchas cosas sólo se hallan en sus principios o en transición. El nivel de vida de una gran parte de la población, permanece todavía sensiblemente debajo del nuestro. La tarea industrial y técnica de ese pueblo de cincuenta millones de individuos sólo puede compararse, todavía, con aquella que cumple uno de los Estados menores de Europa. Aun el mecanismo administrativo no funciona a la perfección y, a menudo, se traba y se interrumpe. Viajando unos pocos centenares de millas al interior, se retrocede todavía hacia el primitivismo y hacia un siglo atrás. El que llega por primera vez al país, tendrá que adaptarse, en la vida cotidiana, a pequeñas faltas de puntualidad e inexactitudes, a cierta lasitud, y determinados viajeros que sólo ven, el mundo desde el hotel y el automóvil, pueden permitirse aún el lujo de regresar a su país de origen con la sensación engreída de su superioridad cultural, y considerando muchas cosas en el Brasil arcaicas e insuficientes. Pero los acontecimientos de los últimos años han modificado esencialmente nuestra opinión respecto al valor de los términos «civilización» y «cultura». Ya no estamos dispuestos a equipararlos así porque sí con los conceptos de «organización» y «comodidad». No hay nada que hubiera fomentado más ese error fatal que la estadística, que, como ciencia mecánica, calcula a cuánto asciende en un país la fortuna del pueblo, cuál es la individual en la misma, cuántos autos, cuartos de baño, receptores de radio y cuotas para seguro corresponden por término medio a cada tantos habitantes. De acuerdo con esas tablas, los pueblos más cultos y civilizados serían aquellos que poseen el más fuerte, ímpetu de la producción, el máximo de consumo y la mayor cantidad de capital individual. Pero esas tablas no registran un elemento importante, ellas no calculan el modo de pensar humano, que, a nuestro juicio, representa la escala más esencial de la cultura y la civilización. Hemos visto que la más perfecta organización no impide a ciertos pueblos emplear esa organización únicamente en el sentido de la bestialidad, en lugar de aprovecharla en el sentido de la humanidad, y que nuestra civilización europea se ha abandonado a sí misma por dos veces en el curso de un cuarto de siglo. Ya no estamos dispuestos a reconocer una jerarquía en el sentido de la eficacia industrial, financiera, militar de un pueblo, sino que medimos la ejemplaridad de un país en su carácter pacifico y en su actitud humana.

En este sentido -a mi parecer, el más importante de todos- considero al Brasil como uno de los países más ejemplares y, por lo mismo, más dignos de afecto del mundo. Es un país que odia la guerra y aun más: que, puede decirse, la ignora.

Excepción hecha del episodio paraguayo insensatamente provocado por un dictador enloquecido, desde hace más de un siglo el Brasil ha resuelto todos sus conflictos de límites con sus vecinos mediante convenios amigables o la apelación a tribunales de arbitraje internacionales. Su orgullo no lo constituyen generales, ni son ellos sus héroes, sino que considera como tales a los estadistas como Río Branco, que por obra de la razón y de la conciliación sabían impedir las guerras.

Bien redondeado, con la frontera idiomática coincidente con los límites del país, no tiene ningún deseo de conquista, ni alienta tendencias imperialistas. Ningún vecino puede reclamarle nada, ni el Brasil reclama nada a sus vecinos. La paz del mundo jamás ha sido amenazada par su política, y aun en una época incalculable como la nuestra, es imposible imaginarse que jamás se modificaría ese principio fundamental de su pensamiento nacional, ese deseo de entendimiento y de conciliación. Porque ese anhelo de conciliación, esa actitud humana no ha sido el modo de pensar accidental de gobernantes y dirigentes aislados; constituye aquí el producto natural de un carácter popular, de la tolerancia innata del brasileño, que en el transcurso de su historia se ha acreditado una y otra vez. Es la única nación ibera que nunca conoció sangrientas persecuciones religiosas; nunca ardieren aquí las piras de la inquisición; en ningún país los esclavos han sido tratados de un modo relativamente más humano. Aun sus convulsiones internas y sus cambios de gobierno se han realizado casi sin derramamiento de sangre. Los dos reyes y el emperador, que su voluntad de independencia empujó del país, lo abandonaron sin ser molestados y, por lo tanto, sin odio. Aun después de revueltas y asonadas abortadas, desde la independencia del Brasil, los dirigentes no las han pagado nunca más con el precio de su vida. Quienquiera que gobernaba este pueblo, estaba inconscientemente obligado a adaptarse a esa tolerancia interior; no es por casualidad que -durante muchos decenios la única monarquía entre todos los países americanos- hubiera tenido por emperador al más democrático y más liberal de todos los gobernantes coronados, y que hoy, siendo considerado país dictatorial, disfrute de más libertad individual y conformidad que la mayoría de nuestros países europeos. Por eso, la existencia del Brasil, cuya voluntad va dirigida únicamente a la construcción pacífica, constituye uno de los fundamentos de nuestras mejores esperanzas de una civilización y pacificación futuras de nuestro mundo desgarrado por el odio y la locura. Mas, donde obran fuerzas morales, tenemos el deber de alentar su voluntad. Dondequiera que en nuestro tiempo trastornado veamos todavía una esperanza para un porvenir nuevo en nuevas zonas, estamos en el deber de señalar tal país y tales posibilidades.

Es por eso por lo que escribí el presente libro.

 

TABLA CRONOLÓGICA

Primer viaje a la India (Vasco de Gama) 7 de julio 1497.

Segundo viaje a la India (Pedro Álvarez Cabral) 9 de marzo 1500.

Llegada de Cabral al Brasil (en ese viaje) 22 de abril 1500.

Fernando de Noronha inicia el comercio de palo Brasil.1501.

Vespucio llega al Brasil con la flota de Gonzalo Coelho. 1503.

El nombre de «América» aparece por primera vez en un mapa (WaldseemüIler) 1507.

Fernando de Magallanes desembarca en el Brasil durante el primer viaje alrededor del mundo 1519.

El Brasil es dividido y distribuido en capitanías 1534.

El primer gobernador portugués, Tomé de Sousa, llega a Bahía, y con él los primeros jesuitas, entre ellos el P. Manuel de Nóbrega 1549.

El primer obispo del Brasil 1552.

Fundación de Sao Paulo por el Padre Manuel de Nóbrega 1554.

Los franceses al mando de Villegaignon desembarcan en Río de Janeiro 1555.

Aparece el libro de Hans Staden «Viagem do Brasil» 1557.

Publícase el libro de André Thévet «Les singularités de la France Antarctique» 1558.

Combate de Mem de Sá contra los franceses, en Río de Janeiro 1560.

Expulsión, de los franceses y fundación de la ciudad de Río de Janeiro 1567.

Portugal cae bajo la dominación española 1580.

Conquista de Paraíba 1584.

Conquista de Río Grande do Norte 1598.

Fundación de la «Companhía das Indias Orientais» 1603.

Conquista de Ceará 1611.

Conquista de Maranhão y fundación de Belen 1615.

Bahía cae, por un tiempo, en manos de los holandeses 1624.

Los holandeses ocupan Olinda (Recife) y la denominan «Mauritzstadt» 1427.

Portugal reconquista su independencia de España 1640.

Sublevación en Pernambuco contra los holandeses 1645.

Fin de la ocupación holandesa 1654.

Tratado de paz entre Holanda y Portugal 1661.

Primer descubrimiento de oro en Taubaté (Minas) 1694.

Minas Geraes, la región aurífera, elevada a la categoría de provincia 1720.

Represión de la revuelta originada en Villa Rica a raíz del establecimiento de la «casa de fundición» 1720.

Llega el café al Brasil 1723.

Hallazgo de diamantes 1729.

Fundación de Río Grande do Sul 1757.

Antonio Jospe, el primer dramaturgo brasileño, quemado por la Inquisición en Lisboa 1789.

Creación de la provincia de Goyas 1740.

Creación de la provincia de Matto Grosso 1743.

Tratado de Madrid, que establece los límites entres la América hispana y la América portuguesa (Brasil), 13 de enero 1750.

Terremoto de Lisboa 1755.

Expulsión de los jesuitas 1759.

Río de Janeiro pasa a ser capital de Brasil 1763.

Conspiración en Minas Gerais a favor de la independencia del Brasil (Conjuração dor Inconfidentes) 1789.

Ejecución del dirigente Tiradentes 1792.

La familia real huye ante Napoleón, dejando Lisboa.1807.

La familia real portuguesa llega a Río de Janeiro 1808.

Abertura de los puertos brasileños al comercio mundial 1808.

Se calcula la población del Brasil en tres millones y medio de habitantes, entre casi dos millones de esclavos 1808.

Aparece la «History of Brasil», por Robert Southey 1810 El Brasil es elevado a la categoría de reino 1815.

El Rey Juan VI vuelve a Portugal 26 de abril 1821.

Don Pedro, su representante, proclama la independencia del Brasil y es coronado con el título de Pedro I 1822.

Aparece «Voyage dans l’interieur de Brésil» por Saint Hilaire 1825.

Pérdida del Urugay, la «provincia cisplatina» 1828.

Abdicación y partida de Prdro I 1831 Declaración de la mayoridad de Pedro II 1840.

Se prohibe la importación de esclavos 1850.

Primer ferrocarril 1855.

Guuerra contra el Paraguay 1864-1870.

Instalación del telégrafo entre Europa y el Brasil 1874.

El número de habitantes pasa de los diez millones 1875.

Abolición de la esclavitud en el Brasil 13 de mayo 1888.

Abdicación de Pedro II y proclamación de la República Confederada del Brasil 1889.

Muerte del emperador en el destierro 1891.

Santos Dumont vuela alrededor de la torre Eiffel . 1900.

Euclides da Cunha, publica «Os Sertões» 1902.

El número de habitantes supera los 30 millones 1920.

El número de habitantes sobrepasa 40 millones 1930.

Getulio Vargas asume la presidencia 1930.

 

 

BRASIL

«Un pays nouveau, un port magnifíque, l’éloignement de la mesquine Europe, un nouvel horizon politique, une terred’avenir et un passé presque inconnu qui invite l’homme d’étude a des recherches, une nature splendide et le contact avec des idées exotiques «nouvelles.»

(El diplomático austriaco conde Prokesch Osten en el año 1868 a Gobineau, con motivo de hesitar éste en aceptar el cargo de embajador en el Brasil).

 

HISTORIA

Durante miles y miles de años, el inmenso territorio del Brasil, con sus rumorosas selvas de un verde oscuro, sus montañas y ríos y su mar, de sonoro y rítmico vaivén, yace ignorado y anónimo. En la tarde del 22 de abril del año 1500, repentinamente brillan unas velas blancas en el horizonte; acércanse ventrudas carabelas pesadas, con la roja cruz portuguesa pintada en las velas, y en la mañana siguiente, las primeras embarcaciones tocan tierra en la playa extraña.

Se trata de la flota portuguesa que al mando de Pedro Alvares Cabral había zarpado, en marzo de 1500, de la desembocadura del Tajo para repetir el viaje de Vasco de Gama, celebrado por Camoens en los Lusiadas, el feito, nunca feito, el viaje a la India, pasando por el cabo de la Buena Esperanza.

Fueron al parecer vientos adversos los que apartaron las naos tanto de la ruta de Vasco de Gama a lo largo de la costa africana, hacia esa isla desconocida, pues primero llaman a esa playa Isla de Santa Cruz, y nadie conoce su extensión. Si no se consideran corno predescubrimiertos el viaje de Alfonso Pinzón, quien llegó a las proximidades del río Amazonas, ni el viaje dudoso de Vespucio, el descubrimiento del Brasil parece haber tocado en suerte, pues, a Portugal y a Pedro Alvares Cabral únicamente por un azar extraño del viento y de las olas. Es verdad que los historiadores ha tiempo ya, han dejado de mostrarse inclinados a creer en esa «casualidad», pues acompañaba a Cabral el piloto Vasco de Gama, quien conocía exactamente el camino más corto, y la leyenda de los vientos contrarios queda desvirtuada por el testimonio de Pedro Vaz de Camimia, integrante de la tripulación , quien confirma expresamente que seguían viaje desde Cabo Verde sem haver tempo forte u contrario. Puesto que ninguna tempestad los desvió tanto en dirección al Oeste que en vez de llegar al cabo de la Buena Esperanza desembarcaron en el Brasil, debe haberlos guiado un propósito determinado o -lo que es más probable aún- una orden secreta del rey dada a Cabral en el sentido de que tomaran rumbo tan marcado al Poniente: ello da pábulo a la probabilidad de que la corona de Portugal tenía conocimiento oculto de la existencia y de la situación geográfica del Brasil mucho antes del descubrimiento oficial.

En este sentido permanece sin revelar un gran secreto, cuyos documentos desaparecieron por los tiempos de los tiempos a raíz del terremoto de Lisboa, y probablemente el mundo no conocerá jamás, el nombre del primero y verdadero descubridor.

Según las apariencias, inmediatamente después del descubrimiento de América por Colón, se había despachado una nave portuguesa para explorar el nuevo continente, y esa nave debe haber regresado con nuevas informaciones; pero hay también ciertos indicios para suponer que, aun antes de pedir Colón la audiencia, la corona de Portugal, ya sabía algo más o menos concreto respecto a ese país del lejano Oeste.

Pero sean lo que fueran las noticias que se tenían en Portugal, se evitaba con cuidado hacerlas saber al celoso vecino; en la época de los descubrimientos, la corona guardaba toda noticia nueva referente a exploraciones náuticas como secreto de Estado, militar o comercial, amenazando con la pena capital a quienes las transmitiesen a potencias extrañas. Los mapas, los portulanos, los itinerarios marítimos, los informes de los pilotos eran custodiados, igual que el oro y las piedras preciosas, como joyas valiosas en la Tesorería de Lisboa.. y en el caso del Brasil, más que en ningún otro, una manifestación prematura resultaba inconveniente, pues de acuerdo con la bula papal «Intercoetera», todos los territorios a más de cien millas al Oeste de Cabo Verde pertenecían por ley y derecho a España. Un descubrimiento oficial más allá de esa zona habría aumentado, pues, en esa hora temprana, las posesiones del vecino, y no las propias. Portugal no tenía, pues, interés alguno en dar noticias antes, de tiempo de ese descubrimiento (si tal se ha hecho). Había que asegurarse primero legalmente de que ese país nuevo pertenecía a Portugal y no a España, y Portugal se lo había asegurado, con una previsión que ha de llamar la atención, en el convenio de Tordesillas, que, el 7 de junio de 1494, es decir poco después del descubrimiento de América, removió la zona portuguesa de las cien leguas primitivas a 370 leguas al Oeste de Cabo Verde, es decir, el espacio suficiente como para poder ocupar la costa del Brasil que a la sazón se decía no descubierta aún. Si esa ha sido una casualidad, ha sido de tal orden que coincide extrañamente con la desviación, por lo demás poco explicable, de Pedro Alvares Cabral de la ruta ordinaria.

Esta hipótesis, sostenida por muchos historiadores, respecto a un conocimiento anterior del Brasil y a unas instrucciones secretas del rey dadas a Cabral, en el sentido de que se desplazara en dirección a Poniente para que pudiera descubrir el nuevo país gracias a un «azar maravilloso» - «milagrosamente », según escribe al rey de España -, gana, además, en consistencia por el modo como el cronista de la flota, Pedro Vaz de Caminha, informa al rey sobre el hallazgo del Brasil.

No manifiesta sorpresa ni entusiasmo alguno por haber dado inesperadamente con un país nuevo, sino que registra solamente en tono seco el hecho como una cosa natural; de igual manera, el segundo y desconocido cronista sólo expresa que ebbe grandissimo. piacere. Ni una palabra triunfal, ninguna de las sospechas corrientes en Colón y sus sucesores, en el sentido de haber llegado así a Asia. Nada más que una noticia fría, que antes parece confirmar un hecho conocido que anunciar otro nuevo. De esta suerte, acaso sea posible, a raíz de un hallazgo documentario posterior, quitar a Cabral definitivamente la gloria de haber descubierto el Brasil el primero, gloria que de todos modos se le disputa en virtud del desembarco de Pinzón al Norte del Amazonas. Mientras tal documento falte, aquel 22 de abril de 1500 debe ser considerado como la fecha en que la nueva nación entró en la historia universal.

La primera impresión que los marineros desembarcados reciben del nuevo país es excelente: tierra fértil, vientos suaves, agua potable fresca, fruta abundante, una población gentil e inofensiva. Quienquiera que en los años siguientes desembarcara en el Brasil, repite las palabras encomiásticas de Américo Vespucio, quien, llegando a él, un año después de Cabral, exclama: «Si en alguna parte de la tierra existe el paraíso terrenal, no puede encontrarse lejos de aquí.» Los habitantes, que en los próximos días se acercan a los descubridores con el traje de la inocencia de la desnudez y que ofrecen sus cuerpos descubiertos «con tanta inocencia como el rostro », les brindan una acogida amable. Curiosos y pacíficos se agolpan los hombres, pero son sobre todo las mujeres las que con sus cuerpos bien formados y su accesibilidad rápida y desprevenida (alabada también en tono de gratitud por los cronistas posteriores) hacen olvidar a los marineros las privaciones de muchas semanas. Por el momento, no se procede a una exploración y ocupación real del interior del país, pues Cabral, en cumplimiento de su encargo secreto, debe proseguir cuanto antes rumbo a su meta oficial, la India. El 2 de mayo, al cabo de una permanencia de diez días, en conjunto, toma rumbo a África, después de haber dado orden a Gaspar de Lemos de cruzar con un barco a lo largo de la costa en dirección al Norte, para volver luego a Lisboa con la noticia del descubrimiento y con algunas muestras de las frutas, plantas y animales de la nueva tierra.

La novedad de que la flota de Cabral ha llegado a aquel país nuevo, ya sea por azar, ya sea en cumplimiento de una orden secreta, es recibida en el palacio real con beneplácito, pero sin entusiasmo verdadero. Se le da traslado, en cartas oficiales, al rey de España, a fin de asegurarse la legalidad de la posesión; pero la noticia, según la cual el nuevo país sería «sem ouro nem prata, nem nenhuna cousa de metal», presta al hallazgo, por lo pronto, poco valor. En las últimas décadas, Portugal descubrió tantos países y se adueñó de una parte tan grande de la Tierra que prácticamente la capacidad de absorción de esa pequeña nación queda del todo agotada. La nueva ruta marítima a la India le asegura el monopolio de las especias y, con ello, una riqueza inconmensurable; se sabe en Lisboa que, en Calcuta y Malaca, el tesoro de piedras preciosas, tejidos valiosos, porcelanas y especias, legendario desde siglos atrás, está al alcance de un manotón atrevido, y la impaciencia de incautarse de golpe de todo ese. mundo de una cultura superior y de rnagnificencia oriental, impele al Portugal a una superación de la osadía y del heroísmo, que difícilmente encuentra similar en la historia del mundo. Ni siquiera los Lusiadas de la epopeya consiguen hacer comprensible esa aventura, esa nueva expedición alejandrina, que realiza un puñado de hombres para conquistar con una docena de minúsculas embarcaciones, simultáneamente, tres continentes, amén de todo el océano desconocido. El pequeño y pobre Portugal, libertado desde hace apenas dos siglos del dominio árabe, no posee dinero efectivo, y, cada vez que arma una flota, el rey debe dar en prenda, de antemano, sus beneficios a los mercaderes y cambistas. Por otra parte, tampoco dispone de soldados suficientes para hacer la guerra simultánea a los árabes, los indios, los malayos, los africanos y los salvajes y para establecer factorías y fortificaciones en todas partes de los tres continentes. Y, sin embargo, Portugal extrae de sus propias entrañas, de modo milagroso, todas esas fuerzas; caballeros, campesinos, y, según dice Colón cierta vez en tono malhumorado, hasta «sastres» abandonan sus casas, sus mujeres, sus hijos y sus profesiones y convergen desde todo el país en los puertos, y no les amedrenta el hecho de que, según el célebre dicho de Barros, «el océano se convierte en la tumba más frecuente de los portugueses». Porque la palabra «India» tiene un poder mágico. El rey sabe que un barco que regresa de esa Golconda equilibra con creces la pérdida de otros diez; un hombre que sobrevive a las tempestades, los naufragios, las luchas y las enfermedades, vuelve con riquezas para sí mismo y para sus descendientes. Ahora que se ha abierto la puerta del tesoro del mundo de ese entonces, nadie quiere quedarse en la «pequeña casa» de la patria, y el carácter unánime de esa voluntad proporciona al Portugal un éxtasis de la fuerza y del valor, que por espacio de un siglo torna lo imposible en posible, y lo inverosímil en verdad.

En semejante tumulto de las pasiones, un evento de la historia universal, corno el descubrimiento del Brasil, apenas despierta la atención, y nada es más característico pira el menosprecio de ese hecho que la circunstancia de que Camoens no menciona en ninguna de las miles de líneas de su epopeya, el descubrimiento ni existencia del Brasil. Los marineros de Vasco de llevaron consigo géneros valiosos, joyas, piedras preciosas, especias y, sobre todo, la noticia de que en los palacios del Zamorin y de los Rajaes existe miles y miles de veces más de tal botín. ¡Cuán pobre es, en cambio, la presa de Gaspar de Lemos! Unos cuantos papagayos abigarrados, unas muestras de maderas, unas cuantas frutas y la noticia decepcionante de que nada se puede quitar allá a los hombres desnudos. No ha traído ni un granito de oro, ni una sola piedra preciosa, ninguna clase de especias, ninguna de las preciosidades, un puñado de las cuales vale más que bosques enteros de maderas del Brasil, tesoros que pueden arrebatarse fácilmente con unos cuantos golpes de espada, unos pocos tiros de cañón, mientras que los árboles deben ser derribados, antes de que se pueda cortarlos, embarcarlos y venderlos.

Si esa Isla o Tierra de Santa Cruz alberga riquezas, sólo puede tratarse de riquezas potenciales, que habría que ganar a la tierra en largos años de fatigosa labor. Pero el rey de Portugal necesita beneficios rápidos, tangibles, para pagar sus deudas. ¡Primero, pues, la India, África, las Molucas, el Oriente! De esa suerte, el Brasil se convierte en la Cordelia de ese rey Lear, en la despreciada de las tres hermanas África, América y Asia y, sin embargo, la única que en las horas de la desgracia le guardará fidelidad.

No es, pues, sino conforme a la lógica rigurosa de la necesidad, como el Portugal, embriagado por sus éxitos fantásticos, al principio apenas se interesa por el Brasil; su nombre no penetra en el pueblo, no ocupa su fantasía. Los geógrafos alemanes e italianos registran en sus mapas la línea de la costa con el nombre de Brasil o Terra dos papagaios, a la buena de Dios, pero la Tierra de Santa Cruz, ese país verde, vacío, no tiene nada que pudiera ejercer un atractivo sobre los marineros o los aventureros. Más, aun cuando el rey Manuel no tiene tiempo ni humor para aprovechar ni proteger debidamente ese país nuevo, al mismo tiempo no está dispuesto tampoco a conceder a otros ni una pulgada de esa tierra, porque el Brasil le sirve de protección para la ruta marítima a la India y, sobre todo, porque el Portugal, en su embriaguez de dicha y afán conquistador, quisiera cubrir con su manecilla, si ello fuera posible, el globo entero. Lucha tenaz, hábil y perseverantemente con España por el reconocimiento de que, según el convenio de Tordesillas, esa región corresponde a su zona; por poco se produce un conflicto entre los dos países, a causa de un territorio que ninguno de los dos necesita ni pretende verdaderamente, pues ni uno ni otro quieren sino piedras preciosas y pro. Pero, en buena hora, ambos reconocen que sería insensato empuñar las armas unos contra otros, cuando necesitaban cada nombre y cada bala para dominar los nuevos mundos en que de repente les han venido como caídos del cielo. En el año de 1506 llegan a un acuerdo, en virtud del cual se confirma a Portugal su derecho sobre el Brasil, hasta entonces ejercido nada más que platónicamente.

No amenaza, pues, peligro alguno ya de parte de España, el vecino poderoso. Los franceses, en cambio, que resultaron defraudados cuando España y Portugal dividieron el mundo entre sí, empiezan a manifestar un creciente y visible interés por ese pedazo, inhabitado e inorganizado aún, de hermosa y vasta tierra. Con frecuencia cada vez mayor, aparecen barcos, procedentes de Dieppe y El Havre en busca de madera del Brasil, y Portugal no tiene todavía buques ni soldados en los puertos para impedir tales intervenciones particulares.

Su título de propiedad no es más que un papel, y con un sólo golpe de mano rápido, con sólo cinco, o acaso nada más que tres barcos armados, Francia podría adueñarse, si quisiese, de toda la colonia. Para proteger la costa, muy extensa, hace falta una cosa: colonizarla.

Si corona de Portugal quiere hacer del Brasil un país portugués y si quiere conservarlo como bien de la corona, tiene que decidirse a enviar portugueses a sus playas. El país con su espacio inmenso y con sus posibilidades ilimitadas quiere manos y necesita manos, y cada una de las que llega hace señas reclamando otras y otras. Desde el comienzo, y a través de toda la historia del Brasil, se repite ese grito: ¡hombres, más hombres! Es como la voz de la naturaleza que quiere crecer y desarrollarse y que necesita, para su sentido verdadero, para su grandeza, el auxiliar indispensable: el hombre.

Pero, ¿cómo hallar colonizadores en el pequeño país, ya medio desangrado? A los comienzos de su época de conquistas, Portugal cuenta a lo sumo con trescientos mil hombres adultos, de ellos una décima parte holgada, los más fuertes, los mejores y los más valientes, han víctimas ya de las armadas, y nueve décimas partes de éstos son víctimas ya del mar, de las luchas y de las enfermedades. Es cada vez más difícil encontrar marineros y soldados, a pesar de que los pueblos están deshabitados y los campos desolados, y aun en el gremio de los aventureros no hay quien quiera marcharse al Brasil. La capa más vital, la más valiente del país, la de los hidalgos, nobles y soldados, se niega; sabe que en la Tierra de Santa Cruz no hay oro que rescatar, ni piedras preciosas, ni marfil, ni siquiera gloria. Los sabios, a su vez, los intelectuales, ¿qué pueden hacer allí, en el vacío, sin contacto con la cultura?, y los comerciantes, los mercaderes, ¿con qué han de traficar en un país habitado por caníbales desnudos, qué pueden llevar a casa, en idas y venidas complicadas, cuando una sola carga procedente de las Molucas paga mil veces los riesgos? Aun los campesinos portugueses más pobres prefieren trabajar la tierra propia antes de aventurarse en esa otra, extraña y desconocida y habitada por caníbales. Ningún hombre de nobleza o posición, de fortuna y cultura, demuestra, pues, la menor inclinación para embarcarse con rumbo a aquellas playas solitarias, de modo que los que en los primeros años habitan el Brasil apenas si son algo más que unos cuantos marineros náufragos, unos cuantos aventureros y desertores de buques, que se han quedado allá ya sea por casualidad, ya sea por indolencia, y que únicamente contribuyen a una rápida colonización engendrando un sinnúmero de mestizos, los llamados mamelucos. A uno solo de esos habitantes se le atribuyen trescientos, vástagos; pero con todo, no pasan de unos pocos centenares de europeos en un país cuya extensión conocida entonces, ya iguala casi a la de Europa.

De ese modo surge perentoriamente la necesidad de fomentar la inmigración por la fuerza y mediante la organización.

Portugal emplea para ello el método de la deportación, instruyendo a todos los alcaldes del país en el sentido de que no deben ajusticiar a los malhechores que se declaren dispuestos a hacer el viaje al nuevo continente. ¿Para qué sobrepoblar las cárceles y alimentar, durante años y por cuenta del Estado, a los criminales? Más vale enviar los desgregados para siempre a través del mar, al nuevo país, donde acaso pueden llegar todavía a ser útiles. Como siempre, es un estiércol penetrante, no muy limpio, el que mejor prepara un suelo para futuras cosechas.

Los únicos colonos que llegan voluntariamente, libres de cadenas, sin sambenito ni veredicto judicial, son los cristaos novos, los judíos recién conversos. Pero ellos tampoco arriban completamente voluntarios, sino llevados por la precaución y el temor. En Portugal han recibido el bautismo, más o menos sinceramente, para librarse de la hoguera, pero, con todo, no se sienten muy seguros a la sombra de Torquemada. Prefieren, pues, trasladarse en buena hora al nuevo país, mientras la mano furiosa de la Inquisición no consiga aún alargarse hasta allende el océano. Grupos compactos de esos judíos conversos y de otros no bautizados se establecen en las ciudades costeras como los en verdad primeros pobladores burgueses; esos cristaos novos se convierten en las familias más antiguas de Bahía y Pernambuco y, simultáneamente, en los primeros organizadores del comercio. Con su conocimiento del mercado universal, se preocupan por el corte y el embarque del pao vermelho, la madera del Brasil, que en ese entonces constituía el único producto de exportación, y cuya concesión de tráfico había adquirido uno de los suyos, Fernando de Noronha, por un plazo más o menos largo, de acuerdo a un convenio firmado con el rey. Desde entonces llegan con bastante regularidad, no sólo barcos portugueses, sino también extranjeros para cargar ese producto extraño, y poco a poco se van estableciendo, entre Pernambuco y Santos, pequeñas poblaciones portuarias, como células primitivas de futuras ciudades. Entretanto, unas flotas, ora más pequeñas, ora más grandes, han adelantado en distintas expediciones hasta el Río de la Plata, registrando la conformación de la costa. Pero detrás de la franja angosta que para el mundo de entonces significa el Brasil, sigue tendido, ignorado y sin límites, todo el inmenso país.

Los progresos en las tres primeras décadas son lentos, peligrosamente lentos. Aumenta con regularidad el número de embarcaciones extranjeras que -ilegalmente, en el concepto de Portugal - tocan los puertos nuevos para cargar madera.

En el año 1530 el rey se decide, finalmente, a poner orden, y envía una pequeña flota al mando de Martín Alfonso de Sousa, que sorprende en seguida a tres barcos franceses en flagrante, y que comunica al rey, a modo de primera impresión, lo que todos habían informado hasta entonces: que hace falta colonizar el Brasil para evitar que la corona de Portugal lo pierda. Pero, como siempre, desde los comienzos de la época heroica, las cajas están exhaustas; las dotaciones en la India, las fortificaciones en África, la conservación del prestigio militar, en una palabra, el imperialismo portugués, absorbe todo el capital y todas las energías. Hay que proceder, por lo tanto, a un experimento nuevo de povoar a terra o, mejor dicho, hay que volver sobre un ensayo que ya ha dado buenos resultados en las Azores y en Cabo Verde: el fomento de la colonización mediante la iniciativa particular. Se divide el poco menos que deshabitado país en doce capitanías, cada una de las cuales se asigna a un individuo, con pleno derecho hereditario, a un hombre que debe comprometerse -lo que está en su mismísimo interés- a desarrollar esa región, o ese que podría llamarse país, en el sentido colonizador. Lo que se asigna a esos capitanes son verdaderos reinos, cada uno de ellos tan grande como el mismo Portugal y algunos incluso tan grandes como Francia o España.

Un noble que no posee nada en Portugal, un oficial que ha contraído méritos en las luchas en la India y reclama una recompensa, un. historiógrafo como Joao de Barros, a quien el rey debe gratitud, todos ellos reciben, con un trazo de pluma, una duodécima parte del Brasil, es decir, una región fantástica, a la espera de que, a su vez, atraerán entonces gente a esas regiones, cultivando, económicamente, el país que les ha sido conferido y conservándolo indirectamente para la metrópoli.

Esta primera tentativa para poner cierto método en el modo completamente casual y disperso de la colonización, obedece a un pensamiento generoso. Las ventajas para los donatarios son inconmensurables; excepción hecha del derecho a emitir moneda, y a cambio de deberes muy limitados, se les conceden todos los derechos de un príncipe soberano.

Si supieran realmente atraer un pueblo entero, sus hijos y nietos tendrían que resultar equivalentes a todos los monarcas de Europa. Pero los favorecidos son, en su mayoría, gente de edad avanzada, que ha tiempo ya gastaron sus mejores energías al servicio del rey; si bien aceptan los territorios concedidos como herencia para sus hijos y nietos, no los transforman, con trabajo activo, en un mayor valor para ellos mismos. En los dos próximos decenios se pone en evidencia que solamente prosperan dos de esas capitanías, las de San Vicente y Pernambuco -esta última llamada Nova. Lusitania gracias al cultivo racional de la caña de azúcar. Las demás caen pronto en un estado anárquico, debido a la indiferencia de sus dueños, a la falta de colonos, a la animadversión de los aborígenes y a diversas catástrofes en aguas y en tierra.

Toda la costa amenaza con desintegrarse; aislados los diversos trozos, sin convenios, sin ley común, sin fuerza militar, sin fortificaciones ni soldados, las capitanías se hallan al alcance de cualquier poder enemigo, diariamente expuestas a caer en manos hasta de un corsario atrevido. Desesperado, Luis de Goes escribe el 12 de mayo de 1543 al rey: «Si vuestra majestad no socorre en brevísimo plazo a las capitanías de la costa, no sólo nosotros perderemos nuestra vida y nuestros bienes, sino que vuestra majestad también perderá todo el país». Si Portugal no organiza el Brasil de un modo uniforme, el Brasil esta perdido. Sólo un representante decidido del rey, un «gobernador general», acompañado al mismo tiempo por una fuerza militar, puede crear orden y reunir a tiempo todavía los pedazos que se desintegran, formando una unidad.

Significa una gran decisión histórica para el Brasil el que el rey Juan III atienda oportunamente el llamamiento de socorro y envíe como gobernador a Tomé de Sousa, un hombre probado ya en África y en la India, a quien el 19 de febrero de 1519 encomienda fundar en cualquier parte, preferentemente en Bahía, una capital, desde la cual todo el país debía ser administrado uniformemente.

Tomé de Sousa lleva consigo, aparte de los funcionarios necesarios, seiscientos soldados y cuatrocientos desgregados, que más tarde se radicarán en la ciudad o en el campo. Desembarca también lo más indispensable para la construcción de la ciudad, y en seguida todo el mundo pone manos a la obra. En el curso de cuatro meses se levanta una muralla de fortificación para defender la plaza, se construyen casas e iglesias, donde antes sólo existían míseras chozas de barro.

En el, por el momento, muy provisional Palacio de Gobierno, se instalan una administración colonial y otra municipal, y se construye una cárcel como signo muy visible de una justicia introducida, por fin y ya muy necesaria, primer indicio amenazante de que se implantará para el futuro un orden severo. Todos deben sentir que ya no son gente olvidada, expatriada, desarraigada, más allá de todo deber y derecho, sino gente comprendida en la legislación patria. Con la fundación de una capital y el nombramiento de un gobernador, el hasta entonces amorfo organismo del Brasil ha adquirido un corazón y un cerebro.

Seiscientos soldados o marineros y cuatrocientos desgregados, mil hombres con armadura o basta camisa de obrero, acompañan a Tomé de Sousa. Pero más importantes que esos mil hombres de trabajo y de fuerza resultan para el destino del Brasil los seis hombres de humildes sotanas oscuras que el rey incorporó al séquito de Tomé de Sousa para su dirección espiritual y su consejo eclesiástico. Esos seis hombres eran portadores de lo más precioso que necesita un pueblo y un país para su existencia: una idea, y en este caso la idea verdaderamente creadora del Brasil. Esos seis jesuitas disponen de una energía nueva y completamente virgen todavía, pues su orden es joven y animada por el santo fervor de conservar su sentido peculiar. Aun vive el dirigente Ignacio de Loyola, que la fundara, y su fuerza de pensar, su fanatismo orientado hacia un objetivo bien determinado, les ofrecen un ejemplo vivo, visible, de la autodisciplina. Entre los jesuitas, como en todos los movimientos religiosos, la intensidad espiritual, la pureza moral se halla en pleno auge en los años del comienzo y antes del éxito verdadero. En el año de 1550, los jesuitas no constituyen -como en los siglos posteriores una potencia espiritual, mundana, política ni económica, y toda forma del poder reduce la pureza, moral tanto del individuo como de un partido. Huérfanos de propiedad en todo sentido, tanto el individuo como la orden, sólo encarnan una voluntad determinada, es decir, un elemento totalmente espiritual todavía, y no confundido aún por entero con las cosas del mundo. Y llegan a la hora más propicia, pues el descubrimiento de un continente nuevo significa una ventaja inaudita para su propósito magnífico de restablecer la unidad religiosa del mundo, por obra de la marcialidad espiritual.

Desde que, en el año de 1519, el díscolo alemán suscitó en la Dieta de Worms la guerra mundial religiosa, más de un tercio de Europa, ya casi su mitad, abandonó la Iglesia, y el catolicismo, otrora la ecclesia universalis, ocupa más bien una posición defensiva. ¡Qué ventaja, si se pudieran conquistar oportunamente los mundos nuevos, que de improviso se abrieron para la fe antigua, verdadera, estableciendo así, como quien dice, un segundo frente más amplio detrás del primero! Puesto que los jesuitas no exigen nada, ni sueldos, ni privilegios, el rey Juan aprueba su propósito de conquistar el país nuevo a la fe y permite a seis de esos «soldados de Cristo » participar de la expedición. Pero, en realidad, esos seis hombres no serán acompañantes, sino dirigentes.

Con esos seis hombres comienza algo nuevo para el Brasil.

Todos los que habían llegado antes que ellos habían arribado o por imperativo o por obligación, o huyendo. Todos cuantos hasta entonces habían desembarcado en aquellas playas querían sacar algo del país, maderas o pájaros, metales u hombres; a nadie se le había ocurrido llevar algo al país a modo de recompensa. Los jesuitas son los primeros que no quieren nada para sí y todo para el país. Llevan consigo plantas y animales para fertilizar la tierra, llevan medicinas para curar a los hombres, libros e instrumentos para instruir a los ignorantes, llevan su fe y el rigor moral disciplinado por su maestro, pero, sobre todo, son portadores de una idea nueva, de la más grande idea colonizadora que conoce la historia. Entre los pueblos bárbaros de los tiempos anteriores, y bajo el régimen español contemporáneo, colonizar significaba extirpar o embrutecer a los nativos; para la moral de los conquistadores del siglo XVI, descubrimiento es sinónimo de conquista, sumisión, esclavización, desheredación. Ellos, en cambio os únicos homens disciplinados de seu tempo, según los llamara Euclides da Cunha, piensan más allá de ese proceso de rapiña, en un proceso constructivo, en las generaciones próximas, y desde el primer instante anticipan en el país nuevo la igualdad moral de todos. Justamente por vivir la población aborigen en un estado de primitivo, no debe ser rebajada más aún a la animalidad y esclavitud, sino que debe ser elevada y conducida por la vía del cristianismo hacia la civilización occidental: hay el propósito de desarrollar aquí una nación nueva, mediante la mezcla y la educación. El Brasil debe, en última instancia, a esa idea productiva el que se convirtiera de un conglomerado de elementos muy heterogéneos en un organismo, de los contrastes más evidentes en una unidad.

Los jesuitas saben, desde luego, que una misión de tal alcance no puede cumplirse de inmediato. No son soñadores vagos y confusos, y su maestro, Ignacio de Loyola, no es un Francisco de Asís, quien cree en una dulce fraternidad de los hombres. Son realistas, y educados por sus ejercicios; en el sentido de acerar día a día, de nuevo, la energía para vencer en el mundo la resistencia inconmensurable de la debilidad humana.

Conocen los peliaros y la dilación de su tarea. Pero el hecho de que su objeto está fijado desde los principios y por entero en la lejanía, en la distancia de siglos, y aun lo eterno, eso los destaca tan magníficamente del mundo de los funcionarios y de los guerreros, que pretenden ganancias rápidas y visibles para ellos mismos y para su patria. Los jesuitas saben exactamente que se necesitarán generaciones y más generaciones para dar cima a aquel proceso del embrasileñamiento, y que ninguno de los que aventuran su salud, su vida, su fuerza, en esta empresa, verá jamás personalmente ni aun los resultados más fugaces de sus esfuerzos. Es una fatigosa labor de sembradío la que inician, una inversión trabajosa y en apariencia falta de perspectiva, pero la circunstancia de iniciarse precisamente en un terreno sin roturación alguna y en un país sin límites, aumenta su aplicación en vez de menguarla. Así como la llegada oportuna de los jesuitas constituye una suerte para el Brasil, el Brasil significa, a su vez, una suerte para ellos, por representar el taller ideal para su idea. Sólo debido a la circunstancia de que antes que ellos nadie habla actuado allí, ni actúa nadie simultáneamente con ellos, pueden llevar a cabo un experimento de significación histórica universal, sin restricción alguna. Materia y espíritu, instinto y forma, un país vacío, enteramente inorganizado y un método no probado aún de organización para crear algo nuevo y viviente.

Una fortuna peculiar en ese encuentro feliz de una misión grandiosa con una energía más grandiosa aún, que se dispone a darle cima, la constituye la presencia de un verdadero dirigente. Manuel de Nóbrega, que recibe de su provincial el encargo de marchar al Brasil con tal premura que no le queda tiempo siquiera para recibir personalmente, en Roma, instrucciones del maestro de la orden, Ignacio de Loyola, se encuentra en la plenitud de sus energías. Tiene treinta y dos años, ha estudiado en la Universidad de Coimbra antes de ingresar en la orden. Pero no es su particular sabiduría teológica la que le confiere la grandeza histórica, sino su energía prodigiosa y su fuerza moral. Nóbrega -trabado por un defecto de habla- no es, como Vieira, un gran orador sagrado, Ni como Anchieta, un gran escritor. Es, en el espíritu de Loyola, sobre todo, un luchador. En las expediciones destinadas a libertar Río de Janeiro, es la fuerza motriz del ejército y el consejero estratega del gobernador, en tanto que en la administración revela la capacidad ideal de un organizador genial, y la clarividencia, que prueban sus cartas, se amalgama con una energía heroica, que no retrocede ante ningún sacrificio.

Si sólo se suman los viajes que en aquellos años hizo del Norte al Sur y nuevamente al Norte, y a través de todo el país, esos meros viajes de inspección equivalen a cientos y tal vez miles de noches ahítas de preocupaciones y peligros. En todos esos años es un gobernador al lado del gobernador, un maestro al lado de los maestros, un fundador de ciudades y pacificador, y no hubo un acontecimiento importante, en la historia del Brasil de ese tiempo, al que no estuviera ligado su nombre. La reconquista del puerto de Río de Janeiro, la fundación de Sao Paulo y de Santos, la pacificación de las tribus enemigas y la instalación de colegios, la organización de la enseñanza y la salvación de los indígenas de la esclavitud son, en primer término, debidas a su esfuerzo. Estaba presente cuando y dondequiera se iniciaba algo. Aunque más tarde hayan logrado más popularidad en el país los nombres se sus discípulos y sucesores, de Anchieta y Vieira, ellos no dejan de ser sino los continuadores de su idea. Siempre hallaban un fundamento donde levantar sus construcciones. En la historia del Brasil, esa obra sem exemplo na Historia, fue la mano de Nóbrega la que escribió la primera página, y cada trazo de esa mano enérgica y firme ha permanecido indeleble hasta el día de la fecha.

Los jesuitas dedican los primeros días, después de su llegada, al reconocimiento de la situación. Antes de enseñar, quieren aprender, y en seguida, uno de los hermanos emprende la tarea de apropiarse cuanto antes del idioma de los nativos. La primera vista demuestra que los aborígenes están todavía en el más bajo nivel, de la época nómada. Van completamente desnudos, no conocen trabajo alguno y no disponen ni de adornos ni de las herramientas más primitivas.

Lo que necesitan para vivir lo cogen de los árboles o lo extraen de los ríos, y una vez saqueada una región, se trasladan a otra. Raza de por sí pacífica y tranquila, sólo combaten entre ellos para tomar prisioneros, que ingieren luego con gran ceremonial. Pero aun esa costumbre antropófaga no deriva de una crueldad particular de su naturaleza; al contrario, esos bárbaros todavía dan una de sus hijas por esposa al prisionero, y lo cuidan y le prodigan atenciones antes de matarlo.

Cuando los sacerdotes procuran quitarles el canibalismo, tropiezan más con una sorpresa admirada que con una real resistencia, pues aquellos salvajes viven todavía más allá de todo reconocimiento cultural o moral, y el comerse a un prisionero no significa para ellos sino una diversión tan festiva e inocente como beber, bailar y dormir en compañía de mujeres.

Este nivel enormemente bajo de vida parece a primera vista un obstáculo insalvable para la obra de los jesuitas, pero, en realidad, les facilita la tarea. Puesto que esos seres desnudos no poseen ninguna suerte de nociones religiosas o morales, es mucho más fácil inculcárselas a ellos que a otros pueblos entre los cuales ya domina un culto propio y donde los magos, los sacerdotes y los brujos se oponen encarnizadamente a los misioneros. La población aborigen, en cambio, es «hoja en blanco», un papel branco, según dice Nóbrega, que acepta dócil y sensiblemente la nueva prescripción, y que da cabida amplia a toda enseñanza. En todas partes, los indígenas reciben a los brancos, a los sacerdotes, sin desconfianza alguna: Onde quer que vamos, somos recibidos con grande boa vontade.

Se dejan bautizar sin titubeos y siguen -¿por qué no?- a los sacerdotes, los «blancos buenos» que los protegen contra los demás, los «blancos salvajes», voluntarios y agradecidos, camino a la iglesia. Los jesuitas, a fuerza de realistas expertos y siempre alerta, saben, desde luego, que este asentimiento irreflexivo e indolente, este arrodillarse y persignarse de los antropófagos dista mucho aún de ser verdadero cristianismo.

Observan hasta en la persona del célebre defensor de su misión en Sao Paulo, en Tibiriçá, accidentales recaídas en el canibalismo, y no malgastan su tiempo con estadísticas presuntuosas sobre las almas ya redimidas. Saben que su misión verdadera está en el porvenir. Por lo pronto, importa arraigar la masa nómada en lugares fijos, a fin de poder reclutar y enseñar a sus hijos. La actual generación antropófaga ya no puede cultivarse seriamente. Pero se puede tener fácilmente éxito en la tarea de instruir, en el sentido de la cultura, a sus hijos y a sus nietos, es decir, a las generaciones siguientes. Por eso, los jesuitas consideran como lo más importante la instalación de escuelas, en las. cuales empiezan a poner en práctica, muy previsores, la idea de la mezcla sistemática, que convirtió al Brasil en una unidad y que, ella sola, lo conservó como unidad. Reúnen, conscientemente, los niños procedentes de las chozas de paja de los salvajes, con los mestizos, ya numerosos, reclamando al mismo tiempo el envío urgente de niños blancos desde Lisboa, aunque fueran las criaturas descuidadas, abandonadas, que se recogen en las calles de la ciudad. Cada elemento nuevo que facilite la mezcolanza les es bienvenido, incluso los moços perdidos, ladroes et maus che aqui chaman de patifes. Puesto que en la enseñanza religiosa los indígenas confían más en sus hermanos de igual color o mestizos que en los extranjeros, los blancos; se trata para los jesuitas de formar los maestros del pueblo con la propia sangre de ese pueblo. En contraste con los demás, piensan exclusivamente en y para las generaciones venideras. Como realistas y calculadores severos y claros, son los únicos que tienen una visión cabal del Brasil futuro, en formación, y aun antes de geógrafo alguno barrunte la magnitud física de ese país, ellos ya adoptan la norma adecuada para su tarea. Trazan un plan de campaña, para el porvenir, y su propósito final permanece inalterado a través de los siglos: la formación de ese país en el BRASIL espíritu de una sola religión, de un solo idioma y de una sola idea. El que se haya logrado tal propósito es y será para siempre un motivo de gratitud del Brasil hacia esos primeros creadores de su idea estatal.

La resistencia verdadera con que tropieza el espléndido plan de colonización de los jesuitas no la oponen, según podía presumirse primero, los nativos, los salvajes, los antropófagos, sino los europeos, los cristianos, los colonos. hasta entonces, el Brasil había sido para esos soldados y marineros desertores, para los desgregados, un paraíso exótico, un país sin ley ni restricciones ni obligaciones, donde cada cual podía hacer o dejar de hacer lo que le venía en gana. Podían dar rienda suelta a los instintos más disipados sin ser seriamente molestados por la justicia o la autoridad. Lo que en su patria se castigaba con encadenamiento y estigmatización pasaba aquí por lícita diversión de acuerdo con la doctrina de los conquistadores: Ultra equinoxialem non peccatur. Se apropiaban de cuanta tierra querían y donde querían, se tomaban los indígenas donde los encontraban y los hacían trabajar duramente bajo su férula. Tomaban cualquier mujer que cruzaba su camino, y el número enorme de niños mestizos ilustraba muy pronto la divulgación de esa poligamia salvaje. No había quien les impusiera su autoridad, y por lo mismo, todos esos individuos, la mayoría de los cuales llevaba todavía la marca de la cárcel en sus hombros, vivían como bajaes, sin cuidarse del derecho ni de la religión y, sobre todo, sin poner jamás personalmente mano a una labor verdadera. En vez de civilizar el país, esos primeros colonos se habían embrutecido ellos mismos.

Volver a disciplinar a esa pandilla ruda, acostumbrada a la ociosidad y a la autocracia, significaba una tarea muy dura.

Lo que más espanta a los devotos hermanos es la poligamia desenfrenada, la vida oriental de harén. Pero, por otra parte, ¿cómo acusar a esos hombres que viven ahí en salvaje concubinato, cuando en realidad no hay una posibilidad para ellos de casarse legalmente y de constituir una familia? Porque ¿cómo establecer una familia, única institución que puede convertirse en el fundamento de una civilización burguesa, cuando las mujeres blancas faltan de un modo absoluto? Es por eso que Nóbrega insiste ante el rey, solicitando que envíe mujeres desde Portugal: Mande Vossa Alteza mulheres orphaes, porque todas casarae, Y como no es de esperar que los hidalgos envíen sus hijas al país lejano y vasto, para que busquen marido entre aquellos tunantes libertinos, Nóbrega lleva su magnanimidad al extremo de rogar al rey que envíe también a las muchachas caídas, a las barraganas de las calles de Lisboa. Que aquí cada una de ellas encontraría marido. Al cabo de un tiempo, las autoridades espirituales y políticas, unidas, consiguen, efectivamente, llevar de nuevo cierto orden a los usos y costumbres. Pero hay un punto donde la colonia entera opone una resistencia encarnizada: es el problema de la esclavitud, que desde el principio hasta el fin, desde 1500 hasta casi el año 1900, habrá de constituir el punto neurálgico del problema brasileño. La tierra requiere manos, y no las hay en cantidad suficiente. Los pocos colonos no bastan para plantar la caña de azúcar y para trabajar en los ingenios, las fábricas primitivas. Además, esos aventureros y conquistadores no han cruzado el mar hasta el país tropical para afanarse aquí con el pico y el hacha. Quieren ser señores aquí; y pusieron remedio sencillo a su situación cazando a los indígenas como se caza a liebres, para hacerlos trabajar rudamente bajo su látigo, hasta el desmayo. Aducían el argumento de que la tierra, con todo lo que estaba debajo y sobre ella, les pertenecía, sin excluir a aquellas bestias bípedas morenas, mueran o no durante su faena. Por cada muerto, se recupera en la alegre caça de indios una cantidad de siervos nuevos, y por añadidura se disfruta de una diversión deportiva.

Los jesuitas toman entonces enérgicas medidas contra ese concepto cómodo, pues la esclavitud y la despoblación del país contravienen bruscamente su proyecto bien meditado y de largo alcance. No pueden tolerar que los colonos reduzcan a los aborígenes a bestias de labor, ya que se habían impuesto como tarea principalísima la de ganar a esos seres incultos para la fe, la tierra y el porvenir. Cada indígena libre significa para ellos un objeto necesario para la colonización y civilización. Mientras hasta entonces convenía a los colonos azuzar a las distintas tribus, mutuamente, a continuas luchas, a fin de que se exterminasen más prontamente y para que después de cada campaña, se pudiesen comprar los prisioneros como mercadería barata, los jesuitas procuran reconciliar las tribus entre sí y aislarlas, mediante la colonización, en el enorme espacio. Para ellos, el aborigen constituye, como brasileño futuro y hombre redimido para el cristianismo, la sustancia acaso más valiosa de esa tierra, más importante que la caña de azúcar, que la madera del Brasil y el tabaco, en consideración de los cuales se pretende esclavizarlo y exterminarlo.

Quieren arraigar esos hombres informes aún; del mismo modo que las plantas y frutas extrañas que traían consigo de Europa, quieren cultivarlos como el alimento verdadero, señalado por Dios, en vez de permitir que degeneren y sigan embruteciéndose. Es por lo mismo que han requerido expresamente al rey la libertad de los indígenas; de acuerdo con su proyecto, en el Brasil del futuro no debe existir, al lado de una nación feudal de blancos, otra nación, esclava de negros, sino sólo un único pueblo libre en tierra libre.

Es verdad que aun una cédula real pierde a tres mil millas de distancia gran parte de su fuerza imperativa, y una docena de sacerdotes, la mitad de los cuales recorre el país constantemente en incansables viajes de misión, resultan demasiado débiles frente a la voluntad egoísta de la colonia. Para salvar cuando menos una parte de los aborígenes, los jesuitas deben avenirse a un compromiso en cuanto al problema de la esclavitud.

Deben conceder a los colonos, como esclavos, los indígenas hechos prisioneros, pretendidamente, en la guerra «justa», es decir, en la lucha defensiva contra los nativos.

Huelga decir que esa cláusula se interpreta del modo más elástico y arbitrario. Por otra parte, se ven en la necesidad de aprobar la importación de negros africanos, a fin de evitar la acusación de impedir el progreso rápido de la colonia. Aun esos hombres de alto nivel espiritual y de intenciones humanas no pueden sustraerse al concepto corriente de la época, para el cual el esclavo negro es un artículo de comercio tan natural como la lana y la madera. En esos años, Lisboa, la metrópoli europea, alberga ya diez mil esclavos negros. ¿Cómo podía entonces negárselos a la colonia? Hasta los propios jesuitas están obligados a procurarse negros. Nóbrega informa con toda indiferencia, en una misma oración, que adquirió para su colegio tres esclavos y algunas vacas. Pero los jesuitas se atienen inflexiblemente al principio de que los nativos no son piezas de caza que pueda tomar cualquier aventurero advenedizo: protegen a cada uno de los neófitos, y la tenacidad ética con que luchan a favor del derecho de los brasileños morenos será, con el correr del tiempo, fatal para ellos. Nada tornó la situación de los jesuitas en el Brasil tan difícil como esa lucha por la idea brasileña de la población y animación del país con hombres libres, y uno de ellos confiesa, acongojado: «Habríamos vivido mucho más tranquilos si sólo nos hubiéramos quedado en las colonias y nos hubiéramos restringido a cumplir nada más que el servicio religioso.

Pero no en balde el fundador de su orden había sido previamente soldado; había educado a sus discípulos para luchar por una idea. Y esa idea la llevaron con su vida al país; fue la idea del Brasil.

El hecho de haber reconocido de inmediato, en su plan de conquista del imperio futuro, el punto adecuado para tender el puente hacia el futuro, revela al gran estratego que había en Nóbrega. Poco después de su arribo a Bahía, instaló la primera escuela de perfeccionamiento y visitó, con los hermanos llegados posteriormente, en viajes cansadores y fatigosos, toda la costa, desde Pernambuco hasta Santos, estableciendo una sede en San Vicente. Pero aun no encontró el lugar apropiado para el colegio máximo, para el centro nervioso, espiritual y eclesiástico, que ha de penetrar poco a poco el país entero, A primera vista, esa búsqueda preocupada, muy reflexiva, de Nóbrega, de un punto de apoyo acertado, resulta incomprensible. ¿Por qué no establece su cuartel general en Bahía, la capital, la sede del gobernador y del obispo? Pero aquí se advierte por primera vez un contraste oculto que, con el tiempo, se transformará en otro abierto, y hasta violento. La orden de Loyola no quiere iniciar su obra bajo la vigilancia del Estado, ni siquiera bajo la del Papa. Desde la primera hora, los jesuitas tienden en el Brasil hacia un objeto y propósito superiores al de constituir allí nada más que un elemento de colonización que enseñe, ayude y que esté subordinado a la corona y a la curia. El Brasil les significa un experimento decisivo, la primera prueba de la posibilidad de realización de su fuerza de organización, y Nóbrega lo manifiesta sin ambages: Esta terra es nossa empresa, con lo que quiere decir: «Somos responsables de su solución ante Dios y los hombres». Pero el hombre fuerte no asume una responsabilidad sino para sí solo. Los jesuitas -y ésa es la causa de la desconfianza solapada que los acompaña en el Brasil desde el comienzo y a través de toda la historia- perseguían, sin lugar a duda, un objetivo peculiar, personalmente excogitado y que los demás no podían reconocer. Lo que ellos pretendían -a sabiendas o inconscientemente-, no fue solamente la formación de una colonia portuguesa entre tantas otras, sino de una comunidad teocrática, una organización estatal novedosa, independiente de las fuerzas del dinero y del poder, tal como más tarde procuraron fundarla en el Paraguay. Desde el primer momento pensaban crear en el Brasil algo único, nuevo, ejemplar, y semejante concepción original debía, tarde o temprano, chocar con las ideas meramente mercantiles y feudales de la corte portuguesa. Por cierto que no pretendían, según los acusaban sus enemigos, adueñarse del Brasil en el sentido soberano o capitalista, a favor de su orden y de los fines de la misma.

Querían ser en el Brasil algo mas que meros predicadores del Evangelio, querían imponer allí con su presencia algo diferente y algo más que las demás órdenes religiosas. De ello se percató desde un principio el gobierno, que los utilizaba agradecido, pero sin dejar por ello de vigilarlos con leve desconfianza; de ello se percató la curia, que no estaba dispuesta a compartir su autoridad espiritual con nadie; de ello se percataban también los colonos, que se sentían trabados por los hermanos de la orden en su desconsiderada rapiña. Precisamente por no pretender una cosa visible, sino la imposición de un principio espiritual, idealista y por lo mismo incomprensible para las tendencias de la época, encontraron desde los comienzos una resistencia continua, a la cual, por último, debían sucumbir, expulsados del país, en el cual, a pesar de todo, habían dejado depositada la semilla de la fructificación.

Nóbrega procedía, pues, con perfecta premeditación cuando, para evitar todo el tiempo posible ese conflicto, quería fijar su Roma, su capital espiritual, a distancia de la residencia del gobernador y del obispo. Sólo en un lugar donde pudiera obrar sin trabas y sin vigilancia podía tener éxito aquel proceso lento y penoso de la cristalización, que él tenía presente.

Ese traslado del centro de actividades desde la costa al interior significaba una ventaja bien meditada, tanto en el sentido geográfico como a los fines de la catequización. Sólo un cruce de caminos en el interior del país, protegido, por una cadena montañosa, contra ataques de piratería desde el mar, y cercano, sin embargo, del océano, pero poco distante, a la vez, de las distintas tribus que había que ganar para la civilización y que educar en el sentido de apartarlas de la vida nómada, para llevarlas a otra sedentaria, sólo un lugar así podía constituir la célula germinativa ideal.

La elección de Nóbrega recae sobre Piratininga, la São Paulo de hoy en día, y el ulterior desarrollo histórico confirmó la genialidad de su decisión, pues la industria, el comercio, el espíritu de empresa del Brasil han seguido, aun después de los siglos, a su elección inspirativa. En el mismo lugar donde, ayudado por sus compañeros, levanta el 21 de enero de 1554 aquella paupérrima e estreitíssima casinha, se levanta hoy una metrópoli moderna con sus rascacielos, fábricas y calles repletas de gente. Nóbrega no hubiera podido elegir mejor lugar. El clima de ese altiplano es templado, la tierra es saturada y fértil, hay un puerto cerca y los ríos aseguran la comunicación con las grandes corrientes de agua del Paraná y del Paraguay y, por consiguiente, del Plata. Desde ese punto, los misioneros pueden adelantar en todas las direcciones hacia las diversas tribus, e irradiar su obra de instrucción.

Además, no existe por el momento en los alrededores del pequeño poblado ninguna colonia de desgregados que corrompan las costumbres. Y pronto la nueva sede sabe conquistarse la amistad de las tribus vecinas mediante regalos insignificantes y buen trato. Sin gran esfuerzo, los nativos dejan reunir por los sacerdotes, en pequeñas aldeas, comunidades económicas que se parecen bastante a las chacras colectivas de la Rusia actual. Y al cabo de poco tiempo, Nóbrega puede informar: Vai-se fazendo uma fermosa povoaçao.

La orden misma no tiene todavía, como en tiempos ulteriores, abundantes propiedades raíces, y los escasos medios sólo permiten, por el momento, un desarrollo del colegio en pequeña escala. Pero, no obstante, pronto se forman allí una cantidad de píos, hermanos, blancos y de color, que, en cuanto dominan la lengua del país, pasan como missoes volantes de tribu en tribu para inducir siempre a nuevos nómadas a la vida sedentaria, y ganarlos para la fe. Queda creado un punto de bifurcación, la primera escola par muitas naçoes de Indios, y no tarda en establecerse entre el misionero y las tribus arraigadas un sentimiento sincero de solidaridad. Cuando se produce el primer asalto de bandas trashumantes, son los ya neófitos los que, con apasionada abnegación, rechazan el ataque bajo la dirección de su cacique Tibiriçá. Ha comenzado el gran experimento de la colonización nacional bajo dirección eclesiástica, que hallará luego en la república jesuítica del Paraguay su realización única.

Pero la fundación de Nóbrega significa, además, un progreso grande en el sentido nacional. Por primera vez se establece cierto equilibrio para el Estado futuro. Mientras el Brasil no era, hasta entonces, en rigor de verdad, sino una angosta franja costera con tres o cuatro ciudades portuarias al Norte, que sólo mercaban con productos tropicales, empieza ahora a desarrollarse una colonización al Sur y en el interior del país. Pronto, esas energías lentamente acumuladas se adelantarán de un modo productivo, descubriendo, por propia curiosidad e impaciencia, el país con sus formas y ríos, en su amplitud y profundidad. Con la primera colonización disciplinada en el interior, la idea preconcebida ya se ha transformado en semilla y acción.

El Brasil tiene unos cincuenta años de edad cuando, después de inciertos movimientos embrionales, realiza por primera vez signos de una vida propia, verdaderamente consciente.

Poco a poco, se van manifestando los resultados de la organización colonial. Las plantaciones de azúcar de Bahía y Pernambuco arrojan, pese a su manejo primitivo aun, beneficios abundantes. Se acercan cada vez con mayor frecuencia buques para cargar materia prima y cambiarla por productos manufacturados. No son muchos aun los que se aventuran hasta el Brasil, y apenas si hay un libro que dé cuenta al mundo de esa vasta tierra. Pero precisamente el modo titubeante y esporádico como la colonia se hace presente en el comercio mundial es, al fin de cuentas, una suerte para el Brasil, porque le asegura un desarrollo orgánico. En tiempos de conquista y de fuerza, siempre es más bien una ventaja para un país cuando permanece sin ser notado y ambicionado.

Los tesoros que Alburquerque avistó en la India y en las Molucas, el botín que Cortés trae de Méjico y Pizarro del Perú desvían del Brasil, del modo más feliz, la atención y el ansia de posesión de las demás naciones. «El país de los papagayos » sigue siendo considerado como quantité négligeable, por el que no se esfuerzan seriamente ni la propia metrópoli ni otros pueblos.

No se trata, por lo mismo, de un acto verdaderamente bélico cuando el 10 de noviembre de 1555 una pequeña flota bajo pabellón francés fondea en la bahía de Guanabara, desembarcando en una de sus islas un centenar de hombres. De hecho no molestan con ello a ninguna posesión extraña, puesto que en ese entonces Río no es todavía una ciudad, sino apenas un poblado. En las pocas chozas dispersas no hay un soldado ni un funcionario del rey de Portugal, y el extraño aventurero que iza aquí la bandera no encuentra resistencia contra su atrevido golpe de mano. Ambigua y atractiva figura es ese caballero de Rodas, Nicolás Durand de Villegaignon, a medias pirata, a medias sabio y todo un pedazo cabal del Renacimiento. Él llevó a María Estuardo desde Escocia a la corte real de Francia, se distinguió en el campo de batalla, probó suerte como aficionado en las artes. Ronsard le elogia y la corte le teme debido a su espíritu incalculable, inconstante. Toda labor regular le repugna, y rechazó el mejor empleo, las más altas distinciones, para poder dar rienda suelta, libremente y sin trabas, a sus antojos, a menudo fantásticos. Los hugonotes lo consideran católico, los católicos le tienen por hugonote. Nadie sabe a qué causa sirve, y tal vez él mismo no sabe, en cuanto a su persona, sino que quisiera hacer algo grande y extraordinario, algo distinto de lo que hacen los demás, algo más salvaje, más osado; más romántico y más singular. En España hubiera llegado a ser un Pizarro o un Cortés, pero su rey, muy ocupado en el propio país, no organiza ninguna aventura colonial. Por eso, el impaciente Villegaignon tiene que inventarse una, por su propia cuenta. Reúne unas cuantas naos, las tripula con un centenar de hombres, en su mayoría hugonotes, que se sienten incómodos en la Francia de los Guisa, pero también con unos cuantos católicos, entre ellos, que desean llegar al mundo nuevo, y ansioso de gloria en grado máximo, lleva consigo también, previsoramente, un historiador, André Thévet, pues alienta nada menos que el sueño de fundar una France Artaretique, cuyo creador, gobernador y acaso príncipe omnímodo quiere ser él mismo. Es difícil averiguar hasta qué punto la corte de Francia conocía esos planes, y hasta qué extremo acaso los aprobaba y tal vez fomentaba. Probablemente, en el caso de un éxito, el rey Enrique se hubiera adueñado de la acción del mismo modo como Isabel de Inglaterra se apropiaba de los hechos de sus piratas Raleigh y Drake. Por lo pronto, sólo se permite a Villegaignon probar suerte como particular, para no caer en culpa frente a Portugal a causa de una misión y anexión oficiales.

Villegaignon, que como soldado experto piensa en primer lugar en la defensa, construye, a poco de llegado, en la isla que hoy lleva su nombre, un fuerte, que llama Coligny en homenaje al almirante hugonote, en tanto que bautiza fachendosamente con el nombre de Henriville - por respeto a su rey- a la ciudad futura frente a la isla, que, sin embargo, por el momento no es sino un pantano rodeado de colinas deshabitadas. Inescrupuloso en cuestiones religiosas, y puesto que no encuentra otros católicos para esa soñada colonia francesa, hace venir en 1556 un cargamento de calvinistas de Ginebra, lo que dentro del pequeño establecimiento origina pronto rencillas religiosas. Dos clases de predicadores que se llaman mutuamente herejes son demasiado para una estrecha isla. Pero, con todo, France Antarctique queda fundada, y los franceses que no toleran la caza de esclavos, viven pronto en la mejor armonía con los nativos, con los cuales hacen intercambio. De aquí en adelante, los barcos franceses van y vienen regularmente entre su país de origen y ese establecimiento, no reconocido aún oficialmente por Francia, como si fuera su puerto legal.

Desde luego, esa incursión no puede dejar indiferente al gobernador residente en Bahía. De acuerdo con los principios legales en vigor a la sazón, las costas brasileñas son un mare clausum, en cuyas costas no pueden fondear ni comerciar las naves extranjeras, Pero el hecho de establecer una fortificación con militar extranjero en el mejor puerto de la colonia significa la división del Sur y el Norte y, por ende, la destrucción de la unidad del Brasil. La misión más natural del gobernador sería la de capturar esos barcos extranjeros y derribar el establecimiento, pero no tiene poder alguno para emprender una acción militar de semejante alcance. Los pocos centenares de soldados que habían llegado simultáneamente con él al Brasil se han transformado en el ínterin, ha tiempo ya, en agricultores y dueños de plantaciones, y muestran poca disposición para volver a ceñirse la coraza después de sus años de comodidad. Por otra parte, el joven ente carecía todavía de toda suerte de sentimiento nacional, de toda idea de comunidad, mientras que en Portugal, a su vez, falta el reconocimiento cabal del peligro y, como siempre, el dinero necesario para una expedición rápida. La corona sigue sin atribuir a la cenicienta Brasil suficiente importancia como para :armar una costosa flota. De este modo, los franceses tienen abundante tiempo para fortificarse y atrincherarse continuamente.

Sólo cuando en el año de 1557 se envía un gobernador nuevo, Mem de Sá, a Bahía, inícianse los preparativos para una acción contra los intrusos. Men de Sá deposita su confianza ilimitada en Nóbrega y se somete por entero a su autoridad espiritual. Y es nuevamente Nóbrega quien, con toda su energía apasionada, reclama un proceder oportuno contra los franceses. Los jesuitas conocen mejor el país y están más preocupados por su porvenir que los negociantes de Lisboa, que valúan sus dominios únicamente de acuerdo con el rendimiento momentáneo de sus especierías; saben que si aquellos hugonotes franceses llegan a radicarse definitivamente en la costa brasileña, queda destruida para siempre, no sólo la unidad del país, sino también la unidad de la religión. El gobernador y Nóbrega envían alternativamente carta tras carta a Portugal para exigir que se faça socorrer a esse pobre Brasil.

Pero Portugal -un segundo Atlas- debe soportar sobre sus hombros débiles un mundo entero, y transcurren así dos años más, hasta que en 1559 llegan, por fin, unas cuantas naos desde Portugal, y Mem de Sá puede pensar en una acción militar contra los intrusos.

El jefe verdadero de esa expedición es Nóbrega, quien juntamente con Anchieta reclutó el mayor número posible de sus neófitos para reforzar con ellos las escasas tropas portuguesas.

Aparece junto con el gobernador general el 18 de febrero de 1560 frente a Río, y en cuanto el 15 de marzo llegan desde San Vicente las tropas auxiliares rápidamente reunidas, iníciase el ataque contra la fortaleza de Villegaignon.

Desde la perspectiva de la actualidad, esa acción, en verdad importante, sólo parece una guerra entre sapos y ratones.

Ciento veinte portugueses y ciento cuarenta nativos arremeten contra el fuerte Coligny, al que defienden setenta y cuatro franceses y algunos esclavos. Los franceses no pueden resistir y huyen oportunamente a tierra firme hasta junto con sus amigos nativos, para atrincherarse nuevamente sobre las colinas. Para los portugueses esa acción significa una victoria, puesto que han tomado el fuerte Coligny, la bastilla; sin perseguir o aniquilar a los franceses, regresan a Bahía y San Vicente.

Pero no es más que una victoria a medias, pues los franceses continúan en el país. En total, han sido rechazados aproximadamente un kilómetro, es decir, un espacio que hoy se recorre en automóvil en un par de minutos. Siguen sin ser molestados en el puerto, como antes, continúan su comercio, cargan y descargan sus barcos y construyen en el Morro da Gloria una fortificación nueva para reemplazar a la anterior, e incluso azuzan a los tamoios, sus amigos indios, contra los portugueses, y el primer ataque contra São Paulo por parte de integrantes de esa tribu posiblemente ha sido organizado por aquéllos. Pero Mem de Sá no tiene fuerzas para expulsar a los intrusos. Como siempre en el Brasil, desde los comienzos hasta la fecha, la falla es una misma: hay escasez de hombres.

Mem de Sá no puede desprenderse de un solo brazo en Bahía, ya que de lo contrario se estancaría la producción de azúcar, el elemento principal de la economía brasileña; y además, una peste fatal mató a la mayor parte de la población.

Sin el apoyo de Portugal es imposible, pues, expulsar a los franceses de su posición nueva, y esa ayuda se hace esperar indefinidamente; los colonos de Villegaignon permanecen así cinco años más en el Brasil, sin ser molestados. Y es de nuevo Nóbrega quien insiste y advierte sin cesar que si en vez de Portugal llegan a ser. los franceses los que envían socorros, la corona perderá definitivamente la bahía de Río y con ella el Brasil. Por último, la reina atiende sus súplicas urgentes y despacha desde Lisboa a Estacio de Sá para atacar al enemigo junto con las tropas auxiliares preparadas en el país por los jesuitas. Nuevamente empiezan, en dimensiones liliputienses, las acciones guerreras. El 19 de marzo de 1565, Estacio de Sá entra con su flota de guerra en la bahía de Guanabara y levanta su campamento al pie del Pan de Azúcar, donde hoy se encuentra el barrio de Urca. Pero -cosa inconcebible para nuestros conceptos modernos- antes de que se lleve a cabo el ataque contra el Morro da Gloria, cuya distancia del Pan de Azúcar se recorre hoy exactamente en diez minutos, pasan no menos de veintidós meses. Sólo el 20 de enero de 1567, Estacio de Sá conduce a sus soldados al asalto, y en una lucha de pocas horas de duración, con una pérdida de veinte o treinta hombres, prodúcese una decisión de importancia histórica: si la ciudad se llamará en adelante Río de Janeiro o Henriville, y si el Brasil será un país de habla portuguesa o francesa. En esas dimensiones, con dos o tres docenas de soldados, librábanse en ese entonces, tanto en América como en la India, unas luchas que habían de determinar por espacio de siglos la forma y el destino de nuestro continente. Estacio de Sá, herido por una flecha, paga la victoria con su vida. Pero esta vez trátase de un triunfo decisivo.

Embarcándose en sus cuatro naos, los franceses huyen del país y. sólo llevan a Francia la noticia de la existencia del tabaco, que como homenaje a su embajador, Jean Nicot, designan con su nombre. Sobre las ruinas de la fortaleza francesa en el Morro da Gloria, el obispo consagra la Iglesia de la futura capital del Brasil; en esa hora surge la ciudad de Río de Janeiro.

Fue un combate liliputiense, pero salvó la unidad del Brasil; el Brasil pertenece a los brasileños. Pero ahora se impone la necesidad de desenvolver la colonia, y para ello puede disponer de casi cincuenta años enteros de paz completa.

Los límites van adelantando poco a poco en dirección a Río Grande del Norte, y el interior, las colonias de los jesuitas, en São Paulo empiezan a desarrollarse de manera fecunda, las plantaciones del litoral dan fruto abundante, y, aparte de las exploraciones siempre crecientes de azúcar y tabaco, florece otro negocio, más oscuro: la importación de «marfil negro».

De mes en mes se traen cargamentos cada vez mayores de esclavos negros de Guinea y del Senegal, y los infelices que no mueren durante el viaje, en las embarcaciones repletas y hediondas, son negociados en el gran mercado de Bahía.

Durante algún tiempo, esa abundancia, de negros y el número sorprendente de «mamelucos» engendrados por los portugueses, de esos mestizos de todos los matices, amenazan con hacer desaparecer la influencia europea, civilizadora.

Frente a un puñado de hombres emprendedores que se enriquecen sin medida, se halla, en las ciudades del litoral, un sinnúmero de esclavos de color; sin el trabajo equilibrador de los jesuitas, que en el interior del país instalan en todas partes haciendas y educan a la población para la vida sedentaria, que impiden la exterminación de los nativos y que gracias a la falta de prejuicios fomentan el mestizaje, el Brasil acaso se habría transformado en un país africano, puesto que Europa se mostraba absolutamente indiferente a su respecto.

Esa Europa, sin embargo, envuelta en cien guerras, no puede desprenderse de nuevos colonos, y sólo se encuentran pocos hombres comprensivos que captan paulatinamente todo el valor de ese país. Ya en el año de 1587, Gabriel Soares de Sousa estampará en su Roteiro estas palabras proféticas: Estará bem empregado todo cuidado que Sua Majestade mandar ter deste novo reino, pois está capaz para se edificar nelle um grande imperio, o qual cum pouca despeza deste reino se fará tao soberano que seja un dos estados do mundo.

Pero ha tiempo ya que pasó la hora en que Portugal, que dominaba la mitad del mundo, estaba aún en condiciones de prestar ayuda a alguien, pues se acabó su grandioso sueño romántico de conquistar los tres continentes enteros para sí y para la religión cristina. No se conformaba ese pequeño y valiente país con poseer ambas costas de África, la oriental y la occidental, y con haber sometido a la India, hasta mucho más allá de los límites de la China, a su monopolio comercial.

El rey Sebastián, el último y más atrevido soñador de esa estirpe heroica, sueña con una cruzada que debía, de una vez para siempre, poner fin al poderío musulmán. En vez de distribuir sus mejores fuerzas, sus caballeros y sus soldados en las colonias para mantener el imperio de los Lusiadas mediante una organización práctica, reúne, cual un caballero del Santo Grial, ataviado con armadura de plata, su poderío entero en un solo ejército y se traslada a África para aniquilar de un golpe al moro, el enemigo tradicional. Pero el golpe aniquilador no alcanza a los moros sino a él mismo, y en la batalla de Alcazarquivir, esa última y tardía cruzada del Occidente contra el Oriente, el ejército portugués sale, en el año de 1578, totalmente derrotado y cae muerto el propio rey Sebastián. La enorme sobretensión de la voluntad se ha vengado cruelmente: Portugal, el pequeño país que pretendía someter un universo, pierde su propia independencia, y España se adueña del trono que ha quedado vacante. El país, desangrado por mil batallas, no puede ofrecer resistencia; por espacio de sesenta y dos años, desde 1578 hasta 1640, Portugal desaparece de la historia como país independiente. Todas sus colonias, y, por lo tanto, también el Brasil, se convierten en posesiones de la corona de España.

De ese modo, por un minuto universal, Felipe II domina un imperio mundial, que excede en mucho el de Alejandro y el romano de Augusto; aparte de la península ibérica, pertenecen a ese habsburgués, Flandes y toda la América ya conocida, las tres cuartas partes de África y el imperio de las Indias conquistado por los portugueses. Y esa sensación de fuerza y grandeza se refleja en el arte ibérico. Cervantes, Lope de Vega y Calderón producen sus obras incomparables; toda la riqueza de la tierra afluye a ese solo país triunfante.

El Brasil contribuye poco a ese triunfo y no se beneficia en nada de él; en lugar de aumentar su poder gracias a la circunstancia de pertenecer, sin quererlo, a ese imperio ibérico, la colonia, que hasta ahora no había sido importunada, tiene que recibir a todos los enemigos de España: piratas ingleses saquean Santos, incendian San Vicente; los franceses se establecen transitoriamente en Maranhao; los holandeses irrumpen en Bahía y saquean ah! los barcos. El Brasil tiene que sentir dolorosamente cuántas potencias nuevas disputan a España, desde el aniquilamiento de la Invencible, el dominio de los mares. Es verdad que ninguno de esos actos de piratería hiere al país en mayor profundidad; no pasan de causar pequeños daños y desazones que no pueden perjudicar su rápido desenvolvimiento. La situación sólo se torna peligrosa para el Brasil cuando Holanda, se dispone a ejecutar un plan bien trazado y estudiado, no ya para asaltar simplemente unos puertos, sino para conquistar en su integridad het Zuikerland, según los buenos comerciantes llaman al Brasil, dándole el nombre de su mejor producto comercial.

Holanda, ejemplarmente organizada en materia económica, conoce de modo exacto el valor del Brasil, y es difícil que hayan pasado por alto a sus comerciantes vigilantes las palabras contenidas en los Diálogos das grandezas do Brasil, de acuerdo con las cuales ese país en su integridad poseía más riquezas que las Indias. No ha de ser, pues, por casualidad que en el año de 1621 se fundara en Amsterdam, siguiendo el ejemplo de la Compañía de las Indias, una Companhía das Indias Ocidentais, dotada de abundantes capitales -según se decía-, meramente para comerciar con el Brasil y la América del Sur en general, pero, en realidad, con la segunda intención.

de apoderarse de ese país enorme a favor de Holanda y su monopolio comercial. Integran esa compañía unos calculadores avezados, quienes comprenden que, para alcanzar tan grande objetivo, hay que emplear también fondos ingentes.

Para ocupar el Brasil, y, cosa más importante aún, para retenerlo luego, no se puede, tal cual lo hicieron los franceses, fletar dos o tres barcos con colonos cansados de Europa y marineros enganchados a toda prisa, sino que es menester armar una flota verdadera y embarcar en ella un ejército adiestrado. Nada demuestra más claramente el desenvolvimiento y la importancia que en los últimos cincuenta años el Brasil había alcanzado a los ojos del mundo que las condiciones en que se preparaba la nueva agresión. Mientras Villegaignon atraca con tres o cuatro barcos para fundar la Francia Antártica y las luchas decisivas se libran luego entre setenta y cien hombres de guerra improvisados, la compañía holandesa prepara, de antemano veintiséis barcos, que dota con mil setecientos soldados entrenados y mil seiscientos marineros.

El primer golpe va dirigido contra la capital. El 9 de mayo de 1624, Bahía cae, casi sin oponer resistencia, y los holandeses se llevan un botín incalculable. Sólo entonces despierta España; despacha más de cincuenta naves con once mil hombres, que, en compañía de las tropas auxiliares nativas procedentes de Pernambuco, reconquistan Bahía antes de que llegue la segunda flota holandesa, compuesta por treinta y cuatro barcos. Reconociéndose el valor de la colonia hasta entonces despreciada, ya se han centuplicado los esfuerzos para asegurar la posesión del «país del azúcar». Obligada a ceder en Bahía, la compañía holandesa prepara un nuevo ataque con nuevos refuerzos, y obtiene con ello éxito. En el año de 1635 queda ocupado Recife, y en los años siguientes toda la costa septentrional, con excepción de Bahía. A partir de esa hora, existe en el norte del Brasil, y por espacio de veintitrés años, una administración holandesa independiente.

El esfuerzo colonizador realizado durante esos veintitrés años por los holandeses es, en verdad, magnífico. Supera en mucho todo cuanto los portugueses hicieron en los cien años precedentes. Los holandeses tienen ideas de organización claras y probadas. No confían la inmigración ni la administración a elementos anárquicos accidentales, no envían la escoria de su país, sino sus mejores hombres y los más cuidadosamente seleccionados. Mauricio de Nassau, quien como gobernador de la corona administra el nuevo país, no sólo es de estirpe real, sino que es también un noble en el sentido espiritual, hombre de vastos alcances, de grandes empresas y tolerante. Trae todo un estado mayor de especialistas, ingenieros, botánicos, astrónomos y eruditos, para explorar, colonizar y europeizar el país. Nada es más característico para conocer la inferioridad del material cultural que, en comparación con los franceses y holandeses, los portugueses habían llevado al Brasil, que la circunstancia de que no poseemos, acerca de los primeros años de la juventud del Brasil, una sola descripción de valor verdaderamente literario debida a algún portugués, abstracción hecha de las cartas de los jesuitas, en tanto que los franceses, al cabo de pocos años ya, dan al mundo la obra sobre la France Antarctique, y Nassau manda a Barlens confeccionar aquella ejemplar obra de lujo, provista de grabados y mapas, que inmortalizan su gloria y su empeño.

Mauricio de Nassau hace buena figura dentro de la historia del Brasil. Como humanista, llevó consigo la idea de la tolerancia, permitió a todas las religiones su libre desenvolvimiento, facilitó a todas las artes un desarrollo fecundo, y aun los, colonos viejos no pueden lamentarse de violencia alguna. En Recife, que se denomina en su honor Mauritzstaad o Mauricea, se construyen palacios, casas de piedra y aseadas calles, y las regiones circundantes son exploradas por los geógrafos. Se introducen nuevas prensas hidráulicas para la industria azucarera, se da a los negociantes fugitivos de Portugal intervención en el comercio, y toda la vida pública es orientada en el sentido de la estabilidad y el progreso. Se asegura a los portugueses sus derechos, y a los indígenas su libertad.

En cierto modo, Mauricio de Nassau realiza, en el sentido de la humanidad, el mismo ideal de la colonización pacífica que, sobre la base religiosa, habían perseguido los jesuitas.

Pero el destino del Brasil no se decide en el Brasil, sino en Europa. En el año de 1640, Portugal volvió: a independizarse de España y reconquistó, bajo don Juan IV, su corona propia. Debido a ello, toda ulterior ocupación del Brasil por Holanda carece ya de fundamento legal. Un armisticio procura reposo a ambos bandos, y puesto que los Países Bajos, a su vez, como nueva potencia marítima, se ven envueltos en un conflicto con la potencia marítima más naciente todavía, con Inglaterra, puede reiniciarse la lucha por: la liberación del Brasil; y ahora son, por vez primera, fuerzas brasileñas nacionales las que la alientan. En esta oportunidad, no es tanto Portugal como la misma colonia la que lucha, por su unidad e independencia. Y nuevamente los elementos eclesiásticos asumen la dirección, porque reconocen la importancia vital del esfuerzo por mantener el nuevo país libre de toda infiltración de elementos protestantes, cuya presencia podría trasladar la homicida guerra religiosa de Europa al Brasil. En el año de 1649, el padre Vieira, uno de los diplomáticos más geniales de su tiempo, funda en Lisboa una compañía para contrarrestar la obra de la similar holandesa, la Compañía Geral do Comercio para o Brasil, que, por iniciativa propia, arma una flota; y, al mismo tiempo, se improvisa en el Brasil, en colaboración con los comerciantes locales, deseosos de recuperar sus plantaciones e ingenios de azúcar, un ejército nacional.

Entonces acontece lo sorprendente: mientras Portugal sigue aún negociando con Holanda y discute si la costa del Brasil, y qué parte de ella, debe quedar en su poder, y aun antes de que llegue la flota que Portugal envía a modo de auxilio, los brasileños ya han procedido por iniciativa propia; rechazan a los holandeses paso a paso, Mauricio de Nassau abandona el país y el 20 de enero de 1654 capitula Recife, su último baluarte; los holandeses se retiran definitivamente. En tanto el utópico reino de los Lusiadas desaparece con la misma rapidez con que lo edificara el momento fecundo de Portugal, el Brasil se conserva íntegro para sí mismo.

En conjunto, el episodio holandés significa para la historia del Brasil un azar venturoso. Duró lo suficiente como para demostrar, por obra de una administración ejemplar, lo que puede conseguirse en este país con una organización buena y civilizada, y, por otra parte, no duró bastante como para anular la unidad del idioma y de las costumbres portuguesas; al contrario: la misma amenaza de un gobierno extraño, crea y fomenta el sentimiento nacional brasileño. De Norte a Sur, la colonia tiene ahora la sensación de constituir un país único, unánimemente resuelto a alejar de su organismo toda intervención violenta en su vida nacional con igual violencia; en adelante, todo lo extraño debe de amalgamarse con lo que es brasileño, si pretende mantenerse. En apariencia, el Brasil quedó reintegrado con esta guerra a Portugal, pero en realidad fue reconquistado para sí mismo.

En esa guerra entre portugueses y holandeses aparece por primera vez este nuevo elemento, cuyas fuerzas y peculiaridades aun se ignoran: el brasileño.

Lentamente empezó a formarse ese tipo, primero de un modo asaz antagónico. El litoral y el interior del país presentan un aspecto absolutamente distinto. A las ciudades costeras afluye continuamente sangre nueva, inmigrantes, comerciantes, marineros y esclavos, mientras que en las aldeas de tierra adentro se conserva siempre la misma sangre. Los hombres del litoral son negociantes o industriales primitivos, su patria verdadera es el mar, y, sin querer, miran con sus productos y sus proyectos, constantemente, hacia Europa. La patria de los colonos, en cambio, es el suelo, y sólo la tierra genera el sentimiento cabal de la unión.

La energía más recia está en los hombres del interior.

Ellos viven faltos de seguridad y, acostumbrados al peligro, han comenzado a amarlo. En São Paulo, sobre todo, empieza a formarse un tipo singular: el paulista. Como portugueses o hijos de tales, que llevan en su sangre, por una parte, el gusto nómada de los viejos indios y, por otra parte, el placer de las aventuras de sus antepasados europeos, esa nueva generación no gusta labrar con sus propias manos la tierra que posee. Ha tiempo ya que los esclavos se encargan para ellos de ese trabajo duro; y la manera lenta de adquirir fortuna repugna a su sangre inquieta. La agricultura y la ganadería no proporcionan riquezas mientras no se las organiza en gran escala, con cien esclavos, y ellos quieren enriquecerse al modo de los conquistadores, de una sola vez, a riesgo de la propia vida.

Por eso, los habitantes de São Paulo se reúnen varias -veces por año en grupos respetables para recorrer el país como bandeirantes con una bandera al frente, a caballo y seguidos una tropa de siervos y esclavos, como otrora los salteadores, pero no sin antes hacer bendecir solemnemente su bandera en la iglesia. A veces se agrupan hasta dos mil hombres para tales entradas, y, por espacio de varios meses la ciudad y los pueblos quedan entonces sin hombres. Ellos mismos no sabrían decir qué les impele: en parte es la aventura misma, en parte, la esperanza de un hallazgo imprevisto en ese país inmenso e inexplorado. Desde los días del descubrimiento de los tesoros del Perú y de las minas de plata de Potosí, no se acallan los rumores acerca de un El Dorado legendario. ¿No podía, acaso, estar escondido en el Brasil? Por eso, los paulistas remontan la corriente de los ríos, ascienden y descienden de las montañas, siguiendo cada vez nuevos caminos escabrosos, al azar de la dirección que el viento imprime a la bandera que va delante de ellos, y agitados siempre por la esperanza de tropezar en alguna parte con las minas legendarias.

Mientras el precioso metal no se deja encontrar, mientras, el Hércules do sertão, Fernão Días, no descubre al menos las esmeralda, traen siquiera otro botín: hombres vivientes.

Durante los primeros decenios, esas entradas no son, en verdad, más que bárbaras y salvajes cacerías de esclavos. Los paulistas consideran más cómodo y al mismo tiempo más interesante cazar indígenas como liebres, persiguiéndolos a caballo y con perros en cacerías que excitan los sentidos, que comprar negros en el mercado de Bahía; pero, por último, caen en la cuenta de que lo más cómodo no es perseguir a los amedrentados con perros de caza hasta muy selva adentro, sino sacar los esclavos simplemente de las colonias, donde los jesuitas los han establecido con tanto orden y les han enseñado ya a trabajar.

Desde luego, esa caballería salteadora es contraria a toda ley, pues el rey confirmó explícitamente la libertad de los indígenas, y Anchieta se lamenta desesperadamente: Para este género de gente nao ha melhor pregaçao que, espada e vara de ferro. Por mera codicia, esas bandas destrozan la obra de colonización penosamente realizada durante años y años; despueblan las colonias, llevan el terror hasta lejanas regiones pacificadas, esclavizan y roban seres humanos, no sólo indefensos, sino también civilizados ya y conquistados por el cristianismo.

Pero, debido al rápido aumento de su número con mestizos, los paulistas ya son demasiado fuertes para que las leyes y los preceptos puedan intimidarlos, y aun las bulas papales contra esas entradas y bandeiras no tienen poder en medio del sertão, la selva, virgen. La caza del hombre prosigue con creciente ensañamiento y penetra cada vez más en el país, y en la obra de Debret Voyage pittoresque au Brésil, de principios del siglo diecinueve, encontramos todavía uno de esos cuadros horrorosos, que muestra la manera cómo hombres, mujeres y niños desnudos, acoplados en largas varas, son conducidos como reses por esos brutales cazadores de esclavos.

Y, sin embargo, esos bárbaros pueden pretender para si, a pesar de ellos, un gran mérito en la historia del Brasil. La codicia -de por sí repudiable- de ganancias ha sido siempre una de las fuerzas más grandes para empujar al hombre hacia la lontananza; ella guió las naves fenicias a través del mar, ella atrajo los conquistadores a los continentes ignorados, y a pesar de ser el peor de los instintos, fue ella la que fustigó a la humanidad obligándola a abandonar el estancamiento y el gusto cómodo. De esta suerte, los bandeirantes, que sólo quieren robar y arrebatar, complementan de modo paradójico la obra civilizadora de la estructuración del Brasil, ya que con sus penetraciones salvajes y sin objeto preconcebido, fomentan el descubrimiento geográfico del país. Subiendo, desde Bahía, el río San Francisco, bajando desde São Paulo el Paraná y el Paraguay, ascendiendo, en dirección a Minas, la sierra hasta Matto Grosso y Goyaz, atravesando la selva virgen, establecen e investigan los primeros caminos a los territorios ignorados, y en tanto despueblan, colonizan también.

En algunos lugares se establecen parte de ellos y así nacen nuevas células de población, nuevos centros desde los cuales se forman nuevos nervios y arterias que se extienden hacia regiones no holladas hasta entonces por el hombre. Actuando con la más encarnizada enemistad contra el paciente plan de colonización de los jesuitas, apresuraron, sin embargo, la obra de penetración con sus impacientes avances hacia lo desconocido, «una parte de aquella fuerza», según Goethe, «que siempre quiere el mal y crea, no obstante, el bien». Ellos también tienen buena parte en la obra de la creación del Brasil.

Son también paulistas los que en una de sus entradas penetran en los valles completamente inhabitados de las sierras de Minas Geraes y encuentran allí, en el río das Velhas, el primer oro. Uno de los bandeirantes lleva la noticia a Bahía, y otro a Río de Janeiro, y en el acto se establece en ambas ciudades y en muchos otros lugares, una corriente migratoria, hacía esas regiones inhóspitas. Los dueños de plantaciones arrean sus esclavos, los ingenios quedan abandonados, y muchos soldados desertan; en el transcurso de pocos años se forma en la región del oro un pequeño círculo de ciudades, Villa Rica, Villa Real, Villa Alburquerque, con cien mil habitantes.

A ello se agrega poco después el descubrimiento de diamantes. De repente, el Brasil se convierte en la fuente de oro más rica del mundo y en la posesión más valiosa de la corona portuguesa, que se ha asegurado de antemano la quinta parte de todo el oro encontrado y todo diamante de más de veinticuatro quilates.

La nueva provincia ofrece al principio el cuadro de un caos absoluto. Como en los primeros tiempos de la colonización, los intrusos se sienten en esos valles montañosos remotos fuera de toda ley y deber, por falta de una fiscalización por el Estado, y el gobernador que ha sido nombrado tropieza -como en su tiempo los jesuitas- con una decidida resistencia al tratar de introducir el orden y la disciplina. Los paulistas se defienden contra los emboabos, los intrusos venidos del litoral, y se originan luchas desesperadas; de las cuales, a la postre, sale victoriosa la autoridad real. Es, al fin y al cabo, nada más que la codicia la que agrupa a los primeros buscadores de oro, que no quieren compartir con nadie la riqueza inesperada. Pero detrás de su oposición arbitraria ya obra, inconscientemente, a modo de voluntad superior, un sentimiento nacional. Con estas primeras sublevaciones contra la autoridad portuguesa, los paulistas presentan, de un modo puramente instintivo y sin formularla todavía, la exigencia de que toda riqueza del suelo, brasileño pertenezca al Brasil.

Encuentran que es absurdo que el oro que ellos -mejor dicho, sus esclavos- hallan, sea empleado para levantar palacios y conventos gigantescos a miles de millas de distancia, allende el mar, en un país que no verían en todos los días de su vida. En cierto sentido, esa primera revuelta, rápidamente sofocada, de los buscadores de oro contra la autoridad portuguesa, ya es el primer preámbulo de la gran lucha por la independencia que medio siglo después descargará nuevamente sus energías retenidas en esa misma ciudad y en ese mismo lugar. Es que el oro, la sustancia de valor más visible, fácil de convertir en dinero, dio al Brasil por primera vez la sensación y conciencia de su riqueza. Desde la hora del descubrimiento del oro, el Brasil ya no se considera deudor y comprometido a la gratitud para su país de origen, sino como sujeto libre que devolvió centuplicado a la metrópoli lo que otrora le debía. Ese torbellino de oro dura en conjunto no más de cincuenta años Luego se agota -¡una catástrofe para Portugal! esa fuente valiosa. Pero en la historia del Brasil se repite constantemente el mismo fenómeno singular: lo que significa un desastre para la metrópoli, para Portugal, se vuelve ventaja para la colonia. Al cesar las remesas de oro, Portugal se ve abocado a una crisis económica gravísima, que el marqués de Pombal no logra conjurar y que en su curso ulterior, tiene por consecuencia la expulsión de los jesuitas y la caída del propio ministro; el Brasil, en cambio, resulta por ello más bien estabilizado. El hallazgo del oro ha promovido una nueva remoción del equilibrio y por ende una consolidación del modo como se distribuyen los habitantes del Brasil.

Una vez más, grandes masas se trasladaron al interior hasta entonces poco poblado, y aun cuando se ha agotado la arena de oro de los ríos, los que fueron buscadores de oro prefieren, a pesar de no tener ahí un hogar, ni una patria en otra parte alguna, fijar una residencia en la matta, la fértil tierra baja de Minas Geraes, en vez de volver al litoral. De esta manera, nuevamente queda poblada –como anteriormente sucedió en São Paulo- una provincia, y el río, hasta entonces no aprovechado, de San Francisco, convertido en una activa vía de comunicación. El Brasil se transforma cada vez más de simple costa en un país verdadero.

Mas para el Brasil resulta más importante que todo el oro extraído el sentimiento poderosamente fortalecido de su propio valor. En luchas contra los franceses, que desde el Norte avanzan hacia Maranhao; con atrevidas incursiones en regiones desconocidas y la progresiva colonización del Oeste, la población fue ganando por su propio esfuerzo la cuenca del Amazonas, Matto Grosso, Goyaz, Río Grande del Sur y varias provincias más, cada una de las cuales es de una superficie tan grande o mayor que los omnipotentes Estados europeos, como Francia, España y Alemania.

En una época en que Norteamérica, cuya superficie es igual a la del Brasil, apenas conoce la sexta parte de su suelo, el Brasil se ha extendido hasta cerca de sus fronteras actuales, y hace mucho tiempo ya que la pequeña metrópoli ha dejado de servir de vara, pues diseñado en los límites inmensos del Brasil, Portugal aparece pequeño como una mancha de tinta en una enorme tela. Y cuando en el año de 1750, en el tratado de Madrid, se procura fijar definitivamente las fronteras del Brasil con las posesiones españolas, España debe reconocer a disgusto que, desde hace tiempo ya, es imposible restringir el nuevo país a las líneas anticuadas del tratado de Tordesillas y que, con el derecho más fuerte de su trabajo colonial, dejó sin valor a todos los articulados de papel. A la vuelta del siglo dieciocho, Europa y el propio Brasil empiezan paulatinamente a comprender cuán grande, cuán poderoso, cuán unido llegó a ser en esos años aparentemente faltos de grandes sucesos, gracias a su modo de ser tranquilo y perseverante. Y cuanto más se emancipa de su infancia, de su independencia económica, tanto más debe sentir como inconveniencia e injusticia que su desarrollo libre siga siendo trabado de manera mezquina por la tutela poco política, y además imprudente, de Portugal.

Con el propósito de extraer los mayores provechos posibles de su colonia, la corona de Portugal envuelve al Brasil con una red tupida de leyes, que aísla del comercio mundial a las arterias pletóricas de fuerza del joven país. El gobierno no permite, v. gr., al país donde el algodón crece libre y exuberante, la fabricación de tejidos, para obligar así al Brasil a encargar los productos manufacturados en Lisboa. Y las prohibiciones de ese jaez se multiplican hasta lo arbitrario y estúpido. Así, se prohibe, por un decreto fechado en 1775, la fabricación de jabón, se prohibe la producción de alcohol, a fin de obligar a los consumidores a beber mayor cantidad de vino portugués. El gobernador se niega a recibir en su palacio a cualquier persona que no lleve vestido confeccionado con telas portuguesas. Se prohibe en un país que ya cuenta con dos millones y medio de habitantes, la plantación de arroz, y en el siglo de la filosofía y del enciclopedismo, no se permite a sus ciudades la impresión de diarios y ni siquiera de libros; ningún brasileño tiene derecho a comprar un navío extraño, ningún extranjero tiene permiso para vivir en Río y apenas si alguno lo tiene para llegar hasta esa ciudad. El Brasil queda cercado como si fuese el jardín particular del rey de Portugal. Aun en el siglo diecinueve, cuando Humboldt quiere recorrer el país para escribir su grandiosa obra, que en verdad revela el Brasil al mundo, las autoridades reciben instrucciones confidenciales en el sentido de que, en el caso de aparecer «cierto barón Humboldt», le opongan todas las dificultades posibles.

De esta manera resulta fácil comprender la atención apasionada que los brasileños prestan a la lucha por la independencia de Norteamérica, que se deshace por la fuerza de una tutela mucho más benigna y cuerda y obtiene su libertad. Los primitivos modeladores y maestros de la forma de vida brasileña, los jesuitas, que resultaron más impopulares en la medida en que su organización se volvía más comercial y económica, compitiendo con los colonos locales, tuvieron que abandonar el país por orden del marqués de Portugal; pero ello no significaba, ni mucho menos, que los brasileños se hubieran adueñado de la noche a la mañana de los poderes y derechos para determinar su propio destino; los virreyes administran el país exclusivamente en beneficio de Portugal y se preocupan poco por su desarrollo independiente. Lenta, pero irresistiblemente va formándose un partido portugués, o, mejor dicho, un partido que entonces habría podido conformarse fácilmente con la sola concesión de la igualdad de derechos y de la participación del Brasil en el comercio mundial.

El brasileño no es por naturaleza radical ni revolucionario; seria fácil todavía conservar, con mano leve y hábil, e! dominio del país. Pero en Lisboa no hay comprensión para sus deseos, y el mismo Pombal, que se esfuerza en vano por inducir a Portugal a un punto de vista más esclarecido y condescendiente, no procura al Brasil, a pesar de algunas mejoras de orden económico, el completo despliegue orgánico de sus fuerzas. La expulsión de los jesuitas, que ordena a modo de paliativo, de calmante, y que se efectúa contra la resistencia obstinada de las poblaciones adictas a ellos, no redunda de ningún modo en ventaja moral o en beneficio material para el país; al contrario, la animadversión que los colonos demostraron hasta entonces a aquellos organizadores religioso-comerciales, se dirige ahora, compacta, contra la metrópolis.

Ya anteriormente se habían producido aislados conatos de rebelión contra los funcionarios fiscales de Portugal en Minas Geraes, Bahía y Pernambuco; pero, por falta de cohesión, fueron sofocados por la fuerza, En la mayoría de los casos, no fueron sino revueltas locales contra algún nuevo gravamen o una nueva restricción, estallidos impulsivos de una masa improvisada, que por ser tales no significaban en verdad un peligro par la autoridad de Portugal. Sólo a fines del siglo se inició un movimiento nacional plenamente consciente de sus propósitos, llevados por el idealismo, cuyos protagonistas fueron los inspiradores de la Inconfidência Mineira..

La Inconfidência es una conspiración de gente joven y, por consiguiente, un movimiento romántico, con discursos inflamados y poemas enfáticos, inhábilmente preparada, pero, con todo, animada en su decisión por el soplo de la época.

En el año de 1788, un grupo de jóvenes estudiantes brasileños de la Universidad de Montpellier había discutido apasionadamente la necesidad de la liberación nacional, e incluso había buscado ya entrar en contacto con Jefferson, el ministro de los Estados Unidos en París, a fin de ganar para su causa la ayuda de la república norteamericana. No se llegó a una acción real, pero la idea subsistió, y en cuanto algunos de esos estudiantes regresan a Ouro Preto -la ciudad de más activa vida espiritual de entonces- se constituye un grupo de intenciones revolucionarias, dirigido por José Alvares Maciel, quien acaba de volver de Coimbra, y Joaquín da Silva Xavier, quien, bajo el nombre de Tiradentes, llegó a ser el muy celebrado héroe de ese primer movimiento de liberación cabal del Brasil. Los que se reúnen en esos conventículos secretos son todos hombres de profesiones liberales, médicos, escritores, abogados, magistrados, miembros de la misma capa burguesa ascendente que, a la misma hora, encabeza la revolución en Francia, hombres que gustan discutir, que se enardecen en lecturas e ideas, hombres que gustan hablar y que en esta oportunidad hablan con exceso. Mucho antes de haber proyectado y organizado bien la conspiración, los conspiradores, en su entusiasmo, ya creen haber llegado a su meta y, precipitadamente y de buena fe, buscan adeptos para su proyecto, que es aún mera teoría, De este modo, el gobernador, informado constantemente por espías mezclados entre los conspiradores, puede asestar su golpe aun antes de que aquéllos se hayan decidido a proceder. La mayoría de los jóvenes es condenada a la deportación a África, el poeta Claudio Manuel de Costa se suicida en la cárcel, y uno solo, Joaquín José da Silva Xavier, de Tiradentes, quien hace profesión de fe franca y heroica de su convicción ante el tribunal, es ajusticiado cruelmente el 21 de abril de 1789 en Río de Janeiro, y los pedazos de su cuerpo martirizado son clavados, para terrivel escarmento dos povos, en algunas bocacalles de Minas. Pero con ello la centella del movimiento libertador no queda de ningún modo pisoteada ni apagada, sino que continúa ardiendo bajo las cenizas, Al declinar el siglo dieciocho, el Brasil -lo mismo que todas las naciones vecinas de Sudamérica, desde la Argentina, hasta Venezuela- está interiormente dispuesto para independizarse de Europa y ya no espera sino la hora propicia.

Una casualidad retarda esa hora por espacio de dos décadas.

Durante las guerras napoleónicas, Portugal ha quedado en la peor situación que puede producirse en una guerra: entre la espada y la pared. El pequeño país habría estado deseoso, naturalmente, de mantenerse al margen y neutral en la lucha exhaustiva entre los dos gigantes: Napoleón e Inglaterra.

Pero cuando la violencia impera sobre un siglo, no queda lugar para gente de paz. Tanto Francia, que ambiciona los puertos de Portugal, como Inglaterra, que los necesita para el bloqueo continental, urgen una decisión. Y esa determinación está terriblemente cargada de responsabilidad para Juan VI. Napoleón domina el continente, Inglaterra domina el mar. Si el, rey resiste la exigencia de Napoleón, éste entra en Portugal y, en tal caso, el país está perdido. Si resiste a Inglaterra, ésta cerrará las rutas marítimas y, en tal caso, el rey pierde el Brasil. Ante tan inexorable alternativa entre el bombardeo de Portugal por Napoleón desde tierra y el mismo bombardeo por los ingleses desde el mar, se forman dos partidos en la corte: un partido anglófilo y otro francófilo. El rey titubea, y en esa indecisión comprende por primera vez lo que el Brasil ha llegado a ser en tres siglos: el bien más precioso de su corona y desde hace largo tiempo mucho más que una mera colonia. Presiente que en lo porvenir llamar suyo al Brasil significará acaso más poder, riqueza y posición en el mundo que el llamarse dueño de Portugal; por primera vez, el Brasil pesa tanto en la balanza como Portugal.

En último momento, cuando Napoleón presenta en el año de 1807 un ultimátum, exigiendo que Portugal se defina a favor o en contra de él, la casa de Braganza toma una decisión: prefiere sacrificar Lisboa, perder Portugal entero, a perder el Brasil. Cuando Junot ya llega a marchas forzadas a las puertas de Portugal, la familia real se embarca apresuradamente con quince mil personas, toda la nobleza, el magisterio, los eclesiásticos y -last but not least- con doscientos millones de cruzados, y atraviesa el océano, bajo la protección de la flota inglesa. Hubo de producirse un descalabro universal para que, por primera vez en tres siglos, un miembro de la casa de Braganza, y ahora el mismo rey en persona, pise el suelo del Brasil.

El gobernador y el maestro de ceremonias quedan terriblemente confundidos. Río de Janeiro no cuenta con palacios, no dispone de locales ni camas suficientes para recibir tan grandes huéspedes y una corte tan numerosa. Pero el pueblo saluda al rey con gritos de júbilo y le recibe como «emperador del Brasil», pues siente instintivamente que un monarca que ha venido una vez a buscar refugio en su país, ya no podrá en lo sucesivo tratar al Brasil como colonia subordinada.

En efecto, poco después de la llegada del rey caen las barreras restrictivas. En primer término, ábrense los puertos al comercio mundial, se da libertad incondicional a la producción industrial, se crea un banco propio, el Banco del Brasil, se forman ministerios, se inaugura una imprenta real, y por primera vez, incluso, puede aparecer un diario en el país hasta entonces amordazado. Surgen una serie de instituciones, que convierten Río de Janeiro en una capital verdadera: academias, museos, un jardín botánico entre ellos. Pero sólo en el año de 1815 se establece, por fin, la total igualdad de derechos políticos de los reinos unidos: el Portugal y el Brasil, otrora dueña y criada, respectivamente, son ahora hermanas.

Lo que diez años atrás no podía ni soñarse, lo que de otro modo no era de esperarse, ni aun en siglos, de la sabiduría de los estadistas, lo produjo por la fuerza, en un término perentorio, la personalidad de Napoleón, transformadora del mundo. Gracias a este evento feliz -las catástrofes de Portugal, no se puede repetirlo con suficiente insistencia, siempre fueron buena fortuna para el Brasil-, la guerra de independencia que asoló durante años y más años a Norteamérica y que costó grandes pérdidas de sangre a los demás Estados sudamericanos, respetó por el momento a ese país privilegiado.

El Brasil puede aprovechar, sin más ni más, la época de intranquilidad europea para consolidar paulatinamente sus fronteras. Hace mucho tiempo ya -en 1750- que las viejas restricciones del tratado de Tordesillas han sido declaradas nulas y sin valor. El nuevo reino se adentra mucho en dirección al Oeste, a todo lo largo de la corriente del Amazonas; en el Sur, se incorpora Río Grande do Sul; al Norte, la frontera, disputada mucho tiempo, desplázase hasta la Guayana, y la feliz coyuntura de hallarse Europa entretenida en congresos induce a don Juan VI a adueñarse, con un golpe de mano, de Montevideo y anexar el Uruguay -aunque sólo por un corto tiempo- al Brasil como provincia cisplatense. En el siglo diecinueve, la forma definitiva del Brasil queda poco menos que establecida.

Esos años de la presencia de la corte real aportan al país ingentes ventajas morales, aparte de los beneficios políticos.

Desde que los jesuitas fueron expulsados en tiempos del marqués de Pombal, ocurre por primera vez que portugueses de rango cultural, sabios, investigadores, toman residencia en la capital. El rey llama, además, del modo más magnánimo a sabios y pintores de Francia y Austria para fundar institutos o para ampliar otros. Sólo desde esa época poseemos cuadros y grabados verdaderos de Río, estudios científicos, descripciones dignas de ser leídas. El Brasil real ya no es como otrora terra de exilio, desde que se convirtió en terra de refugio de su rey, y, al cabo de pocos años, constituirá un polo contrario de la civilización europea y sede de una corte brillante y muy respetada. Nada demuestra más paladinamente la importancia mundial de ese nuevo país que el hecho de que el emperador de Austria, el hombre más poderoso de Europa después de la caída de Napoleón, no consideró demasiado poco importante al heredero del trono de ese país, don Pedro, para concederle la mano de una hermana de María Luisa, de su hija Leopoldina, que es recibida en Río con las mayores solemnidades.

Si el rey Juan pudiera seguir sus propias inclinaciones, permanecería por todo el resto de su vida en el Brasil, de cuya belleza y valor futuro se ha convencido prontamente, lo mismo que todos sus familiares. Pero puesto que Napoleón ya no puede inquietar a Europa desde la yerma isla de Santa Elena, Portugal reclama celoso el retorno del rey legítimo. En caso de no obedecer a ese llamamiento, cada vez más imperioso, Juan corre peligro de perder el trono de sus antepasados.

Va difiriendo la partida largo tiempo, pero por último ya no puede hacerlo. En el año de 1821, Juan VI vuelve a Lisboa, después de haber nombrado al heredero de su trono, don Pedro, su lugarteniente en el Brasil.

El rey Juan VI residió durante doce años en el Brasil, tiempo suficiente para reconocer cuán fuerte, cuán voluntarioso, cuán nacional se tornó el país con el siglo nuevo; no consigue librarse, en lo más íntimo, del mal presentimiento de que a la larga no podrá subsistir una unión personal de dos países a través de tres mil millas y de un océano. Por esta razón aconseja a su hijo don Pedro, a quien instauró como defensor perpetuo do Brasil, de que en caso de necesidad, se coloque él mismo la corona del Brasil antes de que la usurpe un aventurero extraño cualquiera. En realidad, la partida del rey genera un movimiento nacional que reclama la independencia y que el heredero de la. corona fomenta más que traba.

Después de una resistencia aparente, el 7 de septiembre de 1822, el afanoso joven, aconsejado por el destacado ministro José Bonifacio de Andrada e Silva, el primer estadista verdaderamente brasileño, quien con gran superioridad espiritual sabe aprovechar la ambición del heredero de la corona para sus fines patrióticos, proclama la independencia del Brasil. El 12 de octubre de 1822, el hasta entonces «defensor perpetuo» es proclamado emperador del Brasil con el nombre de Pedro I, luego de haber prestado juramento en el sentido de que no gobernaría el país, como monarca autócrata, sino como príncipe constitucional. Después de breves luchas, en parte con tropas portuguesas que se mantienen fieles a la metrópolis, en parte contra movimientos revolucionarios, se restablece la calma exterior en el país; la calma interior, sin embargo, es más difícil de lograr. El sentimiento de independencia brasileño, embriagado por los éxitos inesperadamente rápidos, anhela triunfos más visibles aún. No concibe a ese su primer emperador como el monarca verdadero, propio, realmente brasileño; el pueblo no sabe perdonar a Pedro I el haber nacido portugués, y no se acalla la sospecha de que, luego de muerto su padre, trataría de reunir nuevamente las dos coronas. Más romántico que realista, atrevido y demasiado ocupado con asuntos amorosos particulares y exponiendo la corte al capricho de su amante, la marquesa de Santos, Pedro I no sabe tampoco ganarse las simpatías de su pueblo.

El golpe decisivo lo asesta la desastrosa guerra contra la Argentina, en la que el Brasil pierde su provincia cisplatense.

Desde el punto de vista histórico, el resultado de esta guerra significa, en verdad, más bien una ventaja política; con la creación de un Uruguay independiente se aleja de una vez por todas cualquier posibilidad de conflicto entre las inmensas naciones hermanas, Brasil y Argentina, dando lugar a una amistad duradera. Pero en el año de 1828, el país sólo ve la renuncia a la desembocadura del Río de la Plata, que el Brasil ambiciona desde hace mucho tiempo, y el emperador tiene que sentir ese descontento. En balde renuncia en 1830, a la muerte de Juan VI, a la corona de Portugal, que le corresponde por derecho, manifestando así que se ha decidido inequívocamente a favor del Brasil; sigue siendo el extranjero en el país, y los elementos nacionales se organizan cada vez más resueltos contra él. La revolución francesa de julio arrasa el resto de su popularidad, pues todo lo que es francés obra a modo de estímulo sobre los parlamentarios brasileños, que están acostumbrados a copiar ese modelo en sus discursos, leyes y debates; y esa copia de todo lo francés llega a tal extremo que dos políticos brasileños de primera fila se llaman, de manera grotesca, Lafayette y Benjamín Constant. Sólo la renuncia oportuna del emperador impopular puede salvar todavía la corona contra la arremetida republicana; por eso, Pedro I abdica en 1831 a favor de su hijo, reconociendo acertadamente: Meu filho tem. sobre mim a vantagem de ser brasileiro.

En el caso de esta abdicación, también se sigue felizmente la tradición brasileña, de acuerdo con la cual las revueltas políticas se llevan a cabo, en lo posible, sin derramamiento de sangre y en forma conciliadora. El primer emperador del Brasil abandona ese país tranquilo y sin ser perseguido por el odio ni por el rencor.

El nuevo monarca, Pedro II, o imperador menino, que por su sangre es Habsburgo y Braganza a la vez, tiene cinco años de edad cuando su padre abdica. José Bonifacio asume en su lugar la regencia, y entonces se inician, frente y detrás de los bastidores, una politiquería y unas intrigas desenfrenadas.

Para el Brasil, que por espacio de tres siglos no conocía la independencia ni la libertad de palabra, los fueros parlamentarios y la libertad de prensa son cosas demasiado nuevas para que no se embriaguen todos con ellas. Los debates se suceden sin solución de continuidad; la excitación política permanece constantemente en alta tensión por mero gusto de discutir y hacer política, y, en verdad, sin valedera razón exterior.

Un partido trabaja a favor del establecimiento de una república, otro procura apresurar la asunción del mando personal por Pedro II, y entre esas dos tendencias se entrecruzan las intrigas personales. Ningún partido, ningún gobierno parecen verdaderamente estables. En el transcurso de siete años se suceden cuatro regentes, hasta que en 1840 el partido conservador impone finalmente la prematura declaración de mayoría de edad de Pedro II para obtener cierto apaciguamiento. A los quince años de edad, el hasta entonces imperador interino es coronado, el 18 de julio de 1841, solemnemente emperador del Brasil.

La poca confianza que inspiran al mundo las continuas disputas y riñas de los políticos sudamericanos se manifiesta en la recepción fría que se hace al embajador secreto, quien, inmediatamente después de la ascensión, fue enviado a Europa con la misión de buscar una esposa de sangre principesca para el joven emperador. Se dirige en primer término a Viena, en busca de los Habsburgos, los parientes más próximos del emperador. Pero mientras se concedió sin más ni más una de las tantas archíduquesas de la familia imperial a su padre, Pedro I, esta vez el omnipotente canciller Metternich se mantiene frío y a la expectativa. Debido a la inestabilidad de sus gobiernos, a los alzamientos continuos de generales ambiciosos y de políticos apasionados, los Estados sudamericanos habían perdido en Europa gran parte de su crédito. En el año de 1841 ya no se piensa siquiera en enviar una archiduquesa a través del océano inquieto a un país mas inquieto todavía, y aun entre las princesas de menor categoría no hay ninguna con inclinación para esa corona imperial ultramarina. Luego de haber hecho antesala durante un año entero en Viena, el mediador debe conformarse con llevar al joven monarca una princesa napolitana, dotada de poca belleza y poco dinero, pero, en compensación, más rica en años que el futuro esposo.

Pero esta vez, según ocurre tan frecuentemente, los políticos profesionales se equivocaron con sus pronósticos; el joven monarca gobernará durante casi medio siglo pacíficamente y conservará su posición, difícil de por sí, con dignidad y el respeto general. Pedro II es un carácter contemplativo, más un sabio o bibliotecario sagaz elevado a un trono que un político o un militar. Humanista verdadero, de sentimientos nobles, para cuya ambición es mayor ventura recibir una carta de Manzoni, Víctor Hugo o Pasteur que brillar en desfiles militares o conquistar triunfos, se mantiene en lo posible en segundo plano -a pesar de que exteriormente impresiona muy bien con su hermosa barba y su actitud digna-, y sus horas más felices las pasa en Petrópolis, junto a sus flores, o en Europa, entre libros y visitando museos. Su posición personal es conciliatoria, y en ese sentido obra absolutamente de acuerdo con el espíritu de su país, y la única guerra que se vio obligado a conducir durante su largo imperio -la lucha contra López, el agresivo dictador del Paraguay- termina, luego del triunfo, con una reconciliación absoluta con la nación vecina. Se devuelven al país vencido, incluso y voluntariamente, los trofeos militares. Gracias a esa posición del emperador, impresionante en apariencia, pero en el fondo prudentemente incolora, gracias a la superioridad política de sus estadistas, que saben resolver todos los conflictos de frontera mediante el arbitraje y los acuerdos internacionales, gracias también a la riqueza del país, creciente a ojos vistas, que, en vez de ampliar sus fronteras, procura la consolidación interior, el Brasil alcanza en esos cincuenta años de gobierno de Pedro II una posición de respeto absolutamente nueva en el mundo.

Queda, sin embargo, un solo conflicto sin solución en todos esos años, porque alcanza hasta el nervio vital del país, de modo que una operación demasiado radical significaría una pérdida de energías y de sangre incalculable: es el problema de la esclavitud. Desde sus comienzos, toda la producción agrícola e industrial del Brasil se basa en el trabajo de los esclavos; aun el país no dispone ni de maquinarias ni de obreros libres suficientes como para reemplazar a esos millones de manos negras. Pero, por otra parte sobre todo desde la guerra de secesión norteamericana-, el problema de los esclavos se ha convertido en una cuestión social y moral que, confiéseselo o no, oprime la conciencia de toda la nación.

Oficialmente, toda nueva importación de esclavos, y con ello el tráfico de los mismos, quedaba prohibida desde 1831, y, en rigor, aun desde 1810, en virtud de un tratado con Inglaterra; en 1871 se complementa esa ley de protección con otra, la del ventre livre, de acuerdo con la cual se asegura la libertad a todo hijo de una esclava, desde el mismo seno materno. De acuerdo con esas dos leyes, el problema de la esclavitud ya no sería, prácticamente, sino una cuestión de tiempo y no un problema de principios, puesto que está impedido todo aumento del número de esclavos y, en la medida en que fallecía el «material» viviente, no quedaban en el Brasil más que hombres libres. Pero en la realidad de los hechos, ni los importadores de esclavos, ni los dueños de plantaciones apartadas se preocupan ni remotamente por esas leyes.

Quince años después de prohibido el tráfico de esclavos, se importan en 1846 todavía 50.000 esclavos, en 1847 no menos de 57.000 y en 1848 hasta 60.000 negros, y puesto que los poderosos grupos de esos comerciantes que tratan con ébano viviente se burlan de todos los convenios internacionales, el gobierno inglés se ve en la necesidad de armar unos cañoneros para capturar los barcos que transportan tales cargas criminales. El problema de la esclavitud pasa de año en año más al centro de la discusión, aumenta continuamente la presión de los grupos liberales en el sentido de dar término de una vez a la «vergüenza negra», pero en la misma medida, o tal vez en mayor grado aún, aumenta la defensiva de los círculos agrícolas, que -y no sin razón- temen una crisis catastrófica para el país como consecuencia de una medida tan repentina, ya que nueve décimas partes de la economía del Brasil se basan en el trabajo de los esclavos.

Para el emperador, ese problema se convierte en un conflicto personal. Como intelectual, liberal y demócrata, como personalidad sentimental, aunque no del todo exento de la frialdad de los Habsburgo, la esclavitud ha de resultarle horrible, abominable. Demuestra claramente su animadversión contra todos los que intervienen en este tráfico infame, rehuyéndose enérgicamente a conferir un titulo nobiliario o una condecoración a cualquiera, aun al más acaudalado de los hombres, que había hecho fortuna mediante el tráfico de negros. Es sumamente penoso para ese hombre culto que durante sus viajes a Europa sea considerado por los grandes representantes de la humanidad, cuya amistad anhela, por un Pasteur, un Charcot, un Lamartine, un Víctor Hugo, un Wagner, un Nietzsche, como monarca responsable del único imperio que todavía tolera el látigo y la estigmatización de los esclavos. Pero durante mucho tiempo debe reprimir su repudio personal y evitar toda intromisión, de acuerdo con el consejo de su estadista mejor y más sabio, el vizconde de Río Branco, quien aun desde su lecho mortuorio lo conjura: Não perturben a marcha do elemento servil y quien, por lo tanto, quería que se diera a ese problema una solución brasileña, es decir, no radical. Las consecuencias económicas son de antemano a tal punto incalculables, el contraste apasionado entre los abolicionistas y los dueños de esclavos tan irreconciliable, que el trono sólo puede mantenerse, como quien dice, en un equilibrio entre ambos partidos, ya que la inclinación hacia uno de ellos podría significar su caída. Por eso, el emperador retiene en lo posible hasta 1884, a través de más de cuarenta años, su opinión, que particularmente es harto conocida.

Pero poco a poco se acrecienta su impaciencia para libertarse de la ignominia, y en 1886 una ley provisional dispone la liberación de todos los esclavos que hayan pasado de los sesenta años. Con ello se ha dado otro importante paso adelante.

Pero aun el espacio que ha de conducir automáticamente a la liberación de los últimos esclavos en el Brasil es más largo que aquel que parece concedido a un hombre viejo y enfermizo ya, que quisiera presenciar todavía aquella hora.

Por eso, Pedro II, de acuerdo con su hija, doña Isabel, la heredera de la corona, apoya cada vez más visiblemente al partido de los abolicionistas. El 13 de mayo de 1888 se vota, por fin, la tan esperada ley que dispone claramente la inmediata liberación de todos los esclavos en el Brasil.

Faltaba poco para que el anciano emperador no se enterase nunca de la realización de su anhelo, En los días en que el júbilo provocado por la noticia llena las calles del Brasil, don Pedro yace gravemente enfermo en un hotel de Milán. En abril había visitado todavía, con su habitual afán de aprender, los museos y a los artistas italianos; estado en Pompeya y Capri, en Florencia y Bolonia, y en Venecia había pasado, en la Academia, escrutador, de cuadro en cuadro, y de noche oía en el teatro a Eleonora Duse y recibía a Carlos Gomes, el compositor brasileño. Luego, una grave pleuresía le postra en el lecho de enfermo. Charcot, de París, y tres médicos más, le prodigan sus cuidados, pero el estado del monarca empeora de tal modo que ya se le administra la extremaunción. Surte mejor efecto que todos los medicamentos y remedios la noticia de la abolición de la esclavitud. El telegrama respectivo le infunde nuevas energías, y en Aix-les-Bains y Cannes, se restablece, al punto de que luego de unos meses puede pensar en regresar a su país.

Río brinda una recepción entusiasta al viejo monarca de barba canosa, que durante cincuenta años gobernó el país pacífica y dignamente. Pero el ruido de una calle sola nunca expresa la opinión de un pueblo entero. En realidad, la solución del problema de los esclavos ha creado más agitación que la anterior lucha de partidos, pues, se produce una crisis, más grave aún que la prevista por los más cautelosos. Muchos de los esclavos liberados se trasladan de la campaña a las ciudades; las empresas agrícolas, que de repente se ven privadas de su mano de obra, tienen que enfrentar toda suerte de dificultades y los ex propietarios de los esclavos se sienten despojados porque no se les abonan indemnizaciones, o indemnizaciones suficientes, de su pérdida de capital de marfil negro. Los políticos, que prevén dificultades, se agitan nerviosamente porque no saben qué partido tomar, y las tendencias republicanas que en el Brasil siempre ardían bajo las cenizas, desde los días de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, reciben, con esa situación tensa, inesperado alimento. Su movimiento, en verdad, no va dirigido contra la persona del emperador, cuya buena voluntad, entereza y sincera opinión democrática deben reconocer y respetar aun los republicanos más aferrados a sus principios.

Pero a Pedro II le falta una condición, la más importante, para conservar una dinastía: a los sesenta seis años de edad, el emperador no tiene un hijo, un heredero varón de la corona. Dos hijos suyos han. muerto a temprana edad, la princesa heredera está casada con un príncipe d’Eu, de la casa de Orleáns, y el sentimiento nacional brasileño ya se ha vuelto tan fuerte y sensible que no quiere admitir a un príncipe consorte de sangre extranjera. El verdadero golpe de Estado parte del ejército, de un grupo muy reducido, y, de ofrecérsele una resistencia enérgica, podría,, sin duda, quedar reprimido con facilidad. Pero el propio emperador, viejo, enfermo y cansado ya de gobernar, recibe en Petrópolis la noticia sin voluntad cabal de resistir; nada puede resultar más odioso a su temperamento conciliador que una guerra civil.

Debido a que ni él ni su yerno demuestran pronta decisión, el partido monárquico se diluye y desaparece de la noche a la mañana. La corona imperial rueda por el suelo casi sin hacer ruido; no se manchó de sangre cuando fue ganada, ni ahora al perderse; el verdadero triunfador moral es una vez más el espíritu conciliador del Brasil. El nuevo gobierno sugiere, sin odiosidad alguna, al anciano que durante diez lustros había sido un bienintencionado gobernante del país, que se retire pacíficamente para pasar sus últimos días en Europa. Noble y tranquilo, sin una palabra de acusación, don Pedro abandona el 17 de noviembre de 1889, como otrora su padre y su abuelo, el continente americano, que no tiene cabida para ningún rey.

Desde entonces, los «Estados Unidos do Brasil» constituyen y siguen constituyendo una república federal. Pero esta transformación de un imperio en una república, se ha operado sin conmociones internas, exactamente como otrora la transformación de reino en imperio, o como en nuestros días la ascensión de Getulio Vargas a la presidencia. No son nunca las formas de Estado exteriores las que determinan el espíritu y la actitud de un pueblo, sino que lo hace siempre el carácter innato de la nación, que en última instancia imprime su sello a la historia. En todas sus distintas formas, el Brasil no ha cambiado nunca su esencia, sólo se ha desarrollado en el sentido de una personalidad nacional cada vez más pronunciada y más consciente de sí misma. Tanto en su política interior como en la exterior, el Brasil reveló invariablemente el mismo método, porque refleja el alma de millones y millones de hombres: la solución pacífica de todos los conflictos por obra de una mutua conciliación. Con su propia construcción, jamás perturbó la estructura del mundo, sino que siempre la favoreció. Desde hace más de un siglo no ha extendido sus fronteras y se ha entendido buenamente con todos sus vecinos; siempre ha dirigido sus crecientes energías hacia adentro, aumentó continuamente el número de sus habitantes y su standard de vida y, sobre todo en los últimos diez años, se adaptó, mediante una organización más estricta, al ritmo de la época. Pródigamente dotado por la naturaleza con espacio y con riquezas inmensas dentro del mismo, favorecido con belleza y todas las fuerzas potenciales imaginables, sigue aún frente a la vieja misión de sus comienzos: radicar en su tierra inagotable a hombres procedentes de zonas superpobladas y, uniendo lo viejo a lo nuevo, crear una civilización distinta. Al cabo de cuatrocientos cuarenta años , su desarrollo se halla todavía bajo el impulso original, y no hay fantasía suficiente para imaginar lo que este país, este mundo, habrá de significar a la próxima generación. Quienquiera que describa la actualidad del Brasil, ya describe inconscientemente un pasado; sólo el que al mismo tiempo considera su porvenir reconoce su sentido verdadero.

 

ECONOMÍA

El Brasil, que por su extensión es, incomparablemente, el mayor Estado de Sudamérica y abarca un área superior aún a la de los Estados Unidos de Norteamérica, constituye hoy una de las más importantes reservas, si no la más importante de todas, para el futuro del mundo. Cuenta con una inmensa riqueza de tierra que aun no ha conocido el cultivo ni el arado y, bajo la tierra, :metales, minerales y riquezas que están lejos todavía de ser aprovechados o siquiera descubiertos en su totalidad. Hay en este país una posibilidad de colonización en una extensión que acaso calcule mejor un fantaseador que el hombre dedicado a las estadísticas usuales. La misma diferencia de los cálculos, según los cuales el país, que hoy alberga aproximadamente cincuenta millones de hombres, podría contener quinientos o setecientos o novecientos millones, sin que su densidad fuese superior a la normal, suministra un fundamento, para las estimaciones de los peritos en cuanto a lo que el Brasil podrá significar para nuestro cosmos dentro de un siglo, acaso ya dentro de un decenio. Se hace gustosamente suya la breve fórmula establecida por James Bryce: «Ningún país grande del mundo, perteneciente a una raza europea, posee parecida abundancia de tierra para el desarrollo de la existencia humana y de una industria productiva ».

Con la forma de un arpa gigantesca, reproduciendo de modo curioso con sus fronteras el perfil de la América latina entera, es este país todo al mismo tiempo: sierra, litoral, pampa, selva, cuenca de ríos, y fértil en casi todas sus partes. Su clima reúne todas las transiciones de lo tropical a lo subtropical y lo templado; su aire es húmedo aquí y seco allá, oceánico en una parte y alpino en otra; al lado de zonas poco lluviosas hay otras de abundante precipitación, lo que ofrece posibilidad para la vegetación más variada.

Brasil posee o alimenta los ríos más grandes del mundo, el Amazonas y el Plata, sus montañas recuerdan en muchas partes a los Alpes y alcanzan con su cima más elevada, el Itatiáia, los tres mil metros, y con ellos la zona de los hielos eternos. Sus cascadas de agua, el Iguazú y el Sete Quedas, superan en potencia al infinitamente más famoso Niágara y cuentan entre las mayores reservas de electricidad del mundo.

Sus ciudades, como Río de Janeiro y São Paulo, ya pueden rivalizar hoy, en medio de un crecimiento fantástico, con el lujo y la belleza de las capitales europeas. Todas las formas del paisaje cambian ante la mirada continuamente fascinada, y la diversidad de su flora y fauna ofrece a los investigadores, desde hace siglos, siempre nuevas sorpresas. Una sola enumeración de las clases de pájaros ocupa tomos enteros de catálogos, y cada nueva expedición es portadora de cientos de nuevas especies. Más de lo que aún permanece oculto debajo de tierra como posibilidades latentes en minerales y metales, el porvenir lo revelará. Una sola cosa es segura, y es que los mayores depósitos de hierro del mundo esperan en el Brasil. intactos todavía, suficientes ellos solos para proveer a nuestro globo terráqueo durante siglos y siglos. También se sabe con certeza que en el cuadro geológico difícilmente falta en este enorme imperio una clase de metal, de piedra, ni de especie vegetal. A pesar de lo mucho que en los últimos años se realizó en el sentido de la creación de un orden y de una visión general, la comprobación y la valuación verdaderas se hallan todavía en los comienzos e incluso aun antes del comienzo decisivo. Hay que repetirlo, pues, una y otra vez: este inmenso país, gracias a su virginidad y amplitud, significa para nuestro mundo apremiado, en parte ya cansado y agotado, una de las mayores esperanzas y, tal vez, la esperanza más justificada de nuestra actualidad.

La primera impresión que se recibe en este país es la de una opulencia perturbadora. Todo es vehemente en él: el sol, la luz, los colores. El azul del ciclo estalla más violento, el verde es oscuro y saturado, el suelo compacto y rojo; ningún pintor puede hallar en su paleta tonos más ardientes, más deslumbrantes, más irisados que el que las aves llevan en su plumaje, las mariposas en sus alas. La naturaleza alcanza siempre su superlativo, las tormentas que con relámpagos estruendosos rajan el firmamento, las lluvias que se precipitan como cataratas, la vegetación que en el correr de unos pocos meses se multiplica y se convierte en enormes florestas verdes, el suelo intocado desde los siglos y milenios y no provocado aún al máximo rendimiento, responden aquí con una energía casi increíble a toda excitación. Si se recuerdan el esfuerzo, la tortura, la habilidad, la tenacidad que en Europa hacen falta para arrancar a un jardín o un campo unas flores o frutas, se encuentra aquí, en cambio, una naturaleza que más bien hace falta dominar para que no se desarrolle demasiado pródiga, demasiado impetuosa. Aquí no hay que fomentar, sino que hay que detener el crecimiento para que con su ímpetu bárbaro no invada las plantaciones dispuestas por el hombre. Solos y sin cuidado crecen los árboles y arbustos que ponen la alimentación ni alcance de la mano de una gran parte de la población: bananas, mangos, mandioca y ananás.

Y cada nueva planta, cada fruto traído de otro continente, se adapta y acostumbra de inmediato a ese humus virgen.

Esa impetuosidad y esa facilidad, casi diría, la generosidad con que este país responde a todo experimento que se realice en él, se ha convertido en el curso de su historia económica, paradójicamente, varias veces en un peligro. Se produjeron, en sucesión casi regular, crisis de superproducción debidas sólo a que todo sucede demasiado rápida y fácilmente, y cada vez que el Brasil empezaba a producir algo -las bolsas de café arrojadas al mar en el siglo veinte constituyen el último ejemplo- tenía que contenerse para no producir en exceso. Por esta razón, la historia económica del Brasil está llena de sorprendentes mutaciones y acaso es hasta más dramática que su historia política. Generalmente, el carácter económico de un país está inequívocamente definido desde los comienzos; cada uno de ellos toca, por así decirlo, su propio instrumento único y el ritmo no suele cambiar esencialmente en el curso de los siglos. Este país es un país de jardines, aquél extrae su riqueza de la madera y los metales, este otro, de la ganadería.

La línea de la producción puede oscilar y acusar tal cual ascenso y descenso, pero la orientación sigue comúnmente invariable. El Brasil, en cambio, es un país de constantes transformaciones y de reorganizaciones bruscas. Puede decirse que cada siglo originó aquí una característica económica, y dentro de ese desarrollo dramático, cada acto tiene su nombre propio: oro o azúcar, café o goma o madera. En cada siglo, más aún, cada medio siglo, el Brasil manifiesta otra nueva y distinta sorpresa de su opulencia.

En los comienzos remotos, durante el siglo dieciséis fue la madera, el pau-brasil, lo que dio al país su característica económica y hasta su nombre definitivo. Cuando las primeras naves tocaron tierra en esas costas, los europeos quedaron grandemente desencantados. No encontraron nada que llevarse y robar; el Brasil no tenía nada para ellos, salvo su naturaleza, una naturaleza exuberante, virgen, anárquica, que aun no se había sometido al hombre. Nem ouro, nem prata; esta fórmula breve del primer informe bastaba para reducir el valor comercial del nuevo país, en un principio, a cero. No se podía quitar nada a los aborígenes, que miraban asombrados a los extraños hombres blancos, vestidos, porque no poseían nada fuera de su propia piel y su propio cabello. Aquí no había actuado con anterioridad una cultura nacional, como en el Perú y en Méjico, una cultura que tejiendo fibras hacía telas, o que extraía metales del seno de la tierra para martillarlos y convertirlos en adornos y armas. Los antropófagos desnudos de la Terra de Santa Cruz no habían alcanzado siquiera el primitivo grado de civilización; no sabían trabajar el suelo, ni cuidar el ganado, ni levantar chozas. Sólo recogían y engullían lo que encontraban en los árboles y en el agua, y seguían adelante en cuanto habían consumido todo lo que una región podía brindarles. Pero al que no tiene nada, nada puede quitársele; desengañados, volvieron los marineros a sus barcos, dejando un país del que no valía la pena llevar cosa alguna, pues hasta los mismos hombres que lo habitaban resultaban inservibles. Si se los apresaba para convertirlos en esclavos y si se los obligaba a trabajar, se consumían de ordinario bajo el látigo en el curso de pocas semanas, se dejaban caer a tierra y morían.

Lo único que esos primeros barcos llevaban en su: viaje de regreso eran algunas curiosidades, unos cuantos monitos inquietos, y aquellos papagayos magníficamente abigarrados, que las distinguidas damas europeas gustaban guardar, como animales de lujo, en jaulas y en razón de los que muchas veces se llamaba al país también Tierra de los Papagayos. Sólo en oportunidad del segundo viaje se descubrió un producto que, en todo caso, podía compensar el comercio con una tierra tan alejada, el palo del Brasil. Esa madera que se llamaba «brasil» (de «braso», arder) porque la superficie de su corte es de un brillante color rojizo, como una brasa, no tenía, en realidad, tanta aplicación como madera cuanto como colorante, pero, puesto que no se conocían otros tales, era en esa condición muy solicitada en el comercio, igual que todo otro artículo exótico.

El gobierno portugués está demasiado ocupado como para encargarse él mismo de una exportación regular de palo del Brasil. El monopolio de la madera es un negocio demasiado insignificante y, además, demasiado trabajoso para quien emplea todas sus fuerzas marítimas y militares a fin de arrebatar los tesoros a los príncipes indios. La explotación, sin embargo, es lucrativa. Un quintal de esa madera colorante que, calculando todos los gastos de transporte y todos los riesgos, viene a costar en Lisboa medio ducado, reporta en Francia o en los mercados holandeses dos y medio y aun tres ducados. Pero la corona necesita para sus grandes y grandiosas empresas ganancias rápidamente realizables. Prefiere, por lo tanto, arrendar el monopolio de la madera contra pago al contado a uno de los más ricos «cristianos nuevos», a Fernando de Noronha, quien luego, en compañía de sus correligionarios refugiados, organiza ese comercio en Pernambuco.

Pero aun bajo su dirección no pasa de ser un comercio en pequeña escala, sin perspectiva de convertirse en algo que pudiera promover una colonización regular y el establecimiento de factorías grandes. Un mero colorante no basta para impulsar la población de ese país, que no deja de estar muy distante. Si el Brasil ha de desarrollarse en el sentido de un factor productivo para el mercado mundial, hay que encontrar primero un nuevo producto de venta, de mayor rendimiento, y el breve ciclo del palo del Brasil ha de quedar sustituido por otro de más rápida e importante circulación.

En la época de su descubrimiento, no dispone de tal producto el Brasil, o, mejor dicho, la estrecha franja del litoral explorada hasta entonces. Si ha de volverse fecundo para. la economía europea este país, primero ha de ser fertilizado por Europa. Todas las plantas, todos los productos que deben crecer y medrar en sus zonas exuberantes, han de ser introducidos y adaptados primero, y, aparte de ello, han menester de un abono especial: el hombre. Desde la primera hora de la existencia del Brasil, el hombre, el colono, como elemento vivificador, fertilizante, resulta la más imprescindible de sus necesidades. Cuanto el Brasil ha de producir hay que llevárselo desde Europa, debe enseñárselo Europa. Pero todo cuanto ésta le presta en plantas y energías humanas, la nueva tierra lo devuelve al viejo continente con multiplicado interés.

Mientras los países ultramarinos del Oriente, donde pueden sacarse, robarse, tomarse tesoros apilados, representan para Portugal un problema de conquista, este país, totalmente inorganizado aún, resulta desde el principio un problema de colonización y de inversión.

Como primer ensayo de trasplantación y cultivo de un producto no oriundo del Brasil, los portugueses traen la caña de azúcar, desde Cabo Verde. Y ya este primer experimento da el mejor resultado: la naturaleza realiza en el Brasil de un modo superabundante toda tarea que se le exige. La caña de azúcar significa un objeto do producción absolutamente ideal para un país no organizado aún, porque su plantación y explotación no requieren sino un mínimo de trabajo manual y ningún conocimiento previo. Apenas acaba de ser hundida en la tierra, la caña crece, sin exigir mayor cuidado, y produce un arbusto de dos pulgadas de ancho, y ello más de una vez por año. Con los procedimientos más sencillos y fáciles se extrae su precioso jugo. Basta colocar la caña entre dos rollos de madera; dos esclavos -un buey costaría demasiado dinero hacen girar una palanca horizontal, trotando en un círculo cerrado. Su incansable ronda aprieta los cilindros de continuo uno contra el otro, hasta que la última gota de jarabe es extraída de la caña. Este jugo blancuzco, pegajoso, se hierve luego y se le da forma de terrones o panes, y la caña exprimida sirve todavía, lo mismo que las hojas quemadas, como abono y ceniza para la agricultura. Ese primero y más primitivo método de fabricación se perfecciona en múltiples ensayos; pronto, los ingenios, unas pequeñas fábricas, se instalan a la vera de los ríos para poder aprovechar la fuerza hidráulica en lugar de la fuerza humana. Pero en todas sus formas, la explotación del azúcar sigue siendo un proceso en extremo sencillo y, además, el más productivo. El azúcar blanco, extraído por esclavos negros de unas cañas marrones, se convierte con asombrosa rapidez en oro amarillo y pesado. Desde que Europa, en oportunidad de las Cruzadas, entró en un primer contacto con el mundo refinado y civilizado del Oriente, demuestra una avidez incontenible para las especias picantes y estimulantes, por una parte, y las golosinas y cosas dulces por la otra. Enriquecida por el comercio floreciente, ya no gusta en adelante de sus manjares espartanos, monótonos, pobres, y se procura placeres del paladar más refinados y matizados. Ya no le basta el escaso dulce que hasta entonces se elaboraba exclusivamente en base de la miel. Desde que probó la nueva sustancia dulce, el azúcar, exige con terquedad infantil cada vez mayor cantidad de ese alimento luculiano.

Y puesto que habrán de transcurrir tres siglos hasta que Europa -en tiempos del bloqueo continental- extraerá azúcar de la remolacha indígena, hay que traerle por lo pronto como artículo de lujo desde zonas exóticas, y los comerciantes, que pueden contar con una clientela creciente, pagan cualquier precio por ese mercadería nueva. De repente, el Brasil adquiere importancia para el mercado mundial. Puesto que los gastos de esa producción primitiva son casi nulos, ya que no cuestan nada ni la tierra, ni la planta, ni los esclavos, que son en los ingenios los animales de trabajo más, económicos, las ganancias se multiplican rápidamente, y la riqueza que el Brasil- más propiamente dicho, Portugal- obtiene de esos establecimientos llega a lo inconmensurable. La producción se amplía y aumenta de semana en semana; durante tres siglos, la situación privilegiada y de monopolio del Brasil en esa materia ya no puede conmoverse; el volumen gigantesco que acaba por alcanzar esa exportación queda patente por el solo ejemplo de que en muchos, años el Brasil exporta azúcar por un valor de venta de tres millones de libras esterlinas, una suma, superior al valor íntegro de las exportaciones simultáneas de Inglaterra. Sólo hacia fines del siglo dieciocho empiezan a mermar las ganancias, porque el Brasil mismo malogra, debido a la superproducción, el precio de venta de su «oro vegetal». Como todos los demás productos coloniales, la pimienta, el té y la goma, lo que por ser rareza había sido además una preciosidad, se convierte, a causa de la superproducción, en algo común y corriente. La introducción del azúcar de remolacha asesta el último golpe a la gran oportunidad favorable, pero el ciclo del azúcar ha cumplido brillantemente su misión económica dentro de la historia económica del Brasil, y. el ocaso del producto principal llega demasiado tarde para poner en peligro a la economía basada ya sobre artículos distintos. Apoyado sobre la débil caña que los primeros barcos trajeron del viejo mundo, el Brasil atravesó tres siglos y se fortaleció lo bastante para poder proseguir luego su camino sin tal apoyo.

Al poco tiempo se agrega un segundo producto de exportación, en cierto sentido similar al primero, porque también fomenta un vicio europeo: el tabaco. Ya Colón había encontrado fumando a los primeros aborígenes, y los demás navegantes habían llevado consigo a la patria esa extraña costumbre. Los europeos, primero, consideran ese masticar, fumar y aspirar de la hoja parda como un hábito bárbaro. Se hace burla y escarnio de los marineros que mascan los gruesos rollos entre los clientes y que escupen la sucia savia marrón.

Se ríe y se llama locos a los pocos aficionados que apestan el aire con sus pipas de barro, y pesa sobre ello una prohibición estricta dentro de la buena sociedad y, sobre todo, en la corte. No es, pues, por placer ni por imitación o moda como Europa de pronto se acostumbra al tabaco, sino por temor. En los días de pánico, cuando las grandes pestes atacan y diezman en rápida sucesión las distintas ciudades de Europa, muchos -desconociendo aún los microbios - creen poder prevenirse contra el contagio fumando sin cesar e inmunizándose así con un veneno contra el otro. Pero pasada la epidemia y vencido el temor, los hombres se han acostumbrado al tabaco, debido al constante fumar -lo mismo que al coñac, que anteriormente sólo se administraba en pequeñas dosis a modo de medicamento- y ya no quieren renunciar a él, como no renunciarían tampoco a comer y beber. De año en año, Europa reclama mayor cantidad, y el Brasil se establece también en este caso como proveedor al por mayor, pues el tabaco crece silvestre en ese país, y se reconoce a sus hojas la mejor calidad. Lo mismo que su hermano, el azúcar, el tabaco no exige cuidados ni atención especiales. No se necesita más que arrancar las hojas de los arbustos, que crecen por sí solos, secarlas, enrollarlas, y ya lo que en su punto de origen carece casi de valor, se encamina como mercancía valiosa hasta las embarcaciones.

El azúcar, el tabaco y, en menor medida, el cacao, el tercer objeto codiciado por el novísimo placer del paladar europeo, forman los tres pilares principales sobre los que descansa la economía brasileña hasta el siglo dieciocho. A ellos se agrega, tan pronto como Europa aprendió: a hilarlo, como cuarto hermano, el algodón. El algodón existía desde el principio en el Brasil, crece silvestre en las selvas del Amazonas y en otras provincias, pero en contraste con los aztecas y peruanos, más civilizados, los indígenas no sabían hilarlo; sólo durante la guerra empleaban sus copos, colocándolos en la punta de sus flechas para incendiar poblados enemigos, y, en la región de Maranhao, el algodón servía, de modo curioso, hasta de circulante. Al principio, Europa tampoco sabe qué hacer con el algodón: aun cuando el propio Colón ya llevó algunos copos de esa lana blanca a España, nadie advierte su futura importancia como materia textil. En el Brasil, en cambio, los jesuitas, enseñados, a lo que parece, por informes llegados desde Méjico, ya conocen en 1549 la utilidad del algodón y enseñan a los indígenas de sus aldeas a hilarlo. Pero sólo gracias al invento de las máquinas de hilandería (1770-1773), el algodón puede llegar a constituir un producto de comercio importante.

Con esas máquinas, por otra parte, iníciase la llamada «revolución industrial». Desde fines del siglo dieciocho, Inglaterra, en primer término, que ocupa un millón de tejedores, necesita siempre mayor cantidad de algodón para su producción mundial y paga cada vez mejores precios. De esta suerte, el algodón, que antes medraba silvestre en los bosques, es plantado en adelante sistemáticamente en el Brasil; ya en los comienzos del siglo diecinueve, la exportación de algodón representa la mitad de la exportación total del Brasil, y con ello la salvación de su equilibrio comercial. La aguda baja de precios del azúcar queda compensada felizmente por esa exportación gigantesca, en una de esas felices y rápidas reorganizaciones, tan típicas para la historia económica del Brasil.

Todas esas materias primas, el azúcar, el tabaco, el cacao y el algodón se suministran crudas y no se elaboran en el país mismo; liará falta un desarrollo largo antes de que el Brasil esté suficientemente libre y maduro para una industria de transformación, organizada y mecanizada. Su esfuerzo se limita a la plantación, recolección y embarque de los llamados «productos ultramarinos», es decir, a los procedimientos primitivos para cuya realización no hacen falta sino manos. Pero, en verdad, muchas manos y baratas. Por esa razón, los hombres representan la materia prima más necesaria que ese país, más que rico en todos los productos naturales, debe importar en cantidad cada vez mayor. Es, tal vez, la característica más singular de su historia económica el que el Brasil carecerá en todo tiempo de la fuerza motriz a la sazón más conveniente y tendrá que importarla -en los siglos anteriores, el brazo humano, en el siglo diecinueve, el carbón, y en el siglo veinte, el petróleo-. Es natural que en aquellos primeros años se procurase la más económica de esas fuerzas motrices.

En un principio, los colonos tratan de esclavizar a los aborígenes; pero como éstos, en razón de su constitución delicada, resultan poco rendidores y, además, los jesuitas insisten continuamente en el respeto a los edictos reales para la protección de la población indígena, en el año de 1549 se inicia una verdadera importación de «marfil negro». Mes tras mes, y pronto también semana tras semana, se transportan nuevos cargamentos de esa materia prima viviente en horribles barcos, que se llaman tumbeiros, porque en la travesía muere regularmente la mitad de los negros encadenados y amontonados.

En el curso de tres siglos, el Brasil importa por lo menos tres de los diez millones de esclavos que el Nuevo Mundo obtiene en el África saqueada y despoblada, Ya no será posible reconstruir nunca más las cifras exactas (hay quien calcula esa importación hasta en cuatro y medio millones), puesto que Rui Barbosa, con un gesto de noble propósito, dio en 1390 orden de quemar los documentos guardados en archivos y relacionados con la importación de esclavos, para redimir a la joven república de esa ignominia.

Durante mucho tiempo, el tráfico de esclavos es considerado en el Brasil como el negocio más lucrativo, aunque no muy honroso; financiado desde Londres o Lisboa, asegura tanto al fletador como al vendedor ganancia segura, gracias a la creciente demanda. En un principio, el esclavo negro, que en el mercado de Bahía se comercia a un precio que oscila entre los cincuenta y los trescientos mil reis, parece bastante caro en comparición con el esclavo aborigen, al que se cotiza a cuatro y a lo sumo setenta mil reis. Pero el precio de adquisición de un huesudo negro del Senegal o de Guinea debe incluir los gastos de transporte, una recompensa por la «mercadería» averiada y tirada al mar durante el trayecto, el enorme beneficio de los cazadores de esclavos, de sus vendedores y de los capitanes y, además, el derecho de importación, de tres a tres y medio mil reis, que el cristianísimo rey de Portugal manda cobrar por todo esclavo que pasa por la aduana, interviniendo así en ese negocio oscuro. A pesar de ese precio elevado, la adquisición de negros sigue siendo para los hacendados tan imprescindible como la de palas y arados.

Un negro fuerte trabaja, si de tarde en tarde se le aplica una tanda de latigazos, doce horas diarias, sin recibir por ello recompensa alguna; además, el capital así empleado no significa un gasto, sino una inversión a rédito, pues aun en sus pocas horas de descanso, el negro aumenta la fortuna de su amo con los hijos que engendra y que, desde luego, pasan como nuevos esclavos gratuitos a posesión del dueño. Una pareja de negros, adquirida a los dieciséis años de edad, procura a la familia de sus amos, en el correr de dos o tres siglos, una generación entera de esclavos. Esos esclavos representan la fuerza motriz que mantiene el impulso de las grandes haciendas, y como la tierra misma no tiene casi valor en ese país inmenso, la riqueza de un hacendado se mide por la cantidad de sus esclavos, tal como en la Rusia feudal la fortuna de un estanciero no se calculaba según la extensión de sus tierras, sino según él número de «almas» que poseía. Hasta muy adelantado el siglo diecinueve, los negros son, en medida cada vez mayor, los verdaderos pilares de la economía. Sobre sus hombros descansa todo el peso de la producción colonial, en tanto que los portugueses sólo dirigen y vigilan, como funcionarios, inspectores y empresarios, la marcha ininterrumpida de esa maquinaria de trabajo puesta en movimiento por millones de brazos negros.

Esa separación demasiado rigurosa entre blancos y negros, entre dueños y esclavos, es desde un principio peligrosa, y de no haber sido por el esfuerzo compensador de la colonización iniciada en el interior del país, habría comprometido sin cesar la unidad del Brasil. En sus comienzos, ese país inmenso carece de por sí ya de un equilibrio estático, debido a que durante el primer siglo y gran parte del segundo, toda fuerza activa, y, por lo tanto, toda afluencia de sangre y de hombres se concentra en el Norte. Para el mundo de entonces, la zona tropical -muy en contraste con la decadencia actual- representa el verdadero tesoro del Brasil. Allí se concentra la actividad económica hasta que quede satisfecha la primera y más precipitada avidez de Europa por productos coloniales. Bahía, Recife, Olinda, de simples puntos de trasbordo se convierten en ciudades reales, y edifican iglesias y palacios en una época en que en el interior sólo se levantan humildes chozas y capillas de madera. Aquí cargan y descargan sin cesar barcos europeos, allí afluye continuamente la materia prima constituida por los negros, allí se empaquetan las nueve décimas partes de todas las mercancías ultramarinas destinadas al transporte a través del océano, allí se establecen las primeras oficinas, y cerca de esas ciudades, que crecen con ímpetu tropical, se concentran también, por la mayor comodidad del transporte, los ingenios y las plantaciones de más rendimiento. Quienquiera que en el año de 1600, de 1650 y en rigor hasta en 1700 pronuncia en Europa, el nombre del Brasil no alude prácticamente sino al norte del país y, más propiamente dicho, al litoral del mismo, con sus ya universalmente conocidos puertos, su azúcar, su cacao, su tabaco, su comercio y sus negocios. Nadie, ni siquiera el rey de Portugal, sospecha en Europa que, invisible, debido a las altas cadenas montañosas, en el interior del Brasil se ha ido iniciando lejos de la curiosidad de los navegantes y comerciantes, un desarrollo comercialmente acaso menos provechoso, pero incomparablemente más sano. Esa colonización, metódica y promovida con diligencia tenaz y sistemática con elementos aborígenes, constituye la gran acción de los jesuitas a favor del Brasil. Con una previsión que abarca siglos enteros, infinitamente más que la de los funcionarios fiscales y la de los intermediarios, que sólo consideran ganancia lo que puede convertirse rápidamente en dinero contante y sonante, reconocieron, clarividentes, que el fundamento económico de un pueblo no puede consistir a la larga en el conjunto incierto de aislados artículos de monopolio ni en el trabajo de esclavos comprados. Un país que quiere conformarse debe aprender primero a labrar la tierra y a sentirla suya. La grandeza de esa empresa no puede considerarse debidamente sino desde dos puntos de vista: teniendo en cuenta que ha nacido de la nada, y frente al resultado definitivo, evidente ante el mundo actual. Una sana economía nacional sólo podía desarrollarse sobre la base de la milenaria y eterna forma original de la agricultura y la ganadería; el que haya sido posible educar para esa tarea indispensable precisamente a las tribus, aun totalmente nómadas significa, en el terreno moral, el comienzo verdadero de la nación brasileña.

Tal tarea empieza desde cero. Cuando Nóbrega y Anchieta llegan al país, faltan, aparte de la tierra, que nadie cultiva, aparte de los nativos, que no saben todavía cómo labrarla, las fuerzas que unen y atan. No se dispone de nada, todo hay que traerlo primero a través del mar, cada cabeza de ganado, cada vaca, cada ternero, cada cochino, cada martillo, cada serrucho, cada clavo, cada azada, cada rastrillo, y, aparte de ello, también las plantas y semillas, y luego hace falta enseñar poco a poco y con mucho trabajo a esos seres, desnudos e infantiles, cómo han de arar, cómo han de cosechar, cómo han de construir establos para el ganado y cómo deben tratar a las bestias. Aun antes de que puedan enseñarles cabalmente a ser cristianos, los jesuitas deben enseñar a los aborígenes las distintas faenas, y primero deben infundirles la voluntad del trabajo para sólo después penetrarlos de los conceptos fundamentales de la fe. Lo que en la lejanía ha sido para los jesuitas un proyecto espiritual de gran envergadura, se convierte en pequeña y fatigosa labor de detalle, que sólo la fuerza disciplinada de unos hombres entregados con toda su vida a una idea puede llevar a cabo: la civilización del hombre mediante el cultivo de la tierra. Nada de cuanto esos primeros maestros, esa docena de hombres, llevan consigo en libros, medicamentos, herramientas, plantas y animales, fue de un efecto tan vivificarte y tonificante para el desarrollo como su tenaz y a la vez ardiente energía. Las flamantes aldeias, esas primeras poblaciones, crecen y se desarrollan rápidamente -como todo en el Brasil - y pronto los jesuitas pueden informar en sus cartas, con justificado orgullo, cuán felizmente se opera esa unión, esa unión de la tierra con los hombres, y ese cruce de blancos y aborígenes que forman una nueva y activa generación. Ya los padres, creen que su labor ha tenido éxito: São Paulo -primero la ciudad y luego la provincia- se va poblando y las aldeas van surgiendo una tras otra, tierra adentro. Pero la conquista verdadera del país no se efectuará del modo tranquilo, pacífico y metódico que ellos prevén, sino de muy otra manera. La historia, al realizar una idea, gusta siempre apartarse del proyecto trazado por los hombres, para seguir su propia ruta; y así ocurre también en esta contingencia. Los jesuitas establecieron en aquel suelo una generación joven para que lo trabajase. Pero ya la nueva generación de los «mamelucos».. los mestizos, trasponen impaciente los límites que los píos padres les habían fijado.

En su sangre perdura todavía el gusto por la inquieta vida nómada de sus antepasados indígenas y, por otra parte, la ferocidad desenfrenada de los primeros colonos. ¿Por qué labrar la tierra con sus propias manos, en vez de hacerla trabajar por otros, por esclavos? Pronto, los hombres semioscuros, se convierten en los enemigos más encarnizados de los hombres de color, los hijos de los aborígenes, cuyos padres fueron salvados por los jesuitas de la esclavitud, en los más feroces tratantes de esclavos, y precisamente en São Paulo, con la que los jesuitas habían soñado como con un centro de pureza moral y de unidad espiritual, surge la nueva generación de conquistadores, los paulistas, que al poco tiempo se transforman en los enemigos acérrimos de los jesuitas y de sus esfuerzos colonizadores. Reunidos en grupos marciales, esos bandeirantes (que de modo curioso parecen similares a los cazadores africanos de esclavos) recorren en sus entradas el país, destruyen los poblados, roban esclavos, que no sólo arrebatan a la selva virgen, sino también a la tierra labrada, y, sin embargo, no cumplen sino con el principio jesuítico -aunque más rápida, brutal y violentamente- de la penetración en forma de abanico. En cada una de esas partidas destructoras, algunos paulistas quedan en las encrucijadas, y de esta manera se constituyen poblados y hasta ciudades en la retaguardia de las tropas de asalto, que regresan con millares de esclavos. El fértil Mediodía empieza a ser ocupado por hombres y ganado; va cristalizando, en oposición al hombre más indolente y pausado del litoral, el tipo del vaqueiro, del ganadero y del gaucho, el hombre del interior, el hombre con una verdadera patria. La primera de las grandes migraciones al interior, con sus efectos de equilibrio y de sujeción, comenzó en parte debido al plan de los jesuitas, en parte debido a la codicia de los paulistas; el bien y el mal colaboran en una obra común, en apariencia obrando antagónicamente, pero, en realidad, sujetos a una trabazón interna. En el siglo diecisiete, la agricultura y la ganadería del interior ya constituyen un contrapeso beneficioso al mundo tropical del norte, rápidamente florecido, pero rápidamente también marchitado y sujeto siempre a las fluctuaciones del mercado mundial. Y la voluntad del Brasil de convertirse de un mero proveedor de productos ultramarinos en un país que se mantiene a sí mismo, en un organismo que se desarrolla de acuerdo con sus propias leyes, en lugar de ser un simple retoño de la metrópolis, esa voluntad se torna más y más consciente de su propósito.

En el umbral del siglo dieciocho, el Brasil ya representa, en lo económico, una colonia productiva, que adquiere creciente importancia para la corona de Portugal, en la medida en que ésta va perdiendo, en detrimento de su anterior imperio universal, asiático y africano, una colonia tras otra a beneficio de los holandeses e ingleses. Han pasado para Lisboa los tiempos dorados, en los cuales, al decir de los cronistas, el día no era suficientemente largo para que se contaran y registraran las rentas aduaneras que producía el comercio con las Indias. En el siglo diecisiete, Brasil ya no representa un pasivo para Portugal; se han olvidado, desde tiempo atrás, las peripecias de los comienzos, cuando el gobernador tenía que pedir suplicante cada cruzado, y Nóbrega mendigaba en Lisboa unas cuantas camisas usadas para sus neófitos. Los brasileños son buenos proveedores, cargan los buques portugueses con mercadería valiosa, mantienen los funcionarios portugueses con sus propios beneficios, y los recaudadores de aduana ya envían importes considerables a la tesorería real de Portugal. Pero, además, los brasileños son buenos compradores y clientes; muchos de esos reyes del azúcar tienen más dinero y crédito que su propio monarca, y ninguna de sus colonias es mejor mercado para los vinos, los tejidos y los libros portugueses que el Brasil. Con toda tranquilidad y calma, éste se ha convertido en una colonia grande y constantemente próspera, sin dejar por ello de ser la colonia que costara menos sangre a Portugal, que reclamara los menores gastos y la menor cantidad de inversiones. No hacen falta grandes guarniciones, en Río ni en Bahía n¡ en Pernambuco para mantener el orden. La población crece incesantemente con los años y, aparte de algunos tumultos sin importancia, nunca ensayó una revuelta seria. No es necesario construir dispendiosas fortificaciones, como en la India y en África, ni es preciso enviar fondos para inversiones oficiales. Hace tiempo ya que ese país se defiende y se mantiene con sus propias fuerzas.

No es posible, pues, imaginarse una colonia más cómoda que el Brasil, con su crecimiento lento y silencioso, con su desarrollo modesto -y, se diría, mudo-, que se opera casi sin ser notado por el resto del mundo.

En este país, que crece tranquila e incesantemente en su interior y que exteriormente sólo produce azúcar y envía gruesos fardos de tabaco a los depósitos comerciales, no hay nada que pueda estimular la fantasía y ni siquiera la curiosidad de Europa. La conquista de Méjico, los tesoros áureos del Perú, las minas de plata de Potosí, las perlas del océano índico, las luchas de los hacendados norte americanos contra los pieles rojas, los combates contra los filibusteros del mar Caribe, inspiran a los cronistas y poetas narraciones románticas y cautivan el espíritu inquieto de la juventud, siempre ansiosa de aventuras. El Brasil, en cambio, permanece durante decenios y decenios, prácticamente durante dos siglos, en la sombra de la atención universal. Pero precisamente esa condición de estar oculto largo tiempo y de hallarse aislado, significa, en última instancia, una gran suerte para el Brasil.

Nada favoreció más su desarrollo lento y orgánico que la circunstancia de que sus tesoros fácilmente transformables en dinero, que su oro y sus diamantes, permanecían hasta principios del siglo dieciocho bajo tierra, sin ser descubiertos. Si ya se hubieran encontrado ese oro y esos diamantes en el siglo dieciséis o diecisiete, las grandes naciones se habrían precipitado en competencia furiosa sobre semejante presa.

Los conquistadores habrían irrumpido inconteniblemente desde el Perú, Venezuela y Chile, y el Brasil se habría transformado en un campo de batalla de todos los malos instintos, siendo destrozado, removido y lacerado. Pero cuando en el año de 1700 el Brasil se revela inesperadamente como el país más rico en oro del mundo contemporáneo, ya ha pasado definitivamente el tiempo de los aventureros y conquistadores, de los Villagaignon, de los Walter Raleigh, de los Cortés y de los Pizarro, la época de la osadía, que no había de repetirse, la época en que unos cuantos aventureros resueltos, al mando de cuatro o cinco embarcaciones y, de un centenar de mercenarios, podían someter países enteros. En el año de 1700, el Brasil ya forma una unidad, ya constituye una fuerza; tiene sus ciudades, sus fortificaciones, sus puertos y -lo que es casi vez más importante que todo eso- ya forma una comunidad nacional que cuenta con un ejército invisible, que defendería el país con el sacrificio hasta el último hombre contra cualquier invasor, y que no reconoce a la propia metrópolis sino a regañadientes la renta aduanera y el tributo de los impuestos. No le hacen falta sino dos cosas: más tiempo y más hombres. A la postre, el silencioso y paciente :resultará ser el más fuerte, El descubrimiento de oro en la provincia de Minas Geraes es algo más que un acontecimiento de significación nacional para el Brasil y Portugal. Es un suceso mundial, que influye definitivamente sobre todo el orden económico de la época. Según afirma Werner Sombart, el desarrollo capitalista e industrial de Europa a fines del siglo dieciocho habría sido imposible sin la afluencia enorme y estimulante del oro brasileño a las arterias de la vida económica europea, que en el acto pulsaron con mayor rapidez. La cantidad de oro que el Brasil, ese país hasta entonces inadvertido, lanza de repente al mercado representa una suma casi inimaginable para aquella época. Según las apreciaciones de Roberto Simonsen, que merecen todo crédito, en aquel solo valle montañoso de Minas Geraes se extrajo en ese medio siglo más oro que en toda la América junta hasta el descubrimiento de las minas de oro californianas, en el año de 1852. El botín del Perú y Méjico, que llevó el siglo dieciséis a un paroxismo de locura, y que de golpe duplicó el valor material, el valor monetario de todos los objetos (según Montesquíeu lo describiera tan magníficamente en su famoso ensayo sobre Les richesses de l’Espagne), representa apenas una quinta parte, quizá nada más que una décima parte, de lo que la colonia, tan largo tiempo despreciada, reporta a su metrópolis.

Lisboa pudo ser reconstruida después de su destrucción gracias a ese oro; el gigantesco monasterio de Mafra fue edificado con el «quinto» que por ley había de entregar al monarca; el repentino florecimiento de la industria inglesa sólo pudo operarse en virtud de ese abono amarillo; el comercio y tráfico europeos adquieren con esa afluencia repentina un ritmo más acelerado. Por una hora universal, por espacio de cincuenta años, el Brasil es la tesorería del viejo mundo y la colonia más provechosa y más envidiada que pueda poseer un Estado europeo. Por un momento parece haberse cumplido el sueño de los conquistadores y se diría que se ha encontrado el legendario El Dorado.

Ese episodio del oro -pues no será más que un episodio en la historia del Brasil- es a tal punto dramático en su advenimiento, transcurso y epílogo que, para describirlo más convenientemente, lo mejor es adoptar la forma de una obra teatral con sus distintos actos y escenas.

El primer acto tiene lugar poco antes del año de 1700 en un valle montañoso de Minas Geraes, que en ese entonces no constituye todavía una provincia, sino un territorio inhabitado, sin ciudades ni caminos. De Tabauté, un pequeño reducto de paulistas, parten cierto día unos pocos hombres, montados en caballos y mulas, que se dirigen a las colinas que el pequeño río de las Velhas sortea con muchos recodos y curvas.. Como miles de hombres antes que ellos, han salido sin rumbo, sin conocer un camino y, en realidad, sin una meta determinada. Lo único que quieren es hallar alguna cosa para llevarla a su casa, ya sean esclavos, ya sea, ganado o acaso un metal precioso. Entonces se produce el hallazgo inesperado.

Uno de esos hombres -no se sabe si basándose en una información secreta o si por mero azar- descubre en la arena los primeros granos de oro, y los lleva dentro de una botella a Río de Janeiro. Como siempre, basta la primera visión de ese metal, que misteriosamente es del color de la envidia, para que se inicie una migración frenética. La gente acude presurosa desde Bahía, Río de Janeiro y São Paulo, a caballo, a mula, a lomo de burro, a pie y en barquichuelas río arriba por el San Francisco. Los marineros -en este punto el director debe recurrir a las escenas representadas por masas abandonan sus barcos; los soldados, sus guarniciones; los comerciantes, sus negocios; los sacerdotes, sus púlpitos, y los esclavos son conducidos en rebaños negros hasta aquel páramo.

En el primer instante, la aparente riqueza parece convertirse en una catástrofe económica sin precedentes para todo el país. Se interrumpe el trabajo en los ingenios y en las plantaciones de tabaco, ya que sus directores los han abandonado, llevando consigo a los esclavos para reunir en unas semanas acaso en un día, lo que la labor paciente y sistemática sólo produciría en un año. No es posible cargar los buques ni hay quien los conduzca. Todo se detiene y para, y el gobierno tiene que publicar edictos especiales para impedir la deserción de las fuerzas productoras al interior. Pero mientras la repentina despoblación amenaza a las ciudades del litoral con una catástrofe, se levanta en el distrito del oro, a la inversa, debido a la imprevista superpoblación, la amenaza del eterno destino del rey Midas: la carestía frente a los platos de oro. Abundan la arena y las pepitas de oro, pero faltan pan, maíz y queso, no hay leche ni carne para alimentar a las decenas de miles o acaso cien mil hombres llegados a ese desierto sin provisiones, ganado ni frutas. Afortunadamente, la perspectiva, de vender la mercadería a un precio quintuplicado y aun decuplicado y de recibir en pago, además, oro puro, induce a los negociantes a multiplicar sus esfuerzos. Se transportan cantidades cada vez mayores de alimentos y de otros elementos, como picos y palas y cribas, que llegan por tierra y por vía fluvial hasta el yermo. Van abriéndose caminos, y el río San Francisco, que hasta entonces corría silencioso, azul y soñoliento, y que en meses apenas si había visto una vela, se transforma ahora en una vía animada. Las barcas ascienden y descienden, arrastradas por esclavos; luego, los bueyes arrastran carretas, y de vuelta viene, en pequeñas bolsas de cuero, el soñado oro, suelto o ya a medias acuñado.

Una actividad febril ha invadido de golpe ese paisaje tranquilo y que trabajaba casi soñoliento.

Pero es, como siempre, una fiebre maligna esa fiebre de oro. Excita los nervios, acalora la sangre, hace los ojos ávidos y perturba los sentidos. No tardan en producirse luchas; los primeros descubridores, los paulistas, defiéndense contra los que llegaron más tarde, contra los emboabas. Lo que el uno reunió a costa de mucho trabajo, otro se lo arrebata de una puñalada, y lo ridículo se mezcla grotescamente con lo trágico.

Hombres que ayer todavía eran mendigos, se pavonean ostentando ridículos trajes de lujo; en las mesas de juego, desertores y mozos de cordel pierden a los dados fortunas enteras. Y el primer acto termina con una escena digna de una ópera: durante esa frenética excavación del suelo en mil puntos distintos, se descubre en la proximidad de Diamantina algo más valioso aún que el oro: el diamante.

Segundo acto. Entra en escena una nueva figura principal: el gobernador portugués, custodio de los derechos de la corona.

Ha llegado para fiscalizar la nueva provincia y, sobre todo, para asegurar el quinto que por ley corresponde al monarca.

Detrás de él marchan los soldados, siguen a caballo los dragones para, establecer el orden. Se instala una casa de moneda, donde debe entregarse todo el oro hallado, para ser fundido, a fin de que sea posible llevar una fiscalización exacta. Pero la bárbara multitud no quiere fiscalización alguna; estalla una rebelión, que es sofocada con mano implacable.

Entonces se convierte la aventura lentamente en una fabricación regular, severamente vigilada por la autoridad real. En la reducida región del oro se forman paulatinamente grandes ciudades, como Villa Rica, Villa Real y Villa Alburquerque, que reúnen en sus chozas y en sus casas, rápidamente construidas con barro, a un centenar de miles de hombres, más que Nueva York o cualquiera otra ciudad americana de ese tiempo, ciudades, por otra parte, de las que ya casi nadie tiene conocimiento en nuestros días y de las cuales aun el mundo contemporáneo no tenía sino nociones muy vagas. Porque Portugal está decidido a guardar el tesoro y a no dejar a ningún extranjero acercarse, ni aun por una sola hora, a aquella fuente aurífera. Toda la región queda cercada, por así decirlo, con una reja de hierro; se colocan barreras en todas las encrucijadas, y por todas partes patrullan soldados, día y noche. Ningún viajero puede penetrar en la zona y ningún buscador de oro puede abandonarla sin antes haber sufrido un registro minucioso para averiguar si acaso no lleva consigo algún polvillo de oro que hubiera sustraído ilegalmente a la fundición y la Tesorería. Los castigos que se aplican a quienquiera que atente contra las disposiciones respectivas son terribles. Está prohibido dar noticias acerca del Brasil y sus tesoros, no se deja salir ninguna carta, y un libro escrito por el jesuita italiano Antonil (seudónimo de Andreoni) sobre Las riquezas del Brasil queda suprimido por la censura. Apenas Portugal ha cobrado conciencia del valor que constituye el Brasil y ya aplica todas las artes de la vigilancia para mantener alejadas las peligrosas envidia y codicia de las demás naciones. Sólo la corte y los funcionarios de la Tesorería deben saber en qué lugares se extrae oro y en qué otros, diamantes, y cuál es la participación de la corona, y aun hoy nadie puede, en verdad, establecer un calculo exacto sobre los beneficios obtenidos en ese siglo. Pero no cabe duda que fueron inmensos, pues, aparte del referido quinto, afluye a la caja, exhausta desde tiempo atrás, todo diamante de más de veintidós quilates, que debe ser entregado sin derecho a indemnización, y a ello se agrega todavía el beneficio obtenido por la mercancía importada por la colonia enriquecida de la noche a la mañana, así como la mayor entrada en concepto de derecho aduanero sobre los esclavos, que deben importarse en doble cantidad para acelerar la explotación.

Sólo ahora Portugal se da cuenta de que, después de haber perdido sus posesiones indias y africanas, le quedó no obstante la más valiosa de sus «provincias ultramarinas», precisamente aquel país que sus Lusiadas no ponderan y que fue colonizado por sus hijos más pobres y por los expulsados.

El tercer acto de la tragicomedia del oro tiene lugar unos setenta años después y representa el giro trágico. La primera escena se desarrolla en Villa Rica y en Villa Real, transformadas y, sin embargo, las mismas. No ha cambiado el paisaje con sus colinas desnudas, de un verde oscuro, y con su río, que avanza intempestivo por los estrechos valles. Las ciudades, en cambio, se han modificado: imponentes iglesias claras, ricamente adornadas en su interior con cuadros y esculturas, se yerguen sobre las colinas; alrededor del palacio del gobernador se han agrupado gallardas casas; en ellas reside una población notable y acaudalada, pero ya no es la misma malgastadora y alegremente animada de ayer y de anteayer.

Ha desaparecido algo que infundía a las calles, las tabernas y los negocios una actividad animada, ha desaparecido algo que iluminaba las miradas de los hombres y que hacía más sueltos y animados sus movimientos, algo que hacía febril y fogosa la atmósfera del lugar. Ese algo es el oro.

Sigue el río corriendo y echando espuma, y en su curso continúa depositando en la orilla piedra deshecha en arena, pero por mucho que se la agite en las cribas y por mucho que se la lave. sólo queda arena sin valor. Ya no se encuentran, como otrora, los pesados granos relucientes; han pasado los años en que bastaba, para enriquecerse, colocar cincuenta o cien esclavos con orden de agitar y volver a agitar la arena en grandes palanganas de madera, en cuyo fondo siempre quedaban unas cuantas onzas de granos de buenos quilates. El oro del río de las Velhas había sido oro de aluvión, oro de superficie, y está ahora espumado, Para extraerlo de las entrañas de la montaña, se necesita realizar un fatigoso trabajo técnico, para el que no están preparados aún ni la época ni el país. Por este motivo se produce el cambio: Villa Rica se transforma en villa pobre. Los lavadores de oro de ayer, empobrecidos y amargados, se retiran con sus burros, mulas y esclavos y con sus míseros bienes; las chozas de barro de los esclavos, diseminadas por millares en las colinas, son arrastradas por las lluvias o se desploman. Los dragones se retiran, pues ya no queda nada que vigilar, la casa de moneda no tiene qué fundir y el gobernador no encuentra qué administrar; hasta la cárcel se despuebla, ya que no hay allí qué robar o hurtar al prójimo. El ciclo del oro ha tocado a su fin.

Sigue el cuarto acto, dividido en dos escenas simultáneas, una en Portugal, la otra en el Brasil. La primera escena tiene lugar en el palacio real de Lisboa. Está reunido el consejo de la corona. Se da lectura al informe de la Tesorería, y ese informe es aterrador. Disminuyen continuamente los envíos de oro del Brasil, y aumentan sin cesar las deudas. Las compañías industriales fundadas por el marqués de Pombal están a punto de quebrar, porque ya no es posible financiarlas. La reconstrucción de Lisboa, iniciada con tantos bríos, está trabada.

¿Dónde sacar dinero, desde que no afluye más el oro del Brasil, y cómo reemplazar a éste? La expulsión de los jesuitas y la confiscación de sus bienes no han servido para nada; después del primer imperio soñado de los Lusiadas desapareció ahora también el de un eterno El Dorado. Engañoso como siempre, el oro sólo ha prometido la dicha, pero sin cumplir tal promesa. Y Portugal tiene que conformarse con volver a ser lo que fue en el principio: un país pequeño y tranquilo, digno, de ser amado precisamente por esa calmosa belleza.

La segunda escena, simultanea, se desarrolla en Minas Geraes y ofrece un contraste absoluto: los lavadores de oro han dejado, con sus mulas, burros, esclavos y todos sus bienes movibles la inhospitalaria región montañosa y han descubierto la fértil zoza campestre.

Se radican en ella, surgen villorrios y ciudades, embarcaciones surcan el río San Francisco, el tránsito aumenta, y una región inhabitada, no cultivada, se transforma en una nueva provincia activa. Lo que para Portugal significa una pérdida resulta un beneficio para el Brasil; a cambio del oro desaparecido encontró una sustancia infinitamente mas valiosa: un nuevo trozo de su tierra apropiado para la labor activa y productiva.

Esa corrida tras del oro de Minas Geraes representa, en realidad, y desde el punto de. vista demográfico, la primera de las grandes migraciones, hacia el interior, que resultaron tan decisivas para el desarrollo nacional y económico del Brasil. Sin esas repetidas migraciones hacia el espacio interior, no se explicaría el fenómeno de que un país de tan inmensas dimensiones haya conservado a tal punto su unidad nacional que ni siquiera el idioma tomara matices de distintos dialectos desde el Paraná hasta el Amazonas, ni desde el océano hasta las lejanías casi inalcanzables de Goyaz, y que en todas partes imperen las mismas costumbres y el tipo popular se haya mantenido homogéneo pese a todas las diferencias de clima y profesionales. Como en todos los países de gran superficie, el colono tiene aquí una relación con el suelo que el campesino de las estrechas demarcaciones europeas, que está completamente entregado a su casa y sus tierras. En el Brasil, donde la tierra de todo el interior carecía de amo, y donde cada cual podía adueñarse de ella donde quería y en la forma que se le antojaba, el hombre es emprendedor y dado a la vida, nómada. Aconteció muy naturalmente que el colono, menos aferrado a la tradición que el campesino europeo, mudara fácilmente de residencia, y siguiera pronto a cualquier nueva oportunidad que se le brindaba. De esa suerte, las grandes transformaciones de la economía brasileña, los pasos de un producto de monopolio a otro, los llamados ciclos de producción se manifiestan también como migraciones y desplazamientos del equilibrio de colonización y en cierto sentido, a esos ciclos podría denominarse lo mismo de acuerdo con los objetos de producción que de acuerdo con las ciudades y regiones que han creado. La era de la madera, del azúcar y del algodón pobló el Norte. Creó a Bahía, Recife, Olinda, Ceará y Maranhao. Minas Geraes fue poblado gracias al oro.

Río de Janeiro deberá su grandeza al traslado del rey y de su corte; São Paulo deberá su progreso fantástico al imperio del café, en tanto que el repentino florecimiento de Manaos y Belén es debido al ciclo rápido de la goma, y desconocemos todavía la situación de las ciudades que surgirán a raíz del próximo cambio: la extracción de metales y la industria.

Ese proceso de la distribución del equilibrio, que está operándose hasta el presente momento ya que el brasileño es de una naturaleza particularmente movediza, debido a su herencia de color, que ha sido constantemente fomentado por el agregado incesante de la inmigración africana, primero, y europea, después, impidió que el proceso de expansión orgánica jamás cesase por completo. Evitó una separación social, demasiado vigorosa y dio preponderancia al sentimiento nacional sobre el sentimiento particular. Aun se oye decir, alguna que otra vez, que Fulano es oriundo de Bahía y Zutano do Porto Alegre; pero al indagar mejor, acaba por saberse casi siempre que el padre y la madre respectivos son naturales de distintos puntos. Gracias a esa transfusión y trasplantación constantes, el milagro de la homogeneidad brasileña perduró hasta el día de hoy, cuando el aumento de las posibilidades de comunicación, debido a las fuerzas de trabazón de la radio y de la prensa, torna mucho más natural la conjunción nacional. Mientras el imperio hispano-sudamericano, que ni en espacio ni en población es superior a la que fue colonia portuguesa, por la mera división en distintos distritos gubernamentales destacó más nítidamente las peculiaridades de la Argentina, de Chile, Perú y Venezuela en las formas dialectales, costumbres y hábitos, la forma de gobierno centralista del Brasil preparó desde un principio una modalidad económica y nacional absolutamente unitaria, que, por estar desde temprano y orgánicamente arraigada en el alma del pueblo, resultaba indestructible aun en su aspecto económico.

Si se procura establecer un balance entre el Debe y el Haber de la colonia y la metrópolis, del Brasil y Portugal, correspondiente a la época del comienzo del siglo, se presenta un cuadro completamente cambiado. Desde 1500 hasta 1600, el Brasil es la parte que recibe, y Portugal, la que da; Portugal tiene que enviar barcos, mercancías, y soldados, comerciantes y colonos, y su población blanca es diez veces superior a la de la flamante colonia. Alrededor del año 1700, es decir, al comienzo del siglo dieciocho, la balanza estará más o menos equilibrada, o, en todo caso, se inclinaría un poco a favor del Brasil. Alrededor del año, 1900, la proporción se modificó ya de un modo fantástico. Portugal, con sus 100.000 kilómetros cuadrados, aparece diminuto en comparación con el país que abarca ocho millones y medio de kilómetros cuadrados. Alberga un número do esclavos negros que, él solo, es mayor que el de todos los habitantes de Portugal; y en cuanto a su potencia económica, el imperio americano ya no puede compararse siquiera con la metrópolis europea empobrecida y que se hunde cada vez más en el marasmo financiero. Con mucho oro lo mismo que con poco, con sus diamantes, su azúcar, su algodón, su tabaco, su ganado, sus minerales y, desde luego, con .sus energías de trabajo que aumentan intensamente de año en año, el Brasil ha tiempo ya que se emancipó de cualquier ayuda. El hijo mantiene ahora a la madre, y ya no la madre al hijo. En oportunidad del terremoto de Lisboa, el Brasil no envía menos de tres millones de cruzados, a modo de regalo, para invertirlos en la reconstrucción de la ciudad, y ya en Portugal no cuentan entre los ricos sino los que poseen propiedades en el Brasil y quienes comercian con sus puertos y ciudades. Comparado con la «pequeña casa lusitana», el Brasil aparece como un mundo.

Pero cuanto mas fuerte, más viril, más firme se vuelve el Brasil, tanto más visiblemente manifiesta la metrópolis la preocupación por que el vástago, que se desarrolla demasiado, puede el día menos pensado sustraerse a su tutela. Trata una y otra vez de encerrar en el andador a ese ente que ya actúa, piensa y obra independientemente, y lo trata como si fuese aún menor y necesitado de la tutela real. Quiere impedir por la fuerza su independencia económica Mientras Norteamérica hace tiempo ya que puede determinar libremente su destino, el Brasil aun no tiene derecho producir mercancías, aparte de sus materias primas. No le es permitido tejer telas, sino que ha de obtenerlas por intermedio de la metrópolis; no puede construir barcos propios, para que sólo los armadores portugueses obtengan beneficios. No debe haber lugar aun ni campo de actividad en el Brasil para los intelectuales, para técnicos ni industriales. No puede imprimir ahí ningún libro, ni publicarse diario alguno, y al expulsar a los jesuitas se quita al Brasil los únicos hombres que difundían alguna instrucción en el país. Todo se hace para evitar un progreso económico, una comunicación libre con los mercados mundiales. El Brasil debe seguir siendo un país esclavizado, una colonia cuanto menos independiente, cuanto menos intelectual y cuanto menos nacional, tanto mejor. Todo conato independencia es sofocado por la violencia.

Y las tropas portuguesas, estacionadas en el interior del Brasil ha tiempo ya que no tienen la misión de proteger la colonia contra enemigos exteriores -cosa que el país podía lograr desde hace mucho, mediante sus propias fuerzas- sino que sólo les toca proteger el cuartel económico de la corona contra el propio país.

Pero en la historia se repite siempre el mismo fenómeno; lo que se descuida durante años y más años prudencia e indiferencia, lo impone la fuerza bruta, una sola hora. Es -y parece grotesco- Napoleón, tirano de Europa, quien facilita la libertad a ese país americano. Obligando al rey de Portugal, con el avance relámpago de sus tropas, a abandonar su residencia en Lisboa en fuga precipitada, le obliga simultáneamente a ver por primera vez con sus propios ojos la tierra que había edificado sus palacios y que durante decenios y siglos había sido el auxiliar más fiel de su corte y de su país.

En lugar de los recaudadores de impuestos y de la gendarmería, aparece ahora en la colonia por primera vez un miembro de la casa de Braganza el rey Juan VI, con toda su corte, la nobleza y el clero.

Pero el siglo diecinueve ya no conocerá ninguna colonia llamada Brasil. El rey Juan no puede sino proclamar solemnemente la mayoría del hijo que le recoge, un refugiado y lamentablemente vencido. Con la denominación de Reinos Unidos, el Brasil es equiparado con Portugal, y durante doce años, la capital de ese noble reino no se halla en las márgenes del Tajo sino en las de la bahía de Guanabara. Han caído de golpe las barreras que hasta entonces aislaron al Brasil del comercio mundial; ha pasado el tiempo de las prohibiciones, de los permisos y de los decretos severos. Desde el año de 1808 pueden atraer vapores extranjeros, pueden intercambiarse mercaderías sin necesidad de pagar un tributo a la Tesorería de allende el mar. El Brasil ya puede trabajar y producir, hablar y escribir y pensar, y de esta suerte puede comenzar por fin, simultáneamente con el progreso económico, el desarrollo cultural tan largo tiempo reprimido por la fuerza. Por primera vez, desde el fugaz episodio de la ocupación holandesa, se llama al país a artistas, sabios y técnicos de nombradía para fomentar ahí el desenvolvimiento de una cultura propia. Se instalan cosas totalmente desconocidas hasta entonces: bibliotecas, museos, universidades, academias, escuelas técnicas, y se concede al Brasil toda libertad para manifestar y probar su propia personalidad dentro del círculo cultural del mundo.

Pero el que una vez ha conocido y estimado la sensación de la libertad ya no se detiene hasta haber obtenido la libertad entera, incondicional. Aun el lazo débil que une al nuevo reino con el viejo reino de allende el mar causa al Brasil ahora la sensación de una traba y una opresión. Y su independencia real sólo comienza cuando en el año de 1822 se instituye en imperio.

O dicho con más propiedad: podría comenzar. Porque el Brasil sólo logra conquistar su independencia en el sentido político, pero no así en el sentido económico. Al contrario, hasta muy entrado el siglo diecinueve, el Brasil se encuentra en una situación de dependencia económica de Inglaterra y de otras naciones industriales, más pronunciada aún que otrora su dependencia de Portugal. El Brasil, trabado en su desenvolvimiento por las prohibiciones emanadas de Lisboa, dejó pasar sin aprovecharla la revolución industrial que a fines del siglo dieciocho comenzó a transformar fundamentalmente a nuestro mundo. Hasta entonces podía vencer toda competencia en el suministro de sus productos coloniales gracias al bajo precio de su mano de obra, gracias a la esclavitud, manteniendo, en el aspecto económico, el primer lugar entre todas las colonias americanas. Aun en el momento de la declaración de la independencia, llevaba ventaja a Norteamérica en cuanto a las exportaciones, y en algunos años, sus ventas incluso igualaron las cifras de Inglaterra. Pero con el nuevo siglo irrumpió un elemento de novedad en la economía mundial: la máquina. Una sola máquina de vapor atendida por doce obreros, produce ahora en Liverpool o en Manchester más que cien, y pronto más que mil esclavos, en el mismo tiempo. Desde entonces, la producción manual ya no podrá, a la larga, luchar contra la industria mecanizada y organizada, del mismo modo que los indios desnudos nada pueden con sus flechas contra las ametralladoras y los cañones.

Esta circunstancia, de por sí fatal, de quedar a la zaga del ritmo de la época, se acentúa aún debido a un contratiempo.

En el catálogo vasto y casi completo de sus minerales y metales, falta tan luego la materia energética que, como sustancia motriz, resulta decisiva para el siglo diecinueve: el carbón.

En el momento decisivo, en que el transporte y la producción de energías empieza a valerse de esa nueva sustancia dinámica, el Brasil no dispone en todo su inmenso territorio ni de una sola mina hullera. Cada kilo debe ser traído en viajes de muchas semanas de duración, y pagado muy caro con el azúcar, cuyo precio declina rápidamente. Por esta razón, los transportes, se vuelven dispendiosos, y además, la estructura montañosa del país retrasa la construcción de ferrocarriles en decenios irreemplazables, y aun después ello sólo se realiza en una medida insuficiente. Mientras el ritmo de las operaciones comerciales y del tráfico se vuelve, en los norteamericanos y europeos de año en año, diez, cien y aun mil veces más rápido, en el Brasil, la tierra se niega a entregar carbón, las montañas ponen trabas y los ríos se retuercen como si quisieran oponerse al siglo nuevo. Y no tarda en ponerse en evidencia, el resultado de ello: de lustro en lustro, el Brasil queda, más a la zaga del desenvolvimiento moderno, y, sobre todo, el Norte, con sus deficientes medios de comunicación, se hunde en una decadencia que más tarde ya es casi imposible detener. En una época en que las vías férreas unen con triple o cuádruple cinturón el este y oeste, el norte y sur de los Estados Unidos de Norteamérica, sobre una superficie idéntica a la del Brasil, las nueve décimas partes de este país se hallan a millas y más millas de distancia de cualquier riel, y mientras en el Mississipi, el Hudson y el San Lorenzo los modernos barcos a vapor suben y bajan continuamente, en el Amazonas y en el San Francisco sólo se ve rara vez el humo de una chimenea. He aquí por qué en una época en que las minas de carbón y los talleres siderúrgicos, las fábricas y los centros de comercio, las ciudades y los puertos de Europa y Norteamérica colaboran con una pérdida de tiempo cada vez mas reducida y se supera de año en año la potencia y eficacia de la producción en masa, el Brasil permanece hasta muy avanzado el siglo diecinueve apegado impotentemente a los métodos de los siglos dieciocho, diecisiete y aun dieciséis, suministrando siempre las mismas materias primas y entregado, indefenso por lo mismo, con la colocación de sus productos, al arbitrio del comercio mundial.

De esta manera, el balance comercial va cayendo y decayendo, y el Brasil pasa como factor dominante de la primera fila de América a la segunda y tercera, y el cuadro de su economía no carece, al comienzo del siglo diecinueve, de cierta perversidad, pues tan luego el país que tal vez posee mayor cantidad de hierro que cualquier otro en la Tierra, debe importar cada máquina, cada herramienta del extranjero. Aun cuando su suelo produce una abundancia ilimitada de algodón, tiene que importar de Inglaterra el género tejido e impreso.

A pesar de que sus selvas se extienden, inconmensurables y sin talar, tiene que comprar el papel en el exterior, lo mismo que cualquier otro objeto que no puede producirse mediante el trabajo manual no organizado y tradicional. Como ocurre siempre en el Brasil, grandes inversiones para reorganizar los procedimientos salvarían al país. Pero el Brasil carece de capital desde la cesación de los hallazgos de oro, y por eso sus primeras fábricas, sus ferrocarriles y sus pocas, empresas de envergadura son montados exclusivamente por compañías inglesas, francesas y belgas, y el nuevo imperio queda entregado, como colonia de grupos anónimos, a la explotación mundial. En un tiempo en que el ritmo del movimiento, la animación del espacio mediante energías creadoras resultan decisivos para el desarrollo económico de un país, el Brasil sigue trabajando de acuerdo con métodos arcaicos y con la vieja lentitud de transacciones, y está amenazado por el marasmo completo. Su economía ha vuelto, una vez más, a un nivel ínfimo.

Pero es propio del desenvolvimiento del Brasil que ese país de las posibilidades ilimitadas venza cada una de sus crisis por obra de una readaptación súbita, hallando, en cuanto falla su principal artículo de exportación, otro más provechoso aún. Así como el siglo diecisiete operó tal milagro del inesperado progreso gracias al azúcar, y en el siglo dieciocho gracias al oro y los diamantes, el siglo diecinueve lo realiza mediante el café. Después del ciclo del azúcar, el oro blanco, y del ciclo del oro verdadero, se inicia con el café el ciclo del oro pardo, sustituido durante un corto lapso por el ciclo del oro líquido, el caucho. Es una marcha de triunfo sin par, pues con el café, el Brasil obtiene durante todo el siglo diecinueve y parte del siglo veinte un monopolio universal absoluto; son de nuevo los factores viejos y tan típicos, la fertilidad del suelo, la facilidad del cultivo, lo primitivo del proceso de producción, los que hacen a ese nuevo artículo especialmente adecuado para el Brasil. El grano de café no puede plantarse ni recogerse con máquinas. En este ramo, el esclavo rinde mucha mayor utilidad que el volante de hierro.

Y nuevamente se trata, como en el caso del azúcar, del cacao y del tabaco, de un artículo de calidad que apela a los nervios refinados del gusto; es, en verdad, el complemento necesario de los productos anteriores, pues el cigarro, el azúcar y el café forman la trinca ideal para rematar una buena comida.

Son siempre el sol del Brasil, la savia y la fertilidad de su suelo, los que salvan a ese país. Lo que ya era delicioso en la vieja patria se vuelve más delicioso aún en esa tierra nueva; en ninguna parte el café medra tan exuberante y con tanto aroma como en esa zona subtropical. Los siglos anteriores ya habían conocido esos granos y su fuerza estimulante. Pero cuando en el año de 1730 se trasplanta el café a la región del Amazonas, y en 1763 a la de Río de Janeiro, se le considera todavía como artículo de lujo, de manera que su venta no puede resultar decisiva para la economía; en las tablas estadísticas aparece hasta los comienzos del siglo diecinueve en cantidades y con un valor que quedan muy a la zaga del algodón, del cuero, del cacao, del azúcar y del tabaco. Exactamente como en el caso de sus hermanos mayores, el azúcar y el tabaco, sólo el creciente hábito de servirse de ese magnífico estimulante, que se infiltra en capas cada vez más amplias de Europa y de Norteamérica, contribuye a su cultivo más intenso.

En la segunda mitad del siglo diecinueve, la producción y venta empiezan a aumentar, ascendiendo como una curva de fiebre, y el Brasil conviértese en proveedor de café del mundo entero. Tiene que ampliar su producción cada vez más rápidamente para conformar la demanda; cientos de miles, y luego millones de obreros afluyen a la provincia de São Paulo, se amplían los grandes diques y depósitos de Santos, donde hay veces que en un solo día se encuentran treinta barcos cargados de café. Durante decenios, el Brasil regula su economía con la exportación de café, y los números gigantescos revelan el valor que alcanza tal exportación. Desde .1821 hasta 1900, es decir, en el curso de ochenta años, el Brasil vende café por valor de 270.835.000 libras esterlinas, y en total, hasta la fecha, por más de dos mil millones de libras esterlinas; con ese importe sólo queda cubierta ya la mayor parte de las inversiones e importaciones del país. Pero, por otra parte, esa monoproducción tiene por consecuencia que el Brasil dependa cala vez más de los precios cotizados en la bolsa y que el valor de su moneda quede encadenado al precio del café; cada baja de los precios del café tiene que arrastrar consigo el valor del milreis.

Y esa desvalorización del café resulta finalmente inevitable.

Los plantadores, seducidos por las grandes facilidades de venta, engrandecen sin cesar sus fazendas, y puesto que ningún plan económico organizado se opone oportunamente a tan desmedida superproducción, una crisis sigue a la otra. El gobierno debe intervenir repetidas veces para impedir una catástrofe, unas veces adquiriendo la cosecha, otras veces cobrando tal impuesto sobre las plantaciones nuevas que prácticamente equivale a una prohibición, y una tercera vez mandando tirar al mar el café adquirido para detener la baja del precio. Pero la crisis permanece latente. Luego de breves repuntes, el precio vuelve a decaer una y otra vez, y en cada una de sus bajas arrastra consigo al milreis. La misma bolsa de café que en 1925 costaba todavía cinco libras esterlinas, vale en 1936 nada más que libra y media, en tanto que el milreis, sufre una baja más acentuada aún. Pero para la estabilidad de las finanzas y el equilibrio interior es más bien ventajoso el que la soberanía del café se aproxime a su fin y el bienestar o la crisis de todo un país no sea determinado por la cotización casual de los granos marrones en las bolsas internacionales de productos. Como siempre, en este caso también una crisis económica se transforma en beneficio nacional para el Brasil, porque impele hacía una difusión más regular de su producción y advierte a tiempo el peligro que significa el jugar toda la fortuna nacional a una sola carta.

Durante algún tiempo un poderoso pretendiente al trono parece querer alzarse contra el rey económico del Brasil, el café, para adueñarse del gobierno: la goma. Tendría, en realidad, cierto derecho moral para justificar su pretensión, pues no es como el café un inmigrante llegado bastante tarde, sino un ciudadano nativo. El árbol del caucho, la hevea bresiliensis, se encontraba primitivamente en las selvas del Amazonas.

Desde los siglos de los siglos medran ahí trescientos millones de esos árboles, sin que jamás su forma específica ni su savia preciosa hubieran sido conocidas por los europeos. Los aborígenes usaban de vez en cuando, la resina de esos árboles -según Le Condamine comprueba, el primero, en ocasión del viaje a lo largo del Amazonas, en 1736-, para impermeabilizar las velas de sus embarcaciones y sus vasijas. Pero esa resina pegajosa que no tiene utilidad industrial, ya que no resiste ni altas ni bajas temperaturas, sólo se exporta a principios del siglo diecinueve en pequeñas cantidades y en forma de artículos de hechura muy primitiva, a la América del Norte. El cambio decisivo sólo se opera cuando, en el año de 1839, Charles Goodyear descubre que mediante una aleación con azufre se puede transformar aquella masa blanda en otra menos sensible al calor y al frío. De golpe, el caucho se convierte en uno de los big five, una de las grandes necesidades del mundo, apenas inferior en importancia al petróleo, el carbón, la madera y el hierro. Se le necesita para hacer mangueras, galochas y mil cosas más, y con el advenimiento de la bicicleta y, luego, del automóvil, su consumo adquiere proporciones gigantescas.

Hasta fin del siglo diecinueve, el Brasil posee el monopolio exclusivo de la materia prima de ese nuevo producto.

La hevea bresiliensis -un azar económico sin par- sólo se encuentra en la selva amazónica; el Brasil está, pues, en condiciones de dictar los precios. Resuelto a conservar para sí solo ese monopolio valioso, el gobierno prohibe la exportación aun de un solo árbol, recordando muy bien cómo el mismo Brasil, con la importación de unas pocas docenas de arbustos de café desde la vecina Guayana francesa puso en jaque al rival más peligroso. Y ahora, repitiéndose el fenómeno observado en oportunidad del descubrimiento del oro en Minas Geraes, se produce un repentino boom hacia la selva del Amazonas, hasta entonces sólo poblada por mosquitos y otros bichos. Con ese cielo del «oro líquido> comienza una nueva, y enorme migración interior hacia una provincia despoblada hasta entonces. Las compañías emplean y transportan en botes y barcas a setenta mil personas de la región de Ceará, que, a consecuencia de una sequía repentina, tuvieron que abandonar sus hogares, y los llevan de Belén a las florestas, por no decir que los venden. Porque se inicia un terrible sistema de explotación en esas regiones tan apartadas de la ley y de toda vigilancia, como, en su tiempo, los valles auríferos de Minas Geraes. Aun cuando no son esclavos, esos seringueiros son mantenidos prácticamente en la esclavitud, tanto por los contratos de trabajo como por el, hecho de que los empresarios, no satisfechos con el beneficio que les deja el caucho, venden a los desdichados trabajadores de la «cárcel verde» las mercancías y los comestibles que necesitan al cuádruple y quíntuple de su precio. Para comprender todos los - detalles del horror de esos días conviene leer la admirable novela de Ferreira de Castro, que describe con grandioso realismo esa época vergonzosa. El trabajo del seringueiro es terrible. Morando en míseras chozas en medio de la selva, lejos de toda humanidad civilizada, tiene que abrirse primero camino con el machete a través de la maleza hasta llegar a los árboles que luego ha de tajar y sangrar. Tiene que hacer ese camino varias veces por día, bajo un calor sofocante, tiene que hervir el látex obtenido en el momento propicio y, con las fuerzas menguadas, zarandeado por la fiebre, termina siendo deudor todavía, después de meses de trabajo, de los empresarios, debido a un cálculo criminal, ya que de pronto se le cobra el gasto del traslado luego de haberlo explotado con el suministro de los víveres. Si el desdichado procura huir del «contrato de trabajo», que es el eufemismo con que se designa esa esclavitud, le persiguen y cazan unos cuidadores armados, exactamente como antes ocurría con los esclavos, y en adelante debe trabajar engrillado.

Pero gracias a esa desvergonzada explotación del trabajo, gracias al monopolio comercial y al aumento del consumo mundial, que acrecienta de año en año, los beneficios aumentan vertiginosamente hasta llegar a lo fantástico. Los días de Villa Rica y Villa Real del siglo dieciocho, citando las ciudades del oro surgían en medio del yermo con un lujo apresurado y una pompa sin sentido, parecen retornar en el siglo diecinueve. Belén florece de nuevo y a mil millas de distancia de la costa se forma una ciudad nueva, Manaos, dispuesta a superar en lujo y magnificencia a Río de Janeiro, São.Paulo y Bahía. En medio de la selva virgen aparecen avenidas asfaltadas, bancos y palacios con luz eléctrica, edificios y comercios hermosos, el teatro más grande y lujoso del Brasil, que no cuesta menos de diez millones de dólares. Todo nada en dinero. Se gasta un conto, que a la sazón tiene el valor de doscientos dólares, como si fuera un peso, los objetos de lujo más refinados llegan desde París y Londres a bordo de los grandes vapores que surcan cada vez con mayor frecuencia las aguas del Amazonas. Todo el mundo especula, todo el mundo comercia con goma, y mientras los árboles sangran y en la «cárcel verde» de la selva los seringueiros mueren a centenares y a miles, toda una generación se enriquece en la región del Amazonas con el «oro líquido», tanto como en otro tiempo sus antepasados en los campos auríferos de Minas Geraes. Es verdad que el Estado también se beneficia con esa exportación provechosa, y en la balanza comercial el caucho se acerca a saltos, con brincos, peligrosamente, al café.

El advenimiento del automóvil abre perspectivas ilimitadas.

Dos lustros más, y Manaos será una de las ciudades más ricas, no sólo del Brasil, sino del mundo entero.

Pero el globo tornasolado revienta con la misma rapidez con que se había hinchado. Un solo hombre lo pinchó subrepticiamente.

Anulando hábilmente, mediante el soborno, la prohibición de exportar una hevea bresiliensis o sus semillas, un joven inglés lleva no menos de setenta mil de esas semillas a Inglaterra, donde en Kew Gardens se plantan los primeros arbolitos que luego son trasplantados a Ceilán, Singapur, Sumatra y Java. Con ello queda anulado el monopolio brasileño, y su producción pasa prontamente a un segundo piano.

Las plantaciones sistemáticamente dispuestas en las islas malayas, donde los árboles de la goma están formados como granaderos en líneas derechas de muchas millas de largo, permiten una explotación mucho más fácil y rápida que con los árboles en medio de la selva, donde primero hay que librar a cada árbol de las malezas circundantes. Como de costumbre, la producción brasileña, anticuada e improvisada, cae víctima de la moderna organización superior.

El descenso se opera con la rapidez de un alud. En el año de 1900, el Brasil produce todavía 46.750 toneladas de caucho contra míseras cuatro toneladas procedentes de Asia. En el año de 1910 aun predomina con sus 42.000 toneladas frente a las 8.200 toneladas de producción asiática. Pero en 1917 ya está vencido con sus 87.000 toneladas contra 71.000, y a partir de entonces el descenso se acentúa cada vez más.

En 1938 ya no produce sino 16.400 toneladas contra 365.000 toneladas procedentes de. los Estados malayos, 300.000 de la colonia holandesa, 58.000 de Indochina y 52.000 de Ceilán. Y aun esas pobres 16.000 toneladas no obtienen más que una parte del precio primitivo. El teatro de Manas no aloja, como otrora, las compañías de los principales teatros europeos, las fortunas se deshacen, el sueño del oro líquido, sueño es otra vez. Nuevamente, un ciclo ha llegado a su fin después de haber cumplido su misteriosa misión: la de infundir vida y vitalidad a una provincia dormida hasta entonces, engranándola más estrechamente en el comercio y tráfico de la totalidad de la nación.

A fines del siglo diecinueve, se cumplirá una vez más la ley más íntima del desarrollo brasileño que, fácilmente seducido por el momentáneo beneficio obtenido con un artículo principal, necesita siempre de una crisis para reorganizarse, de modo que esas crisis cíclicas, en resumen, han sido más favorables que contrarias a su multiforme desarrollo total. La última gran transformación a que se vio obligado el Brasil no se la imponía la voluntad del mercado mundial externo, sino su propia voluntad mediante la ley del año de 1888 que abolía definitivamente la esclavitud.

En el primer momento, ése es un choque violento para la economía, tan violento que incluso hace caer el trono imperial.

Muchos negros, embriagados por la nueva libertad, abandonan el campo y se dirigen a las ciudades. Unas empresas que sólo daban beneficios gracias a las energías gratuitas de trabajo, cesan en su actividad; los hacendados pierden con los esclavos una gran parte de su capital, y, por último, hasta la agricultura y la plantación de café, de por sí ya apenas capaces de competir con los modernos métodos técnicos, están amenazadas de fracasar. De nuevo se repite el viejo llamamiento del principio: «¡Brazos para el Brasil! ¡Manos, hombres a cualquier precio!» Ello obliga al gobierno a dar impulso sistemático a la inmigración, que hasta entonces había sido un simple laissez faire, una actitud pasiva e indiferente, mientras que en adelante hará falta atraer los inmigrantes europeos y asiáticos. Antes de la era del café, el Brasil sólo conocía, una inmigración rural. ya en el año de 1817, el rey Juan mandó contratar, por intermedio de agentes europeos, a dos mil colonos suizos, que fundaron una colonia llamada Nova Friburgo; en 1826 les siguió un grupo alemán que se estableció en Río Grande do Sul, y con la llegada posterior de hasta 120.000 alemanes más, al sur de Brasil fueron formándose poco a poco distritos netamente alemanes en Santa Catalina y Paraná, pero toda esa inmigración era debida más o menos a la iniciativa propia y a la actividad intermediaria de agencias privadas. Sólo al adquirir importancia una nueva producción rendidora y faltando el trabajo de los esclavos, el Estado y, en particular, la provincia de São Paulo se deciden a fomentar la inmigración en una proporción. mayor que antes, costeando el pasaje de los que carecían de medios y poniendo porciones de tierra a disposición de quienes quisiesen dedicarse a las faenas rurales. Esos subsidios alcanzan en los años decisivos hasta diez mil contos anuales en dinero efectivo; pero apenas el Brasil allana el camino y abre las puertas, ya afluyen las masas. Un año después de la liberación de los esclavos, en 189ó, la inmigración pasa de 66.000 a 107.000 seres, para alcanzar en 1891 el mayor número hasta entonces registrado, o sea 216.760, manteniéndose después sobre un nivel que aunque variable es siempre elevado, y que sólo en los últimos años de la política de restricción decayó nuevamente hasta unos 20.000 por año.

Esta inmigración de cuatro o cinco millones de blancos durante los últimos diez lustros significaba un enorme aumento de energías para el Brasil y reportó al mismo tiempo una inmensa ventaja cultural y etnológica. La raza brasileña, que como consecuencia de una importación de negros, a lo largo de tres siglos amenazaba con volverse cada vez más oscura, más africana por su tez, vuelve a aclararse visiblemente, y el elemento europeo eleva, en contraste con el de los esclavos analfabetos primitivamente criado, el nivel general de la civilización. El italiano, el alemán, el eslavo, el japonés, traen de sus respectivas patrias, por una parte, una energía y voluntad de trabajo completamente íntegra aun, y por otra parte, la aspiración a un standard de vida más elevado. Saben leer y escribir, tienen conocimientos técnicos, trabajan con un ritmo más acelerado que la generación mal acostumbrada por el trabajo de los esclavos y debilitada, a menudo, en su capacidad productiva por el clima. Los inmigrantes buscan en todas partes, instintivamente, las regiones que consideran parecidas al clima de origen y a las viejas formas de vida, y por esta razón son principalmente las provincias del sur, Río Grande do Sul, Santa Catalina, las que más animación reciben por ese nuevo cielo del «oro viviente». El cielo de la inmigración significa para las ciudades y la región de São Paulo, Porto Alegre y Santa Catalina lo que otrora significaba el azúcar para Bahía, el oro para Minas Geraes y el café para Santos: el impulso decisivo, cuyas energías consecuentes crean luego residencias, posibilidades de trabajo, industrias y valores culturales. Y precisamente por proceder ese material nuevo de las zonas mas distintas del mundo -Italia, Alemania, los países eslavos, Japón y Armenia-, el Brasil puede acreditar del modo más feliz su viejo arte de la mezcla y adaptación recíproca. Gracias a la singular fuerza de asimilación de ese país, los elementos se adaptan con rapidez asombrosa, y la próxima generación ya contribuye naturalmente y en igualdad de derechos al viejo ideal de los comienzos: una nación unida por un solo idioma y un solo modo de pensar.

Este adelanto determinado por la inmigración de los últimos cincuenta años constituye, en verdad, el agradecimiento por el acto moral de la liberación de los esclavos. El ingreso de cuatro o cinco millones de europeos a la vuelta del siglo representa una de las mayores suertes para el Brasil y, en verdad, una suerte doble. Doble, porque, en primer lugar, esas fuerzas vigorosas y sanas afluyen al país en número tan grande, y, en segundo término, porque su llegada comienza exactamente en el momento histórico oportuno. Si una inmigración de tal volumen, si semejante masa de millones de italianos y alemanes hubiera acudido un siglo antes, cuando la cultura portuguesa aun no cubría sino una capa muy delgada, esos hombres de habla extranjera y de costumbres propias distintas habrían ocupado y se habrían posesionado de diversas provincias, y grandes partes del país se habrían italianizado o germanizado definitivamente. Pero si, por otra parte, esa inmigración principal, esa inmigración en masa, no se hubiera operado en aquella época que aun tenía el espíritu cosmopolita, sino en nuestro tiempo de nacionalismo exaltado, los individuos ya no habrían estado dispuestos a disolverse en una nueva forma idiomática. y de pensamiento. Habrían permanecido fija y obstinadamente apegados a la ideología de sus respectivos países y no habrían adoptado la idea de ese país nuevo. Así como el oro no fue descubierto antes de tiempo ni demasiado tarde para fomentar la economía del Brasil sin poner en peligro su unidad, así como el ciclo salvador del café se inició justamente en el instante de la recaída catastrófica, la inmigración europea en masa se produjo exactamente en el momento en que podía surtir los efectos más fecundos. En vez de extranjerizar en el Brasil lo brasileño, ese aporte poderoso contribuyó a que lo brasileño se volviese más vigoroso, variado y personal.

En el siglo veinte se cumple, pues, también la ley, por así decirlo, innata del país, según la cual el Brasil siempre ha menester de crisis para conducir su economía a la transformación enérgica. Esta vez, por fortuna, no son crisis en el propio país, sino las dos catástrofes allende el océano, las dos guerras europeas, que imprimen a su estratificación económica los impulsos decisivos. La primera guerra mundial señala al Brasil el peligro que significa el haber supeditado casi toda su producción para la exportación a un producto solo y el no haber dado desenvolvimiento a sus industrias en toda su variedad. La exportación de café se interrumpe, y con ello queda repentinamente obstruida la arteria principal; provincias enteras no saben qué hacer con sus productos, y, por otra parte, ya no pueden importarse muchos productos manufacturados para el uso diario, debido a la incertidumbre de los mares y a la carga que los países de Europa deben soportar a consecuencia de la guerra. La balanza comercial entera empieza a tambalearse, porque ha sido montada demasiado unilateral y despreocupadamente y sin consideración al equilibrio interior, sobre la venta de billones de granos de café, y por esta razón el Brasil se ve obligado a modificar su actitud y a dedicarse siquiera a algunas de esas empresas industriales.

Ese impulso, una vez iniciado, surte recios efectos; en todos los años en que Europa se halla trabada por el temor y la preparación de la guerra, se producen en el Brasil infinidad de artículos de producción mecánica y manual que antes había que importar de Europa, con lo que se prepara cierta autarquía. Quien entonces volvía al Brasil, al cabo de pocos años de ausencia, quedaba sorprendido ante la cantidad de artículos otrora importados que entonces ya se reemplazaban con otros de producción nacional, así como del grado de independencia que el país en tan breve plazo había logrado en sus medidas de organización y con respecto a los instructores y directores extranjeros. Gracias a esos preparativos, la segunda guerra mundial no hirió a la economía brasileña tan gravemente como la primera. Esta vez también la desvalorización del café y de muchos otros productos ultramarinos resultó inevitable, pero el nuevo final de la coyuntura para el café no despobló a São Paulo, como en su tiempo el agotamiento del oro había despoblado a las ciudades de Minas Geraes y la catástrofe del caucho a Manaos. Ya la economía había aprendido la sabiduría del viejo adagio inglés según el cual no hay que llevar todos los huevos en una sola canasta, y se colocó sobre un fundamento más sólido que el de un producto único, central o de monopolio, supeditado a todas las oscilaciones del mercado mundial.- El equilibrio no sufrió quebrantos, porque las pérdidas que se registraban en una línea quedaban compensadas gracias a un progreso muy pronunciado de la industria, que produce en el país mismo y con materiales propios, en cantidades cada vez mayores, gran parte de lo que antes debía traerse de Alemania y otros países bloqueados. Así como las guerras. napoleónicas crearon, indirectamente, la independencia política del Brasil, así la guerra de Hitler creó la industria brasileña, y no cabe duda de que el país sabrá conservar la independencia económica a través de los siglos, lo mismo que supo conservar su independencia política.

Es siempre arriesgado echar desde el presente un vistazo sobre el futuro. Con sus cincuenta millones de habitantes y su dilatado espacio, el Brasil constituye uno de los esfuerzos colonizadores más grandiosos del inundo, y se halla hoy sólo al comienzo de su desarrollo. Falta mucho aún para vencer todas las dificultades que se oponen a su estructuración definitiva, y, a pesar de la tarea inmensa cumplida, muchas de esas dificultades siguen siendo aún considerables. Para poder valuar debidamente el esfuerzo realizado al paso de los siglos, la justicia exige que también se tomen en consideración los obstáculos que se le habían opuesto y que siguen oponiéndose.

No hay mejor índice para la fuerza de voluntad, tanto de un hombre como de un pueblo, que las dificultades que deben vencerse en un trabajo físico o moral.

De los dos inconvenientes principales que impidieron al Brasil emplear la totalidad de sus energías potenciales, uno está claramente a la vista, en tanto que el otro se oculta primero a la mirada superficial. El peligro secreto, y por lo tanto más pérfido, para el total despliegue de sus energías radica en el estado de salud de su población, que su gobierno no oculta ni descuida. El Brasil, ese país pacífico por excelencia, cuenta con acérrimos enemigos en el interior, que anualmente le arrebatan o debilitan tantos hombres como una campaña en un país en guerra. Tiene que luchar incesantemente contra billones de seres minúsculos, casi invisibles, contra microbios y mosquitos y otros perversos vehículos de enfermedades.

El enemigo principal es, hasta el día de hoy la tuberculosis, que arrebata al país cada año cerca de doscientos mil hombres, es decir, el equivalente de cuerpos de ejércitos enteros.

El brasileño, por ser de complexión débil, parece más expuesto, más indefenso frente a la «peste blanca». A ello se agrega, sobre todo en el norte, una insuficiente o, mejor dicho, inadecuada alimentación, y eso en un país que rebosa de alimentos. Ya se inició una resuelta acción gubernativa para poner coto, si no a la propia enfermedad, cuando menos a los factores de su propagación, y es de suponer que en los próximos años esa campaña será intensificada todavía. Pero si la medicina, la ciencia moderna, no crea el remedio buscado desde hace decenios, el Brasil tendrá que contar por mucho tiempo todavía con ese enemigo peligroso, mientras que la sífilis perdió en ese país intensidad debido a la propagación durante siglos, y pronto quedará, seguramente, exterminada gracias a la terapéutica de Ehrlich.

El segundo enemigo del Brasil es el paludismo, natural casi, debido a las condiciones climáticas del norte y aumentado todavía por el inesperado arribo del anopheles gambiae, del que algunos ejemplares llegaron en 193ó subrepticiamente, en un avión desde Dakar, penetrando clandestinamente en el país, donde se aclimataron y multiplicaron con gran rapidez, tal como en el buen sentido se aclimatan y multiplican en el Brasil toda fruta, toda planta, todo animal y todo ser humano.

La tercera enfermedad, en el conjunto de esos enemigos, es la lepra, que sólo podrá circunscribirse mediante el aislamiento hasta tanto no se descubra un remedio radical. Todas esas dolencias, aun cuando no acaban acarreando la muerte, determinan un debilitamiento enorme de la capacidad de producción. En el norte, principalmente, esa capacidad, reducida ya de por sí, debido al clima, queda en gran parte muy debajo del nivel medio europeo y norteamericano, y cuando las tablas estadísticas registran cuarenta o cincuenta millones de habitantes, el efecto productivo de esa cifra no corresponde ni con mucho a la producción de energía de igual cantidad de norteamericanos, japoneses o europeos , que se produce sobre la base de una cuota mucho más elevada de personas sanas y bajo condiciones climáticas más favorables.

Un número espantosamente grande de personas sigue en el Brasil sin contar para la vida económica, ni como productores ni como consumidores; la estadística estima el número de personas desocupadas o sin ocupación determinada, en 25 millones (Simons en Niveis de vida e a economía nacional), y su standard de vida es, sobre todo en la zona ecuatorial, tan bajo que las condiciones de alimentación son a menudo peores que en la época de la esclavitud. Incorporar esa masa inalcanzable de la selva amazónica y de la profundidad de los Estados fronterizos, tanto con respecto a la economía como en lo referente a la salud, a la vida de la nación, es una de las grandes misiones que hoy ya preocupan seriamente al gobierno, y cuya solución definitiva requerirá todavía lustros de labor.

Resulta, pues, que el hombre, considerado como fuerza productiva, esta lejos aún de ser totalmente aprovechado en el Brasil, lo mismo que el suelo con todas sus riquezas de la superficie y subterráneas. En este caso, la dificultad es evidente (y no oculta, como en el de la enfermedad). Está determinada por la desproporción insuperada aún entre el espacio, el número de habitantes y los transportes. No hay que dejarse cegar por la organización ejemplar y por la cultura moderna de Río de Janeiro y São Paulo, donde una casa toca a la otra, los rascacielos se elevan hasta las nubes y los automóviles corren uno tras otro como en una perenne carrera. A dos horas de distancia de la costa, las asfaltadas carreteras modelos se pierden en caminos bastante dudosos, que luego de uno de los tan frecuentes aguaceros tropicales no pueden ser utilizados durante días enteros o que sólo son transitables entonces para autos provistos de cadenas; y en seguida empieza el sertão, la zona oscura y que está lejos aún de ser ganada para la civilización verdadera. Todo viaje hacía la diestra o siniestra de la carretera principal se convierte en una aventura.

Los ferrocarriles no llegan hasta suficiente profundidad del interior y, además, por ser de tres trochas distintas, son difícilmente intercomunicables, aparte de ser tan lentos y tan poco prácticos que se llega mucho más rápido a Porto Alegre o a Belén y Bahía yendo en barco que utilizando el tren. Por otra parte, las grandes vías acuáticas, como el San Francisco o el río Doce, sólo son navegadas rara e insuficientemente y, por lo tanto, hay grandes y esenciales partes del país que sólo pueden alcanzarse gracias a expediciones individuales cuando no es dable contar con el apoyo de la aviación. Hablando en términos médicos, ese cuerpo inmenso sigue sufriendo, pues, de constantes perturbaciones circulatorias, la sangre no recorre uniformemente el cuerpo entero, e importantes partes del país están, en el sentido económico, absolutamente atrofiadas.

Por eso, los productos más valiosos yacen todavía sin aprovechar bajo tierra, sin prestar servicio alguno a la industria.

Se sabe hoy, con precisión, dónde se hallan, pero no tiene sentido extraerlos mientras no exista posibilidad de transportarlos luego. Allá donde hay mineral, faltan ferrocarriles o barcos para acarrear el carbón, y allá donde la ganadería podría prosperar fácilmente, no hay posibilidad de transportar ganado. La causa y el efecto (más propiamente dicho, la falta de efecto) se muerden la cola como una serpiente; forman un círculo vicioso. La producción no puede desarrollarse al ritmo adecuado porque faltan carreteras; las carreteras, a su vez, no pueden ser construidas una tras otra porque su construcción y conservación costosas no responderían en ese país, ondulado y poco poblado aún, a un tránsito compensador.

A ello se agrega la peculiar fatalidad de que el Brasil carece en el siglo veinte del combustible necesario para el nuevo medio de transporte, el automóvil, tal como en el siglo diecinueve carecía de carbón, y la nafta tiene que ser importada, gota a gota, en cuanto no se puede sustituirla por alcohol.

Para resolver en forma más rápida ese problema principal de la dificultad de transito y transporte, sería menester un capital inmenso, y el Brasil carece de capitales líquidos. En este país, el dinero efectivo siempre ha sido escaso, y los mismos títulos fiscales rinden un interés de aproximadamente ocho por ciento, mientras que en las transacciones particulares la tasa de interés es aún considerablemente mayor.

La repetida desvalorización del milreis, la desconfianza vieja y casi instintiva ya contra inversiones en Sudamérica, indujeron a la altas finanzas europea y norteamericana, durante lustros y más lustros, a una precaución grande y, seguramente, excesiva; por otra parte, el gobierno observa. desde hace algunos años cierta reserva en cuanto al otorgamiento de concesiones, para evitar que las empresas más vitales caigan enteramente en manos extranjeras. Todo ello trabó al proceso de la industrialización e intensificación, comparado con Europa y Norteamérica; mientras en Europa se invertía demasiado y con excesiva prisa, en el Brasil muchas cosas se atrasaron en decenios. Para propender a un desarrollo más rápido de ese inmenso país, de ese imperio, de ese mundo, desde un extremo al otro. se necesitaría una doble fertilización: una amplia afluencia de dinero, pero, sobre todo, una constante afluencia de gente, que, sin embargo, ha sido muy restringida en los últimos años a causa de la guerra mundial y de sus consecuencias ideológicas. Mientras Norteamérica sufre por exceso de capital líquido, amontonado en los bancos sin reportar intereses, mientras Europa sufre por un exceso de población y por falta de espacio, por un estado que la congestiona y la lleva una y otra vez a nuevos y repetidos accesos de locura en lo político, el Brasil sufre una anemia, una falta de gente en su dilatado espacio. El remedio para el viejo mundo y simultáneamente para este nuevo mundo, sería una transfusión de sangre y capital, grande, intensa, realizada con toda cautela y paciencia.

Pero aun cuando las dificultades son grandes -lo han sido desde el primer día, y prácticamente siempre han sido las mismas-, mil veces mayores aun son las posibilidades de esa parte imponente y favorecida de nuestra Tierra. El mismo hecho de no haberse aún aprovechado ni remotamente la capacidad de las fuerzas potenciales significa una reserva inconmensurable, no sólo para ese país, sino para toda la humanidad. En la lucha contra las circunstancias que trabaron su progreso, el Brasil encontró la ayuda de un verdadero taumaturgo: la ciencia y la técnica modernas, de las que sabemos lo que son capaces de dar de sí aun cuando no podemos sospechar lo que realmente conseguirán todavía. Quien hoy vuelve al país después de algunos años, queda continuamente sorprendido por las cosas maravillosas que consiguió en el sentido de la unificación, independencia y saneamiento.

La sífilis, que en el Brasil era enfermedad hereditaria y de la que se habla con la misma naturalidad que de un resfriado, ha quedado tanto como extirpada gracias al invento del doctor Ehrlich, y no cabe duda de que la higiene científica dará cuenta también dentro de un plazo breve de las demás enfermedades. Así como Río de Janeiro, que sólo dos lustros atrás era aún uno de los focos más temibles de la fiebre amarilla, se ha convertido hoy, desde el punto de vista sanitario, en una de las ciudades más seguras del mundo, es de esperar que la ciencia conseguirá librar también al norte, amenazado de miasmas y plagas, incorporando la población, coartada en su capacidad de producción por la fiebre y la desnutrición, a la vida activa y productiva del país. La distancia que hay entre Río de Janeiro y Bello Horizonte salvábase un lustro atrás en dieciséis horas, mientras que hoy el avión la recorre en hora y media; dos días se necesitan hoy para llegar al corazón de la selva amazónica, que antaño, sólo se alcanzaba en veinte días de viaje; en medio día llégase a la Argentina, en dos días y medio a los Estados Unidos, en un par de días a Europa, y todas estas cifras sólo tienen validez para el momento; mañana, posiblemente, el progreso aeronáutico las reducirá a la mitad. La dominación de su espacio enorme, ese punto neurálgico, esa dificultad principal de la economía brasileña, teóricamente está resuelta ya y prácticamente está en vías de resolverse; ¡quién sabe si la dificultad del transporte no quedará superada también dentro de muy poco tiempo por una nueva especie de aeronaves u otros inventos, para los que nuestra fantasía resulta hoy demasiado pobre y timorata! El segundo impedimento aparentemente invencible, el de la insuficiente capacidad de trabajo en el clima tropical, que reduce la energía individual y amenaza al vigor físico, también empieza a ser resueltamente atacado por la técnica. La refrigeración, el aire acondicionado de las viviendas y oficinas, que hoy es privilegio todavía de algunos locales de lujo, será dentro de pocos años tan común y corriente como lo es en las zonas más septentrionales la calefacción central. El que ve cuánto se ha adelantado en este sentido y sabe al mismo tiempo lo que aun queda por hacer, no puede tener sino la seguridad de que la superación de todas las dificultades es únicamente una cuestión de tiempo. Pero no hay que olvidar que el tiempo de por sí ya no constituye una medida uniforme, sino que ha sido acelerado por el impulso de la máquina y el organismo, más grandioso aún, del espíritu humano. Un año bajo la égida de Getulio Vargas puede hoy, en 1941, producir más que todo un decenio bajo don Pedro II y un siglo anteriormente, en tiempos del rey Juan VI.

Quien hoy advierte la velocidad con que crecen las ciudades, mejora la organización, y las fuerzas potenciales se convierten en otras reales, siente que -en contraste con el pasado- la hora tiene en el Brasil más minutos que en Europa. Desde cualquier ventana que se mire, se ve una casa en construcción; en cada calle y en la lejanía del horizonte vense nuevas moradas, y, más que todo, ha crecido en ese país el espíritu y el placer de las empresas. A todas las energías desconocidas y desaprovechadas aún del Brasil, agregóse en los últimos años una nueva: la conciencia propia de la nación. Durante mucho tiempo, ese país estaba habituado a quedar a la zaga de Europa en cuanto a la cultura y el progreso, el ritmo del trabajo y el esfuerzo. Con una especie de atrasada conciencia colonial, levantaba la mirada al mundo allende el océano, como a un mundo superior, más experimentado, más sabio y mejor.

Pero la ceguera de Europa, que ahora se devasta a sí misma por segunda vez con nacionalismos e imperialismos insensatos, independizó la nueva generación del Brasil. Ha pasado el tiempo en que Gobineau podía mofarse diciendo: Le brésilien est un homine qui désire passionément habiter Paris. Ya no se encontrará ningún brasileño y pocos inmigrantes que quisieran volver al Viejo Mundo, y esa ambición de desenvolverse solo y en el sentido de la época se manifiesta en un optimismo y una osadía completamente nuevos. El Brasil aprendió a pensar en las dimensiones del futuro. Cuando construye un ministerio, como ahora el ministerio de Trabajo y el de Guerra, lo hace en escala más grande que los de París, Londres o Berlín. Cuando se traza el plano de una ciudad, calcúlase de entrada el quíntuplo y aun el décuplo de su población.

Nada es demasiado atrevido, demasiado original para que esa nueva voluntad no ose realizarlo. Después de largos años de incertidumbre y modestia, el Brasil aprendió a pensar en las dimensiones de su propia grandeza y a calcular con sus posibilidades ilimitadas, como una realidad prontamente atendible y alcanzable. Reconoció que el espacio significa fuerza y genera fuerzas, y que no es el oro ni un capital ahorrado lo que representa la riqueza de un país, sino que tal representan la tierra y el trabajo que en aquél se lleva a cabo.

Pero ¿qué país posee mayor cantidad de tierra inaprovechada, deshabitada, inutilizada, que el Brasil, cuyo territorio iguala al del mundo viejo entero? Y el espacio no es sólo simple materia, sino que también es fuerza psíquica. Amplía la visión y ensancha el alma, infunde al hombre que lo habita, y al que envuelve, valor y confianza para que se atreva a avanzar; donde hay espacio, hay también no sólo tiempo sino porvenir. Y quienquiera que vive en ese país, oye en lo alto las alas de ese futuro susurrar fuertes y animadoras.

 

POBLACIÓN

É a mais gentil gente.

MARTÍN ALFONSO DE SOUSA, en 1531, en ocasión de su llegada a Río.

 

Desde hace cuatro siglos, hierve y fermenta en la retorta enorme de ese país la masa humana, revuelta una y otra vez y completada siempre con nuevos agregados. ¿ha terminado este proceso ahora definitivamente? ¿Se convirtió esa masa de millones de seres en una forma propia, una materia original, una sustancia nueva? ¿Existe hoy algo que pueda denominarse raza brasileña, hombre brasileño, alma brasileña? En cuanto a la raza, el conocedor más genial del pueblo brasileño, Euclides da Cunha, ha tiempo ya que la negó de manera terminante, declarando lisa y llanamente: Não há un tipo antropológico brasileiro, no existe una raza brasileña. Raza, si es que se quiere emplear ese término dudoso, cuyo valor es hoy exagerado, y que no representa sino un recurso sinóptico, significa comunidad milenaria de la sangre y la historia, mientras que en el verdadero brasileño todos los recuerdos de tiempos remotos, que dormitan en el subconsciente, tienen que soñar simultáneamente con los mundos de sus antepasados de tres continentes, de costas europeas, aldeas africanas y selvas americanas. El proceso de la brasilización no es sólo un proceso de asimilación al clima, a la naturaleza, a los imponderables psíquicos y especiales del país, sino, sobre todo, un problema de transfusión. La gran mayoría de la población brasileña -excepción hecha de los que inmigraron hace poco- representa un producto de mezcla, y una mezcla de las más heterogéneas imaginables. Como si no fuera bastante el triple origen, europeo, africano y americano, cada una de esas tres estratificaciones consta, a su vez, de distintas capas. El primer europeo de ese país, el portugués del siglo dieciséis, es todo, menos de una sola raza o de raza pura; representa una mezcla producida por antepasados íberos, romanos, góticos, fenicios, judíos y moros. La población aborigen del país, a su vez, consta de razas completamente heterogéneas: los tupís y los tamoios. Y los negros, ¡de cuántas zonas distintas de la inmensa África fueron arreados! Todo esto se ha mezclado continuamente, se ha cruzado y se ha entonado mediante la afluencia constante de sangre nueva en el correr de los siglos. Procedentes de todos los países europeos y, con los japoneses, luego también de Asia, los grupos sanguíneos se multiplican y varían en territorio brasileño ininterrumpidamente, en inalcanzables cruzamientos y entrecruzamientos. Encuéntranse allí todos los matices, todas las gradaciones fisiológicas y caracterológicas. Recorriendo las calles de Río, se encuentran en una hora más tipos singularmente mezclados y en verdad ya indefinibles, que en cualquier otra ciudad en el curso de un año. El mismo ajedrez, con sus millones de combinaciones, de las que ninguna se repite, parece pobre en comparación con el caos de variantes, cruzamientos y entrecruces a que se dedicó allí la naturaleza inagotable en cuatro siglos.

Pero aunque en el ajedrez ninguna partida se parece a otra, ese juego nunca deja de ser ajedrez, por estar sujeto al marco del mismo espacio y a leyes determinadas. Del mismo modo, la sujeción al mismo espacio y la consiguiente adaptación a la misma ley del clima, así como los límites uniformes de la religión y del idioma, produjeron en el hombre brasileño determinadas semejanzas inequívocas, independientes de las peculiaridades individuales, que se tornan de siglo en siglo más evidentes. As! como los guijarros se pulen en un río torrentoso tanto más cuanto mayor tiempo y más lejos corren juntos, así la convivencia y el constante entrecruzamiento de esos millones de hombres hacía cada vez menos visible la nítida línea propia del origen, aumentando a la vez lo semejante y mancomún. Aun prosigue ese proceso de la creciente uniformación por obra de la mezcla incesante, y aun no se ha establecido y fijado totalmente la forma definitiva dentro de ese desenvolvimiento. Sin embargo, el brasileño de todas las clases y posiciones ya tiene el cuño claro y típico de una personalidad étnica.

El que tratara de derivar tales características brasileñas de algún origen nativo, caería en lo falso y artificioso. Porque nada es tan típico para el brasileño como el ser un hombre sin historia, o, cuando mucho, de una historia muy reciente.

Su cultura no se basa, como la de los pueblos europeos, en tradiciones remotísimas, que llegan hasta los tiempos místicos, ni puede ella referirse, como la de los peruanos y mejicanos, a un pasado prehistórico en el propio terruño. Por mucho que la nación haya realizado en los últimos años con nuevas combinaciones y el esfuerzo propio, los elementos constructivos de su cultura no dejan por ello de haber sido importados íntegramente de Europa. Tanto la religión y los hábitos como la forma fundamental, interior y exterior, del estilo de vida de esos millones y más millones de hombres, deben poco, por no decir nada, al suelo patrio. Todos los valores culturales han sido traídos en embarcaciones de muy diversa índole, en las viejas carabelas portuguesas, en veleros y en modernos paquebotes a través del mar, y aun el esfuerzo más piadosamente ambicioso no ha podido hallar o inventar hasta ahora una contribución esencial de los primitivos habitantes desnudos y antropófagos a la cultura brasileña. No existe una poesía brasileña prehistórica, religión brasileña originaria, música antigua brasileña, ni existen leyendas populares conservadas a través de los siglos y ni siquiera los más modestos comienzos de un arte decorativo. Mientras que en los museos nacionales de etnología de otros países se exhiben orgullosamente los productos milenarios de la escritura y arte aplicado, los museos brasileños tendrían que reservar a ese fin un rincón completamente vacío. Contra ese hecho no hay búsqueda ni escudriñamiento que valga, y cuando hoy se procura declarar a algunas danzas, como la samba o la macumba, bailes nacionales brasileños, se ensombrece y desvirtúa artificialmente la situación real, pues esas danzas y esos ritos fueron traídos por los negros al mismo tiempo que sus cadenas y estigmas. Los únicos objetos de arte que se han encontrado en tierra brasileña, la alfarería pintada de la isla de Marajó, tampoco son de origen autóctono.

Los trajeron seguramente o los fabricaron ahí hijos de otras razas, muy probablemente peruanos que bajaron el Amazonas hasta la isla que se encuentra en su desembocadura.

Hay que conformarse, pues, con que en el Brasil nada que desde el punto de vista cultural fuera característico para la arquitectura o toda otra forma de la creación artística, se remonta más allá de la época colonial, los siglos dieciséis y diecisiete, y aun los productos más hermosos de esa época, en las iglesias de Bahía y de Olinda, con sus altares cubiertos de oro y sus muebles tallados, son evidentemente retoños del estilo portugués o jesuítico y difíciles de distinguir de los que se encuentran en Goa o en la propia metrópolis. Dondequiera que en el Brasil se pretenda retroceder en la historia más allá del día en que atracaron los primeros europeos, se caerá en un vacío, una nada. Nada de lo que hoy denominamos brasileño y reconocemos como tal puede explicarse haciendo referencia a su propia tradición, sino únicamente como transformación productiva de lo europeo por el país, su clima y sus hombres.

Sin embargo, eso típicamente brasileño ya es hoy bastante personal y evidente como para que no se lo confunda más con lo portugués, aunque se perciba todavía el parentesco, la condición filial. Sería insensato negar tal relación. Portugal dio al Brasil los tres elementos decisivos para la formación de un pueblo: el idioma, la religión, las costumbres, y con ello las formas dentro de las cuales pudo desenvolverse el nuevo país, la nueva nación. El que tales formas primitivas tomasen otro contenido bajo un sol distinto, en dimensiones diferentes y ante una afluencia cada vez más importante de sangre extraña, eso fue un proceso inevitable, por ser orgánico, que ninguna autoridad real ni organización armada alguna pudo detener. La orientación del pensamiento de las dos naciones, principalmente, se desarrolló en una forma distinta: Portugal, como el país históricamente mayor, sueña y piensa con un pasado magnífico que seguramente no ha de renovarse nunca más; la mirada del Brasil, en cambio, va dirigida al futuro. La metrópolis ya agotó una vez -estupendamente- sus posibilidades; el nuevo país aun no alcanzó totalmente a las suyas. Se trata, pues, de una diferencia no tanto de estructura étnica como de generaciones. Los dos países, unidos hoy en una íntima amistad, no se han distanciado, sino que, como quien dice, sólo han vivido en distinta dirección, El símbolo más claro de ello es tal vez el idioma. La grafía y el vocabulario, es decir, las formas originales, son hasta la fecha casi absolutamente idénticas, y hay que tener un sentido para los matices más sutiles para descubrir si se está leyendo el libro de un autor brasileño o portugués. Por otra parte, casi ninguna palabra del idioma aborigen de los tupíes y tamoios, según todavía lo registraron los primeros misioneros, pasó al idioma que hoy se habla en el Brasil. El brasileño sólo pronuncia el portugués de distinta manera - ésa es la única diferencia-, más brasileñamente, y lo extraño es que ese acento brasileño ha sido y permanecido el mismo del norte al sur, del este al oeste, por encima de ocho millones quinientos mil kilómetros cuadrados, un perfecto idioma nacional. El lusitano y el brasileño aun se comprenden perfectamente, ya que se sirven de idénticas palabras y de la misma sintaxis, pero tanto en la entonación como, en parte también, en la expresión literaria, esas variantes primitivamente mínimas, empiezan a intensificarse más o menos en la misma proporción en que ingleses y norteamericanos, de decenio en decenio, se distancian más y más claramente, dentro del mismo mundo lingüístico, como individualidades. Mil millas de distancia, un clima distinto, otras condiciones de vida, nuevas trabazones y comunidades tenían que ponerse en evidencia poco a poco al cabo de cuatro siglos y medio, formando paulatina, pero inevitablemente, un nuevo tipo, una personalidad étnica absolutamente específica.

Lo que caracteriza al brasileño, en lo físico y en lo psíquico, es, en primer lugar, el hecho de ser de constitución más delicada que el europeo y el norteamericano. Falta casi por completo el tipo macizo, voluminoso, alto, huesudo. Lo mismo falta, en lo psíquico -cosa que se percibe como bendición al comprobarla miles de veces en una nación-, toda brutalidad, violencia, vehemencia, grosería; todo lo zafio, presuntuoso y arrogante. El brasileño es un hombre tranquilo, soñador y sentimental, a veces hasta con un ligero aire de melancolía, que Anchieta, en 1585, y el padre Cardin ya creían haber percibido en la atmósfera cuando llamaron a esa nueva tierra «desleixada e remisa e algo melancólica». Aun en el trato exterior, las formas son notablemente moderadas. Raras veces se oye a alguien hablar en alta voz y menos aún gritar furiosamente, y cuando se juntan multitudes se nota con particular claridad esa moderación de que el extranjero se admira. En una gran fiesta popular, como la de Penha, o en una travesía en. ferry-boat para una especie de feria en la isla de Paquetá, donde en reducido espacio están apretadas miles de personas, muchos niños entre ellas, no se oyen gritos ni algazara, no se ve a la gente incitarse mutuamente a una alegría turbulenta. Aun cuando se divierte en masa, la gente se conserva calma y discreta, y esa ausencia de lo robusto y brutal imprime a su alegría tranquila un tierno encanto. El hacer ruido, gritar, arrebatarse, bailar desenfrenadamente constituye en el Brasil un gusto tan opuesto a las costumbres que, por así decir, se reserva como válvula de los instintos reprimidos para los cuatro días de carnaval; pero aun en esos cuatro días de la alegría aparentemente desenfrenada no se producen excesos, incorrecciones ni bajezas; dentro de esa masa de millones de hombres que parecen picados por una tarántula, cualquier extranjero, e incluso toda mujer, puede aventurarse tranquilamente por las calles bulliciosas y ruidosas.

El brasileño conserva siempre su natural delicadeza y discreción. Las clases más diversas se tratan mutuamente con una cordialidad y cortesía que sorprende una y otra vez a los hombres de la Europa tan embrutecida durante los últimos años. Se ve cómo en la calle se encuentran y se abrazan dos hombres, y se cree naturalmente que son hermanos o amigos de la infancia, uno de los cuales acaba de regresar de Europa o de un viaje exótico. Pero en la próxima esquina vuélvese a ver a dos hombres saludarse del mismo modo, y entonces se comprende que el abrazo es entre los brasileños un hábito absolutamente natural, una expansión de natural cordialidad.

La cortesía, a su vez, es en ese país la forma fundamental y natural de las relaciones humanas y tiene aspectos que en Europa ha tiempo ya hemos olvidado. Durante cualquier conversación en la calle, los hombres permanecen con la cabeza descubierta, y dondequiera que se solicite una información, ésta es facilitada con una solicitud entusiasta. En los círculos superiores se cumple el ritual de la formalidad, con las visitas y retribución de visitas y la entrega de tarjetas, con un rigor protocolar.

Todo extranjero es recibido del modo más atento y se le allana toda dificultad de la manera más obsequiosa, Desconfiados como, por desgracia, nos hemos vuelto frente a todo lo naturalmente humano, se averigua cerca de amigos y recién inmigrados si esa cordialidad manifiesta es más que meramente formal, y si esa convivencia buena, amable, sin odios ni envidias visibles entre las razas y las clases, no es, acaso, una mera ilusión óptica de una primera impresión superficial.

Pero todos confirman unánimemente y en tono de elogio que la primera y principal característica de este pueblo es su bondad. Todos, al ser consultados, repiten las palabras de los primeros que llegaron a esta tierra: E’ a mais gentil gente. Nunca se ha oído hablar ahí de crueldades contra animales, de lidias de toros ni de riñas de gallos; ni aun en los días más oscuros de la Inquisición ofrecióse allí a las masas el espectáculo de los autos de fe; todo lo brutal repugna instintivamente al brasileño, y se ha comprobado con la estadística que el asesinato casi nunca se realiza de un modo alevoso y premeditado, sino espontáneamente, como crimen pasional, como explosión repentina de los celos o la humillación. Crímenes relacionados con la astucia, el cálculo, la rapacidad y el refinamiento cuentan entre las mayores rarezas; cuando un brasileño desnuda el facón, ello es algo como una crisis nerviosa, una insolación, y cuando visité la penitenciaría de São Paulo me llamó la atención el que allí faltaba el verdadero tipo del criminal, exactamente registrado por la criminología.

Los que ahí encontré eran gente absolutamente pacífica, con tierna mirada, que alguna vez, en un minuto de superexcitación, deben haber cometido algo que ellos mismos ignoraban.

Pero, en general -y, todo inmigrante lo confirmará-, el brasileño está ajeno aun a los más leves rastros de violencia, brutalidad y sadismo. Es bonachón, de buena fe, y el pueblo tiene ese rasgo casi infantilmente cordial que es propio de muchos meridionales, aunque pocas veces en una medida tan pronunciada y general como en ese país. Durante todos los meses que pasé en el Brasil no tropecé con una sola malevolencia, ni en los círculos superiores ni en las clases inferiores; en todas partes pude comprobar la misma falta de desconfianza -hoy tan rara- contra el extranjero, contra el hombre de otra raza o de otra clase. A veces, cuando, curioso, iba a ver las favelas, esos barrios de negros, magníficamente pintorescos, que como vacilantes nidos de pájaros están emplazados sobre las rocas de las colinas en medio de Río de Janeiro, sentía cargos de conciencia y tenía presentimientos malos.

Al fin y al cabo, yo iba por curiosidad, para contemplar una de las gradas más bajas de la vida y para observar en esas chozas de caña y barro, indefensas y abiertas a toda mirada, gente del más primitivo estado, espiando así, indebidamente, el interior de sus domicilios y lo más privado de su existencia.

Al principio esperaba, en verdad, que a cada momento encontraría, como acaso en un barrio proletario europeo, una mirada de odio o una palabra injuriosa. Pero al contrario, esa gente de buena fe considera a un extranjero que se toma la molestia de subir a ese rincón perdido como un huésped grato y casi como un amigo; el negro que está acarreando agua, cuando se le encuentra, ríe mostrando la hilera blanca de sus dientes e incluso ayuda a trepar las resbaladizas gradas de barro; las mujeres que dan el pecho a sus hijos, levantan la mirada, afables y despreocupadas. Y del mismo modo se encuentra en todo tranvía, en todo barco de excursión, esa misma cordialidad desprevenida, tanto si se está sentado frente a un negro, como frente a un blanco o un mestizo. No se puede descubrir nunca dentro de las docenas de razas, ya se trate de adultos o de niños, signo alguno de una cosa que se parezca a un aislamiento. El niño negro juega con el blanco, el mestizo va naturalmente del brazo del negro, en parte alguna existe una restricción o siquiera un boicot social. En el ejército, en las oficinas públicas, en los mercados, escritorios, negocios o talleres, jamás se les ocurre a los individuos separarse según el color de origen, sino que todos colaboran amable y pacíficamente. Hay japoneses que se casan con negras, y blancos que se casan con mestizas; la palabra «mestizo » no es en el Brasil un insulto, sino una designación que no tiene nada de despectiva. El odio de clases y razas, esa planta venenosa de Europa, no ha podido echar raíz todavía en ese país.

Esta extraordinaria delicadeza de los sentimientos, esa bondad exenta de prejuicios y prevenciones, esa incapacidad de ser brutal, las paga el brasileño con una sensibilidad muy pronunciada, tal vez exagerada. Siendo no sólo sentimental sino también sensitivo, el brasileño tiene un sentimiento de honor muy susceptible, un sentimiento de honor, en verdad, muy peculiar. Precisamente por ser en extremo atento y personalmente tan modesto, percibe toda descortesía, aun la involuntaria, de inmediato como manifestación de desprecio.

No reacciona violentamente como el español, el italiano o el inglés; calla y se guarda, por así decirlo, la supuesta ofensa. Es muy frecuente oír decir lo mismo: En una casa había una sirvienta, negra, blanca o mestiza; era aseada, amable y tranquila y no daba el menor, motivo de queja. Una mañana desapareció sin que la dueña de casa supiera explicarse ni pudiese averiguar jamás la causa. Tal vez, la víspera le dijo una leve palabra de censura, de descontento, y con esa sola palabrita insignificante, dicha acaso en voz demasiado alta, hirió a la muchacha profundamente, sin saberlo.. La muchacha no se rebela, no se queja, no procura entrar en explicaciones.

Hace tranquilamente sus bártulos y se retira sin decir palabra.

No es hábito del brasileño justificarse o pedir explicaciones, quejarse o disputar airadamente. Se retrae; ésta es su defensa natural, y esa resistencia calma, misteriosa y silenciosa hállase en el Brasil en todas partes. Nadie repetirá una invitación o un convite cuando tal ha sido rechazado aunque fuera del modo más cortés; en un negocio, ningún vendedor insistirá con nuevas palabras si el comprador titubea, y ese orgullo recóndito, esa sensibilidad del honor llega hasta las capas sociales más bajas. Mientras en las ciudades más ricas del mundo, en Londres y París y, sobre todo, en los países meridionales, abundan los mendigos, éstos faltan casi por completo en el Brasil, donde la «miseria desnuda» apenas si es algo más que un término de exageración. Esto no es debido, según pudiera creerse, a un decreto enérgico, sino consecuencia de una hipertrofia de la sensibilidad, propia del pueblo entero, que considera aun la negativa más cortés como ofensa.

Esa delicadeza del sentimiento, esa ausencia de toda vehemencia es, a mi modo de ver, la propiedad más característica del pueblo brasileño. Los individuos no necesitan ahí tensiones violentas y vehementes ni éxitos visibles y aprovechables para estar satisfechos. No es casualidad que el deporte, que en última instancia es la pasión de la mutua superación, no alcanzó en ese clima -que induce más a la tranquilidad y el goce cómodo- la preponderancia absurda a la que se debe en buena parte el embrutecimiento y la desespiritualización de nuestra juventud, y que falten allí las escenas brutales y frenéticas y los éxtasis rabiosos que están a la orden del día en nuestros países llamados civilizados. Lo que en su primer viaje a Italia llamó tan simpáticamente la atención de Goethe, o sea que sus habitantes no buscan sin cesar finalidades materiales o metafísicas de la existencia, sino que gozan de la vida tranquila y placenteramente, eso mismo adviértese en el Brasil una y otra vez y siempre con agrado. Los hombres no pretenden demasiado en ese país, no son impacientes.

Charlar un poco, después o durante las horas del trabajo, tomar café, pasearse bien afeitado y con el calzado bien lustrado, disfrutar de la casa propia y los hijos; ello basta a la mayoría. A esta pacífica serenidad van unidas todas las gamas del bienestar y de la suerte. Por eso resulta y resultaba siempre relativamente fácil gobernar ese país, por eso Portugal necesitaba pocas tropas y por eso el gobierno actual tiene que ejercer tan poca presión e insistir tan poco para guardar la paz y el orden. La convivencia dentro del Estado opérase allí con infinitamente menos odio entre los grupos y las clases, gracias a esa inmanente propensión a la tranquilidad y a esa ausencia ingénita de envidia.

Desde el punto de vista económico y para la técnica del éxito, esa falta de ímpetu, de codicia y de impaciencia que individualmente es, a mi modo de ver, una de las virtudes más hermosas del brasileño, constituye acaso una falla. Comparado con Europa y Norteamérica, la eficiencia colectiva de trabajo del país entero queda, en su ritmo, muy a la zaga, y ya cuatro siglos atrás Anchieta señaló la influencia restrictiva que necesariamente tiene que ejercer el extenuante clima. Pero no se puede de ningún modo llamar indolencia a esa menor eficiencia. El brasileño es de por sí un excelente trabajador.

Es hábil, laborioso y comprende rápidamente. Se puede enseñarle cualquier oficio, y los inmigrantes llegados de Alemania, que traen industrias nuevas y a veces harto complicadas, ponderan unánimemente la habilidad y el interés con que aun los obreros más simples saben adaptarse a las nuevas formas de producción. Las mujeres revelan destreza para los trabajos manuales, los estudiantes, mucho interés para las ciencias, y se cometería la mayor de las injusticias si se tildase de inferior al obrero y trabajador brasileños. En São Paulo, vale decir en un clima más favorable y adaptado a una organización europea, produce exactamente lo mismo que cualquier otro obrero del mundo, pero en Río de Janeiro también he observado centenares de veces a zapateros remendones y sastres trabajando en sus estrechos talleres hasta muy adelantada la noche y me he admirado sinceramente de cómo, bajo un calor infernal, cuando es un esfuerzo hasta el recoger el sombrero del suelo, se realiza en las construcciones, bajo el sol ardiente, la tarea pesada, e ininterrumpida de acarrear el material. No son, pues, la capacidad, la buena voluntad ni el ritmo los que se resienten; sólo falta al conjunto la impaciencia europea o norteamericana por conseguir en la vida, mediante redoblado empeño, un progreso doblemente rápido, y es, por consiguiente, más bien una baja tensión psíquica la que disminuye el dinamismo total. Gran parte de los caboclos, sobre todo en la zona tropical, trabaja, no para ahorrar y guardar, sino únicamente para tener un pasar en los próximos días. Como siempre y en cualquier país donde la naturaleza brinda todo lo que se necesita para vivir, donde los frutos en torno de la casa parecen caer en las manos de la gente y no hay necesidad de prevenir un invierno riguroso, prodúcese cierta indiferencia frente a la ganancia y el ahorro; no hay prisa ni en cuanto al dinero ni en lo que atañe al tiempo. ¿Por qué producir o suministrar alguna cosa precisamente en el día de hoy? ¿Por qué no hacerlo mañana? -¡Mañana, mañana!- ¿ Por qué darse prisa en un mundo tan paradisíaco? La puntualidad sólo reza en ese país, por cuanto toda conferencia o concierto comienza puntualmente quince o treinta minutos después de la hora fijada; si uno se adapta a ello, siempre llega a punto y se pone a tono. En ese país la vida misma es más importante que el tiempo. He oído decir que en el norte, luego de haber recibido su sueldo, el obrero falta a veces dos o tres días al trabajo. Durante la última hora cumplió diligente y prestamente cometido y ha ganado lo suficiente como para vivir modesta, modestísimamente, dos días más sin trabajar. ¿Para qué trabajar también durante esos dos días? De todos modos, esos pocos miles de reis no le harán rico; de manera que más vale gozar tranquila y sosegadamente de esos dos o tres días. Tal vez sea preciso haber visto la exuberancia del Brasil para comprender eso. Mientras en una llanura gris y desierta el trabajo constituye el único recurso del hombre contra la tristeza de la vida, dentro de una naturaleza tan rica, exuberante de frutos y bienhechora por sus bellezas, la vida no despierta como entre nosotros el anhelo tan ferviente e intenso de llegar a rico. En la visión del brasileño, la riqueza no es absolutamente la trabajosa acumulación de dinero ahorrado a costa de infinitas horas de trabajo, no es el resultado de un impulso frenético y enervante.

La riqueza es cosa con que se sueña, algo que debe bajar del cielo, y en el Brasil, el cielo queda sustituido en ese caso por la lotería. La lotería es una de las pocas pasiones visibles de ese pueblo exteriormente tan tranquilo y, además, la diaria esperanza solidaria de miles de hombres. La rueda de la fortuna gira ininterrumpidamente, cada día hay un nuevo sorteo. Dondequiera que se camine o esté, en todos los comercios y en la misma calle, en el barco y en el tren, le ofrecen a uno billetes de lotería. A determinada hora de la tarde vese un como conglomerado negro, una multitud de personas, frente al local de la lotería,. Su expectación está fija en ese instante en un solo número y una sola cifra. Las capas superiores, a su vez, juegan en el casino, y cada balneario, casi todo distinguido hotel de lujo, cuentan con el suyo propio.

Hay ahí docenas de Montecarlos y rara vez se ve una mesa de juego que no esté rodeada por un grupo apretado.

Pero eso no es todo. Completando los juegos importados de Europa, la lotería, el bacará y la ruleta, la población inventó un juego nacional brasileño propio, el «bicho», que, si bien está severamente prohibido por el gobierno, se realiza, a pesar de todos los edictos, con la máxima dedicación.

Ese «bicho», el juego del animal, tiene un origen y una historia muy extraños, que por sí solos ya demuestran muy claramente hasta qué punto la pasión por el azar corresponde al carácter soñador e ingenuo de ese pueblo. El director del Jardín Zoológico tenía motivos para quejarse de la poca frecuentación de su establecimiento. Conocedor cabal de su pueblo, tuvo la gloriosa idea de sortear cada día uno de los animales de su colección, hoy un oso, mañana un burro, otro día un papagayo o un elefante. El visitante en cuya tarjeta de entrada figuraba la imagen del animal sorteado recibía un premio consistente en veinte o veinticinco veces el importe de la entrada. El éxito deseado no se hizo esperar: durante semanas y semanas, el Jardín Zoológico era visitadísimo por gente que acudía no tanto para contemplar los animales como para ganar el premio. Por último, el camino se le antojó a la gente demasiado largo y fatigoso, y entonces empezaron a jugar particularmente, entre sí, apostando sobre el animal que ese día resultaría sorteado. Se abrieron pequeños bancos detrás del mostrador de las fondas y en las esquinas de las calles, que aceptaban las apuestas y pagaban los premios.

Cuando la policía prohibió ese juego, fue acoplado misteriosamente con el resultado de la lotería diaria, representando cada número, para el brasileño, un animal determinado. Para sustraer a la policía toda prueba de delito, se juega en confianza, de buena fe. El banquero no entrega a sus clientes recibo alguno, pero no se ha conocido ni un solo caso en que no haya cumplido honradamente su obligación. Este juego, tal vez precisamente por ser prohibido, alcanzó a todas las capas sociales. Toda la autoridad, todos los castigos han resultado ineficaces. ¿Para qué sueña el hombre de noche, si al día siguiente no puede convertir su sueño en cifras y números, en apuestas al juego del «bicho» o la lotería? Como siempre, las leyes han resultado ineficaces frente a una verdadera pasión popular, y el brasileño compensará siempre su falta de codicia con ese sueño cotidiano de una riqueza repentina.

No cabe, pues, discusión. Así como falta mucho todavía para extraer del suelo brasileño todos sus valores potenciales, así también la gran masa del Brasil aun no ha dado de sí, al cien por cien, lo que encierra en cuanto a talento, energía para el trabajo y posibilidades activas. Pero visto en conjunto y teniendo presentes los impedimentos del clima y la delicada constitución física, el esfuerzo realizado es sumamente respetable, y, luego de las experiencias recogidas en los últimos años, se titubea mucho antes de llamar defecto a la falta eventual de impaciencia e ímpetu, a ese no tener prisa para progresar. Porque es un problema que va mucho más allá de lo específicamente brasileño, saber si la vida pacífica que se conforma de buen grado, tanto de naciones como de individuos, no es acaso más importante que el dinamismo exagerado, supercaldeado, que impele a la una contra la otra, primero en la competencia, luego en la guerra, y falta saber también si el aprovechamiento, al cien por cien, de todas sus energías dinámicas no termina acaso por disecar y marchitar, con ese doping constante, algo en el terreno psíquico del hombre.

Frente a la estadística comercial, a los números áridos de la balanza económica, hay ahí, a modo de ganancia verdadera, algo invisible: una humanidad imperturbada, no mutilada, y un contento sereno.

La asombrosa sobriedad de la forma de vida caracteriza a toda la capa inferior de ese país, y es una capa enorme, una masa oscura e inmensa, que hasta ahora la estadística no ha alcanzado completamente en cuanto a su número y sus condiciones de vida. El que vive en una de las grandes ciudades apenas entra en contacto con ella. No está aglomerada como la masa norteamericana o europea de los desheredados en fábricas y talleres, y en verdad no puede llamársela proletaria, puesto que estos millones de hombres ocultos y dispersos por el país carecen de todo contacto entre sí. Los caboclos del Amazonas, los seringueiros de la selva, los vaqueiros de las pampas, los indios de la floresta a menudo inaccesible no están reunidos en ninguna parte en grandes poblaciones fáciles de abarcar, y el extranjero lo mismo que el brasileño de las grandes ciudades, tiene en realidad escasa nociones de su existencia.

Sólo sabe vagamente que en alguna parte existen esos millones de hombres y que tanto las necesidades como los recursos de esa masa inferior, casi íntegramente de color, corresponden al límite más bajo, casi al punto cero del nivel de vida. Desde hace siglos, las condiciones de vida de esos descendientes mezclados y remezclados de indios y esclavos no han cambiado ni mejorado, y sólo muy poco de lo alcanzado por la técnica y sus progresos ha llegado hasta ellos. La mayoría se construye su morada sin ayuda ajena, una choza o una casilla de bambú, cubierta de barro y techada con paja.

Los vidrios ya constituyen un lujo; un espejo u otro mueble, aparte de la cama y la mesa, son rarezas en esas taperas del interior del país. Es verdad que no se paga alquiler por esas moradas de construcción propia; fuera de las ciudades, el suelo representa cosa tan sin valor que nadie se tomaría la molestia de exigir el pago de unos cuantos metros cuadrados.

En cuanto a la vestimenta, el clima no exige más que un pantalón de algodón, una camisa y un saco. La misma naturaleza prodiga bananas, mandioca, ananás y cocos, y es fácil encontrar o criar alguna gallina, lo mismo que un cerdo. Con ello quedan satisfechas las principales necesidades del consumo, y sea cual fuere la faena regular o accidental que desempeñe el hombre, siempre le quedará algo para cigarrillos y las demás necesidades pequeñas -en verdad mínimas- de su existencia. Hace tiempo que las capas superiores saben que las condiciones de vida de esa clase inferior, sobre todo en el norte, no condicen ya con nuestro tiempo y que la pobreza verdaderamente endémica de regiones enteras debilita a la población, a consecuencia de la deficiente alimentación, y la torna incapaz para realizar un trabajo normal. De continuo se aplican y decretan medidas para poner coto a esa pobreza de verdad extrema. Pero las tarifas de salarios mínimos fijados por el gobierno de Getulio Vargas no pueden penetrar, a modo de norma, hasta esas regiones del interior, tan distantes de los ferrocarriles como de las carreteras, como las selvas de Matto Grosso y Acre. Millones de hombres no han sido alcanzados ni por un trabajo regularizado, organizado y fiscalizado, ni por la civilización en general, y pasarán aún años y decenios antes de que sea posible incluirlos activamente en la vida nacional. El Brasil no utilizó hasta ahora esa amplia y oscura masa ni como productora ni como consumidora de sus bienes, lo mismo que no lo ha hecho tampoco con todas las fuerzas de su naturaleza. Esa masa también representa una de las enormes reservas para el futuro, una de las tantas energías potenciales aun no transformadas en trabajo, en ese país asombroso.

Sobre esa masa amorfa esparcida por el país -en su mayor parte analfabeta y con un standard de vida próximo al punto cero-, que hasta ahora no ha contribuido, o sólo lo ha hecho en una medida mínima, a la cultura, se levanta con fuerte empuje y con creciente influencia la clase media rural y de los pequeños burgueses: los empleados, los pequeños empresarios, los comerciantes, los artesanos, los distintos profesionales de las ciudades y de las haciendas. En esa capa absolutamente racional, la característica determinada y consciente del brasileño se manifiesta del modo más evidente en un estilo de vida inconfundiblemente personal, un estilo de vida que no sólo conserva, conscientemente, gran parte de la vieja tradición colonial, sino que además la perfecciona de una manera fecunda. No es fácil obtener una visión de su existencia, pues en su actitud exterior falta toda ostentación; esta clase vive con absoluta sencillez y sin llamar la atención y, casi diría, silenciosamente, ya que las tres cuartas partes de su existencia transcurren, según nuestro viejo estilo europeo, dentro del círculo de la familia. Excepción hecha de Río de Janeiro y de São Paulo, donde las casas de muchos pisos en verdad han introducido en nuestros días por primera vez el tipo de departamento, la casa propia constituye el envoltorio poco o nada llamativo que encierra al verdadero núcleo de la existencia, el círculo de familia. Se trata casi siempre de una casa pequeña, de uno o a lo sumo dos pisos, de tres a seis habitaciones, una casa que, exteriormente, se ajusta a la calle, sin pretensiones ni ornamentos, y que en su interior está dispuesta con un mobiliario tan sencillo que no queda espacio para dar fiestas ni recibir huéspedes. Si no es entre las trescientas o cuatrocientas familias «superiores», no se encuentra en todo el país un cuadro de valor, una obra de arte siquiera mediocre, o libros valiosos; en fin, nada de la amplia comodidad del pequeño burgués europeo. En el Brasil lo que sorprende una y otra vez es la sobriedad. Puesto que la casa está destinada exclusivamente a la familia, no trata de cegar con pompa falsa ni con pequeñas suntuosidades. Con excepción de la radio, de la luz eléctrica y acaso un cuarto de baño, la disposición de la casa no se diferencia mayormente de la de los tiempos coloniales de los virreyes, al igual que la forma de vida. Muchos rasgos patriarcales del siglo pasado, que entre nosotros ha tiempo ya -y uno está por lamentarlo- se han transformado en algo histórico, siguen conservando en el Brasil todo su rigor. Una voluntad tradicional se opone conscientemente, sobre todo, a la disolución de la vida familiar y a la abolición del principio de la patria potestad. Como en las viejas provincias norteñas de la América del Norte, en el Brasil el concepto más severo del tiempo colonial sigue surtiendo inconscientemente sus efectos; se descubre que allí imperan aún los hábitos que, al decir de nuestros padres, se respetaban en Europa en el ambiente de nuestros abuelos. La familia sigue siendo el sentido de la vida y el verdadero centro de energías del que todo emana y al que todo reconduce.

Se vive en unión y concordia, durante la semana en el círculo más estrecho, y los días de fiesta en el círculo más amplio de los parientes; se determinan en consejo de familia la profesión, el estudio que ha de seguir cada hijo. Dentro de la familia, el padre, el esposo, continúa siendo jefe indiscutido de los suyos. Tiene todos los derechos y privilegios, y puede contar con la obediencia como cosa natural, y, principalmente en los ambientes rurales, es costumbre, como en los siglos pasados entre nosotros, que los niños besen la mano del padre en señal de respeto. Nadie discute todavía la superioridad ni la autoridad del hombre, a quien se conceden muchas cosas vedadas a la mujer. Aun cuando ésta ya no vive bajo tanto rigor como pocos decenios atrás, queda, sin embargo, esencialmente reducida a un círculo de influencia y de acción dentro de la casa. La mujer burguesa casi nunca sale sola a la calle, y aun yendo acompañada por una amiga, se la tildaría de incorrecta al verla después del anochecer fuera de casa sin su marido. Por eso, de noche, las ciudades son parecidas en ello a las de Italia o España, prácticamente ciudades de hombres. Los hombres ocupan los cafés hasta los topes, son ellos quienes pasean por los bulevares, y aun en las capitales sería cosa inimaginable que de noche una mujer o una niña fuera el cinematógrafo sin ser acompañada por el padre o el hermano. Los movimientos de emancipación y por los derechos civiles de la mujer aun no han encontrado ambiente en el Brasil, y hasta las mujeres dedicadas a una profesión, que en comparación con las entregadas solamente a la casa y a la familia forman una minoría insignificante, conservan la reserva tradicional. Huelga decir que la posición de las muchachas es más limitada todavía. El trato amistoso con los jóvenes, aun de la índole más ingenua, no es habitual hasta ahora, a menos que vaya unido desde un principio claramente al propósito de formalizar un matrimonio, y no es posible traducir la palabra flirt al brasileño. Para evitar toda suerte de complicaciones, la gente suele casarse a edad extraordinariamente temprana; las niñas de los círculos burgueses, por lo común, a los diecisiete o dieciocho años, si no antes. Y, generalmente, se desea en el Brasil una pronta y numerosa descendencia, y no se la teme como en otros países.

La mujer, la casa y la familia forman todavía una intima trabazón, y si no es en actos organizados con fines de beneficencia, las mujeres no ocupan en ninguna fiesta o ceremonia representativa un primer plano. Salvo el caso de la amante de don Pedro, la marquesa de Santos, nunca la mujer ha desempeñado un papel en la vida política del Brasil. Los europeos o norteamericanos pueden tildar esa situación, jactanciosos, de anticuada, pero lo cierto es que las innumerables familias que viven en sus casitas, tranquilas, contentas y sin pretensión de destacarse, constituyen con su forma de vida sana y normal la auténtica reserva de energías de la nación. Esa clase media, que pese a su modo de vivir conservador está ansiosa de instruirse y es progresista, ese humus sólido y sano, provee hoy la generación que empieza a compartir con las antiguas familias aristocráticas la orientación de la nación, y, en cierto sentido, Vargas, oriundo del campo y de la clase media, es la expresión más evidente de esa generación nueva, de empuje fuerte y enérgico y, sin embargo, a la vez tradicional.

Por encima de esa clase, que ya abarca a todo el país, cuya influencia aumenta constantemente y que representa el nuevo Brasil, se halla o, mejor dicho, existe invariable la clase antigua y mucho más reducida, que se estaría dispuesto a llamar aristocrática si en ese país, nuevo y absolutamente democrático, aquella palabra no indujera a error. Procedente en parte todavía de la época colonial, en parte sólo venida al país con el rey Juan de Portugal, esas familia, doble y triplemente emparentadas entre sí -unas ennoblecidas y otras no-, en realidad, no tuvieron tiempo para tomar la forma rígida de una casta. Su mancomunidad consistía únicamente en la actitud, en el modo de vivir y en su cultura, muy evolucionada desde hace generaciones. Personas que han viajado mucho por Europa o que han sido educadas por profesores y ayas europeos, en su mayor parte adineradas, o que desempeñan altas funciones gubernativas, conservaron desde los comienzos del imperio el contacto espiritual con Europa y cifraron su ambición en representar al Brasil ante el mundo en el sentido de un carácter culto y progresista. A esos círculos pertenece la generación de los grandes estadistas como Río Branco, Ruy Barbosa, Joaquín Nabuco, quienes dentro de la única monarquía de América sabían unir felizmente el idealismo democrático norteamericano con el liberalismo europeo, e imponer silenciosa y tenazmente el método de conciliación, de las cortes de arbitraje y de los convenios que tanto honra a la política brasileña.

Aun hoy, la diplomacia está casi exclusivamente reservada a esos círculos, mientras que el servicio de administración y el ejército ya empiezan a pasar en mucha mayor medida a manos de la joven clase burguesa ascendente. Pero su influencia cultural sobre el nivel general de representación adviértese todavía de modo beneficioso. En su manera de vivir también falta todo lo que sea ostentación. Habitantes de hermosas residencias con viejos y magníficos jardines, pero que de ningún modo pretenden hacer las veces de palacios, y que se encuentran, en su mayor parte, en los barrios antaño exclusivos de la ciudad, en Tijuca y Laranjeiras o en la rúa Paysandú, conservan en su cultura hogareña la tradición, y siendo a la vez coleccionistas de todos los valores artísticos e históricos de su país, representan, por su apego nacional y su simultánea universalidad espiritual, un tipo de máxima civilización, que falta casi por completo en los demás países sudamericanos y que recuerda vivamente al tipo vienés con su amor al arte y su liberalidad espiritual. Aun esas familias antiguas -un siglo pasa en el Brasil por tiempo remoto- no han sido desplazadas de su predominio cultural por una aristocracia nueva de la riqueza, porque, en su mayor parte, son acaudaladas ellas también y porque las diferencias se confunden en ese país mucho más insensiblemente que entre nosotros.

Lo brasileño ignora lo exclusivo -en ello estriba su verdadera fuerza- y, lo mismo en la estratificación racial que en la social, el proceso de asimilación no tiene solución de continuidad. Toda tradición, todo lo pasado, es allí de duración demasiado corta como para que no se disuelva fácil y voluntariamente en las formas nuevas de lo brasileño, que sólo están definiéndose.

Puesto que la masa inferior, debido al analfabetismo y al aislamiento en el espacio, no participa de la constitución de una cultura típicamente brasileña, recae sobre aquellos dos grupos, tanto en lo productivo como en el sentido receptivo, toda la participación individual brasileña en la cultura universal.

Para justipreciar debidamente ese esfuerzo especifico, no hay que olvidar que toda la vida espiritual de esa nación abarca apenas un siglo y que en los trescientos años anteriores de la colonia fue suprimida sistemáticamente toda forma del empuje cultural. Hasta el año de 1800, en ese país, que no tiene permiso para imprimir un diario ni una obra literaria, el libro constituye una preciosidad, una rareza, y además, generalmente, algo superfluo, pues seguramente pécase por optimista y no por pesimista cuando se supone que alrededor del año de 1800 había, entre cien personas, noventa y nueve analfabetas. Al principio fueron todavía los jesuitas quienes impartían la enseñanza en sus colegios, donde, desde luego, anteponían la de la religión a todas las formas de la instrucción universal y contemporánea. Al procederse en 1765 a su expulsión, queda un vacío absoluto en la instrucción pública. Ni el Estado ni las municipalidades piensan en instalar escuelas. Un impuesto especial a los comestibles y las bebidas, ordenado en el año de 1772 por el marqués de Pombal con el propósito de instalar con su producto escuelas primarias, no pasa de ser un decreto en el papel. Con la corte portuguesa en fuga, llega en el año de 1808 la primera verdadera biblioteca al país, y para prestar a su residencia, aun exteriormente, cierto brillo cultural, el rey manda llamar sabios y funda academias y una escuela de artes.

Pero con ello no se consigue mucho más que una fachada, un barniz muy delgado; se continúa sin hacer nada en gran escala para revelar sistemáticamente a las grandes masas el, por supuesto, muy modesto misterio del leer, escribir y calcular. Sólo en 1823 empiézase, bajo el imperio, a hacer proyectos para que cada villa ou cidades tuvesse uma escola pública, cada comarca un liceu, e que se establecessem universidades nos mais apropiados locais. Pero transcurren cuatro años hasta que en 1827 se establece, mediante una ley, la exigencia mínima según la cual en cada localidad de alguna importancia debe existir un colegio primario. Con ello se colocan, por fin, las bases principales para un progreso que, sin embargo, sólo se efectúa al ritmo de tortuga. En 1872 se calcula que, dada una población de más de diez millones, sólo un total de 139.000 niños concurren a las escuelas, y aun en nuestros días -en 1938- el gobierno se vio todavía frente a la necesidad de nombrar una comisión especial con encargo de tomar iniciativas para poner fin definitivamente al analfabetismo.

Durante siglos faltaba, pues, para el anhelado florecimiento de una literatura y poesía propias, el humus adecuado que propiciase un verdadero crecimiento: un público local. Componer versos y escribir novelas significaba para el brasileño, hasta hace poco tiempo, un sacrificio verdadera 200 mente heroico y sin ninguna perspectiva material en aras del ideal poético, pues, a menos que se pusieran al servicio de la prensa o de la política, todos los autores trabajaban y hablaban completamente en el vacío. Las grandes masas no estaban en condiciones de leer sus libros, porque no sabían leer del todo, y la delgada capa intelectual superior estimaba de poca importancia encargar un libro brasileño y adquiría sus lecturas de novelas y versos exclusivamente en París. Sólo en los últimos decenios, la inmigración de elementos habituados a la cultura y, por lo tanto, ansiosos de ella, así como la enorme difusión de la instrucción entre la clase media que surge, produjo en ese sentido un cambio, y la literatura brasileña se abre paso hacia la literatura universal con toda la impaciencia que sólo conocen las naciones, largamente contenidas en su progreso. El interés por la producción intelectual es asombroso. Una librería está junto a la otra, la confección de libros mejora constantemente en cuanto a la impresión y presentación, y hay obras de literatura y científicas que ya pueden alcanzar tiradas que un decenio atrás parecían todavía quimeras. La producción brasileña empieza a superar a la portuguesa. La creación espiritual y artística ocupa el centro del interés de toda la nación en mucho mayor grado que entre nosotros, donde el deporte y la política desvían de idéntico modo fatal la atención de la juventud.

El brasileño está de por sí absolutamente interesado en cuestiones espirituales. Tiene un intelecto ágil, una comprensión fácil, una naturaleza comunicativa, y, como descendiente de portugueses, le caracteriza el gusto natural por las bellas formas lingüísticas, que allí se manifiestan como cortesías exquisitas en las cartas y en el trato reciproco, e inclinan, en la oratoria, hacia la redundancia. Gusta leer; rara vez se ve al obrero, al cobrador de tranvía, en un minuto libre, sin un diario en la mano, y pocas veces se encontrará a un estudiante joven sin un libro. Para esta nueva generación, la escritura y la lectura no son, como para el europeo, cosa natural desde siglos, herencia tradicional, sino algo conquistado por ellos mismos, y aun cifran su orgullo y su alegría en descubrirse a sí mismos y a toda la literatura universal. No se cae en la exageración cuando se afirma que en los países sudamericanos, más que en todos los otros, existe todavía cierto respeto por la labor intelectual, y que la obra contemporánea -gracias al bajo precio de las ediciones -se difunde más rápida y ampliamente entre el pueblo que en las naciones supeditadas a las tradiciones. Gracias a la ingénita propensión del brasileño por las formas delicadas, la poesía ocupó durante mucho tiempo preeminencia en la literatura nacional. Con los poemas épicos Uruguay y Marilia iníciase la cultura brasileña del verso, que produce personalidades verdaderamente destacadas. En este país un lírico puede todavía lograr verdadera popularidad. En todos los parques encuéntranse, como en los de Monceau y Luxemburgo, de París, estatuas a los poetas nacionales, y la población, mejor dicho, el verdadero pueblo, colectando pequeñas monedas de plata, tributó ese homenaje enternecedor incluso a un poeta en vida, Catullo Peixão Cearense. Es uno de los últimos países que aun honra a la poesía, y la Academia Brasileña reúne hoy un número considerable de poetas, que imprimieron al idioma nuevos matices personales.

La prosa, la novela y el cuento tardan más en emanciparse del ejemplo europeo. Aun el descubrimiento del «buen indio » en los Guaranís, de José de Alencar, no fue, en el fondo, sino una reimportación de modelos extranjeros, como Atala, de Chateaubriand, o El último mohicano, de Fenimore Cooper; sólo son brasileños la temática exterior de sus novelas y el color histórico, pero no así la actitud psicológica, la atmósfera artística.

Sólo en la segunda mitad del siglo diecinueve, el Brasil penetra con dos figuras verdaderamente representativas, con Machado de Assis y Euclides da Cunha, en el aula de la literatura universal. Machado de Assis significa para el Brasil lo que Dickens para Inglaterra y Alfonso Daudet para Francia.

Tiene el don de comprender y presentar a lo vivo los tipos vivientes que caracterizan su pueblo, su país; es un narrador nato, y una mezcolanza de fino humor y soberano escepticismo prestan a cada una de sus novelas un encanto singular.

Con su Dom Casmurro, la más popular de sus obras maestras, creó una figura que es para su país tan inmortal como David Copperfield para Inglaterra y Tartarín de Tarascón para Francia.

Gracias a la nitidez transparente de su prosa y a su mirada clara y humana, colócase a la altura de los mejores narradores europeos de su tiempo.

En contraste con Machado de Assis, Euclides da Cunha no era escritor profesional. Su gran epopeya nacional, Los Sertões, ha nacido, por así decirlo, de una casualidad. Euclides da Cunha, ingeniero de profesión, había acompañado, como representante del diario «Estado de São Paulo», a una expedición militar contra los canudos, una secta rebelde en la región salvaje y sombría del norte. El informe relativo a esa expedición, redactado con magnífico empuje dramático, adquirió en forma de libro, ampliado, los caracteres de una exposición psicológica completa de la tierra, el pueblo y el país brasileños, como desde entonces nunca más se volvió a ensayar ni conseguir con igual profundidad ni amplitud de visión sociológica. Dentro de la literatura universal, puede comparársele acaso con los Siete pilares de la sabiduría, donde Lawrence describe la lucha en el desierto. Esta grandiosa epopeya, poco conocida en el extranjero, está predestinada a sobrevivir a un sinnúmero de libros famosos actualmente, gracias a la magnificencia dramática de su exposición, la riqueza de sus reconocimientos espirituales y el maravilloso humanismo que lo distingue del principio al fin. Aun cuando la literatura brasileña registra en sus novelistas y poetas de hoy enormes progresos en el detalle, en cuanto a la sutileza y a los matices idiomáticos, ninguna de sus obras, sin embargo, alcanzó a esa cumbre destacadísima.

El arte dramático, en cambio, está poco desarrollado todavía.

No se me ha ponderado ningún drama como verdaderamente notable, y, en la vida pública y social, el arte teatral apenas si desempeña un papel importante. Este hecho en sí no llama la atención, pues el teatro, como producto típico de una sociedad uniformemente organizada, es una modalidad del arte que sólo se puede manifestar, con exclusividad, dentro de una capa determinada de la sociedad, y en el Brasil tal forma de la sociedad no ha tenido tiempo aún de desarrollarse.

El Brasil no ha pasado por una época isabelina, no ha tenido una corte como la de Luis XIV, ni una amplia masa burguesa apasionada por el teatro, como España o Austria.

Toda la producción teatral se basaba, hasta muy adelantado el imperio, exclusivamente en la importación -y, para ser más exacto-, debido a las distancias enormes, en la importación de compañías y de obras inferiores. Aun bajo don Pedro no se había hecho una tentativa adecuada para tratar de fomentar un verdadero teatro nacional, y las primeras compañías que llegaban de Europa al país incluso trabajaban en idioma español y no en portugués. Hoy, cuando en las ciudades con centenares de miles de habitantes, y aun con millones, habría acaso un público bien dispuesto, resulta tal vez demasiado tarde ya para iniciar algo en ese sentido, debido a la influencia del cinematógrafo, que todo lo inunda.

Es parecida la situación en la música. En ella también se deja sentir la ausencia de una tradición secular, que hubiera penetrado profundamente en todas las capas sociales. Faltan los grandes coros educados, de modo que las mismas obras monumentales de la música, como La Pasión según San Mateo, los grandes réquiem, la Novena Sinfonía, de Beethoven, los oratorios de Händel, les son prácticamente desconocidas al gran público. Tanto la ópera de Río de Janeiro como la de São Paulo basan su repertorio, como hace cincuenta años, sobre la producción italiana de Verdi y, en el mejor de los casos, de Puccini.

Una obra como el Tristán, que el emperador don Pedro quiso hacer estrenar, hace casi un siglo, en Río de Janeiro, ha sido interpretada desde entonces dos o, cuanto mucho, tres veces, y la música verdaderamente moderna es poco menos que ignorada. Sólo ahora se han comenzado a formar orquestas sinfónicas, pero sigue predominando entre el público el gusto por la música ligera, amable.

Tanto más sorprende el que ese país haya producido, en una época en que la educación musical significaba un perfecto heroísmo y una voluntad de aprender verdaderamente resuelta, un músico al que fue dado un ruidoso éxito universal: Carlos Gomes. Oriundo de un villorrio del Estado de São Paulo, donde nació en el año de 1836, integró, a los diez años de edad, una banda de música. Formóse sin maestro verdadero en un país en donde es tan difícil obtener una partitura como asistir a una verdadera representación de ópera, y dio muestras de tal voluntad que a los veinticuatro años ya pudo presentar una ópera, A noite do Castello. Estrenada en 1861 en Río de Janeiro, constituye, lo mismo que la que le sigue, un gran éxito nacional. Entonces el emperador don Pedro se interesa por el músico y le envía a Europa para que perfeccione sus estudios. En Italia cae en sus manos una traducción italiana de la novela Guaranís, de su compatriota Alencar, y se apresura a llevarla a casa de su libretista para decirle que ésa era la obra mediante la cual, como brasileño, quería presentar al Brasil al mundo. En el año de 1870 estrena esa ópera en la Scala y logra un éxito sensacional. El maestro Verdi declara haber encontrado un sucesor digno y, aun en nuestros días, se representa de tarde en tarde, en los escenarios italianos, Guaranís, que un historiador de la música llamó la mejor ópera meyerbeeriana, Un típico modelo ejemplar de la gran ópera, que brinda mucho, y aun demasiado al oído y a la vista, pero no bastante al alma, melodiosa en su parte lírica, esa obra explica aún hoy el éxito y las grandes esperanzas que se cifraban en su tiempo en un posterior encumbramiento de Carlos Gomes, pero precisamente por cuadrar tan excelentemente en la pomposa época romántica de Meyerbeer, los Guaranís constituyen hoy más un documento de la historia de la música que una obra de música viva. El aporte típicamente brasileño a la música universal lo dio, no tanto el italianizante Carlos Gomes como, sobre todo, Villalobos. Rítmico, enérgico, con marcada voluntad propia, infunde a cada una de sus obras un colorido que no se halla en ningún otro compositor, y que, con sus agudos y luego con su triunfal melancolía, refleja misteriosamente el paisaje y el alma brasileños.

Una expresión similar de lo típicamente brasileño espérase de la pintura de Portinari, el primer pintor brasileño que logró conquistar en pocos años una posición internacional.

Pero, ¡cuántos colores, qué variedad, qué ingentes deberes felices esperan todavía en ese paisaje magnífico al hombre que haga conocer al mundo la naturaleza grandiosa de ese país, como Gauguin hizo conocer la de los mares del Sur y Segantini la de Suiza! ¡Qué posibilidades, qué perspectivas ábrense a la arquitectura en esas ciudades que crecen con una rapidez febril y que manifiestan cada vez más resueltamente la voluntad de formarse, no ya de acuerdo con el molde europeo ni tampoco según el ejemplo norteamericano, sino conforme a un canon propio. Se ensaya mucho en ese sentido, y ya se logró también alguna obra decisiva.

Las ciencias -una materia que no puedo juzgar ni abarcar personalmente por falta de conocimientos específicos- procuraron en los últimos años un progreso asombroso en la representación histórica y económica del país. Casi todos los documentos y exposiciones anteriores del Brasil fueron obra de extranjeros. En el siglo dieciséis son el francés Thévet y el alemán Hans Staden; en el siglo diecisiete, el holandés Berleus; en el dieciocho, el italiano Antonil, y en el diecinueve, el inglés Southey, el alemán Humboldt, el francés Debret y el descendiente de alemanes Varnhagen, a quienes se deben las descripciones genuinamente clásicas de ese país. Pero en los últimos decenios se han abocado los mismos brasileños a la tarea de hacer comprensible su país y la historia del mismo en base a concienzudos estudios de las fuentes, y junto con las publicaciones muy amplias del gobierno central y de los distintos Estados, esa literatura forma ya toda una biblioteca. En la filosofía debe registrarse como fenómeno más llamativo el que el positivismo de Augusto Comte haya producido en el Brasil no sólo una escuela sino también una iglesia; buena parte de la Constitución brasileña está impregnada de las fórmulas y conceptos del filósofo francés, que en el Brasil tuvo mucha mayor influencia sobre la vida real que en su propia patria. En el campo de la técnica, por su parte, es sobre todo el aeronauta Santos Dumont, quien conquistó gloria imperecedera, gracias a su primer vuelo alrededor de la torre Eiffel y los tipos de aviones que construyó, con una osadía y energía que significaron el primer impulso decisivo para el éxito. Aun cuando se sigue discutiendo hasta la fecha sobre si fue él o si fueron los hermanos Wright quienes por primera vez realizaron el vuelo humano en un avión más pesado que el aire, esta discusión significa, en realidad, nada más que una tentativa para establecer si Santos Dumont ocupa el primerísimo o, en el peor de los casos, el segundo lugar dentro del campo de esa hazaña, la más destacada y heroica de nuestro mundo moderno, y ello ya basta para grabar su nombre por los tiempos de los tiempos en los anales de la historia. Su propia vida es de por sí una magnífica epopeya de la audacia y de la abnegación, y tan inolvidables como su hazaña técnica serán los actos de su humanitarismo, aquellas dos cartas desesperadas que dirigió a la Liga de las Naciones para que ésta prohibiera de una vez por todas el empleo de aviones para el lanzamiento de bombas y otras crueldades en la guerra. Con sólo esas dos cartas, que proclamaban y defendían ante el mundo entero el espíritu humanitario de su patria, su figura se ha asegurado para siempre contra todo olvido ingrato.

Con tal que se coloquen en la balanza los números adecuados, el esfuerzo cultural del Brasil resulta hoy extraordinario.

Pero sólo se calcula debidamente cuando no se fija la edad cultural de ese país en cuatrocientos cincuenta años, ni el número de sus habitantes en cincuenta millones. Porque el Brasil no cuenta desde su independencia sino poco más de cien años, exactamente ciento dieciocho años, y en cuanto a su población, de ésta sólo hay en la actualidad unos siete u ocho millones que participen de un modo práctico en las condiciones modernas de vida. De igual modo, toda comparación con Europa conduciría a nada. Europa tiene infinitamente más tradición y menos porvenir, el Brasil menos historia y más futuro; todo lo realizado es en ese país nada más que parte de lo que esta por realizarse; mucho de lo que un fondo de siglos otorga a Europa como cosa natural, debe edificarse todavía en el Brasil: los museos, las bibliotecas y la organización amplia de la instrucción pública. El joven artista, el joven escritor, el joven hombre de ciencia y el estudiante tropiezan en el Brasil con cien veces más dificultades que quienes pueden recurrir a los institutos de enseñanza mejor dotados y organizados de los Estados Unidos de América para adueñarse de una visión amplia de la respectiva materia y de conocimientos universales. En muchos casos se siente todavía cierta estrechez y, por otra parte, un distanciamiento de los esfuerzos más actuales de nuestro tiempo.

Aun el Brasil no está desarrollado conforme a sus propias proporciones, aun el brasileño tendrá la sensación de que la permanencia durante un año en Norteamérica o Europa constituye el adecuado tramo último de sus estudios, y pese a todas nuestras locuras, el Brasil ha de recibir todavía impulso y aliciente de nuestro mundo viejo.

Pero, a la inversa, el europeo que llega al Brasil para permanecer allí un tiempo más o menos largo, puede aprender muchas cosas en ese país. Se encuentra en él con otra sensación del espacio, con otra sensación del tiempo. El grado de tensión de la atmósfera es menor, los hombres son más amables, los contrastes menos vehementes, la naturaleza es más próxima, el tiempo no tan saturado, las energías no están tendidas y comprometidas al extremo. Se vive más pacífica y, por lo tanto, más humanamente; no tan mecanizados, no tan estandarizados como en Norteamérica; no tan supersensibles y envenenados, políticamente, como en Europa. Habiendo más espacio en torno del hombre, el uno no se codea tan impacientemente con el otro. Teniendo este país un futuro, la atmósfera es más despreocupada y el individuo está menos agobiado y excitado. Es un buen país para gente de edad, que ya ha visto gran parte de este mundo y anhela ahora tranquilidad y recogimiento en un paisaje hermoso y pacífico para reflexionar y aprovechar todo lo que ha experimentado.

Y es un país maravilloso para la gente joven, que desea aportar sus energías todavía no aprovechadas a un mundo no cansado hasta ahora, que aun puede adaptarse totalmente y a gusto para colaborar en su desarrollo y progreso. Pocos o ninguno de los que han llegado a ese país en los últimos decenios, procedentes de Europa, han regresado a su país de origen. Los mismos pueblos que allende el océano se combaten insensatamente han encontrado en el Brasil una patria común de paz. Y en el caso -¡tal el consuelo más feliz para muchos momentos de nuestra desesperación!- de que la civilización de nuestro mundo viejo, efectivamente, se derrumbara en esta lucha suicida, sabemos que en el Brasil se está gestando otra nueva, dispuesta a dar nueva realidad a todo lo que entre nosotros anhelaban y soñaban vanamente las más nobles generaciones espirituales: una cultura humana y pacífica.

 

RÍO DE JANEIRO

 

LA ENTRADA

Muy de madrugada, todos los pasajeros, llevando prismáticos y máquinas fotográficas, aguardan con impaciencia, agolpados a la borda; ninguno de ellos quiere dejar de ver la célebre entrada a Río de Janeiro, por más veces que la haya admirado. Pero todavía no se ve sino el brillo del mar, azul y metálico, como desde hace muchos días: monotonía sedante y que cansa. Y, sin embargo, sentimos que nos aproximamos a la costa; respiramos la tierra cercana antes de verla, pues el aire se torna de repente húmedo y suave, acariciándonos la boca y las manos, y un perfume misterioso llega hasta nosotros imperceptiblemente; perfume preparado en el fondo de la inmensa selva con el hálito de las plantas y la humedad de los cálices, esas indescriptibles exhalaciones de las regiones tropicales, cálidas, bochornosas y en fermentación, que nos embriagan y nos cansan de un modo delicioso.

Ahora, por fin, una silueta a lo lejos: en lontananza una cadena de montañas perfilase vagamente, como unas nubes, sobre el cielo límpido y, en la medida que el vapor se va aproximando, los contornos resaltan más nítidos: es la serie de montañas que con los brazos abiertos protege la bahía de Guanabara, una de las más grandes del mundo. Esta bahía, con sus muchos recodos y promontorios, es tan ancha y tan ensenada que todas las embarcaciones de todas las naciones cabrían en ella, una junto a otra, y en el interior de esta gigantesca concha abierta, hállanse diseminadas, cual perlas, numerosísimas islas, cada una de las cuales es de forma y de color distintos. Unas emergen grises y uniformes del mar de color amatista; vistas de lejos, semejan unas ballenas por la desnudez y la tersura de sus lomos. Otras son de forma oblonga, pedregosas y cubiertas de tubérculos como la piel de cocodrilo; otras: están pobladas, otras convertidas en fortalezas; y otras parecidas a unos jardines flotantes con palmeras y vergeles; y mientras admiramos con curiosidad, a través de unos prismáticos, la insospechada multiplicidad de sus formas, cobran plasticidad las montañas del fondo, cada una de ellas, también, de figura particular. Allí están los montes: uno, sin árboles; otro, cubierto de una envoltura de verdes palmeras; otro, peñascoso; y otro, ceñido con un resplandeciente cinturón de casas y jardines, como si la naturaleza, escultora atrevida, hubiera tratado de colocar, una al lado de otra, todas las formas existentes en este mundo, y por eso la fantasía popular dio nombres de este mundo a las figuras pétreas y montañosas -la Viuda, el Corcovado, el Perro, los Dedos de Dios-, llamando Pan de Azúcar a la más sobresaliente de ellas, la que se eleva frente a la ciudad con repentino empinamiento, cual la estatua de la Libertad a la entrada de Nueva York, como símbolo antiquísimo e inamovible de la ciudad. Mas a todos esos monolitos y montes les domina el Corcovado, el jefe de la tribu de gigantes, que alza sobre Río de Janeiro una cruz gigantesca (que de noche se ilumina con luz eléctrica) para la bendición, como un sacerdote alza la Custodia sobre un grupo de gente arrodillada.

Ahora, finalmente, luego de haber atravesado el laberinto de islas, divisamos la ciudad. Pero no la divisamos de una vez. Este panorama de edificios no se puede abrazar de una ojeada como los de Nápoles, de Argel o de Marsella, que se ofrecen en forma de anfiteatro abierto con gradas de piedra: Río de Janeiro se abre como un abanico, una imagen después de otra, un sector después de otro, una perspectiva después de otra, y esto es lo que da su carácter dramático a la entrada, tan abundante en sorpresas. Cada una de las ensenadas pobladas, cuya suma forma la playa, se halla aislada por cadenas de montañas, que son como las varillas del abanico que separan las imágenes a la par que las reúnen. Surge, por fin, la playa, de hermosa curvatura. ¡Qué aspecto más encantador! Un paseo costanero, ancho, siempre cubierto de espuma de olas, con casas y chalets y jardines, y ahora ya se distinguen bien el hotel de gran lujo y los chalets, rodeados de parques y trepando por las colinas. Pero nos hemos equivocado; aquello no es más que la playa de Copacabana, una de las más hermosas del mundo, y Copacabana es un arrabal nuevo de Río de Janeiro, y no la ciudad propiamente dicha. Aun hay que doblar el Pan de Azúcar, que quita la vista: sólo entonces vemos la ciudad dentro de la bahía, esa ciudad blanca y compacta, mirando al mar y fundiéndose indistintamente en las alturas vestidas de verde. Vemos los jardines, recién plantados junto al mar, y el aeródromo, que se acaban de ganar al océano: no tardaremos en desembarcar y satisfacer nuestra impaciencia. ¡Otra vez estamos equivocados! Ésta es la bahía de Botafogo y de Flamengo; tenemos que seguir adelante, abriendo otro pliegue de este abanico divino, reluciente con todos los colores imaginables, al pasar por delante de la isla de la Marina y aquella otra, pequeña, con el palacio de estilo ojival, donde el emperador Pedro ofreció, sin sospechar nada, su último sarao, dos días antes de su destronamiento.

Sólo ahora nos saludan los rascacielos, que forman una compacta mole vertical; sólo ahora se echan de ver los diques, y el vapor puede atracar al desembarcadero, y estamos en la América del Sur, en el Brasil, en la ciudad más hermosa del mundo.

Esta entrada a Río de Janeiro, que dura una hora, depara emociones extraordinarias, únicas, sólo comparables a las que causa Nueva York. Pero el saludo de Nueva York es más austero, más enérgico: sus cubos blancos como el hielo y puestos unos sobre otros, producen la, impresión de un fiord nórdico. Manhattan es un saludo varonil, heroico; la empinada voluntad humana de América: explosión única de energías concentradas. Río de Janeiro no se empina ante el forastero, sino que se extiende abriendo sus brazos muelles, brazos de mujer: Río de Janeiro recibe al forastero, lo atrae hacia sí, entregándose con cierta voluptuosidad a la vista.

Aquí todo es armonía: la ciudad, el mar, el verdor y las montañas, todo se confunde armoniosamente; ni los rascacielos, ni las embarcaciones, ni las multicolores luminiscencias publicitarias constituyen estorbo alguno; y esa armonía se repite en acordes cada vez más diferentes: esta ciudad, vista desde las colinas, es distinta de la misma ciudad vista desde el mar, pero en todas sus partes predomina la armonía, multiplicidad resuelta que siempre vuelve a formar una perfecta unidad: la naturaleza hecha una ciudad, y una ciudad que impresiona como la naturaleza. Y del mismo modo ambiguo, inagotable, grandioso y liberal que nos recibe, sabe retenernos; desde la hora de la entrada sabemos que la vista no se cansará y que los sentidos no se hartarán de esta ciudad sin par.

Más breve, pero, acaso, más perturbadora aún es la impresión que se recibe llegando en avión a la ciudad. En tal caso se obtiene por primera vez una visión completa de la disposición verdadera de Río, se ve cómo está tendida en la falda de las montañas, que la vigilan; cómo, por así decirlo, se va diluyendo en el paisaje. Se va planeando sobre montañas y más montañas y de repente se abarca la amplitud de la bahía que encierra a esa perla blanca en su gigantesca concha azul.

Se ven las diagonales tajantes, como trazadas a cuchillo, de las avenidas que la atraviesan, la playa resplandeciente, no más ancha que la piel blanca que cubre una naranja dorada, y luego, esparciéndose hasta muy tierra adentro, las manchas blancas de los chalets y casas, y todo esto destacando sobre un doble azul: el cielo límpido y acerado y el agua que lo refleja. Y cuando el avión toma una curva, es como si las sierras desapareciesen de pronto, y entonces es la ciudad, con sus casas albas, la que saluda como una sola pared blanca de piedra, y ya se distingue la cinta movida de los autos que recorren las avenidas costaneras, los bañistas en el mar, se percibe la vida que le espera a uno y los colores que deslumbran al que llega. Y una, dos, tres veces más, el avión va perdiendo altura hasta casi tocar el tejado del monasterio de Sanl Benito. Luego rechinan las ruedas, se aterriza en suelo firme, en la tierra más bella del mundo.

 

LA CIUDAD

En el año de 1552, casi cuatro siglos atrás, Tomé de Sousa escribió, al llegar a Río de Janeiro: Tudo é graça que dela se pode dizer. Es prácticamente imposible expresarse mejor que ese rudo guerrero. La belleza de esa ciudad, de ese paisaje, en rigor, difícilmente puede reproducirse. Se resiste a la palabra, se resiste a la fotografía, porque es demasiado heterogénea, imposible de abarcar, inagotable en exceso; ni siquiera un pintor que deseara representar el conjunto de Río con sus mil colores y escenas podría dar cima a su obra en lo que dura una vida entera. Porque la naturaleza aglomeró allí, en un capricho único de prodigalidad y en reducido espacio, todos los elementos de la belleza del paisaje que de ordinario distribuye parcamente entre países enteros, uno acá y otro allá.

Está aquí el mar, pero el mar en todas sus formas y colores, trayendo en la playa de Copacabana verde espuma de la lejanía infinita del océano Atlántico, asaltando en Gávea furiosamente esta o aquella roca, y luego, en Niteroi, plegándose nuevamente calmoso y azul a la arena llana de la playa o envolviendo tiernamente las islas. Hay ahí montañas, pero cada cima, cada pendiente tiene otra forma, escarpada, gris y rocosa la una, cubierta de verdor y suave la otra, empinado, puntiagudo el Pan de Azúcar, y como achatada con un martillo gigantesco la altura de Gávea, dentellada y desgarrada la sierra de Orgãos. Cada una conserva obstinadamente su forma, sin que por ello dejen de unirse en un círculo fraternal. He aquí lagos corno el de Rodrigo de Freitas y el de Tijuca, cuyas aguas reflejan las montañas, el paisaje y, a la vez, los focos eléctricos de la ciudad; he aquí las cataratas que se precipitan frescas y espumosas desde las rocas; he aquí ríos y arroyos, el agua en todas sus formas y aspectos. La vegetación presenta ahí todos los colores, la selva con sus lianas exuberantes y su maleza impenetrable llega hasta casi junto a la ciudad; hay ahí parques y cuidados jardines que reúnen toda suerte de árboles, frutas y arbustos del trópico en un aparente caos y, sin embargo, en sabio orden.

Por doquier, la naturaleza es exuberante y, no obstante, armoniosa, y en medio de la naturaleza hállase la misma ciudad, un bosque pétreo, con sus rascacielos y palacetes, sus avenidas y plazas y callejuelas de un colorido oriental, con sus ranchos de negros y ministerios gigantescos, sus playas y casinos. Un todo a la vez, una ciudad de lujo, un puerto, un emporio comercial, una ciudad de turismo, industrial y de funcionarios. Y por encima de todo eso, un cielo bienaventurado, de un azul oscuro de día, como una enorme tienda, y de noche sembrado de estrellas meridionales. Dondequiera que se dirija la mirada en Río, siempre se deleita con algo nuevo.

No hay ciudad más hermosa en la Tierra -no me desmentirá quienquiera que la haya visto una vez-, ni ciudad más insondable ni más inabarcable. No se termina nunca de conocerla a fondo. El mismo mar trazó las líneas de la playa en un extraño zigzag, y la montaña arrojó al espacio de su desarrollo abruptas pendientes. En todas partes tropiézase con esquinas y curvas, todas las calles se cruzan en forma irregular, y se pierde de continuo la orientación. Cuando se cree haber llegado a un final, se tropieza con un nuevo comienzo, cuando se acaba de dejar una bahía para penetrar en el corazón de la ciudad, llégase sorprendido a otra ensenada. En cada camino descúbrese algo nuevo: una perspectiva sorprende, entre las colinas, una plazoleta. que parece yacer olvidada, desde los tiempos coloniales, un canal entre doble hilera de palmeras, un mercado, un jardín, una favela. En lugares por los que se ha pasado cien veces, se descubre, al entrar por equivocación en una calle adyacente, un mundo nuevo: es como si uno se hallase sobre un disco giratorio que le coloca ininterrumpidamente frente a otras perspectivas. A ello se agrega el que la ciudad se modifica de año en año, y aun de mes en mes, con una rapidez asombrosa. El que haya estado ausente de Río por espacio de algunos años necesita bastante tiempo para volver a orientarse. Se propone uno escalar un otero, para contemplar una vez más los viejos barrios románticos de la ciudad, y no los halla; fueron simplemente arrasados y cruza el mismo lugar un bulevar imponente, flanqueado a diestro y siniestro por casas de doce pisos.

Donde una roca cerraba el paso, hay ahora un túnel; donde el mar llegaba confidente hasta la playa, adelanta ahora un aeropuerto su construcción aguas adentro, donde tres meses atrás se pisaba todavía la arena suave y solitaria de una playa distante, levántase ahora un barrio de chalets; todo eso se opera allí con la rapidez de un ensueño. En todas partes acontece algo, en todas partes hay color, luz y movimiento, nada se repite, nada hace juego y, sin embargo, todo armoniza. El recorrer las calles -que en otras ciudades no conduce a nada ni es casi posible ya- constituye en Río todavía un placer y un diario goce de descubrimientos. Dondequiera que uno se halle, siempre se ofrece a su mirada un deleite. Se visita a un amigo y se mira, por casualidad, a través de una ventana del sexto piso: amplia y majestuosa como jamás se la ha visto, tiéndese la bahía con sus islas relumbrantes y los vapores que se deslizan. En esa misma casa se entra en una habitación que da a los fondos y ya desapareció el mar y tiénese enfrente, en cambio, la cruz iluminada del Corcovado y los bultos oscuros de las sierras. A horas de distancia brillan las luces de la calle y al mismo tiempo vese, inclinado sobre la barandilla del balcón, a los pies, un rancherío de negros con sus chozas y luces abigarradas. Quiere uno dirigirse al centro de la ciudad y debe cruzar una montaña; a cada instante ruégase al amigo que conduce el coche que lo detenga para que no se pierda otra y otra vista sorprendentes. Quiere uno llegar hasta un suburbio, para contemplar allí las tenduchas multicolores, y encuéntrase de improviso entre feudales palacetes con jardines seculares. Se sube en el tranvía de Santa Teresa a la colina, para estar en medio de la naturaleza solitaria, y se da impensadamente con un acueducto del siglo XVIII, y unos pocos minutos después con todo un grupo de empinadas casas de departamentos. En un cuarto de hora puede pasarse de la brillante costa del mar a la cumbre de una montaña, en cinco minutos puede pasarse de un mundo de lujo a la pobreza más primitiva de unas chozas de barro, y luego en seguida, nuevamente, al medio del fárrago cosmopolita de relumbrantes.

cafés y entre un torbellino de automóviles. Todo se entrecruza allí, se confunde, se mezcla, pobre y rico, viejo y nuevo, paisaje y civilización, chozas y rascacielos, negros y blancos. carretas anticuadas y automóviles, playa y roca, vegetación y asfalto. Y todo esto brilla y resplandece en los mismos colores deslumbrantes y saturados, hermoso lo uno y lo otro, todo entremezclado y fascinador. No se cansa uno nunca, jamás se harta. Nunca se termina de abarcar el perfil entero de la ciudad, pues tiene ella docenas, no, centenares de perfiles. Desde cada ángulo, desde cada lado, desde cada perspectiva se presenta de otro modo, es distinta de adentro que de afuera, desde arriba que desde abajo, desde la montaña, el mar, la calle, el avión, la barca, distinta desde cada casa, y aun desde cada piso y cada habitación de esa misma casa.

Cuando se sale de Río, se tiene la impresión de que en las demás ciudades los colores carecen de luminosidad, la gente en la calle se le antoja monótona, la vida demasiado ordenada, demasiado uniforme. Todo parece luego desencantado, sombreado, en comparación con esa embriaguez de colores y formas, después de la divina variedad de esa ciudad.

Se puede vivir en Río como se quiera. La idea de ser rico es más seductora allí, como lo es la de vivir en uno de esos palacetes de ensueño, rodeados de parques en los oteros de Tijuca, y, sin embargo, es allí al mismo tiempo más fácil ser pobre que en cualquier otra metrópolis. El mar está abierto a los bañistas, la belleza al alcance de toda mirada, las pequeñas necesidades de la vida son baratas, la gente es amable, y es inconmensurable la multitud de las pequeñas sorpresas diarias que dan la felicidad, sin que se conozca la causa. Algo tierno y de distensión flota en la atmósfera, algo que tiene por consecuencia que el individuo sea menos combativo y acaso también menos enérgico. Mirando y gozando, siempre el hombre es allí el beneficiado, e inconscientemente recíbese de ese paisaje, como de todo lo bello y sin par en la tierra, un misterioso consuelo. De noche, con sus millones de estrellas y luces, de día, con sus colores claros y penetrantes, cálidos y agudos, en el crepúsculo con sus tenues nieblas y juegos de nubes, en su bochorno fragante y bajo sus aguaceros tropicales, esa ciudad es siempre encantadora. Cuanto más tiempo se la conoce, tanto más se la quiere, y, sin embargo, cuanto más tiempo se la conoce, tanto menos puede describírsela.

 

EL RÍO DE JANEIRO ANTIGUO

Para comprender cabalmente una ciudad, una obra de arte, una persona, preciso es conocer su pasado, la historia de su vida, su desarrollo. Por eso, mi primer camino en cada nueva ciudad que visito me lleva hasta los fundamentos sobre los que se levanta, para comprender el hoy a través del ayer. Era lo más natural, pues, que en Río visitase en primer lugar el Morro do Castelo, la colina histórica donde cuatro siglos atrás se atrincheraron los franceses y donde los portugueses, en su victorioso avance, colocaron luego la verdadera piedra fundamental de la ciudad. Pero la búsqueda fue infructuosa.

La histórica colina ha sido arrasada. No subsiste de ella ni una sola piedra, ni un solo terrón. El terreno ha tiempo ya ha sido nivelado, y anchas calles cruzan el suelo aplanado. ¡Extraño fenómeno! El viejo Río de Janeiro ha desaparecido y el nuevo se levanta sobre un suelo completamente distinto del de la ciudad de los siglos dieciséis y diecisiete.

Donde hoy pasan las calles asfaltadas, no había originariamente más que pantanos cruzados por arroyos, insanos e inhabitables, y los primeros moradores se habían refugiado en las colinas. Sólo poco a poco pudo arrebatarse el terreno a los pantanos y al mar, desecando el suelo entre las montañas, cubriendo los arroyos y canalizándolos, adelantando al mismo tiempo la ciudad cada vez más en dirección a la bahía, rellenando las orillas. Luego cayeron los oteros que entorpecían el tránsito. De esta manera, la ciudad íntegra, en verdad, se dio vuelta en el curso de trescientos años, y todo o casi todo lo histórico ha caído víctima de esa transformación impaciente.

No significa ello una gran pérdida, pues en los siglos dieciséis y diecisiete y hasta muy adelantado el siglo dieciocho, Bahía fue la capital del Brasil, y Río era demasiado pobre, demasiado insignificante como para que allí se levantasen construcciones artísticas y palacios lujosos. Aun cuando a principios del siglo diecinueve la corte portuguesa estableció en Río su residencia, los huéspedes involuntarios no encontraron alojamiento digno. De esta suerte, todo lo histórico data pues, cuando mucho, de los tiempos coloniales, y una casa de ciento cincuenta años de edad ya goza en esa ciudad (al contrario de lo que ocurre en Bahía) de veneración. De ese tiempo colonial, su estilo y sus formas de vida obtiénese más fácilmente una idea en las pocas calles próximas a la Alfandenga, cuya genuinidad no ha sufrido alteración todavía. Son típicamente portuguesas, y su modestia causa una impresión realmente grata. Sus casas, de uno o dos pisos, otrora seguramente pintadas con varios colores, no tienen más adorno que el encaje de hierro bellamente forjado de sus balcones; venidas a menos, después de su distinción de otro tiempo, sirven ahora casi exclusivamente de asiento para pequeñas tiendas. En el piso bajo están los comercios, los armazens con sus depósitos, y puede verse desde afuera la mercadería apilada, y generalmente aun se la huele a alguna distancia; pues esas callejuelas en las inmediaciones del puerto, las últimas que quedan aún de los tiempos de la colonia sin haber sufrido transformación, despiden un olor cálido y grasiento de pescado, frutas y verduras. No hace falta recurrir a las excelentes descripciones que da Luis Edmundo en su libro sobre el Río del tiempo de los virreyes para barruntar cuán terriblemente apestados y sofocantes deben haber sido esos pasajes estrechos en una época en que los hombres compartían con el ganado el uso de aquellas vías y no se observaban todavía ni aun las más primitivas leyes de la higiene. Los pocos edificios públicos del tiempo colonial, los caserones y cuarteles, fueron levantados a toda prisa, con poco dinero, sin plano ni ambición, y representan, en el mejor de los casos, copias baratas de sus similares portugueses. Todo lamento sentimental por la desaparición del «Río antiguo» es, pues, en verdad, cosa únicamente de unos pocos ancianos, que con ello deploran, inconscientemente, su propia juventud marchita.

En puridad de verdad, Río no ha perdido gran cosa con lo que removió. De todo cuanto dejó la época colonial, sólo unas pocas iglesias, sobre todo la magníficamente situada de Nuestra Señora de la Gloria del Otero y la de San Francisco, así como el acueducto con sus líneas de nobles curvas, merecen ser conservados, aparte acaso de alguna que otra de esas callejuelas estrechas, dignas de perdurar como símbolo de aquellos tiempos. Porque, como monumento de su pasado, queda, el testimonio imperecedero de la iglesia y el convento de San Benito.

Esa iglesia de San Benito se sustrajo a la mutación de los siglos atrincherándose solitaria y valientemente desde el primer día en un otero; de tal suerte ese edificio, cuya construcción se inició en el año de 1589, se conservó como único monumento imponente del siglo dieciséis, y no se olvide: una obra de arte del siglo dieciséis, representa para el Nuevo Mundo, en cuanto a edad, tanto como para nosotros el Partenón y las Pirámides. Solitaria en su colina, sin que los edificios altos a su pie atajen su vista, mirando libremente hacia todos los lados, significa un trozo magnífico de belleza y quietud en medio de esa ciudad de empuje inquieto y de colores y ruidos estridentes. En este solo punto el tiempo se ha detenido en Río; sólo aquí su impaciente voluntad de renovación no ha conseguido modificar cosa alguna. La calle vieja y escabrosa que conduce a la colina es la misma aún que tres siglos atrás subían los peregrinos, y desde la misma terraza que antes ofrecía el espectáculo de ver atracar los galeones y veleros portugueses, se ve ahora arribar los paquebotes que siguen, lenta y majestuosamente su ruta.

Desde afuera, San Benito y su monasterio adyacente no brindan un aspecto particularmente imponente ni extraordinario.

Es una sólida y ancha fábrica con pesadas torres redondas; el monasterio se parece, por su forma cuadrada, más bien a una fortaleza, y en tiempo de guerra, efectivamente, ha servido a tal fin. Sin hacerse grandes ilusiones, traspásanse las pesadas puertas artísticamente labradas. Pero, apenas se penetra en el interior, el visitante queda deslumbrado. Acaba de estar ante la intensa luz meridional de Río, y ahora le rodea a uno un resplandor color de miel, una luz débil, extrañamente atenuada, como la de una puesta de sol en medio de la niebla.

No se distinguen contornos; el espacio y la forma se diluyen en esa neblina luminosa. Sólo entonces se advierte que ese resplandor proviene del oro que ilumina todas las paredes por igual. Pero no es el timbre de color alto, ruidoso, chillón, del metal dorado, sino un esplendor tenue, se estaría por decir silencioso, que cubre los pilares y los paneles como una pátina. Todas las líneas y todas las superficies se confunden de este modo, delicada y suavemente, y, unidas a la luz del día que penetra a través de unas claraboyas, producen ese brillo flotante que recorre la amplia nave como un velo vaporoso.

Poco a poco el ojo se habitúa y consigue percibir tal o cual detalle. Entonces se reconoce que lo que en nuestras iglesias está formado de piedra, metal y mármol -las balaustradas talladas, los paneles, los adornos- aquí está hecho de madera del país; pero esta madera se halla no se sabría decir si pintada o cubierta de una delgada capa de oro, de una capa tan delgada y aplicada con tanto arte que reproduce suavemente y sin llamar la atención toda curva, toda insinuación, atenuando de manera admirable lo ensortijado del barroco.

Sin ser comparable, en originalidad y magnificencia, a las grandes catedrales europeas, los artistas que hicieron San Benito consiguieron algo único: un modo feliz y original de dominar la materia, una armonía absoluta dentro de ese crepúsculo de oro, que es inolvidable. Y ese carácter gratamente medido predomina también en el convento, con sus amplios pasillos pavimentados, sus pesadas puertas negras de madera, la biblioteca bellamente proporcionada, el claustro aislado. Se atraviesa esas galerías frescas, protegidas por gruesos muros contra el ruido y las voces, como una época lejana. Uno olvida que está en un mundo meridional, más allá del ecuador y bajo otras constelaciones. Se podría creer que se halla soñoliento en algún convento de benedictinos en Suiza o Alemania, en uno de esos antiquísimos refugios de los bibliófilos.

De repente, junto a una ventana, la vista recuerda del modo más espléndido el lugar en que uno se encuentra: con sus rascacielos y palacios, con sus calles repletas, tiéndese la gran superficie de un mar de casas de una metrópolis moderna bajo la verde vigilancia de sus montañas. En la profundidad, yace la bahía con sus buques e islas y centellea el mar tropical.

No hay lugar en Río, por apartado y solitario que sea, desde el que no se distinga esa duplicidad incomparable de ciudad y paisaje, de lo transitorio y lo eterno.

Este monasterio, y otro más, en la colina de San Francisco, es lo que Río de Janciro ha salvado de su pasado. Es su diploma de nobleza, que confirma la antigüedad y distinción de su cultura. Aunque todo lo mezquino y pobre de su tiempo colonial siga desmoronándose y desapareciendo, aunque la ciudad en su inquietud se modifique de año en año, ese esplendor áureo brillará a través de los tiempos.

 

PASEO POR LA CIUDAD

Todo camino arranca en Río de la avenida Río Branco.

Es -o, mejor dicho, era- el orgullo de la ciudad. Hace unos cuarenta años, apoderóse de Río la ambición de emular a las grandes ciudades europeas y de disponer de un gran bulevar, una calle principal representativa en el corazón de la urbe. Y puesto que, como todas las ciudades meridionales, soñaba con trocarse en un nuevo París, sintióse tentado a imitar el ejemplo del bulevar Haussmann, que el gran prefecto de París había trazado con osada línea ancha, geométricamente derecha, a través del anterior caos de viejas calles revesadas.

Pero el proyecto de esa avenida, de lujo ya se creía atrevido, tomando la medida de los bulevares europeos y adoptando un ancho de treinta y tres metros. Los brasileños de la vieja generación, los cariocas de arraigo, acostumbrados a los estrechos y sombreados pasajes coloniales, meneaban, sin embargo, la y explicaban que esa anchura desmedida era en extremo atrevida. Pero el proyecto se impuso. Construyóse en uno de los extremos de la avenida un magnífico teatro, muy al estilo de la ópera de París, la Biblioteca Nacional, el museo, el hotel de lujo de entonces, para señalar la nueva calle desde un principio como centro espiritual y cultural, e incluso se osó levantar edificios de seis pisos, que miraban orgullosos sobre los tejados bajos de los palacios y palacetes más antiguos.

Adornáronse has aceras con mosaicos blancos y negros asfaltóse la calzada, y las casas de comercio y los clubes se apresuraron a adaptar sus anchos y bellos frentes al estilo de la arquitectura moderna a la sazón.

Resultó, en verdad, una calle hermosa, y los brasileños podían decirse orgullosos que era digna de figurar al lado de los famosos bulevares europeos.

Pero en América, ese continente que progresa con una vehemencia muy propia, siempre resulta error y modestia fatal el pensar y calcular en medidas europeas. El tiempo y el espacio tienen allende el océano una distinta medida dinámica.

Allí todas las cosas evolucionan más de prisa, pero, en verdad, también envejecen con mayor rapidez. Por eso, debido al crecimiento tropical de Río y al tránsito que se desarrolla de un modo fantástico, ya hoy la avenida Río Branco es demasiado estrecha, continuamente atascada por la procesión de los autos, que sólo pueden avanzar al paso, aparte de que retumba de ruido, está repleta de gente y siempre queda disminuida en su anchura por los vallados avanzados de constantes reconstrucciones. Porque ya los edificios magníficos de 1910 no parecen bastante grandiosos y atrevidos; el hotel de lujo de antes está condenado a desaparecer, y existe el propósito de levantar en su mismo solar un edificio de treinta y dos pisos. Las casas de seis pisos, o levantan otros más o son transformadas por completo; lo que treinta años atrás todavía parecía imponente y aun monstruoso, impresiona hoy como cosa pequeña, anticuada y pasada de moda, en cuanto al estilo. El teatro Municipal, completamente arrinconado en la sombra, no puede desplegar más sus proporciones, el Museo de Bellas Artes y la Biblioteca Nacional han perdido su superioridad, y tal como acontece con los bulevares del centro de París, con la Friedrichstrasse de Berlín y el Regent Street de Londres, los comercios de lujo empiezan a retirarse de esa agitación desenfrenada hacia calles adyacentes, más sosegadas. La avenida de lujo no es hoy mucho más que la vía obligada de tránsito y paso, sin rasgo propio y sin personalidad artística; precisamente el carácter que se había pensado darle, el de la distinción, se ha perdido, porque hoy únicamente procura servir a la época, y, sin embargo, ya no está a la altura de ella.

Para poder desplegar enteramente todo su ritmo, la ciudad tenía necesidad de avenidas nuevas y más anchas, y las crea, en su constante sofocación, con resuelta energía. A diestro y siniestro -los proyectos son verdaderamente grandiosos en su osadía-, Río va abriendo siempre de dentro a fuera, libertándose, nuevas avenidas, arrasando manzanas enteras de edificios tal como una locomotora en plena marcha empuja y levanta una hoja de papel. Se quitan de en medio colinas enteras, se entregan manzanas íntegras al pico demoledor, atraviésanse rocas perforando túneles, ábrense anchas vías de comunicación que suben serpentinas asfaltadas hacia las colinas. Una administración previsora reconoció en buena hora que para nada sirve hacer economía de espacio, elevando los edificios más altos, si al mismo tiempo la ciudad se vierte, como una cacerola cuyo contenido se derrama, invadiendo cada vez mayores franjas de la zona rural.

Las antiguas calles principales, la rúa da Carioca, do Catete y Laranjeiras y las que comunican con Tijuca y Meyer, traban el tránsito más de lo que le sirven, y para llegar de los nuevos barrios residenciales al centro de la ciudad se necesita, en automóvil, media hora y aun más. Había, pues, que ganar espacio a todo trance, y la parte que en ese sentido resultó más complaciente, más accesible, fue el mar. Quitar, mediante rellenos, a una bahía que se prolonga por millas y millas, una franja de doscientos y aun quinientos metros, significaba no quitarle gran cosa al mar inconmensurable, pero ganar muchísimo para la ciudad. De este modo surgieron los grandes bulevares costaneros que hoy forman el marco del cuadro y que, abriendo la vista al mar y al paisaje circundante, adornados con árboles y jardines, recompensan con sus formas de constante variedad al Río moderno, con una belleza nueva, la pérdida de su romanticismo antiguo. Impresionan como el margen blanco de un libro alrededor del texto impreso. Cada página de ese libro, que se diría abierto por Dios, manifiesta otra hermosura y uno no se cansa de hojearlas una y otra vez.

Gracias a la bizarra formación con que el mar penetra con cinco o seis ensenadas en la ciudad, el aspecto se presenta en cada curva más variado. Es verdad que Río sólo se puede comparar con un abanico pintado, cada una de cuyas partes contiene un dibujo peculiar, en tanto que sólo el abanico totalmente desplegado presenta el panorama completo.

El que recorre esas avenidas costaneras en automóvil -o a pie, si está dispuesto a marchar horas enteras-, pasa, en realidad, por seis o siete u ocho ciudades completamente distintas.

A la izquierda de la avenida Río Branco parten todas las calles que dan al puerto y con ello a la parte comercial de la ciudad. Aquí atracan los grandes transatlánticos, de aquí parten los ferryboats que comunican con las islas, aquí el mercado, abigarradamente luminoso, se llena de flores y frutas, aquí espera el aeropuerto con sus golondrinas plateadas, aquí se agrupan los diques, los arsenales y los cuarteles de la marina; formando un grupo nuevo y orgulloso, levántase aquí el bloque poderoso de los ministerios reunidos, edificios de doce, catorce y aun dieciséis pisos y de estilo modernísimo.

De acuerdo con un plano atrevido, puede, decirse que allí casi toda la administración de un país enorme se halla condensada como en un solo bloque erguido. Pero aun cuando el puerto, el centro comercial y administrativo, tiene unos matices de más colorido que en otras ciudades, la fisonomía de lo moderno no deja por ello de impresionar allí como cosa internacional. Aun no se ha advertido la belleza urbana peculiar, personal, de Río de Janeiro, que no radica ni en lo útil ni en lo histórico, sino en el arte incomparable con que la ciudad trata de resolver armoniosamente todos los contrastes.

La preciosa cadena de los bulevares costaneros, resplandeciente de noche con mil perlas de luz, en realidad sólo comienza en el extremo de la avenida Río Branco la plaza París, de la que parte, es algo como un broche artístico. El nombre de la plaza París no ha sido elegido al. azar. Los urbanistas franceses, que trazaron su plano, pensaban, sin duda, en la plaza de la Concordia, tal como de noche resplandece con sus lámparas de arco. Pero esta plaza París tiene, además, la vista sobre la bahía con las islas y montañas al frente, de modo que el lujo urbano se mezcla en un cuadro inolvidable con la prodigalidad de la naturaleza. Entre el azul del mar y las blancas hileras de casas corre una ancha franja verde, y el cielo descansa abierto sobre las copas de los árboles de ese parque por el que pasan disparando automóviles y autobuses verdes, azules, rojos y amarillos, como fieras embravecidas, sin que su velocidad ni su estrépito confundan los sentidos, según acontece en otras calles. Allí la mirada puede descansar y admirar lo que le place. La animada línea de los palacios y hoteles, la bahía abierta con su borde blanco de Niteroi, los barcos y ferry-boats, o en la colina, por encima de las casas, la antigua, noble y blanca, Iglesia de Nuestra Señora de la Gloria, destacando sobre las pendientes más abruptas de la montaña, que, ella cual un telón de fondo, se yergue a mayor distancia.

Ya esa primera mirada cree haber abarcado toda la visión panorámica, y, sin embargo, ¡cuán. poco ha alcanzado todavía, cuánto le espera aún! Después de la plaza París, la calle se estrecha y se acerca más al mar, desembocando en la playa Flamengo. Allí estaban antes las viejas residencias que miraban, en medio de jardines, modestamente, desde un primer o segundo piso sobre la playa. Pero tal lugar, con esa vista libre y la brisa refrescante, era demasiado costoso. Ahora los edificios se yerguen en un frente de cemento hasta once y doce pisos, y las gigantescas palmeras que antaño protegían los techos de las casas antiguas, apenas llegan hasta el pecho de las construcciones nuevas. La vista sobre la bahía se reduce poco a poco, pues enfrente se levanta petulante -adornado de noche con una corona de luces- el Pan de Azúcar, una mole impresionante, que guarda la entrada a la bahía y ante la cual toda embarcación debe pasar humildemente para poder penetrar en el puerto. Y otra curva más y se entra en otra bahía, la de Botafogo. Ya la vista no se tiende amplia y libre; se cree estar junto a un lago rodeado de montañas, entre montañas y oteros diferentes- de los que se acaban de dejar detrás de sí, pues forma parte del misterio del paisaje de Río el que las montañas, debido a su configuración irregular, ofrecen desde cada ángulo una silueta distinta. Lo que visto desde Botafogo impresiona como algo abrupto, es suave si se mira desde Flamengo; una superficie de un otero está cubierta de bosque, y la otra es roca viva, en tanto que en la tercera se levantan casas hasta en la cima. Del mismo modo, la bahía modifica sus curvas en cada recodo, debido al incesante zigzag de su trazado. En esa ciudad de la variedad, el mismo mar, y una misma montaña impresionan siempre de modo nuevo y sorprendente, en virtud de la variedad indescriptible de las perspectivas.

En vez de hallar alguna cosa nueva, se descubre todo una y otra vez de nuevo.

Dos cuadras más y se está inesperadamente en otra ensenada, la Praia Vermelha, que está tan escondida en una garganta estrecha entre dos cerros, tan a trasmano de los barrios residenciales, que necesítanse semanas enteras para hallarla.

Y, de repente, todo cambia otra vez de aspecto. Desaparecida la ciudad, perdida la vista de la bahía. No hay allí casas de lujo, ni tránsito, fiebre, sino únicamente olas y rocas, playa y silencio. Involuntariamente, sobreviene la sensación de que se ha llegado al fin de la ruta, al extremo de la ciudad.

Pero, en verdad, sólo se ha llegado a un nuevo comienzo, a uno de los tantos principios con que esa ciudad se presenta, siempre sorprendente. Basta recorrer dos calles y atravesar un túnel horadado en la roca y de repente se está en la playa de Copacabana, que es, más que Niza y más que Miami, tal vez la playa más hermosa del mundo. Por increíble que ello parezca, lo cierto es que, después de esos cinco minutos de paseo de Río a Río, se está frente a un mar completamente distinto, en otra atmósfera, en otra temperatura, como si se hubiera hecho un viaje de varias horas. Y, en efecto, lo que se ha visto en la avenida Beiramar es otro mar, ya que no es sino el agua de una bahía completamente cerrada. Es el mar, sí, pero un mar dominado, encadenado, debilitado, que ya no tiene fuerzas para levantar olas furiosas y que, pese a su gran amplitud y extensión, ya no consigue producir un verdadero flujo y reflujo. En Copacabana, en cambio, la frente batida por el viento está repentinamente ante el Atlántico, y se sabe y se siente que a una distancia de miles de millas, hasta África y Europa, no se tiende más que ese mar inmenso. Poderosas, levantando espuma verde, las ondas -tiro de Poseidón- arremeten con las crines blancas de sus corceles marinos contra la inmensamente ancha playa resplandeciente. El trueno retumba en los oídos, y es tan fuerte el embate, tan potente el aliento del gigante atlántico, que el aire y agua pulverizados desprenden yodo y sal. Tan rica es en ozono, que muchas personas habituadas a la atmósfera, por lo demás suave y un poco pesada, no soportan la permanencia en esa playa eternamente estrepitosa, en esa llovizna incesante. ¡Pero cómo refresca, por eso mismo! Al cabo de cinco minutos de viaje se está en un ambiente con cuatro o cinco grados menos de temperatura, y éste es también uno de los cien misterios de esa ciudad, que sólo conoce quien ha vivido largo tiempo en ella, y es que las temperaturas cambian allí sensiblemente de esquina a esquina. En un mismo barrio, la calle del fondo puede ser más calurosa que la del frente, la de la izquierda, más azotada por los vientos, y la de la derecha en calma, y todo ello sólo porque se tienden en un ángulo determinado con respecto al aire del mar o porque, por otra parte, un cerro cierra el paso a esa brisa. Así, por ejemplo, el primer tramo de Copacabana, llamado Leme, no es tan popular ni tan elegante y de tanto valor, a pesar de que se halla a sólo un kilómetro de distancia del resto de la avenida Atlántica y, en apariencia, tiene el mismo frente al mar. La avenida Atlántica, el frente de Copacabana, es una playa de lujo. Allí se levanta un hotel famoso, allí están los obligados cafés con orquesta cíngara, un casino y un paseo ancho; tiene además sus hábitos propios y, por lo tanto, no muy brasileños. Sólo aquí se ven, como en los lugares de veraneo europeos y norteamericanos, muchachas vestidas con pantalón y hombres con camisa de deporte, sin americana. La gente se sienta allí en los cafés y restaurantes al aire libre. No hay allí comercios ni camiones, pues esa playa sólo quiere estar reservada al lujo, la diversión, el deporte, los paseos, los colores, al placer del cuerpo y en particular al de los ojos. Es, en último análisis, la cabina de lujo para el baño gigantesco en esa playa enorme, que en muchos días reúne cien mil personas, sin por ello aparecer atestada. A veces se tiene la impresión de que esa playa no forma parte, en verdad, de la ciudad y que, de manera parecida a lo que aconteció en Niza, pero en dimensiones mucho más grandiosas, fue anexada a una ciudad trabajadora, activa, de un millón de habitantes, a beneficio de los extranjeros y de las personas de vida fastuosa, y que sólo poco a poco penetró y se refundió con la vida, con el organismo de la urbe. Veinte años atrás, efectivamente, sólo unas pocas casitas modestas osaban levantarse sobre las dunas. Pero desde que se descubrió el amor al aire, al sol, al agua y las nuevas velocidades del automóvil, levantáronse en Copacabana, con asombrosa rapidez, barrios enteros. Hoy se va a Copacabana con la misma naturalidad con que en Viena se va al Prater o en París al Bois, que otrora significaban una excursión y poco menos que todo un viaje. Si Copacabana no es el corazón, es, por así decirlo, el pulmón a través del que Río respira. Pero con toda su belleza, una cosa es simbólica: sentado o de pie junto a esa playa, se da prácticamente la espalda al Brasil.

Porque esa avenida mira -verdad que por sobre todo un océano- a Europa. Es tan neoeuropea como treinta años fue europea la avenida Río Branco, y es típico que gustan más vivir en la avenida Atlántica los extranjeros y viajeros que los verdaderos cariocas, quienes ahí tienen más la sensación de estar de visita que en su propia casa.

Y una curva más -aquí debe detenerse el peatón, es demasiado ya para una sola jornada-, y se cree uno transportado en alas mágicas, repentinamente, a Suiza. Allá, a pocos metros de la playa, tiéndese un lago, el lago de Freitas, enmarcado completamente por cerros. Con rapidez verdaderamente siniestra, una novísima ciudad de chalets se recostó sobre sus márgenes llanas, pero en lo alto los cerros la vigilan y, de noche, sus contornos oscuros se reflejan mágicamente en el espejo negro de sus aguas. Pero no nos detengamos. Baste una mirada sobre ese lago alpino en medio de una metrópoli, al que desde lo alto contemplan despreocupadamente románticas chozas de negros. Otra extensa playa más, la de Ipanema, y otra más, la de Leblón, donde tanto las casas como las palmeras del bulevar son flamantes aún. Sólo después, la avenida se aproxima al mar abierto, y toma el nombre de Niemeyer.

Abierta en la roca viva, como la Corniche de la Riviera, muy junto a la playa, cada vez más abrupta y rocosa, mira sobre el mar, que allí se muestra más peligroso y agitado. Pero a la derecha, los cerros tranquilizan al transeúnte y le ofrecen protección. Descienden cubiertos de verde matorral, palmeras y bananos. Es un viaje lleno de variaciones, hasta que cerca de Joa se llega a un otero que brinda descanso y una amplia vista. Abierta la bahía con sus islas y rocas, desarrollado el panorama de las montañas lejanas, desaparecida la ciudad detrás de esa abigarrada decoración, se ha llegado al campo abierto, al término del viaje. Pero, ¿hasta cuándo será ello verdad? ¿Un año más? ¿Un decenio más? Ya en la ensenada próxima, en la playa de Tijuca, divídense los terrenos en lotes; donde la arena penetra blanda y blanca en los zapatos del viandante, pronto un nuevo paredón de casas se opondrá al mar. ¿Quién puede decir dónde Río terminará?, ¿dónde se detiene en verdad? Y otra vez una curva, y otra vez un mundo nuevo, El auto asciende en curvas empinadas la montaña; se pasa un cuarto de hora en la selva virgen; raras veces. una casa, cuando mucho unas pocas chozas, medio cubiertas por palmeras, moradas de negros. Ya se empieza a olvidar que no se ha emprendido más que un paseo de una hora dentro de los limites de la ciudad, y se tiene la sensación de haberse alejado en ese término millas y más millas. Pero, de pronto, en una vuelta del camino, se mira hacia abajo, y he aquí de nuevo la ciudad. Se tiende de modo muy distinto, porque se la ve desde otro lado, se la reconoce y, sin embargo, no se la reconoce. Y sea cual fuere el camino que se siga, ascendiendo más aún hasta la Vista Chinesca, la Mesa del Emperador o volviendo hacia Tijuca, ese viejo barrio, de residencias aristocráticas, en todas partes las perspectivas se desplazan. Un aparato fotográfico necesitaría diez docenas de películas para registrar siquiera los aspectos más sorprendentes. Y luego se entra de nuevo en la ciudad, no se sabe desde qué dirección y en qué dirección -uno no se orienta ni aun después de meses de permanencia-, y se encuentran nuevos bulevares, como el de Mangue, guarnecido de palmeras, se pasa a lo largo del Jardín Botánico o se cruza la plaza de la República, que más que plaza es un parque. En una o dos horas se ha dado la vuelta, no sólo a una ciudad, sino a un mundo, y ligeramente mareado, vuélvese al medio del tumulto multicolor de los hombres y de los negocios. Una de esas calles meridionales recuerda la Cannebière, de Marsella, otra, que asciende por una colina, evoca Nápoles, los mil cafés, con los hombres que charlan despreocupadamente, recuerdan Barcelona o Roma, los cines, con su propaganda y los rascacielos, Nueva York. Se cree estar a un mismo tiempo en todas partes, y, sin embargo, por esa armonía singular sábese que se está en Río.

 

LAS CALLEJUELAS

Los grandes bulevares son lo nuevo, lo grandioso de Río; pocos hay en el mundo que puedan comparárseles en magnificencia de trazado y belleza de paisaje. Pero son rutas de tránsito, calles de exhibición, calles modernas, internacionales, y yo prefiero a su magnificencia deslumbrante las callejuelas anónimas en las que nadie se fija, por las que se puede transitar sin saber adónde se va, que encantan incesantemente con pequeñas gracias naturales, meridionales, y que impresionan tanto más románticamente cuanto más pobres, más primitivas y más humildes son. Aun las más pobres -y precisamente éstas- están llenas de color, de vida y de aspectos variados. Uno no se cansa de contemplarlas. No hay en ellas nada especialmente dispuesto para atraer la atención del forastero, nada digno de fotografiarse, y su encanto no reside en la arquitectura ni en la estructura, sino, bien al contrario, en la confusión animada, en lo accidental, que hace a cada calleja atractiva, y a cada una de ellas en un sentido distinto.

Los paseos, que constituyen un viejo placer mío, se han convertido en Río, para mí, en verdadero vicio; ¡cuántas veces he salido para dar un paseo de un cuarto de hora y, seducido de una callejuela tras otra, he regresado a las cuatro horas, sin recordar el recorrido o siquiera un solo nombre en esa ciudad de los descubrimientos y encantos eternos! Y, sin embargo, nunca tuve la sensación de haber perdido o desperdiciado el tiempo.

Vagar por las estrechas callejuelas de Río equivale a retroceder en el tiempo. Hállase uno en un mundo de la colonia, donde todo estaba a mano, próximo, abierto todavía, donde aun no se precipitaban los automóviles ni relampagueaban las señales luminosas para dirigir el tránsito, donde aun se marchaba a paso lento, sin buscar mucho más que la sombra que hace más grata la caminata. Aun las calles más distinguidas eran estrechas en aquellos tiempos; puede comprobarse aun hoy en la rúa Ouvidor, la antigua calle de los comercios distinguidos. Está prohibido el tránsito de vehículos en ella -como, a ciertas horas, en la calle Florida, de Buenos Aires-, ni podrían ellos tampoco avanzar, pues durante el día se abre paso allí una multitud abigarrada; todo buen carioca la cruza diariamente unas cuantas veces; es el gran paseo, el punto de reunión. Hombro a hombro, tan denso y animado, que apenas puede distinguirse una pulgada del piso, camina, charla, va y viene un gentío constantemente renovado, y la ausencia del ruido de los automóviles, infernal en otros puntos, convierte a ese corso en un placer inagotable. Pero sigo luego a derecha o izquierda por calles y callejuelas, no vale la pena inquirir sus nombres, ya que es imposible retenerlos. Largas y estrechas, se cruzan y entrecruzan constantemente, y acá o allá pasa otra más ancha, con ruidosos tranvías -cada coche sobrecargado- o automóviles estridentes; ninguna se caracteriza por una arquitectura sobresaliente, las casas no tienen, por lo común, más de un piso, sin adornos, y en su planta baja hay una tienda abierta. Pero precisamente el hecho de que ni puertas ni vidrios impiden que se vea desde la calle el interior de las tiendas, convierte a cada uno de sus comercios en un cuadro de género. Allí hay, sentado en un rincón, un zapatero con sus tres oficiales clavando unas suelas; aquí, una verdulería con una corona de bananas que circunda como una naturaleza muerta toda la puerta; cuelgan cebollas en largas ristras, melones muestran los colores de sus carnes, amontónanse tomates en montículos rojos. Al lado, una farmacia, una droguería; brillan cien botellas; más allá, una vinería; luego, un barbero que enjabona al cliente; un cestero remendando el asiento de una silla. Allí trabaja el carpintero; aquí opera un carnicero; en el patio, las mujeres lavan y retuercen la ropa; una tienda, cubierta de mil números, invita a probar suerte en la lotería; el notario redacta sus escritos en el despacho abierto, casi en plena calle. Aquí se puede ver cómo se está haciendo todo, y donde se ve un pueblo dedicado a sus tareas, vése su vida verdadera, Se ve cómo la gente vive, se ve la sencilla cama de hierro detrás del taller, separada sólo por una cortina, se ve a la gente comer, se ve cómo emplea todas sus horas. Nada permanece oculto, disimulado, nada está mecanizado ni estandarizado ¡Y cuánto hay que ver allí, cuanto, pues en el Brasil aun prosigue inconmovible el viejo trabajo manual, que en Europa y Norteamérica se extingue paulatinamente! Durante un paseo pueden aprenderse todos los oficios, con sólo mirar -todo es allí tan magníficamente falto de misterio y al mismo tiempo tan maravillosamente abigarrado- aquí, el negro; allá, el blanco, y más. allá el mestizo, y todos vestidos con trajes claros, y las mujeres con vestidos de todos los colores, y todo ello brillando con diez veces más intensidad bajo el esplendor radiante de un sol intenso.

Y luego, los cafés, ¿Cuántos cafés? ¿Quién los puede contar? En cada esquina hay uno, y hay en ellos un incesante vaivén hasta muy avanzada la noche. Entonces brillan y centellean, en contraste con la oscuridad profunda de las casas, esos locales sombreados como cavernas iluminadas, animados hasta altas horas de la noche, pues en esa ciudad, de vitalidad extrema, la vida prosigue sin tregua, y a las cinco de la mañana ya pueden verse los primeros bañistas en la playa. ¡Cuánta vida hay en esas mil callejuelas y cuánta vida por venir, en formación! En todas partes niños, niños de distintos colores y mezclas, y ese tumulto de colores y movimiento -eso es lo típicamente brasileño- aparece a la vez amortiguado por una quieta amabilidad, una coexistencia afable. Dondequiera que se pasee, hasta en los barrios más pobres y abandonados, se encuentra siempre la misma cortesía. Aun allá donde las casas ceden lugar a chozas y las callejas se pierden entre rocas y vegetación, sigue teniéndose la sensación de que los hombres, gracias a una sobriedad innata, se conforman incluso con ese mínimo de bienestar.

Y de rato en rato, nuevos descubrimientos. Aquí, de repente, una plaza del tiempo colonial con palacios distinguidos y grandes parques cerrados; allá, un mercado, cuya abundancia evoca cuadros holandeses, en tanto que lo vivo de sus colores hace pensar en van Gogh y Cézanne; más allá, inesperadamente, un trozo del puerto con soñolientas barcas pesqueras y un olor penetrante de algas; Luego, un parque que no se conocía o, a la sombra de un edificio alto, unas cuantas casuchas en ruinas, o, de pronto, una iglesia vieja.

Hay callejuelas que terminan repentinamente, obligando a trepar por unas rocas. Quiere uno asistir a una fiesta suburbana, y de repente se halla -dos cuadras antes de llegar a su destino- en medio de un barrio de lujo. Piensa uno dirigirse a la estación del ferrocarril y se halla de pronto en medio del parque imperial. Nada hace juego, y no obstante, armoniza todo; pásase de sorpresa en sorpresa, pero nunca se acaba uno de cansar. Vagar, ambular y descubrir cosas nuevas, ese placer que, entre todas las ciudades de Europa, París fue la última en brindarme, en Río volví a encontrarlo en la forma más seductora.

 

EL ARTE DE LOS CONTRASTES

Para causar sensación, una ciudad debe entrañar fuertes tensiones opuestas. Una ciudad nada más que moderna resulta monótona, y una ciudad atrasada nos será molesta al cabo de algún tiempo. Una ciudad proletaria nos deprime, y una localidad de lujo no tarda en contagiarnos el tedio y el aburrimiento. Mientras más capas posee una ciudad, y más matices presenta la escala de sus contrastes, mas atrae al extraño, y esto es lo que ocurre en Río de Janeiro. Allí media una distancia enorme entre los extremos y, no obstante, llegan a :formar una armonía peculiar. La riqueza no es allí provocativa; las casas aristocráticas, instaladas con un gusto admirable, no ostentan fachadas llamativas. Están diseminadas entre los árboles, con jardines amenos y lagos, tienen un mobiliario seleccionado, en la mayoría de los casos de estilo brasileño antiguo, y puesto que no asombran con suntuosidad urbana sino que están en íntimo contacto con la naturaleza, impresionan como algo que ha crecido orgánicamente, y no como cosa que se exhibe con orgullo. A decir verdad, hay que buscar esas casas; pero si se tiene la satisfacción de ser recibido en una de ellas, los ojos no se cansan de admirarlo todo, pues, desde cada una de las habitaciones, la mirada puede recrearse en el paisaje a través de las puertas abiertas.

En los jardines, estanques artificiales reflejan glorietas chinas; terrazas abiertas, con ladrillos frescos y viejos azulejos portugueses, ofrecen a la vez oportunidad para percibir el aliento suave de las flores y los árboles y protegen contra el embate violento de la luz. Nada aquí está sobrecargado ni es provocativo, porque la riqueza está generalmente en manos de las familias antiguas, educadas en la civilización y tradición; coleccionan, sobre todo, las antiguas obras de arte colonial, cuadros y libros de su propio país. Por eso no se produce aquí la impresión, tan a menudo hasta desagradable, de lo recolectado y amontonado sin selección. Precisamente en esas residencias feudales acaba de comprenderse el origen primitivo de la cultura brasileña. Pero, a sólo dos pasos de la salida cubierta de grava seleccionada, se encuentra acaso un barrio de negros o de pobres, rodeados por la misma vegetación, bañado por el mismo sol, y sin que se molesten mutuamente; en cierto sentido, la fuerza de trabazón de la naturaleza, si no suprime el contraste, por lo menos lo suaviza, y esa permanente y delicada gradación de las diferencia se me antoja lo más característico de Río de Janeiro. El rascacielos y la choza, las avenidas deslumbrantes y las callejuelas angostas, de casas bajas, la playa llana y las montañas que yerguen altivas sus cabezas, todo eso más parece completarse que hostilizarse.

De ese modo, la vida da allí cabida más fácilmente a todas las formas sociales: se puede tomar un sorbete en una confitería con aire acondicionado, a precios que hacen pensar en Nueva York, y a la vuelta de la esquina, no pocas veces hasta en la misma casa, se sirven helados por unas pocas monedas.

Vistiendo un mismo traje de hilo claro, puede irse en un auto de lujo o entre los obreros en un coche de tranvía.

Nada se hostiga, y la misma cortesía encuéntrase entre los lustrabotas y los aristócratas, por ser aquélla el elemento que liga armoniosamente a todas las capas sociales. Lo que en otras partes se aísla hostil o desconfiadamente, se combina espontáneo en Río. ¡Cuantas razas tan sólo en las calles! El negro senegalés con la chaqueta rota y el europeo vistiendo traje de corte impecable, los indios con su mirada grave y su pelo negro lustroso; y entre unos y otros los cien mil matices de la mezcla de todos los pueblos y naciones. Pero todo esto no está, como en Nueva York y en otras ciudades, dividido en barrios; aquí, los negros; allí, los blancos; en una parte, los mestizos; en otra, los italianos, y en otra más los brasileños o los japoneses. No, todo se confunde en las calles, alegremente, y, gracias a la multitud de fisonomías distintas, la calle se transforma en un cuadro en constante mutación. ¡Qué arte de disminuir las tensiones sin, por ello, destruirlas! ¡De conservar la multiplicidad sin el menor deseo de poner orden en ella y de organizarla por la fuerza! Que se siga cultivando tal arte en esa ciudad; que no se deje arrastrar por el delirio geométrico de las avenidas, rectilíneas, de las intersecciones exactas, por ese ideal tan feo de convertirse en tableros que persiguen las modernas ciudades del ritmo acelerado, que, a favor de la línea recta y de la monotonía de las formas, oprimen lo que siempre es lo incomparable de cualquier ciudad: sus sorpresas, sus peculiaridades, sus angulosidades, y, sobre todo, sus contrastes, esos contrastes entre lo moderno y lo antiguo, entre la ciudad y la naturaleza, entre los pobres y los ricos, entre la laboriosidad y la holgazanería, cuya solución armoniosa, única en el mundo, se goza libremente en Río de Janeiro.

 

UNAS CUANTAS COSAS QUE TAL VEZ MAÑANA YA HABRÁN DESAPARECIDO

Algunas de las cosas singulares que dan a Río su carácter policromo y pintoresco, es verdad, ya están amenazadas. Sobre todo las favelas, las zonas pobres en el corazón de la ciudad, ¿las veremos todavía de aquí a unos cuantos años? Los brasileños no gustan hablar de ellas, y, desde el punto de vista social e higiénico, constituyen, desde luego, un atraso en medio de la ciudad que brilla de limpieza y que, gracias a un servicio higiénico ejemplar, exterminó en cuatro lustros y por completo la fiebre amarilla, que antes había sido endémica en ella. Pero las favelas constituyen un tono de color peculiar en medio de ese cuadro caleidoscópico, y habría que conservar siquiera una de esas estrellitas en el mosaico de la ciudad, porque representan un pedazo de naturaleza humana dentro de la civilización.

Esas favelas tienen su historia propia. Los negros, que en parte viven de emolumentos muy reducidos, no podían sufragar el gasto del alquiler de un departamento en la ciudad; por otra parte, el diario traslado desde las afueras hasta el lugar de trabajo significa un doble viaje y el gasto del pasaje.

Por eso se procuraron en las colinas y rocas, en medio de la ciudad, a las que no conducen caminos ni senderos, un lugar cualquiera donde edificaron una casucha o choza, sin averiguar quiénes eran los propietarios de esos terrenos. Para levantar semejantes mocambos no hacen falta arquitectos. Se toman unas cañas de bambú que se clavan en el suelo. Rellénanse los espacios entre las cañas con barro amasado a mano.

Se pisotea el suelo hasta dejarlo liso. Se cubre el techo con una especie de junco o paja. Y ya está lista la construcción.

No necesita ventanas; bastan unas chapas de cine, recogidas en cualquier parte del puerto. Una cortina hecha de una bolsa vieja cubre la entrada, que en todo caso se adorna con listones sacados de un cajón vacío, y he aquí la misma choza que siglos atrás los antepasados construyeron en la aldea brasileña o africana. El mobiliario no es, por supuesto, muy abundante: una mesa de construcción casera, una cama, unas pocas sillas y unos cromos de revistas viejas en las paredes. Huelga decir que esas moradas carecen de muchas comodidades modernas. El agua, por ejemplo, hay que subirla a pulso desde la fuente que está al pie de la colina y de un sendero abierto en la roca o en el barro. Ininterrumpidamente, como una cadena sin fin, ascienden mujeres y niños, llevando el precioso líquido en vasijas que balancean sobre la cabeza; mas esas vasijas no son de barro -que así costarían demasiado-, sino hechas de viejas latas de kerosene. La luz eléctrica tampoco llega hasta esas chozas, que de noche sólo hacen guiños con pequeñas luces de petróleo a través de la maleza.

Y siempre el caminito escarpado, que pasa sobre gradas y piedras y escaleras, muchas veces peligroso y rara vez limpio, ya que entre las chozas pululan los más diversos animales: cabras y gatos esqueléticos, perros sarnosos y magras gallinas; las aguas servidas corren y gotean sucias y sin cesar entre las rocas. A cinco minutos de distancia de una playa de lujo o de una avenida, uno cree hallarse en medio de un pueblo de la selva de Polinesia o en una aldea africana. Se ha visto el extremo de lo primitivo, la forma ínfima de morar y vivir, una forma que en Europa y Norteamérica ya casi no se considera creíble. Pero, cosa curiosa, su aspecto no tiene nada de aflictivo, nada de repulsivo, no subleva ni humilla. Porque los moradores se sienten ahí mil veces más dichosos que nuestro proletariado en sus casas de inquilinato. Habitan casa propia, pueden hacer en ella lo que les viene en gana -de noche se les oye cantar y reír-, son allí dueños de sí mismos. Si aparece el propietario del terreno o una comisión para desalojarlos, porque se piensa abrir ahí una calle o trazar un barrio moderno de residencias, ellos se trasladan impasibles a otra colina.

Nada les impide mudarse, como quien dice, con su casucha a cuestas. Y luego, como esas casuchas están situadas en lo alto de los cerros, en los rincones y aristas más inaccesibles, se disfruta desde ellas la vista más hermosa que es dable imaginarse, la misma vista de las más costosas villas de lujo, y es la misma naturaleza pródiga, que adorna aquí el menor pedazo de tierra con palmeras y que alimenta generosamente con bananas, esa naturaleza maravillosa de Río, que prohibe al alma sentirse melancólica y desdichada, ya que consuela incesantemente con su suave mano tranquilizadora. Cuantas veces subí esas gradas, resbaladizas de barro, hasta aquellos barrios pobres, nunca encontré en ellos una persona grosera o malhumorada. Con esas favelas desaparecerá un trozo incomparable de Río, y me cuesta imaginarme los oteros de Gavea y otras colinas sin esa especie de aldeas pegadas osadamente a la roca, cuyo carácter primitivo nos recuerda cuánto tenemos y exigimos de superfluo y nos demuestra que hasta en un mínimo de la existencia, como en una gota de rocío, puede resumirse toda la diversidad de la vida.

Otra curiosidad más de Río caerá pronto víctima de la ambición civilizadora y tal vez también de la moral, como en tantas ciudades europeas, en Hamburgo, en Marsella. Las calles de las que no se habla, la zona de Mangue, el gran mercado del amor, el Yoshiwara de Río. Ojalá a última hora apareciese todavía un pintor para fijar esas calles en el lienzo tal como de noche brillan bajo las estrellas con luces verdes, rojas, amarillas, blancas, con sus sombras ondulantes y fugitivas, un aspecto fantástico, oriental, como no vi otro igual en toda mi vida, y, además, misterioso, debido a los destinos encadenados. En una ventana pegada a la otra, o mejor dicho, en una puerta junto a la otra, esperan allí, como animales exóticos tras rejas, mil o acaso mil quinientas mujeres de todas las razas y colores, toda edad y procedencia, negras senegalesas al lado de francesas que ya casi no consiguen disimular las arrugas de la edad con los afeites, delicadas indias y carnosas croatas, todas aguardando los clientes, que, en un desfile ininterrumpido, espían por las ventanas para examinar la mercadería. Detrás de ellas brilla una lámpara de vivos colores que ilumina con reflejos mágicos el aposento, donde la cama, más clara, destaca contra la sombra un claroscuro a lo Rembrandt, que torna casi místico ese tráfago cotidiano y, además, espeluznantemente barato. Pero lo más sorprendente, lo que al mismo tiempo es lo marcadamente brasileño de esa feria, es el silencio, el sosiego, la quieta disciplina.

Mientras en las calles equivalentes de Marsella o Tolón todo retumba de risas, gritos, hurras y gramófonos enloquecidos, mientras allá los huéspedes emborrachados berrean salvaje y peligrosamente, en Río todo permanece como en un cuadro y en silencio. Los jóvenes pasan frente a esas puertas sin avergonzarse, con franca despreocupación meridional, para desaparecer a veces tras una puerta, con sus trajes claros, como un fulminante rayo de luz. Y sobre todo ese acontecer silencioso, secreto, tiéndese el cielo con sus estrellas; aun ese rincón apartado, que en otras ciudades, consciente y avergonzado de algún modo de su negocio, se escurre a los barrios más pobres y más derruidos, aun él tiene en Río cierta belleza y se convierte en un triunfo del color y de la luz abigarrada.

¿Y desaparecerán, en verdad, también los viejos bondes, los coches de tranvía abiertos, para quedar reemplazados por otros modernos y cerrados? Seria infinitamente de lamentar, pues prestan a las calles un brillo apresurado y estruendoso.

¡Qué aspecto, del que uno no se cansa nunca, el de esos coches abiertos, sobrecargados, de cuyos estribos los hombres cuelgan como racimos de uvas blancas! Y de noche, cuando corren con la luz que en su interior se vierte sobre esos rostros negros, oscuros y blancos, es siempre como si alguien lanzara un ramo de flores colorido. ¡Y cuán grato es viajar en esos coches! Durante los días de más calor y sofocación, se compra en ellos, por el equivalente de un «cent», la más refrescante de las brisas y, al mismo tiempo, se ven -en contraste con los ataúdes cerrados de los automóviles- a diestro y siniestro, la calle, los negocios y la vida. No hay medio mejor para explorar el verdadero Río; ni el auto de excursión ni el coche particular aventajan en ese sentido al vehículo de la gente modesta. Sólo gracias a los bondes (y a las propias piernas) creo conocer hoy Río de Janeiro en realidad de verdad.

Y no tengo por qué avergonzarme de tal preferencia, pues el mismo emperador Pedro gustaba a tal punto de esos carruajes anticuados que pasan chirriando por sus rieles que se reservó uno de ellos para sus paseos democráticos. Se cometería un gran error si se quisiera hacer desaparecer ese romanticismo, un poco ruidoso y bamboleante, para obtener lo que todos tienen y perder con ello lo que pertenece a Río exclusivamente: una animación abigarrada y ódespreocupada.

 

JARDINES, CERROS E ISLAS

De noche, cuando nos asomamos a la ventana, y el mar se tiende en calma, sin la menor brisa, sentimos en la atmósfera suave, saturada, endulzada con misteriosas esencias y resinas, que en Río siempre estamos entre árboles y jardines. Se les encuentra por doquier. No pasa un minuto sin que se eche un vistazo sobre el verdor. Muchas de las calles están flanqueadas de palmeras, en torno a casi todas las casas brotan tupidas matas con manchas de flores y frutas exóticas, y cuando más nos alejamos del mar tanto más pródigos se despliegan los parques, y muchas torres casi desaparecen abrazadas entre su cerco. Siempre y en todas partes vegetación.

A veces amplíase, formando grandes jardines, como en la plaza París o en la de la República, pero dentro de la ciudad es siempre una naturaleza domeñada, subyugada, protegida.

En Tijuca ya irrumpe impetuosamente, como un océano, una confusión tupida de árboles, setos y lianas; se diría que -tal como en el mar las olas rivalizan para llegar primero a la playa- esos troncos y esas copas luchan y disputan entre sí para abrirse camino en la espesura verde hacia el sol. La selva no es aquí, como en Europa, un aglomerado crepuscular, que la vista puede atravesar, sino una oscura masa compacta, y cuando se trata de penetrarla -aunque sólo sea unos pocos pasos- el hombre se siente prisionero, aislado como bajo una campana de buzo. La respiración percibe el aire extraño y condensado como el aliento húmedo, sofocante, de un animal gigantesco y peligroso. A una hora de distancia de la ciudad, se ha bordeado la zona de la selva virgen.

Por eso, el Jardín Botánico de Río -al decir de todos los especialistas (no cuento entre ellos), el más surtido del mundo- es tal maravilla y tal gloria. En él hay todo lo que encierra la selva virgen, sin sus terrores, su infinidad, su impenetrabilidad, sus peligros. Hay allí todos los árboles, todas las plantas, todos los fenómenos del trópico en sus ejemplares más espléndidos, y puede contemplárseles sin esfuerzo. La misma hilera de palmeras, a su entrada, es un espectáculo maravilloso, el vial de triunfo que siglo y medio atrás se levantó un rey -Juan VI- y que se yergue magníficamente simétrico y tieso como la columnata de un milenario templo griego. Se han visto innúmeras palmeras, tanto en el Brasil como en otras partes, y, sin embargo, se cree no haber sabido nunca cuán hermosa y majestuosa. cuán realmente «real» puede ser una palmera antes de haber visto éstas, tiesas como un cirio, magníficamente redondo el tronco con su corteza escamada, que parece delicada malla arábiga, y en lo alto, ¡oh, muy alto!, mucho más alto de lo que jamás se ha levantado la vista, la copa. Y en redor, a diestro y siniestro, los vasallos mandados venir desde todos los países y de todas las zonas, de Sumatra y Malaca, de África y el Ecuador, una familia gigantesca de variadísima especie. No se sabe cómo llamarlas, qué nombres darles, no se conocían antes las frutas de extraños colores y formas que llevan entre su follaje, pero se recibe la clara sensación de que esos gigantes tienen un origen remoto, y se piensa en las lontananzas exóticas de que proceden para ofrecer aquí el conjunto de sus frutos y colores. Y luego, a la sombra de arbustos abigarrados, en el estanque propicio, las flores enormes de la Victoria Regia, y en las partes más altas y boscosas, los árboles y arbustos de nuestras zonas, que se reconocen en el extranjero como amigos. Un museo viviente, por una parte, es ese jardín, sin embargo, al mismo tiempo, un perfecto trozo de naturaleza. Nada más genial en su trazado que la idea de recostarlo contra la falda de un collado: con ello se produce una ilusión, como si desde este parque en medio de una metrópoli hubiera de extenderse la ondulante vegetación cada vez más lejos, tierra, adentro, a través del país, del mundo entero, y como si uno se hallara nada más que al comienzo de sorpresas enormes. Ni por un instante tiénese la sensación de estar cercado. Es como si en un promontorio, de repente, se llegase junto al mar; una visión inolvidable de la infinidad de la naturaleza.

Pero ¿acaso es menos grandioso el otro parque de Río, el parque municipal, la Quinta da Boa Vista? No, sólo que es distinto. Quería servir únicamente a la belleza, y no como el Jardín Botánico, también a la ciencia. Fue creado como jardín de uno de los patricios brasileños que lo donó a la ciudad, para abarcar desde una villa en lo alto, con una sola mirada, todo lo que el paisaje de Río brinda en multiplicidad: el mar y la montaña, los valles y la exuberancia de su vegetación.

Pero no resultó una mirada, sino un nunca acabarse de aspectos.

Suaves pendientes aquí, artísticas flores allá, que compiten con el prodigio de colores de los araras, los más hermosos de todos los papagayos, y en medio un estanque aquí y una terraza allá; todas las artes de la arquitectura de jardines están aquí conscientemente aplicadas. Y tratándose, como se trata, de Río de Janeiro, hay que imaginarse como remate de todo aquello un cielo claro, puro, que cual un.

disco azul acerado, distribuye la luz del modo más penetrante y a la vez más difuso, de manera que cada color descarga, por así decirlo, con fuerza de explosión y destaca exactamente hasta el contorno más fino de un árbol. Y a todas esas hermosuras se agrega, por último, aquella que en verdad es la que da el toque de perfección a la naturaleza: el gran silencio.

Son tan extensos esos parques que rara vez se encuentra a alguien en ellos; allí es posible hallarse, en medio de una gran ciudad, bienaventuradamente solo con lo perfecto. Allí se apaga el ruido y sólo la tierra respira, con mil cálidos labios invisibles, el aire suave y sofocante.

Otro día nos dirigimos a zonas más elevadas. ¿Es posible ver montañas en una ciudad, sin sentir el afán de subir a ellas, sin el deseo de ver tendida clara y abierta la confusión verde y de piedra en la que se vive? Es fácil satisfacer tal gusto, pues la ascensión al Corcovado, que se levanta a 700 metros sobre la ciudad -mejor dicho, dentro de la ciudad-, y que de noche alza con grandioso gesto de bendición su cruz eléctricamente iluminada sobre toda la bahía de Guanabara, no puede llamarse siquiera una excursión: en veinte minutos un automóvil recorre las muy cerradas curvas del sombreado camino hasta la cima. Y ahí se despliega un panorama inolvidable.

Por fin, la vista abarca la ciudad entera con su bahía, sus montañas y lagos, sus islas y barcos, sus casas y sus playas.

Por fin, diseñado con líneas azules, verdes y blancas, el trazado de Río y a la vez su grandiosidad. Azotado por el viento, apoyado contra la estatua gigantesca del Redentor, abarco la vista entera; es, en verdad, la vista de las vistas y, sin embargo, imposible de ser fotografiada, como todo en Río, porque sus perspectivas se. tienden y dilatan demasiado. Hacia todos los lados hay aspectos que invitan a la contemplación, a la derecha lo mismo que a la izquierda, al Norte, Sur, Oeste y Este; aquí es el mar, cuyo azul continúa al infinito, allá, la sierra de Orgãos; luego, la planicie, la playa, la bahía y la ciudad. Sólo entonces se comprende, desde esa altura y casi desde la perspectiva del pájaro, la combinación sin igual.

Y, sin embargo, el Corcovado no es más que uno de los tantos cerros de Río, y sólo es el más concurrido porque el ferrocarril y la autovía lo hacen tan cómodamente accesible a los turistas. Pero ¡cuántos caminos más hay en esas montañas y oteros, cuántos panoramas desde cada uno de ellos, desde el alto de Boa Vista, desde Tijuca, la Mesa del Emperador, la Vista Chinesca, el cerro de Santa Teresa, y todos esos rincones y terrazas sin nombre! Lo que desde la cima del Corcovado parece reunido, se divide, se separa, y el panorama se desintegra cinematográficamente en distintas escenas y paisajes: no se acaba nunca de ver Río. Nunca se acaba de conocerlo, y en esto reside su verdadera belleza, su belleza imperecedera.

Desde los cerros se han visto islas y más islas, en medio de la bahía que se extiende infinitamente, grises y rocosas las unas, verdes y floridas las otras, y todas ellas diseminadas en la: superficie azul como en un juego despreocupado de gigantes.

¿No hay que visitarlas a ellas también? Por supuesto, siquiera a algunas de ellas. Una ancha y sólida lancha nos conduce, primero a lo largo de las islas próximas a la rada, que en su mayoría tienen un destino práctico, sirviendo de asiento a la Escuela Naval o a depósitos de petróleo; sólo al cabo de una hora nos acercamos a las islas más interesantes.

Algunas de ellas no son más que arrecifes desnudos, sobre los cuales vuelan bandadas de pájaros; en otras hay palmeras y una que otra casa vieja. Por último, se desembarca en Paquetá, y despiertan de repente viejos recuerdos de la infancia, el recuerdo de libros de viaje-, Colón en Guanahaní, el capitán Cook en Tahití y Robinsón Crusoe en su isla. Porque Paquetá es una de esas islas bienaventuradas, densamente floridas, llameantes de flores, la realización del sueño de los mares del Sur. No hay en ella autos ni elegantes balnearios, como en Honolulú y Hawaii, que vendieron por dinero su inocencia. En un viejo carricoche tirado por caballos dase la vuelta a la playa; aquí y allá, una casucha, un campo, un jardín; el resto, naturaleza inalterada, magníficamente tropical, más allá del tiempo y de los tiempos. Se tiene la impresión de que esa isla ha de pertenecer a nadie y a todos, pero, admirable contraste -Río es verdaderamente inagotable en el arte de los contrastes- separada sólo por un angosto brazo de mar, se yergue enfrente una isla que es propiedad de una sola persona: Brocoió. Aquí, el propietario convirtió una minúscula isla, inhabitada durante años y años, en un paraíso para sí solo, y colocó en su centro una casa encantadora, abierta y con terrazas hacia todos lados, con todo el confort de nuestra época, con libros, un órgano y seductores aposentos para huéspedes. Mientras Paquetá es un trozo de naturaleza, Brocoió es un pedazo de cultura. En bien cuidados jardines, con bordes de piedra y piso de grava, juegan perros y pavos reales, y hay destellos de bichos extraños; amplios parques bordean el camino, que trepa por una colina: en media hora hemos dado la vuelta a este reino. ¡Qué soledad tan divina bajo estas palmeras, apoyadas contra un cielo eternamente azul y cuya sombra se proyecta sobre un mar eternamente azul también! Y soledad, soledad consoladora, hasta donde nuestros pensamientos la soportan; una sacudida; el motor arranca y media hora más tarde estamos de vuelta en la ciudad, en medio del fragor de la vida. Y al desaparecer entre las olas aquellos contornos con las palmeras de hermosa esbeltez, nos preguntamos si lo hemos visto en realidad o si lo hemos soñado, puesto que nos parece inverosímil que nuestra época produzca todavía formas de belleza tan puras y tan perfectas.

Hemos sorbido (¡y cuántas veces ya lo hicimos en esta ciudad!) una gota más de la abundancia dorada de este mundo.

 

VERANO EN RÍO

Empieza el mes de noviembre. La llamada temporada de Río toca a su fin, y los amigos que se encuentran formulan todos la misma pregunta: «¿Dónde pasará usted el verano?» Huir a la montaña durante los meses que en Europa se llaman de invierno -diciembre, enero, febrero y marzo- es un axioma o cuando menos un hábito antiguo que el emperador Pedro introdujo en la sociedad de Río. Trasladada la residencia en verano a Petrópolis, le seguía la corte, y tras la corte iba la sociedad; todas las embajadas y ministerios y legaciones transferían sus actividades a esa cercana y más fresca ciudad de jardines, que hoy, gracias al automóvil, se ha transformado en una especie de suburbio de Río. Durante toda la estación estival, los meses de las vacaciones escolares, la familia reside en un chalet de Petrópolis, y el hombre de negocios, el funcionario de mayor categoría, viene por la tarde en su auto y en su auto vuelve a la mañana: ya no es ése un viaje.

Ya no se puede llamarlo un viaje, sino más bien un paseo.

Veinte minutos o media hora a través de la planicie que la energía del gobierno rescató de los pantanos, generadores antaño del paludismo. Luego, la amplia carretera, bien cimentada, sube en curvas cerradas por la sierra. Asciende serpentina tras serpentina, y, poco a poco, se ensancha la vista sobre el valle y la bahía; kilómetro tras kilómetro quedan atrás y el aire que asalta al viajero se vuelve cada vez más fresco.

Por fin, una curva -luego de apenas hora y media de viaje- y se llega a lo alto; casitas de agradable aspecto, entre las que corre un canal, flanquean la calle; nos hallamos en un villorrio de veraneo, una pequeña corte veraniega que, con sus puentecillos rojos y sus chalets un tanto anticuados, da una sensación un poco patriarcal. Sin saber por qué, se cree estar en una pequeña ciudad alemana de provincia. Y he aquí que esa sensación es acertada. Muchos decenios ha, el emperador radicó en ese lugar a colonos alemanes que levantaron casitas a la manera de su país de origen; les dieron nombres alemanes y en sus pequeños jardines pintorescos plantaron geranios, como en su patria. El palacio imperial también impresiona como el de un pequeño príncipe alemán, transportado por obra de magia a una sierra brasileña. Todo es de proporciones bonitas y graciosas, y sólo en los últimos años, los chalets modernos dieron a la villa un carácter más presuntuoso.

Ahora todo se agolpa un poco, tanto las casas como los hombres; las calles, trazadas sólo para los pesados y lentos carros, soportan ahora el paso veloz de los autos, y la inquietud de Río va acercándose paulatinamente a la montaña.

Pero el encanto del lugar no podrá correr nunca serio riesgo, ya que la misma naturaleza es encantadora aquí.. Las montañas no muestran formas abruptas sino que se recuestan ondulantes; en toda esa ciudad de jardines brillan y flamean las flores. Durante el día, la columna de mercurio sube sin trabas, pero las noches, en contraste con Río, son frescas y aireadas; no es aún el aire fuerte, ozonizado, que conocemos de las regiones montañosas, pero ya es un fresco y una pureza perfumados suavemente por el aliento de los bosques y las flores.

Para disfrutar de un verdadero ambiente montañoso, hay que subir más, hasta Teresópolis, que está algunos centenares de metros más alto; es como si de un paisaje austriaco se pasase a otro suizo. El escenario es más estrecho y austero, los bosques más oscuros, las laderas de las montañas más escarpadas. En cierto punto se ve, como desde una almena, repentinamente, y sintiendo casi vértigo, toda la región hasta Río. Las casas no están una al lado de otra, como en Petrópolis y al modo de los centros de veraneo, sino diseminadas a gran distancia, como quintas rurales, en medio de la vegetación.

Aquí y en Friburgo, que es de origen suizo, se encuentra por primera vez un paisaje alpino en el sentido europeo, y es curioso que en esos dos lugares veraneen, aislándose, principalmente europeos, mientras que la sociedad brasileña se reúne tradicionalmente en Petrópolis.

Los amigos me preguntaron, pues, por cuál de esos lugares me había decidido. Y opté por Río. Quise pasar allí también el verano, pues sólo conocemos una ciudad, un país, conociendo sus extremos; nada se sabe de Rusia sin haberla visto cubierta de nieve, ni de Londres si no se ha visto su niebla. Y no estoy arrepentido. Hace mucho calor en Río. y acaso no es exageración cuando se afirma que en días ardientes se pueden cocinar huevos sobre su asfalto, pero Nueva York me parecía peor, cuando el calor empieza a despedir humedad y las casas se convierten en hornos. Lo único que hace tan pesado el verano de Río es su larga duración, tres y aun cuatro meses. Durante el día se soporta bien el calor, pues es, si así puede decirse, un calor bonito, lleno, puro, el calor de un sol intenso, de un cielo radiante que se tiende sin nubes sobre la bahía, acentuando hasta un extremo fortísimo sus colores, de por sí ya vivísimos. El que no ha visto la blancura de las casas cuando los rayos las alcanzan de lleno, ni el verde malaquita de las palmeras, ni el azul incomparable del mar, sólo conoce esos colores en sus matices apagados, mezclados, disminuidos. Pero ese calor macizo tiene sus atenuantes. Cada tantas horas se levanta desde el mar, con puntualidad nada brasileña, una brisa que refresca, y si no se tiene necesidad de estar en el corazón de la ciudad, al que ese aire bienhechor no llega, es un placer vagar -pero, eso si, no con demasiada prisa- por la playa. Son más difíciles de soportar las noches, cuando esa brisa se interrumpe y se siente la humedad, la densidad, la saturación de la atmósfera, hacer tal presión sobre la piel que ésta abre todos sus poros.

Pero, por lo común, esos días sofocantes no son muchos, y una tormenta les pone término, una tormenta tropical, cuya violencia me demostró la verdad de las descripciones de José Conrad. Lo que entonces se precipita a tierra no es la lluvia, sino el cielo entero que se desploma de golpe como un tonel vertido. No son relámpagos los que surcan el firmamento cual venas azules, como en Europa, sino tiros blancos, y el trueno que les sigue hace temblar las casas. Al cabo de un cuarto de hora, las aguas llegan en la calle a un metro de altura, todo el tránsito queda paralizado, nadie se atreve a salir de casa. Y otro cuarto de hora más, y el cielo vuelve a brillar inocentemente en el azul de antes, como si nada supiera de su arrebato de cólera; la luz surge clara y nítida a través de las atmósfera filtrada y se respira sorprendido y aliviado como después de una explosión de la que se escapó milagrosamente.

Y luego, nuevamente, días y días de sol radiante, un horizonte sin nubes. Así es el verano de Río.

En resumen: es soportable. Y dos millones de hombres lo soportan sin quejarse y aun alegres. Sencillamente, se adaptan a él. Todo el mundo viste traje de hilo, toda la ciudad anda de blanco, como los participantes de un desfile de marinería y, a partir del mes de noviembre, Río se convierte en una sola playa balnearia. Desde dos o tres cuadras antes de llegar a la costa -y hay costa casi en todas partes-, la gente va en malla y salida de baño para zambullirse, una o dos veces por día, rápidamente en el agua. A la cinco de la mañana, antes de desayunarse o de dirigirse al trabajo, aparecen los primeros bañistas y luego se suceden hasta muy adelantada la noche.

Hay días en que en la playa de Copacabana se encontrarán cien mil personas. Nada más erróneo que la creencia de que los cariocas se agotan y agostan con el calor estival; al contrario, es como si ese calor estancado se acumulase en ellos para una sola erupción impulsiva, que se produce con regularidad de almanaque en los días de carnaval. El carnaval de Río, su entusiasmo y alegría, según es sabido, no tiene par en nuestro mundo, harto entenebrecido desde hace años. Durante meses hacen economías y se realizan ensayos, ya que cada carnaval produce nuevos cantos y bailes. Y puesto que en Río el carnaval es una fiesta democrática, una explosión de alegría, la manifestación del temperamento de todo un pueblo, se oyen en todas partes, con anticipación, los ensayos de esas canciones, a fin de que cada cual pueda en su oportunidad entonarlas con los demás. Se oyen en los casinos, en los restaurantes, en la radio, por gramófono y en las chozas de los negros; en todas partes se ensaya y se prepara la gran parada de la alegría colectiva. Y cuando, por último, el almanaque lo permite, los negocios cierran sus puertas por espacio de tres días, y la ciudad entera parece entonces picada por una tarántula gigantesca. La población vive en la calle, se baila hasta altas horas de la noche, se canta y se hace barullo hasta el delirio con toda suerte de instrumentos. Queda abolida toda diferencia social, extraños van del brazo de extraños, todo el mundo dirige la palabra a todo el mundo, y poco a poco la animación recíproca y el batifondo incesante aumentan hasta una especie de delirio. Se ve gente exhausta tirada en la calle, sin que haya probado una gota de alcohol; sólo ha bailado y hecho ruido hasta enfermar y quedar extenuada. Pero lo más extraño, lo típicamente brasileño, es que ni aun en el éxtasis la gente, hasta de las clases más bajas, pierde un átomo de su espíritu de humanidad, ni se transforma en bruta. Pese a la libertad de usar antifaces, nada grosero acontece en medio de una multitud que día y noche bulle con alegría infantil y deseo de gritar a gusto, de hartarse de bailar, de librarse una vez orgiásticamente de lo silencioso y comedido, se satisface en el vértigo de esos tres días. Es como una de aquellas tormentas tropicales del verano. Y luego, de nuevo, el viejo modo de ser tranquilo; la ciudad retorna a su orden establecido.

Se ha festejado el verano, los hombres han expulsado de su cuerpo, por así decirlo, el calor represado. Río es Río de nuevo, la ciudad que refleja tranquila y orgullosa su propia belleza.

 

DESPEDIDA

Nadie que haya estado una vez en Río gusta de dejarlo.

Cada vez y de dondequiera que se parte, se desea volver. La belleza es rara, y la belleza perfecta poco menos que un sueño.

Esta sola ciudad entre las ciudades la realiza aún en las horas más sombrías; no hay sobre la faz de la tierra otra que prodigue más consuelo.

 

SÃO PAULO

Para presentar la ciudad de Río de Janeiro habría que ser, en verdad, pintor; para describir la de São Paulo, estadista o experto en ciencias económicas. Habría que apilar y comparar números, copiar tablas y tratar de manifestar el crecimiento con palabras. No es el pasado ni el presente lo que hacen tan fascinante a São Paulo, sino su crecimiento y desarrollo visible, por así decirlo al ralentisseur, el ritmo de su transformación, São Paulo no ofrece un cuadro, porque ensancha de continuo su marco, porque es demasiado inquieto en su rápida mutación. La mejor manera de presentarlo es a modo de una película que de hora en hora pasase más ligera. Ninguna otra ciudad del Brasil y muy pocas del mundo entero, pueden compararse, en cuanto a impetuosidad del desarrollo, con ésa, que es la más ambiciosa y dinámica de las ciudades brasileñas.

Veamos, pues, unas cuantas cifras para tener una vara, una especie de termómetro para la curva de fiebre de ese desenvolvimiento. Al promediar el siglo dieciséis, los jesuitas edifican unas cuantas chozas y casas en torno a su primitivo colegio; los siglos diecisiete y dieciocho todavía ven una insignificante aldea a orillas del río Tieté, más cuartel general y campamento que residencia fija de las bandas errantes de los «paulistas», que desde allí recorren el país entero en sus temidas y famosas entradas, pero, en verdad, sin enriquecer, con sus cacerías de esclavos, a sí mismos ni a la ciudad. Aun muy avanzado el siglo diecinueve, en el año de 1872, São Paulo, con sus 26.000 habitantes y sus calles estrechas y pobres, figura todavía en décimo lugar entre las ciudades brasileñas, a gran distancia de Río, con sus 275.000, de Bahía, con sus 129.000 habitantes, pero también a la zaga de ciudades cuyos nombres el no brasileño ignora, como, por ejemplo, Niteroi, que tiene 42.000 habitantes, y Cuiabá, que tiene 36.000. El café, ese gran rey, es el que primero ordena a sus tropas de labor que se trasladen a aquel lugar, y el progreso, una vez iniciado, alcanza proporciones fantásticas. Las 26.000 almas de 1872 se han triplicado y suman 69.000 en el año de 1890, y en el decenio siguiente, la cifra se eleva a saltos hasta alcanzar los 239.000. En el año de 1920 ya son 579.000, y alrededor del año 1934 pasa de un millón. Hoy la cifra debe estar cerca del millón y medio, sin que se pueda registrar el menor indicio de una disminución del ritmo. En 1910 se construyen 3.200 casas; en 1938, más de 8.000; una cifra que, sin embargo, de por sí no da la sensación acabada del progreso, ya que las construcciones nuevas, que son de varios pisos y en algunos casos hasta rascacielos, albergan más gente que docenas de las casas viejas, sencillas y de un solo piso. El coeficiente de progreso resulta más evidente a través del valor de locación, que nada más que en el lapso de 1910 hasta hoy subió de 43.137 contos de reis a más o menos 800.000, es decir a una cantidad casi veinte veces mayor. Cuatro casas nuevas por hora es, aproximadamente, el ritmo de la evolución de esa ciudad, que reúne en su perímetro 4.500 fábricas desde que la industria arrancó al café el cetro del poder. Por otra parte, São Paulo dirige prácticamente casi toda la vida mercantil del país.

¿Qué causas determinaron un crecimiento tan fantástico y siguen fomentándolo hasta la fecha? En esencia, son las mismas causas geográficas y climáticas, que cuatro siglos atrás indujeron al fundador Nóbrega a elegir ese lugar como el más apropiado en todo el Brasil para una expansión rápida y sana. Uno de los mejores puertos de Sudamérica, el de Santos, está cerca, el altiplano facilita el tránsito en todas las direcciones, las grandes rutas acuáticas del Paraná y del Plata son de fácil acceso, el suelo, llamada terra roxa, es fértil y propio para toda clase de cultivos y superabunda la fuerza hidroeléctrica, que, además, es barata. Todo eso basta ya para explicar el crecimiento rápido dentro de un país que de por sí se agranda sin cesar. Pero el factor decisivo lo constituía desde el principio el clima, que si bien saturado de sol en esa planicie, a ochocientos metros sobre el nivel del mar, nunca ejerce, sin embargo, el efecto deprimente para la energía de trabajo que es propio en las zonas tropicales y en las ciudades de la costa, situadas a un nivel más bajo. Ya en el siglo diecisiete resultó evidente que el «paulista» se desarrollaba más enérgico, más emprendedor, con más espíritu de iniciativa que los demás brasileños. Siendo los depositarios verdaderos de la energía nacional, descubren y conquistan el país semper novarum rerum cupidi, y era voluntad osada, ese espíritu de progreso y expansión se transmitió en los siglos siguientes al comercio y la industria. El verdadero impulso del progreso se debe luego, en los últimos decenios del siglo diecinueve, a los inmigrantes. Éstos buscan instintivamente condiciones de vida y un clima que estén de acuerdo con los de su país de origen. Los italianos, que constituyen el grueso de la inmigración, encuentran en São Paulo el clima del norte de Italia, del centro de Italia, y también encuentran allí el sol del sur. No les hace falta adaptarse, ni tienen que aprender ninguna cosa nueva; llevan consigo todo su impulso inquebrantado y, más bien, lo agrandan aún en el nuevo ambiente. El inmigrante siempre está más impaciente por progresar que el aborigen, no posee heredad que pudiera gastar y disfrutar sin hacer nada, sino que tiene que adquirir todo con su propio esfuerzo.

Ello aumenta su ritmo, su inversión de energías. Y ese agregado de energía y atrevimiento arrastra luego a los demás.

Los brasileños más dispuestos a trabajar y más ambiciosos se establecen en São Paulo, donde pueden disponer de ese material de trabajo más civilizado, mejor preparado y más emprendedor.

El capital sigue gustoso los pasos del espíritu de empresa, una rueda engrana en la otra, y de esta suerte su revolución adquiere de año en año mayor rapidez. Cuatro quintas partes de todo lo que hoy se realiza en el país entero en lo industrial y en organización, tiene su origen y recibe su ímpetu en São Paulo. Este Estado, más que cualquier otro del Brasil, mantiene actualmente el equilibrio de la economía; es, por así decirlo, el centro muscular, el órgano de su fuerza.

Ahora bien, dentro del organismo, el músculo representa un elemento necesario, pero no es de por sí un órgano bonito.

El que espera recibir en São Paulo singulares impresiones estéticas, sentimentales o pintorescas, quede advertido; es ésa una ciudad que crece en dirección al futuro, con tal inquietud e impaciencia que apenas le queda sensibilidad para su presente y menos aún, desde luego, para su pasado. Quien busque, algo histórico allí no lo encontrará en mayor medida que, por ejemplo, en Houston o en otra de las ciudades norteamericanas del petróleo. Incluso el viejo colegio de los fundadores de la ciudad, que por piedad debía haberse conservado como panteón, ha tiempo ya que fue demolido para dar lugar a cualquier edificio práctico. São Paulo no conservó nada, o tanto como nada, de sus siglos diecisiete y dieciocho, y el que quiera ver todavía siquiera un pobre resto del tipo de construcción paulistano del siglo diecinueve debe darse prisa, pues se derriba, con una velocidad que casi inspira terror, todo cuanto aun recuerda el ayer y el anteayer. A veces se tiene la sensación de encontrarse, no en una ciudad, sino en un enorme solar en construcción. Hacia todos lados, el este, el oeste, el norte y el sur, las edificaciones invaden el paisaje, y en el centro, en el barrio de los negocios, se transforman una calle tras otra. El que haya estado allí hace cinco años tiene que inquirir informes para orientarse, como si visitara una ciudad nueva. En todas partes, todo parece demasiado estrecho, demasiado bajo, demasiado reducido; las calles exigen perentoriamente una ampliación, y obligan a las casas a crecer hacia arriba. Subterráneos tienen que abrir a los automóviles nuevas salidas; por doquier todo se transforma caprichosamente y con cierta precipitación egoísta. De modo, pues, que allí se contempla hoy todavía el cuadro viviente del crecimiento y la transformación de una auténtica ciudad de colonos e inmigrantes. Esas ciudades no han crecido, como en Europa, paulatinamente alrededor de un centro, concéntricamente, sino que se han desarrollado en base de improvisaciones, con toda prisa, sin orden ni concierto. Un inmigrante cualquiera ha ganado un poco de dinero; no había casas de alquiler disponibles, y helo aquí levantando su casa propia, ya que ni el terreno ni la mano de obra eran caros.

Construye en cualquier parte una de esas casas pequeñas, sin arte ni parte, como en el Brasil se encuentran en todos lados, a lo largo de toda la costa, a través de todo el país. En cada una de ellas, un comercio en la planta baja y dos o tres habitaciones en el primer piso. Si el dueño era italiano, pintaba el frente con vivos colores, ocre, o rojo ladrillo, o azul marino.

Una casa se pegaba a la otra y de repente estaba formada una calle, y luego otra, y, poco a poco, toda una ciudad. Nadie tenía la certeza de vivir siempre en tal casa; era inclusive probable que siguiese viaje a otra ciudad; era posible también que el constructor volviese con sus ahorros a la patria o bien que adquiriese mayores bienes, y entonces edificaba otra casa, uno de esos chalets recargados de un falso barroco o estilo oriental, que treinta años atrás pasaban allí por distinguidos.

El concepto de la duración, de lo sedentario, de la constancia, de la absoluta adaptación burguesa a la ciudad y a la vida municipal tenía que faltar, forzosamente, en esos inmigrantes con espíritu nómada, razón por la cual esas ciudades estaban predestinadas a constituir. desde el punto de vista arquitectónico, cosas provisionales, una agrupación accidental de viviendas, algo que crece sin plan y que se resuelve derribar con la misma facilidad con que se ha resuelto levantarlo. Una casa de veinte años es considerada allí, como entre nosotros un edificio dos veces secular, como muy anticuada, y es demolida con la misma precipitación con que había sido construida.

Sólo desde que la industria, el comercio y la riqueza han tomado impulso tan repentino, São Paulo parece haber caído en la cuenta de que es una gran ciudad, y que como tal tiene obligaciones representativas. Las calles, las plazas, las iglesias, los edificios de la administración, los establecimientos bancarios, los hospitales, todo resulta aquí demasiado estrecho, demasiado pequeño, y ahora la ciudad, activa y enérgica, está empeñada en crearse un centro, en darse una forma. El que hoy llega acá, vive un momento en extremo interesante. Puede ver con qué energía un conjunto de cosas yuxtapuestas va tomando forma orgánica, cómo lo provisional se transforma en algo definitivo. Se está trabajando por todas partes: ábrense calles por debajo de puentes, ciérranse terrenos destinados a parques, trátanse paseos y avenidas a través de los barrios estrechos, levántanse grandes edificios públicos, y todo eso de acuerdo con unos planos de urbanización que, sin embargo, llegan a carecer de objeto durante su ejecución, a causa del ritmo vertiginoso con que la ciudad se va agrandando. En el centro, los rascacielos se yerguen, cada cual unos pisos más alto que el próximo, para compensar la falta de espacio, al tiempo que los barrios de la periferia, verdaderas ciudades jardines, se ensanchan, cuesta arriba y cuesta abajo, formando círculos cada vez más amplios. También desde el punto de vista etnográfico la ciudad se halla sometida a un cambio radical. Antes, estaba dividida solamente por nacionalidades, de modo que surgieron los barrios italianos (São Paulo es, también, una de las ciudades italianas más grandes del mundo), armenio, sirio, japonés y alemán. En la actualidad, todo aquello está amalgamado y la ciudad está dividida, en cuanto a las meras formas representativas, es una city, o sea un centro, con una arquitectura acentuadamente norteamericana, y una ciudad-jardín, donde se encuentran las viviendas propiamente dichas; y tanto aquélla como ésta son susceptibles de tornare hermosas en un nuevo sentido, al cabo de algunos años o decenios. Desde luego se ofrecen perspectivas agradables al que, desde lo alto de un rascacielos, abarca con la vista aquel paisaje poco ondulado; pero el riesgo peculiarísimo de São Paulo, modelo de ciudad en evolución, se revela en lo que se está haciendo y no en lo que ya se ha hecho: de un modo más intenso que en la misma América del Norte (en cuanto a la América del Sur, sólo en Montevideo late algo similar), he visto aquí el fenómeno de una ciudad que se transforma íntegra y cambia, por así decirlo, de piel. Ahora bien, si se quiere insistir a todo trance en el concepto de la belleza, la de São Paulo sólo puede denominarse una hermosura naciente y no existente ya, una belleza no tanto óptica como energética y dinámica; es una hermosura y forma del mañana, que en este momento sentimos surgir del hoy con bríos impacientes.

Es el trabajo el que continúa dando a esa ciudad su significado y su fisonomía. São Paulo no es ciudad para gente que quiere deleitarse, ni presume de representativa; nótase en ella la total ausencia de avenidas; hay pocos paseos, poco panorama, pocos centros de. esparcimiento, y por las calles vense casi exclusivamente hombres activos, presurosos, precipitados.

El que no trabaja o no viene aquí en plan de negocios, al segundo día ya no sabe cómo pasar el tiempo. El día tiene aquí doble cantidad de horas que en Río, y las horas, doble cantidad de minutos, ya que cada uno de ellos está cuajado de actividad. São Paulo tiene todo lo que hay de nuevo, de moderno, buenas industrias manuales y selectos negocios de lujo, pero uno se pregunta quién tiene tiempo allí para el lujo y para el deleite, en vez de dedicarlo a la obtención de lucro.

Se recuerda sin querer a Liverpool o Manchester, ciudades dedicadas íntegramente al trabajo, y, de hecho, São Paulo es, respecto de Río de Janeiro, lo que Milán respecto de Roma, o Barcelona respecto de Madrid, no siendo ni una ni otra la respectiva capital, ni la sede del gobierno, ni siquiera la guardiana de los valores artísticos, pero si ambas superiores a la respectiva capital por su energía dinámica. En el comercio y en la industria, el Estado de São Paulo solo -gracias en parte al clima, que no perjudica la actividad de los inmigrantes europeos- produce más que la mayor parte del resto del país; es más moderno, más progresista que todos los demás y, por lo tanto, más parecido, por su organización intensiva, a las ciudades norteamericanas y europeas. Nada de la maravillosa molicie de Río, de esa atmósfera que es permanente tentación de abandonarse a la contemplación y a la dulce ociosidad; la musicalidad que envuelve a aquella clara ciudad y a toda ha bahía de Guanabara está sustituida aquí por el ritmo, un ritmo fuerte y acelerado, como el latido del corazón de un corredor que no cejara en su carrera, extasiándose ante su propia velocidad. Lo que le falta en hermosura está compensado con energía, que en estas zonas tropicales llama mucho la atención y es muy apreciada; pero el hecho más importante es el que esta ciudad tiene conciencia de la necesidad de adquirir todavía la forma adecuada, y como São Paulo está rivalizando con Río de Janeiro, animada por la voluntad de no ser considerada inferior y de efecto poco artístico, pueden esperarse de esa ciudad muchas sorpresas en el curso de los próximos años.

En cuanto a las curiosidades propiamente dichas, aun no hay muchas en São Paulo, y las tres que existen, con ser grandiosas, se distinguen por un fuerte dejo desagradable. He aquí, en primer lugar, el museo Ipiranga, donde se pueden apreciar todas las variedades etnográficas de la fauna, la flora y la cultura del Brasil, ordenadas de un modo excelente, por cuadros de conjunto muy instructivos; pero lo que se siente al pasar por las salas es deseo antes que satisfacción, pues preferimos observar a los millares de multicolores colibríes y papagayos en su ambiente natural, en libertad, que no disecados, y sabemos que median pocas horas de camino de aquí a la selva, y frente a las vitrinas, soñamos con aquellas regiones fabulosas. Todo lo exótico deja de impresionar como tal al ser esquematizado y arreglado en forma de exposición; tórnase insípido como un objeto de enseñanza, como una categoría rígida, y por eso nos parece un poco absurda (aun en contra del propio entendimiento, que admira tal museo y no se cansa de ponderar su mérito) la naturaleza enclaustrada en medio de la naturaleza salvaje y exuberante. Tal gracioso mono nos encantaría, por supuesto, como merced concedida por la naturaleza si lo viéramos meciéndose entre palmeras, pero el aspecto de centenares de variedades de simios momificados y colocados a lo largo de las paredes no despierta en nosotros más que cierta curiosidad técnica. Dado que ni siquiera las exposiciones de fieras nos parecen del todo reales, menos todavía nos lo parecen los museos, aun cuando estén dirigidos, como el museo Ipiranga, con máxima pericia y formen un conjunto grandioso. Todo lo encerrado nos oprime, y por eso se me contrajo el corazón al ver la otra curiosidad, el célebre penitenciaría de São Paulo, establecimiento modelo que redunda en honor de la ciudad, de la nación y de sus directores. Aquí el problema del establecimiento penal -que en lo moral nunca podrá resolverse totalmente- ha sido abordado por el lado más humano, y este país, en cuyo código penal no figura la pena de muerte, ha procurado tratar a sus criminales según los principios más razonables y más modernos. Aquí, a diferencia de otros países, no se ha abolido la humanidad -por ser algo demasiado rancio- en el trato con los penados, sino que se desarrolla intencionadamente y es fomentada, en la convicción de que cada preso debe hacer el trabajo que le sea adecuado y que todos juntos deben formar una comunidad autárquica, por decirlo as!, bastándose a sí mismos. En este conjunto de casas grandes, asombrosamente limpias y edificadas de acuerdo con los preceptos de la higiene, todo el mecanismo es accionado por quienes en ellas viven; los mismos presos hacen el pan, preparan los medicamentos, administran la clínica y el hospital, cultivan las hortalizas y lavan la ropa, de suerte que rarísimas veces recurren a los servicios ajenos; los directores fomentan cualquier inclinación artística; se ha formado una orquesta; en las salas se pueden mirar los dibujos hechos por los presos. He aquí cómo en un país en cuyas provincias menos accesibles hay todavía un número bastante elevado de analfabetos, el establecimiento penitenciario brinda la ocasión de aprender lo que debía aprenderse en la escuela. Estamos convencidos de que la penitenciaría de São Paulo es un verdadero establecimiento modelo, que bastaría para corregir esa presunción de los europeos de que todas sus instituciones son las más perfeccionadas del mundo. Y, sin embargo, respiramos un desahogo al pasar, finalmente, por la última de la larga serie de pesadas puertas de hierro: respiramos libertad y vemos hombres libres.

Con parecido respiro de alivio se sale también del criadero de serpientes de Butantan, a pesar de que allí hemos visto cosas grandiosas y adquirido nociones fundamentales. Lo que allí atrae la curiosidad del público -pues nada gusta tanto al hombre como ver el peligro sin estar expuesto al mismo no me importaba mucho. Años atrás, yo había visto ya en la India cómo se sacan las serpientes venenosas de sus nidos subterráneos, cogiéndolas con unos palos para extraerles el veneno. Y siempre me ha causado repugnancia ver al hombre valerse de un animal vencido para ofrecer un espectáculo o un entretenimiento. Hace mucho que el Instituto de Butantan ha llegado a ser más que un criadero de serpientes y una fábrica de sueros terapéuticos para las frecuentes picaduras; es, en la actualidad, un instituto científico de primera categoría, donde los especialistas más famosos se sirven para sus investigaciones de los aparatos y dispositivos más modernos; en la hora que he pasado allí escuchando las explicaciones relativas a las distintas experiencias sobre transplantaciones y sobre desdoblamientos de naturaleza química, he aprendido más que durante años enteros en los libros; para los profanos, el trabajo material, la demostración en el objeto, es el único modo para hacernos llegar a la comprensión de los problemas abstractos. Y por ser las cosas sensibles o ópticas, las que más poderosamente obran sobre mi imaginación, nada me impresionó allí tanto como un solo frasco, de tamaño mediano, lleno de diminutos cristales blanquecinos: es el veneno de ochenta mil serpientes, que se guarda en aquel frasco en forma cristalina, de máxima concentración. Es el más tremendo de todos los venenos. Cada uno de esos granos, apenas perceptibles, que desaparecería completamente debajo de una uña, puede producir fácilmente la muerte instantánea de un hombre. Miles de veces más que, en las granadas del más grueso calibre, la destrucción se halla comprimida en este frasco único, terrible e irremplazable, portento más grandioso que el del conocido cuento de Las mil y una noches. Nunca había visto la muerte en forma tan concentrada, ni la he tenido entre manos multiplicada centenares de miles de veces, como en aquel minuto en que mis dedos tocaron ese frasco frío y frágil. Lo inconcebible de la posibilidad de aniquilar instantáneamente un ser humano íntegro, palpitante, con todos sus pensamientos y todas sus sensaciones; la parálisis repentina del corazón y de todos los músculos, producida por la mera introducción de un grano -mucho menor que un grano de sal- en el organismo, y ver esa posibilidad, casi inimaginable en el caso de un solo ser viviente, multiplicada por centenares de miles de veces, todo eso implica algo conmovedor y grandioso al mismo tiempo. Todos los aparatos de este laboratorio se me aparecieron de pronto como fuerzas que arrancan a la naturaleza, como si no fuera nada, lo más peligroso, con el fin de utilizarlo luego en un nuevo sentido, particular y creador, a favor de esa misma naturaleza; y miré entonces con respeto la casita que, expuesta al viento, se halla sumida en la soledad del verdor de una colina, abrazada por la naturaleza y dominándola mediante el infatigable espíritu humano.

 

VISITA AL CAFÉ

Simpática costumbre, como todas en este país hospitalario, es la de ofrecer café a todos los visitantes y a cualquier hora del día; el café negro, delicioso, servido en pocillos, es aquí la cosa más natural del mundo. Se toma de un modo distinto del nuestro: de un trago, como un licor, y muy caliente, tan caliente que -como dicen- un perro saldría aullando si sobre él se derramasen algunas gotas de aquél. Creo que no se puede comprobar por la estadística cuántos pocillos de café, aromático y ardiente, toma un brasileño por término medio en el curso de un día -supongo que han de ser de diez a veinte; y no menos difícil sería decir, de un modo apodíctico, en qué ciudad sabe mejor. Con celo homérico, todos los hogares se disputan la fama de prepararlo mejor, y así lo tomé, imparcialmente y con idéntico entusiasmo, en los pequeños cafés de Río, en la fazenda misma, en Santos -ciudad de café- y hasta en el Instituto del Café, de São Paulo, donde el modo de prepararle ha llegado a ser una verdadera ciencia y donde, terminando el curso, me dieron una bolsa de café y la mejor cafetera del mundo para el uso ulterior: en todas partes el café era igualmente aromático, fuerte y excitante, un fuego oscuro, que aguza los sentidos y hace más luminosos los pensamientos.

Rey Café: así podríamos llamar a ese potentado negro, puesto que sigue dominando económicamente este inmenso país y, desde su puerto de Santos, todos los mercados y Bolsas del mundo; de los veinticuatro millones de bolsas de café que se consumen en nuestro planeta, dieciséis son cultivadas en este país: esos diminutos granos de color gris perla o de venado, constituyen, en último término, su verdadera moneda.

El Brasil compra y paga con café las pocas materias primas que le faltan, en primer lugar el aceite y el trigo; compra y paga con semillas de café (con miles de millones de semillas de café), las máquinas e instrumentos técnicos. Por eso, la cotización mundial del café es el verdadero barómetro de la economía del Brasil: en caso de alza, prospera el país entero; cuando amenaza una baja, el gobierno quema las bolsas sobrantes o arroja los preciosos granos al mar, para que los coman los irracionales peces. Aquí, el café significa, en último término, oro y riquezas, ganancias y peligro: de su valor y de su arbitrio dependía, hasta cierto grado, toda la balanza comercial del país; no fue el milreis el que, en muchos años, determinó el valor del café, sino el precio del café en el mercado mundial el que determinó el valor del milreis.

El café, ese gran potentado económico del Brasil, es originariamente en ese país, como tanta gente hoy rica, un inmigrante.

Su verdadera patria es Arabia, el país del moka, y cuenta la leyenda que cierto día los pastores observaron allí sorprendidos que las cabras, después, de haber roído cierto arbusto, saltaban con más viveza. No tardaron en catar ellos mismos aquellos granos y comprobaron entonces que ejercían una influencia muy particular y, sin perjudicar la salud, disminuían el cansancio, razón por la cual llamaban al brebaje hecho con tan deliciosos granos kahwa (derivado de kaheja, lo que significa impedir el sueño). Los árabes llevaron el refrescante elixir a los turcos, y en ocasión del sitio de Viena, bolsas enteras caían como botín en manos de los austriacos.

Al poco tiempo se abrió en aquella ciudad el primer café, y la bebida oscura se puso rápidamente de moda en toda Europa, una moda pasajera, según equivocadamente opinaba la buena madame de Sévigné, cuando, refiriéndose a Racine, dijo: «Cela passera comme le café». Pero el café perduró -lo mismo, dicho sea de paso, que Racine- y emigró a la Guayana francesa, donde se conservaban las plantas y las semillas cuidadosamente, como secreto comercial. Así como, mil años atrás, los chinos escondían de los extranjeros el producto original de la seda, el capullo, y amenazaban con pena de muerte al que exportase un solo capullo intacto, hasta que dos monjes llevaron uno de ellos a Europa, en un bastón de peregrino vacío, el gobernador de Cayena tenía estricta orden de no permitir a ningún extranjero la entrada en las plantaciones.

Para bien del Brasil, ese gobernador tenía una esposa que, en el año de 1727, durante una hora de debilidad o después, obsequió al sargento mayor Francisco de Mello Palheta con algunos arbustos y raíces. De este modo, el oscuro inmigrante pasó de contrabando al Brasil, y, como todos los inmigrantes, pronto se sintió a gusto y cómodo en él nuevo ambiente. Primero se estableció en el norte del país, en la región del Amazonas y de Maranhao, junto con sus primos, el azúcar y el tabaco. El café sin esa compañía es y será siempre un deleite incompleto. Desde 1770 pasa poco a poco más al sur, hasta la región de Río de Janeiro. Alrededor de los cerros de Tijuca, donde hoy ya los rascacielos empiezan a disputar el lugar a los chalets rústicos, aduéñase de los campos y se hace cuidar y atender por miles de esclavos. Pero la atmósfera de Río no es del todo de su gusto, y por último termina por apoderarse de todo el territorio de Río y São Paulo para, al cabo de milenaria migración, extender su imperio sobre el mundo entero. De acuerdo con su origen oriental, vuélvese cada vez más tirano, subyuga a toda la economía desde su trono real en São Paulo.

Manda construir para sí los almacenes más estupendos, hace venir barcos desde todas partes del mundo, dicta el valor del dinero, empuja al país hacia especulaciones desaforadas y crisis peligrosísimas, y hasta vierte sus propios hijos -miles y miles de bolsas- al mar, porque el mundo se niega a pagarle todo su tributo.

Conceptué de mi deber hacer una visita de cumplido a un señor tan poderoso y que muchas veces había adelantado mi trabajo y en horas sin cuento me había aumentado el placer de la vida social. Para ir a ver a ese señor y rey en su residencia, tiene uno que adentrarse más en el país que en tiempos pasados. En los comienzos, cuando los portugueses traían el café de África a América -Enrique Eduardo Jacobo cuenta en su libro magnífico la leyenda de aquella migración-, las plantaciones se encontraban cerca de la costa. Durante siglos enteros, los valles vecinos de Santos y algunos de los hermosos parques de Tijuca, en las inmediaciones de Río de Janeiro, estaban convertidos en plantaciones de café; los negros llevaban las bolsas a cuestas desde los cafetales directamente a los buques. Mas, en el curso de decenios y decenios, la tierra de esas regiones resultó cansada después de haber producido y alimentado centenares de miles de semillas mágicas: los granos resultaron más pequeños que antes, menos eficaces y menos aromáticos. Una planta de café vive ochenta años, es decir, que alcanza exactamente la edad patriarcal del hombre.

Como en el Brasil nunca faltan terrenos incultos, las plantaciones fueron trasladadas cada vez más tierra adentro, de Santos a São Paulo, donde la tierra fértil y roja produce cuatro veces más que el suelo de Río; de São Paulo a Campinas, y siempre adelante hacia el interior. ¡Vamos, pues, a visitar al café en su actual residencia! Seguimos sus huellas en un viaje nocturno de doce horas, de Río de Janeiro a São Paulo; de São Paulo otras tres horas de tren a Campinas, antigua colonia de los jesuitas; luego, un viaje en automóvil, y henos aquí en el país del café, y finalmente, en una fazenda.

Fazenda, o, en español, hacienda. ¿Por qué nos es tan familiar esta palabra? ¿Por qué nos es tan conocida, de singular sabor romántico, despertando intensos y resonantes sentimientos olvidados? ¡Ah, la reconocemos! Nada se liga tan íntimamente a nuestro ser como los libros leídos con entusiasmo en la juventud. ¡Cómo nos figuramos plásticamente, con los ojos de la imaginación juvenil, aquellas haciendas del Brasil y de la Argentina en las novelas de Gerstaecker y de Sealsfield, aquellas fincas en medio de la selva tropical, o las inmensas pampas, esas lejanías exóticas, donde siempre acechan peligros y aventuras inauditas! ¡Cuán ardiente era el deseo de ver todo eso un día! Y ahora estamos aquí, aunque no llegamos montados en fogoso cimarrón, sino en un automóvil que nos conduce tranquilamente al patio, pasando por la entrada cubierta de una enredadera en flor; pero la fazenda ofrece exactamente el mismo aspecto que en los grabados antiguos y en las descripciones que leímos, cuando jóvenes, en los libros olvidados: una casa chata, de un solo piso, colocada en el centro de la propiedad que se extiende hasta perderse de vista, y con una galería corrida, ancha y umbrosa, por sus cuatro costados. Cerca de ella, vemos las casas de los trabajadores, agrupados en torno a una pequeña plaza rectangular, y recordamos haber leído en los libros que allí vivieron, hace sólo cincuenta años, los esclavos, que por la tarde se reunían en aquel sitio y cantaban sus canciones melancólicas; y tal vez alguno que otro de los negros encanecidos que andan por allí, silenciosos y contentos, recuerde todavía los tiempos pasados. Mas, no bien entramos en la casa hospitalaria, el reloj del mundo se pone a la hora actual: miramos todavía el artesonado; los muebles heredados, de acaya preciosa y dura como piedra; la vajilla de plata y los oratorios, guardados respetuosamente desde los tiempos de los portugueses. Pero desde hace mucho tiempo estas fazendas ya no son lugares solitarios, a los que de vez en cuando llega un viandante tras muchas aventuras azarosas, sino que son casas de campo modernas, con todo confort, piletas de natación, campos de juego, radio, gramófono y libros (entre estos últimos encuentras -¡niño, nunca soñaste con eso!- gran número de los tuyos propios). La alegría y la amabilidad ,reinan aquí en lugar del peligro de antaño: el siglo de la técnica ha hecho habitables las regiones más tropicales y más desiertas.

Las plantaciones propiamente dichas se extienden en torno a la fazenda por ondas de colinas, dilatadas y suaves: cada una de las casas se halla situada cual isla dentro de un infinito océano verde. Mas ese verde resulta -¡adiós, romanticismo! muy monótono, y no hemos de callar que las plantaciones de café o de té son, a decir verdad, cosas bastantes aburridas.

Los cafetos, todos ellos de igual altura y anchura y del mismo verde frío, se hallan a igual distancia uno de otro, produciendo la impresión de una columna de soldados vestidos con uniforme color de clorofila, en vez de gris de campaña, y que marchan sin brío y sin ostentación de colores; pronto la vista se cansa de mirar esas colinas verdes y como peinadas, y experimentamos cierto alivio al descubrir un sitio poblado de plátanos, que con sus racimos revueltos y meciendo sus copas, parecen tener más individualidad y no ofrecen un aspecto de tan triste monotonía. Mas el significado del cafeto no reside en su hermosura, sino en su fertilidad; cada uno de esos arbustos, que no llegan a la altura de un hombre, produce, como mínimo, dos mil bayas al año (en estas plantaciones de café de alta calidad la recolección se efectúa una sola vez por año), y dado que en estas fazendas se recogen los frutos de, a veces, centenares de miles de cafetos, se puede comprender el misterio de estas tierras profundas y oscuras, que llenan tales cantidades inimaginables de jugo y dulzura hasta el núcleo de la última baya.

La recolección propiamente dicha es muy sencilla. Es la única labor para cuya realización la técnica aun no ha inventado nada que sustituya al hombre; las bayas se recogen con la mano, de la misma manera que desde hace siglos, y los peones, tal vez, acompañan los mismos movimientos monótonos con las mismas canciones monótonas que, en otros tiempos, los negros esclavos. Luego los granos son transportados en carretillas, como si se tratara de arena, y después en carros y camiones, a la hacienda donde se agasaja al rey Café con varias ceremonias, como ser un lavado prolongado y, luego, un secado al sol.: sólo entonces las despulpadoras dejan al grano libre del pergamino que lo cubre, y el café, despulpado y lavado, es conducido por tuberías y cribas y, finalmente, embolsado.

Con ello está, o parece estar, terminado el trabajo. No hay nada de romántico en este procedimiento, que viene a ser lo mismo que sacar unos granos de guisante de su vaina para que se sequen, y lo único que me llamó la atención -en el cafetal, en la hacienda y en la instalación para beneficiar el café- fue la falta completa de aroma. Habíamos creído que al transitar por un cafetal con millares de cafetos, percibiríamos el olor de la más aromática de las bebidas, un olor delicioso y suave que envolviera aquel verdor y flotara por encima de él, un olor de los que se advierten hasta en un trigal o en cualquier bosque y tala. El café, cosa extraña, es completamente inodoro; retiene su aroma tenazmente, en lo más íntimo.

Todas las misteriosas sales, aceites e ingredientes que despiden un olor tan fuerte y aromático luego de tostados los granos, están, en un principio, muertos y mudos; se puede pasar por los depósitos con los granos de café hasta los tobillos y el olor no será distinto del que se percibe al caminar por terrenos arenosos; teniendo los ojos vendados, uno no sabría decir si las pacas y balas amontonadas en esas haciendas contienen algodón o café o cacao: fue una desilusión para mí, que había soñado con encontrar aquí exhalaciones deliciosas y narcotizantes, ver los millares de bolsas llenas de aquel exquisito estimulante para los nervios, hacinadas unas sobre otras, muertas, mudas y sin aroma, como cemento.

Y otra sorpresa nos esperaba en Santos, el gran puerto de exportación del Brasil: habíamos creído que el procedimiento terminaba con embolsar el café. Ahora vimos -en los grandes establecimientos- que se le somete a otro procedimiento. No todos gustan de la misma calidad de café: unos prefieren los granos de tamaño grande, otros los de tamaño pequeño. Ya hablamos visto cómo, en los mataderos de la Argentina, en el propio lugar de exportación, las distintas clases de carne -gorda o magra, de ganado mayor o menor- son seleccionadas según los gustos predominantes en los diversos países.

En Santos, gran horno encendido junto al mar, las semillas de café vuelven a ser sacadas una a una de sus bolsas. Otra vez se forman con ellas montones muy altos, que luego son absorbidos por un tubo, el bebedor de café más asiduo del mundo. Las masas amontonadas se convierten en corriente, pasando ora hacia arriba, ora hacia abajo, por una serie de cribas que separan los granos de tamaño mayor de los de tamaño menor, al tiempo que manos de mujeres, tostadas y ágiles, sacan de las cintas transportadoras, las semillas atrofiadas, que no sirven; de esta suerte, la producción es clasificada según calidades; se ponen uniformes y nombres a las distintas clases de café; la máquina que pesa y calcula automáticamente llena cada vez otra bolsa -que ya lleva número y marca de calidad- de, justamente, cincuenta kilogramos de una misma clase, y mientras la bolsa, que momentos antes estaba abierta y acaba de ser llenada en un abrir y cerrar de ojos, es arrastrada por la cinta transportadora, otra máquina la cierra cosiéndola por su extremo superior. Sólo ahora, después de esas distribuciones complicadas y supertécnicas, el café está, en efecto, listo para el viaje en vapores que lo esperan en el puerto para conducirlo a todas las partes del mundo.

Y aun la última fase del transporte, del almacén a la embarcación, nos deja admirados. Pues las bolsas ya no son llevadas a bordo, como en tiempos pasados, en los hombros de hombre tostados por el sol, subiendo por unas planchas.

Tampoco las grúas bajan, como lo hemos visto en otros puertos, girando elegantemente, la mercancía amontonada en el muelle a la bodega de los vapores; sino que aquí arriman un puente de acero, que se mueve sobre rieles, y lo ponen a la altura de la borda. El puente lleva montado un rosario, una alfombra rodante, que transporta las bolsas directamente (de una manera mucho más cómoda que a los pasajeros) desde el fondo de sus depósitos a bordo de los buques. Es agradable a la vista ese correr silencioso, mudo, mecánico: como un rebaño de ovejas que tienen que pasar una detrás de otra por una senda estrecha, así, durante horas enteras, las bolsas blancas salen una detrás de otra de los almacenes y entran suavemente a los buques, y es ahí donde uno llega a tener una idea exacta (pues las cifras mismas nunca pasan de ser cosas abstractas) de las fabulosas cantidades de mercaderías que caben en el fondo de un buque que sale para un viaje de dos semanas; y como aquí todos los días las embarcaciones están esperando borda con borda, imaginamos, también, las enormes cantidades que la humanidad bebedora de café consume a cada hora.

El buque voraz acaba de llenarse de café. A una pitada cesa el movimiento de la cinta transportadora; una o dos bolsas, impulsadas todavía por el rápido movimiento, se arrastran lentamente detrás de las otras. Oyese la señal estridente del vapor; las turbinas se ponen en marcha y el buque deja la costa del café. Todavía las casas resplandecen al sol; todavía se yerguen las esbeltas palmeras; pero cada vez brilla más lejos el inmenso verdor de ese mundo tropical, y bien pronto sólo las colinas se distinguen vagamente, y luego, desaparece también aquel último saludo del reino del café.

¡Ya pasó! ¡Pasó y ya está convertido en recuerdo! Y, sin embargo, cuando, de vuelta a casa, tomemos una taza de aquella bebida deliciosa y la más propicia para las artes, el exquisito aroma nos hará acordar el sol tropical, que encerró ese fuego oculto en el núcleo interior; la luz llameante, bajo la cual están ardiendo aquí todas las cosas existentes; y todos los árboles y todas las ensenadas de ese paisaje extraño, que, mientras se le contempla, estimula al hombre, irresistiblemente, para darse a fantasear y que, en lontananza, despierta. un vehemente deseo de volver a esas regiones donde la naturaleza, continúa creando libre, potente e inagotablemente.

 

VISITA A LAS DESAPARECIDAS CIUDADES DEL ORO

Villa Rica y Villa Real, que en el siglo dieciocho fueron las ciudades más ricas y famosas del Brasil, hoy ya ni siquiera figuran en el mapa. Los cien mil hombres que las habitaban en una época en que Nueva York, Río de Janeiro y Buenos Aires no eran sitio poblados sin importancia, dispersáronse y hasta los nombres pomposos han abandonado a esas ciudades.

Villa Rica, que la vox populi escarnecía luego cambiando su nombre por el de Villa Pobre, se llama hoy Ouro Preto, y no es más que una romántica villa provincial con unas pocas docenas de calles sin empedrar. En el lugar de Villa Real se alza una pobre aldea que se recoge humildemente a la sombra de la nueva capital del Estado de Minas Geraes, el moderno Bello Horizonte. Su brillo y su grandeza duraron apenas un siglo.

Este fugaz esplendor de riqueza y oro, que entonces iluminaba el mundo entero, provenía del pequeño río de las Velhas y de los flancos de los cerros que bordean su curso: fue una aventura iniciada por aventureros y que no se repitió.

A fines del siglo diecisiete, penetra por primera vez en esa zona inhóspita, sombría, un grupo de bandeirantes, de aquellos individuos osados que, partiendo de São Paulo, recorren el país entero en busca de esclavos y metales. Durante semanas y semanas vagan por los desfiladeros sin caminos, sin hallar una morada, un vestigio humano. Pero no cejan en su empeño, porque las montañas relucen en las partes donde se ha desprendido la capa superior con brillo de metal blanco y la tierra irradia un color rojo oscuro, como si estuviese saturada de fuerzas misteriosas. Por fin, la suerte se les muestra propicia: el pequeño río de las Velhas, que en su curso inquieto desde Ouro Preto hasta Mariana roe los cantos de los cerros, arrastra entre su arena oro, oro puro, de buenos quilates, y, sobre todo, en abundancia. Basta recoger la arena, en vasijas de madera, y zarandearla, y deposítanse entonces en el fondo las preciosas pepitas.

En ninguna parte del mundo el. oro se halla, en el siglo dieciocho, en tanta cantidad, tan a mano, tan fácilmente, como en esa región montañosa del Brasil.

Uno de los bandeirantes lleva el primer botín en una bolsita de cuero a Río do Janeiro -distante, en ese entonces, dos meses de viaje, y hoy, dieciséis horas en tren-, otro lo lleva a Bahía, y en el acto se inicia un asalto a aquel yermo, comparable únicamente al que se produjo en oportunidad del descubrimiento de los yacimientos auríferos de California. Los plantadores abandonan sus sembradíos de caña; los soldados, sus cuarteles; los clérigos, sus iglesias; los marineros, sus barcos; en botes, jinetes a caballo, en mulas y a pie, enormes multitudes se abren camino, obligando a sus esclavos negros, a latigazos, a acompañarlas. No tarda en llegar de Portugal la primera, segunda y tercera leva, y poco a poco acumúlanse tales masas, que amenaza producirse una escasez de víveres en ese páramo sin ganadería ni vegetación. Iniciase una animación caótica, ya que aún no se ha establecido en el lugar una autoridad que hiciese respetar !as leyes. Por desgracia, nos falta el competente testigo ocular literario, el Bret Hart brasileño, que nos describiese lo fantástico de ese primer tumulto desencadenado; pero, de todos modos, debe haber sido sin igual. Los paulistas, los descubridores, luchan contra los emboabas, los intrusos. Según su modo de ver, el oro les pertenece de modo exclusivo, como recompensa por las expediciones sin fin que sus padres y sus hermanos habían emprendido, en vano, desde São Paulo. Son vencidos, pero con ello no se establece la paz. Donde hay oro, impera la violencia. Los asesinatos, los robos y hurtos aumentan de hora en hora, y, desesperado, exclama el padre Antonil en su precioso libro (de 1708): «Ninguna persona sensata puede abrigar dudas en el sentido de que Dios sólo hizo descubrir tanto oro en las minas para castigar con ello al Brasil».

Durante más, de dos lustros reina en ese valle lejano un caos absoluto. Por último, interviene el gobierno portugués, para asegurarse su propia participación del oro que esos aventureros indisciplinados malgastan o exportan por medios subrepticios. Coloca un gobernador al frente de la nueva capitanía, el conde de Assumar, quien llega ahí con tropas de infantería y dragones para asegurar la autoridad de la corona. Con el fin de obtener una fiscalización exacta, dispone, como primera medida, que no salga una sola pepita de oro del territorio de la provincia. Todo el oro debe ser entregado primero a la fundición que él establece en el año 1719 y donde el gobierno puede descontar de inmediato la parte que le corresponde por ley, un quinto de todo el oro encontrado.

Pero los buscadores de oro repudian cualquier clase de fiscalización.

¿Qué les importa, en aquel yermo, el rey de Portugal? Bajo el mando de Felipe dos Santos reclútanse dos mil hombres, toda la población blanca y semiblanca de Villa Rica, para amenazar al gobernador, quien, sorprendido por la inesperada revuelta, concede a los sublevados, por un documento obligado, todo cuanto exigen. Pero, al mismo tiempo, moviliza en secreto sus tropas y sorprende, a su vez, a los amotinados, de noche, en sus casas. Felipe dos Santos es descuartizado, parte de la población incendiada, y en adelante se impone a Minas Geraes el orden mediante los recursos más severos y aun más crueles. En medio del hormiguero de esclavos y lavadores de oro que trabaja, excava, transporta y zarandea, las míseras chozas de barro, y las tiendas levantadas a toda prisa van transformándose, y paulatinamente empiezan a destacarse los contornos de una ciudad cabal. En torno al palacio del gobernador, la casa de fundición y la cárcel, que también tiene importancia para una administración ordenada, se agrupan casas de piedra; estrechas calles arrancan de la plaza principal, poco a poco so levantan iglesias y, con la riqueza inconmensurable que cincuenta y aun cien mil esclavos infatigables extraen y zarandean, llega a esas ciudades un lujo absurdo, un lujo frenético, infantil, que forma grotesco contraste con la soledad y el apartamiento de ese valle desierto.

A principios del siglo dieciocho se extrae en Villa Rica, Villa Real y Villa Alburquerque solas, más oro que en todo el resto de América, sin excluir Méjico ni el Perú, mucho más famosos. Pero dentro de aquel yermo, poca cosa puede comprarse con oro; por eso, los desdichados dementes del oro se abalanzan ávidos sobre cualquier baratija pomposa que los mercaderes acarrean a esos valles inhospitalarios, donde las venden con centuplicado provecho. Aventureros que hasta ayer eran todavía mendigos, se pasean ahora con abigarrados trajes de terciopelo, presumen con medias de seda y pagan por una pistola con incrustaciones veinte veces más ducados que monedas de plata se pagan en Bahía por esa misma mercancía.

Una mulata bonita cuesta más que en la corte de Francia la más dispendiosa de las cortesanas. Todos los cálculos, todas las medidas terminan por ser absurdas aquí debido a la abundancia del metal, que se obtiene con excesiva facilidad. Individuos harapientos pierden en una noche a los dados o a los naipes importes con que en Europa se podrían adquirir los cuadros más valiosos de un Rafael o un Rubens, o que bastarían para fletar barcos enteros o para edificar hermosos palacios. Pero esos individuos, que hace tiempo ya se consideran demasiado distinguidos como para empuñar personalmente la pala, prefieren comprar con su oro esclavos y más esclavos para que éstos les extraigan oro y más oro. El mercado de esclavos de Bahía no da abasto y los barcos casi resultan insuficientes para transportar tanta carga negra. Y así crece la ciudad de año en año; ya todas las colinas están cubiertas de refugios para esos animales de trabajo, negros, como con construcciones de termitas; ya las casas de los dueños de esclavos y explotadores de oro se vuelven más bonitas. Se levantan -signo de riqueza excepcional- incluso hasta un segundo piso, y se llenan de muebles y adornos.

Llegan, desde las ciudades de la costa, artistas, atraídos por el lucro soñado, para edificar iglesias y palacios y para adornar las fuentes con esculturas. Unos decenios más de tal progreso vertiginoso y Villa Rica habrá de transformarse en la ciudad más rica, más hermosa y más poblada de América.

Pero el falaz milagro desaparece del mismo modo fantasmagórico como surgió. El oro del río de las Velhas no era sino oro de aluvión, y, al cabo de cincuenta años, queda agotada la preciosa superficie. Para sacar el pérfido metal de las entrañas de la roca, de la que siglos y tal vez milenios lo habían extraído y reducido a pepitas con trabajo invisible, faltan a los primitivos lavadores de oro la fuerza, las herramientas y, sobre todo, la paciencia. Durante un tiempo procuran abrir galerías directamente en la roca, para llegar hasta el precioso metal, pero el esfuerzo resulta vano, y no tarda en dispersarse el tropel nómada. Los negros son reconducidos por la fuerza a las plantaciones de azúcar, y sólo tal o cual aventurero fija su domicilio en la matta, los valles fértiles situados a menor altura. Al cabo de uno o dos decenios, las ciudades del oro quedan abandonadas. Las chozas de barro, donde residían los esclavos, se hunden en el suelo sin dejar rastro, el viento y la lluvia dispersan los techos de paja que las cubrían; las casas de la propia ciudad se convierten en ruinas y, por espacio de casi dos siglos, no se construyen otras. Como en los tiempos del comienzo, nuevamente es trabajoso llegar hasta esos lugares desaparecidos y olvidados.

Es verdad que, gracias a la técnica moderna, resulta fácil el acceso a la actual capital de Minas Geraes, fundada poco antes de comenzar nuestro siglo; el avión cubre en hora y media la distancia entre Río de Janeiro y el altiplano de Minas Geraes, para la que, en su tiempo, los primeros bandeirantes empleaban dos meses de viaje, y aun el ferrocarril de nuestros días necesita dieciséis horas. Esa nueva capital del Estado, Bello Horizonte -en el Brasil se hallan las variantes más singulares en todos los dominios y también en el de las construcciones de ciudades-, no ha crecido orgánicamente, sino que ha sido proyectada; es una ciudad creada por la voluntad, la previsión y el cálculo que toma en consideración decenios de progreso. La capital primitiva, tradicional, de Minas Geraes, la antigua Villa Rica, que hoy se llama Ouro Preto, no podía modernizarse sin echar a perder, simultáneamente, un documento sin par de la historia del Brasil. Por lo mismo, el gobierno resolvió construir una capital completamente nueva al lado de la anterior, y ello en el sitio que por el paisaje es el más hermoso, y, por el clima y geográficamente, el más conveniente.

En un principio, debía llamarse ciudad de Minas, pero, en consideración de su amplio panorama -aquí se ven las más bellas puestas del sol del Brasil-, se prefirió darle el bonito nombre itálico de Bello Horizonte. Mas, mucho antes de procederse a la denominación, mucho antes de colocarse la piedra fundamental de la primera calle, se había modelado esa ciudad completamente, con un trazado sumamente previsor.

No se quería confiar al azar ni su forma ni su desarrollo, y cada barrio tenía de antemano su destino, cada calle su ancho y dirección, y todo edificio público debía adaptarse con rasgos propios y a la vez armoniosamente al futuro conjunto de la ciudad. Bello Horizonte es, lo mismo que Washington, el resultado feliz y ejemplar de un proyecto no trabado por el pasado y tendiente únicamente al futuro. Imponentes diagonales dividen de modo muy sensato y bien calculado el circulo en que -guardando distancias e intervalos regulares- la ciudad se despliega y se desplegará cada vez con mayor amplitud.

En el centro están reunidos los edificios de la administración pública. Amplios jardines comunican las calles simétricas con los alrededores, y cada calle tiene, alternativamente, el nombre de ciudades, regiones y grandes personajes brasileños, de modo que un paseo a lo largo de la periferia proporciona a la vez un curso sistemático de geografía e historia brasileñas. Ideada desde un principio como ciudad modelo, Bello Horizonte cumple tal destino gracias a una organización e higiene ejemplares. Mientras en otras ciudades encanta precisamente la multitud de contrastes, la yuxtaposición y el caos pintoresco de distintas capas culturales y cronológicas, sorprende en Bello Horizonte la homogeneidad perfecta y armoniosa. Ciudad absolutamente bonita, por haber nacido de una idea, Bello Horizonte ha conservado una claridad de línea de desarrollo único, y el sentido de esa idea, incorporada a su construcción -la de ser capital de un Estado que es tan grande como un reino europeo-, se manifiesta de año en año con mayor claridad. Fundado en 1894, era en el año 1897 todavía poco más que un pedazo de tierra incultivada, y cuenta hoy ya con más de 150.000 habitantes y se halla, en virtud de su situación favorable y su excelente clima, así como gracias al proyecto previsor, en rápido crecimiento, que es además absolutamente armonioso. A pesar de todos los cálculos, no puede preverse hasta dónde podrá desarrollarse una vez que se inicie sistemáticamente la explotación metalúrgica de ese Estado riquísimo y cuando Minas Geraes despliegue todo su poderío industrial. A una próxima generación el nombre de Bello Horizonte le será, sin duda, tan familiar como los de Río y São Paulo.

Trasladarse de Bello Horizonte a Ouro Preto, de la nueva capital a la antigua, significa tanto como viajar del futuro al pasado, del mañana regresar al ayer. Apenas se dejan tras de sí las calles asfaltadas de la nueva capital, y ya las carreteras empiezan a recordar muy intensamente el pasado, pues la roja tierra barrosa despide, por efecto del calor, una nube de polvo, y tras un aguacero conviértese en una masa pegajosa; como otrora, aun hoy no es del todo fácil y cómodo llegar hasta el mundo del oro. Contemplando el panorama desde el claro y acogedor altiplano de Bello Horizonte, creí que detrás de la escarpada cadena de montañas había de extenderse un paisaje limpio, llano y tropical. Pero, en realidad, la carretera conduce en curvas incesantes, subidas y bajadas continuas, siempre a través de nuevas serranías. En algunos puntos ascienden a mil y aun a mil cuatrocientos metros, a picos sobresalientes, desde los cuales la vista abarca un panorama cuya grandiosidad sólo tiene par en Suiza: montaña tras montaña, como gigantescas olas petrificadas, un nuevo océano verde e infinito, de piedra y selva. Fuerte y perfumado, pasa el viento sobre esas alturas, y su susurro quedo es el único tono que se advierte en esa soledad. Ningún vehículo en la carretera, apenas una choza en un trayecto de horas, ningún carro labrado, ningún tañido de campanas, ningún canto de pájaro. Siempre y sólo el sonido original de los comienzos de los tiempos en ese mundo vacío, inanimado, que no parece conocer aún el hombre. Y, sin embargo, hay en ese solitario paisaje de salvaje belleza algo que excita extrañamente la fantasía; se siente que aquí se oculta en la tierra, en la roca y en el río un secreto peculiar. Un brillo extraño emana de las quebradas, un centelleo de mineral y metal. Aun sin saberlo, por mérito de lecturas; y estudios, se sospecharía, por el mero fulgor brillante, que esas montañas guardan en sus entrañas metal, un tesoro de metal inexplotado aún y casi incalculable. Lo revela la misma carretera con su barro polvoriento, tan saturado de hierro, que se vuelve de un rojo oscuro y da al automóvil, después de corto viaje, un brillo purpúreo, tornándolo semejante al carro flamígero del profeta Elías. Lo revela también el río, el río de las Velhas, que arrastra, pesada y saturada, la arena refulgente. Yace aquí oculto un brillante mundo subterráneo lleno de valiosos cuarzos, y pasarán decenios aún, tal vez siglos, antes de que se ofrezca a la impaciencia humana. Más, ahora, ningún golpe de azada, ningún traqueteo de maquinas interrumpe la soledad; sigue la carretera, ora subiendo, ora bajando, por las pétreas vueltas, arriba y abajo, y ya se está a tal punto acostumbrado a esa inanimada grandiosidad que sólo se espera encontrar nuevas viviendas humanas abajo, en el valle. Aquí arriba, según lo que se cree, no vive nadie, ni ha morado jamás hombre alguno.

Pero de improviso, en una nueva curva, refulge algo con un doble relámpago blanco: las dos torres claras de una esbelta y bonita iglesia. Y aterra casi tan súbita irrupción de perfección humana en esa soledad dura y severa. Pero he aquí, en la colina vecina, una segunda iglesia, igualmente liviana, esbelta y blanca, y una tercera. Son tres de las once iglesias que protegían la otrora poderosa ciudad de Villa Rica y que ahora protegen la pequeña ciudad adormecida de Ouro Preto.

Es como irreal la primera impresión que causan esas iglesias prominentes, que alzan su belleza, libres y orgullosas, hacia el cielo, mientras a sus pies algo se tiende, pequeño e incierto, como un sobrante olvidado o tirado: esa ciudad transportada a ese lugar por el ave maravillosa del cuento de hadas, esa ciudad que de repente se cansó y que, expoliada por sus habitantes, no logró nunca más sobreponerse a su agotamiento.

Nada cambió en esa ciudad, mientras en Río de Janeiro y en São Paulo se construye una casa nueva cada hora y por todas partes las dimensiones aumentan de un modo fantástico, con un vigor de crecimiento tropical. Por la plaza principal, donde se alza el que fue palacio del gobernador, cuya autoridad alcanzaba a cien mil personas, pasan unos pocos individuos, a modo de sombras, que se pierden en las estrechas y pedregosas calles laterales; trotan mulas, exactamente como en los tiempos coloniales, en largas filas, una tras otra, con su carga de leña; en oscuro recinto trabaja el zapatero con la misma brea, las mismas herramientas y el mismo alambre que usaban sus antepasados, como esclavo o hijo de esclavo.

Las casas parecen a tal punto cansadas que dan la impresión de estar tan juntas y bajas para apoyarse la una en la otra; su revoque es viejo y gris, ajado y arrugado, como el rostro de un anciano. Sabemos que por ese mismo empedrado irregular, tanto aquí como en Mariana, subían y bajaban por las callejuelas los abuelos y antepasados más remotos de esa misma gente, llevando idéntico indumento y dirigiéndose a igual tarea: al anochecer, se tiene la impresión fantasmagórica de que esos hombres son todavía los mismos de antaño o su sombra. A veces se queda uno sorprendido porque las campanas de las iglesias cuentan las horas, pues ¿para qué indicar el tiempo cuando se ha detenido y está parado? Cien años o doscientos no parecen aquí más que un día. Se pasa, por ejemplo, a lo largo de una hilera de casas quemadas; sin techo ni vigas, yérguense, tiznadas, las murallas desnudas y medio derruidas. Dan la impresión como si una semana atrás, un mes atrás acaso, se hubiera producido ahí un incendio y la gente no se hubiese tomado aún la molestia de remover los escombros. Pero entonces nos informan que ésas son las casas que en el mes de julio de 172ó había mandado incendiar el gobernador, conde Assumar. En todos esos años no se movió una mano para reconstruirlas o para derribarlas por completo. En Ouro Preto, en Mariana y en Sabará todo ha quedado tal cual estaba en el tiempo de los esclavos y del oro. Con alas invisibles, y sin tocarlas, ha pasado el tiempo sobre las desaparecidas ciudades del oro.

Pero precisamente ese estacionamiento del tiempo presta hoy a esas ciudades hermanas de Ouro Preto, Mariana, Sabará, Congonhas do Campo y São Joao d’El Rei, su peculiar encanto. En medio de un paisaje variado, se conservan, como de ordinario bajo los cristales de un museo, la imagen del tiempo y de la cultura coloniales tan incólume como en ninguna otra parte de América y acaso de un modo más impresionante que en cualquier otro lugar. Esas viejas ciudades mineras son, hoy por hoy, el Toledo, la Venecia, el Salzburgo, el Aigues-Mortes del Brasil, historia hecha imagen, y, además, historia de una cultura nacional sin par. Por inverosímil que ello parezca, lo cierto es que en esas ciudades apartadas, que en su tiempo ninguna carretera comunicaba con la costa ni con el mundo, en que sólo se habían agrupado aventureros incultos, ambiciosos de oro y de rápido lucro, nació en el corto tiempo de su florecimiento un arte absolutamente propio. Las iglesias y capillas de esas cinco ciudades, creadas por un solo gremio de artistas locales, cuentan entre los monumentos más originales del pasado colonial de que dispone el Nuevo Mundo. Y vale, por cierto, la pena hacer un viaje asaz complicado para verlas.

Esas claras iglesias bien proporcionadas, que desde las colinas de Ouro Preto, Sabará, Congonhas do Campo y Mariana se saludan fraternalmente, no presentan, en rigor, líneas nuevas, ni una arquitectura local típicamente brasileña. Están todas ellas construidas en el llamado barroco jesuítico, y sus trazados venían, sin duda, de Portugal. En cuanto a la riqueza de los ornamentos, las superan las iglesias de San Benito y de San Francisco, en Río de Janeiro, y en cuanto a la edad, las de Bahía. Lo que las torna dignas de verse e inolvidables es el modo armonioso como combinan con un paisaje completamente yermo, y su originalidad consiste en el milagro que ha hecho posible que edificios tan grandiosos y artísticos hayan podido surgir en una zona que en aquel tiempo estaba completamente aislada del mundo civilizado, en el milagro, aun hoy sin explicación acabada, de que en medio de una horda, precipitadamente acumulada, de buscadores de oro, aventureros y esclavos, haya existido un pequeño grupo de artistas y operarios brasileños capaces de dar a esas iglesias, de un modo perfecto y personal, tan rica ornamentación pictórica y escultórica. Quizás es éste un secreto que nunca se revelará.

Es posible que jamás se llegue a saber a ciencia cierta de dónde procedió y cómo se unió en la labor ese grupo errante, que recorrió muchas millas de una ciudad del oro a otra, para levantar allí, en comunión orgánica por sobre la servidumbre ambiciosa del oro, esos monumentos de la fe cuyo esplendor llega muy lejos. Una sola figura se destaca plásticamente de ese grupo, la del escultor de tan fecundo círculo, Antonio Francisco Lisboa, llamado el Aleijandinho, el mutilado.

Este Aleijandinho es el primer artista verdaderamente brasileño, y ya típicamente brasileño por ser mulato, hijo de un carpintero portugués y de una esclava negra. Nacido en Ouro Preto, en el año de 1730, en una época en que esa ciudad no era sino una confusión de gente presurosamente llegada, sin casas verdaderas, sin iglesias ni palacios de piedra, se crió sin profesión, sin maestro y sin los más rudimentarios elementos de cultura. Lo que primero llamó la atención de los demás en ese mulato travieso fue su fealdad demoníaca, que le dio una especie de fraternidad bastarda con Miguel Ángel, cuyo nombre, seguramente, no había oído nunca y de quien jamás vio una obra. Con sus gruesos labios de negro, sus grandes orejas caídas, sus ojos inflamados y de mirar constantemente iracundo, su boca torcida y sin dientes y su cuerpo deforme, debe haber tenido ya en su juventud un aspecto a tal punto repugnante que, según cuentan los cronistas, cualquiera que se encontraba con él de improviso sentía espanto. A ello se agregó, a partir de sus cuarenta y seis años de edad, la horrible enfermedad que le mutiló, carcomiendo primero los dedos de sus pies y luego las falanges de los dedos de la mano.

Pero ninguna mutilación logra impedir que el tan cruelmente señalado por la naturaleza continúe trabajando. Cada mañana, ese Lázaro brasileño se hace conducir por sus dos esclavos negros hasta el taller o las iglesias. Ellos dan apoyo a sus pies mutilados e inseguros, y atan el pincel o el cincel a la mano sin dedos para que pueda trabajar. Y sólo cuando ya ha cerrado la noche le reconducen en la litera a su casa. El Aleijandinho conoce el horror que inspira. No quiere ver a nadie, ni quiere ser visto por persona alguna. No quiere más que su trabajo, que le permite olvidar su sino oscuro, insoportable.

Sólo vive para su trabajo, y sólo por él y gracias a él vivió hasta los ochenta y cuatro años.

Conmovedora tragedia de un artista, en cuya alma ensombrecida anidaba tal vez un genio auténtico y a quien una suerte adversa negó la oportunidad de realizar sus posibilidades supremas, verdaderas. Es posible que en ese mulato mutilado viviese el germen de un escultor, cuyas obras habrían estado destinadas al mundo entero. Pero perdido en una apartada aldea de montaña, en medio de la soledad tropical, sin maestro, sin camaradas que le ayudasen, sin conocimientos y, aun sin idea de los grandes ejemplos, ese pobre mestizo sólo pudo aproximarse trabajosamente y por senderos inciertos a la obra de real valor. Solitario, como Robinsón Crusoe en su isla, Lisboa nunca vio una estatua griega en el yermo cultural de su pueblo de buscadores de oro, ni siquiera una copia de Donatello o de cualquiera de sus contemporáneos.

Nunca palpó la superficie blanca del mármol, ni conoció la ayuda propicia del fundidor de metales. Nunca hay un compañero a su vera para enseñarle las leyes del arte ni los secretos técnicos transmitidos de generación en generación.

Mientras otros aprovechan el aplauso, se exaltan en la emulación ambiciosa, él permanece solo en su soledad que asesina el alma, y debe buscar, labrar, inventar lo que otros encontraron listo y a su disposición y acabado desde los siglos. Pero el odio a los hombres, la aversión que le inspira su propia figura repugnante, le empuja cada vez más al trabajo y, de un modo penosamente lento, al encuentro de sí mismo. Mientras sus plásticas ornamentales sólo son de buen gusto, artísticas, desde el punto de vista profesional, en tanto que sus figuras no salen del esquema del barroco, alcanzan a los setenta, a los ochenta años, una expresión artística propia, personal.

Las doce grandes estatuas de piedra jabón, esa extraña piedra blanca, pero resistente al tiempo, que coronan la escalinata de la iglesia de Congonhas do Campo, tienen, pese a todas sus fallas técnicas y torpezas, un ímpetu y una grandeza acabados. Genialmente adaptadas al escenario, respiran al aire libre con fuerte movimiento, mientras las reproducciones en yeso que se conservan en Río de Janeiro dan una impresión de rigidez. Un alma indómita se manifiesta en sus gestos extáticos y altivos. El esfuerzo y tormento de una oscura vida mutilada se convierte en ellas en obra de arte o, cuando menos, en efecto artístico.

Los demás artistas -en parte anónimos- que intervinieron en la construcción y ornamentación de esas iglesias también tuvieron que vencer dificultades sin cuento. No disponían de los bloques de piedra necesarios para dar a los edificios toda su fuerza, ni de mármol, y tampoco de las herramientas para labrarlo; pero tenían oro, oro en abundancia. Podían dar brillo con el valioso metal a las balaustradas de madera, a los marcos y molduras, y por eso los altares irradian un fulgor intenso. Es fácil imaginarse que los primitivos habitantes, que moraban en refugios miserables, que apenas si tenían una cama y no disponían sino de un traje, un puñal y una pala, se sentían orgullosos cuando es las iglesias albas, con toda la magnificencia de sus cuadros y esculturas, llevaban a su vida bárbara y desenfrena un presentimiento de la belleza supraterrena. Pronto, los esclavos negros no querían quedar a la zaga de los demás. Ellos también querían iglesias, donde los santos debían de ser de color oscuro, como ellos mismos, y aportaron sus escasos ahorros para edificarse igualmente tamaña magnificencia. De esta suerte surgió en otro solar de Ouro Preto la iglesia de Santa Ifigenia, donada por el Chico Rey, un esclavo negro que en África había sido príncipe de una tribu y que, luego de haber sido particularmente afortunado en la búsqueda de oro, había comprado la libertad para sí y para otros esclavos de su tribu. Esa corona de iglesias brilla hoy en medio de la solitaria región montañosa y por encima de las ciudades desaparecidas. Un aspecto incomparable, y un cabal consuelo para la vista. Lo que el río había acarreado con esfuerzo eterno, la parte que las montañas cedieron de sus tesoros, que están lejos aún de haber sido extraídos por completo, se transformó en el valor más noble y más duradero de este mundo: en belleza. Hace tiempo, muchísimo tiempo, que los moradores y las mismas ciudades han desaparecido de esos valles abandonados, pero las iglesias quedaron como vigías y testigos de una grandeza marchita.

Ouro Preto, que en su sombría decadencia es el Toledo brasileño, y Congonhas, que, en situación más apacible y coronado de palmeras, es el Ovieto o Asís del Brasil, han resistido el embate del tiempo, guardando fielmente el pasado.

Con toda razón resolvió el Brasil conservar intacto, como «monumento nacional» ese legado precioso, tanto más cuanto que Ouro Preto, por otra parte, se ha convertido en su historia nacional, debido a la confabulación de la Inconfidência Mineira, en lugar de peregrinación. Ver esas ciudades es una experiencia muy singular y no solamente un placer para los ojos y los sentidos. De modo misterioso siéntese en su existencia, incomprensible en el fondo, la magia múltiple de ese metal amarillo que levanta ciudades en medio del desierto, que despierta en los saqueadores más bárbaros un ansia de arte, que aquí, como en todas partes, estimula tanto los instintos buenos como los malos y que, siendo él mismo frío y pesado, despierta, sin embargo, en los sentidos de los hombres y en su sangre los sueños más ardientes y sagrados, la magia, pues, de esa ilusión más misteriosa e indestructible, que una y otra vez y siempre. de nuevo confunde al mundo.

Con una última mirada sobre esas colinas románticamente sombrías como las iglesias que se tienden sobre ellas como alas de ángeles, se deja ese mundo singular que el brillo fatuo del oro proyectó siglos atrás, cual un espectro en el espacio desierto. Pero nadie quiere abandonar esos valles de oro sin haber visto con sus propios ojos siquiera una partícula, un rastro del elemento misterioso que trajo a los hombres hasta aquí; no se quiere volver del mundo dorado sin haber tocado, sin haber palpado oro. La ocasión parece propicia.

De vez en cuando se ve todavía, al pasar, un hombre de pie en medio del río de las Velhas zarandeando, a la usanza antigua, la arena en la batea. Esto tampoco ha cambiado en el curso de doscientos años: pobres buscadores de oro, de ningún modo románticos, tientan todavía la suerte, ya que todo el mundo tiene permiso para buscar el oro de aluvión según los métodos antiguos. Hubiera querido contemplar y observar a uno de esos pobres buscadores de fortuna en su penosa tarea, pero se me advirtió que no perdiera el tiempo.

Durante horas y horas, a veces durante días y días, esa gente paupérrima zarandea en balde su batea, recogiendo sin ton ni son la arena del lecho del río. Hoy ya es una suerte muy grande cuando, por fin, uno de ellos encuentra una sola minúscula pepita en su criba. Ella le permite vivir unos pocos días estrechamente, para luego volver a sacudir por semanas y semanas. Buscar oro en la arena de aluvión se ha convertido aquí en tarea trágica, desesperante. Mientras un hallazgo feliz recompensa a veces el trabajo de años de un grampeiro, un buscador de diamantes, esos francotiradores de la caza del oro están en situación peor que el más pobre de los obreros.

Ha tiempo ya que la explotación de oro sólo es posible sobre una base organizada y colectiva, como en las minas modernas de Morro Velho y de Espirito Santo, que son dirigidas por ingenieros ingleses y servidas por máquinas norteamericanas.

Es una industria complicada, excitante y digna de verse, que conduce de la luz del día, hasta las entrañas de la tierra. Desde que el oro de Minas llegó a conocer a los hombres en toda su brutalidad, se retiró y escondió de ellos en las rocas. Ya no permite ser asido fácilmente, pero en los millares de años de cacería, el hombre también se ha vuelto mucho más hábil y refinado que sus antepasados. Inventó con la técnica un arma efectiva, y dentro de las galerías profundas, cada vez más profundas, manos de acero procuran ahora llegar hasta el malicioso metal. Las galerías han horadado la roca hasta dos mil metros de profundidad, y no pasan minutos, sino horas, antes de que el ascensor llegue a la galería más profunda. Allá se cumple la tarea principal. Con perforadores eléctricos se despedaza el mineral oscuro, que es luego transportado hasta el ascensor en pequeñas vagonetas tiradas por burros, pobres burros grises, condenados a trabajar y dormir toda su vida en las galerías, iluminadas por luz eléctrica, esclavos y víctimas, como los hombres, del oro. Sólo tres veces por año, en los días de Pascua, de Pentecostés y de Navidad, se les permite subir, por una sola jornada cada vez, a la luz del día, mientras las tareas permanecen en suspenso. Apenas ven la luz del sol, los pobres animales empiezan a gritar jubilosamente, a saltar y a revolcarse gozosos de la luz verdadera, que tanto tiempo echan de menos. Pero lo que se transporta en aquellas vagonetas no es oro puro, ni mucho menos. No es mas que un mineral bruto, gris, sucio, duro, un conglomerado en el que aun la vista más penetrante no podría descubrir un resplandor de oro. Pero entonces tratan máquinas gigantescas esos bloques de mineral, martillos enormes los destrozan, golpean y trituran hasta que se convierten en una masa blanda, continuamente lavada con agua, que luego pasa por tamices y por encima de mesas vibratorias. De ente modo se separa lo metálico cada vez más del resto de la masa que no tiene valor.

La arena, purificada y muy fina ya, se tamiza nuevamente mediante procedimientos eléctricos y químicos, hasta que, por último al cabo de infinitas fases casi indescriptiblemente refinadas, se ha extraído del mineral hasta la última y mínima partícula de oro. Ahora, el elemento puro puede fundirse en crisoles candentes.

Durante una o dos horas se han visto con interés y atención esos procedimientos debidos al genio colectivo de infinitas invenciones. Se han visto centenares, y aun millares de hombres en esa fábrica gigantesca, los obreros en las galerías, junto a las máquinas, los cargadores, los fundidores, los fogoneros, los ingenieros, los administradores. El trueno de los martillos que se precipitan retumba todavía en el oído, duelen los ojos, que han visto demasiado en el cambio constante de oscuridad, luz artificial y natural. Se ha visto todo, menos lo principal, el oro puro, el resultado palpable de todos esos esfuerzos fantásticos. E impaciente quiere saberse cuánto produce la labor de los ocho mil hombres que día a día trabajan en esa obra. Se ansía saber qué cantidades inmensas de oro produce en un día el procedimiento complicado de esa maquinaria imposible de abarcar con una sola mirada, y el empeño de todas las fuerzas intelectuales, manuales, químicas y eléctricas que se han puesto en juego. Por último, se tiene oportunidad de ver el producto de una jornada y casi se queda aterrado, ya que parece tan insensatamente poco. No es, según yo había creído, un grandioso montón, no son bloques enteros como en las cámaras de Moctezuma, sino una barra pequeña de oro, no más grande que un ladrillo. Es, pues, un solo trozo de metal amarillo lo que esos ocho mil hombres extrajeron con ayuda de complicadísimas máquinas y con trabajo organizado del modo más hábil, y ese solo ladrillo dorado para los ocho mil hombres, paga los intereses de las inversiones e incluso alimenta, no se sabe dónde, a los accionistas anónimos. Y una vez más advertí la magia diabólica que en todos los siglos ejerce ese metal amarillo sobre los hombres. Reconocí por primera vez, con la vista y los sentidos, todo el absurdo de esa servidumbre cuando vi en París los subterráneos del Banco de Francia, donde, como en una especie de fortaleza, a muchísimos metros debajo de tierra, yacía en lingotes la pretendida riqueza de Francia, muerta y fría, en realidad millones y miles de millones imaginarios, cuando vi todo el trabajo, todo el arte y toda la fuerza intelectual que se emplean para volver a guardar en el seno de la tierra, en una mina artificialmente construida en París, el oro penosamente extraído en África, América y Australia. Y aquí, en otro extremo de la tierra, fui testigo del mismo empeño, del mismo arte, de la misma fuerza espiritual condensados en el trabajo de ocho mil hombres para arrancar astutamente a la tierra aquel mismo, metal muerto, sólo para que en alguna parte vuelva a ser enterrado en ella en la galería artificial de un Banco, de un subterráneo. Y me negué el derecho de burlarme de la locura de los buscadores de oro de Villa Rica, que se paseaban allí ataviados con trajes de gala, pues el delirio remoto se ha conservado hasta el día de hoy, y sólo cambia de formas. Ese frío metal sigue incitando a la humanidad más poderosamente que todas las dínamos y todas las ondas espirituales, y determina, con efectos incalculables, los acaecimientos de nuestro mundo. Y precisamente luego de haber visto delante de mí el ladrillo de oro frío y absolutamente trivial, cobré conciencia de lo absurdo.

Me ocurrió, pues, algo extraño en esos valles del oro. Había ido allí para conocer mejor su poder, su efecto, en el punto de su origen, a la vista de sus formas reales, palpables.

Pero nunca conocí más profundamente el absurdo de esa ilusión que en el minuto en que toqué, completamente falto de respeto, el amarillo ladrillo de oro, al que aun parcela estar pegado el esfuerzo invisible de miles de manos: no era más que frío y duro metal. Ninguna vibración, ningún calor inundó mis manos, ninguna excitación sobrevino a mis sentidos, ningún respeto sintió mi alma. Y no logré comprender que sirviese a esa ilusión la misma humanidad que, sin embargo, es capaz de crear tan grandes y brillantes obras como aquellas iglesias luminosas, y de guardar en ellas, respetuosamente, el legado terrenal de la eternidad: el arte y la fe.

 

VOLANDO SOBRE EL NORTE BAHÍA: FIDELIDAD A LA TRADICIÓN

Esta ciudad representa los comienzos del Brasil y -afirmación fundada- de la América del Sur. Aquí fue establecida la cabeza del gran puente cultural sobre el océano; aquí se preparó con elementos europeos, africanos y americanos la mezcla nueva, en eficaz fermentación todavía. Por eso, Bahía nos inspira respeto antes que admiración: esta ciudad tiene el privilegio de ancianidad sobre las demás ciudades del continente americano. Bahía, con sus más de cuatrocientos años, con sus iglesias, sus catedrales y sus castillos, es para el Nuevo Mundo lo que las metrópolis milenarias para los europeos; lo que para nosotros son Atenas, Alejandría y Jerusalén: un santuario cultural. Y, lo mismo que frente a un rostro humano, se siente frente a esta ciudad, respetuosamente, que ella tiene un destino, un pasado glorioso.

La actitud de Bahía es la de una reina viuda, reina viuda de grandiosidad shakespeariana. Está unida a los tiempos pasados. Hace mucho que delegó el poder real en una generación joven, impaciente. Pero no abdicó, sino que ha seguido conservando su jerarquía y, por esta jerarquía, una majestad incomparable. Orgullosa y erguida, mira, desde lo alto al mar, por donde han llegado todos los barcos a lo largo de los siglos, ostentando todavía el viejo adorno de sus iglesias y sus catedrales, y esta actitud majestuosa se ha conservado en sus habitantes. Aunque las ciudades de más reciente fundación -Río de Janeiro, Montevideo, Santiago de Chile y Buenos Aires- son más ricas, más poderosas y más modernas, Bahía tiene su historia, su cultura y su forma de vida propias.

De todas las ciudades del Brasil, ha sido la que más fielmente guardó la tradición., Sólo por sus piedras y por sus calles se alcanza a comprender la historia del Brasil; sólo aquí se comprende cómo Portugal se transformó en el Brasil.

Bahía es una ciudad que conserva, ciudad de la fidelidad; no solamente ha protegido sus viejos monumentos contra la precipitada invasión de lo nuevo, sino que ha conservado, exteriormente, su fisonomía e, interiormente, su tradición a través de los siglos, con voluntad inquebrantable. El viajero que llega por mar, la ve igual que en tiempos de los emperadores y de los virreyes: por abajo, el puerto, indiferente, con sus calles, repetidamente modernizadas, de los comercios, pero por encima, la cabeza pétrea, la ciudad resumida en bastión, que espera al visitante con serenidad y orgullo. Allí arriba los colonos se reunieron, hace cuatrocientos años, detrás de las palizadas, para defenderse contra los ataques de piratas o indígenas. La valla, reforzada con barro, se fue convirtiendo en muralla, al abrigo de la cual creció la ciudad; pronto los habitantes se atrevieron a construir iglesias y palacios sobre la roca, que constituye defensa escarpada, y este perfil admirable, esa línea majestuosa, de amplio trazo, se ha conservado.

Nada conozco en Sudamérica que pueda compararse con esta actitud soberbia y majestuosa con que Bahía, en el mismo sitio que en los días de Cabral y de Magallanes, domina su puerto y sus viejos castillos, oteando el horizonte del mar.

Al subir por el camino empinado, estrecho, entre casas próximas a desmoronarse, se observa lo rica que fue esta ciudad.

No ha venido a menos, no se halla en la actualidad en estado de pobreza. Sólo que no ha adelantado, y eso le confiere la hermosura característica de todas las ciudades que se han pasado soñando décadas y siglos, como Venecia, Brujas y Aix-les-Bains. Demasiado altiva para ir impetuosa con el tiempo, compitiendo con Río de Janeiro y São Paulo en levantar rascacielos; demasiado activa, por otra parte, para desmedrarse como las ciudades del oro de Minas Geraes y convertirse en museo, ella sigue siendo lo que ha sido: ciudad del Brasil de la época de los portugueses, y sólo aquí se nota el origen del Brasil y su tradición secular.

Esta tradición se observa por todas partes. Bahía, a diferencia de las demás ciudades del Brasil, tiene traje, cocina y colores propios. En ninguna parte se ven en las calles tantos colores como aquí, donde la población africana, la de la época colonial, se ha conservado como conjunto; se le figura a uno ver de continuo las escenas de Brésil pittoresque, por Debret, en forma de cuadros animados; todas esas cosas de antaño, que hace mucho han desaparecido de las otras grandes ciudades. Hay, sí, automóviles, que pasan con el escape abierto por las calles, pero en los barrios antiguos se ven mulas de carga que llevan frutas y maderas en albardas que van de un lado para otro, y se pueden alquilar acémilas por hora como automóviles en una ciudad moderna, y, en el puerto, la carga es llevada a los barcos, como en tiempo de los romanos y de los fenicios, no por medio de grúas hechas con arte, sino sobre los hombros de los cargadores. Los vendedores ambulantes, con su sombrero de paja de ala ancha, llevan a cuestas, a guisa de una balanza muy grande, un palo de cuyos extremos pende la mercadería; en el mercado nocturno, a la luz de velas o de lámparas de acetileno, los vendedores están sentados en el suelo entre montones de naranjas, calabazas, bananas y cocos. Mientras los transatlánticos, grandes e imponentes, están amarrados a los muelles, los buques de vela, estrechos, esbeltos y ligeros, que van hasta las islas, cabecean todavía junto a la playa, bosque de mástiles que se mecen. Y se ven hasta jangadas, especies de yolas de los aborígenes del Brasil, que constituyen piezas rarísimas. En realidad, se trata de una balsa de tres o cuatro troncos unidos sin arte, con un asiento estrecho. No se puede. imaginar cosa más primitiva. Sin embargo, la gente se atreve a salir muy lejos en estas pequeñas balsas, y se refiere el divertido episodio de un vapor norteamericano que, al divisar a una de estas balsas con su mezquina vela a mucha distancia de la costa, no tardó en acudir en auxilio de los que el capitán suponía náufragos.

El hoy y el ayer, todo presenta aquí una mezcla de miles de colores. Ahí tenemos la vieja Universidad, con su Facultad renombrada, la más vieja del país, y ahí tenemos la Biblioteca, el Palacio, los hoteles y el moderno club deportivo.

Y dos calles más adelante nos encontramos en ambiente portugués; casas pequeñas y bajas, atestadas de gente y de vida, las mil formas del artesonado, y un poco más allá, los mocambos, las chozas de los negros, entre bananeros y árboles del pan. Calles asfaltadas al lado de otras con adoquinado de tiempos olvidados; en Bahía puede uno pasar en el lapso de diez minutos por dos, tres y cuatro siglos, cada uno de los cuales parece igualmente auténtico y natural. Puesto que el verdadero embrujo de Bahía consiste en que aquí todo sigue siendo auténtico y sin segunda intención -las llamadas curiosidades no se imponen al forastero, por estar encajadas, sin llamar la atención, en el conjunto-, lo antiguo y lo moderno, el hoy y el ayer, lo elegante y lo primitivo, el 1600 y el 1940, todo eso se funde en un solo cuadro animado, que, por añadidura, está puesto en el marco de un paisaje de los más apacibles y más amenos del mundo.

Lo más pintoresco de lo siempre pintoresco son las mujeres de Bahía, las negras de alta estatura, ojos oscuros y vestido peculiar. Las mujeres de Bahía, aun las más pobres, usan esa vestimenta de ordinario, todos los días, y no se puede imaginarla más pomposa. No es comparable con otra alguna, ya que no es africana, ni oriental, ni portuguesa, sino todo ello al mismo tiempo. Turbante, enroscado con arte exquisito, rojo, verde, amarillo o azul o abigarrado, pero siempre en tono vivo; blusa de color, de las que usan las campesinas eslavas y húngaras, y saya muy ahuecada, almidonada, de vuelo acampanado. Impónesele a uno la sospecha de que, en la época del guardainfante, las tatarabuelas esclavas de estas negras hubieran visto llevar a las damas portuguesas semejantes faldas vueludas, conservándolas en su vestido barato, de tela estampada, como símbolo de lujo y de elegancia. Un pañuelo, echado dramáticamente sobre el hombro, y que sirve también para cubrir la cabeza cuando llevan sobre ellas jarras o cestas grandes, y unos brazaletes tintineantes de metal barato completan el indumento con que las mujeres negras de Bahía caminan por las calles, cada una luciendo colores distintos, matices diferentes, pero siempre llamativos. Lo imponente, sin embargo, no ha de buscarse tanto en el vestido como en el porte con que lo llevan, en el garbo, en los movimientos. Están sentadas en el mercado o en algún umbral mugriento, extendiendo en rueda, cual manto de reina, su falda vueluda, de suerte que parecen hallarse dentro de una flor gigantesca. En esta actitud majestuosa venden las princesas negras los productos más baratos del mundo: pastelitos untados con grasa o condimentados con especias, que preparan en un hornillo, sobre carbón de leña, fritadas y guiso de pescado tan baratos que una hoja de papel para envolverlo resultaría demasiado costosa. La mano negra, que hace sonar suavemente las pulseras, nos los sirve en una verde hoja de palma. Y tan majestuosas son aquellas mujeres cuando caminan como cuando están sentadas. Llevan sobre la cabeza bultos muy pesados, cestos llenos de ropa blanca, o de pescado, o de frutas, pero es un espectáculo encantador verlas caminar por las calles con su carga, el cuello erguido, las manos puestas en jarras, seria y desembarazada la mirada.

Un director de escena que ensayase un drama de palacio podría aprender mucho de estas princesas negras del mercado y la cocina. Por la noche, cuando se les ve en sus tenebrosas cocinas, alumbradas apenas por las llamas, preparando con diligencia misteriosa platos muy raros, se las creería brujas del mundo primitivo. No, no hay nada más pintoresco que las negras de Bahía, nada más abigarrado, ni más auténtico, ni más naturalmente animado que las calles de esta ciudad.

Aquí, sólo aquí se llega a conocer Y a comprender el Brasil.

 

BAHÍA: IGLESIAS Y FIESTAS

Bahía no es solamente la ciudad de los colores, sino también la de las iglesias, la Reina del Brasil. El que haya en ella tantas como días tiene el año será tan exagerado como la afirmación de que Río de Janeiro pueda adjudicarse islas en la bahía de Guanabara. En verdad, serán unas ochenta iglesias. Pero dominan la ciudad. En otras metrópolis, el perfil de las viejas iglesias que se eleva al cielo ha sido superado, hace mucho, por los rascacielos y otros edificios modernos.

No hay, acaso, nada más simbólico que la vieja iglesia que otrora dominaba toda la Wall Street, en Nueva York, mientras hoy se acoge tímida a la sombra de los palacios de los Bancos. En cambio, en Bahía las iglesias siguen dominando la ciudad. Yérguense, altas e imponentes, en sitio desembarazado, rodeadas de sus conventos y. jardines, consagrada cada una de ellas a un patrono, a San Francisco, o San Benito, o San Ignacio. Ellas representan los comienzos de la ciudad; son más viejas que el palacio del gobernador y las casas lujosas.

En torno a ellas se reunieron los colonos, a implorar la protección divina en el nuevo país, y los navegantes que, al cabo de muchas semanas de doble azul, divisaron, por fin, tierra firme, echaron de ver antes que nada el piadoso ademán de las torres altas. Y lo primero que hicieron fue ir a bendecir a Dios por la gracia de la feliz travesía.

La más grande, aunque no la más hermosa de estas iglesias, es la catedral, anexa al viejo colegio de los jesuitas: iglesia de las grandes evocaciones, bajo cuyas baldosas yace Mem de Sá, el tercer gobernador general, y desde cuyos púlpitos predicó el padre Antonio Vieira. Es una de las primeras del Brasil y -si no me equivoco- la primera de la América del Sur, cuya entrada está revestida de mármol legítimo; los mismos barcos que salían de Bahía cargados de azúcar, regresaban conduciendo la piedra valiosa. Porque para aquellos hombres devotos las cosas más preciosas eran buenas para sus iglesias.

Las calles eran estrechas, sombrías, ahogadas y sucias; las nueve décimas partes de la población negra vivían en chozas y mocambos. Mas la iglesia, en este país apartado, donde no había lujo alguno, debía ser suntuosa; por eso, traían azulejos para adorno de las paredes, y el oro de Minas Geraes revestía la madera oscura con brillo deslumbrante. Suscitóse luego la competencia entre las órdenes. Como los jesuitas poseían una iglesia, espaciosa y pomposa, los franciscanos deseaban poseer otra más hermosa. Y, en efecto, la de San Francisco es de estilo más depurado, porque sus proporciones son más sencillas. ¡Qué encanto en sus claustros! Las paredes relucientes de azulejos, las salas adornadas con preciosas obras de talla en jacarandá, los techos artesonados, y ¡qué gusto más sabio y más refinado en cualquier detalle! Mas los carmelitas y los benedictinos deseaban que sus iglesias no fuesen menos hermosas, y luego los negros querían que en la suya hubiera una virgen del Rosario y un San Benito de su mismo color. Por eso se encuentran hoy iglesias y conventos en todas partes, y en casi todas las calles de las mayores se dará con una que tiene el atractivo de la antigüedad. Cuantos fieles tuvieran el deseo de rezar, encontraban en la antigua colonia una iglesia para cada hora del día. Gracias a aquella piadosa competencia, existen en la actualidad hasta demasiadas iglesias para llenarlas por completo, y se tardaría muchos días en admirar cada uno de sus detalles y particularidades.

Esta abundancia de iglesias (que en las ciudades de Brasil de más reciente fundación son, en comparación con Europa, menos numerosas) me sorprendió.

Pregunté al amable eclesiástico que me acompañaba si Bahía seguía siendo, como otrora, la ciudad de la devoción.

Me contestó con una sonrisa: «Si, la gente de aquí es devota.

Pero lo es a su modo». Al pronto no comprendí lo que significaba aquella sonrisa, que no denunciaba menosprecio ni censura. Sólo señalaba cierta modalidad de devoción que no es del todo compatible con nuestro concepto, y que no llegué a conocer hasta los días siguientes. De todas las grandes ciudades del Brasil, Bahía es la más oscura; ha conservado, como todo lo del pasado, su antigua población negra, no habiendo sido reteñida todavía por la afluencia europea en las mismas proporciones que las otras. Y los negros son, desde hace siglos, los más fieles, más celosos y mas apasionados partidarios de la Iglesia, sólo que la forma de su fe acusa, aun interiormente, un matiz distinto. Para estos africanos recién bautizados, cándidos y libres de las preocupaciones del trabajo mental, la iglesia no significaba un lugar de recogimiento, de sereno ensimismamiento; el catolicismo les atraía por la esplendidez, el misterio, el colorido y la suntuosidad del rito, y Anchieta refirió, hace cuatrocientos años, que la música contribuía más que nada a su conversión. Aun hoy, esta gente bonachona, fácilmente impresionable, no concibe la religión sino íntimamente ligada a la festividad, la alegría y el espectáculo; cada desfile, cada procesión, cada misa tienen para ella algo que la hace feliz. Por eso, Bahía es la ciudad de las fiestas religiosas. En Bahía, una fiesta no es solamente un número rojo en el almanaque, sino que se convierte irremediablemente en fiesta popular, en espectáculo, y toda la población se empeña en celebrarla de una u otra manera. Nadie pudo decirme con exactitud cuántas fiestas de ésas se celebran cada año, probablemente porque el pueblo, por la curiosa combinación de sentimientos de verdadera religiosidad y afición a los espectáculos, inventa cada vez nuevas festividades.

No tiene, pues, uno que ser favorecido por la suerte para asistir en Bahía a una fiesta popular; tuve la feliz oportunidad de asistir a la celebración de la fiesta del Senhor do Bomfim, patrono de la ciudad. El Senhor do Bomfim, que no figura en el calendario, es venerado en Bahía en una iglesia propia, situada a una distancia de hora y media de la ciudad, en lo alto de una colina desde donde se goza de una vista encantadora, y que constituye, durante una semana entera, el centro de festines de índole muy diferente. Las familias pertenecientes a la burguesía alquilan los pequeños albergues que rodean la espaciosa plaza; se hacen visitas, se charla, se come en compañía de los amigos, mientras la plaza rectangular, en el centro, queda reservada para los millares de hombres y mujeres que, desde el oficio de la noche, hasta la misa del alba, se reúnen con este motivo religioso, con regocijo y desembarazo, a la blanca y débil luz de las estrellas. Toda la fachada de la iglesia está iluminada con lámparas eléctricas, y a la sombra, bajo las palmeras, se construyen innumerables carpas, donde se ofrece de comer y de beber; en la hierba, delante de sus hornillos, están sentadas las mujeres negras de Bahía, sirviendo al público las mil clases de bocados baratos, y detrás de ellas, en medio de la animación, duermen sus criaturas, envueltas en sábanas blancas. Los tiovivos dan vueltas. Paseos, bailes, charlas, música. Toda la noche y todo el día el pueblo acude en masa para rendir al patrono el homenaje, tanto de la misa como de su alegría libre de preocupaciones.

Mas la ceremonia propiamente dicha, inolvidable, de esta semana, es la limpieza de la iglesia, el lavagem do Bomfim. El origen de esta ceremonia es característico para Bahía. La iglesia de Bomfim estaba destinada originariamente a los negros. Parece que una vez un sacerdote dijo a los fieles que sería conveniente hacer una limpieza general y lavar el pavimento de la iglesia la víspera de la fiesta del santo. Los cristianos negros lo aceptaron de buen grado; ¡qué oportunidad para esas almas verdaderamente devotas de dar al santo aquel testimonio de su amor y su respeto! Es natural que quisieran barrerla y fregarla lo mejor que pudieran; todos acudieron el día señalado para participar del honor de limpiar la casa del bondadoso Senhor do Bomfim. Este empeño verdaderamente religioso fue el comienzo de aquella ceremonia, Mas, dados sus sentimientos infantiles y su ingenuidad, la limpieza de la iglesia fue tomando (como cualquier acto religioso) el carácter de fiesta. Fregaban y barrían a cual más, como si intentaran lavar sus propios pecados; acudían a centenares, a millares, de todas partes, y el número de participantes aumentaba de año en año. De esta suerte, la tradición religiosa se convirtió en fiesta popular, tan briosa y tan extática que escandalizó al clero, quien la suprimió. Pero la voluntad del pueblo exigió su fiesta con tal insistencia que se volvió a permitir el lavagem do Bomfim. En la. actualidad, es fiesta de toda la población, y una de las más sugestivas que he visto durante mi vida.

Empieza por una procesión que se dirige a la iglesia del Senhor do Bomfim recorriendo media ciudad, pues toda la población desea verla. Es una procesión auténtica del pueblo, y no un desfile, como hoy día en Niza, subvencionado por oficinas de turismo y por comerciantes para fines de propaganda.

Nada más conmovedor que su carácter primitivo. De madrugada, en la plaza frente al Mercado, se reúne la muchedumbre, que se impacienta por ponerse en camino; ya están esperando los camiones del Mercado, los carros tirados por mulas y engalanados para la fiesta con los medios más baratos.

A la caballería se le echa la sobrecama de encajes; las ruedas de los camiones se recubren de papel de seda color rojo, verde o amarillo; a la mula se le platean los cascos, y los barriles para el lavado -barriles ordinarios, de los que se usan en el mercado-, dorados con purpurina, ofrecen un aspecto magnífico; todos los adornos de la procesión costarían unos diez dólares, cuando más. Y resulta animada e imponente por la presencia de las mujeres de Bahía, que, con celo religioso, bajo el sol abrasador, recorren el largo camino con sublime majestuosidad, llevando sobre la cabeza los barriles y las jarras llenas de flores, admirables reinas negras, que, con motivo de la fiesta, han realzado su vestido de colores, ya con un pañuelo de encajes, ya con un collar tintineante, que se han prestado, pintándose en el rostro de ellas la felicidad de poder servir, por peregrinación, al santo y a la alegría del pueblo.

En carros, en vehículos antediluvianos, van los mozos, con las escobas terciadas; un conjunto de músicos, nada prácticos, que tocan instrumentos de metal, hacen ensayos, produciendo ensordecedoras estridencias: todo eso brilla y bulle a la luz llameante, y a lo lejos azulea el mar, y por encima, el cielo. Es un fanal de colores y de alegría.

Por fin -con el atraso habitual en el Brasil-, la muchedumbre se pone en marcha. Al frente, las mujeres, en larga hilera, con las jarras sobre las cabezas. La procesión pasa lentamente por la ciudad, pues todos quieren verla. Delante de las puertas y desde las ventanas agítanse pañuelos y óyense gritos de ¡viva el Senhor do Bomfim! Los ancianos han sacado sus mezquinas sillas de mimbre a la calle a fin de no perder nada... Para tan modesta gente, para el pueblo brasileño, la sola vista de semejante espectáculo es toda una fiesta. Como este desfile, con las jarras llevadas verticalmente -porque no ha de derramarse ni una sola gota de agua-, dura casi dos horas, nosotros habíamos ido con anterioridad a la iglesia, donde esperábamos la procesión. La iglesia ya estaba repleta.

Mujeres, hombres y gran número de niños negros se apiñaban rientes en espera de la fiesta, estrechándose unos contra otros; en lo alto, las ventanas, la sacristía, las gradas, todo estaba ocupado por niños de cabello crespo, que temblaban de expectación. Sólo más tarde comprendí que en esa gente, fácilmente excitable, la espera hace que la expectación vaya subiendo de punto, hasta manifestarse como una especie de placer sensual, y cuando el primer tiro de morterete anunció que en un recodo del camino habían aparecido las primeras filas de la procesión, se produjo una explosión de regocijo como la he visto muy raras veces. Los niños negros batieron palmas y dieron patadas en el suelo, los adultos lanzaron gritos de ¡viva Bomfim!, toda la espaciosa iglesia resonó durante un minuto con los gritos de alegría. La procesión se hallaba todavía bastante lejos. En los rostros impacientes sé veía cómo la excitación iba cediendo a un estado de éxtasis, A cada tiro de morterete, otro grito de ¡viva Bomfim!, nuevo palmoteo y nuevo estrépito, cada vez más intensos; he de confesar que también a mí se me comunicó algo de aquella impaciencia contenida, de aquel apasionamiento conglobado de la muchedumbre Cerca y más cerca. Por fin, las primeras mujeres de la procesión pasan majestuosas por la puerta de la iglesia, yendo a depositar con devoción las flores delante del altar ... Yo las veía, desde lo alto, transitar erguidas por una calle que estalló en gritos, y en torno, el oleaje de cabezas, los millares de salvajes labios despegados en el único grito de ¡viva Bomfim, viva Bomfim! Teníase la sensación precisa de la intensidad de la expectación, era como una bestia oscura de tamaño gigantesco que estuviera a punto de abalanzarse sobre la presa. Llegó, por fin, el momento tan anhelado.

Unos policías, con energía disciplinada, hicieron retroceder a la muchedumbre del centro de la iglesia, con el fin de despejar las baldosas que se habían de lavar. Mientras la muchedumbre continuaba gritando de júbilo, se empezó a derramar agua de las jarras, y los mozos tomaron las escobas. Los primeros lo hicieron aún con devoción y humildad, con la respetuosa intención de efectuar un servicio religioso, inclinándose delante del altar y haciendo la señal de la cruz antes de iniciar la tarea. Mas al cabo de poco tiempo, los otros, que también intentaban servir al santo, no se contuvieron ya; la impaciencia de la espera, los gritos y el regocijo les extasiaron. Y, de repente, se produjo en el centro de la iglesia una barahúnda como de centenares de demonios negros. Se arrebataron las escobas; dos, tres, diez individuos pasaron por la iglesia asidos de un mismo palo; otros, que no tenían escoba, se echaron al suelo y fregaron las baldosas a mano, y todos lanzaron gritos de ¡viva Bomfim!, los niños, en voz débil y aguda, las mujeres, los hombres... Eran esos gritos de placer sensual el más impresionante histerismo colectivo que he visto. Una moza, de genio apacible y reservado, se separó de repente de los suyos, alzó las manos y, con gesto de arrobamiento gozoso de bacante, dio gritos estridentes de ¡viva Bomfim, viva Bomfim!, hasta quebrársele la voz. Otra, desmayada de tanto gritar y exaltarse, fue sacada del recinto.

Mientras tanto, los demonios enloquecidos seguían fregando, frotando y barriendo, como si intentaran sacarse sangre de debajo de las uñas. Aquellas escobadas, a la vez religiosas y deleitables, eran de tal fuerza, embriagadora y contagiosa que yo no sé si, de haberme encontrado entre aquellos exaltados, no habría agarrado una de las escobas. A decir verdad, fue el primer enloquecimiento colectivo que vi, y que me pareció tanto más inverosímil cuanto que ocurrió en una iglesia, sin alcohol, sin música, sin estimulantes, en pleno día y bajo un cielo glorioso.

El misterio de Bahía consiste, precisamente, en que en su sangre se ha conservado, desde los antepasados, el maridaje misterioso de lo religioso y lo deleitoso, y en que la expectación o la excitación monótona produce, precisamente, en los negros y mestizos aquella disposición para el éxtasis. Bahía es -no por mero acaso- la ciudad de los candombes y las macumbas, donde se cultiva una curiosa mezcla de fanatismo por lo católico y antiquísimos ritos sangrientos de los pueblos africanos. Mucho se ha escrito sobre las macumbas, y todos los extranjeros alardean de haber visto una «auténtica» por mediación de algún amigo íntimo. En realidad, lo particular y singular de esos ritos -a pesar de que los negros tuvieron que practicarlos a escondidas de la policía- ha llegado a tener el valor de curiosidad, dando lugar a escenificaciones seudoauténticas, como lo son en la India las representaciones de los yoghis contratados por Cook para los extranjeros. También la macumba que vi era -lo confieso francamente- una representación preparada al caso. A medianoche, en un bosque, subiendo a tropezones durante media hora por entre piedras y malezas -las dificultades, del acceso habían de intensificar la ilusión de lo prohibido y lo misterioso-, llegamos a una choza donde, con mezquina luz, estaban reunidos una docena de hombres y mujeres negros. Marcaban el compás tocando unos tambores, y cantaban, cantaban en coro siempre la misma tonada, y esta monotonía resultaba excitante por sí sola y aumentaba la impaciencia. Luego vino el mago, con sus danzas y su víctima, tomando de vez en cuando un trago de fuerte caña y mascando tabaco, y se bailaba hasta extenuarse, hasta que uno de los negros se desplomó en acceso cataléptico, los ojos puestos en blanco. Yo sabía a cada instante que todo aquello estaba preparado y estudiado; y, sin embargo, las danzas, la bebida alcohólica, y, sobre todo, la espantosa y excitante monotonía de la música hacían que la sola representación tuviera un efecto embriagador, la misma embriaguez que en la iglesia de Bomfim, donde el gozo de alborotar, de extasiarse por el éxtasis, rinde a las personas más pacíficas, más tranquilas. Observamos aquí lo mismo que nos ofrecen los demás aspectos de esas fiestas: lo que en las otras partes del Brasil ha sido desbastado por lo moderno, encubierto en sus orígenes por la proliferación de lo europeo, todo lo primitivo, lo ancestral y lo extático, épocas anímicas sepultadas en el olvido, se conserva en Bahía en huellas misteriosas, y en ciertas manifestaciones singulares se percibe todavía, en el fondo, su presencia.

 

VISITA AL AZÚCAR, AL TABACO Y AL CACAO

En São Paulo había hecho una visita al café, ex potentado del país. Tenía ahora el deseo de ir a ver a sus hermanos, que han traído a estas tierras riquezas, fertilidad y renombre. Estos soberanos no nos van al encuentro. Tenemos que molestarnos en viajar muchas horas para visitarlos en sus residencias.

Pero esta molestia entraña su premio. Porque el camino de Cachoeira, que atraviesa las tierras maravillosamente feraces de Bahía, es una ininterrumpida sucesión de bellas vistas. Primero, los palmares, tan tupidos y tan tenebrosos, tan extensos y tan imponentes como nunca los he visto. En general, conocemos las palmeras por solitarias, guardianas aisladas junto a una vieja choza, guardas de un parque señorial, en hileras en los bulevares de ciudades meridionales.

Aquí, por el contrario, estaban lado a lado, verde en verde, tronco con tronco, cual una legión romana, escudo contra escudo, y esta abundancia lozana no era más que un asomo de la exuberancia y fertilidad de las tierras de Bahía. Luego, a lo largo de superficies extensas plantadas de mandioca, alimento principal del país, harina sabrosa y nutritiva, extraída de la raíz de este arbusto, y que fue para los aborígenes lo que el arroz para los chinos, siendo hoy todavía, además de los plátanos y del fruto del árbol del pan, el regalo más generoso que la naturaleza brinda a todos los pobres.

Poco a poco, los campos cambian de aspecto. En el verdor se elevan tallos derechos, como de bambúes., todos de igual altura, cañaverales a uno y otro lado, todos de igual apariencia. La gran copia siempre produce la sensación de monotonía, y, por eso, un cañaveral resulta tan aburridor como un cafetal o un sitio poblado de arbustos de té en su verdor monótono, no animado por matiz alguno. El azúcar parece que no es anfitrión divertido: no tiene nada que ofrecer ni nada que mostrar. Mas, en un recodo del camino, topamos de repente con un carro, y al pronto me pregunto: «¿Existe en realidad o es una lámina en colores de las que se exhiben en los museos?». Porque lo que vemos es, de todo punto, del siglo diecisiete: el carro, tosco y con ruedas macizas, sin rayos, como en Pompeya, como hace tres mil años. Y los seis bueyes que tiran de él llevan en las narices el mismo aro para las riendas que en las pinturas murales de los egipcios, y el negro que las tiene en sus manos está vestido con el mismo traje de indiana que en la época de la esclavitud, y los tallos son conducidos al ingenio de la misma manera que en tiempo de la colonización; quizá el ingenio sea el mismo, aunque algunas chimeneas en el horizonte parecen denotar métodos de refinación más modernos. Asombrado (y provechosamente aleccionado), se da uno cuenta de que sólo una estrecha franja del Brasil se beneficia con las máquinas, con lo moderno, y de que siguen en pie muchas y antiguas costumbres, formas y métodos, tal vez en perjuicio de la economía nacional. Sin embargo, ¡qué deleite de los ojos, cansados de la monotonización del mundo! Al pasar, saludo respetuosamente al azúcar, viejo potentado, que preserva la herencia sagrada del fruto de la tierra de las tentaciones de los artificios químicos, dando al país y al mundo, en su dulce jugo, algo de la condensada fuerza de este sol y de las riquezas inagotables de su tierra, bendita.

El tabaco, compatriota más oscuro del azúcar, es más conservador de lo que había esperado. En Cachoeira, vieja ciudad histórica, donde existen todavía casas con troneras para defensa contra los indios, se hallan concentradas las grandes y célebres fábricas de cigarros. del Brasil. Viejo devoto de la nicotina, hube de dar aquí las gracias por muchos cigarros aromáticos, y, en mi fuero interno, sintiéndome culpable, iba a hacer el recuento de cuántos tabacales verdes, con sus millares de hojas, había reducido a humo durante los años de mi vicio. Siempre es difícil elegir: por eso, visité las tres fábricas. Mas es exagerada la palabra fábrica al hablar de estos establecimientos, pues yo había temido que fuera a enfrentarme con enormes máquinas de acero de las que de un lado devoran el tabaco apilado y, del otro, dan de sí el cigarro arrollado, envuelto en capa, rotulado y, tal vez, metido ya en la caja, todo lo cual en estas fábricas siempre causa la impresión de mirar a un autómata grande, y no un proceso de transformación real. ¡Nada de eso! En el Brasil, ni siquiera este proceso ha sido mecanizado. Aquí, cada cigarro se hace a mano, mejor dicho, en cada uno trabajan de veinte a cuarenta pares de manos. Y ¡qué sorpresa más grata para el fumador! se puede presenciar la paulatina transformación, viendo, con asombro, todo el trabajo que requiere la tenue capa. Centenares de mujeres, de tez oscura, están sentadas en las salas lado a lado, cada grupo dedicado a un trabajo diferente, y al pasar se asiste, diría, ópticamente, a la elaboración del cigarro. En la primera sala, el tabaco recién llegado del tabacal; las hojas grandes, ya secas, despiden un olor amargo y penetrante.

Después de la primera clasificación, hecha por mujeres sentadas en un montón de tabaco como campesinas en un montón de paja, se separan los palillos. Sólo entonces se empieza a arrollar el tabaco, dándole forma de cigarro, mientras otro grupo corta los rollos con cuchillo, para que todos tengan igual longitud. Aun no son más que tabaco desnudo, semejante a los negros sin vestimenta. La capa ha de darle forma y aroma. Mas, por extraña malicia de la naturaleza, en el Brasil, que es desde siglos el país más rico en tabacos, no se cría el tabaco capero. Por eso, la capa, miles de millones de estas hojas, deben ser importadas de Sumatra, y a la elaboración de cada cigarro que fumamos sin prestar atención, concurren dos continentes, Asia y América, y lo fumamos casi siempre en otro. Puesta la capa, otra artista hábil forma la punta, otros dedos negros ponen el rótulo, otros el precinto (que en el Brasil se pone a todo, menos a los recién nacidos).

Luego, la envoltura en celofán, la atadura, el recorte - finalmente, se colocan en cajas, que se marcan con hierro candente. Casi me da vergüenza poner un cigarro en la boca desde que conozco el trabajo que cuesta su elaboración. Y al ver los centenares de espaldas inclinadas, de mujeres de tez oscura, me sentí culpable de haber inclinado tantas espaldas.

Mas tales remordimientos se desvanecen pronto. Y como estos potentados, muy hospitalarios, me obsequiaron con cajas llenas de sus maravillosos productos, algunos de aquellos escrúpulos se redujeron a leve humo azul antes de que regresáramos a Bahía.

Al cacao, tercero de los tres potentados del norte del Brasil, no pude ir a verlo en su residencia. Porque el cacao prefiere las zonas húmedas y bochornosas -bajo un toldo de árboles de la selva, que le proporcionan el calor de invernáculo que requiere y que nos resulta muy desagradable- para su mejor desarrollo, en medio de enjambres de miríadas de mosquitos. Afortunadamente, posee también una casa en la ciudad de Bahía, el Instituto do Cacao, donde se puede contemplar más cómodamente, en cuadros plásticos, el árbol en flor y su fruto. La particularidad de este árbol consiste en florecer y dar fruto al mismo tiempo; mientras unos frutos, de forma de calabaza pequeña, se cosechan en una plantación, otros van madurando, de suerte que la recolección se puede hacer de continuo. Las semillas, de las que se extrae un jugo dulce y sabroso, son amargas y sólo después de procedimientos complicados de monda, extracción del principio mantecoso y esterilización, las bolsas rellenas son conducidas sobre ruedas eléctricas a los buques; sólo aquí se han adoptado métodos modernísimos; este instituto es, por ende, casa, museo y universidad del cacao, y aquí se aprende en una hora más que en casa en centenares de libros.

 

RECIFE

Con sentimiento -¡Bahía es tan hermosa, tan atractiva!- subimos al avión que nos lleva más al norte, a no sabemos cómo llamarlo: Pernambuco o Recife u Olinda. La ciudad tiene tres nombres distintos: los comerciantes consignan sus mercaderías a Pernambuco. Mas yo tengo afición a los antiguos nombres de las ciudades hermanas -Recife y Olinda-, que, en realidad, están unidas; hace anos que me suenan al oído esas sílabas cadenciosas -Olinda-, recordándome su melodía viejos libros y leyendas del tiempo olvidado en que la ciudad tenía todavía su cuarto nombre: Maurietsstaad.

Pues había de llevar el nombre de Mauricio de Nassau, que la conquistó y que intentó fundar aquí un Amsterdam en pequeño, con calles bien limpias y un palacio magníficamente tejado. Barleus, su erudito panegirista, nos ha transmitido los planos y grabados en el voluminoso infolio que ha quedado como único monumento del dominio holandés. En vano busqué el famoso palacio, las enormes ciudadelas, las casas y sus colinas a la holandesa y los molinos de viento que trajo acá para recordar la patria. ¡Todo aquello ha desaparecido, hasta la última piedra! Del pasado no se ha conservado más que las viejas iglesias portuguesas de Olinda y unas silenciosas calles coloniales: mas todo eso está, embellecido por un paisaje apacible y ameno. Olinda no tiene nada de la grandiosidad de Bahía, ni la imponente vista de la ciudad empinada; es un rincón romántico, sumido en silencio y naturaleza, lugar apartado, a solas consigo mismo desde hace siglos, y que apenas si echa una mirada a la hermana menor, más llena de vida. Recife, por el contrario, es todo progreso y diligencia: un hotel que haría honor a cualquier ciudad norteamericana, buen aeródromo, calles modernas; en cuanto a las instituciones modernas, Recife figura entre las primeras ciudades del Brasil. El gobernador barre rigurosamente los mocambos, las chozas de los negros, que nos parecen tan románticas, haciendo construir -ensayo notable- conjuntos de casas para cada oficio. Las lavanderas, las modistas, los pequeños empleados, poseerán, en lugar de casuchas insalubres, casas donde entre el sol, con luz eléctrica y todos los adelantos de la técnica moderna, y que adquirirán con las mayores facilidades de pago; en unos años o decenios habrá aquí una ciudad modelo. Y de esta suerte se viaja aquí entre contrastes: de la ciudad antigua a la moderna, de la selva a la edad contemporánea, no hay, a menudo, más que un paso; no hay aquí nada indiferente ni nada esquemático, y cada día de viaje significa otro descubrimiento.

 

EN AVIÓN HACIA EL AMAZONAS

Seguimos en dirección al norte. De Recife a Belén, ciudad situada junto a la desembocadura del Amazonas, hay que ir en avión, si no se quiere viajar tantos días como horas emplea el avión; los hidroplanos, pequeños y poco confortables, amarran casi cada hora frente a otra ciudad de la costa. Antes de llegar a Belén, descienden por poco tiempo en Cabedelo, Natal, Fortaleza, Camocim, Amarraçao y São Luis, todas ellas ciudades pintorescas, en las que agradaría permanecer un día para conocer su carácter particular. Pero como, por ahora, el hidroavión hace el servicio sólo una o dos veces por semana, tiene uno que contentarse con mirar rápido, a vista de pájaro, aquellas viejas colonias, con sus calles bañadas de luz y sus casas enjalbegadas. Sé que semejante viaje alado le hace perder a uno muchos detalles y particularidades interesantes del norte del Brasil; en cambio, esta vista desde lo alto proporciona una nueva visión de la inmensa extensión de este país, de la abundancia de espacio virgen de que el Brasil dispone para el porvenir. Esta impresión es mucho más convincente que viajar en vapor a lo largo de la costa o tratar de atravesar las enormes extensiones en ferrocarril o en automóvil. La más grande sorpresa en este cuadro, que cambia por momentos, la ofrecen los ríos. Desde el avión, se ven entre Bahía y Belén, por lo menos, una docena de ríos grandes, cada uno de los cuales puede competir en magnitud y longitud con las mayores vías fluviales de Europa. Y al mirar al mapa, siente uno vergüenza de confesarse que nunca ha oído el nombre de uno solo de aquellos ríos. Junto a sus desembocaduras no hay -según se esperaría- grandes puertos, nunca se ve en ellos vapor alguno, y sólo raras veces lanchas de vela o canoas, y esta vista desde lo alto nos hace comprender por qué estos ríos, que habrían de ser las comunicaciones naturales con el «hinterland», se niegan categóricamente al tránsito. Porque, en vez de dirigirse en línea recta, y corriendo rápidamente hacia el mar, forman recodo tras recodo, torciéndose cual anacondas azules enroscadas, y decuplican así el camino y pierden la fuerza propulsora. Ello tiene por consecuencia la escasa densidad de la población, y la relativa falta de caminos y aldeas, puesto que la tortuosidad de los ríos impide los transportes rápidos entre el mar y el interior del país. El infinito verdor se extiende hasta perderse de vista, como en los primeros días de la Creación y como en los primeros días en que los navegantes europeos llegaron a esta costa. Sólo mirando desde el avión estas tierras maravillosas, feraces, refrescadas por brisas suaves, y donde en una región circunscripta brilla un saladar como nieve recién caída, se alcanza a comprender cuánto tardará este país en explotar totalmente sus inagotables recursos. La mayor parte del Brasil pertenece aún a una generación futura.

¡Llegamos a Belén! Desde niño se ha soñado con ver el Amazonas, el más grande de todos los ríos; desde niño, desde que se leyó por vez primera el nombre de Orellana, quien afrontando la aventura más memorable, fue el primero en descender este río en una canoa; desde niño, cuando se admiró en el jardín zoológico a los papagayos, que hacían gala de sus miles de colores, y a los ágiles monos, y en el letrero estaba escrita la palabra: ¡Amazonas! Ahora estamos junto a su desembocadura, por mejor decir, una de sus desembocaduras, cada una de las cuales es más ancha que cualquier de nuestros ríos.

Belén mismo no parece, al pronto, tan impresionante como se espera, porque no está situado directamente sobre el río y porque no lo domina. Sin embargo, es ciudad hermosa, llena de animación, espaciosa de proporciones y adornada con bulevares anchos, plazas grandes e interesantes palacios antiguos. Hace cuarenta o cincuenta años, Belén tuvo hasta la ambición de llegar a ser metrópoli moderna, tal vez la capital del Brasil: fue cuando se inició el gran boom de la goma, cuando el norte del Brasil tenía todavía el monopolio de la hevea bresiliensis. Por ese entonces, las bolas negras de caucho se trocaron con fantástica velocidad en oro, del que había abundancia en la ciudad. Por ese entonces se construyó en Belén, lo mismo que en Manaos, una ópera lujosa, que en la actualidad apenas si sirve para algo. Esperando en la plaza grande para recibir dignamente a los Carusos anhelados, surgieron hileras de casas elegantes y pareció que, gracias al «oro líquido», el centro de la economía volvería a encontrarse, como antes, en el norte. Luego, se produjo una baja bastante brusca, las compañías internacionales, las casas de comercio, de fueron reduciendo o desaparecieron. A partir de entonces, Belén es lo que era antes, gran ciudad animada, pero relativamente tranquila. Sin embargo, se tiene la sensación de la inminencia de una nueva reanimación en cuanto termine la guerra. Porque, gracias a su situación geográfica privilegiada, ha llegado a ser el punto de partida para todos los servicios aéreos imaginables. De aquí se sale hacia el Norte: a Cuba, Trinidad, Miami y Nueva York; hacia el Oeste: a Manaos, remontando el Amazonas, a Perú y Colombia; hacia el Sur: a Río de Janeiro, Santos, São Paulo, Montevideo y Buenos Aires; y hacía el Este: a Europa y África. Aquí nacerá, aquí tiene que nacer dentro de pocos años uno de los grandes centros nerviosos de Sudamérica, y cuando se abran al tránsito las regiones sin límites del Amazonas, se realizará, en forma grandiosa, su antiguo sueño de constituirse en metrópolis.

Lo más notable de Belén son sus dos jardines, el zoológico y el botánico, que reúnen toda la fauna y toda la flora del mundo del Amazonas. El que no tenga la suerte, ni el tiempo, ni el valor de remontar, en viaje de muchos días, el río, el «desierto verde» -que así se llama por la monotonía ininterrumpida, pero grandiosa, con que la selva se yergue a uno y otro lado de las aguas-, puede vislumbrar, respirar y mirar la selva por caminos nada fatigosos, cubiertos de guija. Tenemos ahí la célebre hevea bresiliensis, el árbol del caucho, que prometió riqueza a esta zona, dándola luego a todo el mundo y no exclusivamente a su patria; se me permitió hacer: una incisión, de la cual salió, al cabo de un minuto, el jugo lechoso y viscoso. Otro milagro: el árbol que los indígenas veneran por sagrado, por ser el único que no queda arraigado en su lugar, sino que se mueve, sí, se mueve de su lugar: extiende su ramaje a tal extremo que éste se cansa y se inclina hasta tocar el suelo. Allí echa raíces, extrae nueva fuerza de la tierra, se transforma en brote y tronco y se yergue, mientras el tronco viejo se seca y muere. De esta suerte ha avanzado unos pasos, otro tronco, pero el mismo árbol, y así sigue avanzando, admirado por los salvajes como ser animado, dotado de saber. Y más milagros: troncos gigantescos, imposibles de abrazar; los bejucos; las enredaderas; los arbustos de miles de formas; y, por entre todo eso, los animales: las aves con plumaje de muchos colores; los peces, delgados y vidriosos, algunos de los cuales están provistos, como automóviles, de unos como faros en la cabeza y en la aleta caudal..., milagros de una naturaleza sin fin, dadivosa y caprichosa. Y todo eso no está colocado como en un museo, ni prosaicamente catalogado, ni artificialmente criado, sino que ha nacido de estas tierras, pertenece y está unido a ellas.

Mas no tenemos tiempo de mirarlo todo; aparte de. que uno no se siente suficientemente preparado en lo que se refiere a conocimientos de botánica. Al término del viaje, se tiene la sensación de haberlo emprendido hace un momento.

Mirando el mapa, se da uno cuenta de que ha dejado de visitar grandes partes de este país inmenso. ¿No estaría bien añadir dos semanas, dos meses para remontar el Amazonas hasta las provincias medio exploradas de Matto Grosso y de Goyaz, que aun los propios brasileños no conocen más que por excepción? ¿No habríamos de penetrar en la entraña de lo peligroso y, por eso, místicamente atractivo, de la selva para conocer a fondo la fuerza inquebrantable de la naturaleza tropical? Pero ¿y dónde nos detendríamos, donde pondríamos fin al viaje? ¿No surgirán cada vez nuevas tentaciones de ir más allá, de seguir avanzando? ¿y no sería muy presuntuoso el que se persuadiera a sí mismo a creer que durante un viaje de pocos meses hubiera llegado a conocer a fondo este país, que es todo un mundo, mundo del cual grandes partes aun no han sido exploradas ni por las expediciones más atrevidas? Viajar por el Brasil significa todavía descubrir cada vez nuevas cosas, y hay que conformarse con que a nadie se le permite aquí verlo todo. Ser sensato significa saber resignarse con tiempo, y por eso dije para mí: «¡Basta por esta vez!».

Volvemos al aeródromo. Al lado de nuestro avión espera otro, a punto de partir para Manaos, siguiendo el curso del Amazonas, en tanto que el nuestro irá en dirección al ecuador y los Estados Unidos, Observamos, maquinalmente, cómo nuestro vecino poderoso levanta las alas y se aleja rumbo a lo desconocido. Antes de dejar el Brasil, tenemos ya nostalgia del Brasil, el deseo de volver pronto a este país maravilloso.

En el momento en que empieza el ruido del propulsor de nuestro avión, brota en nosotros toda la gratitud por la dicha y la experiencia que nos han deparado estas semanas y meses inolvidables. Hasta aquél a quien el Brasil ha presentado sólo una parte de su increíble multiplicidad ha vista bastante hermosura para lo que le queda de vida.

FIN

 


 

 

 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO I

STEFAN ZWEIG  

 

Acojamos el tiempo tal como él nos quiere

SHAKESPEARE, Cimbelino

 

I. PREFACIO

Jamás me he dado tanta importancia como para sentir la tentación de contar a otros la historia de mi vida. Han tenido que pasar muchas cosas-acontecimientos, catástrofes y pruebas-, muchísimas más de lo que suele corresponderle a una misma generación, para que yo encontrara valor suficiente como para concebir un libro que tenga a mi propio «yo» como protagonista o, mejor dicho, como centro. Nada más lejos de mi intención que colocarme en primer término, a no ser que se me considere como un conferenciante que relata algo sirviéndose de diapositivas; es la época la que pone las imágenes, yo tan sólo me limito a ponerle las palabras; aunque, a decir verdad, tampoco será mi destino el tema de mi narración, sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia. Cada uno de nosotros, hasta el más pequeño e insignificante, ha visto su más íntima existencia sacudida por unas convulsiones volcánicas casi ininterrumpidas-que han hecho temblar nuestra tierra europea; y en medio de esa multitud infinita, no puedo atribuirme más protagonismo que el de haberme encontrado-como austriaco, judío, escritor, humanista y pacifista-precisamente allí donde los seísmos han causado daños más devastadores. Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese «no sé adónde ir» que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia. Por eso mismo, espero poder cumplir la condición sine qua non de toda descripción fehaciente de una época: la sinceridad y la imparcialidad.

Y es que me he despojado de todas las raíces, incluida la tierra que las nutre, como, posiblemente, pocos han hecho a lo largo del tiempo. Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso-la monarquía de los Habsburgos-, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. Me crié en Viena, metrópoli dos veces milenaria y supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a la condición de ciudad de provincia alemana. En la lengua en que la había escrito y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que ésta se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fratricidas. Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca, jamás (y no lo digo con orgullo sino con vergüenza) sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra. Desde que me empezó a salir barba hasta que se cubrió de canas, en ese breve lapso de tiempo, medio siglo apenas, se han producido más cambios y mutaciones radicales que en diez generaciones, y todos creemos que ¡han sido demasiados! Mi Hoy difiere tanto de cada uno de mis Ayer-mis ascensiones y mis caídas-que a veces me da la impresión de no haber vivido una sola sino varias existencias, y todas ellas, del todo diferentes. Hasta tal punto que a menudo me sucede lo siguiente: cuando pronuncio de una tirada «mi vida», maquinalmente me pregunto: «¿Cuál de ellas?» ¿La de antes de la guerra? ¿De la primera guerra o de la segunda? ¿O la vida de hoy? Otras veces me sorprendo a mí mismo diciendo «mi casa», para descubrir en seguida que no sé a cuál de ellas me refiero: si a la de Bath o la de Salzburgo, o, tal vez, al caserón paterno de Viena. O digo «nuestra casa», y me estremezco al pensar que los hombres de mi patria apenas me consideran como uno de ellos, como los ingleses o los americanos; allí ya no me queda ninguna ligazón orgánica y aquí, no me he acabado de integrar; me da la impresión de que el mundo en que me crié, el de hoy y el que se sitúa entre los dos se separan cada vez más, convirtiéndose en mundos completamente diferentes. En conversaciones con amigos más jóvenes, cada vez que les cuento episodios de la época anterior a la Primera Guerra me doy cuenta, por sus preguntas estupefactas, de hasta qué punto lo que para mí sigue siendo una realidad evidente, para ellos se ha convertido en histórico o inimaginable. Y el secreto instinto que mora dentro de mi ser les da la razón: se han destruido todos los puentes entre nuestro Hoy, nuestro Ayer y nuestro Anteayer. Yo mismo no puedo dejar de maravillarme de la abundancia y variedad de cosas que hemos ido acumulando en el breve lapso de una existencia (existencia, sin duda, de lo más incómoda y amenazada), sobre todo cuando la comparo con la forma de vida de mis antepasados. El padre, el abuelo ¿de qué habían sido testigos? Cada cual había vivido su vida singular. Una sola, desde el principio hasta el final, sin grandes altibajos, sin sacudidas ni peligros, una vida con emociones pequeñas y transiciones imperceptibles, con un ritmo acompasado, lento y tranquilo: la ola del tiempo los había llevado desde la cuna hasta la sepultura. Vivieron en el mismo país, en la misma ciudad, incluso, casi siempre, en la misma casa; todo lo que pasaba en el mundo exterior ocurría, en realidad, en los periódicos: nunca llamaba a su puerta. Es cierto que en su época en algún que otro lugar también estallaban guerras, pero, si las medimos con las dimensiones de hoy, no se trataba sino de guerras poco significantes cuyo teatro, además, se hallaba lejos de las fronteras; no se oían sus cañonazos y al cabo de medio año ya estaban apagados sus focos y olvidada una más de las secas páginas de la historia, y la vida de siempre no tardaba en volver a instalarse de nuevo. Nosotros, por el contrario, lo hemos vivido todo sin la vuelta atrás, del antes no ha quedado nada ni nada ha vuelto; se nos ha reservado a nosotros el «privilegio» de participar de lleno en todo aquello que, por lo general, la historia asigna cada vez a un solo país y un solo siglo. Una misma generación era testigo, como máximo, de una revolución; otra, de un golpe de Estado; una tercera, de una guerra; una cuarta, de una hambruna; una quinta, de una bancarrota nacional...

y muchos países privilegiados y no menos generaciones afortunadas ni tan siquiera habían tenido que vivir nada de esto. Nosotros, en cambio, los que hoy rondamos los sesenta años y de iure aún nos toca vivir algún tiempo más ¿qué no hemos visto, no hemos sufrido, no hemos vivido? Hemos recorrido de cabo a rabo el catálogo de todas las calamidades imaginables (y eso que aún no hemos llegado a la última página). Yo mismo, por ejemplo, he sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad, y cada una de ellas la viví en un bando diferente: una en el alemán y otra, en el antialemán. Antes de la guerra había conocido la forma y el grado más altos de la libertad individual y después, su nivel más bajo desde siglos. He sido homenajeado y marginado, libre y privado de la libertad, rico y pobre. Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de la antihumanidad. Después de siglos, nos estaban reservadas de nuevo guerras sin declaración de guerra, campos de concentración, torturas, saqueos indiscriminados y bombardeos de ciudades indefensas; bestialidades que las últimas cincuenta generaciones no habían conocido y que ojalá no conozcan las futuras. Sin embargo, por una extraña paradoja, en el mismo lapso de tiempo en que nuestro mundo retrocedía un milenio en lo moral, también he visto a la misma humanidad elevarse hasta alturas insospechadas en lo que a la técnica y el intelecto se refiere, cuando de un aletazo ha superado todas las conquistas de millones de años: la del éter gracias al avión, la transmisión de la palabra terrenal por todo el planeta en un segundo y, con ella, la conquista del universo, la desintegración del átomo, el triunfo sobre las enfermedades más pérfidas y la conversión en posibles de muchas cosas cotidianas que tan sólo en la víspera eran imposibles. Antes de este momento, la humanidad, como conjunto, nunca había mostrado una faceta tan diabólica ni tampoco había alcanzado cotas de creación tan parecidas a las divinas.

Considero un deber dar fe de esta vida nuestra, una vida tensa y dramáticamente llena de sorpresas, porque-repito-todo el mundo ha sido testigo de estas gigantescas transformaciones, todo el mundo se ha visto obligado a convertirse en ese testigo. Para nuestra generación no había escapatoria ni posibilidad de quedarse fuera de juego, como para las anteriores; debido a nuestra nueva organización de la simultaneidad, vivíamos siempre incluidos en el tiempo. Cuando las bombas arrasaban las casas de Shanghai, en Europa lo sabíamos, sin salir de casa, antes de que evacuasen a los heridos. Todo lo que ocurría en otro extremo del mundo, a kilómetros de distancia, nos asaltaba en forma de imágenes vivas. No había protección ni defensa alguna ante el hecho de que se nos informara constantemente y de que mostrásemos interés por esas informaciones. No había país al que poder huir ni tranquilidad que se pudiese comprar; siempre y en todas partes, la mano del destino nos atrapaba y volvía a meternos en su insaciable juego.

Había que someterse sin cesar a las exigencias del Estado, entregarse como víctima a la política más estúpida, adaptarse a los cambios más fantásticos; siempre estaba uno encadenado a la colectividad, por más tenaz que fuese su defensa; se veía uno irresistiblemente atrapado. Todo aquel que ha vivido esta época o, mejor dicho, todo aquel que se ha visto acorralado y perseguido en este lapso (no hemos conocido muchos momentos de resuello), ha vivido más historia que ninguno de sus antepasados. Hoy nos volvemos a encontrar en un punto crucial: un fin y un nuevo comienzo. Así, pues, no actúo gratuitamente cuando acabo-de momento-esta mirada retrospectiva sobre mi vida en una fecha determinada.

Es que aquel día de septiembre de 1939 pone punto final definitivo a la época que formó y educó a los que ahora tenemos sesenta años. Pero si con nuestro testimonio logramos transmitir a la próxima generación aunque sea una pavesa de sus cenizas, nuestro esfuerzo no habrá sido del todo vano.

Soy consciente de las circunstancias adversas, pero sumamente características de nuestra época, en cuyo marco intento plasmar estos recuerdos míos. Los escribo en plena guerra, en el extranjero y sin nada que ayude a mi memoria. En mi habitación de hotel, no dispongo de un solo ejemplar de mis libros, ni de apuntes, ni de una carta de amigo. No puedo ir a buscar información a ninguna parte porque la censura ha interrumpido o ha puesto trabas a la correspondencia en todo el mundo. Vivimos ahora tan aislados como hace siglos, cuando aún no se habían inventado los barcos de vapor, los trenes, los aviones y el correo. De modo que no guardo de mi pasado más que lo que llevo detrás de la frente. En estos momentos, todo lo demás me resulta inaccesible o, incluso, perdido. Pero nuestra generación ha aprendido a conciencia a no llorar las cosas perdidas y, además, quién sabe si la falta de documentación y de detalles no acabará redundando en beneficio de este libro. Porque yo no considero a nuestra memoria como algo que retiene una cosa por mero azar y pierde otra por casualidad, sino como una fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio. Todo lo que olvida el hombre de su propia vida, en realidad ya mucho antes había estado condenado al olvido por un instinto interior. Sólo aquello que yo quiero conservar tiene derecho a ser conservado para los demás. Así que ¡hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad! EL MUNDO DE LA SEGURIDAD Educados en el silencio, la tranquilidad y la austeridad, de repente se nos arroja al mundo; cien mil olas nos envuelven, todo nos seduce, muchas cosas nos atraen, otras muchas nos enojan, y de hora en hora titubea un ligero sentimiento de inquietud; sentimos y lo que sentimos lo enjuaga la abigarrada confusión del mundo.

 

GOETHE

Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austriaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad. Los derechos que otorgaba a sus ciudadanos estaban garantizados por el Parlamento, representación del pueblo libremente elegida, y todos los deberes estaban exactamente delimitados. Nuestra moneda, la corona austriaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su invariabilidad. Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés que le produciría al año; el funcionario o el militar, por su lado, con toda seguridad podía encontrar en el calendario el año en que ascendería o se jubilaría. Cada familia tenía un presupuesto fijo, sabía cuánto tenía que gastar en vivienda y comida, en las vacaciones de verano y en la ostentación y, además, sin falta reservaba cuidadosamente una pequeña cantidad para imprevistos, enfermedades y médicos. Quien tenía una casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos; tierras y negocios se heredaban de generación en generación; cuando un lactante dormía aún en la cuna, le depositaban ya un óbolo en la hucha o en la caja de ahorros para su camino en la vida, una pequeña «reserva» para el futuro. En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inmutable, y en el más alto de todos estaba el anciano emperador; y si éste se moría, se sabía (o se creía saber) que vendría otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden. Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón.

Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. Sólo con esta seguridad valía la pena vivir y círculos cada vez más amplios codiciaban su parte de este bien precioso. Primero, sólo los terratenientes disfrutaban de tal privilegio, pero poco a poco se fueron esforzando por obtenerlo también las grandes masas; el siglo de la seguridad se convirtió en la edad de oro de las compañías de seguros. La gente aseguraba su casa contra los incendios y los robos, los campos contra el granizo y las tempestades, el cuerpo contra accidentes y enfermedades; suscribía rentas vitalicias para la vejez y depositaba en la cuna de sus hijas una póliza para la futura dote. Finalmente incluso los obreros se organizaron, consiguieron un salario estable y seguridad social; el servicio doméstico ahorraba para un seguro de previsión para la vejez y pagaba su entierro por adelantado, a plazos. Sólo aquel que podía mirar al futuro sin preocupaciones gozaba con buen ánimo del presente.

En esta conmovedora confianza en poder empalizar la vida hasta la última brecha, contra cualquier irrupción del destino, se escondía, a pesar de toda la solidez y la modestia de tal concepto de la vida, una gran y peligrosa arrogancia. El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacía «el mejor de los mundos». Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas, y esa fe en el «progreso» ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión; la gente había llegado a creer más en dicho «progreso» que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos milagros que diariamente ofrecían la ciencia y la técnica. En efecto, hacia finales de aquel siglo pacífico, el progreso general se fue haciendo cada vez más visible, rápido y variado. De noche, en vez de luces mortecinas, alumbraban las calles lámparas eléctricas, las tiendas de las capitales llevaban su nuevo brillo seductor hasta los suburbios, uno podía hablar a distancia con quien quisiera gracias al teléfono, el hombre podía recorrer grandes trechos a nuevas velocidades en coches sin caballos y volaba por los aires, realizando así el sueño de Ícaro. El confort salió de las casas señoriales para entrar en las burguesas, ya no hacía falta ir a buscar agua a las fuentes o los pozos, ni encender fuego en los hogares a duras penas; la higiene se extendía, la suciedad desaparecía. Las personas se hicieron más bellas, más fuertes, más sanas, desde que el deporte aceró sus cuerpos; poco a poco, por las calles se fueron viendo menos lisiados, enfermos de bocio y mutilados, y todos esos milagros eran obra de la ciencia, el arcángel del progreso. También hubo avances en el ámbito social; año tras año, el individuo fue obteniendo nuevos derechos, la justicia procedía con más moderación y humanidad e incluso el problema de los problemas, la pobreza de las grandes masas, dejó de parecer insuperable. Se otorgó el derecho de voto a círculos cada vez más amplios y, con él, la posibilidad de defender legalmente sus intereses; sociólogos y catedráticos rivalizaban en el afán de hacer más sana e incluso más feliz la vida del proletariado... ¿Es de extrañar, pues, que aquel siglo se deleitara con sus propias conquistas y considerara cada década terminada como un mero peldaño hacia otra mejor? Se creía tan poco en recaídas en la barbarie-por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa-como en brujas y fantasmas; nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación. Creían honradamente que las fronteras de las divergencias entre naciones y confesiones se fusionarían poco a poco en un humanismo común y que así la humanidad lograría la paz y la seguridad, esos bienes supremos.

Para los hombres de hoy, que hace tiempo excluimos del vocabulario la palabra «seguridad» como un fantasma, nos resulta fácil reírnos de la ilusión optimista de aquella generación, cegada por el idealismo, para la cual el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz. Nosotros, que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros, que todos los días esperábamos una atrocidad peor que la del día anterior, somos bastante más escépticos respecto a la posibilidad de educar moralmente al hombre. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno; hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad. Para salvaguardar nuestra propia existencia, renegamos ya hace tiempo de la religión de nuestros padres, de su fe en un progreso rápido y duradero de la humanidad; a quienes aprendimos con horror nos parece banal aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzos humanos. Sin embargo, a pesar de que nuestros padres habían servido a una ilusión, se trataba de una ilusión magnífica y noble, mucho más humana y fecunda que las consignas de hoy. Y algo dentro de mí no puede desprenderse completamente de ella, por alguna razón misteriosa, a pesar de todas las experiencias y de todos los desengaños. Lo que un hombre, durante su infancia, ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre, perdura en él y ya no se puede eliminar. Y, a pesar de todo lo que resuena en mis oídos todos los días, a pesar de todas las humillaciones y pruebas que yo y mis innumerables compañeros de destino hemos padecido, no puedo renegar del todo de la fe de mi juventud y dejar de creer que, a pesar de todo, volveremos a levantarnos un día. Desde el abismo de horror en que hoy, medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante.

Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes. Sin embargo, mis padres vivieron en él como en una casa de piedra. Ninguna tempestad ni corriente de aire irrumpió jamás en su plácida y holgada existencia; cierto que disponían de una protección especial contra el viento: eran gente acomodada que poco a poco fue haciéndose rica, incluso muy rica, y eso, en aquella época, era un buen colchón para asegurar paredes y ventanas. Su forma de vida me parece tan típica de la llamada «buena burguesía judía» (la burguesía que hubo de dar a la cultura vienesa valores tan esenciales y que, como contrapartida, hubo de ser totalmente exterminada) que, con este informe sobre su existencia cómoda y silenciosa, narro en realidad algo impersonal: al igual que mis padres, diez o veinte mil familias de Viena llevaron la misma vida en aquel siglo de valores asegurados.

La familia de mi padre procedía de Moravia. Las comunidades judías vivían en pequeñas aldeas en perfecta armonía con la gente labriega y la pequeña burguesía; por eso carecían por completo, por un lado, del abatimiento y, por otro, de la impaciencia grácilmente impulsiva de los judíos del Este. Robustos, fortalecidos por la vida del campo, seguían su camino seguros y tranquilos como los campesinos que labraban su terruño patrio.

Emancipados pronto de la ortodoxia religiosa, eran apasionados partidarios de la religión del «progreso» de la época y, en la era política del liberalismo, situaron en el Parlamento a los diputados más respetados. Cuando se mudaban de su tierra natal a Viena, se adaptaban con una rapidez sorprendente a la esfera cultural superior y su ascenso personal se unía orgánicamente al impulso general de la época. Por lo que respecta a esta forma de transición, también nuestra familia fue un caso completamente típico. Mi abuelo paterno se había dedicado a vender productos manufacturados. Después, en la segunda mitad del siglo, despegó en Austria la actividad industrial. Los telares y las hiladoras mecánicos, importados de Inglaterra, aportaron, junto con la racionalización, un abaratamiento enorme en comparación con los productos de artesanía tradicionales y, gracias a su talento para los negocios y a su visión cosmopolita, los comerciantes judíos fueron los primeros en reconocer la necesidad y la rentabilidad de un cambio en la producción industrial de Austria. Con un capital a menudo módico fundaron en un abrir y cerrar de ojos aquellas primeras fábricas improvisadas que al principio sólo funcionaban con la fuerza hidráulica, pero que poco a poco se fueron ampliando hasta llegar a convertirse en la poderosa industria textil bohemia que dominó toda Austria y los Balcanes. Si, por tanto, el abuelo, representante típico de la época anterior, se dedicó sólo al comercio intermediario de los productos acabados, mi padre ya pasó con decisión a la era moderna, fundando en el norte de Bohemia, a los treinta y tres años, una pequeña fábrica de tejidos que con el tiempo fue ampliando, lenta y cautelosamente, hasta convertirla en toda una soberbia empresa.

Esta forma prudente de ampliar el negocio, a pesar de que la coyuntura era tentadoramente favorable, se adecuaba plenamente al espíritu de la época. Se correspondía, además, de una manera especial, con el carácter reservado y nada codicioso del padre, que había asimilado el credo de la época: safety first; para él era más importante tener una empresa «sólida» (otra palabra predilecta de aquellos tiempos) con un capital propio, que convertirla en una empresa de grandes dimensiones a base de créditos o hipotecas. El hecho de que nadie hubiera visto jamás su nombre en un pagaré o en una letra de cambio y sólo figurara en el lado acreedor de su banco (por supuesto la entidad de crédito más sólida, el banco Rotschild) fue el único orgullo de su vida. Se oponía a cualquier ganancia que comportase la menor sombra de riesgo y en toda su vida jamás participó en negocios ajenos.

Sin embargo, si llegó a hacerse rico poco a poco, y cada vez más rico, no fue gracias a especulaciones audaces ni a operaciones a largo plazo, sino a su adaptación al método general que se seguía en aquella época prudente y que consistía en emplear sólo una parte discreta de los ingresos y, en consecuencia, todos los años añadir al capital una suma cada vez más considerable. Como la mayor parte de su generación, mi padre habría tachado de derrochador a quien consumiera des. preocupadamente la mitad de sus ingresos sin «pensar en el mañana» (otra de las frases habituales de la era de la seguridad que ha pervivido hasta nosotros).

Gracias a este ahorro constante de los beneficios, en aquella época de prosperidad creciente en la que, además, el Estado no pensaba en pellizcar con impuestos más que un pequeño porcentaje, incluso de las rentas más altas, y en la que, por otro lado, los valores industriales y del Estado producían intereses altos-, el hacerse cada vez más ricos en realidad no significaba para los acaudalados más que un esfuerzo pasivo. Y valía la pena; aún no se robaba a los ahorradores, como en los tiempos de inflación, no se estafaba a los solventes, y precisamente los más pacientes, los que no especulaban, obtenían mejores beneficios. Gracias a esta adaptación al sistema general de la época, mi padre, ya a los cincuenta años, podía considerarse un hombre acaudalado, también de acuerdo con los criterios internacionales.

Pero el tren de vida de nuestra familia no siguió sino hasta mucho más tarde el aumento de la fortuna, cada vez más rápido. Poco a poco nos fuimos permitiendo pequeñas comodidades, nos mudamos de una casa pequeña a otra más espaciosa, las tardes de primavera alquilábamos un automóvil, viajábamos en coche cama de segunda clase, pero hasta los cincuenta años mi padre no se permitió el lujo de pasar un mes de vacaciones invernales, en Niza, con mi madre.

En definitiva, permanecía inalterable la postura Fundamental de disfrutar de la riqueza poseyéndola y no haciendo ostentación de ella; ni siquiera siendo ya millonario fumó mi padre cigarros habanos, sino sólo los irabucco nacionales, al igual que el emperador Francisco José sólo sus baratos virginia, y cuando jugaba a las cartas, no apostaba más que cantidades pequeñas. Inflexible, llevaba una vida cómoda, pero reservada y discreta. Aun cuando tenía incomparablemente más prestigio y cultura que la mayoría de sus colegas (tocaba muy bien el piano, escribía en un estilo claro y bello, hablaba francés e inglés), rehusó honores y cargos honoríficos, nunca en su vida pretendió ni aceptó ninguno de los títulos y distinciones que a menudo se le ofrecían por su posición de gran industrial. Este orgullo secreto de no tener que pedir nunca nada a nadie, de no verse obligado nunca a decir «por favor» o «gracias», significaba para él más que todas las apariencias.

Ahora bien, en la vida de todo hombre irremisiblemente llega el momento en que éste reencuentra la imagen de su padre en la suya propia. Ese rasgo característico que denotaba una inclinación hacia la privacidad y el anonimato de su propia vida, empieza ahora a desarrollarse en mí, cada año con más pujanza, por mucho que, a decir verdad, se contradiga con mi profesión, que, en cierta manera, por fuerza tiene que dar a conocer mi nombre y a mi persona. Aun así, con el mismo orgullo secreto he rechazado desde siempre cualquier forma de distinción pública, no he aceptado condecoraciones ni títulos ni presidencias de academias ni jurados; incluso sentarme a la mesa en un banquete me resulta un martirio y la sola idea de dirigirme a alguien para pedirle algo me seca los labios antes de pronunciar la primera palabra, aun cuando mi petición sea en favor de otra persona. Sé cuán anacrónicas son estas inhibiciones en un mundo en el que uno se puede mantener libre sólo con astucia y evasivas y en el que, como decía sabiamente el padre Goethe, «las condecoraciones y los títulos evitan muchos empujones en las aglomeraciones». Pero mi padre, al que llevo dentro de mí, y su orgullo secreto, me retienen y no puedo oponerles resistencia, porque les debo lo que quizá considero mi única posesión segura: el sentimiento de libertad interior.

Mi madre, de soltera Brettauer, era de procedencia distinta, cosmopolita. Había nacido en Ancona, en el sur de Italia, y tanto el italiano como el alemán eran sus lenguas maternas; cada vez que hablaba con la abuela o con su hermana de algo que no quería que entendieran los criados, pasaba al italiano. Desde mi infancia yo estaba familiarizado con el risotto y las alcachofas, todavía raras por aquel entonces, así como con otras especialidades de la cocina meridional, y posteriormente, siempre que viajaba a Italia, me sentía allí como en casa desde el primer momento. Pero la familia de mi madre no era en absoluto italiana, sino conscientemente cosmopolita; los Brettauer, que originariamente eran propietarios de un banco, pronto se habían dispersado por el mundo desde Hohenems, un pueblecito de la frontera suiza, siguiendo el modelo de las grandes familias banqueras judías, aunque, claro está, en dimensiones mucho más pequeñas. Unos se marcharon a Sankt Gallen, otros a Viena y a París, el abuelo a Italia, un tío a Nueva York, y ese contacto con lo internacional les confirió modales más refinados, una visión más amplia y, por añadidura, un cierto orgullo de familia.

En este círculo familiar ya no existían pequeños comerciantes ni corredores de bolsa, sino sólo banqueros, directores, catedráticos, abogados y médicos; todos hablaban más de una lengua, y recuerdo la naturalidad con que en casa de la tía de París, durante las comidas, se pasaba de una a otra indistintamente. Era una familia muy «apegada a sí misma» y, cuando una muchacha de una rama más pobre de la familia llegaba a la edad casadera, toda la parentela contribuía con una dote espléndida sólo para evitar un casamiento por «debajo de su clase». Mi padre, desde luego, era respetado como gran industrial, pero mi madre, aunque unida a él por un matrimonio de lo más feliz, no hubiera consentido que los parientes de él quedasen en la misma posición que los de ella. Este orgullo de pertenecer a una «buena familia» era inextirpable en todos los Brettauer y, cuando en años ulteriores uno de ellos quería manifestarme su afecto, decía en tono condescendiente: «Al fin y al cabo eres un Brettauer de pura cepa», como si con ello quisiera decir a modo de alabanza: «Al fin y al cabo, te ha tocado en suerte ser de los nuestros.» Esta clase de nobleza, que muchas familias judías se otorgaban motu proprio, a mi hermano y a mí desde pequeños ya nos divertía, ya nos irritaba. Constantemente oíamos decir que éstos eran gente «fina» y aquéllos gente «ordinaria», de todos nuestros amigos se investigaba si eran de «buena» familia y se comprobaba tanto el origen de sus parientes hasta la última generación como el de su fortuna. Esta manía de clasificar, que era realmente el objeto principal de todas las conversaciones familiares y sociales, nos parecía de lo más ridículo y esnob a la vez, ya que en el fondo todas las familias judías procedían del mismo gueto, con una diferencia de tan sólo cincuenta o cien años. Sólo más tarde comprendí que el concepto de «buena familia», que a los niños nos parecía una farsa y una parodia de una pseudoaristocracia artificial, expresaba una de las tendencias más íntimas y secretas del carácter judío. En opinión generalmente aceptada, la verdadera y típica finalidad de la vida de un judío consiste en hacerse rico. Nada más falso. Para él, llegar a ser rico significa sólo un escalón, un medio para lograr el auténtico objetivo, pero nunca es un fin en sí mismo. El deseo propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es ascender al mundo del espíritu, a un estrato cultural superior. Ya en el judaísmo ortodoxo oriental, donde tanto las debilidades de toda la raza como sus méritos se dibujan nítidos e intensos, encuentra esa aspiración de la voluntad a lo espiritual por encima de lo meramente material su expresión plástica: el hombre piadoso, el erudito de la Biblia, está mil veces mejor visto por la comunidad que el rico; incluso el más acaudalado preferirá entregar a su hija en matrimonio a un intelectual pobre de solemnidad que a un comerciante. Esta preferencia por el mundo del espíritu es homogénea en todos los estamentos; incluso el quincallero más pobre que arrastra sus bártulos a través del viento y la tempestad procurará dar estudios al menos a un hijo a costa de grandes sacrificios, y toda la familia considerará como un título honroso tener en su seno a alguien que goce de reconocimiento en el mundo intelectual: un profesor, un erudito, un músico; como si sus méritos los ennobleciesen a todos. Algo del judío trata de huir de lo moralmente dudoso, de lo adverso, mezquino y poco intelectual, inherente a todo comercio, a toda actividad puramente mercantil, y aspira a ascender a la esfera más pura, no materialista, del espíritu, como si quisiera, en términos wagnerianos, redimirse a sí mismo, y a toda la raza, de la maldición del dinero. He ahí por qué el afán de riqueza del judaísmo se agota en una familia al cabo de dos o a lo sumo tres generaciones, y precisamente las dinastías más poderosas encuentran a sus hijos mal predispuestos a hacerse cargo de los bancos, las fábricas, los negocios ampliados y prósperos de sus padres. No se debe a una casualidad el que un lord Rothschild llegase a ser ornitólogo, un Warbug, historiador del arte, un Cassirer, filósofo, y un Sassoon, poeta; todos obedecieron al mismo impulso inconsciente de liberarse de lo que un judaísmo estrecho de miras había limitado al mero y frío ganar dinero, y quizás en eso se manifiesta incluso el anhelo secreto de diluirse en la esfera humana común, huyendo de la puramente judía hacia el mundo del espíritu. «Buena» familia significa, pues, algo más que un elemento puramente social que ella misma se otorga con este calificativo; significa un judaísmo que se ha liberado o empieza a liberarse de todos los defectos, las mezquindades y pequeñeces que el gueto le había impuesto, a fuerza de adaptarse a otra cultura y, si era posible, a una cultura universal. El hecho de que esa huida al mundo del espíritu a través de una plétora desproporcionada de profesiones intelectuales se tornara después nefasta para el judaísmo, como antes su limitación a los quehaceres materiales, constituye sin duda una de las paradojas eternas del destino judío.

En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue tan apasionado como en Viena.

Precisamente porque la monarquía y Austria no habían tenido desde hacía siglos ambiciones políticas ni demasiados éxitos en acciones militares, el orgullo patrio se había orientado principalmente hacia el predominio artístico. Del antiguo imperio de los Habsburgos, que antaño había dominado Europa, se habían desprendido hacía tiempo las provincias más importantes y valiosas: alemanas e italianas, flamencas y valonas; la capital, el baluarte de la corte, la guardiana de una tradición milenaria, había permanecido incólume, sumida en su viejo esplendor. Los romanos habían colocado las primeras piedras de un castrum, un puesto avanzado, para proteger la civilización latina de la barbarie y, al cabo de más de mil años, el asalto de los otomanos se estrelló contra aquellos muros. Por aquí habían pasado los Nibelungos, desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros inmortales de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss, aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea; en la corte, entre la nobleza y entre el pueblo, lo alemán se unía con alianzas de sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano, lo francés y lo flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en refundir armónicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar: el austriaco, el vienés. Acogedora y dotada de un sentido especial de la receptividad, la ciudad atraía las fuerzas más dispares, las distendía, las mullía y las serenaba; vivir en semejante atmósfera de conciliación espiritual era un bálsamo, y el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del Inundo.

Este arte de la adaptación, de las transiciones suaves y musicales, no tardó en manifestarse en el aspecto exterior de la ciudad. Crecida poco a poco a lo largo de siglos, desplegada orgánicamente a partir de un núcleo central, era lo bastante populosa, con sus dos millones de habitantes, como para ofrecer todo el lujo y toda la variedad de una metrópoli, sin ser desmesurada, a la vez, hasta el punto de separarse de la naturaleza, como Londres o Nueva York. Las últimas casas de la ciudad se reflejaban en la corriente impetuosa del Danubio o daban a la extensa llanura o se perdían entre jardines y campos o subían por las suaves colinas de las últimas estribaciones de los Alpes, rodeadas de verdes bosques; era difícil saber dónde terminaba la naturaleza y empezaba la ciudad, ambas se confundían sin resistencia ni oposición. Por otro lado, en el centro se notaba que la ciudad había crecido como un árbol, añadiendo anillos uno tras otro y, en vez de viejos muros fortificados, a la parte interior, su núcleo más precioso, la rodeaba la Ringstrasse, con sus casas suntuosas. Aquí los viejos palacios de la corte y de la nobleza contaban historias convertidas en piedra; ahí Beethoven había tocado el piano en casa de los Lichnowsky; allí Haydn se había alojado en casa de los Eszterházy; más allá, en la vieja universidad, había sonado por primera vez la Creación de Haydn; el palacio imperial, el Hofburg, había contemplado a generaciones de emperadores; el Schönbrunn había visto a Napoleón; en la catedral de San Esteban, los príncipes aliados de la cristiandad se habían arrodillado en acción de gracias por haberse salvado de los turcos; la Universidad vio entre sus paredes a incalculables lumbreras de la ciencia. En medio se alzaba, orgullosa y fastuosa, la nueva arquitectura, con espléndidas avenidas y rutilantes comercios.

Pero la parte vieja no estaba en absoluto reñida con la nueva, como la piedra labrada con la naturaleza virgen. Era magnífico vivir allí, en esa ciudad que acogía todo lo extranjero con hospitalidad y se le entregaba de buen grado; era de lo más natural disfrutar de la vida en su aire ligero y, como en París, impregnado de alegría. Viena, como bien se sabe, era una ciudad sibarita, pero ¿qué significa cultura sino obtener de la tosca materia de la vida, a fuerza de halagos, sus ingredientes más exquisitos, más delicados y sutiles a través del arte y del amor? Amantes de la buena cocina, preocupados por el buen vino, la joven cerveza amarga, los dulces y las tartas abundantes, los habitantes de esta ciudad también eran muy exigentes en otros placeres, más refinados. Interpretar música, bailar, actuar en el escenario, conversar, exhibir modales elegantes y obsequiosos en el comportamiento, todo eso se cultivaba como un arte especial. No era el mundo militar ni el político ni el comercial lo que se imponía en la vida tanto del individuo como de la colectividad; la primera ojeada al periódico de la mañana de un vienés medio no iba dirigida a los debates parlamentarios ni a los acontecimientos mundiales, sino al repertorio de teatro, que adquiría una importancia en la vida pública difícilmente comprensible en otras ciudades. Pues el teatro imperial, el Burgtheater, era para los vieneses y los austriacos más que un simple escenario en que unos actores interpretaban obras de teatro; era el microcosmos que reflejaba el macrocosmos, el reflejo multicolor en que se miraba la sociedad, el único y verdadero cortigiano del buen gusto. El espectador veía en el actor de la corte imperial el modelo de cómo vestirse, cómo entrar en una habitación, cómo llevar una conversación, qué palabras debía usar un hombre de buen gusto y cuáles debía evitar; el escenario no era un simple lugar de entretenimiento, sino un compendio hablado y plástico de urbanidad y buena pronunciación, y un nimbo de respeto, como una aureola de santidad, envolví todo lo que tenía alguna relación, por lejana que fuese, con el teatro de la corte. El primer ministro, el magnate más rico, podía ir por las calles de Viena sin que nadie volviera la cabeza para mirarlo; en cambio, cualquier dependienta y cualquier cochero reconocía a un actor ce la corte o a una cantante de la ópera; los niños nos contábamos con orgullo que habíamos tropezado con uno de ellos en la calle (todos coleccionábamos sus retratos y autógrafos), y este culto a la personalidad, casi religioso, llegó hasta el punto de contagiarse a su medie; el peluquero de Sonnethal o el cochero de Josef Kainz eran personas respetadas y secretamente envidiadas; los jóvenes elegantes se jactaban de ir vestidos por el mismo sastre que ellos. Cualquier aniversario, cualquier entierro, se convertía en un acontecimiento que eclipsaba todo hecho político. El sueño supremo de todo escritor vienés era verse representado en el Burgtheater, porque eso significaba una especie de nobleza vitalicia y comprendía toda una serie de honores como, por ejemplo, entradas gratis para toda la vida, invitaciones a todas las recepciones oficiales; de esta manera uno se convertía en huésped de la casa imperial, y yo todavía recuerdo la solemnidad de mi introducción en ella. Por la mañana, el director del Burgtheater me había pedido que fuera a su despacho para comunicarme, después de Felicitarme, que el Burgtheater había aceptado mi drama; cuando regresé a casa aquella noche, encontré su tarjeta. A mis veintiséis años, aquel hombre me había devuelto formalmente la visita; el hecho de que mi obra hubiese sido aceptada me había convertido en autor del teatro imperial y en un gentleman al que el director de aquella institución debía tratar au pair. Y todo lo que ocurría en el teatro afectaba indirectamente a todos, incluso a quien no tenía una relación directa con él. Recuerdo, por ejemplo, de la época de mis primeros años de juventud, que un día nuestra cocinera, con lágrimas en los ojos, irrumpió en la habitación: le acababan de comunicar que Charlotte Wolter (la actriz más famosa del Burgtheater) había muerto. Lo más grotesco de aquel dolor exagerado era, por supuesto, que nuestra anciana cocinera medio analfabeta no había estado ni una sola vez en el Burgtheater y no había visto a la Wolter ni dentro ni fuera del escenario; pero en Viena, una gran actriz nacional era propiedad colectiva hasta tal punto que incluso los que no se interesaban por el teatro percibían su muerte como una catástrofe. Cualquier pérdida, la desaparición de un cantante o de un actor popular, se convertía irremediablemente en luto nacional. Cuando el «viejo» Burgtheater, donde por primera vez sonaron las notas de Las bodas de Fígaro de Mozart, estaba a punto de ser demolido, toda la sociedad vienesa se reunió en sus salones, solemne y conmovida, como si se tratara de un entierro; apenas hubo caído el telón, todo el mundo se precipitó hacia el escenario para llevarse a casa como reliquia siquiera una astilla de las tablas sobre las que habían actuado sus artistas favoritos, y, después de décadas, todavía se podían ver en muchas casas burguesas esos insignificantes trozos de madera guardados en estuches preciosos como los fragmentos de la vera cruz en las iglesias. Tampoco nosotros actuamos con mucha más sensatez cuando derribaron el llamado salón Bósendorfer.

En sí misma, aquella pequeña sala de conciertos, reservada exclusivamente a la música de cámara, era un edificio insignificante y nada artístico; había albergado la escuela de equitación del príncipe de Liechtenstein y fue adaptada para conciertos con un simple revestimiento de madera sin ningún tipo de ostentación. Pero, con su resonancia de un viejo violín, era el santuario de los amantes de la música, porque allí habían dado conciertos Chopin y Brahms, Líszt y Rubinstein, y porque allí se habían oído por primera vez muchos cuartetos famosos.

Y ahora tenía que ser sacrificado a un nuevo proyecto de edificio funcional; para nosotros, que habíamos vivido horas inolvidables en aquel edificio, eso era inconcebible.

Cuando se extinguieron los últimos compases de Beethoven, interpretado, más brillantemente que nunca, por el Roséquartett, nadie se levantó de su asiento. Alborotamos y aplaudimos, algunas mujeres sollozaron emocionadas, nadie quería admitir que se trataba de un adiós.

Apagaron las luces para echarnos fuera. Ninguno de los cuatrocientos o quinientos fanáticos se movió de su localidad. Permanecimos allí media hora, una hora, como si con nuestra presencia pudiéramos forzar la salvación de la vieja sala sagrada. Y los estudiantes, ¡ cómo luchamos-con peticiones, manifestaciones y artículos-para que no demolieran la casa donde murió Beethoven! Cada una de esas casas históricas de Viena era como un trozo de alma que nos arrancaban.

Este fanatismo por el arte, y en particular por el arte teatral, en Viena se hacía extensivo a todas las clases sociales. De por sí, Viena era, por su tradición secular, una ciudad claramente estratificada y a la vez, como escribí en cierta ocasión, maravillosamente orquestada. La batuta seguía en manos de la casa imperial. El castillo imperial era el centro de la supranacionalidad de la monarquía, y no sólo en el sentido del espacio sino también de la cultura. Alrededor del castillo, los palacios de la alta nobleza austriaca, polaca, checa y húngara formaban una especie de segunda muralla. A continuación estaba la «buena sociedad», integrada por la nobleza inferior, el alto funcionariado, la industria y las «viejas familias» y, luego, por debajo, la pequeña burguesía y el proletariado. Todas estas capas sociales vivían en sus círculos respectivos e incluso en sus propios distritos: la alta nobleza, en sus palacios del centro de la ciudad; la diplomacia, en el tercer distrito; la industria y el comercio, cerca de la Tingstrasse; la pequeña burguesía, en los distritos interiores, del segundo al noveno; el proletariado, en el círculo exterior; pero todos formaban una misma comunidad en el teatro y en las grandes fiestas, como, por ejemplo, la batalla de flores del Prater, donde trescientas mil personas aclamaban a las «diez mil de arriba» que desfilaban en sus carrozas magníficamente adornadas. En Viena, todo lo que se expresaba con música o color se convertía en motivo de fiesta: procesiones religiosas, como la del Corpus, desfiles militares, la «Burgmusik», incluso los entierros tenían una concurrencia entusiasta, y la ambición de todo verdadero vienés era tener unas «buenas honras fúnebres», con mucha pompa y un gran séquito; un verdadero vienés convertía incluso su muerte en un espectáculo para los demás.

Esa sensibilidad por todo lo que fuera color, música y fiesta, ese gusto por el teatro como juego y reflejo de la vida, ya fuera en el escenario ya en la realidad, eran cosas que compartía toda la ciudad.

No era nada difícil burlarse de la «teatromanía» de los vieneses, que, a decir verdad, con su obsesión por escudriñar en los hechos más banales de la vida de sus ídolos, degeneraba a veces en lo grotesco, y nuestra indolencia austriaca en cuestiones de política y nuestro atraso en las de economía, en comparación con el resoluto Imperio Alemán vecino, se pueden atribuir efectivamente, en parte, a esa jubilosa sobrestimación. Ahora bien, en el plano cultural dicha sobrevaloración de los acontecimientos artísticos generó algo único: primero, un respeto extraordinario por toda producción artística; segundo, como consecuencia de siglos de práctica, una masa de expertos; y tercero, gracias a ellos, un nivel excelente en todos los campos culturales. El artista se siente siempre más a gusto y a la vez más estimulado allá donde es valorado e incluso sobrevalorado. El arte siempre alcanza la cima allá donde se convierte en motivo vital para todo un pueblo. Y al igual que durante el Renacimiento Florencia y Roma atraían a los pintores y les inculcaban la grandeza, porque todo el mundo creía que tenían que superarse y superar a los demás ininterrumpidamente en una rivalidad constante ante todos los ciudadanos, así también los músicos y los actores de Viena conocían su importancia en la ciudad. Nada pasaba por alto al público de la Ópera de Viena y del Burgtheater: se daba cuenta inmediatamente de una nota falsa, censuraba cualquier entrada a destiempo y cualquier supresión, y ese control no lo ejercían tan sólo los críticos en los estrenos, sino también todos los días el oído atento del público, aguzado por la constante comparación. Mientras en política, en la administración y en la moral todo iba como una seda y la gente se mostraba indiferente y bonachona ante un «desliz» e indulgente ante una falta, no había perdón para las cosas del arte; estaba en juego el honor de la ciudad. Todo cantante, actor y músico tenía que dar lo mejor de sí mismo; si no, estaba perdido. Era fantástico ser un ídolo en Viena, pero no era fácil mantenerse en el pedestal; no se perdonaba un momento de relajación. Y el hecho de saberse constante y despiadadamente vigilado obligaba al artista de Viena a dar el máximo y les confería a todos ese extraordinario nivel. De aquellos años de juventud todos aprendimos a incorporar en nuestra vida una medida estricta e inexorable de la producción artística. Quien en la Ópera conoció la disciplina férrea hasta el detalle más ínfimo bajo la batuta de Gustav Mahler y en los conciertos filarmónicos supo qué era tener empuje, además, claro está, de meticulosidad, hoy rara vez se queda satisfecho del todo ante una representación teatral o musical. Pero así hemos aprendido a ser severos también con nosotros mismos en cada una de nuestras actuaciones artísticas; teníamos y tenemos por modelo un nivel como pocas ciudades del mundo han inculcado a los futuros artistas.

Además, este conocimiento del ritmo y de la fuerza adecuados penetró también en el pueblo, pues incluso el burgués más insignificante, sentado ante una copa de vino joven, exigía tan buena música de la orquesta del local como buen vino del tabernero; en el Prater, por otro lado, la gente sabía exactamente qué banda militar tenía el mejor «aire marcial», si los «Grandes Maestros de la Orden Teutónica» o los «Húngaros»; se puede decir que quien vivía en Viena respiraba con el ;aire el sentido del ritmo. Y así como en el caso de los escritores esa musicalidad se traducía en una prosa especialmente cuidada, en el caso de los demás el sentido del ritmo impregnaba la conducta social y la vida diaria.

Un vienés sin sentido musical ni gusto por las formas era inimaginable en la llamada «buena» sociedad, pero incluso en las clases inferiores el más pobre extraía del paisaje mismo, de la esfera humana y jovial, un cierto instinto para la belleza que trasladaba a su vida; uno no era auténticamente vienés sin el amor por la cultura, sin ese sentido que le permitía analizar a la vez que gozar de esa superfluidad sacratísima de la vida.

Ahora bien, la adaptación al medio del pueblo o del país en cuyo seno viven, no es para los judíos sólo una medida de protección externa, sino también una profunda necesidad interior. Su anhelo de patria, de tranquilidad, de reposo y de seguridad, sus ansias de no sentirse extraños, les empujan a adherirse con pasión a la cultura de su entorno. Y seguramente en ninguna otra parte (salvo en la España del siglo XV) esta unión se realizó tan fructífera y felizmente como en Austria. Establecidos en la ciudad imperial durante más de dos siglos, los judíos encontraron en ella a un pueblo despreocupado, dado a la conciliación, que, tras esta fachada de aparente superficialidad, poseía un instinto innato y profundo para los valores espirituales y estéticos, tan importantes para ellos. Y algo más encontraron en Viena: encontraron aquí una misión personal. En el siglo anterior, el fomento del arte había perdido en Viena a sus viejos mecenas y protectores: la casa imperial y la aristocracia.

Mientras que en el siglo XVIII María Teresa hacía estudiar música a su hija con Gluck, José II hablaba como experto con Mozart de sus óperas y Leopoldo III componía su propia música, los emperadores posteriores, Francisco II y Fernando, ya no tenían ni pizca de interés por lo artístico, y nuestro emperador Francisco José, quien a sus ochenta años no había leído ni tenido en sus manos un solo libro, excepto el de la Lista de oficiales del ejército, mostró incluso una franca antipatía por la música. Del mismo modo, la alta nobleza también había abandonado su antigua posición protectora; atrás quedaban los gloriosos tiempos en que los Eszterházy habían alojado a un Haydn, en que los Lobkowitz y los Kinsky y los Walstein rivalizaban por acoger en sus palacios los es-t renos de las obras de Beethoven, en que una condesa Thun se arrodillaba ante el gran genio para suplicarle que no retirara Fidelio de la Ópera. Wagner, Brahms y Johann Strauss o Hugo Wolf ya no encontraban el menor apoyo en Viena; para mantener los conciertos filarmónicos en el nivel de antes, para hacer posible la existencia de pintores y escultores, hizo falta que la burguesía llenara ese vacío, y no fue sino precisamente la burguesía judía quien convirtió en motivo de orgullo, y también de Ambición, el poder contribuir en primera línea a conservar en su antiguo esplendor la fama de la cultura vienesa. Los judíos desde siempre habían amado a esta ciudad y se habían aclimatado a ella con toda su alma, pero lían sólo a través de su amor por el arte se sintieron ciudadanos de pleno derecho y auténticos vieneses. Por lo demás, ejercían muy poca influencia en la vida pública; el esplendor de la casa imperial eclipsaba toda fortuna privada, los altos cargos de dirección del Estado estaban en manos hereditarias: la diplomacia quedaba reservada a la aristocracia, el ejército y el alto funcionariado, a las familias de rancio abolengo, y los judíos ni siquiera tenían la ambición de abrirse camino entre estos círculos privilegiados. Muy atinadamente, respetaban tales privilegios tradicionales como la cosa más natural; recuerdo, por ejemplo, que mi padre durante toda su vida evitó entrar a comer en el «Sacher», y no por economía (ya que la diferencia con otros grandes hoteles era ridículamente exigua), sino por ese sentimiento natural de distancia; le hubiera parecido desagradable e improcedente sentarse a la mesa contigua a la de un príncipe Schwarzenberg o Lobkowitz. Únicamente respecto al arte todo el mundo se sentía con los mismos derechos, pues en Viena amor y arte eran considerados un derecho común, e inconmensurable es el papel que la burguesía judía, con su contribución y protección, desempeñó en la cultura vienesa. Ella era el público, llenaba los teatros y los conciertos, compraba los libros y los cuadros, visitaba las exposiciones y, con su comprensión, más flexible y menos cargada de tradición, se convirtió por doquier en promotora y precursora de todas las novedades. Los judíos crearon casi todas las colecciones de arte del siglo xix, gracias a ellos se hizo posible la mayoría de ensayos artísticos; sin el interés incesante y estimulante de la burguesía judía, Viena se habría quedado a la zaga de Berlín respecto al arte, en la misma medida en que Austria iba a la zaga del Imperio Alemán en el terreno político, por culpa de la indolencia de la corte, de la aristocracia y de los millonarios cristianos, que preferían los caballos y las cacerías al fomento del arte. Quien quería hacer algo nuevo en Viena no podía prescindir de la burguesía judía; cuando, en una ocasión, durante la época antisemita, se intentó fundar un así llamado «teatro nacional», no comparecieron autores ni actores ni público; después de unos meses el «teatro nacional» fracasó estrepitosamente, y este ejemplo puso de manifiesto por primera vez que las nueve décimas partes de lo que el mundo celebraba como cultura vienesa del siglo xix era una cultura promovida, alimentada e incluso creada por la comunidad judía de Viena.

Precisamente en los últimos años (a semejanza de lo ocurrido en España antes de su ocaso igual de trágico) el judaísmo vienés había sido muy productivo en lo artístico, aunque en absoluto de una forma específicamente judía, sino expresando con la mayor energía, por un milagro de compenetración, todo lo típicamente austriaco y vienés. Goldmark, Gustav Mahler y Schönberg se convirtieron en figuras internacionales de la creación musical; Oscar Strauss, Leo Fall y Kálmán hicieron florecer de nuevo la tradición del vals y de la opereta; Hofmannsthal, Arthur Schnitzler, Beer-Hofmann y Peter Altenberg elevaron la literatura vienesa a rango europeo hasta un punto no alcanzado ni siquiera con Grillparzer y Stifter; Sonnethal y Max Reinhardt recuperaron la fama de la ciudad del teatro y la llevaron a través del mundo; Freud y las grandes autoridades de la ciencia atrajeron las miradas del mundo hacia la celebérrima universidad; por doquier, en calidad de eruditos, de virtuosos, de pintores, de directores artísticos, de arquitectos y periodistas, los judías se aseguraron posiciones elevadas y eminentes en la vida intelectual de Viena. Gracias a su amor apasionado por esta ciudad y a su voluntad de asimilación, se habían adaptado completamente y eran felices sirviendo a la fama de Austria; sentían su condición de austriacos como una misión ante el mundo y-es necesario repetirlo por honradez-una gran parte, si no la mayor, de todo lo que Europa y América admiran hoy como expresión de una cultura austriaca resurgida-en la música, la literatura, el teatro y las artes industriales-fue creado por los judíos de Viena, quienes, a su vez, obtuvieron con esa renuncia un rendimiento altísimo de su impulso espiritual milenario. Una fuerza intelectual errante durante siglos se unió aquí a una tradición ya algo cansada, la alimentó, la reavivó, la engrandeció y le dio un nuevo vigor con su actividad incansable; sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura consistían precisamente en el encuentro de elementos de lo más heterogéneo, en su supranacionalidad. Pues el genio de Viena, un genio específicamente musical, había consistido desde siempre en armonizar en su seno todos los contrastes nacionales y lingüísticos, y su cultura era una síntesis de todas las culturas occidentales; quien vivía y trabajaba allí se sentía libre de la estrechez del prejuicio.

En ningún otro lugar era más fácil ser europeo y sé que, en parte, debo a esta ciudad, que ya en tiempos de Marco Aurelio defendía el espíritu romano, universal, el haber aprendido temprano a amar la idea de la colectividad como la más sublime de mi corazón.

La gente vivía bien, la vida era fácil y despreocupada en aquella vieja Viena, y los alemanes del norte miraban con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio, que, en vez de ser «eficientes» y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitábamos con el teatro y las fiestas y, además, hacíamos una música excelente. En vez de la «eficiencia» alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido querer-ir-delante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa. «Vivir y dejar vivir» era la famosa máxima vienesa, una máxima que todavía hoy me parece más humana que todos los imperativos categóricos y que impregnaba todos los estratos de la sociedad. Pobres y ricos, checos y alemanes, judíos y cristianos convivían pacíficamente a pesar de las burlas ocasionales, e incluso los movimientos políticos y sociales carecían de esa horrible hostilidad que, convertida en residuo venenoso, no penetró en la sangre de la época hasta después de la Primera Guerra Mundial. En la vieja Austria todavía se enfrentaban unos a otros con caballerosidad; cierto que se insultaban en los periódicos y en el Parlamento, pero luego, una vez acabados sus discursos ciceronianos, los mismos diputados se sentaban a tomar juntos una cerveza o un café y se tuteaban; incluso cuando Lueger, el líder del Partido Antisemita, llegó a alcalde de la ciudad, no cambió un ápice su trato en la vida privada, y debo confesar que yo personalmente, como judío-ni en la escuela ni en la universidad ni en la literatura-nunca tropecé con el más mínimo obstáculo o menosprecio. El odio de un país a otro, de un pueblo a otro, de una masa a otra, todavía no le acometía a uno diariamente en los periódicos, todavía no separaba a unos hombres de otros, a unas naciones de otras; el sentimiento de rebaño y de masa todavía no era tan repugnantemente fuerte en la vida pública como hoy; la libertad de acción era considerada (algo casi inimaginable hoy) como algo natural y obvio; la tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética.

Y es que el siglo en que me tocó vivir y crecer no fue un siglo de pasión. Era un mundo ordenado, con estratos bien definidos y transiciones serenas, un mundo sin odio. El ritmo de las nuevas velocidades no había pasado todavía de las máquinas-el automóvil, el teléfono, la radio y el avión-al hombre; el tiempo y la edad tenían otra medida. Se vivía más reposadamente y, si intento evocar las figuras de los adultos que acompañaron mi infancia, me llama la atención que muchos de ellos eran obesos desde muy temprano. Mi padre, mi tío, mi maestro, los tenderos, los músicos delante de los atriles, a los cuarenta años eran ya hombres gordos, «respetables». Andaban despacio, hablaban con comedimiento, se mesaban las barbas bien cuidadas y en muchos casos ya entrecanas. Pero el pelo gris era una señal más de «respetabilidad» y un hombre «maduro» evitaba conscientemente los gestos y la petulancia de los jóvenes como algo impropio. Ni siquiera siendo yo muy niño, cuando mi padre todavía no había cumplido los cuarenta, recuerdo haberlo visto subir o bajar escaleras apresuradamente ni hacer nunca nada con prisa aparente. La prisa pasaba por ser no sólo poco elegante, sino que en realidad también era superflua, puesto que en aquel mundo burguesamente estabilizado, con sus numerosas pequeñas medidas de seguridad y protección, no pasaba nunca nada repentino; las catástrofes que pudiesen ocurrir en el exterior no atravesaban las paredes bien revestidas de la vida «asegurada». Ni la guerra de los boers, ni la ruso-japonesa, ni siquiera la guerra de los Balcanes, penetraron una sola pulgada en la existencia de mis padres.

Pasaban por encima de todas las noticias de batallas de los periódicos con la misma indiferencia que ante las páginas de deportes. Y, mirándolo bien, ¿qué importaba lo que pasaba fuera de Austria? ¿Qué cambiaba en sus vidas? En la Austria de aquellos tiempos de bonanza no había revoluciones políticas ni caídas repentinas de valores; si alguna vez los valores bursátiles perdían cuatro o cinco puntos, enseguida se hablaba de «crac» y de «catástrofe» con el ceño fruncido. La gente se quejaba, más por vicio que por convencimiento, de los «elevados» impuestos que, en realidad, comparados con los de la posguerra, no representaban sino una especie de propina para el Estado. En los testamentos todavía se estipulaba la forma de proteger a nietos y biznietos de cualquier pérdida de fortuna, como si los poderes eternos pudieran garantizar la seguridad con un pagaré, y, mientras tanto, la gente vivía cómodamente y acariciaba las pequeñas preocupaciones como a animales de compañía, mansos y obedientes, a los que en el fondo no se teme. Por ello, cada vez que casualmente me viene a las manos un viejo periódico de aquellos días y leo los alarmados artículos sobre unas pequeñas elecciones municipales, cuando recuerdo las obras representadas en el Burgtheater, con sus conflictillos insignificantes y la desproporcionada agitación de nuestros debates juveniles sobre temas en el fondo fútiles, no puedo hacer más que sonreír. ¡Qué minúsculas todas aquellas preocupaciones! ¡Qué apacibles aquellos tiempos! Tuvo más suerte la generación de mis padres y abuelos, que llevó una vida tranquila, llana y clara de principio a fin. Sin embargo, no sé si los envidio por ello. Porque ¡ cómo vegetaban lejos de todas las amarguras verdaderas, de las perfidias y las fuerzas del destino! ¡Cómo vivían al margen de todas las crisis y los problemas que oprimen el corazón, pero a la vez lo ensanchan! Ovillados en la seguridad, las posesiones y las comodidades, ¡ cuán poco sabían que la vida también puede ser exceso y emoción, que puede sacar de quicio a cualquiera y hacerle sentirse eternamente sorprendido!; ¡cuán poco se imaginaban, desde su liberalismo y optimismo conmovedores, que cada nuevo día que amanece ante la ventana puede hacer trizas nuestra vida! Ni siquiera en sus noches más negras podían soñar hasta qué punto puede ser peligroso el hombre, pero tampoco cuánta fuerza tiene para vencer peligros y superar pruebas. Nosotros, perseguidos a través de todos los rápidos de la vida, nosotros, arrancados de todas las raíces que nos unen a los nuestros, nosotros, que siempre empezamos de nuevo cuando nos empujan hacia un final, nosotros, víctimas y, sin embargo, también servidores voluntarios de fuerzas místicas desconocidas, nosotros, para quienes el bienestar se ha convertido en una leyenda y la seguridad en un sueño infantil, hemos sentido la tensión de un polo a otro y el escalofrío de las cosas eternamente nuevas hasta la última fibra de nuestro ser. Cada hora de nuestros años estaba unida al destino del mundo. Sufriendo y gozando, hemos vivido el tiempo y la historia mucho más allá de nuestra pequeña existencia, mientras que ellos se limitaban a sí mismos. Por eso cada uno de nosotros, hasta el más insignificante de nuestra generación, sabe hoy en día mil veces más de las realidades de la vida que los más sabios de nuestros antepasados. Pero nada nos fue regalado: hemos tenido que pagar por ello su precio total y real.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO II

STEFAN ZWEIG

 

LA ESCUELA DEL SIGLO PASADO

Era muy natural que después de la escuela primaria me enviasen a un gymnasium.

Todas las familias acomodadas velaban celosamente, aunque sólo fuera por razones de apariencia social, por tener hijos «cultos»; les hacían estudiar francés e inglés, los familiarizaban con la música, les asignaban institutrices y, luego, preceptores particulares para que aprendieran buenos modales. Pero sólo la llamada formación «académica» que llevaba a la universidad les confería un valor cabal en aquellos tiempos de liberalismo «ilustrado». Por eso, toda «buena» familia aspiraba a que al menos uno de sus hijos llevase un título de doctor delante de su nombre. Ahora bien: aquel camino hacia la universidad resultaba bastante largo y no aparecía, ni mucho menos, sembrado de rosas. Era necesario pasar cinco años de escuela primaria y ocho de gymnasium, sentado en un banco de madera y a razón de cinco a seis horas diarias, y durante el tiempo libre, hacer los deberes y, sobre todo, dedicarse a satisfacer las exigencias de la «cultura general», fuera ya del marco de la escuela: francés, inglés, italiano, las lenguas «vivas» al tiempo que las clásicas, latín y griego; es decir, cinco lenguas en total, además de geometría y física y las demás asignaturas escolares. Resultaba más que demasiado y casi no dejaba espacio para el desarrollo del cuerpo, el deporte y los paseos, y menos todavía para el ocio y la diversión. Recuerdo vagamente que a los siete años nos obligaban a aprender de memoria y a cantar a coro una canción que hablaba de la «alegre y feliz infancia».

Aún me suena en los oídos la melodía de aquella cancioncita simple e ingenua, pero en aquel entonces me costaba pronunciar su letra y, aún más, vocearla a coro con convicción.

Porque, si he de ser sincero, toda mi época escolar no fue sino un aburrimiento constante y agotador que aumentaba de año en año debido a mi impaciencia por librarme de aquel fastidio rutinario. No recuerdo haberme sentido «alegre y feliz» en ningún momento de mis años escolares-monótonos, despiadados e insípidos-que nos amargaron a conciencia la época más libre y hermosa de la vida, hasta tal punto que, lo confieso, ni siquiera hoy logro evitar una cierta envidia cuando veo con cuánta felicidad, libertad e independencia pueden desenvolverse los niños de este siglo. Al observarlos, todavía se me antoja increíble que los niños de hoy hablen con sus maestros con toda la naturalidad del mundo y casi au pair, que corran a la escuela sin miedo y, no como nosotros, con una sensación constante de insuficiencia; que puedan hablar sin ambages, tanto en casa como en la escuela, de sus deseos e inclinaciones, propios de espíritus jóvenes y curiosos; son seres libres, independientes y naturales, todo lo contrario que nosotros, que, en cuanto pisábamos la casa odiada, teníamos que-como quien dice-recogernos sobre nosotros mismos para no topar de cabeza con el invisible yugo. Para nosotros, la escuela era una obligación, una monotonía tediosa, un lugar donde se tenía que asimilar, en dosis exactamente medidas, la «ciencia de todo cuanto no vale la pena saber», unas materias escolásticas o escolastizadas que para nosotros no tenían relación alguna con el mundo real ni con nuestros intereses personales. Era un aprendizaje apático e insulso, dirigido no hacia la vida sino al aprendizaje en sí, cosas que nos imponía la vieja pedagogía. Y el único momento realmente feliz y alegre que debo a la escuela fue el día en que sus puertas se cerraron a mi espalda para siempre.

No es que nuestras escuelas austriacas fueran intrínsecamente malas. Todo lo contrario: el «plan de estudios», como se llama ahora, era fruto de una experiencia secular, y si se hubiese llevado a la práctica de una manera atractiva y estimulante, habría podido constituir la base de una educación fructífera y bastante universal. Pero precisamente el hecho de que se ciñeran a pies juntillas a un plan tan estricto y a su fría esquematización, convertía nuestras horas lectivas en espantosamente áridas y muertas: el desalmado aparato de enseñanza no se ajustaba al individuo y, como una máquina automática, demostraba tan sólo, con las calificaciones de «bien, aprobado y suspenso», hasta qué punto los alumnos habían correspondido a las «exigencias» del plan de estudios. Pero precisamente esa falta de sensibilidad humana, esa fría falta de personalidad y ese trato digno de un cuartel fueron los elementos que desencadenaron en nosotros una exasperación inconsciente. Estábamos obligados a aprendernos la lección y nos examinaban para comprobar lo que habíamos aprendido; en los ocho años, ningún maestro nos preguntó siquiera una vez qué queríamos aprender, y brilló completamente por su ausencia ese entusiasmo estimulante que todo joven anhela en secreto.

La aludida sobriedad ya se ponía de manifiesto en el mero aspecto exterior de la escuela, un típico edificio funcional, levantado de prisa y corriendo para ahorrar dinero y hecho sin idea alguna. Con sus paredes frías y mal encaladas, sus aulas de techo bajo, sin cuadros ni adornos que alegrasen la vista, sus excusados que perfumaban toda la casa, aquel cuartel escolar era como un mueble viejo de hotel que una infinidad de gente ya ha usado antes, y otra lo hará después, con la misma indiferencia o asco; ni siquiera hoy consigo desprenderme del tufo a cerrado y podrido que rezumaba aquella casa, igual al de todos los edificios oficiales austriacos, y que nosotros llamábamos olor «fiscal»; era un olor a habitaciones con demasiada calefacción, repletas e insuficientemente ventiladas que primero penetra en la ropa y luego en el alma. Nos sentábamos en parejas, igual que los galeotes, sobre unos bancos de madera bajos que se nos clavaban en la espina dorsal hasta causarnos dolores de huesos; en invierno, la luz azulada de las llamas de gas sin pantalla temblaba encima de nuestros libros, mientras que en verano se corrían las cortinas de las ventanas, no fuera a ser que alguna mirada, a lo mejor soñadora, se nos escapase hacia el pequeño cuadrado de cielo azul y disfrutase de él. Aquel siglo no había descubierto todavía que el cuerpo joven en edad de crecimiento necesita de aire y del ejercicio físico. Diez minutos de descanso en un pasillo frío y estrecho se consideraban más que suficientes para contrarrestar las cuatro o cinco horas en que permanecíamos encogidos e inmóviles; dos veces por semana nos llevaban al gimnasio, con suelo de tablones de madera, donde corríamos sin ton ni son de un lado para otro, levantando a nuestro paso nubarrones de polvo de un metro; trotábamos, además, a tientas, pues las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Así se satisfacían las necesidades higiénicas y así cumplía el Estado su deber que se resume en mens sana in corpore sano. Aun al cabo de años, cada vez que pasaba por delante de aquella casa tétrica y desangelada, me invadía una sensación de alivio porque no tenía que volver a pisar la cárcel de nuestra infancia; y cuando, con motivo de la celebración de los festejos que conmemoraban el cincuenta aniversario de tan insigne institución, me invitaron, como miembro distinguido de la comunidad de los antiguos alumnos, a pronunciar un discurso solemne ante un público que contaba con un ministro y el alcalde, decliné cortésmente la invitación. No tenía nada que agradecer a aquella escuela, de modo que cualquier palabra que hubiese dicho en este sentido habría sido una pura mentira.

Nuestros maestros tampoco tenían la culpa del desolador ambiente que reinaba en aquella casa. No eran ni buenos ni malos, ni tiranos ni compañeros solícitos, sino unos pobres diablos que, esclavizados por el sistema y sometidos a un plan de estudios impuesto por las autoridades, estaban obligados a impartir su «lección» -igual que nosotros a aprenderla-y que, eso sí que se veía claro, se sentían tan felices como nosotros cuando, al mediodía, sonaba la campana que nos liberaba a todos. No nos querían ni nos odiaban, aunque tampoco había motivos para ninguno de estos sentimientos, pues no sabían nada de nosotros; aun al cabo de varios años, con excepción de unos pocos, seguían sin conocernos por el nombre: según el método pedagógico al uso en aquel entonces, lo único de lo que se tenían que preocupar era del número de errores que había cometido «el alumno» en el último ejercicio. Ellos se sentaban arriba, en la tarima, y nosotros, abajo; ellos estaban allí para preguntar y nosotros, para contestar; aparte de ésta, no existía entre los dos colectivos relación alguna. Y es que entre el maestro y el alumno, entre la tarima y los bancos, entre el Alto visible y el Bajo igual de visible se levantaba la invisible barrera de la «Autoridad» que impedía cualquier contacto.

Que un maestro considerase al alumno como un individuo que exigía un trato específico, acorde con sus características personales, o que redactase, como se hace hoy en día, unos informes detallados sobre él, habría supuesto un trabajo muy superior a las atribuciones y capacidades de nuestros pedagogos; por otro lado, una conversación privada habría socavado su autoridad, pues con tal cosa habría colocado a los alumnos a su mismo nivel, que no en vano era «superior». A mi juicio, nada resulta más característico de la total falta de relación que, tanto en el terreno intelectual como en el anímico, existía entre nosotros y los maestros, como el hecho de que me he olvidado de los nombres y los rostros de todos ellos. Mi recuerdo guarda todavía, con una nitidez fotográfica, la imagen de la tarima y del diario de clase, al que siempre intentábamos echar una mirada con el rabillo del ojo porque en él constaban las notas; todavía veo aquel pequeño cuaderno rojo en que se inscribían nuestras calificaciones y el gastado lápiz negro que registraba las cifras; veo mis propios cuadernos, plagados de correcciones del maestro hechas con tinta roja, pero no veo ninguno de aquellos rostros... a lo mejor porque siempre permanecimos ante ellos con los ojos bajos o cerrados.

Este sentimiento de insatisfacción hacia la escuela no era, en absoluto, una actitud personal; no recuerdo que ninguno de mis compañeros dejase de experimentar repugnancia al notar cómo aquel fastidio obstaculizaba, amargaba y reprimía nuestros mejores propósitos e intereses. Sin embargo, tardé mucho en tomar conciencia de que aquel método insensible y desalmado, y que se usaba para educarnos desde pequeños, a lo mejor no se debía imputar a la negligencia de las instancias estatales, sino que respondía a un propósito determinado, aunque, eso sí, celosamente mantenido en secreto. El mundo anterior-o superior-a nosotros, que organizaba todas sus ideas únicamente en torno al fetiche de la seguridad, no quería a los jóvenes, o, mejor dicho: siempre desconfiaba de ellos. Orgullosa de su «progreso» sistemático y su orden, la sociedad burguesa predicaba moderación y comodidad en todos los ámbitos de la vida como las únicas virtudes eficaces del hombre; había que evitar toda prisa en el camino hacia adelante. Austria era un Estado antiguo, gobernado por un emperador vetusto y administrado por ministros viejos, un Estado sin ambiciones que no tenía otra aspiración que la de conservarse intacto dentro del espacio europeo a fuerza de ir rechazando todo cambio radical; por eso mismo, a los jóvenes, que por instinto siempre desean cambios rápidos y radicales, se los consideraba como un elemento peligroso al que había que mantener bajo llave o, al menos, contener el mayor tiempo posible. De modo que no había ninguna razón para hacernos agradables los años de la escuela; cualquier forma de progreso nos la teníamos que ganar a fuerza de esperar y mostrar paciencia. A causa de ese invencible rechazo mutuo, la diferencia de edad adquiría un valor muy distinto al que tiene hoy en día. Un bachiller de dieciocho años era tratado como un niño, se le castigaba cuando lo sorprendían fumando, tenía que levantar obedientemente la mano cuando quería abandonar su banco para ir a satisfacer sus necesidades; pero incluso al hombre de treinta años se le trataba como a un ser que todavía no era capaz de levantar el vuelo, y, más aún, al de cuarenta no se le consideraba suficientemente maduro como para ocupar un cargo de responsabilidad. Una vez se dio un caso excepcional e inaudito: Gustav Mahler fue nombrado director de la Ópera de la Corte a los treinta y ocho años. Sin poder salir de su asombro, toda Viena resonó con comentarios llenos de pavor de que se hubiese confiado la primera institución artística del país a «un hombre tan joven» (todo el mundo se olvidó de que Mozart había concluido la obra de su vida a los treinta y seis años, y Schubert, a los treinta y uno). Esa desconfianza hacia los jóvenes, según la cual ninguno «era de fiar», se extendía a todos los estamentos. Mi padre jamás habría aceptado en su negocio a un joven, y el que tenía la desgracia de parecerlo más de la cuenta, tenía que vencer el recelo de todo el mundo. De esta manera se consumaba algo que hoy resulta casi increíble: la juventud constituía un obstáculo para cualquier carrera y tan sólo la vejez se convertía en una ventaja. Mientras que hoy, en esta época nuestra tan radicalmente transformada, los hombres de cuarenta años hacen lo posible para aparentar treinta y los de sesenta, cuarenta; mientras que hoy la juventud, la energía, el espíritu emprendedor y la confianza en uno mismo son cualidades que ayudan al individuo a abrirse camino hacia el ascenso, antes, en la época de la seguridad, todo aquel que quería prosperar tenía que disfrazarse lo mejor que pudiese para parecer mayor. Los periódicos recomendaban específicos que aceleraban el crecimiento de la barba, los médicos de veinticuatro o veinticinco años, que acababan de licenciarse, lucían barbas frondosas y se ponían gafas doradas, aunque su vista no lo necesitara en absoluto, y todo con el único propósito de causar en sus pacientes la impresión de «experiencia». La gente vestía levitas largas y caminaba con paso pausado, y, si era posible, adquiría un cierto embonpoint que encarnaba esa gravedad anhelada, y los ambiciosos se afanaban en anular, aunque sólo fuese exteriormente, su juventud, una edad sospechosa de poco sólida; ya en el sexto y séptimo año de escuela nos negábamos a llevar mochilas de colegiales, para que no se notara que aún éramos bachilleres, y en su lugar usábamos carteras. Todo lo que hoy nos parece un don envidiable-el frescor, el amor propio, la temeridad, la curiosidad y la alegría de vivir típica de la juventud-se consideraba sospechoso en aquella época, cuyo único afán e interés se centraba en lo «sólido».

Tan sólo desde este punto de vista tan singular se puede comprender el que el Estado haya explotado la escuela como un instrumento adecuado para su propósito de mantener su autoridad. En primer lugar, tenían que educarnos de tal manera que aprendiésemos a respetar lo establecido como algo perfecto e inamovible, infalible la opinión del maestro, indiscutible la palabra del padre, absolutas y eternamente válidas las instituciones del Estado. El segundo principio cardinal de aquella pedagogía, que también se aplicaba en el seno de la familia, establecía que los jóvenes no debían llevar una vida demasiado cómoda. Antes de poder beneficiarse de un derecho, debían tener asumido el principio del deber, sobre todo el de la obediencia total. Se nos inculcaba desde el primer momento que, como aún no habíamos hecho nada en la vida y, por lo tanto, no teníamos experiencia alguna, lejos de vernos en condiciones de pedir o exigir cosas, no podíamos sino estar agradecidos por lo que se nos concedía. En mi época, este estúpido método de intimidación se utilizaba desde la primera infancia. Criadas y madres necias asustaban a niños de edades tan tempranas como los tres y cuatro años diciéndoles que si no se portaban bien, llamarían al «guardia». Durante el bachillerato, cuando traíamos a casa malas calificaciones de alguna asignatura suplementaria, nos amenazaban diciéndonos que nos sacarían de la escuela y nos mandarían a aprender un oficio (la peor de las amenazas que el mundo burgués concebía: caer hasta llegar a engrosar las filas del proletariado); y cuando los jóvenes verdaderamente ansiosos de saber buscaban en los adultos las respuestas a los problemas palpitantes de la época, recibían un sermón que invariablemente desembocaba en el arrogante «tú aún no lo puedes comprender». Esta técnica se utilizaba en todas partes, desde la casa y la escuela hasta el Estado. Machacones, no se cansaban de repetirle al joven que no estaba «maduro» todavía, que no comprendía nada, que se tenía que limitar a escuchar y a obedecer, y que no podía tomar la palabra en las conversaciones y, menos aún, para contradecir. Por esta misma razón también en la escuela, el pobre diablo del maestro, que se sentaba en lo alto de la tarima, se veía obligado a desempeñar su papel de estatua inaccesible y a supeditar todos nuestros sentimientos y aspiraciones al plan de estudios. El que nos sintiésemos bien o mal en la escuela carecía de toda importancia. En concordancia con los tiempos, su verdadera misión consistía no tanto en hacernos avanzar como en frenarnos, no en formarnos interiormente sino en amoldarnos-con la resistencia mínima posible-a la estructura establecida, no en aumentar nuestras energías sino en disciplinarlas y nivelarlas.

Semejante presión psicológica, o más bien antipsicológica, sobre los jóvenes no podía surtir sino dos tipos de efecto: paralizador y estimulante. En los archivos de los psicoanalistas se puede comprobar cuántos «complejos de inferioridad» ha provocado aquel método de educación absurdo; a lo mejor no es una casualidad que dicho complejo fuese descubierto precisamente por hombres que también habían pasado por nuestras viejas escuelas austriacas.

En mi caso, debo a aquella presión mi muy temprana pasión por la libertad-una pasión que la juventud de hoy en día desconoce y que difícilmente podrá vivir con la misma vehemencia-y el odio que siento por toda muestra de autoritarismo, por el «hablar desde arriba», que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida. Durante años y años, esa aversión hacia todo lo apodíctico y dogmático no fue más que instintiva: ya había olvidado de dónde venía. Pero una vez, durante una gira de conferencias, cuando me habían reservado el aula magna de una universidad y descubrí de repente que debía hablar desde una tarima mientras que los oyentes se sentaban, formales y sin voto ni derecho de réplica, en los bancos de abajo, igual que nosotros en la escuela, se apoderó de mí un malestar repentino. Me acordé de cómo, a lo largo de todos mis años de colegial, había padecido esta oratoria ex cátedra, insolidaria, autoritaria y doctrinaria, y me estremecí de miedo, miedo de pensar que, al hablar desde una tarima, podía causar una impresión tan impersonal como la que nos causaban los maestros de antaño; debido a esa inhibición, aquella conferencia fue la peor de mi vida.

Hasta los catorce o quince años aún nos las arreglábamos bastante bien en la escuela.

Nos burlábamos de los maestros y aprendíamos las lecciones con una fría curiosidad. Pero llegó un momento en que la escuela ya no conseguía más que molestarnos y asquearnos. A la chita callando se produjo un fenómeno muy curioso: unos muchachos, nosotros, que habíamos ingresado en el gymnasium a la edad de diez años ya lo superábamos intelectualmente en los primeros cuatro de los ocho cursos. La escuela nos había dejado claro que en ella no aprenderíamos nada esencial y que de muchas materias que nos interesaban sabíamos incluso más que nuestros pobres maestros, los cuales, desde su época de estudiantes, no habían vuelto a abrir un libro movidos por un interés propio. También había otra contradicción que se hacía cada vez más evidente: en los bancos, donde en realidad permanecíamos sentados tan sólo «con los pantalones y gracias», no oíamos nada nuevo ni nada que se nos antojase digno de saber, mientras que fuera palpitaba una ciudad llena de incentivos sugerentes, una ciudad con teatros, museos, librerías, universidad, música y que cada día proporcionaba nuevas sorpresas. De esta manera, nuestro afán de aprender, que estaba estancado, nuestra curiosidad intelectual, artística y de ocio, que en la escuela no encontraba alimento alguno, nos lanzó a una búsqueda apasionada de todo aquello que se producía muros afuera. Al principio fuimos tan sólo dos o tres los que descubrimos en nuestro fuero interno esos intereses artísticos, literarios y musicales, pero después fuimos una docena y, al final, casi todos.

Y es que el entusiasmo entre los jóvenes es un fenómeno contagioso. Dentro de un aula se transmite, del uno al otro, como el sarampión o la escarlatina, como entre los neófitos, que movidos por una ambición infantil y vanidosa, siempre intentan superarse en su saber cuanto antes, y a fuerza de azuzarse se estimulan mutuamente. Vistas así las cosas, por eso mismo resulta más o menos accidental el cariz que toma esta pasión; si en una clase hay un coleccionista de sellos, pronto saldrá una docena de locos semejantes; si hay tres que se entusiasman con las bailarinas, los demás también acabarán apostados, cada día y a pie firme, en la salida de artistas de la Ópera. Tres cursos después del nuestro, hubo una clase que vivía obsesionada por el fútbol, y la inmediatamente anterior estaba poseída por el socialismo y por Tolstói. Que por una casualidad yo cayera en una clase de fanáticos del arte, tal vez resultó decisivo para el rumbo que tomaría mi vida.

En realidad, ese entusiasmo por el teatro, la literatura y el arte era algo muy natural en Viena; los periódicos dedicaban espacios especiales a todos los acontecimientos culturales, dondequiera que fuese uno siempre oía hablar a los adultos de la Ópera o del Burgtheater, y en todas las papelerías se exponían retratos de los grandes actores; el deporte aún era considerado como una actividad de brutos de cuya práctica un bachiller más bien se debía avergonzar, y todavía no estaba inventado el cinematógrafo, con sus ideales para el consumo de masas. Además, tampoco de la casa paterna había que temer oposición alguna: el teatro y la literatura eran pasiones que entraban en el calificativo de «inocentes», todo lo contrario que los juegos de naipes o las amistades femeninas. Por último, mi padre, al igual que todos los padres vieneses, de joven también había sido un enamorado del teatro y había asistido a la representación de Lohengrin dirigida por Wagner, y lo había hecho con el mismo entusiasmo que nosotros demostrábamos en los estrenos de Richard Strauss y de Gerhart Hauptmann.

Porque era muy natural que los bachilleres acudiésemos en masa a los estrenos: ¡qué vergüenza ante los compañeros más afortunados si al día siguiente no podía uno relatar hasta el último detalle! Si nuestros maestros no hubiesen sido tan indiferentes, les habría tenido que llamar la atención el hecho de que en las tardes de cada gran estreno (para el cual teníamos que hacer cola desde las tres, con tal de conseguir las únicas localidades accesibles a nuestro bolsillo) caían enfermos, como por arte de magia, dos tercios del alumnado. Si nos hubiesen prestado más atención, habrían descubierto que tras el forro de nuestra gramática latina se ocultaban poemas de Rilke y que usábamos los cuadernos de matemáticas para copiar las poesías más bellas que extraíamos de los libros prestados en las bibliotecas. Cada día encontrábamos nuevas técnicas para aprovechar las aburridas horas de clase en beneficio de nuestras lecturas; mientras el maestro pronunciaba su gastada conferencia sobre «La poesía ingenua y sentimental» de Schiller, nosotros leíamos bajo el pupitre a Nietzsche y a Strindberg, cuyos nombres el viejo ni siquiera había oído. Parecía poseernos una especie de fiebre de saber y conocer todo lo que se producía en el ámbito de las artes y de la ciencia; por las tardes nos mezclábamos con los estudiantes de la universidad con el fin de asistir a sus clases, íbamos a todas las exposiciones de arte, acudíamos a las aulas de anatomía para ver autopsias. Aguzado el olfato de nuestra nariz indiscreta, husmeábamos en todo. Nos colábamos en los ensayos de la Filarmónica, hurgábamos en las tiendas de los anticuarios, diariamente revisábamos las vitrinas de las librerías para enterarnos inmediatamente de cuáles eran las novedades desde la víspera. Y, sobre todo, leíamos, leíamos todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas públicas y, unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que conseguíamos encontrar. Pero la mejor academia, el lugar donde mejor se informaba uno de todas las novedades, era el café.

Para comprenderlo, hay que saber que el café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer sentado durante horas, charlando, escribiendo, jugando a cartas; puede recibir ahí el correo y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas. Un café vienés de categoría ponía a disposición del público todos los periódicos de Viena, y no sólo de Viena sino de todo el Imperio Alemán, además de los franceses, ingleses, italianos y americanos, así como todas las revistas literarias y artísticas importantes del mundo, tales como el Mercure de France, la Neue Rundschau, el Studio y el Burlington Magazine. De esta manera sabíamos de primera mano todo lo que ocurría en el mundo, nos enterábamos de todos los libros que aparecían, de todos los espectáculos, cualquiera que fuese el lugar donde se representaban, y comparábamos las críticas de todos los diarios; a lo mejor nada ha contribuido tanto a la desenvoltura intelectual y la orientación cosmopolita de Austria como el hecho de que en el café se podía informar uno de todos los acontecimientos del mundo al tiempo que comentarlos con su círculo de amigos. Pasábamos allí horas enteras cada día y no había nada que se nos escapase, pues gracias a la comunión de intereses, seguíamos de cerca el orbis pictus de los acontecimientos culturales no con dos sino con veinte o cuarenta ojos; lo que a uno se le pasaba por alto lo retenía otro, y como la arrogancia infantil y una ambición casi deportiva nos impulsaban constantemente a superarnos en el conocimiento de las últimas novedades-rabiosamente últimas-, vivíamos sumergidos, a decir verdad, en una especie de rivalidad de sensaciones. Cuando, por ejemplo, hablábamos de Nietzsche, aún proscrito en aquella época, de repente uno de nosotros prorrumpía con superioridad afectada: «Pero en la idea del egotismo Kierkegaard lo supera», y en seguida nos poníamos nerviosos. «¿Quién es ese Kierkegaard que X conoce y nosotros no?» Al día siguiente corríamos a la biblioteca para descubrir los libros del filósofo danés olvidado, pues ignorar algo extraño que otro conocía constituía para nosotros un descrédito; nuestra pasión consistía precisamente en descubrir antes que nadie lo más reciente, lo rabiosamente nuevo, lo más extravagante e inusual, aquello que nadie (y menos aún la crítica literaria oficial de nuestros dignos periódicos) había tratado de forma exhaustiva. Conocer todo aquello que aún no gozaba de reconocimiento general, de difícil acceso, extravagante, nuevo y radical, despertaba nuestro amor especial; por eso no había nada suficientemente escondido, por más peculiar que fuese, que nuestra ávida curiosidad colectiva no fuera capaz de sacar de su escondrijo. Stefan George o Rilke, por ejemplo, habían sido publicados, en nuestra época de bachilleres, en ediciones de doscientos o trescientos ejemplares en total, de los cuales a lo sumo tres o cuatro habían encontrado el camino de Viena; ningún librero tenía uno solo de ellos en su almacén y ninguno de los críticos oficiales había mencionado tan siquiera el nombre de Rilke. Pero nuestro grupo, por un milagro de la voluntad, conocía todos sus versos y estrofas. Muchachos imberbes y enclenques que cada día tenían que permanecer sentados en los bancos de la escuela formábamos, a la hora de la verdad, el mejor de los públicos que un joven poeta puede soñar: un público curioso, críticamente despierto y entusiasmado con entusiasmarse. Y es que nuestra capacidad de entusiasmo no tenía límite: durante las horas de clase, yendo o volviendo de la escuela, en el café, en el teatro, durante los paseos, nosotros, mozalbetes de bigote incipiente, no hacíamos más que hablar acerca de libros, cuadros, música y filosofía; quienquiera que actuara en público, fuese actor o director, el que había publicado un libro o escrito en un periódico, brillaba como una estrella en nuestro firmamento. Casi me llevo un buen susto cuando, años más tarde, leyendo la descripción que hace Balzac de su juventud, encontré la siguiente frase: Les gens célébres étaient pour moi comme des dieux qui ne parlaient pas, ne marchaient pas, ne mangeaient pas comme les autres hommes. Y es que es exactamente ésta la sensación que habíamos experimentado nosotros. Ver a Gustav Mahler por la calle era un acontecimiento que uno contaba al día siguiente a sus compañeros como un triunfo personal, y la vez que, siendo niño, fui presentado a Johannes Brahms y él me dio un golpecito amistoso en el hombro, pasé varios días trastornado por tan formidable suceso.

Cierto que a mis doce años no tenía una idea exacta de lo que había hecho Brahms, pero su mera fama, su aura de creador, producía un efecto embriagador. Un estreno de Gerhart Hauptmann en el Burgtheater tenía turbada a toda nuestra clase durante semanas, mucho antes de que empezasen los ensayos; nos acercábamos a los actores y figurantes para ser los primeros en saber-j antes que los demás!-el argumento y el reparto; para cortarnos el pelo, acudíamos al barbero del teatro (no me avergüenzo de relatar aquí también nuestros disparates), con el único fin de poder cazar al vuelo alguna noticia secreta sobre la Wolter o Sonnenthal, y éramos de lo más simpáticos con un alumno de clase inferior, sobornándolo con todo tipo de atenciones, sólo porque era sobrino del jefe técnico de iluminación de la Ópera y gracias a él a veces podíamos, durante los ensayos, escabullirnos hasta el escenario; el mero hecho de pisarlo nos producía un estremecimiento que superaba al de Dante cuando se elevó a los círculos sagrados del Paraíso. Tan poderosa era para nosotros la resplandeciente fuerza de la fama que nos imponía respeto aun después de que hubiera mermado; una pobre anciana nos parecía un ser sobrenatural porque era bisnieta de Franz Schubert, e incluso al ayudante de cámara de Joseph Kainz lo acompañábamos con mirada respetuosa por la calle, porque tenía la suerte de poder hallarse personalmente cerca del más querido y genial de los actores.

Como es natural, hoy sé muy bien cuánto absurdo encerraba aquel entusiasmo sin distinciones, cuánta imitación mutua, simplona y ridícula; cuánto placer deportivo por el exceso, cuánta vanidad infantil de sentirse orgullosamente elevados al tratar con el arte por encima del ambiente banal de los padres y los maestros. Aun así, todavía hoy me sorprende la de cosas que sabíamos de niños gracias a esa exaltación de la pasión literaria y lo pronto que adquirimos la capacidad crítica gracias a ese afán irrefrenable por discutir y analizarlo todo. A mis dieciséis años no tan sólo conocía todas las poesías de Baudelaire y de Walt Whitman, sino que me sabía de memoria las más importantes, y creo que en ninguna época ulterior de mi vida había leído con tanta intensidad como en los años de gymnasium y de universidad.

Huelga decir que nos resultaban familiares nombres que aún tenían que esperar una década para gozar de reconocimiento entre el público general; me quedaban grabadas en la memoria incluso las cosas más efímeras, por tanto ardor con que las había absorbido. En cierta ocasión conté a mi admirado Paul Valéry a cuánto tiempo se remontaba nuestro conocimiento literario: hacía ya treinta años que yo había leído, deleitándome, unos versos suyos. Valéry me obsequió con una sonrisa jovial: «No me mienta. Mis poemas no se publicaron hasta 1916.» Pero después se quedó de una pieza, cuando le describí con todo lujo de detalles el color y el formato de la pequeña revista literaria en que, en 1898, encontramos en Viena sus primeros versos. «Pero si ni siquiera en París la conocía más que un puñado de personas-dijo, atónito-. ¿Cómo pudo usted conseguirla en Viena?» «De la misma manera en que usted, siendo estudiante de bachillerato en su ciudad de provincias, consiguió las poesías de Mallarmé, tan poco conocidas de la literatura oficial», le pude contestar. Y él me dio la razón: «Los jóvenes descubren a sus poetas porque quieren descubrirlos.» En efecto, olfateábamos los aires nuevos aun antes de que cruzasen la frontera, pues en todo momento vivíamos con el sentido del olfato aguzado. Encontrábamos lo nuevo porque lo queríamos, porque anhelábamos algo que no fuese sino nuestro y no del mundo de nuestros padres, del mundo que nos rodeaba. Los jóvenes, al igual que algunos animales, poseen un instinto exquisito para detectar la llegada de cambios atmosféricos; así, nuestra generación presintió, antes que nuestros maestros e universidades, que con el viejo siglo también se acababa algo en los conceptos del arte, que empezaba una revolución o, cuando menos, un cambio de valores. Los buenos y sólidos maestros de la época de nuestros padres (Gottfried Keller en la literatura, Ibsen en el teatro, Johannes Brahms en la música, Leibl en la pintura, Eduard von Hartmann en la filosofía) contenían, a nuestro entender, toda la prudencia y circunspección del mundo de la seguridad; a pesar de su maestría técnica e intelectual, ya no nos interesaban. Sentíamos instintivamente que su ritmo frío y bien temperado era extraño al de nuestra sangre inquieta y que tampoco podía marchar al paso del ritmo acelerado de la época. Precisamente por entonces vivía en Viena el espíritu más despierto de la generación alemana más joven, Hermann Bahr, que combatía, furibundo, como un espadachín del espíritu, a favor de todo lo naciente y venidero; gracias a él se inauguró en Viena la «Secesión», que, ante el terror de la vieja escuela, exhibió a los impresionistas y los puntillistas de París, al noruego Munch, al belga Rops y a todos los extremistas imaginables; con todo aquello se allanó el camino al advenimiento de sus desdeñados predecesores: Grünwald, El Greco y Goya. De golpe y porrazo todo el mundo aprendió una nueva manera de ver las cosas al tiempo que, en la música, descubría nuevos ritmos y timbres con Mússorgski, Debussy, Strauss y Schönberg; con Zola, Strindberg y Hauptmann, en la literatura irrumpió el realismo, la naturaleza demoníaca eslava con Dostoievski, una sublimación y un refinamiento del arte poético, desconocidos hasta entonces, con Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. Nietzsche revolucionó la filosofía; en lugar de la sobrecargada construcción clasicista, una arquitectura más libre y atrevida proclamaba edificios funcionales sin ornamentación. De repente quedó destruido el viejo orden cómodo y plácido, se cuestionaron las normas de la obra «estéticamente bella» (Hanslick), vigentes e infalibles hasta entonces, y mientras los críticos oficiales de nuestros «sólidos» periódicos burgueses se horrorizaban ante unos experimentos a menudo temerarios e intentaban frenar la corriente imparable con anatemas de «decadente» o «anárquico», los jóvenes nos lanzábamos con entusiasmo al fragor de las aguas, allí donde las olas golpeaban con más furia. Teníamos la sensación de asistir al nacimiento de una nueva era, la nuestra, en que por fin se hacía justicia a la juventud. Y así, nuestra pasión, que escudriñaba y rebuscaba inquieta, de pronto cobró un sentido: los muchachos de los bancos escolares podíamos participar en aquellas batallas, rabiosas y a menudo encarnizadas, por el nuevo arte.

Dondequiera que se llevase a cabo un experimento, como, por ejemplo, un estreno de Wedekind o un recital de la nueva lírica, ahí sin falta acudíamos nosotros con todas nuestras fuerzas, y no sólo anímicas, sino también las de nuestras manos; en una ocasión, en el estreno de una obra atonal de juventud de Arnold Schönberg, fui testigo de cómo, después de que un señor del público mostró su desaprobación con un sonoro silbido, mi amigo Buschbeck le propinó un bofetón no menos sonoro; en todas partes constituíamos la avanzadilla de choque y la vanguardia de todo tipo de arte nuevo, simplemente porque era nuevo, porque quería cambiar el mundo, porque lo hacía por nosotros, a quienes ahora tocaba el turno de vivir nuestra vida. Porque sentíamos que nostra res agitur.

Pero también había algo más que nos interesaba y fascinaba de ese arte nuevo, más allá de toda medida: el hecho de que, casi exclusivamente, era el arte de gente joven. En la generación de nuestros padres un poeta o un músico no llegaba a granjearse prestigio antes de haber sido «probado», de haberse adaptado al calmado y establecido gusto de la sociedad burguesa. Todos los hombres a los que nos habían enseñado a respetar se comportaban y actuaban de una manera respetable. Wilbrandt, Ebers, Felix Dahn, Paul Heyse, Lenbach, esos favoritos de su época desaparecidos tiempo ha, llevaban sus hermosas barbas entrecanas posadas sobre sus poéticas chaquetas de terciopelo. Se dejaban fotografiar en poses pensativas, siempre en una actitud «digna» y «poética», se comportaban como consejeros áulicos y excelentísimos señores y, como tales, lucían sus condecoraciones. A los jóvenes poetas, pintores y músicos, por el contrario, se los definía, en el mejor de los casos, como talentos «prometedores», pero de momento se dejaba en compás de espera cualquier signo de reconocimiento positivo de su obra; aquella época de prudencia no gustaba de otorgar su favor prematuramente, antes de que el agraciado hubiese acreditado unos resultados «sólidos», labor de años. Pero todos los nuevos poetas, músicos y pintores eran jóvenes; Gerhart Hauptmann, surgido inesperadamente del más absoluto de los anonimatos, a sus treinta años dominaba por completo la escena alemana; Stefan George y Rainer Maria Rilke, a los veintitrés (es decir, antes de que la ley austriaca le declarara a uno mayor de edad), ya gozaban de fama literaria y tenían seguidores fanáticos. En nuestra ciudad apareció de la noche a la mañana el grupo de la «Joven Viena», con Arthur Schintzler, Hermann Bahr, Richard Beer-Hoffmann y Peter Altenberg, en cuyo seno la cultura específicamente austriaca halló por vez primera una expresión auténticamente europea, gracias al refinamiento de todos los medios artísticos. Pero había, por encima de todo, una figura que nos fascinaba, seducía, embriagaba y entusiasmaba, el portentoso y único fenómeno de Hugo von Hofmannsthal, en quien nuestra juventud vio realizadas no sólo sus aspiraciones más elevadas, sino también una perfección poética absoluta que se encarnaba en la persona de alguien que tenía casi su misma edad.

La figura del joven Hofmannsthal es y será recordada como uno de los grandes prodigios de la perfección precoz; a esta edad, exceptuando a Keats y a Rimbaud, no conozco en toda la literatura universal ningún otro ejemplo de tal infalibilidad en el dominio de la lengua, de semejante envergadura del ideal de la inspiración y de tal saturación de la sustancia poética hasta en la frase más accidental, como el de este genio grandioso, que ya a sus dieciséis y diecisiete años, con sus versos indelebles y una prosa insuperable hasta hoy, quedó inscrito en los anales eternos de la lengua alemana. Sus insospechados inicios y su simultánea perfección constituyen un fenómeno que difícilmente puede repetirse en una misma generación. Por eso las primeras personas que tuvieron conocimiento de su obra quedaron maravilladas ante aquella increíble aparición, casi como si se tratase de un hecho sobrenatural. Hermann Bahr me habló en muchas ocasiones de su atónito asombro el día en que había recibido un artículo para su revista, fechado en la propia Viena y firmado por un tal «Loris», nombre que desconocía (a los estudiantes de bachillerato les estaba prohibido firmar con su propio nombre); entre las colaboraciones que recibía desde todos los confines del mundo jamás se había encontrado con una que derramase, por así decir, con mano fácil tanta riqueza y que lo hiciese con una lengua tan noble y alada. ¿Quién era el tal «Loris»? ¿Quién era el desconocido?, se preguntaba. Un hombre mayor, seguro, que ha ido destilando en silencio sus conocimientos a lo largo de los años y en misteriosa clausura ha cultivado la esencia más sublime de la lengua hasta convertirla en una magia casi voluptuosa. ¡Y semejante sabio, un poeta de tan altas dotes, vivía en la misma ciudad y él jamás había tenido noticia de su existencia! Bahr escribió en seguida al desconocido, citándolo para una entrevista en un café: el famoso Café Griensteidl, el cuartel general de la literatura joven. De pronto se acercó a su mesa, con pasos livianos al tiempo que apresurados, un bachiller delgado, aún imberbe y vestido con pantalón corto, hizo una reverencia en señal de saludo y, con una voz aguda que Aún no había mudado del todo, dijo en tono seco y decidido: «Hofmannsthal. Yo soy Loris.» Aun al cabo de años, siempre que Bahr hablaba de su estupefacción, se notaba lo impresionado que estaba. En un primer momento se resistió a creerlo. ¡Un bachiller que poseyese tal dominio del arte, tal clarividencia, una visión tan profunda y un conocimiento tan impresionante de la vida antes de vivirla! Arthur Schnitzler me contó casi lo mismo. En aquella época todavía era médico, puesto que, de momento, sus primeros éxitos literarios no parecían poderle garantizar, ni mucho menos, medios de vida dignos, pero ya se le consideraba el líder de la «Joven Viena» y los más jóvenes acudían a él en busca de opiniones y consejos. En casa de unos conocidos accidentales conoció a un muchachito delgado, bachiller por más señas, cuya inteligencia ágil le llamó la atención, y cuando dicho estudiante le pidió el favor de poderle leer una pequeña pieza de teatro en verso, lo invitó gustoso a su piso de soltero, aunque, a decir verdad, sin hacerse demasiadas ilusiones: un opúsculo de estudiante, pensó, sentimental o pseudoclásico. Invitó a la velada a unos cuantos amigos; Hofmannsthal se presentó allí con su pantalón corto y, un poco nervioso y cohibido, empezó a leer. «Al cabo de unos minutos-me contó Schnitzler-de pronto nos vimos escuchándolo con el oído aguzado y, casi asustados, intercambiamos miradas de admiración. Versos tan perfectos, de tan impecable plasticidad, tan impregnados de música, no se los habíamos oído a ningún contemporáneo; creíamos que era imposible después de Goethe. Pero lo más prodigioso de aquella maestría inigualable (y que ningún otro alemán ha conseguido desde entonces) radicaba en un conocimiento del mundo que, tratándose de un muchacho que pasaba los días sentado en un banco de escuela, tan sólo podía venir de una intuición mágica.» Cuando Hofmannsthal acabó, todos se quedaron mudos. «Tuve la impresión-me dijo Schnitzler-de haber conocido a un genio por primera vez en mi vida y nunca más, en ninguna otra ocasión, me he vuelto a sentir tan subyugado.» Quien a los dieciséis años empezaba de esta manera (o, más que empezar, ya desde el mismo principio alcanzaba la perfección) tenía que llegar a convertirse en hermano de Goethe y de Shakespeare.

Y, en efecto, la perfección parecía volverse cada vez más perfecta: después de aquella primera pieza en verso, Ayer, apareció el grandioso fragmento de la Muerte de Ticiano, en el cual el alemán alcanzaba cotas de sonoridad italiana; aparecieron nuevos poemas, cada una de las cuales constituía todo un acontecimiento para nosotros y que yo todavía hoy, después de décadas, recuerdo enteramente de memoria, verso por verso; aparecieron dramas cortos y aquellos ensayos que, en un espacio maravillosamente económico, reducido a unas pocas páginas, contenían, mágicamente comprimidos, la riqueza del saber, un consumado conocimiento del arte y una amplia visión del mundo; todo cuanto escribió aquel bachiller y universitario era como el cristal iluminado desde dentro: oscuro al tiempo que incandescente.

El verso, la prosa, en sus manos todo resultaba moldeable como la cera aromática del monte de Hímeto; por un milagro irrepetible, cada poesía tenía su medida justa, nunca excesiva ni tampoco demasiado escuálida; se notaba que algo inconsciente e incomprensible lo debía de guiar secretamente por esos caminos hasta los parajes jamás pisados.

A duras penas consigo transmitir la fascinación que este fenómeno producía en nosotros, que habíamos sido educados para rastrear y percibir valores. Al fin y al cabo, ¿qué puede resultar más embriagador para una generación joven que saber que a su lado, en su propio seno, vive-de carne y hueso-un poeta puro, sublime, poeta que nadie concebía sino bajo las formas legendarias de un Hölderlin, un Keats y un Leopardi, inaccesible y ya convertido en un sueño y una visión? Por eso mismo guardo tan nítido el recuerdo del día en que por vez primera vi a Hofmannsthal en persona. Tenía yo entonces dieciséis años, y puesto que seguíamos paso a paso-dicho sea sin faltar a la verdad-todo lo que hacía ese mentor ideal nuestro, me impresionó sobremanera una breve noticia escondida en el periódico, que anunciaba una conferencia suya sobre Goethe en el «Club científico» (inconcebible para nosotros que un genio de tal catadura hablase en un marco tan modesto; en nuestra adoración estudiantil, hubiésemos dado por supuesto que la sala más grande de Viena se habría llenado a rebosar si un Hofmannsthal accedía a aparecer en público). Pero gracias a aquel suceso tuve la oportunidad de volver a darme cuenta de hasta qué punto nosotros, los insignificantes alumnos de bachillerato, aventajábamos al gran público y a la crítica oficial en nuestras valoraciones, en nuestro instinto para lo imperecedero, instinto que se demostró infalible, y no tan sólo en este caso; en la estrecha sala se había reunido un auditorio compuesto por diez o doce docenas de personas en total: no había hecho falta, por lo tanto, que, llevado por mi impaciencia, apareciese allí media hora antes con el fin de asegurarme un asiento. Esperamos un rato y, luego, un joven delgado en cuyo aspecto nada llamaba la atención pasó de pronto en medio de las filas en dirección a la tarima y se pulso a hablar tan de repente y con tanto ímpetu que apenas me dio tiempo de observarlo a conciencia. Con su bigote suave, no acabado de formarse todavía, y su figura elástica, Hofmannsthal parecía aún más joven de lo que ya me había imaginado. Su rostro, de perfil marcado y de tez oscura: un tanto italiano, aparecía tenso a causa de los nervios, y aumentaba tal impresión la inquietud que se reflejaba en sus ojos aterciopelados, muy miopes; más que ponerse, se diría que se lanzó a hablar, como lo hace un nadador a las aguas que le son familiares, y cuanto más hablaba, más libres se volvían sus gestos y más afianzada aparecía su figura; en cuanto se hallaba en medio del elemento espiritual (lo subrayé más tarde en muchas conversaciones privadas), su embarazo inicial daba paso a una liviandad y una viveza extraordinarias, como suele suceder a los hombres inspirados. Tan sólo en las primeras frases me daba cuenta de que no tenía una voz bonita: tirando a estridente y a veces muy próxima a falsete; pero sus palabras no tardaban en elevarnos hasta tales alturas de libertad que ya no nos percatábamos del timbre de su voz y, a menudo, ni tan sólo de su cara. Hablaba sin manuscrito, sin apuntes, a lo mejor incluso sin una minuciosa preparación previa, y, sin embargo, cada una de sus frases tenía ese halo de perfección que nace con naturalidad del sentido mágico de la forma. Las antítesis más osadas se desplegaban ante el público, cegadoras, para acabar diluyéndose en formulaciones claras al tiempo que sorprendentes. A todos nos asaltó la subyugante impresión de que lo que nos ofrecía no eran más que migajas arrancadas casualmente de un acervo mucho más grande, de que él, tan alado como estaba y tan elevado a esferas superiores, podía seguir hablando durante horas enteras sin empobrecer el discurso ni rebajar su nivel. También en años posteriores, durante el curso de conversaciones privadas, seguí experimentando la fuerza mágica de ese «inventor del canto fluido y del diálogo ágil y chispeante», como lo definió, elogioso, Stefan George. Inquieto, distraído, sensible, expuesto a los cambios atmosféricos, a menudo gruñón y nervioso en el trato personal, no resultaba fácil acercársele. Sin embargo, en el momento en que algo atraía su interés, se convertía en una llamarada; en un solo vuelo, cual fulgurante cohete encendido, elevaba el debate hasta su propia esfera, un universo que no estaba sino a su alcance. Exceptuando acaso a Valéry, poeta de pensamiento cristalino y más mesurado, y al impetuoso Keyserling, nunca he vivido la experiencia de una conversación de tan alto vuelo intelectual como la suya. En aquellos momentos de auténtica inspiración, su memoria demoníacamente despierta lo tenía presente todo, se puede decir que de una manera casi física: los libros que había leído, los cuadros y los paisajes que había visto; una metáfora enlazaba con la siguiente con la misma naturalidad con que se enlazan las dos manos; las perspectivas se alzaban cual decorados inesperados que surgían de un horizonte que ya se creía cerrado... En aquella conferencia sentí por primera vez-volví a experimentar la misma sensación eh conversaciones privadas ulteriores-ese flatus, el hálito vivificante y embelesador de lo inconmensurable, de lo que no se puede abarcar con la sola razón.

En cierto sentido, Hofmannsthal jamás superó ese milagro único en que se había convertido entre sus dieciséis y veinticuatro años. No es que admire menos muchas de sus obras posteriores, los espléndidos artículos, el fragmento de Andreas, ese tronco de la tal vez más bella novela en lengua alemana, y algunas partes de sus dramas; sin embargo, con esa complicidad suya tan estrecha con el teatro real y los intereses de su época, con esa conciencia suya tan clara y lo ambicioso de sus proyectos, perdió una parte de su excelencia intuitiva, de la inspiración pura de aquellas primeras poesías de adolescente y, con ello, también de la embriaguez y el éxtasis de nuestra juventud. Con el saber mágico propio de la edad joven, presentimos que tamaño milagro de nuestra juventud era único y que no se volvería a repetir en nuestra vida.

Balzac ha descrito de manera incomparable cómo el ejemplo de Napoleón había electrizado a toda una generación en Francia. El deslumbrante ascenso del pequeño teniente Bonaparte al trono imperial del mundo, para él significó no tan sólo el triunfo de una persona, sino también la victoria de la idea de la juventud. El hecho de que no fuera necesario haber nacido príncipe o noble para alcanzar el poder a temprana edad, de que se pudiera proceder de una familia modesta, cuando no pobre, y, sin embargo, llegar a ser general a los veinticuatro años, soberano de Francia a los treinta y, poco después, del mundo entero, ese éxito sin igual arrancó a centenares de personas de sus pequeños oficios y sus pequeñas ciudades de provincia: el teniente Bonaparte calentó la cabeza a toda una generación de jóvenes. Los impelió hacia una ambición más elevada; creó a los generales de su gran ejército al igual que a los héroes y los arribistas de la Comédie humaine. Siempre que un solo joven alcanza, tras el primer impulso, algo que hasta entonces parecía inalcanzable, sea en el campo que sea, con el mero éxito de su empresa alienta a toda la juventud que lo rodea o lo sigue. En este sentido, Hofmannsthal y Rilke significaron para nosotros, los jóvenes, para nuestras aún inmaduras energías, un impulso extraordinario. Aun sin esperar que ninguno de nosotros pudiese repetir el milagro de Hofmannsthal, nos fortalecía su mera existencia física, la cual-se puede decir así-demostraba óptica y fehacientemente que el poeta era posible también en nuestra época, en nuestra ciudad, en nuestro entorno. Al fin y al cabo, su padre, un director de banco, procedía del mismo estamento judío burgués que todos nosotros; el genio se había formado en una casa parecida a la nuestra, con iguales muebles y la misma moral de clase; había ido al mismo instituto estéril, había estudiado con los mismos manuales y se había sentado durante ocho años en los mismos bancos de madera, mostrando la misma impaciencia y la misma pasión por los valores del espíritu que nosotros; y he aquí que, mientras aún desgastaba los pantalones contra aquellos bancos y se veía obligado a patear el gimnasio de un lado a otro, ya había conseguido superar, con su salto al infinito, la estrechez del espacio de la ciudad y la familia. A través de Hofmannsthal quedó demostrado, en cierta manera ad oculos, que, en principio, era posible crear poesía, y poesía perfecta, también a nuestra edad, aun en la atmósfera carcelaria de un instituto austriaco. Incluso era posible (¡qué seducción tan inmensa para un espíritu adolescente!) verse publicado, elogiado y famoso, mientras en casa y en la escuela aún se nos consideraba como seres insignificantes, seres sin acabar.

Rilke, a su vez, significó para nosotros un estímulo de otra naturaleza, que completaba el de Hofmannsthal con un efecto sedante. Porque rivalizar con Hofmannsthal habría parecido blasfemo hasta al más osado de entre nosotros. Sabíamos que era un prodigio inimitable de perfección precoz que no se podía repetir, y cuando, a nuestros dieciséis años, comparábamos nuestros propios versos con los ya celebérrimos que él había escrito a la misma edad, nos moríamos de vergüenza; asimismo, nos sentíamos humillados en nuestro saber ante el vuelo de águila con el que él, todavía en el instituto, había recorrido el universo del espíritu. Rilke también había empezado a escribir y a publicar versos igual de pronto, a los diecisiete o dieciocho años, pero, a diferencia de Hofmannsthal, además en el sentido absoluto, sus poesías resultaban inmaduras, infantiles e ingenuas; sólo con indulgencia se podía hallar en ellas algunas huellas de un talento áureo. No fue sino más tarde, a sus veintidós y veintitrés años, cuando ese poeta extraordinario, al que nosotros amábamos con desmesura, empezó a moldear su personalidad, cosa que por sí sola ya era un consuelo para nosotros. De modo que no era imprescindible ser perfecto ya en el instituto, como Hofmannsthal; podíamos probar, ensayar, formarnos, progresar, como Rilke. No era necesario darnos por vencidos en seguida sólo porque de momento escribíamos cosas imperfectas, inmaduras e irresponsables, pues a lo mejor éramos capaces de repetir, ya no el milagro de Hofmannsthal, pero sí el ascenso más pausado y normal de Rilke.

Y es que era natural que todos hubiésemos empezado, desde hacía tiempo, a escribir versos, a componer música o a recitar; la actitud de pasividad apasionada es de por sí poco natural entre la juventud, de cuya manera de ser resulta más propio no sólo el recibir impresiones, sino también reaccionar a ellas de modo creativo. Amar el teatro para los jóvenes quiere decir, como mínimo, desear y hasta soñar con hacer personalmente cosas en o para el teatro. Admirar en éxtasis el talento en todas sus formas lleva ineludiblemente a la introspección, a ver si se puede descubrir una posibilidad o un vestigio de esa esencia tan selecta en el inexplorado cuerpo propio o en la propia alma, medio oscura todavía. Así, de acuerdo con la atmósfera que se respiraba en Viena y con los especiales condicionantes de la época, en nuestra clase el afán por la producción artística se había expandido casi como una epidemia. Todos y cada uno buscábamos en nuestro interior un talento e intentábamos desplegarlo. Cuatro o cinco de entre nosotros querían ser actores. Imitaban la dicción de los del Burgtheater, recitaban y declamaban sin parar, asistían a escondidas a clases de arte dramático y en las horas de recreo repartían entre sí los distintos papeles e improvisaban escenas enteras de los clásicos; los demás formábamos para ellos un público curioso, aunque a la vez muy crítico. Otros dos o tres eran músicos excelentemente preparados, pero aún no sabían si querían ser compositores, solistas o directores de orquesta; a ellos debo mi primer contacto con la nueva música, estrictamente vetada todavía en los conciertos oficiales de la Filarmónica, mientras que ellos, a su vez, acudían a nosotros en busca de textos para sus canciones y coros; otro muchacho, hijo de un pintor famoso entre la alta sociedad, nos llenaba de dibujos los cuadernos durante las horas de clase y retrataba a todos los futuros genios del curso. Pero la fiebre más extendida, con mucho, era la literaria. Gracias al estímulo mutuo de buscar la perfección lo más rápidamente posible y a la crítica recíproca de cada poema, el nivel que habíamos alcanzado a los dieciséis años era muy superior al de simples diletantes y en algunos casos se aproximaba a la obra de auténtico valor, cosa que quedó demostrada por el hecho de que nuestras creaciones fueran aceptadas, impresas y (he aquí la prueba más convincente) retribuidas, y no sólo por, pongamos por caso, oscuras gacetas de provincias, sino también por revistas de vanguardia de la nueva generación. El nombre de uno de mis compañeros, Ph. A., a quien yo adoraba como a un genio, se destacó en la magnífica revista de lujo Pan, al lado de Dehmel y de Rilke; otro, A. M., había logrado entrar, bajo el pseudónimo de «August Oehler», en la más inaccesible y ecléctica de todas las revistas alemanas, Bldtter für die Kunst, que Stefan George reservaba exclusivamente para su círculo sagrado y cuyas puertas, controladas por siete cedazos, parecían imposibles de franquear. Un tercero, animado por Hofmannsthal, escribió un drama sobre Napoleón; un cuarto, una nueva teoría estética y sonetos de gran mérito; yo mismo fui admitido en la Gesellschaft, la revista de vanguardia de los Modernos, y en la Zukunft de Maximilian Harden, ese semanario que resultó tan decisivo para la historia política y cultural de la nueva Alemania. Mirando hoy hacia atrás, tengo que confesar con toda objetividad que la suma de nuestro saber, el refinamiento de nuestra técnica literaria y nuestro nivel artístico eran francamente sorprendentes en unos muchachos de diecisiete años, y sólo se pueden explicar a través del fulgurante ejemplo de la madurez tan fantástica como precoz que demostró Hofmannsthal, ejemplo que nos obligaba a un esfuerzo apasionado por hacer lo máximo con tal de salir airosos ante los otros, aunque no fuese más que a medias. Dominábamos todos los recursos, extravagancias y audacias de la lengua, poseíamos la técnica de todas las formas del verso, habíamos experimentado, en innumerables ensayos, con todos los estilos, desde el páthos de Píndaro hasta la simple dicción de la canción popular, indicábamos los unos a los otros, en el intercambio diario de nuestras experiencias creativas, hasta las incorrecciones más insignificantes y discutíamos cualquier detalle métrico. Mientras los buenos de nuestros profesores inocentemente nos seguían marcando con tinta roja las comas que faltaban en las redacciones escolares, nosotros nos dedicábamos a ejercer otro tipo de crítica y lo hacíamos aplicando una severidad, un conocimiento artístico y una meticulosidad que ni siquiera desplegaban al abordar las obras maestras clásicas los papas de la literatura oficial de los grandes diarios; de modo que en los últimos años de la escuela, también sacamos ventaja a esos críticos ya consagrados y famosos, y todo gracias a aquel fanatismo nuestro en cuanto al juicio técnico y la capacidad de expresión artística.

Esta descripción, realmente verídica, de nuestra precocidad literaria podría llevar a pensar que éramos una clase especial y prodigiosa. En absoluto. El mismo fenómeno de fanatismo y talento precoz se podía observar en aquel momento en una docena de escuelas vecinas de Viena, y en el mismo grado. No podía tratarse de una casualidad. En la ciudad reinaba una atmósfera especialmente propicia, condicionada por su humus artístico, por una época apolítica, por la constelación de nuevas orientaciones intelectuales y literarias que, apremiándose mutuamente, aparecieron en aquel momento a caballo entre dos siglos y que se combinaron químicamente en nosotros infundiéndonos la inmanente voluntad de crear, voluntad que, mirándolo bien, es propia, casi por naturaleza, de esta época de la vida. Al fin y al cabo, durante la pubertad, la poesía o al menos el impulso hacia ella invade a todo joven, aunque sólo sea como una oleada, si bien es cierto que tal inclinación traspasa pocas veces la frontera de la juventud. Ni uno solo de los cinco actores que se sentaban en los bancos de nuestra escuela subió más tarde a un escenario real; los poetas de Pan y de Blätter für die Kuns1 se desinflaron tras aquel primer impulso sorprendente y se convirtieron en honorables abogados y funcionarios que hoy, a lo mejor, esbozan una sonrisa melancólica o irónica al recordar sus ambiciones de antaño. Yo soy el único de todos ellos en quien ha pervivido aquella pasión creadora y para quien dicha pasión se ha vuelto la esencia y el sentido de toda una vida. Pero ¡con qué agradecimiento recuerdo aún aquel compañerismo! ¡Cómo me ha ayudado! Aquellas discusiones enardecidas, aquella superación impetuosa, aquella admiración y crítica mutuas, ¡ cómo y cuán pronto me agudizaron la mano y el nervio, cómo me abrieron y ensancharon la visión del cosmos espiritual, cómo nos dio alas a todos para elevarnos por encima del desierto y la tristeza de nuestra escuela! «Oh, arte hechicero, cuántas horas grises...» Cada vez que evoco esta canción de Schubert, nos veo, en un especie de visión plástica, sentados sobre nuestros miserables bancos escolares, con los hombros caídos y, después, camino de casa, con el rostro radiante y la mirada encendida, criticando y recitando poesía apasionadamente, olvidada toda atadura con el espacio y el tiempo, realmente «sumidos en un mundo mejor».

Tamaña monomanía del fanatismo por el arte, una sobreestimación de lo estético llevada hasta el absurdo, sólo se podía ejercer, naturalmente, a costa de los intereses normales propios de nuestra edad. Si hoy me pregunto cuándo encontrábamos el tiempo necesario para leer todos aquellos libros, abrumados como estábamos por la jornada escolar y las clases particulares, veo claro que fue en detrimento de las horas de sueño, luego, de nuestro vigor corporal. No ocurrió nunca que dejase la lectura antes de la una o las dos de la madrugada, aun cuando me tenía que levantar a las siete: un vicio, ese de leer una hora o dos por más tarde que se hiciera, que ya no he abandonado nunca más. Y así, no recuerdo haber ido a la escuela sino saliendo de casa deprisa y corriendo en el último minuto, sin haber dormido lo suficiente y sin haberme lavado como es debido, y masticando el bocadillo por el camino; así, no es extraño que, con toda nuestra intelectualidad, todos tuviésemos el aspecto demacrado y verde de la fruta inmadura y, además, bastante dejado en lo tocante a nuestra manera de vestir. Es que cada céntimo de nuestro dinero de bolsillo lo gastábamos en teatro, conciertos o libros; y, por otro lado, tampoco nos preocupaba mucho ni poco el gustar a las niñas, puesto que nuestra pretensión radicaba en impresionar en cosas muy superiores. Salir a pasear con muchachas nos parecía una pérdida de tiempo, pues, en nuestra arrogancia intelectual, a priori considerábamos al otro sexo intelectualmente inferior y no queríamos malgastar nuestras preciosas horas en conversaciones banales. Tampoco sería nada fácil hacer entender a un joven de hoy hasta qué punto ignorábamos, y hasta despreciábamos, todo lo relacionado con el deporte. Lo cierto es que, en el siglo pasado, aún no había llegado a nuestro continente la ola deportiva. Aún no había estadios donde cien mil personas bramasen de entusiasmo cuando un boxeador descargaba un puñetazo en la mandíbula del otro; los periódicos todavía no enviaban a sus reporteros para que, con fervor homérico, llenasen columnas y más columnas informando de un partido de hockey. En nuestra época, la lucha, los clubs de atletismo, los récords de pesos pesados todavía se consideraban como actividades de suburbio y formaban su público carniceros y ganapanes; como mucho, unas cuantas veces al año, las carreras de caballos, más nobles y aristocráticas, atraían al hipódromo a la llamada «buena sociedad», pero no así a nosotros, que considerábamos cualquier actividad física como una absoluta pérdida de tiempo. A los trece años, cuando me empezó a atacar aquella infección intelectual literaria, dejé el patinaje sobre hielo y usé en la compra de libros el dinero que me daban mis padres para las clases de baile; a los dieciocho aún no sabía nadar ni bailar ni jugar a tenis; incluso hoy no sé montar en bicicleta ni conducir un automóvil, y en materia deportiva cualquier niño de diez años me puede poner en ridículo. Ni siquiera ahora, en 1941, sé muy bien cuál es la diferencia entre béisbol y fútbol, entre hockey y polo, y las páginas de deportes de los periódicos, con su lenguaje criptográfico, se me antojan escritas en chino. Me he mantenido imperturbable ante todos los récords deportivos de velocidad o de habilidad, adoptando el punto de vista del sha de Persia, quien, cuando lo querían animar a que asistiese a un derby, manifestó, con sabiduría oriental: «¿Para qué? Ya sé que un caballo puede correr más que otro. Me es del todo indiferente cuál.» Tan despreciable como entrenar el cuerpo, nos parecía malgastar el tiempo en el juego; tan sólo el ajedrez, que exigía un esfuerzo mental, hallaba un poco de merced a nuestros ojos; y, cosa más absurda todavía, a pesar de que nos sentíamos poetas en ciernes o, en todo caso, en potencia, nos preocupaba muy poco la naturaleza. Durante mis primeros veinte años no vi casi nada de los maravillosos alrededores de Viena; los días de verano más bonitos y cálidos, cuando la ciudad quedaba desierta, tenían un encanto más singular todavía, porque, en nuestro café, conseguíamos los periódicos y las revistas más deprisa y en mayor abundancia. He necesitado años y años para reencontrar el equilibrio que perdí a causa de esa hipertensión y esa avidez infantiles y para compensar en parte el inevitable abandono físico del cuerpo. Pero, aun así, visto en su conjunto, no me arrepiento de aquel fanatismo, de esa manera de vivir sólo a través de los ojos y los nervios de mis tiempos de bachillerato. Me inoculó en la sangre un apasionamiento por todo lo intelectual que ya no querría perder nunca, y todo lo que he leído y aprendido desde entonces hasta ahora se asienta sobre los fundamentos que se endurecieron en aquellos años. Lo que uno ha descuidado en lo referente a sus músculos aún puede recuperarlo algún día, mientras que el impulso espiritual, la capacidad de captar del espíritu, tan sólo se adquiere en los decisivos años de formación y sólo aquel que ha aprendido a expandir su alma a los cuatro vientos a tiempo, es capaz más tarde de abarcar el mundo entero.

La verdadera experiencia de nuestros años de juventud consistió en que algo nuevo se fraguaba en el arte, algo que era más apasionante, problemático y tentador que aquello que había satisfecho a nuestros padres y a nuestro entorno. Sin embargo, fascinados como estábamos por aquel fragmento de vida, no caíamos en la cuenta de que los cambios que se producían en el ámbito de lo estético no eran sino vibraciones y síntomas de otros, de un alcance mucho mayor, que habían de conmocionar y, finalmente, destruir el mundo de nuestros padres, el mundo de la seguridad. Una notable reestructuración empezaba a prepararse en nuestra vieja y soñolienta Austria. Las masas, que durante decenios habían cedido, calladas y dóciles, el dominio a la burguesía liberal, de repente se agitaron, se organizaron y exigieron sus derechos. Precisamente en la última década, la política irrumpió con ráfagas bruscas y violentas en la calma de la vida plácida y holgada. El nuevo siglo exigía un nuevo orden, una nueva era.

El primero de estos grandes movimientos de masas fue en Austria el socialista. Hasta entonces, el derecho de voto, mal llamado «universal», se concedía en nuestro país a los acaudalados que podían demostrar que habían pagado una contribución determinada. Ahora bien, los abogados y agricultores elegidos por ese estamento se creían honesta y sinceramente los portavoces y representantes del «pueblo» en el Parlamento. Estaban muy orgullosos de ser gente culta, tal vez académica incluso, y daban importancia a la dignidad, el decoro y la buena dicción; por eso las sesiones del Parlamento se asemejaban a tertulias de un club distinguido.

Gracias a su fe liberal en un mundo infaliblemente progresista por obra de la tolerancia y la razón, aquellos demócratas burgueses creían de veras que procuraban, de la manera mejor posible, el bien de todos los súbditos a fuerza de pequeñas concesiones y mejoras paulatinas.

Pero habían olvidado por completo que representaban tan sólo a cincuenta o cien mil personas acomodadas de las grandes ciudades, no a los cientos, miles, millones de habitantes de todo el país. Entretanto, la máquina había hecho su trabajo al reunir en torno a la industria a los obreros, antes dispersos; bajo el liderazgo de un hombre eminente, el doctor Viktor Adler, se constituyó en Austria un partido socialista con el fin de luchar por las reivindicaciones del proletariado, que exigía el derecho de sufragio auténticamente universal: igual para todo el mundo; apenas les fue concedido o, mejor dicho, apenas lo obtuvieron por la fuerza, la gente se dio cuenta de lo fina, aunque ciertamente valiosa, que era la capa de liberalismo. Con ella, desapareció de la vida política pública la conciliación y los intereses de unos chocaron violentamente con los de otros: la lucha acababa de empezar.

Recuerdo aún el día de mi primera infancia en que, con el ascenso del partido socialista, se produjo en Austria el cambio decisivo; con el fin de demostrar por primera vez y de manera evidente su poder y su número, los obreros habían hecho circular la consigna de declarar el primero de mayo fiesta del pueblo trabajador y decidieron que desfilarían en formación cerrada por el Prater, más concretamente por su avenida central, donde por lo general se veían, entre anchas y hermosas hileras de castaños, desfiles de calesas y landós pertenecientes a la aristocracia y la burguesía rica. Presa de horror, la buena burguesía liberal se quedó de una pieza ante semejante anuncio. ¡Socialistas! La palabra tenía entonces, en Alemania y en Austria, un sabor a sangre y terrorismo, como antes la palabra «jacobinos» y más tarde «bolcheviques»; en un primer momento nadie creía posible que aquella horda roja llevase a cabo su marcha desde los suburbios sin quemar casas, saquear tiendas y cometer todos los actos de violencia imaginables. Una especie de pánico se apoderó de la gente. La policía de toda la ciudad y de los alrededores se apostó en la calle de Prater y el ejército, puesto en estado de alerta, recibió la orden de disparar en caso de necesidad; ningún carruaje se atrevió a acercarse al Prater, los comerciantes bajaron las persianas de hierro de sus tiendas y recuerdo que los padres prohibieron a sus hijos salir a la calle en un día de tamaño espanto, que podía ver a Viena en llamas. Pero no pasó nada. Los obreros marcharon hasta el Prater con mujeres e hijos, en compactas filas de a cuatro y con una disciplina ejemplar, ostentando todos en el ojal un clavel rojo, el símbolo del partido. Durante la marcha cantaron La Internacional, aunque los niños, al llegar al hermoso césped de la «Avenida noble», que pisaban por primera vez, intercalaron en ella sus inocentes canciones de colegio. No se insultó a nadie, no se golpeó a nadie, no se cerró ningún puño; policías y soldados sonreían a los manifestantes en un gesto de camaradería. Gracias a aquella actitud irreprochable, ya le fue imposible a la burguesía estigmatizar a la clase obrera tachándola de «horda revolucionaría» y, como siempre en la vieja y sabia Austria, se llegó a concesiones mutuas; aún no se había inventado el actual sistema de represión y erradicación a porrazo limpio, todavía estaba vivo (aunque ya palidecía) el ideal de humanismo, incluso entre los líderes de los partidos.

Apenas había aparecido el clavel rojo como símbolo del partido, en seguida se vio otra flor en el ojal, el clavel blanco, signo de afiliación al partido socialcristiano (¿verdad que es enternecedor que aún se eligiesen flores como distintivos de los partidos, en lugar de botas altas, puñales y calaveras?). El partido socialcristiano, como grupo pequeño burgués de pies a cabeza, era de hecho el contramovimiento orgánico del proletario y, en el fondo e igual que él, un producto del triunfo de la máquina sobre la mano. Y es que, con la concentración de grandes masas en las fábricas, la máquina asignó poder y promoción social a los obreros, al tiempo que amenazaba a la pequeña artesanía. Los grandes almacenes y la producción masiva de bienes supusieron una ruina para la clase media y los pequeños maestros artesanos. Se apoderó de este descontento y preocupación un líder hábil y popular, el doctor Karl Lueger, que con el lema de «hay que ayudar al pequeño» arrastró a toda la pequeña burguesía y a la clase media irritada, cuya envidia hacia los acaudalados era insignificante en comparación con el miedo a verse desposeídas de su forma de vida burguesa y caer en el proletariado. Era exactamente la misma capa social asustada que más adelante congregó a su lado, como primera gran masa, Adolf Hitler, y Karl Lueger le sirvió de modelo también en otro sentido: le enseñó lo manipulable que era el lema antisemita, que ofrecía a los descontentos círculos pequeño burgueses un adversario palpable y, por otro lado, imperceptiblemente desviaba el odio por los grandes terratenientes y la riqueza feudal. Aun así, toda la vulgarización y brutalización de la política actual, la espantosa recaída de nuestro siglo, se evidencia en la comparación de las dos figuras. Karl Lueger, con su suave barba rubia, tenía un aspecto imponente (el «bello Karl», lo llamaba la voz popular de Viena), tenía formación académica y no en vano había ido a la escuela en una época que situaba por encima de todo la cultura del espíritu. Sabía hablar en tono popular, era vehemente y jocoso, pero incluso en sus discursos más violentos (o los que la gente de aquella época consideraba como violentos) jamás sobrepasó los límites de los buenos modales y frenaba escrupulosamente a su Streicher, un tal Schneider, mecánico de profesión, que se servía de leyendas de asesinatos rituales y de vulgaridades por el estilo. Irreprochable y discreto en la vida privada, ante sus adversarios siempre se comportaba con una cierta nobleza, y su antisemitismo oficial nunca le impidió seguir siendo bienintencionado y mostrarse deferente con los amigos judíos de antes. Cuando, finalmente, su movimiento ganó el ayuntamiento de Viena y él fue nombrado alcalde (después de que el emperador Francisco José, que aborrecía las tendencias antisemitas, se hubiera negado por dos veces a sancionar ese nombramiento), su administración se mantuvo impecablemente justa y modélicamente democrática; los judíos, que habían temblado de miedo ante la victoria del partido antisemita, siguieron disfrutando de los mismos derechos y merecían la misma consideración de antes. El veneno del odio y la voluntad de exterminio mutuo no había penetrado todavía en la sangre de la época.

Pero pronto apareció una tercera flor, la centaura azul, la flor favorita de Bismarck y símbolo del partido nacional-alemán, que-aunque no se entendía así en aquel entonces-era conscientemente revolucionario y, con un impulso brutal, aspiraba a derrocar la monarquía austriaca en favor de una Gran Alemania-el sueño de Hitler-bajo el liderazgo prusiano y protestante. Mientras el partido socialcristiano estaba arraigado en Viena y en el campo y el socialista en los centros industriales, el nacional-alemán tenía a sus partidarios concentrados casi exclusivamente en los territorios fronterizos de Bohemia y los Alpes; numéricamente débil, compensaba su insignificancia con una agresividad salvaje y una brutalidad desmesurada. Sus escasos diputados se convirtieron en el terror y la deshonra (en el sentido antiguo) del Parlamento austriaco; es en sus ideas y sus técnicas donde tiene su origen Hitler, también un austriaco de frontera. De Georg von Schönen tomó el grito de «¡Separémonos de Roma!», que por entonces seguían con obediencia germánica miles de partidarios nacionalalemanes que, para irritar al emperador y al clero, se pasaron del catolicismo al protestantismo; también de él adoptaron la teoría antisemita de la raza («En la raza radica la porquería», decía un ilustre modelo), así como, tal vez lo más importante, la utilización de una tropa de asalto salvaje que dispersaba manifestaciones a puñetazo limpio y, con ella, el principio de la intimidación por el terror de un grupo reducido contra una mayoría numéricamente superior, pero humanamente más pasiva. Lo que las SA hacían para el nacionalsocialismo-dispersar reuniones a fuerza de porrazos, irrumpir en plena noche en las casas de sus adversarios y pegarles palizas-para el partido nacional-alemán lo hacían las asociaciones de estudiantes, que, protegidas por la inmunidad académica, instalaron el terror del garrotazo; militarmente organizadas, acudían al primer grito o silbato para desfilar en cada acción política. Aquellos jóvenes de caras tajadas, borrachos y brutales, agrupados Julius Streicher, político nacionalsocialista (1885-1946), fundó en 1923 la revista demagógica Der Stürmer en las llamadas «corporaciones de estudiantes», dominaban el aula porque, además de llevar gorras y bandas como los otros, iban armados con duros y pesados garrotes; provocando sin cesar, pegaban palizas ya a los estudiantes eslavos, ya a los judíos, ya a los católicos, ya a los italianos, y a los indefensos los expulsaban de la universidad. No hubo «paseo» (como se llamaban los desfiles estudiantiles de los sábados) sin que corriera sangre.

La policía, que debido a un privilegio de la universidad no podía entrar en las aulas, se tenía que limitar, pasiva, a mirar desde fuera cómo aquellos pendencieros cobardes cometían sus rabiosos excesos y, luego, a transportar a los heridos que, cubiertos de sangre, eran arrojados a la calle escaleras abajo por los camorristas nacionales. Cada vez que el partido nacionalalemán austriaco, pequeño pero fanfarrón, quería conseguir algo por la fuerza, mandaba por delante a esta tropa estudiantil de asalto; cuando el conde Badeni, con la aprobación del emperador y del Parlamento, promulgó un decreto sobre lenguas que debía poner paz entre las distintas naciones de Austria-y que probablemente habría alargado unas décadas la vida de la monarquía-, aquel puñado de exaltados ocupó la Ringstrasse. Tuvo que salir la caballería, se desenfundaron los sables y se oyeron disparos. Pero en aquella época liberal, trágica en su debilidad y enternecedora en su humanidad, la aversión a todo acto violento y al derramamiento de sangre era tan grande que el gobierno cedió ante el terror de los nacionalalemanes.

El primer ministro dimitió y el decreto sobre lenguas, completamente leal, fue derogado. La irrupción de la brutalidad en la política se apuntaba su primer éxito. Todas las grietas existentes entre las razas y las clases que la época de la conciliación había encolado con tanto esmero y esfuerzo se abrieron de pronto y se convirtieron en abismos y precipicios.

De hecho, en la última década del viejo siglo en Austria ya había estallado la guerra de todos contra todos.

Nosotros, unos jóvenes completamente inmersos en nuestras ambiciones literarias, reparábamos poco en los peligrosos cambios que se producían en nuestra patria: tan sólo teníamos ojos para libros y cuadros. No mostrábamos ni el más remoto interés por los problemas políticos y sociales: ¿qué significaban para nuestras vidas aquellas trifulcas a gritos? La ciudad hervía durante las elecciones y nosotros íbamos a la biblioteca. Las masas se levantaban y nosotros escribíamos versos y discutíamos de poesía. No veíamos las señales de fuego en la pared; sentados a la mesa como antaño el rey Baltasar, saboreábamos, despreocupados y sin temer al futuro, los exquisitos manjares del arte. Y tan sólo varias décadas más tarde, cuando las paredes y el techo se desplomaron sobre nuestras cabezas, reconocimos que los fundamentos habían quedado socavados ya hacía tiempo y que, con el nuevo siglo, simultáneamente había empezado en Europa el ocaso de la libertad individual.

FIN


 

 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO, III

STEFAN ZWEIG

 

«EROS MATUTINOS»

Durante los ocho años de instituto se produjo un hecho sumamente personal para todos nosotros: de niños de diez años nos fuimos convirtiendo poco a poco en jóvenes púberos de dieciséis, diecisiete y dieciocho, y la naturaleza empezó a anunciar sus derechos. Ahora bien, este despertar de la pubertad aparece como un problema totalmente personal que todo aquel que se hace adulto tiene que dirimir consigo mismo y a su manera, y que a primera vista no parece apropiado para ser discutido en público. Sin embargo, para nuestra generación esa crisis iba mucho más allá de su propia esfera. Mostraba al mismo tiempo un despertar distinto, pues nos enseñaba a observar por primera vez y con sentido crítico el mundo social en el que habíamos crecido y sus convicciones. Por lo general, los niños, e incluso los jóvenes, tienden a mostrarse respetuosos sobre todo con las leyes de su entorno. Pero se someten a las convenciones que se les impone sólo cuando ven que todos los demás las observan con la misma lealtad. Un solo ejemplo de falta de veracidad por parte de los maestros o de los padres los induce inevitablemente a considerar todo su entorno con mirada desconfiada y, por ende, más inquisitiva. Y nosotros no tardamos mucho en descubrir que todas las autoridades en las que habíamos depositado nuestra confianza hasta entonces escuela, familia y moral pública-en lo referente a la sexualidad se comportaban con notable falsedad. Y más aún: que en este tema también a nosotros nos exigían secretismo y disimulo.

Y es que antes de los años treinta y cuarenta la gente pensaba de modo distinto que en nuestro mundo actual. Quizás en ninguna otra esfera de la vida pública se produjo un cambio tan radical en el lapso de una sola generación como en el de las relaciones entre los dos sexos, y eso por una serie de factores: la emancipación de la mujer, el psicoanálisis freudiano, la educación física, la emancipación de los jóvenes. Si tratamos de formular la diferencia entre la moral burguesa del siglo xix, que era esencialmente victoriana, y las ideas hoy vigentes, de más libertad y menos prejuicios, quizá la mejor forma de abordar la cuestión sería diciendo que aquella época rehuía medrosamente el problema de la sexualidad por un sentimiento de inseguridad interior. Épocas anteriores, de lo más religiosas todavía, sobre todo las rigurosamente puritanas, lo tenían más fácil. Imbuidas de la idea de que el apetito sexual era el aguijón del diablo y que el placer corporal era lujuria y pecado, las autoridades de la Edad Media habían atacado el problema de frente y habían impuesto su estricta moral con severas prohibiciones y (sobre todo en la Ginebra calvinista) unos castigos atroces. Nuestro siglo, en cambio, época tolerante que, desde tiempos atrás, ya no creía en el demonio y apenas en Dios, no hizo suficiente acopio de valor como para lanzar un anatema tan radical, pero consideraba la sexualidad como un elemento anárquico y, por lo tanto, molesto, que no se ajustaba a su ética y no era un tema apto para sacarlo a la luz del día, porque cualquier forma de amor libre o extramatrimonial iba en contra de la «decencia» burguesa. Ante tamaño dilema, la época ideó un original compromiso. Limitó su moral a no prohibir a los jóvenes practicar su vita sexualis, pero exigió que despacharan ese desagradable asunto con discreción. Si no se podía eliminar la sexualidad, como mínimo debían procurar que no fuera visible dentro de su mundo moral. Y así, se acordó tácitamente no hablar de esas cosas tan enojosas ni en la escuela ni en casa ni en público, y suprimir todo lo que pudiera recordar su existencia.

A nosotros, que desde Freud sabemos que quien trata de expulsar de su conciencia los impulsos naturales en realidad no los suprime, sino que los desplaza peligrosamente al subconsciente, nos resulta fácil reírnos de la contumacia de aquella técnica de ocultación.

Pero todo el siglo XIX vivió sumido en la ilusión sincera de que era posible solucionar todos los conflictos con el sentido común racionalista y de que, cuanto más se escondían los hechos naturales, tanto más se refrenaban sus fuerzas anárquicas; así, pues, si no se instruía a los jóvenes en materia de sexualidad, éstos se olvidarían de su existencia. Con esta vana ilusión , de moderar a través de la ignorancia, todas las instancias se unieron en un boicot común de silencio hermético. Escuela y cura de almas, vida social y justicia, periódicos y libros, moda y costumbres, evitaban por principio cualquier mención del problema y, oh vergüenza, incluso la ciencia, cuya misión debería consistir en abordar todos los problemas sin prejuicios, se unió al tópico naturalia sunt turpia. También ella capituló so pretexto de que no era digno de la ciencia tratar cuestiones tan escabrosas. Hojeando cualquier libro de la época, sea de filosofía, sea de derecho o, incluso, de medicina, nos encontraríamos con que todos, de común acuerdo y medrosamente, habían eliminado de su contenido cualquier mención del tema.

Cuando los expertos en derecho penal discutían en congresos los métodos para humanizar las prisiones y los daños morales de la vida penitenciaria, pasaban de largo, tímidamente y en silencio, ante el problema central. Los neurólogos, pese a tener clara en muchos casos la etiología de buen número de enfermedades histéricas, tampoco se atrevían a admitir los hechos y podemos leer en Freud cómo incluso su venerado maestro Charcot le había confesado en privado que conocía perfectamente su verdadera causa, pero que nunca la había hecho pública. Por lo menos a la «bella» literatura-como se la llamaba entonces-le estaba permitido arriesgarse a descripciones claras y francas, porque sólo a ella le había sido asignado el dominio de lo bello y lo estético. Mientras que en el siglo anterior el escritor no tenía miedo de pintar un retrato franco y extenso de la cultura de su tiempo, mientras que aún se podían encontrar en Defoe, en el abad Prévost, en Fielding y en Rétif de la Bretonne descripciones no adulteradas de la realidad, aquella época pensaba que sólo podía mostrar su parte «sentimental» y «sublime», pero nunca la auténtica y desagradable. Por ello, de todos los peligros, tinieblas y confusiones de los jóvenes de ciudad, en la literatura del siglo XIX no se encuentra mucho más que un efímero poso. Incluso si un escritor osado mencionaba la prostitución, estaba convencido de que debía ennoblecerla y convertir artificiosamente a la heroína en una «dama de las camelias». Nos hallamos, pues, ante un hecho singular: si un joven de hoy, para saber cómo la juventud de la generación anterior y la de antes se abría camino en la vida, abre las novelas incluso de los grandes maestros de la época, las obras de Dickens y Thackeray, Gottfried Keller y Björnson, no encuentra descritos en ellas más que hechos sublimados y atemperados (excepto en Tolstói y Dostoievski, que, como rusos, estaban más allá del pseudoidealismo europeo), pues toda aquella generación estaba inhibida en su libertad de expresión por la presión de la época. Y nada ejemplifica con más claridad la hipersensibilidad casi histérica de esa moral de los antepasados y su atmósfera hoy inimaginable, como el hecho de que ni siquiera bastase con el pudor literario. Pues, ¿se puede entender todavía que una novela como Madame Bovary fuera prohibida por obscena por un tribunal público francés? ¿Y que en la época de mi juventud las novelas de Zola pasasen por pornográficas o un poeta clásico tan sereno como Thomas Hardy provocara tempestades de indignación en Inglaterra y América? Por discretos que fueran estos libros, desvelaban una buena parte de la realidad.

Pero nosotros crecimos en esta atmósfera malsana y asfixiante, saturada de bochorno perfumado. Aquella moral falsa y antipsicológica del silencio y la ocultación pesó sobre nuestra juventud como una pesadilla y, comoquiera que, gracias a esa técnica solidaria de disimulo, carecemos de auténticos documentos literarios e histórico-culturales, puede no resultar fácil reconstruir algo que ha llegado a ser increíble. De todos modos, contamos con un punto de referencia: basta con fijarnos en la moda, pues la moda de un siglo, con sus tendencias en materia de gustos (cosas que se pueden ver y tocar) revela automáticamente , también su moral. No se puede decir realmente que sea una casualidad el que hoy, en el año 1940, cuando aparecen en la pantalla hombres y mujeres de la sociedad de 1900 vestidos con la indumentaria de entonces, el público de cualquier ciudad de Europa o América no pueda reprimir la risa y suelte al unísono una estruendosa carcajada. Los más ingenuos de hoy también se ríen de esas curiosas figuras de ayer, porque las ven como caricaturas, como bufones vestidos de forma poco natural, incómoda, antihigiénica y nada práctica; incluso a nosotros, que conocimos a nuestras madres, tías y amigas ataviadas con esas ropas absurdas, y que también llevábamos prendas igualmente ridículas, nos parece un sueño fantasmagórico el que toda una generación pudiera someterse sin protestar a unas modas tan estúpidas. La moda masculina de cuello alto y almidonado, la «marquesota» que imposibilitaba cualquier movimiento con soltura, las levitas negras y coleantes y los sombreros de copa que recuerdan chimeneas de estufa, ciertamente provocan risas, pero ¿y las damas de antaño, con sus pesados y forzosos arreos que violentaban cada detalle de su naturaleza? La cintura, apretada como la de una avispa por un corsé de ballena; el abdomen, a su vez, hinchado como una campana gigante; el cuello, cerrado hasta el mentón; los pies, cubiertos hasta la punta de los dedos; el pelo, recogido hacia arriba en innumerables bucles y trenzas bajo un sombrero monstruoso que se tambaleaba majestuosamente; las manos, metidas en guantes incluso durante la canícula: esta figura de «dama», que ya es historia desde hace mucho tiempo, a pesar del perfume que dejaba a su paso, a pesar de los adornos con que estaba cargada y de las blondas, los volantes y los colgajos más preciosos, daba la impresión de ser alguien infeliz, desamparado y digno de compasión. Ya a primera vista se percataba uno de que una mujer acorazada con tales atavíos, como un caballero con su armadura, no podía moverse con libertad, viveza y gracia; de que cada movimiento suyo, cada gesto y, en consecuencia, todo su comportamiento debían ser artificiales, poco naturales e, incluso, antinaturales. El solo hecho de ataviarse de «dama» (por no hablar de su educación social), de ponerse y quitarse toda esa indumentaria, representaba un proceso largo, complicado y ceremonioso que no se podía ejecutar sin la ayuda de alguien. En primer lugar, era preciso cerrar un montón de corchetes y corchetas desde la cintura hasta el cuello, apretar el corsé con toda la fuerza de la ayuda de cámara, los largos cabellos (quiero recordar a los jóvenes que, antes de los treinta años, todas las mujeres de Europa, excepto algunas docenas de estudiantes rusas, podían desplegar la cabellera hasta las caderas) eran rizados, estirados, cepillados, frotados y recogidos hacia arriba por una peluquera que acudía todos los días y utilizaba gran cantidad de horquillas, prendedores y peines, y usaba bigudíes y tenacillas para rizar; todo eso antes de envolver a la mujer, como una cebolla, con capas de enaguas, camisolas, chaquetas y chaquetillas hasta que desaparecían completamente los últimos restos de formas femeninas y personales. Pero este absurdo tenía una razón secreta. Con tales manipulaciones se disimulaban las líneas corporales de la mujer hasta tal punto que ni siquiera el novio, en el banquete de boda, pudiese adivinar ni por asomo si su futura consorte era jorobada o no, regordita o delgada, paticorta o zanquilarga; la época «moral», sin embargo, en absoluto consideraba prohibido el fortalecer artificialmente el pelo, los pechos u otras partes del cuerpo, con el fin de engañar al ojo y adaptarse al ideal general de belleza. Cuanto más deseaba una mujer parecer una «dama», tanto menos se debían reconocer sus formas naturales; en el fondo, la moda, con su deliberado axioma, no hacía otra cosa que servir a la tendencia general de la moral de la época, cuya preocupación principal se centraba en tapar y esconder.

Pero esta moral olvidaba por completo que, cuando se cierra una puerta al diablo, éste suele forzar la entrada por la chimenea o por una puerta trasera. Lo que hoy, a nuestra mirada libre de prejuicios, llama la atención en esas ropas que pretendían tapar desesperadamente todo vestigio de piel desnuda, no es su moralidad, sino, al contrario, cuán penosa y provocativamente ponía de relieve la polaridad de los sexos. Mientras que los chicos y las chicas de nuestra época, todos altos y delgados, todos sin pelo en la cara y con la cabellera , corta, se adaptan los unos a los otros como buenos compañeros en lo que al aspecto externo se refiere, en aquella otra época los sexos se distanciaban lo más posible el uno del otro. Los hombres exhibían barbas largas o, al menos, unos ufanos bigotes retorcidos hacia arriba, como atributo de su masculinidad visible desde lejos, mientras que en la mujer, el corsé ostensiblemente ponía de manifiesto su característica más femenina: los pechos. Se exageraba la importancia del llamado sexo fuerte frente al débil también en la actitud que se les exigía: el hombre, enérgico, caballeroso y agresivo; la mujer, tímida, pudorosa y defensiva; cazador y presa, en vez de una relación de igual a igual. A causa de esta antinatural tensión entre los dos sexos en cuanto al comportamiento exterior, también había que reforzar la tensión interior entre los dos polos, es decir, el erotismo, y así, gracias al método tan poco psicológico de la ocultación y el silencio, la sociedad de entonces logró justo lo contrario: ya que a su miedo eterno y su beatería los seguía constantemente el rastro de la inmoralidad-en todas las formas de la vida: la literatura, el arte y la vestimenta, y todo para evitar provocaciones-, en realidad se veía impelida a pensar en lo inmoral prematuramente. Como investigaba sin cesar qué podía ser indecente, se encontraba en estado de vigilancia constante; al mundo de entonces le parecía que la «decencia» corría siempre un peligro mortal: en cada gesto, en cada palabra.

Quizás hoy se puede llegar a entender todavía que en aquella época se considerase delito el que una mujer llevara pantalones para jugar o practicar algún deporte. Pero, ¿cómo hacer entender la beatería histérica de prohibir a una dama que se llevase a la boca la palabra «pantalones»? Si por alguna razón la mujer tenía que mencionar la existencia de un objeto tan peligroso para los sentidos como lo son unos pantalones masculinos, debía escoger entre la inocente «calzones» o la denominación evasiva, expresamente inventada para la ocasión, de «los inefables». El que, por ejemplo, una pareja de jóvenes de la misma clase social pero de distinto sexo pudiese salir de excursión sola, sin carabina, era del todo impensable... o, mejor dicho, lo primero que pensaba la gente era que podía «pasar» algo. Semejante encuentro era del todo permisible siempre y cuando algún guardián, madre o institutriz, acompañase a los jóvenes en todo momento. Que las chicas jugaran a tenis con vestidos sin mangas o que no les llegaran hasta los pies, hubiese sido escandaloso, incluso en pleno verano, y si una mujer de buenas costumbres cruzaba las piernas en una reunión social, la «moral» lo consideraba terriblemente indecente, pues con este movimiento, por debajo del dobladillo del vestido, podían quedarle al descubierto los tobillos. Ni siquiera a los elementos de la naturaleza, el sol, el agua y el viento, les estaba permitido tocar la piel desnuda de la mujer. Era un martirio nadar en el mar con pesados vestidos que tapaban el cuerpo desde el cuello hasta los talones; en los internados y conventos, las chicas tenían que bañarse con largas camisas blancas para hacerles olvidar que tenían un cuerpo. No es una leyenda ni una exageración cuando se dice que del cuerpo de las mujeres que morían de viejas, nadie, excepto el tocólogo, el marido y la amortajadora, había visto ni los hombros ni las rodillas. Todo eso hoy, al cabo de cuarenta años, parece un cuento o una humorada. Pero ese temor a todo lo corporal y natural realmente había penetrado en todas las capas sociales, desde las superiores hasta las inferiores, con la fuerza de una verdadera neurosis. Y es que, ¿es posible imaginarse hoy que a finales de siglo, cuando las primeras mujeres osaron montar en bicicleta o a caballo a horcajadas, los campesinos les arrojaron piedras por atrevidas? ¿O que en una época en que yo todavía iba a la escuela, los periódicos de Viena dedicaran columnas y más columnas a debatir la propuesta-toda una novedad-de que las bailarinas de la Ópera bailaran sin medias de malla? ¿Y que constituyese una conmoción sin precedentes el que Isadora Duncan, en sus danzas, que eran de lo más clásico, bajo la túnica blanca-que por suerte se le arremolinaba alrededor del cuerpo hasta abajo del todo-, en vez de los habituales zapatitos de seda enseñara por primera vez las plantas desnudas de los pies? Imaginémonos ahora a jóvenes que se educaron en esa época de mirada vigilante y cuán ridículos les debieron de parecer tales temores por la decencia siempre amenazada, cuando se dieron cuenta de que el velo de moralidad que se quería colgar misteriosamente alrededor de todas estas cosas era en realidad transparente y lleno de desgarrones y agujeros. Al fin y al cabo, no se podía evitar que alguno de los , cincuenta alumnos de bachillerato tropezara con algún profesor suyo en una de aquellas callejuelas oscuras o que en el círculo familiar oyese que fulano o mengano, que actuaba de una manera muy digna de respeto delante de todos, llevaba unos cuantos pecados en la conciencia. En realidad, nada estimulaba y acrecentaba tanto nuestra curiosidad como aquella técnica chapucera de la ocultación; y puesto que no querían dejar que lo natural siguiera su curso libre y abiertamente, en una gran ciudad, la curiosidad se procuraba salidas subterráneas y no siempre demasiado limpias. A causa de esta represión entre los jóvenes, en todos los estratos sociales se percibía una sobreexcitación subterránea que repercutía en ellos de forma infantil y desvalida. Apenas quedaba una valla o un retrete que no hubiesen sido pintarrajeados con palabras y dibujos indecentes; apenas había una piscina donde las paredes de madera que daban a las instalaciones para mujeres no hubiesen sido perforadas por los llamados voyeurs. Industrias enteras, que ahora ya se han ido a pique desde que las costumbres se han hecho más naturales y normales, iban viento en popa a escondidas, sobre todo las de fotografías de mujeres desnudas que los vendedores ambulantes ofrecían a los adolescentes por debajo de las mesas de cualquier fonda. O las que producían literatura pornográfica sous le manteau (ya que la literatura seria obligatoriamente debía ser idealista y prudente): libros de la peor clase, impresos en papel malo, escritos en una lenguaje pésimo y, sin embargo, con gran aceptación, así como revistas «picantes», repugnantes y obscenas, como hoy ya no se encuentran. Al lado del Hoftheater, creado para servir al ideal de la época con toda su nobleza y pureza nívea, había teatros y cabarets que servían exclusivamente a la obscenidad más vulgar; por doquier la inhibición se procuraba rodeos, extravíos y escapes. Y así, aquella generación, a la que se le prohibía hipócritamente cualquier clase de iniciación y cualquier contacto natural y sin prejuicios con el otro sexo, en el fondo estaba mejor dispuesta a lo erótico que los jóvenes de hoy con su libertad sexual. Y es que sólo lo que no se tiene estimula el apetito, sólo lo que está prohibido incita el deseo, y cuantas menos cosas veían los ojos y oían las orejas, tanto más fantaseaba el pensamiento. Cuanto menos contacto se permitía tener al cuerpo con el aire, la luz y el sol, tanto más hervían los sentidos. En suma, aquella presión social sobre nuestra juventud, en vez de infundirnos una moralidad más elevada, sólo provocó en todos nosotros desconfianza e irritación hacia todas aquellas instancias.

Desde el día en que despertamos, sentimos instintivamente que, con su silencio y ocultación, esa falsa moral nos quería quitar algo que en justicia pertenecía a nuestra edad y que sacrificaba nuestros deseos de probidad a una convención que se había vuelto falsa hacía tiempo.

Pero dicha «moral social», que, por un lado, daba por hecho la existencia de la sexualidad y de su desarrollo natural en privado y, por otro, no quería reconocerla bajo ningún concepto en público, era doblemente engañosa. Porque, si tratándose de los muchachos cerraba un ojo y con el otro les animaba incluso con guiños a «correrla», como se solía decir en el argot familiar burlesco pero bienintencionado de la época, por lo que a las chicas se refiere cerraba miedosamente los dos ojos y se hacía la ciega. El que un hombre sintiera impulsos sexuales y le fuera lícito sentirlos, incluso la convención tenía que reconocerlo tácitamente. Pero el que una mujer pudiera igualmente estar sometida a esa clase de impulsos, el que la creación necesitara para sus propósitos eternos también una polaridad femenina, y que ello se confesara abiertamente habría atentado contra el concepto de la «santidad de la mujer». Y así, en la época prefreudiana, se había impuesto como un axioma el acuerdo de que una persona del sexo femenino no tenía ninguna clase de deseo físico, a no ser que fuera despertado por el hombre, lo cual, huelga decirlo, oficialmente sólo estaba permitido en el matrimonio. Ahora bien, puesto que el ambiente, sobre todo en Viena, también en aquella época de moralidad estaba cargado de peligrosos gérmenes de infección erótica, una muchacha de buena familia tenía que vivir en una atmósfera totalmente esterilizada desde su , nacimiento hasta el día en que bajaba del altar nupcial con su marido. Para proteger a las muchachas, no se las perdía de vista ni por un instante. Se les asignaba una institutriz que tenía que velar para que, Dios nos libre, no dieran un solo paso fuera de casa sin protección; las acompañaban a la escuela, a las clases de baile y de música, y también iban a recogerlas. Se controlaba todos los libros que leían y, por encima de todo, se las mantenía en actividad constante para distraerlas de posibles pensamientos peligrosos. Tenían que estudiar piano, canto, dibujo, idiomas extranjeros, historia del arte e historia de la literatura; las instruían e hiperinstruían. Sin embargo, mientras se afanaban por hacerlas socialmente tan cultas y bien educadas como fuera posible, al propio tiempo se cuidaban celosamente de que quedaran in albis respecto a todo lo natural (cosa para nosotros incomprensible hoy en día). Una muchacha de buena familia no debía tener ni la más mínima idea de cómo estaba formado el cuerpo de un hombre, no debía saber cómo vienen al mundo los niños, y todo porque el angelito tenía que llegar al matrimonio no sólo con el cuerpo intacto, sino también con el espíritu «puro».

Decir de una chica que estaba «bien educada» equivalía en aquellos tiempos a decir que era completamente ajena a la vida real; y algunas mujeres de aquella época vivieron toda su vida sumidas en esa enajenación. Todavía hoy me divierte la historia grotesca de una tía mía que, en la noche de bodas, compareció de nuevo en casa de sus padres, a la una de la madrugada, y armó un escándalo afirmando que no quería volver a ver nunca más al monstruo con el que se había casado, que era un loco y un demonio, porque había intentado, en serio, desnudarla. A duras penas había podido salvarse de tamaña exigencia, evidentemente enfermiza.

Con todo, no puedo ocultar que, por otro lado, esta ignorancia confería un encanto misterioso a las muchachas de entonces. Esas criaturas tiernas, recién salidas del cascarón, presentían que al lado y detrás de su mundo había otro del que nada sabían ni les estaba permitido saber, y esto las volvía curiosas, llenas de anhelos e ilusiones y cautivadoramente desconcertadas. Cuando alguien las saludaba por la calle, se ruborizaban. ¿Existen todavía hoy muchachas que se ruboricen? Cuando estaban en grupo, solas, soltaban risitas tímidas, cuchicheaban por lo bajinis y se reían sin cesar, como si estuvieran un poco achispadas.

Llenas de expectativas ante todo lo que ignoraban y de lo cual estaban excluidas, se imaginaban una vida romántica, pero a la vez les daba vergüenza que alguien pudiera descubrir hasta qué punto anhelaba caricias su cuerpo, del que nada preciso sabían. Una especie de vaga confusión turbaba su porte en todo momento. Caminaban de modo distinto que las chicas de hoy, de cuerpos fortalecidos por el deporte, que se mueven entre los chicos con desenvoltura y naturalidad como entre iguales; tras unos pasos, por el modo de andar y de comportarse, se podía distinguir entonces a una muchacha de una mujer que ya había conocido hombre. Eran más niñas que las muchachas de hoy, y menos mujeres, parecidas en su naturaleza a la fragilidad exótica de las plantas de invernadero cultivadas en casas de cristal, en una atmósfera con exceso de calor artificial y protegidas de cualquier soplo de viento pernicioso: el producto primorosamente cultivado de una educación y una cultura determinadas.

Pero así es como la sociedad de entonces quería a las muchachas: necias y desinformadas, bien educadas e ignorantes, curiosas y vergonzosas, inseguras e inútiles, marcadas desde el principio por una educación ajena a la vida, para que después se dejaran llevar abúlicamente al matrimonio y se dejaran modelar por el hombre. La moral parecía protegerlas como símbolo de su ideal más secreto, como símbolo de la honestidad femenina, de la virginidad, de la espiritualidad. Pero ¡qué tragedia después, si una de esas muchachas llegaba tarde y a los veinticinco o treinta años todavía no se había casado! Y es que la convención, despiadada, exigía que la muchacha de treinta años también se mantuviera , íntegra, en ese estado de inexperiencia, inapetencia e ingenuidad que ya era impropio de su edad, por amor a la «familia» y a la «moral». Pero entonces la imagen tierna solía volverse una caricatura mordaz y cruel. La muchacha soltera se convertía en «chica para vestir santos» y la chica para vestir santos en «solterona», blanco de las burlas triviales de las revistas satíricas. Quien hoy eche un vistazo a una colección antigua de Hojas volantes o cualquier otro periódico humorístico de la época, encontrará con horror en cada número las burlas más estúpidas sobre solteras maduras que, con los nervios deshechos, no saben disimular su necesidad de amor, tan natural por otra parte. En vez de reconocer la tragedia que se consumaba en sus vidas sacrificadas, de reconocer que tenían que reprimir las exigencias de la naturaleza, el deseo de amor y maternidad a causa de la familia y del buen nombre, se las escarnecía con una falta de comprensión que hoy nos repugna. Pero una sociedad es siempre más cruel con quienes la traicionan y revelan sus secretos, cuando por hipocresía se comete un sacrilegio contra la naturaleza.

Si bien la convención burguesa de entonces trataba desesperadamente de mantener la ficción de que una mujer de la «buena sociedad» no tenía ni podía tener sexualidad mientras no se casara (cualquier otra cosa la convertía en «persona inmoral», una outcast de la familia), se veía obligada sin embargo a reconocer la existencia de los impulsos sexuales en el joven. Como la experiencia enseñaba que no se podía evitar que, en su época de la pubertad, los chicos practicaran su vita sexualis, la sociedad se limitaba discretamente a esperar a que diesen curso a sus placeres indignos extra muros de los usos santificados. Así como las ciudades, con sus comercios lujosos y sus paseos elegantes, esconden, bajo sus casas limpias y barridas, canalizaciones subterráneas a las que se desvía la suciedad de las cloacas, así también toda la vida sexual de los jóvenes debía transcurrir invisible bajo la superficie moral de la «sociedad». No importaban los peligros a los que se exponía el joven ni los ambientes que frecuentaba, y tanto la familia como la escuela se resistían, por miedo, a instruir al joven en este aspecto. Sólo de vez en cuando se dieron casos, en los últimos años, de algunos padres previsores o, como se decía entonces, de «mentalidad liberal», que en cuanto el hijo mostraba las primeras señales de barba incipiente, trataban de ayudarle a seguir el buen camino. Llamaban al médico de cabecera, quien, en el momento oportuno, hacía entrar al joven en una habitación, se limpiaba detenidamente las gafas antes de empezar su conferencia sobre los peligros de las enfermedades venéreas y recomendaba al joven (el cual a esas alturas ya se había instruido por su cuenta) que fuese moderado y no descuidase las medidas de precaución. Otros padres recurrían a un procedimiento todavía más singular: contrataban a una criada guapa para la misión de instruir prácticamente al chico, pues consideraban que era mejor que despachara este enojoso asunto bajo su propio techo, con lo cual se guardaba el decoro de puertas afuera y, además, se evitaba el peligro de que el hijo cayera en manos de cualquier «persona redomada». Existía, empero, un método de iniciación que seguía siendo mal visto y, por tanto, excluido por todas las instancias y en todas sus formas: el método de hablar pública y francamente del tema.

A la vista de todo esto, ¿qué posibilidades tenía un joven del mundo burgués? En todos los demás estamentos sociales, los llamados inferiores, el problema no era ningún problema.

En el campo, el mozo de diecisiete años ya dormía con una sirvienta y, si la relación traía consigo consecuencias, no se le daba mayor importancia. En la mayoría de nuestros pueblos alpinos el número de hijos ilegítimos superaba en mucho al de los legítimos. En el mundo , proletario, a su vez, el obrero vivía con una obrera «en concubinato» antes de poder casarse.

Entre los judíos ortodoxos de Galitzia la novia era conducida a casa del novio de diecisiete años, es decir, un muchacho que apenas había llegado a la edad núbil, el cual a los cuarenta ya podía ser abuelo. Sólo en nuestra sociedad burguesa estaba mal visto el verdadero remedio, el matrimonio precoz, porque ningún padre habría confiado a su hija a un muchacho de veintidós o veinte años, ya que un hombre tan «joven» no era considerado lo bastante maduro.

También en este caso se ponía de manifiesto una falacia interna, puesto que el calendario burgués no coincidía en absoluto con el de la naturaleza. Mientras que para la naturaleza el joven era núbil a los dieciséis o diecisiete años, para la sociedad lo era cuando había conseguido crearse una «posición social», es decir, difícilmente antes de los veinticinco o veintiséis años. Así, pues, se producía un intervalo artificial de seis, ocho o diez años entre la edad viril real y la social, durante el cual el joven tenía que procurarse sus propias «ocasiones» o «aventuras».

En este sentido, la época no le ofrecía muchas posibilidades. Pocos chicos, y aun sólo los muy ricos, podían permitirse el lujo de «mantener» a una querida, es decir, proporcionarle casa y sufragar sus gastos. Y sólo algunos especialmente afortunados podían hacer realidad el amor ideal de la literatura de entonces (el único que estaba permitido describir en las novelas): la relación con una mujer casada. Los demás solían recurrir a camareras o dependientas, algo que daba pocas satisfacciones interiores. Y es que en aquella época, anterior a la emancipación de la mujer y a su participación activa e independiente en la vida pública, sólo las muchachas del origen proletario más humilde tenían, por un lado, bastante falta de escrúpulos y, por otro, bastante libertad como para mantener estas relaciones pasajeras sin propósito serio de matrimonio. Mal vestidas, exhaustas tras una jornada de doce horas, miserablemente pagadas, descuidadas higiénicamente (en aquellos tiempos un cuarto de baño era privilegio de familias ricas) y educadas en un círculo muy cerrado, esas pobres criaturas se hallaban tan por debajo del nivel de sus amantes, que la mayoría de ellos se avergonzaban de que los vieran en público en su compañía. Es cierto que, para poner remedio a esta situación molesta, la convención, previsora, había tomado medidas especiales, las llamadas chambres séparées, donde se podía cenar con una chica sin ser visto, y el resto se despachaba en los hoteles de las oscuras callejuelas, dedicados exclusivamente a este negocio.

Pero tales encuentros debían ser fugaces y no tenían nada de bello, había en ellos más sexualidad que eros, porque siempre se llevaban a cabo deprisa y a escondidas, como una cosa prohibida. De todos modos, existía también la posibilidad de relación con una de aquellas criaturas anfibias que se encontraban mitad fuera y mitad dentro de la sociedad, actrices, bailarinas y artistas, las únicas mujeres «emancipadas» de la época. Pero, en general, la base de la vida erótica de entonces fuera del matrimonio seguía siendo la prostitución; representaba en cierto modo la oscura bóveda subterránea sobre la cual se levantaba, con una fachada deslumbrante e inmaculada, el suntuoso edificio de la sociedad burguesa.

La generación actual apenas tiene idea de la enorme expansión de la prostitución en Europa hasta la Guerra Mundial. Mientras que hoy es tan raro tropezar con prostitutas como con caballos en las calles de las grandes ciudades, antaño las aceras estaban tan salpicadas de mujeres de la vida, que resultaba más difícil esquivarlas que encontrarlas. A eso se añadían también las numerosas «casas de tolerancia», los locales nocturnos, los cabarets, los dancings con sus bailarinas y cantantes, los bares con sus animadoras. Se ofrecía mercancía femenina a todas horas y a cualquier precio, y cabe decir que a un hombre le costaba tan poco tiempo y , esfuerzo comprar a una mujer para un cuarto de hora, una hora o una noche como un paquete de tabaco o un periódico. En mi opinión, nada corrobora tanto la mayor sinceridad y naturalidad de las formas de vida y de amor actuales como el hecho de que a los jóvenes de hoy les haya resultado posible y casi obvio privarse de estas instituciones antaño imprescindibles y que no hayan sido la policía ni las leyes los que han hecho retroceder la prostitución en nuestro mundo, sino que ese trágico producto de una pseudomoral se haya liquidado por sí mismo, hasta quedar reducido a unos escasos restos a causa de la disminución de la demanda.

La posición oficial del Estado y de su moral respecto de este oscuro asunto nunca fue cómoda. Desde el punto de vista moral nadie se atrevía a otorgar abiertamente a una mujer el derecho a venderse; desde el punto de vista higiénico, en cambio, no se podía prescindir de la prostitución, ya que canalizaba la enojosa sexualidad extramatrimonial. Así, pues, las autoridades trataban de ayudar con un cierta ambigüedad, creando una división entre la prostitución clandestina, que el Estado combatía por inmoral y peligrosa, y la prostitución permitida, a la que proveía de una especie de licencia profesional y gravaba con impuestos. Si una muchacha decidía hacerse prostituta, recibía un permiso especial de la policía y un documento que lo certificaba. Sometiéndose a controles de la policía y cumpliendo con la obligación de pasar un examen médico dos veces por semana, obtenía el derecho profesional de alquilar su cuerpo al precio que se le antojara. Su oficio era reconocido como uno más entre otros, pero (he aquí el inconveniente de la moral) no del todo reconocido. Por ejemplo, si una prostituta vendía a un hombre su mercancía, esto es, su cuerpo, y luego él se negaba a pagarle el precio convenido, ella no podía demandarlo. De golpe y porrazo su reclamación (por turpem causa, como alegaba la ley) se convertía en inmoral y no contaba con la protección de las autoridades.

Ya en estos detalles se veía la contradicción en un modo de pensar que, por un lado, clasificaba a esas mujeres dentro de un gremio autorizado oficialmente, pero, por el otro, las colocaba individualmente como outcasts fuera del derecho común. Sin embargo la verdadera hipocresía consistía en manipularlo todo diciendo que tales restricciones sólo eran válidas para las clases más pobres. Una bailarina de ballet, que en Viena cualquier hombre podía tener a cualquier hora por doscientas coronas con la misma facilidad que a una prostituta de la calle por dos, no necesitaba, por supuesto, ninguna licencia profesional; las cortesanas incluso eran mencionadas en los periódicos, en las crónicas de las carreras de caballos o derbis, entre los asistentes de postín, precisamente porque pertenecían a la «sociedad». Asimismo, algunas de las intermediarias más distinguidas que proporcionaban mercancía de lujo a la corte, la aristocracia y la burguesía rica, actuaban al margen de la ley, que, dicho sea de paso, castigaba con duras penas de prisión la alcahuetería. La disciplina férrea, el control despiadado y la proscripción social sólo se aplicaban dentro del ejército de miles y miles de mujeres que con sus cuerpos y sus almas humilladas tenían que defender un concepto de la moral caduco y carcomido frente a las formas de vida libres y naturales.

Este inmenso ejército de la prostitución se dividía en varias categorías (del mismo modo que los ejércitos reales se dividen en distintos cuerpos, como la caballería, la artillería de campaña, la infantería y la artillería de plaza). En el mundo de la prostitución, a la artillería de plaza correspondía en primer lugar el grupo que tenía ocupadas determinadas calles de la ciudad, su cuartel general. Eran principalmente los lugares donde en otros tiempos, la Edad , Media, se había levantado la horca o una leprosería o un cementerio, y donde buscaban refugio las prostitutas no registradas, los verdugos y otros proscritos sociales; lugares, pues, que desde hacía siglos la burguesía prefería evitar. Las autoridades permitieron ahí algunas calles como mercado del amor; puerta con puerta, como en el Yoshiwara del Japón o en el Mercado de Pesaco de El Cairo, todavía en el siglo XX doscientas o quinientas mujeres, sentadas una al lado de otra, estaban expuestas en las ventanas de casas de planta baja: mercancía barata que trabajaba en dos turnos, el de día y el de noche.

A la caballería o a la infantería correspondía la prostitución ambulante: las numerosas chicas venales que buscaban clientes por las calles. En Viena, en general, se las llamaba «chicas de la rayita», porque la policía les señalaba con una raya invisible la parte de la acera que podían utilizar para sus fines publicitarios; de día y de noche, hasta el amanecer, arrastraban una falsa elegancia, comprada a duras penas, tanto si nevaba como si llovía, forzando la cara mal maquillada y ya cansada a una sonrisa seductora dedicada a todos los transeúntes. Hoy todas las ciudades me parecen más hermosas y humanas desde que ya no pueblan sus calles esos tropeles de mujeres hambrientas y tristes que ofrecían placer sin placer y que en su andar interminable de esquina a esquina terminaban siguiendo todas el mismo camino inevitable: el camino del hospital.

Pero tampoco bastaban masas semejantes para el consumo permanente. Los había que querían algo más cómodo y discreto que correr por las calles en busca de estos murciélagos revoloteantes o tristes pájaros del paraíso. Querían el amor más a sus anchas: con luz y calor, con música y baile y una apariencia de lujo. Para tales clientes existían las «casas de tolerancia», los burdeles. Allí, en un pretendido «salón» adornado con falso lujo, se reunían las chicas vestidas en parte con ropajes de dama elegante y en parte con negligés inequívocos.

Un pianista proporcionaba el entretenimiento musical, las parejas bebían, bailaban y conversaban antes de retirarse discretamente a un dormitorio; en muchas de esas casas, las más elegantes, sobre todo de París y de Milán, las que gozaban de una cierta fama internacional, un alma cándida podía caer en la ilusión de haber sido invitada a una casa particular con damas de la sociedad un poco traviesas. Visto desde fuera, las chicas de esas casas lo tenían mejor que las que deambulaban por las calles. No tenían que andar arriba y abajo, con el viento y la lluvia, por callejuelas embarradas, sino que esperaban en habitaciones calientes, llevaban buenos vestidos, comían en abundancia y, sobre todo, bebían en abundancia. Sin embargo, en realidad eran prisioneras de sus patronas, que las obligaban a comprarse aquellos vestidos a precios de usura y hacían tales malabarismos con los precios de la pensión, que incluso la muchacha más aplicada y resistente vivía siempre en una especie de prisión por deudas y no podía abandonar nunca la casa por propia voluntad.

Escribir la historia secreta de algunas de esas casas sería apasionante, y también fundamental como documento cultural de la época, porque albergaban secretos de lo más singular, aunque de sobra conocidos, desde luego, por las autoridades, normalmente tan estrictas. Existían puertas secretas y escaleras especiales por las que podían entrar miembros de la sociedad más selecta y, según dicen, también de la corte, sin que fueran vistos por los demás mortales. Había habitaciones con espejos y otras desde las cuales se podía mirar a escondidas las habitaciones contiguas, donde las parejas se recreaban sin sospechar nada.

Había disfraces, desde hábitos de monja hasta ropa de bailarina, encerrados en baúles y cofres para fetichistas especiales. Y era la misma ciudad, la misma sociedad y la misma moral que se indignaban cuando las muchachas montaban en bicicleta, que manifestaban que era una vergüenza para la dignidad de la ciencia el que Freud, a su manera tranquila, clara y penetrante, expusiera verdades que no querían admitir. El mismo mundo que defendía tan , patéticamente la pureza de la mujer toleraba esa horrible venta del propio cuerpo, la organizaba e incluso sacaba provecho de ella.

No nos dejemos, pues, inducir a error por la novelas y las historietas sentimentales de aquella época; fue una mala época para los jóvenes, los cuales tenían a las chicas herméticamente separadas de la vida y bajo el control de la familia, frenadas en su libre desarrollo físico y mental; una época que empujaba a los muchachos a secretos y disimulos por culpa de una moral que, en el fondo, nadie creía ni seguía. Las relaciones francas, sin prejuicios, lo que por ende para los jóvenes hubiese debido significar precisamente goce y felicidad según la ley natural, eran las peor toleradas. Y si alguien de aquella generación quisiera recordar con honradez sus primeros encuentros con mujeres, hallará pocos episodios en los que pueda pensar realmente con serena alegría, pues, además de la presión social, que obligaba a ir siempre con cuidado y a disimular, otro elemento ofuscaba el alma después y durante los momentos más efusivos: el miedo a la infección. También en este aspecto, la juventud de entonces salió perjudicada en comparación con la de hoy, porque no hay que olvidar que, cuarenta años atrás, las enfermedades venéreas eran cien veces más corrientes que hoy y, sobre todo, tenían consecuencias cien veces más peligrosas y tremendas, puesto que la medicina de entonces no sabía aún como tratarlas. No existía todavía la posibilidad científica de curarlas de un modo tan rápido y radical como hoy; en las clínicas universitarias, pequeñas y medianas, gracias a la terapia de Paul Ehrlich, a menudo transcurren semanas sin que el profesor pueda mostrar a los estudiantes un caso reciente de infección de sífilis; antes, las estadísticas del ejército y de las grandes ciudades mostraban que de cada diez jóvenes uno o dos por los menos eran víctimas de infecciones. Se advertía constantemente a los jóvenes del peligro; si uno andaba por las calles de Viena, podía leer sobre la fachada de una de cada seis o siete casas el letrero de «Especialista en enfermedades de la piel y venéreas», y al miedo a la infección encima se añadía el horror ante la forma enojosa y degradante de las curas de entonces, de las que el mundo de hoy tampoco sabe nada. Durante semanas y semanas el cuerpo entero de un infectado de sífilis era frotado con mercurio, algo que, a su vez, arrastraba otras consecuencias: se le caían las muelas y padecía otros males; la infortunada víctima de una casualidad fatal se sentía, pues, no sólo anímica, sino también psíquicamente sucia, y ni siquiera después de una de aquellas curas horribles podía el afectado estar seguro a lo largo de toda su vida de si el pérfido virus no despertaría de nuevo en su cápsula y, desde la médula espinal, no le paralizaría los miembros y le ablandaría el cerebro. No es extraño, pues, que muchos jóvenes de entonces, en cuanto se enteraban del diagnóstico, echaran mano del revólver, pues les resultaba insoportable el sentimiento de ser sospechosos, ante sí mismos y ante los familiares más próximos, de padecer una enfermedad incurable. A eso se añadían las demás preocupaciones de una vita sexualis practicada siempre a escondidas. Trato de ser fiel a mi memoria y apenas recuerdo a un solo compañero de mis años de juventud que no hubiera aparecido alguna vez con la cara pálida y la mirada alterada: fulano, porque estaba enfermo o temía enfermar; mengano, porque lo chantajeaban con un aborto; zutano, porque no tenía dinero para un tratamiento sin que se enterara la familia; el cuarto, porque no sabía cómo pagar los alimentos de un hijo que le endosaba una camarera; el quinto, porque le habían robado la cartera en un burdel y no se atrevía a denunciarlo. Mucho más dramática, y por otro lado menos limpia, mucho más tensa y a la vez opresiva era, pues, la juventud de aquella época pseudomoral, de lo que nos describen sus poetas de la corte. Al igual que en la escuela y en casa, tampoco en la esfera del eros se concedía a los jóvenes la libertad y la felicidad a las que estaban destinados por su edad.

, Era necesario resaltar todo esto en un cuadro fiel de la época porque muchas veces, cuando hablo con compañeros más jóvenes, de la generación de posguerra, tengo que convencerlos casi a la fuerza de que nuestra juventud, en comparación con la suya, no se hallaba en absoluto en una situación privilegiada. Cierto que, como ciudadanos, gozamos de más libertad que la generación actual, que está obligada a prestar el servicio militar, el servicio social y, en algunos países, a profesar ideologías de masas, una generación que, en resumidas cuentas, ha sido entregada a la arbitrariedad de una estúpida política mundial.

Podíamos dedicarnos sin trabas a nuestro arte predilecto, seguir nuestras inclinaciones intelectuales, moldear nuestra vida privada de un modo más individual y personal. Podíamos vivir más a lo cosmopolita, el mundo entero se abría ante nosotros. Podíamos viajar sin pasaporte ni permiso adonde nos diera la gana, nadie nos examinaba por razón de ideología, raza, origen o religión. Teníamos en verdad-y no lo niego en absoluto-inmensamente más libertad individual y no sólo la amábamos, sino que también la utilizábamos. Como muy bien dijo en cierta ocasión Freidrich Hebbel: «Cuando no nos falta el vino, nos falta la copa.» Rara vez una misma generación ha tenido ambas cosas; cuando la moral concede libertad al hombre, entonces es el Estado quien lo coacciona; si el Estado le da libertad, es la moral la que intenta moldearlo. Vivíamos el mundo más y mejor, pero los jóvenes de hoy viven su juventud más intensa y conscientemente. Cuando hoy veo a muchachos saliendo de escuelas y colegios, cuando los veo juntos, chicos y chicas, en una camaradería franca y despreocupada, sin falsa timidez ni pudor, en las aulas, practicando deportes y jugando, lanzándose a toda velocidad por la nieve sobre esquís, compitiendo en la piscina con la libertad de los antiguos, corriendo por el país en automóvil por parejas, hermanados en todas las formas de una vida sana y despreocupada, sin cargas interiores ni exteriores, cada vez tengo la impresión de que han transcurrido no cuarenta sino mil años entre ellos y nosotros, nosotros, que para dar y recibir amor teníamos que buscar siempre las sombras y los escondites. Con la mirada llena de sincero gozo, me doy cuenta de la tremenda revolución de costumbres que se ha producido en favor de los jóvenes, de cuánta libertad en la vida y en el amor han recuperado y de hasta qué punto esta nueva libertad los ha curado física y anímicamente; las mujeres me parecen más bellas desde que les está permitido mostrar libremente sus formas; su manera de caminar, más erguida; sus ojos, más claros; su conversación, menos artificial. Cuán distinta es la seguridad de la que se ha apropiado esta nueva juventud, que no tiene que rendir cuentas de sus actos a nadie excepto a ella misma y a su sentido de la responsabilidad, que se ha zafado del control de madres y padres, tías y maestros y que, desde hace mucho tiempo, ya no es capaz de imaginarse las inhibiciones, las intimidaciones y las tensiones con que nos agobió nuestra educación; una juventud que ya no conoce los rodeos y los disimulos con los que nosotros teníamos que conseguir-a escondidas, como algo prohibido-lo que ella considera, y con razón, su derecho propio. Afortunadamente, disfruta de su edad con el entusiasmo, el frescor, la alegría y la despreocupación que le son propios. Pero la felicidad más bella dentro de esta felicidad suya radica, a mi entender, en el hecho de que no se ve en la necesidad de mentir ante los demás, sino que puede ser sincera consigo misma y con sus deseos naturales.

Puede que, a causa de la despreocupación con la que van por la vida los jóvenes de hoy, les falte un poco de respeto por las cosas del espíritu que animaban nuestra juventud. Puede que, a fuerza de encontrar tan natural ese dar y recibir, hayan perdido bastantes cosas del amor que a nosotros nos parecían especialmente valiosas y atractivas, muchas inhibiciones secretas de timidez y pudor, mucha ternura en el afecto. Quizá ni siquiera se imaginan hasta qué punto los escalofríos de lo prohibido acrecientan misteriosamente el placer. Pero todo eso me parece insignificante ante el cambio liberador que representa el que los jóvenes de hoy estén exentos de miedos y depresiones y gocen plenamente de lo que en aquellos años nos era negado: el sentimiento de libertad y de seguridad en uno mismo.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO IV

STEFAN ZWEIG

 

«UNIVERSITAS VITAE»

Por fin llegó el momento largo tiempo deseado en que, junto con el último año del siglo, cerramos también detrás de nosotros la puerta del odiado instituto. Tras el examen final, aprobado a duras penas (porque, ¿qué sabíamos de matemáticas, física y las materias escolásticas?), el director nos obsequió con un discurso vibrante a todos los presentes, ataviados con levitas negras para tal solemne ocasión. Nos dijo que ya éramos adultos y teníamos que honrar a la patria con eficiencia y aplicación. Así se rompió una camaradería de ocho años; a partir de entonces han sido pocos los compañeros de galeras a los que he vuelto a ver. La mayoría nos matriculamos en la universidad y nos miraron con envidia los que debían conformarse con otras profesiones y actividades.

Y es que en aquellos tiempos ahora desaparecidos, en Austria, la universidad aún tenía una aureola especial, romántica. Ser estudiante otorgaba ciertas prerrogativas que situaban a los jóvenes académicos muy por encima de sus compañeros de la misma edad. Esta singularidad, anticuada quizás, era poco conocida en países no germánicos, por lo que su absurdidad y su anacronismo exigen una explicación. En su mayoría, nuestras universidades habían sido fundadas en la Edad Media, en una época, pues, en que la dedicación a la ciencia pasaba por ser algo extraordinario y, con el fin de atraer a los jóvenes al estudio, se les concedía ciertos privilegios de clase. Los escolares medievales no estaban sujetos a la justicia ordinaria, no podían ser detenidos ni molestados en sus colegios por los alguaciles, llevaban una indumentaria especial, tenían el derecho a batirse en duelo impunemente y eran reconocidos como un gremio cerrado con sus costumbres y vicios propios. Con el tiempo y la progresiva democratización de la vida pública, cuando todos los demás gremios y corporaciones medievales se disolvieron, en toda Europa se perdió esa situación de privilegio de los académicos; tan sólo en Alemania y en la Austria alemana, donde la conciencia de clase se imponía siempre a la democrática, los estudiantes continuaron aferrados a unos privilegios exentos de sentido desde hacía tiempo e incluso los convirtieron en un código estudiantil propio. El estudiante alemán, además del civil y general, sobre todo se arrogaba una clase especial de «honor»: precisamente el de ser estudiante. Quien le ofendiera tenía que darle «satisfacción», esto es, enfrentársele con armas en un duelo, siempre y cuando se mostrara «capaz de dar satisfacción». Y según esta presuntuosa valoración, no era capaz de dar satisfacción un comerciante o un banquero, por ejemplo, sino sólo alguien con formación académica, un graduado o un oficial: nadie más, entre millones de personas, podía participar en el singular honor de cruzar la espada con uno de esos mozos estúpidos y barbilampiños.

Por otro lado, para ser considerado un estudiante «en toda regla», era necesario haber «demostrado» la propia virilidad, es decir, haber salido airoso de tantos duelos como fuera posible e incluso llevar en la cara, en forma de «cicatrices», las marcas distintivas de tales heroicidades; unas mejillas lisas y una nariz sin marca eran indignas de un auténtico académico germánico. Y así, los estudiantes «de todos los colores», los que pertenecían a una corporación con distintivos de color, se veían obligados sin cesar, a fin de poder «batirse con cuantos más adversarios mejor», a provocarse mutuamente o a provocar a otros estudiantes y oficiales del todo pacíficos. Era en las salas de esgrima de las «corporaciones» donde se inculcaba esta noble y principal actividad a los nuevos estudiantes y, además, se los iniciaba en las costumbres de la asociación. Cada «zorro», es decir, novicio, era confiado a un hermano de la corporación, al que debía obediencia servil y el cual, a cambio, lo adiestraba en las nobles artes de su código de conducta o Komment: beber hasta vomitar, vaciar de un trago y hasta la última gota una jarra grande de cerveza (la prueba de fuego) para así corroborar gloriosamente que uno no era un «blando», o vociferar a coro canciones estudiantiles y escarnecer a la policía marcando el paso de la oca y armando jaleo por las calles de noche.

Todo eso era considerado «viril», «estudiantil» y «alemán», y cuando las corporaciones-con sus gorras y brazales de colores-desfilaban agitando sus banderas en sus «callejeos» de los sábados, esos mozalbetes simplones, llevados por su propio impulso hacia un orgullo absurdo, se sentían los auténticos representantes de la juventud intelectual. Miraban con desprecio a la «plebe», que no sabía apreciar como era debido la cultura académica y la virilidad alemana.

A un pequeño bachiller de provincias que llegaba inexperto a Viena, esa «vida de estudiante», alegre y arrojada, podía quizá parecerle la quintaesencia del romanticismo. Y, de hecho, notarios y médicos de pueblo de edad proyecta levantaban durante años sus ojos achispados hacia las garambainas de colores y las espadas colgadas en la pared en forma de cruz, orgullosos de sus cicatrices, vistas como marcas distintivas de su condición de «académicos». A nosotros, en cambio, esta actividad boba y brutal sólo nos producía asco, y cuando tropezábamos con una de esas hordas con brazales, doblábamos sabiamente la esquina; porque para nosotros, que teníamos por valor máximo la libertad individual, el gusto por la agresividad y a la vez por el servilismo de grupo representaban, con claridad meridiana, lo peor y lo más peligroso del espíritu alemán. Sabíamos, además, que tras ese romanticismo momificado se escondían objetivos prácticos astutamente calculados, puesto que la afiliación a una corporación «duelista» aseguraba a todos sus miembros la protección de los «viejos señores» que ya ocupaban altos cargos y les facilitaban la carrera. De la asociación de los «Borusianos», de Bonn, partía el único camino seguro hacia la carrera diplomática alemana; de las corporaciones católicas de Austria, el camino hacia las buenas prebendas del partido socialcristiano en el poder, y la mayoría de esos «héroes» sabían perfectamente que sus brazales de colores sustituirían en el futuro los estudios serios que ahora descuidaban y también que cuatro cicatrices en la frente podían llegar a ser un día mejor recomendación para un cargo que lo que estaba detrás de ella. La simple visión de aquellas rudas bandas militarizadas y sus caras cortadas, insolentemente provocadoras, me quitó las ganas de visitar los espacios universitarios; también otros estudiantes, deseosos de aprender de veras, evitaban el paraninfo para ir a la biblioteca y preferían entrar por la poco vistosa puerta trasera y así evitar cualquier encuentro con aquellos tristes héroes: En consejo de familia se había acordado desde hacía mucho tiempo que yo estudiaría en la universidad. Pero ¿por qué facultad me decidiría? Mis padres me dejaron escoger con toda libertad. Mi hermano mayor había entrado en la empresa industrial paterna, de modo que no había prisa alguna para el segundón. Al fin y al cabo se trataba de asegurar a la familia un título de doctor, no importaba cuál. Y, por una extraña coincidencia, a mí tampoco me importaba. En realidad yo, que desde hacía tiempo me había consagrado en cuerpo y alma a la literatura, no estaba interesado en ninguna de las ciencias que se enseñaban con vistas a una carrera, incluso albergaba una secreta desconfianza-que hoy todavía no ha desaparecido-hacia toda actividad académica. Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido vigencia, y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la universidad, ni siquiera al instituto. Incontables veces he visto confirmado en la vida práctica el hecho de que los libreros de viejo suelen conocer mejor los libros que los mismísimos catedráticos; que los tratantes en arte entienden más que los eruditos; que una buena parte de las iniciativas y los descubrimientos en todos los campos provienen de fuera de la universidad. Por muy práctica, útil y provechosa que pueda ser la actividad académica para los talentos medianos, yo la encuentro superflua para los espíritus creadores, en los que puede incluso tener un efecto contraproducente. Con sus seis o siete mil estudiantes, masificación que impedía de antemano el contacto personal, tan fecundo, entre profesores y alumnos, en una universidad como la nuestra de Viena, que, además, por una fidelidad exagerada a su tradición, había quedado rezagada respecto a su época, no vi a un solo hombre que me hubiera podido fascinar con su ciencia. Por eso el criterio que seguí en mi elección no fue el de ver qué especialidad ocuparía mejor mí espíritu, sino, al contrario, saber cuál me resultaría menos onerosa y me dejaría más tiempo y libertad para mi auténtica pasión. Finalmente me decidí por la filosofía-o, mejor dicho, por la filosofía «exacta», como la llamábamos en Viena, siguiendo el modelo antiguo-, aunque, a decir verdad, no por un sentimiento de vocación interior, puesto que mis capacidades para el puro pensamiento abstracto son muy exiguas. Todos mis pensamientos se forman, sin excepción, en contacto con los objetos, los acontecimientos y las figuras, soy completamente negado para lo puramente teórico y metafísico. De todas formas, el contenido propiamente dicho de la materia era muy reducido y en la filosofía «exacta» era más fácil que en ninguna otra asignatura ahorrarse la asistencia a clases y seminarios. Lo único que hacía falta era presentar una tesis al final del octavo semestre y pasar unos cuantos exámenes. De modo, pues, que me organicé el tiempo de antemano: durante tres años ¡me desentendería por completo de los estudios universitarios! Después, en el último curso, ¡haría un esfuerzo para dominar la materia escolástica y terminaría rápidamente cualquier tesis! En resumidas cuentas, la universidad acabó dándome lo único que quería de ella: unos cuantos años de total libertad para vivir a mi antojo y consagrarme al arte: universitas vitae.

Si repaso mi vida, recuerdo pocos momentos tan felices como los primeros de mi época universitaria sin universidad. Era joven y, por lo tanto, no sentía aún la responsabilidad de tener que hacer algo perfecto. Era bastante independiente, la jornada tenía veinticuatro horas y todas eran mías. Podía leer y hacer lo que quisiera, sin tener que rendir cuentas a nadie; la nube del examen académico aún no enturbiaba el claro horizonte, porque ¡cuán largos son tres años, comparados con el decimonoveno de tu vida! ¡Con qué riqueza, plenitud y exuberancia de sorpresas y obsequios los puedes configurar! Lo primero que hice fue una selección de mis poemas que creí implacable. No me avergüenza confesar que para mí, bachiller de diecinueve años recién salido del instituto, el olor más dulce del mundo, más que la esencia de las rosas de Shiraz, era la de la tinta de imprenta. Cada vez que un periódico cualquiera me aceptaba una poesía, la confianza en mí mismo, débil por naturaleza, recibía un nuevo impulso. ¿Por qué no dar ahora el salto definitivo e intentar publicar un volumen entero? El aliento de mis compañeros, que creían más en mí que yo mismo, resultó decisivo. Tuve la osadía de enviar mi manuscrito justo a la editorial que en aquel momento era la más representativa de la lírica alemana, Schuster & Löffler, editores de Liliencron, Dehmel, Bierbaum, Mombert, la generación que, junto con Rilke y Hofmannsthal, había creado la nueva lírica alemana. Y, ¡oh milagro!, uno tras otro fueron llegando esos momentos inolvidables de felicidad que jamás se vuelven a repetir en la vida de un escritor, ni siquiera después de sus éxitos más grandes: recibí una carta con la marca de imprenta de la editorial y la retuve nervioso en la mano, sin atreverme a abrirla.

Unos segundos después, conteniendo el aliento, leí que la editorial había decidido publicar el libro y que incluso se reservaba los derechos del siguiente. Recibí un paquete con las primeras galeradas que abrí presa de una gran agitación para ver el tipo de letra, la justificación (le las líneas y la forma embrionaria del libro, y más adelante, al cabo de unas semanas, el mismo libro, los primeros ejemplares, que no me cansaba de contemplar, palpar, comparar, una vez y otra y otra. Y, luego, la infantil excursión por las librerías para ver si ya tenían ejemplares en los escaparates, si los habían expuesto en un lugar visible o escondido discretamente en un rincón. Y, luego, la espera de cartas, de las primeras críticas, (le la primera respuesta de lo desconocido, de lo incalculable... todas esas tensiones, emociones y entusiasmos que envidio en secreto a todo joven que lanza su primer libro al mundo. Pero este entusiasmo mío no era sino un enamoramiento a primera vista, en absoluto petulancia. Da testimonio de la opinión que pronto me formé acerca de esos primeros versos el simple hecho de que no sólo no reedité Cuerdas de plata (tal era el título de aquella primera obra olvidada), sino que tampoco incluí ninguno de ellos en mis Poesías completas. Eran versos llenos de un vago presentimiento y de una inconsciente comprensión de sentimientos ajenos que no habían nacido de la propia experiencia, sino de la pasión por el lenguaje. De todas maneras, revelaban una cierta musicalidad y suficiente sentido de la forma como para llamar la atención de círculos interesados, y no me podía quejar de falta de aliento. Liliencron y Dehmel, los poetas líricos más importantes del momento, dedicaron cordiales elogios, ya de colega a colega, al joven de diecinueve años. Rilke, a quien yo tanto idolatraba, para corresponder al «libro tan bellamente producido», me mandó un ejemplar, dedicado «con gratitud», de la edición especial de sus últimos poemas, al cual salvé de las ruinas de Austria como uno de los recuerdos más queridos de mi juventud y me lo llevé a Inglaterra (¿dónde estará ahora?). Cierto que, al cabo de cuarenta años, ese primer obsequio amistoso de Rilke-el primero de muchos-se me antoja una irrealidad fantasmagórica y que su letra familiar me saluda desde el reino de los muertos. Pero la sorpresa más inesperada de todas se produjo cuando Max Reger, junto con Richard Strauss, el compositor vivo más grande de la época, me pidió permiso para musicar seis poesías de aquel volumen. ¡Cuántas veces las he escuchado desde entonces en conciertos: mis propios versos, que durante años había olvidado y rechazado, eran llevados más allá del tiempo por el arte fraternal de un maestro! De todos modos, los inesperados aplausos, acompañados también de amables críticas públicas, tuvieron la virtud de animarme a dar un paso que jamás habría emprendido, o por lo menos no tan pronto, debido a esa incurable desconfianza en mí mismo. Ya siendo bachiller, había publicado, además de poesías, narraciones cortas y ensayos en las revistas literarias de los «Modernos», pero nunca me había atrevido a ofrecer ninguno de esos intentos a un periódico importante y de gran difusión. En realidad, en Viena existía un solo órgano periodístico de primera fila, el Neueu Freie Presse, el cual, por su posición distinguida, por sus esfuerzos en favor de la cultura y por su prestigio político, significaba para toda la monarquía austro-húngara lo mismo que, poco más o menos, el Times para el mundo inglés y el Temps para el francés; ni siquiera los periódicos del imperio alemán daban muestras de semejante afán por alcanzar un nivel cultural representativo. Su editor, Moritz Benedikt, un hombre provisto de un don de organización fenomenal y de una incansable capacidad de trabajo, dedicó toda su energía, verdaderamente demoníaca, a superar a todos los periódicos alemanes en el campo de la literatura y la cultura. Cuando quería algo de un autor famoso, no reparaba en gastos, le mandaba diez o veinte telegramas seguidos y le concedía por adelantado sus honorarios, cualesquiera que fuesen; los números extraordinarios de Navidad y de Año Nuevo formaban, junto con sus suplementos literarios, volúmenes enteros que contaban con la colaboración de los nombres más insignes; en tales ocasiones, Anatole France, Gerhart Hauptmann, Ibsen, Zola, Strindberg y Shaw se reunían en las páginas de este periódico, que tanto ha contribuido a la orientación literaria de la ciudad y del país. De ideología liberal y, por supuesto, «progresista», firme y prudente en su actitud, el periódico representaba, de un modo ejemplar, el alto estándar cultural de la vieja Austria.

Este templo del «progreso» albergaba otro santuario singular, el llamado «Folletín», que, como los grandes periódicos de París, Temps y Journal des débats, publicaba los artículos más completos y profundos sobre poesía, teatro, música y arte en un suplemento especial, claramente separado de las efímeras páginas de la política y de las noticias del día.

En él sólo tenían voz las autoridades, los autores consagrados. Únicamente la solidez de las opiniones, una experiencia de muchos años basada en la comparación y una forma artística perfecta podían hacer que un autor ocupara ese lugar sagrado, tras años de maestría acreditada. Ludwig Speidel, un maestro del cabaret, y Eduard Hanslick gozaban allí de la misma autoridad papal, en cuanto al teatro y a la música, que Sainte-Beuve en París en sus Lundis; su «sí» o «no» decidía en Viena el éxito de una obra, una pieza de teatro o un libro y, por lo tanto, a menudo también el de una persona. Cada uno de sus artículos se convertía en el tema del día en las tertulias de los círculos intelectuales, era discutido, criticado, admirado o atacado y, si alguna vez aparecía un nuevo nombre entre los reconocidos y respetados «folletinistas» de siempre, ello se convertía en todo un acontecimiento. De la generación más joven tan sólo Hofmannsthal había sido admitido ocasionalmente con algunos de sus magníficos artículos; los autores más jóvenes debían conformarse con introducirse furtivamente, escondidos en la bibliografía de las últimas páginas. En principio, quien escribía en la primera página había grabado su nombre en mármol a los ojos de Viena.

Hoy no logro comprender cómo tuve valor para ofrecer un pequeño trabajo poético a la Neue Freie Presse, oráculo de mis padres y hogar de los siete veces ungidos. Pero al final pensé que a lo sumo podía esperar una negativa. El redactor del «Folletín» recibía visitas un solo día a la semana, de dos a tres, puesto que, con el turno regular de los colaboradores famosos y fijos, quedaba muy poco margen para la obra de un intruso. Con el corazón latiendo deprisa, subí las escaleras que conducían a su despacho y me hice anunciar. Al cabo de unos minutos el conserje regresó para decirme que el señor redactor me esperaba, y entré en la pequeña y estrecha habitación.

El redactor del folletín de la Neueu Freie Presse se llamaba Theodor Herzl y fue la primera personalidad de talla mundial con la que me encontré cara a cara... sin saber, desde luego, el cambio increíble que su persona estaba llamada a producir en el destino del pueblo judío y en la historia de nuestra época. Su situación era todavía equívoca e impredecible.

Había empezado con ensayos poéticos, aunque pronto demostró un brillante talento periodístico y se convirtió en el favorito del público vienés, primero como corresponsal en París y luego como folletinista de la Neue Freie Presse. Sus artículos, que todavía hoy cautivan por su riqueza de observaciones agudas y a menudo sabias, su elegancia estilística y su refinado charme, que jamás perdía su nobleza innata ni en el humor ni en la crítica, eran de lo más culto que se podía concebir en el campo periodístico y hacían las delicias de una ciudad educada en el gusto por lo sutil. Asimismo, había obtenido éxito en el Burgtheater con tina obra y actualmente era un hombre respetado, idolatrado por los jóvenes y querido por nuestros padres. f 'asta el día en que se produjo un hecho inesperado. El destino siempre sabe cómo encontrar la manera de atraer para sus fines secretos al hombre que necesita, aunque pretenda ocultarse.

Theodor Herzl había tenido en París una experiencia que le afectó hondamente, uno de esos momentos que transforman toda una vida: había asistido como corresponsal a la degradación pública de Alfred Dreyfus, había visto cómo le arrancaban las charreteras mientras éste, pálido, gritaba a viva voz: «¡Soy inocente!» Y en el fondo de su corazón había sabido en aquel instante que Dreyfus en efecto era inocente y que lo habían hecho culpable de aquella tremenda sospecha de traición por el simple hecho de ser judío. Pues bien, Theodor Herzl, ya en su época de estudiante, había padecido el destino judío en su íntegro orgullo varonil o, mejor dicho, gracias a su instinto profético, lo había presentido-«prepadecido» en toda su tragedia-en una época en que poco se podía augurar que sería un destino trágico. Con el sentimiento de haber nacido para ser líder-posición para la cual lo habilitaba un porte magnífico e imponente, además de una amplitud de miras y una mundología considerables-, había concebido el fantástico plan de poner fin, de una vez para siempre, al problema judío, uniendo el judaísmo con el cristianismo mediante un bautizo voluntario en masa. Siempre pensando de forma trágica, se había imaginado a sí mismo conduciendo en una larga procesión a los miles y miles de judíos de Austria a la iglesia de San Esteban para salvar para siempre, en un acto ejemplar y simbólico, al pueblo perseguido y sin patria de la maldición de la segregación y el odio. Pronto tuvo que reconocer lo inviable de este plan; la dedicación a sus quehaceres propios durante años lo había distraído del problema principal, en cuya «solución » veía él su verdadera misión; pero en el instante de la degradación de Dreyfus, el pensamiento del eterno exilio de su pueblo se le clavó en el pecho como un puñal. Si la segregación es inevitable, se decía a sí mismo, ¡que sea total! Si la humillación tiene que ser nuestro destino eterno, ¡aceptémosla con orgullo! Si sufrimos por ser apátridas, ¡creémonos una patria nosotros mismos! Y, así, publicó el opúsculo El estado judío en el que proclamaba que para el pueblo judío era imposible cualquier intento de asimilación, cualquier expectativa de tolerancia total. Era preciso fundar una nueva patria, la propia, en la vieja patria de Palestina.

Cuando apareció dicho opúsculo, conciso pero dotado del poder de penetración de una flecha de acero, yo todavía estudiaba en el instituto, pero recuerdo perfectamente la estupefacción y el enojo general de los círculos judeo-burgueses de Viena. ¿Qué le ha ocurrido, decían, a ese escritor por lo general tan juicioso, agudo y culto? ¿Qué tonterías dice y escribe? ¿Para qué debemos ir a Palestina? Nuestra lengua es el alemán y no el hebreo, nuestra patria es la bella Austria. ¿Por ventura no vivimos bien bajo el reinado del buen emperador Francisco José? ¿No nos ganamos la vida decentemente y disfrutamos de una posición segura? ¿No somos súbditos con los mismos derechos, ciudadanos leales y establecidos desde hace tiempo en esta querida Viena? ¿Y no vivimos en una época de progreso que en cuestión de pocas décadas habrá eliminado todos los prejuicios religiosos? ¿Por qué él, que habla como judío y dice que quiere ayudar a los judíos, da argumentos a nuestros peores enemigos e intenta separarnos, cuando cada día nos acercamos más y más al mundo alemán? Los rabinos se exaltaron en las sinagogas, el director de la Neueu Freie Presse prohibió mencionar siquiera la palabra sionismo en su periódico «progresista». El Tersitas de la literatura vienesa, el maestro de la burla venenosa, Karl Kraus, escribió otro opúsculo, Una corona para Sión y, cuando "Theodor Herzl entraba en el teatro, la gente de todas las filas susurraba, burlona: «Su majestad acaba de entrar.» Al principio Herzl pudo pensar que lo habían interpretado mal; Viena, la ciudad en la que se creía más seguro debido a su popularidad de muchos años, lo abandonaba, mofándose incluso de él. Pero luego la respuesta retumbó de pronto con tanta furia y éxtasis que Herzl casi se asustó al comprobar que, con unas docenas de páginas, había promovido un movimiento tan fuerte y que lo superaba. La respuesta no vino de los judíos burgueses del Oeste, bien situados y acomodados, sino de las ingentes masas del Este, del proletariado de los guetos de Galitzia, Polonia y Rusia. Sin sospecharlo, Herzl había avivado las ascuas del judaísmo que ardían bajo las cenizas del exilio: el milenario sueño mesiánico del retorno a la Tierra Prometida, confirmado por los libros sagrados; había avivado esa esperanza que era al mismo tiempo certeza religiosa, la única que todavía daba sentido a la vida de millones de personas pisoteadas y esclavizadas. Siempre que alguien, profeta o impostor, a lo largo de los dos mil años de golus o exilio tocaba esta cuerda, el alma entera del pueblo empezaba a vibrar, pero nunca como aquella vez, nunca con una re percusión tan arrebatada y clamorosa. Con unas docenas de páginas, un solo hombre había aglutinado a una masa dispersa y mal avenida.

Aquel primer momento, mientras la idea aún tenía formas inciertas de sueño, estaba destinado a ser el más feliz de la breve vida de Herzl. Tan pronto como comenzó a fijar sus objetivos en el espacio real, a unir fuerzas, tuvo que reconocer hasta qué punto se había vuelto dispar su pueblo entre los distintos pueblos y destinos; aquí los judíos religiosos, allá, los librepensadores; aquí los socialistas, allá los capitalistas; todos polemizando con todos en todas las lenguas y todos poco inclinados a someterse a una única autoridad. En aquel año de 1901 en que lo vi por primera vez, se hallaba en plena lucha y quizá también en lucha consigo mismo: todavía no creía lo bastante en su éxito como para renunciar a la posición que lo alimentaba a él y a su familia. Todavía tenía (lile repartir su tiempo entre la pequeña labor de periodista y la misión que constituía el núcleo de su vida. Todavía era el Theodor Herzl redactor del folletín quien une recibió entonces.

Theodor Herzl se levantó para saludarme y, sin querer, tuve la impresión de que el chiste irónico de «Rey de Sión» escondía algo de verdad: tenía un aspecto verdaderamente real, con una frente alta y ancha, unos rasgos claros, una barba de sacerdote, larga y de color negro casi azulado, y unos ojos melancólicos, de un azul intenso. Sus gestos ampulosos, un poco teatrales, no parecían afectados porque estaban condicionados por una grandeza natural, y nada de eso le habría hecho falta para impresionarme en aquella ocasión. Incluso ante el escritorio deslustrado y rebosante de papeles, en aquel despacho de redacción deplorablemente estrecho, con una sola ventana, daba la impresión de un jeque beduino del desierto; una chilaba blanca y holgada le habría quedado tan natural como el cutaway que llevaba, de corte impecable y confeccionado, a ojos vistas, de acuerdo con el modelo parisino.

Tras una breve pausa, intercalada a propósito (le encantaban estos pequeños efectos, según observé a menudo más adelante, que seguramente había estudiado en el Burgtheater), me tendió la mano condescendiente, pero a la vez benévolamente. Indicándome un sillón a su lado, me preguntó: -Me parece haber oído o leído su nombre en alguna parte. Poesías, ¿verdad? Tuve que asentir.

-Muy bien-se arrellanó en su asiento-. ¿Y qué me trae? Le dije que quería presentarle un pequeño trabajo en prosa y le entregué el manuscrito.

Examinó la portada, lo hojeó hasta la última página para calcular su extensión y luego se repantingó todavía más en su sillón. Con gran sorpresa por mi parte (no me lo esperaba) me di cuenta de que ya había empezado a leer el manuscrito. Leía despacio, poniendo cada nueva hoja en su sitio, sin levantar los ojos. Cuando hubo leído la última página, plegó cuidadosamente el manuscrito con gran ceremonia y, todavía sin mirarme, lo metió en un sobre y escribió algo encima. Sólo en aquel momento, después de tenerme en vilo lo suficiente con tantas maniobras misteriosas, levantó hacia mí sus grandes y oscuros ojos y me dijo con una solemnidad consciente y calmosa: -Me complace poderle decir que su hermoso trabajo ha sido aceptado para el folletín de la Neue Freie Presse.

Era como si Napoleón, en el campo de batalla, hubiera impuesto la cruz de caballero de la Legión de Honor a un joven sargento.

Puede parecer un episodio insignificante en sí, pero hay que ser vienés, y vienés de aquella generación, para entender el tirón hacia arriba que significaba semejante estímulo.

Gracias a él, de la noche a la mañana yo había ascendido, a los diecinueve años, a una posición prominente, y Theodor Herzl, que desde aquel momento me trató con bondad y afecto, aprovechó en seguida una ocasión casual para escribir, en uno de sus ulteriores artículos, que no había motivos para creer en la decadencia del arte en Viena. Todo lo contrario, junto a Hofmannsthal, había ahora una retahíla de jóvenes talentos de los que cabía esperar lo mejor, y mencionaba mi nombre en primer lugar. Siempre he considerado una distinción especial el que un hombre de la importancia y dignidad de Theodor Herzl fuese el primero en hablar a mi favor públicamente desde una posición destacada y, por lo tanto, de gran responsabilidad, y fue para mí una difícil decisión-en apariencia un acto de ingratitud-la de no querer asociarme activamente, incluso como codirector, a su movimiento sionista.

Lo cierto es que no conseguí establecer con él un auténtico vínculo; me extrañó sobre todo esa especie de falta de respeto, hoy seguramente inimaginable, con que se presentaban delante de la persona de Herzl sus propios correligionarios. Los orientales le reprochaban que no sabía nada del judaísmo, que no conocía siquiera sus costumbres; los economistas lo consideraban un folletinista; todo el mundo tenía objeciones que hacerle y no siempre de la manera más respetuosa. Yo sabía hasta qué punto le hubiera beneficiado a Herzl, precisamente entonces, el poder contar con personas leales, sobre todo jóvenes, y hasta qué punto las necesitaba, pero el espíritu pendenciero y egotista de esa oposición constante y la falta de subordinación sincera y cordial de su círculo me alejaron de un movimiento al que, llevado por la curiosidad, me había acercado, aunque sólo a causa de Herzl. En una ocasión en que hablamos del tema, le confesé abiertamente mi disgusto por la falta de disciplina en sus filas. Él sonrió con cierta amargura y me dijo: -No olvide que, desde hace siglos, estamos acostumbrados a jugar con problemas, a luchar con ideas. Y es que, desde hace dos mil años, los judíos no tenemos, históricamente hablando, ninguna práctica en dar a luz cosas reales. En primer lugar hay que aprender a entregarse incondicionalmente y yo mismo todavía no lo he aprendido a estas alturas, porque no hago otra cosa que escribir folletines y sigo siendo redactor del suplemento literario de la Neue Freie Presse, cuando mi deber tendría que consistir en no tener ningún otro pensamiento salvo el único y en no escribir una sola línea que no tratara de este tema. Pero ya estoy en camino de enmendarme. Primero quiero aprender yo a entregarme incondicionalmente y quizá luego lo aprenderán los demás.

Recuerdo aún que estas palabras me causaron una impresión muy profunda, porque ninguno de nosotros comprendía que Herzl tardara tanto en decidirse a renunciar al cargo que ocupaba en la Neue Freie Presse. Pensábamos que era por su familia. Hasta mucho más tarde el mundo no supo que no era por ese motivo y que Herzl había sacrificado a la causa incluso su fortuna personal. Y hasta qué punto había sufrido por este dilema no sólo me lo demostró la conversación referida, sino que también me dieron fe de ello muchos apuntes de sus Diarios.

Después volví a verlo unas cuantas veces más, pero de todos los encuentros sólo uno me ha quedado grabado como algo importante e inolvidable, quizá porque fue el último. Yo había venido desde el extranjero (instalado allí, me mantenía en contacto con Viena sólo por carta) y un día tropecé con él en el Parque Municipal. Era evidente que venía de la redacción, andaba despacio y algo cabizbajo, abstraído; ya no era aquel paso desgarbado de antes. Lo saludé cortésmente y quise pasar de largo, pero él corrió tras de mí, de pronto erguido todo él, y me tendió la mano: -¿Por qué se esconde? No tiene ninguna necesidad de hacerlo.

Encontró acertadas mis frecuentes huidas al extranjero.

-Es nuestra única salida-dijo-. Todo cuanto sé lo aprendí en el extranjero. Sólo allí se acostumbra uno a pensar con suficiente distancia. Estoy convencido de que aquí nunca habría tenido el ánimo para concebir aquella primera idea, me la habrían hecho trizas mientras todavía germinaba y crecía. Gracias a Dios, cuando la hice pública, ya todo estaba terminado y no pudieron hacer más que echar fuego por los ojos.

Luego habló con mucha amargura de Viena; era allí donde había encontrado los peores obstáculos y ya se habría cansado de todo, si no hubiesen llegado nuevos impulsos de fuera, sobre todo del Este y también de A América.

-En resumidas cuentas-dijo-, mi error fue empezar demasiado tarde. A sus treinta años, Viktor Adler era ya el líder de la socialdemocracia, en sus primeros tiempos de lucha, los mejores, por no hablar de los grandes hombres de la historia. Si usted supiera cómo sufro pensando en los años perdidos... ¡por no haberme lanzado antes a mi misión! Si mi salud fuera tan buena como mi voluntad, todavía habría esperanza, pero los años II() se recuperan.

Lo acompañé todavía un rato camino de su casa. Se detuvo ante la puerta, me dio la mano y dijo: -¿Por qué no viene a verme? Nunca me ha visitado en casa. Llámeme antes y dejaré el trabajo.

Se lo prometí, firmemente decidido a no cumplir la promesa, porque cuanto más quiero a alguien, más respeto su tiempo.

No obstante, fui a verlo, y no muchos meses más tarde. La enfermedad que lo había empezado a doblegar lo abatió de golpe y sólo pude acompañarlo hasta el cementerio. Fue en un día singular, un día de julio, inolvidable para quienes lo vivimos. De repente empezaron a llegar a todas las estaciones de la ciudad, en cada tren, de día y de noche, gentes de todos los reinos y países; de pronto, judíos orientales y occidentales, rusos y turcos, de todas las ciudades y provincias, acudieron en masa, llevando todavía en el rostro el horror de la noticia; en ningún momento se percibió con tanta claridad lo que antes las disputas y habladurías habían ocultado: que la persona a la que llevaban a enterrar era el líder de un gran movimiento. Fue una procesión interminable. Viena se percataba de repente de que no había muerto tan sólo un escritor o un poeta mediocre, sino también uno de esos creadores de ideas que surgen victoriosos en un país, en un pueblo, sólo muy de vez en cuando. En el cementerio se produjo un tumulto; demasiada gente se precipitó sobre el ataúd, llorando, sollozando y gritando en un estallido impetuoso de desesperación; fue un delirio, casi un ataque de histeria; una especie de luto elemental y extático rompió con el orden de un modo nunca visto en un entierro. Y este dolor inmenso, que fluía a borbotones de lo más profundo de todo un pueblo de millones de seres, me dio por primera vez la me,- &líela de la pasión y la esperanza que aquel hombre singular y solitario había esparcido por el mundo con la f fuerza de su idea.

Donde más repercusión tuvo mi admisión solemne en el Suplemento Literario de la Neue Freie Presse fue en ni vida privada. Gracias a ella adquirí una seguridad inesperada ante mi familia. Mis padres eran poco dados a la literatura y no se atrevían a dar su opinión; para ellos, como para toda la burguesía vienesa, era importante todo lo que la Neue Freie Presse alababa e insignificante todo lo que el periódico ignoraba o censuraba. I ,o que salía publicado en el «Folletín» les parecía estar garantizado por una autoridad suprema, ya que quien juzgaba y sentenciaba desde sus páginas inspiraba respeto por el solo hecho de ocupar posición tan elevada. Pues bien, imagínese el lector una de esas familias que todos los días pasea su mirada, con respeto y esperanza, por la primera página del periódico y una buena mañana descubre, incrédula, que al descuidado y desordenado muchacho de diecinueve años que se sienta a su propia mesa, que jamás ha sobresalido en la escuela y cuyos garabatos habían aceptado con indulgencia como chiquilladas «inofensivas» (de todas formas, una ocupación mejor que jugar a cartas o flirtear con muchachas atolondradas), se le había permitido el uso de la palabra en aquel lugar de tanta responsabilidad, entre hombres humosos y experimentados, para exponer sus opiniones ( no muy apreciadas hasta entonces en casa). Si yo hubiera escrito las más bellas poesías de Keats, Hölderlin o Shelley, no habría causado un cambio tan radical en todo mi círculo de conocidos; cuando entraba en el teatro, la gente señalaba al enigmático benjamín que se había introducido misteriosamente en el sacro y vedado recinto de los Ancianos y Dignos. Y como publicaba a menudo, casi regularmente, en el «Folletín», pronto corrí el riesgo de convertirme en un personaje local distinguido y respetado; sin embargo, evité ese peligro a tiempo, cuando una mañana sorprendí a mis padres con la noticia de que el próximo semestre quería estudiar en Berlín. Y mi familia me respetaba demasiado-o, mejor dicho, respetaba demasiado la Neue Freie Presse, bajo cuya sombra dorada me cobijaba-como para no concederme este deseo.

Huelga decir que no tenía intención de «estudiar» en Berlín. Como en Viena, sólo fui a la universidad dos veces en un semestre: una para matricularme y otra para que me certificaran mi supuesta asistencia a clase. En Berlín yo no buscaba clases ni profesores, sino una especie de libertad superior y más perfecta aún. En Viena, a pesar de todo, me sentía todavía atado al ambiente. Mis colegas literatos con los que trataba procedían casi todos del mismo estrato judeoburgués que yo; en una ciudad tan pequeña, donde todo el mundo se conocía, yo seguía siendo irremisiblemente el hijo de una «buena» familia y estaba harto de la llamada «buena» sociedad. Quería, para variar, una sociedad declaradamente «mala», una forma de existencia natural, incontrolada. Ni siquiera había comprobado quién enseñaba filosofía en la Universidad de Berlín; me bastaba con saber que la «nueva» literatura de allá tenía más impulso, un aire más activo que entre nosotros, que allí se podía conocer a Dehmel y a otros poetas de la nueva generación, que ininterrumpidamente se creaban revistas, cabarets y teatros; en una palabra, que allí, como dicen los vieneses, «algo pasaba».

En verdad llegué a Berlín en un momento histórico muy interesante. Desde 1870, cuando Berlín había pasado de ser la insípida, pequeña y nada rica capital del reino de Prusia a convertirse en la ciudad residencial del emperador alemán, esa insignificante población situada a orillas del Spree había adquirido un auge considerable. Pero aún no había recaído en Berlín el liderazgo en el campo artístico y cultural; Munich, con sus pintores y poetas, era considerada el centro del arte propiamente dicho; la Ópera de Dresde dominaba en el terreno de la música y sus palacetes atraían a elementos valiosos; pero sobre todo Viena, con su secular tradición, su concentración de fuerzas y su talento natural, todavía superaba en mucho a Berlín. Sin embargo, en los últimos años, con el rápido avance económico de Alemania, las cosas fueron tomando otro cariz. Los grandes consorcios financieros y las familias opulentas se trasladaron a Berlín, y una nueva prosperidad, del brazo de un audaz espíritu emprendedor, ofreció a la arquitectura y al teatro unas posibilidades mayores que en cualquier otra ciudad alemana. Los museos se ampliaron bajo la protección del emperador Guillermo, el teatro encontró en Otto Brahm a un director ideal y, precisamente porque allí no existía una verdadera tradición ni una cultura milenaria, la ciudad seducía a los jóvenes y los alentaba a experimentar. Y es que tradición significa también rémora. Viena, ligada a la antigüedad, idólatra de su pasado, se mostraba cauta y expectante ante los jóvenes y sus audaces experimentos. En cambio en Berlín, que quería configurarse rápidamente y cobrar una forma personal, los jóvenes buscaban la novedad. Era muy natural, pues, que acudiesen allí desde todas las partes del imperio, incluso desde Austria, y los éxitos dieron la razón a los de más talento; el vienés Max Reinhardt hubiera tenido que esperar pacientemente dos décadas en Viena para alcanzar la posición que en Berlín obtuvo en dos años.

Fue precisamente en aquel momento de transición entre una simple capital y toda una metrópoli cuando llegué a Berlín. La primera impresión, después de la ufana belleza de Viena heredada de grandes antepasados, fue algo decepcionante: la decisiva tendencia a expandirse hacia el Oeste, donde debía desarrollarse la nueva arquitectura en el lugar de las casas un tanto presuntuosas del Tiergarten, justo acababa de empezar; las calles Friedrich y Leipzig, que estaban aún arquitectónicamente desiertas y mostraban su desmañada suntuosidad, seguían siendo el centro de la población. A suburbios como Wilmersdorf, Nikolassee y Steglitz, sólo se podía llegar penosamente en tranvía; llegar a los lagos de la Marca, con su áspera belleza, constituía entonces una expedición con todas las de la ley. Salvo la vieja «Unter den Linden», no existía un centro propiamente dicho, no existía un corso como en nuestro Graben y, gracias al viejo espíritu ahorrador prusiano, faltaba por entero una elegancia general. Las mujeres iban al teatro vestidas con ropas de mal gusto, confeccionadas por ellas mismas, por doquier se echaba de menos la mano ágil, diestra y pródiga que, tanto en Viena como en Paris, sabía convertir una minucia barata en una encantadora superfluidad.

En todos los detalles se notaba el espíritu ahorrador y tacaño de Federico el Grande; el café era aguado y malo, porque se economizaba hasta el último grano; la comida era sosa, sin gracia ni sabor. Por doquier reinaba la limpieza y un orden estricto y meticuloso, en lugar de nuestra fogosidad musical. Por ejemplo, el rasgo para mí más característico era el contraste entre las patronas de mi Viena y las de Berlín. La vienesa era una mujer alegre, parlanchina, que no lo tenía lodo limpio e inmaculado, que olvidaba, atolondrada, Ora esto ora aquello, pero siempre estaba dispuesta a hacer cualquier favor con entusiasmo. La berlinesa era correcta y lo tenía todo pulcro y aseado, pero en la primera cuenta del mes encontré escrito con una letra impecable, perpendicular, hasta el más pequeño servicio que se me había prestado: pfennigs por coser el botón de irnos pantalones, por quitar una mancha de tinta de la mesa, y así hasta el final de la lista, donde, bajo una raya trazada enérgicamente, la suma de todos los esfuerzos ascendía a 67 pfennigs. Al principio me reía de estas cosas, pero lo más curioso es que, al cabo de pocos días, yo mismo sucumbí a ese penoso sentido del orden prusiano y por primera y última vez en mi vida llevé mi contabilidad en una meticulosa agenda de gastos.

Había llegado de Viena provisto de toda una serie de encargos. Pero no cumplí ninguno, porque el sentido de mi escapada consistía precisamente en huir de la atmósfera protegida y burguesa y, en su lugar, vivir sin compromiso alguno y dependiendo sólo de mí mismo. Quería tratar única y exclusivamente con personas cuyo conocimiento se debiera tan sólo a mis afanes literarios, y con personas cuanto más interesantes mejor. Al fin y al cabo, no en vano había leído La Bohéme y a mis veinte años tenía que atraerme la posibilidad de llevar una vida parecida.

No tuve que buscar mucho para encontrar un círculo semejante, formado por gentes de lo más abigarradas. Hacía tiempo que, desde Viena, había colaborado en la principal revista de los «Modernos» berlineses, que, casi irónicamente, se llamaba Die Gesellschaft (La sociedad) y estaba dirigida por Ludwig Jacobowski. Este joven poeta había fundado, poco antes de morir, un cenáculo con el nombre seductor para los jóvenes de Die Kommenden (Los venideros), que se reunía una vez por semana en el primer piso de un café de la plaza Nollendorf.

En ese círculo enorme, copiado de la Closerie des lilas de París, se concentraba gente de lo más variada: poetas y arquitectos, esnobs y periodistas, muchachas ataviadas de escultoras o artesanas, estudiantes rusos y escandinavas rubias casi albinas, que querían perfeccionar su alemán. Y Alemania misma tenía allí representantes de todas las provincias: westfalianos fornidos, bávaros bonachones, judíos silesianos; todos se enfrascaban en acalorados debates, con total soltura. De vez en cuando se leían poemas y dramas, pero el objetivo principal era conocernos los unos a los otros. En medio de esos jóvenes, que se comportaban adrede como bohemios, estaba sentado, enternecedor como un papá Noel, un hombre mayor, de barba gris, respetado y querido por todos, porque era un poeta y un bohemio auténtico: Peter Hille. Este septuagenario, siempre envuelto en su abrigo gris de invierno que escondía un traje completamente raído y una ropa muy sucia, miraba con sus azules ojos de perro, cándidos y bondadosos, al singular tropel de muchachos que lo rodeaba; complaciente, siempre se dejaba seducir por nuestra insistencia para que se sacara de los bolsillos sus manuscritos arrugados y nos leyera sus poemas. Eran poesías de índole muy variada, en realidad improvisaciones de un genio de la lírica, aunque provistas de una forma demasiado suelta, demasiado casual. Las escribía en el tranvía o en el café, a lápiz, luego las olvidaba y, en el momento de leerlas, le costaba volver a encontrar las palabras en el rozo de papel borrado y manchado. Nunca tenía dinero, pero eso no le preocupaba, hoy se invitaba a dormir en casa de éste, mañana en casa de aquél, y su olvido del mundo y su falta total de ambición tenían una cierta autenticidad conmovedora. La verdad es que nadie comprendía cómo y cuándo aquel hombre de los bosques había ido a parar a la gran ciudad de Berlín y qué buscaba allí. Pero no buscaba nada, no quería ser famoso ni agasajado y, sin embargo, gracias a su carácter soñador y poético, vivía más libre y despreocupado que otros a los que he conocido más tarde. A su alrededor alborotaban y se desgañitaban los ambiciosos polemistas; él escuchaba indulgentemente, a veces levantaba el vaso hacia alguno de ellos con un amable saludo, pero casi nunca intervenía en la conversación. Se tenía la impresión de que, incluso durante el alboroto más furioso, los versos y las palabras se buscaban dentro de su cabeza desgreñada y un poco cansada, sin llegar a tocarse ni encontrarse.

La sinceridad y la inocencia que emanaban de aquel candoroso poeta-hoy olvidado incluso en Alemania-desviaba quizás intuitivamente mi atención del presidente electo de los «Venideros», a pesar de que era un hombre con unas ideas y palabras que más adelante habrían de ser decisivas para muchísima gente en el momento de escoger su forma de vida. En la persona de Rudolf Steiner-a quien más tarde sus partidarios dedicaron, como fundador de la antroposofía, las escuelas y academias más suntuosas donde enseñar su teoría-encontré de nuevo, después de Theodor Herzl, a un hombre llamado por el destino a servir de guía a millones de seres. Como individuo, no parecía tanto un líder como Herzl, pero era más seductor. Sus ojos oscuros albergaban una fuerza hipnótica y yo lo escuchaba mejor y con más sentido crítico cuando no lo miraba, porque su cara ascética y macilenta, marcada por la pasión intelectual, era muy apropiada para producir un gran efecto de persuasión, y no sólo en las mujeres. En aquella época, Rudolf Steiner no había elaborado aún su propia teoría, sino que se hallaba todavía en la etapa de investigación y aprendizaje; a veces nos leía comentarios sobre la teoría de los colores de Goethe, cuya imagen, en su exposición, se tornaba más fáustica, más paracélsica. Era emocionante escucharlo, porque su erudición era asombrosa y, comparada sobre todo con la nuestra, que se limitaba exclusivamente a la literatura, de una variedad espléndida. De sus conferencias y de más de una charla privada con él, yo siempre volvía a casa impresionado y un tanto abatido. No obstante, si hoy me pregunto si en aquellos momentos hubiera profetizado a aquel joven tanta influencia filosófica y ética en las masas, para vergüenza mía debería decir que no. De su espíritu investigador esperaba grandes cosas para la ciencia y no me habría sorprendido demasiado oír hablar de un gran descubrimiento biológico logrado gracias a su genio intuitivo, pero cuando, muchos años más tarde, vi en Doruach el grandioso Goetheanum, aquella «Escuela de la sabiduría» que los alumnos habían fundado en su nombre como academia platónica de la «antroposofía», me sentí más bien decepcionado de que su influencia se hubiera inclinado tanto hacia amplios aspectos de la vida real que eran, en parte, incluso banales. No me permito emitir ningún juicio sobre la antroposofía, porque hasta ahora no veo claro qué pretende y qué significa; creo incluso que, en esencia, su fuerza seductora nacía no de una idea, sino de la fascinante personalidad de Rudolf Steiner. Sin embargo, para mí fue de un provecho incalculable conocer a un hombre de tanta fuerza magnética, y precisamente en aquella primera etapa, en que todavía se comunicaba con los más jóvenes amistosamente y sin dogmatismos. En su saber fantástico y a la vez profundo descubrí que la verdadera universidad-de la que, con nuestra petulancia de bachilleres, creíamos habernos adueñado ya-no se alcanzaba a fuerza de lecturas y discusiones pasajeras, sino sólo con años de agotadores esfuerzos.

Pero en la época de asimilación, cuando resulta fácil entablar amistades y aún no se han solidificado las diferencias sociales y políticas, un hombre joven aprende más de aquellos que se afanan como él que de los que ya han superado esta etapa. Entonces me di cuenta de nuevo, aunque en un plano superior y más internacional que en el instituto, de cuán fecundo es el entusiasmo colectivo. Mientras que mis amigos vieneses procedían casi todos de la burguesía (e incluso nueve de cada diez, le la burguesía judía, con lo cual no hacíamos sino duplicarnos y multiplicarnos en nuestras aficiones y deseos), los jóvenes de aquel mundo nuevo venían de las más diversas capas sociales, de arriba, de abajo, uno de la aristocracia prusiana, otro era hijo de un armador de Hamburgo, el tercero provenía de una familia de campesinos de Westfalia; de pronto me encontré viviendo en un círculo en que había auténticos pobres, vestidos con ropas remendadas y zapatos agujereados, una esfera, pues, con la que no había tenido contacto en Viena. Me sentaba a la misma mesa que bebedores empedernidos, homosexuales y morfinómanos, di la mano-y con orgullo-a un estafador archiconocido y condenado a prisión (más adelante publicó sus memorias y entró así en nuestro grupo de escritores). Todo lo que a duras penas había creído de las novelas realistas se acercaba y se reunía en los pequeños cafés y fondas donde me introdujeron, y, cuanto peor era la fama de alguien, más ávido se volvía mi interés por conocerlo personalmente. Por otro lado, hay que decir que este amor o curiosidad especial por las gentes expuestas a un peligro me ha acompañado durante toda mi vida; incluso en los años en que hubiera convenido ser más escrupuloso, los amigos me regañaban a menudo por la clase de gente amoral, poco de fiar y francamente comprometedora con la que trataba. Quizá la esfera de solidez de la cual procedía y el hecho de que hasta cierto punto me sentía agobiado por el complejo de «seguridad», hacían que me parecieran fascinantes todos aquellos que dilapidaban con desprecio la vida, el tiempo, el dinero, la salud y la reputación: los apasionados, los monomaníacos de la simple existencia sin objetivos; y tal vez el lector observará en mis novelas y narraciones cortas esa predilección por las naturalezas indómitas y de vida intensa. También se añadía a todo aquello la atracción por lo exótico y extranjero; prácticamente cada uno de aquellos hombres era un regalo de un mundo extraño para mi curiosidad. En el dibujante E. M. Lilien, hijo de un pobre maestro tornero ortodoxo de Drohobycz, encontré por primera vez a un auténtico judío del Este y conocí a través de él un judaísmo de una fuerza y de un fanatismo pertinaz desconocidos para mí. Un joven ruso me tradujo los pasajes más bellos de Los hermanos Karamázov, una obra que en aquel entonces era todavía desconocida en Alemania; una muchacha suiza me enseñó por primera vez cuadros de Munch; frecuentaba talleres de artistas (si bien malos) para observar su técnica; un adepto me introdujo en un círculo espiritista; experimenté la vida en sus mil formas y variedades y no me hastié. La intensidad, que en el instituto había desplegado sus fuerzas sólo en sus meras formas-la rima, el verso y las palabras-, se proyectó ahora sobre las personas; desde la mañana hasta la noche, en Berlín siempre me encontraba en compañía de gente nueva, siempre distinta, que me entusiasmaba, me defraudaba e incluso me estafaba. Creo que ni en diez años me he recreado en tanta compañía intelectual como en aquel escaso semestre berlinés, el primero de total libertad.

Mirándolo bien, parecía lógico que una variedad tan inusual de estímulos tuviera que significar un aumento extraordinario de mis ganas de crear. Pero, en realidad, ocurrió justo lo contrario. Mis pretensiones de antes, exageradamente hinchadas por la exaltación intelectual del instituto, se deshincharon poco a poco. Cuatro meses después de su publicación, no entendía de dónde había sacado el valor para editar aquel volumen de poemas inmaduros; seguía pensando que mis versos eran una buena obra de artesanía, mañosa e incluso en parte remarcable, que habían nacido de un ambicioso gusto por jugar con la forma, pero ahora me resultaban artificiales en cuanto al contenido. Igualmente, a raíz de aquel contacto con la realidad, noté en mis primeras narraciones un olor a papel perfumado; escritas con una ignorancia total de las realidades, mostraban una técnica de segunda mano, copiada siempre de otros. Una novela, terminada hasta el último capítulo, que había llevado conmigo a Berlín para hacer feliz a mi editor, no tardó en servir para encender la estufa, porque mi fe en la competencia de mi formación de bachiller había recibido un fuerte golpe con aquella primera ojeada a la vida real. Era como si hubiera retrocedido dos cursos en el colegio. De hecho, después de mi primer volumen de versos, introduje una pausa de seis años antes de publicar el segundo, y sólo tres o cuatro años después publiqué mi primer libro de prosa; siguiendo el consejo de Dehmel, por el cual todavía hoy le estoy agradecido, aproveché el tiempo traduciendo de lenguas extranjeras, cosa que aún considero la mejor manera, para un poeta joven, de entender el espíritu de la propia lengua de un modo profundo y productivo. Traduje los poemas de Baudelaire, algunas de Verlaine, Keats y William Morris, un pequeño drama de Charles van Lerberghe y una novela de Camille Lemonnier pour me faire la main. Cada lengua, con sus giros propios, se resiste a ser recreada en otra y desafía las fuerzas de la expresión, que de otro modo no se suelen movilizar espontáneamente, y esta lucha por arrancar a la lengua extranjera lo más propio que tiene y forzar la lengua propia a incorporarlo con la misma plasticidad siempre ha significado para mí una clase especial de goce artístico.

Como esa labor callada y, a decir verdad, poco agradecida, exige paciencia y constancia, virtudes que en el instituto rehuí con ligereza y osadía, me apeteció de manera especial; y es que en esa modesta actividad de transmisión de valores artísticos ilustres encontré por primera vez la seguridad de estar haciendo algo práctico e inteligente, una justificación de mi existencia.

Desde entonces vi claro en mi interior el camino que debía seguir en los años venideros: ¡ver mucho, aprender mucho y sólo después empezar de verdad! ¡No presentarme ante el mundo con publicaciones precipitadas, antes de saber bien lo esencial del mundo! Berlín, con su poderoso mordiente, no había hecho sino aumentar mi sed. Y miré a mi alrededor buscando en qué país iba a pasar las vacaciones de verano. Escogí Bélgica. A finales del siglo este país había tomado un alto vuelo artístico y en cierto modo incluso había superado a Francia en intensidad.

Khnopff y Rops en la pintura, Constantin Meunier y Minne en las artes plásticas, Van der Velde en las industriales, Maeterlinck, Eekhoud y Lemonnier en la poesía, dieron la medida, sublime, de la nueva fuerza europea. Pero sobre todo me fascinó Emile Verhaeren, porque marcó un camino completamente nuevo a la lírica. Lo descubrí en cierto modo en privado, puesto que era del todo desconocido en Alemania y la literatura oficial lo había confundido durante mucho tiempo con Verlaine, del mismo modo que había confundido a Rolland con Rostand. Y amar a alguien uno solo quiere decir amarlo dos veces.

Tal vez convendría insertar aquí una breve digresión. Nuestra época vive demasiado intensamente y demasiado deprisa como para guardar buena memoria de las cosas y no sé si el nombre de Emile Verhaeren significa todavía algo hoy en día. Verhaeren fue el primer poeta francés que intentó dar a Europa lo que Walt Whitman dio a América: una declaración de fe en la época, en el futuro. Había empezado a amar el mundo moderno y quería conquistarlo para la poesía. Mientras que para los demás la máquina era el mal, las ciudades la fealdad y el presente la antipoesía, él se entusiasmaba con cada nuevo invento, con cada conquista técnica; y se entusiasmaba con su propio entusiasmo y lo hacía deliberadamente para sentirse más fuerte en esa pasión suya. Los poemitas iniciales se convirtieron en un torrente de grandes himnos. Admirez-vous les uns les autres era su consigna para los pueblos de Europa. Todo el optimismo de nuestra generación, un optimismo incomprensible desde hace tiempo en la época actual-la época de la recaída más horrible-, halló en él su primera expresión poética, y algunas de sus mejores poesías durante mucho tiempo darán testimonio de la Europa y la humanidad que soñábamos entonces.

En realidad, había ido a Bruselas para conocer a Verhaeren. Pero Camille Lemonnier, el vigoroso autor de Mále, hoy injustamente relegado al olvido y de quien yo mismo traduje una novela al alemán, me dijo con gran pesar que Verhaeren casi nunca salía de su aldehuela para ir a Bruselas y que, además, en aquel momento se encontraba ausente. Para resarcirme del desengaño me presentó muy amablemente a otros artistas belgas. Así conocí al anciano maestro Constantin Meunier, ese heroico trabajador y grandioso escultor del mundo del trabajo, y, después de él, a Van der Stappen, cuyo nombre prácticamente ha desaparecido de los libros de historia del arte; sin embargo, ¡qué hombre tan agradable era ese flamenco bajito y mofletudo y con qué cordialidad me recibieron él y su esposa, alta, gruesa y risueña! Me mostró sus obras, hablamos largo rato de arte y literatura en aquella mañana clara y serena, y la bondad de ambos me hizo perder pronto toda timidez. Con la mayor franqueza les expresé mi pesar por no haber podido encontrar en Bruselas al hombre por quien, a fin de cuentas, había hecho el viaje: Verhaeren.

¿Había hablado demasiado? ¿Había dicho quizás algún disparate? Sea como fuere, me di cuenta de que tanto Van der Stappen como su esposa habían empezado a sonreír y a intercambiarse miradas furtivas. Noté que mis palabras habían despertado una complicidad secreta entre ellos. Me sentí cohibido y estaba a punto de despedirme, pero ambos me lo impidieron obligándome a quedarme a comer y no admitiendo excusa alguna de mi parte.

Aquella sonrisa enigmática pasó de nuevo de linos ojos a otros. Tuve la impresión de que, si existía algún secreto, carecía de malicia. Y renuncié gustoso al viaje previsto a Waterloo.

Pronto llegó mediodía; estábamos ya sentados en el comedor-situado en la planta baja, como en todas las casas belgas-y desde la sala mirábamos hacia la calle cuando, de repente, una sombra se paró bruscamente ante la ventana. Unos nudillos golpearon el cristal al tiempo que la campanilla sonaba con estridencia.

-Le voilá!-dijo la señora Van der Stappen levantándose, y con paso firme y cansino entró... él, Verhaeren. A primera vista reconocí el rostro que desde tiempo atrás los retratos me habían hecho familiar. Como tantas otras veces, también aquel día Verhaeren había sido invitado a la casa y, cuando el matrimonio supo que yo lo buscaba en vano por toda la comarca, ambos cónyuges se pusieron de acuerdo con una mirada en no decirme nada sobre ello y sorprenderme con su presencia a la hora del almuerzo. Y ahora lo tenía ante mí, sonriendo por la broma que le acababan de contar. Por primera vez sentí el apretón firme de su mano nervuda, por primera vez capté su mirada clara y bondadosa. Como siempre, venía, por decirlo así, cargado de experiencia y entusiasmo. Mientras empezaba a servirse sin andarse con cumplidos, ya se puso a hablar. Nos contó que había estado con unos amigos en una galería y aún ardía de entusiasmo. Fuese adonde fuese, siempre regresaba a casa así, eufórico por todo lo que había visto, por cualquier experiencia casual, y ese entusiasmo se había convertido en él en un hábito sagrado; le salía de la boca como una llamarada, y sabía subrayar las palabras con gestos expresivos. Ya con la primera palabra llegaba al corazón de la gente, porque era un hombre completamente abierto, accesible a todo lo nuevo sin rechazar nada, dispuesto a favor de todo. Era como si se lanzara al encuentro de la gente con todo su ser y, como en aquella primera ocasión, tuve la suerte de vivir cien veces más ese choque impetuoso y subyugador con otras personas. Sin saber aún nada de mí, me honró con su confianza, simplemente porque supo que sentía predilección por su obra.

Después de comer, otra grata sorpresa siguió a la primera. Van der Stappen, que desde hacía tiempo quería cumplir un deseo propio y de Verhaeren, llevaba varios días trabajando en un busto del poeta; hoy debía tener lugar la última sesión. Mi presencia, dijo Van der Stappen, era un simpático regalo del destino, puesto que precisamente le hacía falta alguien que hablara con el demasiado inquieto y nervioso hombre mientras éste posaba como modelo para, así, hablando y escuchando, animarle el semblante. He aquí, pues, que durante dos horas contemplé intensamente aquel rostro inolvidable, de frente ancha, surcada ya siete veces por arrugas de años difíciles y tapada por cabellos rizados y de color de hierro oxidado, una cara de textura áspera, cubierta por una piel rojiza, curtida por el viento, un mentón saliente como una roca y encima del fino labio, un bigote estilo Vercingetórix, grande, espeso y de puntas caídas. Su nerviosismo se concentraba en las manos, unas manos estrechas, hábiles, finas y, sin embargo, fuertes, cuyas venas palpitaban enérgicas bajo la delgada piel. Toda la fuerza de su voluntad descansaba en sus anchos hombros de campesino, en comparación con los cuales la cabeza, nervuda y huesuda, casi parecía demasiado pequeña; únicamente cuando apresuraba el paso se notaba su energía. Sólo ahora, cuando contemplo el busto (ninguna otra obra de Van der Stappen está tan lograda como la que creó en aquel momento), me doy cuenta de cuán real es y con qué plenitud capta la esencia de aquel hombre. Es el documento de una grandeza poética, el monumento a una fuerza imperecedera.

En aquellas tres horas llegué a querer a la persona tanto como la he querido después toda mi vida. Su modo de ser poseía una seguridad que en ningún momento daba la impresión de petulancia. No dependía del dinero, prefería una vida rural a escribir una sola línea que valiera sólo para el momento. No dependía del éxito, no se afanaba por acrecentarlo con concesiones, favores y camaraderie: le bastaban los amigos y su lealtad. Se mantuvo independiente y libre incluso de la tentación más peligrosa para la personalidad, la de la fama, cuando al fin llegó al punto culminante de su vida. Se mantuvo abierto en todos los sentidos, sin el lastre de las inhibiciones, sin sentir la turbación de la vanidad; un hombre libre, contento, fácilmente propenso a cualquier entusiasmo. A su lado se sentía uno reanimado por su voluntad de vivir.

He aquí, pues, que yo, el joven, lo tenía ante mí en carne y hueso: al poeta tal como lo había deseado, tal como lo había soñado. Y ya en aquel primer momento, en el instante en que lo conocí personalmente, la decisión estaba tomada: servir a aquel hombre y a su obra. Fue una decisión ciertamente temeraria, pues aquel poeta que cantaba a Europa todavía era poco conocido entonces en la propia Europa y yo sabía de antemano que la traducción de su monumental obra poética y de sus tres dramas en verso me robarían dos o tres años de creación propia. Pero al tiempo que tomaba la decisión de consagrar todas mis fuerzas, todo mi tiempo y toda mi pasión al servicio de una obra ajena, me daba a mí mismo lo mejor: una misión moral. Mis búsquedas y tentativas inciertas tenían desde aquel momento un sentido. Y si hoy tuviera que aconsejar a un joven escritor todavía inseguro sobre el camino que emprender, trataría de convencerlo de que primero sirviera a una obra mayor como actor o traductor. Cualquier servicio abnegado ofrece más seguridad al artista novel que la creación propia y todo lo que se hace con espíritu de sacrificio no es en vano.

En aquellos dos años que dediqué casi exclusivamente a traducir la obra poética de Verhaeren y a preparar una biografía suya, emprendí también muchos viajes, en parte para dar conferencias en público. Y recibí una inesperada recompensa, en apariencia ingrata, por mi dedicación a la obra de Verhaeren: sus amigos en el extranjero se fijaron en mí y pronto se convirtieron también en mis amigos. Y, así, un día vino a visitarme Ellen Key, esa maravillosa sueca que, con una audacia. sin precedentes en aquella época refractaria y de miras estrechas, luchaba en pro de la emancipación de la mujer y que en su libro El siglo del niño incidió, mucho antes que Freud, en la vulnerabilidad psíquica de los jóvenes; en Italia, ella me presentó a Giovanni Cena y me introdujo en su círculo literario, y también gracias a ella conseguí a otro amigo importante en la persona del noruego Johan Bojer. Georg Brandes, el maestro internacional en historia de la literatura, se interesó por mí y, gracias a mi propaganda, el nombre de Verhaeren pronto fue más conocido en Alemania que en su propio país. Kainz, el más grande de los actores, y Moissi recitaron en público poemas de Verhaeren en mi traducción. Y Max Reinhardt llevó al teatro alemán su drama El monasterio: podía darme por satisfecho.

Pero he aquí que entonces llegó el momento de recordar que había contraído otro compromiso, aparte del que tenía con Verhaeren. Debía acabar finalmente mi carrera universitaria y llevar a casa el birrete de doctor en filosofía. Se trataba de aprender en pocos meses toda la materia escolástica que los estudiantes más aplicados se habían esforzado por tragar durante casi cuatro años: me pasé las noches empollando con Erwin Guido Kolbenheyer, un amigo literario de juventud, a quien hoy quizá no le guste recordar esto, porque se ha convertido en uno de los poetas y académicos oficiales de la Alemania de Hitler.

Pero no me pusieron un examen difícil. El benévolo catedrático, que me conocía demasiado por mi actividad literaria como para vejarme con nimiedades, me dijo, sonriente, en una conversación privada previa: -¡No preferirá examinarse de lógica exacta! Y, efectivamente, poco a poco me fue llevando hacia dominios en los que me sentía más seguro. Era la primera vez que aprobaba un examen con un sobresaliente y espero que también sea la última. Ahora era un hombre libre en mi vida exterior y todos los años posteriores, hasta el día de hoy, no los he dedicado sino a la lucha-cada vez más ardua en estos tiempos actuales-por mantenerme libre también en la interior.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO V

STEFAN ZWEIG

 

PARÍS, LA CIUDAD DE LA ETERNA JUVENTUD

Corno regalo para el primer año de libertad que había conquistado me prometí a mí mismo París. Conocía esta ciudad inagotable sólo superficialmente, por dos visitas anteriores, y sabía que, quien de joven pasa allí un año, guarda de ella un recuerdo incomparable de felicidad a lo largo de toda su vida. Un joven con los sentidos despiertos en ninguna otra parte se encuentra tan identificado con el ambiente como en esta ciudad que se da a todo el mundo y en la que, no obstante, nadie ahonda nunca del todo.

Sé perfectamente que el París de mi juventud, que tenía y daba alas, ya no existe; quizá ya nunca recuperará aquella maravillosa despreocupación después de que la mano más dura de la Tierra lo marcara tiránicamente con el estigma del bronce. En el momento de iniciar estas líneas se acercaban, devastadores, las tropas y los tanques alemanes, como una masa gris de termitas, con el fin de destruir de cuajo el colorido divino, la alegría feliz, el esplendor y el florecimiento inmarchitable de aquella armoniosa obra de creación. Y ahora ha ocurrido: la bandera con la cruz gamada cuelga de la torre Eiffel, las negras tropas de asalto desfilan provocadoras por los Campos Elíseos de Napoleón y, desde lejos, comparto los espasmos de los corazones en los hogares y las miradas humilladas de los antes bonachones burgueses, cuando las botas altas de los conquistadores pisan sus familiares cafés y bistrots. Creo que ninguna desgracia personal me ha afectado, conmocionado y desesperado tanto como la humillación de esta ciudad que, como ninguna otra, había sido agraciada con el don de hacer feliz a todo aquel que se acercara a ella. ¿Podrá dar un día a futuras generaciones lo que nos dio a nosotros: la enseñanza más sabia, el ejemplo más admirable de ser a la vez libre y creadora, estar abierta a todos y enriquecerse cada vez más en esa hermosa prodigalidad? Lo sé, lo sé, no es sólo París la que sufre hoy; tampoco el resto de Europa volverá a ser en décadas lo que fue antes de la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, las tinieblas que sumieron a Europa todavía no han llegado a disiparse del todo sobre el horizonte del continente, antes tan claro; la amargura y la desconfianza entre un país y otro, entre un hombre y otro, han permanecido como un veneno devorador en su cuerpo mutilado. A pesar de todo el progreso que el cuarto de siglo de entreguerras ha traído en el campo social y técnico, en nuestro pequeño mundo de Occidente no existe ninguna nación que no haya perdido una parte ingente del placer de vivir y de la libertad de espíritu de antaño. Harían falta días y días para describir cuán confiados e infantilmente alegres eran antes los italianos, incluso los que vivían en la pobreza más cruda, cómo se reían y cantaban en las trattorie e inventaban chistes ingeniosos sobre su pésimo governo, mientras que ahora tienen que marcar el paso con ademán sombrío, el mentón erguido y el corazón apesadumbrado. ¿Podemos imaginarnos aún a un austriaco, tan tranquilo y sosegado en su carácter bonachón, confiando con la devoción de antaño en su señor emperador y en los dioses que les dieran una vida tan holgada? A los rusos, los alemanes, los españoles, ya nadie sabe cuánta libertad y alegría les ha chupado de la médula el cruel y voraz espantajo del «Estado». Todos los pueblos saben una sola cosa: que una sombra extraña se cierne, larga y pesada, sobre su vida. Nosotros, sin embargo, que todavía conocimos el mundo de la libertad individual, sabemos, y podemos dar fe de ello, que en otros tiempos Europa disfrutó de su juego de colores calidoscópico. Y nos estremecemos al ver cómo nuestro mundo se ha entenebrecido, esclavizado y encarcelado gracias a su furia suicida.

Pues sí, en ninguna parte, repito, en ninguna parte como en París se podía percibir con más deleite la despreocupación de la vida, ingenua y, sin embargo, admirablemente sabia, lo que confirmaban gloriosamente la belleza de sus formas, el clima templado, la riqueza y la tradición. Cada uno de nosotros, los jóvenes, absorbíamos una parte de esa ligereza y así también contribuíamos a ella; chinos y escandinavos, españoles y griegos, brasileños y canadienses, todos se sentían como en casa junto al Sena. No había coacciones, se podía hablar, pensar, reír y soltar tacos tanto como se quería, todo el mundo vivía a su gusto, acompañado o solo, dilapidando o ahorrando, con lujo o como un bohemio, había sitio para cualquier extravagancia y se atendían todas las eventualidades. Existían restaurantes sublimes, con todos sus hechizos culinarios, con vinos de doscientos y trescientos francos, y coñacs pecaminosamente caros de los días de Marengo y Waterloo; pero también se podía comer y beber casi con la misma magnificencia en cualquier tienda de marchand de vin en la esquina de al lado. En los restaurantes del Quartier Latín llenos a rebosar de estudiantes servían por cuatro sous las futilidades más deliciosas antes y después de un suculento bistec y, además, vino blanco o tinto y una barra de pan blanco exquisito, tan larga como un árbol. Se podía vestir como uno quería; los estudiantes se paseaban por el bulevar Saint-Michel con sus coquetones birretes; los rapíns, estudiantes de escuelas de pintura, se confeccionaban pastos con amplios sombreros que parecían setas gigantes y románticas chaquetas de terciopelo negro; los obreros caminaban despreocupados, con sus blusas azules o en mangas de camisa, por el bulevar más elegante; las nodrizas, con sus cofias bretonas de grandes pliegues, y los taberneros, con sus delantales azules. No hacía falta que fuera precisamente un 14 de julio para que, pasada la medianoche, unas cuantas parejas jóvenes se pusieran a bailar en medio de la calle; y la policía los contemplaba riendo: al fin y al cabo, ¡la calle era de todos! Nadie se sentía incómodo ante nadie; las chicas guapas no se avergonzaban de ir del brazo de un negro color azabache y de entrar con él en el primer petít hotel. ¿Quién se preocupaba en París de espantajos como raza, clase y origen, que no fueron hinchados sino más tarde? Cualquiera iba, hablaba y dormía con quien quería y le importaban un rábano los demás. Ah, se tenía que haber conocido el Berlín de antes para amar a París de veras, se tenía que haber vivido el servilismo voluntario de Alemania, con su conciencia de clase, angulosa y dolorosamente cortante, donde la esposa del oficial no «se hablaba» con la del maestro ni ésta con la del tendero y ésta aún menos con la del obrero. En París, en cambio, el legado de la Revolución corría todavía vivo por las venas; el proletario se sentía un ciudadano tan libre e importante como su patrono; el camarero, en el café, daba la mano al general con sus galones, de colega a colega; las pequeñas burguesas, diligentes, formales y limpias, no fruncían el ceño cuando tropezaban con la prostituta del rellano, sino que charlaban con ella todos los días en la escalera y sus hijos le regalaban flores. En una ocasión vi entrar en un restaurante elegante (el Laure, cerca de la Madeleine) a unos campesinos normandos ricos que venían de un bautizo, retumbando con sus pesadas botas igual que cascos de caballo, vestidos con el traje típico de su pueblo, el pelo untado con tanta pomada que su olor llegaba hasta la cocina. Hablaban a gritos y, cuanto más bebían, más gritaban, y sin miramiento alguno golpeaban los muslos de sus obesas mujeres. No les molestaba en absoluto sentarse como auténticos labriegos entre fracs relucientes y vestidos elegantes, pero tampoco el camarero de cara afeitada como un huevo fruncía las cejas, como habría hecho en Alemania o Inglaterra ante unos clientes tan rústicos, sino que les servía con tanta cortesía y corrección como si fuesen ministros o excelencias, y al maítre d'hótel incluso le hizo gracia saludar cordialmente a unos clientes tan poco formales.

París sólo conocía la coexistencia de contrastes, no había Arriba ni Abajo; no existía una frontera visible entre las calles de lujo y los sucios pasajes de al lado y por doquier reinaban la misma animación y alegría. En los patios de los suburbios tocaban los músicos ambulantes, desde las ventanas se oía cantar a las midinettes mientras trabajaban; por doquier y en todo momento se oía cómo hendía el aire una carcajada o un amable grito de amistad. Si de vez en cuando dos cocheros echaban pestes el uno del otro, al rato se daban la mano y bebían juntos un vaso de vino al tiempo que abrían unas cuantas ostras (a precios irrisorios). Nada era difícil ni formal. Las relaciones con las mujeres se entablaban con facilidad y con la misma facilidad se rompían, no había roto tan feo que no encontrase a su descosido, cualquier joven encontraba a una muchacha alegre y nada cohibida por la falsa modestia. Ah, ¡qué fácil y qué bien se vivía en París, sobre todo si uno era joven! El solo vagar por las calles ya era un placer y, a la vez, una lección permanente, porque todo estaba abierto a todos: por ejemplo, se podía entrar en una librería de viejo y hojear libros durante un cuarto de hora sin que el dueño refunfuñara y gruñera; se podía entrar en las pequeñas galerías, ver y tocar en las tiendas de bríc-á-brac, gorrear en las subastas del hotel Drouot y charlar con las institutrices en los jardines; no era fácil detenerse cuando uno había empezado a callejear, la calle le atraía a uno como un imán y le mostraba cosas nuevas sin cesar, como un calidoscopio. Cuando uno se cansaba, se podía sentar en la terraza de uno de los diez mil cafés y escribir cartas en el papel que le daban gratis y dejar que los vendedores ambulantes le exhibieran un montón de objetos absurdos e inútiles. Una sola cosa era difícil: quedarse en casa o volver a casa, sobre todo cuando estallaba la primavera, la luz resplandecía plateada y blanda sobre el Sena, los árboles de los bulevares empezaban a espesarse de verde y las muchachas llevaban, prendidos con agujas, ramilletes de violetas a un sou cada uno; pero la verdad es que no hacía falta la primavera para estar de buen humor en París.

En la época en que la conocí, la ciudad no había llegado todavía a fundirse en una sola mole, como lo ha hecho hoy gracias al metro y los autobuses; todavía eran dueños de la circulación los formidables ómnibus tirados por pesados y humeantes caballos. A decir verdad, la forma más cómoda de descubrir París era desde la «imperial», desde el primer piso de aquellas anchas carrozas o desde los coches de punto abiertos, que tampoco corrían a galope tendido. De todas formas, ir entonces de Montmartre a Montparnasse aún seguía siendo un pequeño viaje y, teniendo en cuenta el sentido del ahorro de los pequeños burgueses de París, se puede tener por muy creíble la leyenda según la cual todavía había parisinos de la ríve droíte que nunca habían estado en la rive gauche y niños que sólo habían jugado en el jardín de Luxemburgo y nunca habían visto el de las Tullerías o el parque Monceau. El buen ciudadano o el concierge gustaban de quedar chez soí, en su barrio; se creaban su pequeño París dentro del gran París y, por la misma razón, cada uno de sus pequeños arrondissements conservaba aún su carácter definido e incluso provinciano. Y así, para un forastero, hasta cierto punto era toda una decisión escoger dónde plantar su tienda. El Quartíer Latín ya no me atraía. A los veinte años, en una breve visita a París, fui a ese barrio directamente desde la estación; la primera tarde ya me había sentado en el café Vachette y, respetuosamente, había pedido que me mostraran el lugar de Verlaine y la mesa de mármol que golpeaba, furioso, con su macizo bastón siempre que estaba borracho, para hacerse respetar. En su honor, yo, acólito abstemio, había bebido una copa de absenta, a pesar de que no me sabía nada bien ese brebaje verde, pero me creía obligado, como joven respetuoso, a observar en el Quartíer Latín el ritual de los poetas líricos de Francia; en aquella época, por un sentido de la forma, habría preferido más que nada vivir en un quinto piso, en una buhardilla cerca de la Sorbona, para poder participar de un modo más fiel de la «auténtica» atmósfera del Quartíer Latín, tal como la conocía de los libros. A los veinticinco años, en cambio, ya no me sentía tan ingenuamente romántico, el barrio estudiantil me parecía demasiado internacional, demasiado poco parisiense. Y, por encima de todo, no quería escoger mi alojamiento permanente de acuerdo con reminiscencias literarias, sino para hacer mi trabajo lo mejor posible. Busqué por todas partes. El París elegante, los Campos Elíseos, no me servían en absoluto para este propósito, y menos aún el barrio en torno al Café de la Paix, donde se reunían todos los extranjeros ricos de los Balcanes y, excepto los camareros, nadie hablaba francés. Para mí tenía más encanto la zona tranquila, sombreada por iglesias y conventos, de Saint-Sulpice, donde también les gustaba vivir a Rilke y a Suárez; donde más hubiera deseado fijar mi residencia era en la isla de SaintLouis, para estar unido a ambos lados de París a la vez, la ríve gauche y la ríve droíte.

Pero, paseando, conseguí encontrar, ya en mi primera semana, algo todavía más bello.

Caminando lentamente por las galerías del Palaís descubrí que entre las casas de ese grandioso carré, construidas simétricamente en el siglo XVIII por el príncipe Philippe Égalité, había un único palacio, antaño elegante, que había perdido su esplendor y se había convertido en un hotelito algo primitivo. Pedí que me enseñaran una habitación y comprobé, encantado, que desde la ventana tenía vistas a los jardines del Palais Royal, los cuales permanecían cerrados a partir de la caída de la noche. Entonces no se oía más que el zumbido apagado de la ciudad, confuso y rítmico como el oleaje incesante de una costa lejana; las estatuas resplandecían a la luz de la luna y, en las primeras horas de la mañana, el viento a veces traía desde las cercanas Halles el suave aroma de verduras. En esa histórica manzana del Palais Royal habían vivido los poetas y los hombres de Estado de los siglos XVIII y XIX; enfrente estaba la casa en la que antas veces Balzac y Victor Hugo habían subido los cien escalones estrechos que conducían a la buhardilla de la poetisa Marceline Desbordes- Valmore, tan querida por mí; allí resplandecía, marmóreo, el lugar desde donde Camine Desmoulins había llamado al pueblo a la toma de la Bastilla; allí estaba el soportal en el que el pobre tenientecillo Bonaparte buscaba a una protectora entre las damas que paseaban, no precisamente muy virtuosas. Desde cada una de aquellas piedras hablaba la historia de Francia, en el corazón de París. Recuerdo que en una ocasión me visitó André Gide y que, asombrado por tanto silencio en el centro mismo de París, dijo: «Tienen que ser los extranjeros quienes nos enseñen los lugares más bellos de nuestra propia ciudad.» Y, efectivamente, no hubiera podido encontrar nada más parisino y a la vez más aislado que aquel estudio romántico sito en el mismísimo centro de la esfera de influencia de la ciudad más animada del mundo.

¡Las calles que recorrí entonces, las cosas que vi y busqué, llevado por mi impaciencia! Pues no sólo quería conocer aquel París de 1904, sino que también buscaba con los sentidos y el corazón el París de Enrique IV y Luis XIV, el de Napoleón y la Revolución, el París de Rétif de la Bretonne y Balzac, de Zola y Charles Louis Philippe, con todas sus calles, sus personajes y acontecimientos. Como siempre en Francia, aquí vi demostrado de modo convincente hasta qué punto una gran literatura, interesada por la verdad, devuelve a su pueblo la fuerza inmortalizadora que la ha creado, y es que todo París me era ya familiar en espíritu, gracias al arte descriptivo de los poetas, novelistas, historiadores y costumbristas, antes de que lo viera con mis propios ojos. El encuentro personal no me hacía sino revivirlo, la contemplación física se convirtió de hecho en un reconocimiento, en ese placer de la anagnórisis griega que Aristóteles ensalza como el más grande y misterioso de los goces artísticos. Y, sin embargo, no se conoce la parte más íntima y oculta de un pueblo o una ciudad a través de los libros, ni siquiera a través de paseos incansables, sino única y exclusivamente a través de sus mejores hombres. Sólo a partir de la amistad intelectual con los vivos podemos formarnos una idea de las relaciones reales entre pueblo y país; toda observación desde fuera sólo consigue darnos una imagen falsa y precipitada.

Amistades de esta índole me fueron dadas, y la mejor fue la de Léon Bazalgette.

Gracias a mi estrecha relación con Verhaeren, a quien visitaba dos veces por semana en Saint- Cloud, estaba protegido del peligro de ir a parar, como la mayoría de extranjeros, al círculo de pintores y literatos internacionales-expuesto a todas las inclemencias-que poblaban el Café du Dóme y que, en el fondo, eran los mismos que en todas partes, en Munich, en Roma o en Berlín. Con Verhaeren, en cambio, yo frecuentaba a los escritores que, en medio de esta ciudad voluptuosa y apasionada, vivían sólo para su trabajo, cada uno en su silencio creador como en una isla solitaria; aún pude visitar el estudio de Renoir y a los mejores de sus discípulos. Externamente, las vidas de estos impresionistas, cuyas obras hoy en día se pagan a miles de dólares, no se distinguían en nada de las de los pequeños burgueses y rentistas; una casita cualquiera, con un estudio anejo, sin nada de «escenificaciones», como las que en Munich exhibían Lenbach y otras celebridades, con sus villas lujosas que imitaban las pompeyanas.

Con la misma sencillez que los pintores vivían los poetas, con los cuales pronto intimé personalmente. En su mayoría, ocupaban un pequeño cargo oficial que les exigía muy poco trabajo; la gran consideración hacia la labor intelectual, que en Francia iba desde las posiciones inferiores hasta las más altas, había generado desde mucho tiempo atrás el sabio método de otorgar sinecuras discretas a poetas y escritores que no podían vivir de los beneficios de su trabajo; por ejemplo, los nombraban bibliotecarios del ministerio de Marina o del Senado.

Esto les proporcionaba un pequeño sueldo y muy poco trabajo, porque los senadores pocas veces pedían libros y así el afortunado poseedor de semejante prebenda podía escribir versos con comodidad y tranquilidad durante su jornada laboral en el elegante palacio del Senado y con los jardines de Luxemburgo delante de la ventana, sin tener que pensar en los honorarios.

Otros eran médicos, como más tarde Duhamel y Durtain, o tenían una pequeña galería de arte, como Charles Vildrac, o eran profesores de instituto, como Romains y Jean Richard Bloch, o trabajaban por horas en la agencia Ha-vas, como Paul Valéry, o ayudaban en las editoriales.

Pero ninguno de ellos tenía las pretensiones de sus sucesores-echados a perder por el cine y las grandes tiradas de sus obras-de fundamentar rápidamente su existencia soberana sobre la base de una primera inclinación artística. Lo que los escritores querían de esas pequeñas ocupaciones, elegidas sin ambición alguna, no era sino ese mínimo de seguridad en la vida exterior que les garantizara la independencia necesaria para su obra interior. Gracias a esa seguridad, podían prescindir de los grandes y corruptos periódicos de París, escribir sin cobrar para sus pequeñas revistas, mantenidas siempre a base de sacrificios personales, y tolerar tranquilamente que sus obras se representasen sólo en pequeños teatros literarios y que al principio su nombre fuera conocido sólo en algunos círculos reducidos; durante décadas, sólo una minúscula élite tuvo conocimiento de Claudel, Péguy, Rolland, Suárez y Valéry. Eran los únicos que, en medio de una ciudad apremiada y ajetreada, no tenían prisa. Vivir y trabajar tranquilamente para un círculo tranquilo, lejos de la foire sur la place, era más valioso para ellos que darse importancia y no se avergonzaban de vivir como pequeños burgueses y con estrecheces a cambio de poder pensar con libertad y audacia en el campo artístico. Sus mujeres cocinaban y administraban la casa; las veladas entre camaradas transcurrían de forma sencilla y, por lo tanto, mucho más cordial. Se sentaban en sillas baratas de rejilla alrededor de una mesa cubierta de cualquier manera con un mantel a cuadros: no era en absoluto un ambiente más distinguido que el del mecánico del mismo rellano, pero uno se sentía allí libre y desenvuelto. No tenían teléfono, ni máquina de escribir, ni secretaria, evitaban los aparatos técnicos tanto como al aparato intelectual de la propaganda, escribían sus libros a mano, como mil años atrás, y ni siquiera en las grandes editoriales, como la del Mercure de France, había dictáfono ni otros ingenios sofisticados. No se despilfarraba en nada de cara al exterior, por prestigio u ostentación; todos esos jóvenes poetas franceses vivían como todo el mundo, por el placer de vivir, aunque en su forma más sublime: el placer del trabajo creador. ¡Cómo corrigieron estos nuevos amigos míos, con su pulcritud humana, la imagen que yo tenía del poeta francés! ¡Cuán diferente era su modo de vivir del descrito por Bourget y por los demás novelistas famosos de la época, que identificaban el «salón» con el mundo! ¡Y cómo me aleccionaron sus mujeres sobre la imagen criminalmente falsa de la mujer francesa que en nuestro país habíamos sacado de los libros, la imagen de una mujer mundana, preocupada sólo por correr aventuras, dilapidar y aparentar! Jamás he visto amas de casa mejores y más reposadas que en aquel círculo fraternal, ahorradoras, modestas y alegres incluso en las circunstancias más difíciles, haciendo milagros como por arte de magia en un hornillo, cuidando de los hijos y, sin embargo, fielmente vinculadas a la vida intelectual de sus maridos. Sólo quien ha vivido en esos círculos como amigo, como compañero, conoce de veras la auténtica Francia.

Lo que tenía de extraordinario Léon Bazalgette (ese amigo de mis amigos, cuyo nombre ha sido injustamente olvidado en la mayoría de trabajos sobre la nueva literatura francesa), lo que tenía de extraordinario, digo, en medio de aquella generación de escritores era el hecho de que utilizaba su fuerza creadora exclusivamente en favor de obras ajenas y así reservaba toda su espléndida intensidad para las personas que amaba. En él, «camarada» nato, he conocido en carne y huesos al tipo absoluto de persona que se sacrifica, al verdadero abnegado, para quien la única misión en la vida consiste en ayudar a conseguir que los valores esenciales de la época estén en vigor y que ni siquiera se entrega al legítimo orgullo de ser ensalzado como su descubridor o promotor. Su entusiasmo activo no era sino una función natural de su conciencia moral. De aspecto un tanto militar, aunque ferviente antimilitarista, tenía el trato cordial de un auténtico camarada. Siempre dispuesto a ayudar y a aconsejar, honrado como pocos, puntual como un reloj, se preocupaba por todo lo que afectaba a los demás, nunca por su beneficio personal. Nada le importaban el tiempo y el dinero cuando se trataba de un amigo, y tenía amigos por todo el mundo, un grupo de amigos pequeño, pero selecto. Había empleado diez años en dar a conocer a los franceses a Walt Whitman por medio de la traducción de todas sus poesías y de una biografía monumental. Con este modelo de hombre libre y altruista, el objetivo de su vida radicaba en dirigir la mirada interior de la nación más allá de las fronteras, en hacer a sus compatriotas más viriles, más camaradas: siendo el mejor de los franceses, era a la vez el antinacionalista más apasionado.

Pronto nos hicimos amigos íntimos, casi hermanos, porque ni él ni yo pensábamos como patriotas, porque a los dos nos gustaba estar al servicio de las obras de los demás, con abnegación y sin pretender extraer de ello un provecho material, y porque valorábamos la independencia del espíritu como el primum et ultímum de la vida. Con él llegué a conocer por primera vez la Francia «subterránea»; cuando más adelante leí en la novela de Rolland cómo Olivier salía al encuentro del protagonista, el alemán Johann Christroph, casi me pareció ver descrita ahí nuestra experiencia personal. Pero lo más hermoso de nuestra amistad, lo que jamás olvidaré, es que constantemente debía superar un punto delicado, cuya tenaz persistencia hubiera hecho imposible, en circunstancias normales, una amistad sincera y cordial entre escritores. El delicado punto en cuestión consistía en que Bazalgette, con su extraordinaria honradez, rechazaba sin vacilar todo lo que yo escribía en aquella época. Me apreciaba personalmente, tenía la mayor consideración hacia mi dedicación a la obra de Verhaeren. Siempre que llegaba a París, me esperaba fielmente en la estación y era el primero en saludarme; ahí donde podía ayudarme, acudía con prontitud; coincidíamos en todas las cosas importantes de un modo más que fraternal. Sin embargo, en cuanto a mis trabajos, emitía un no firme y decidido. Conocía mi poesía y mi prosa en las traducciones de Henri Guilbeaux (quien más adelante, durante la guerra mundial, habría de tener un papel esencial como amigo de Lenin) y las rechazaba franca y severamente. Nada de aquello tenía relación con la realidad-me reprochaba, implacable-, era literatura esotérica (que él detestaba profundamente) y le disgustaba aún más que fuera yo quien la escribiera. De una honestidad absoluta consigo mismo, tampoco en este punto hacía concesiones, ni siquiera la de la cortesía. En una ocasión, por ejemplo, cuando dirigía una revista, me pidió ayuda, esto es, que le consiguiera colaboradores importantes de Alemania; así pues, colaboraciones que fueran mejores que las mías; de mí, su amigo más íntimo, no quiso publicar, obstinado, ni una sola línea, a pesar de que al mismo tiempo, por simple amistad, consintió en revisar desinteresadamente y con espíritu de sacrificio la traducción francesa de uno de mis libros para una editorial. El que nuestra camaradería de hermanos no sufriera merma alguna durante diez años a causa de esta circunstancia, me la hizo aún más querida. Y jamás me ha alegrado tanto un aplauso como el de Bazalgette cuando, durante la guerra, tras anular yo mismo todos mis escritos anteriores, alcancé finalmente una forma de expresión personal. Pues sabía que su sí a mis nuevas obras era tan sincero como durante diez años lo había sido su estricto no.

Si escribo el querido nombre de Rainer Maria Rilke en la página correspondiente a los días de París, a pesar de que era un poeta alemán, es porque en París gocé de su compañía con más frecuencia e intensidad y, como en los cuadros antiguos, veo su rostro recortado sobre el fondo de esta ciudad, que él amaba como a ninguna otra. Cuando hoy lo recuerdo, y recuerdo también a los demás maestros de la palabra, cincelado como en el ilustre arte de la orfebrería, cuando recuerdo los venerados nombres que iluminaron mi juventud como constelaciones inalcanzables, me asalta irresistible esta melancólica pregunta: estos poetas puros, consagrados exclusivamente a la creación lírica, ¿volverán a repetirse en nuestra actual época de turbulencia y conmoción general? No lloro en ellos una generación perdida, una generación sin sucesión directa en nuestros días, una generación de poetas que no codiciaban nada de la vida exterior: ni el interés de las masas, ni distinciones, ni honores, ni beneficios; que nada ambicionaban si no era enlazar estrofas una tras otra, con la máxima perfección, en un esfuerzo callado y, sin embargo, apasionado, cada verso impregnado de música, resplandeciente de colores, ardiente de imágenes. Formaban un gremio, una orden casi monástica en medio de nuestro mundo tumultuoso; para ellos, conscientemente alejados de lo cotidiano, no había en el universo nada más importante que el sonido dulce y, sin embargo, más duradero que el fragor de los tiempos, con que una rima, al encadenarse con otra, liberaba una emoción indescriptible que era más silenciosa que el susurro de una hoja llevada por el viento y que, en cambio, rozaba con sus vibraciones las almas más lejanas. Pero ¡qué impresionante era para nosotros, los jóvenes, la presencia de aquellos hombres fieles a sí mismos! ¡Qué ejemplares aquellos rigurosos servidores y guardianes de la lengua, que consagraban su amor exclusivamente a la palabra purificada, a la palabra válida no para la inmediatez del día y de los periódicos, sino para lo perenne e imperecedero! Casi daba vergüenza mirarlos, pues ¡cuán quieta era la vida que llevaban, cuán falta de apariencias, cuán invisible! Uno, viviendo en el campo como un labriego; otro, dedicado a un oficio humilde; el tercero, recorriendo el mundo como un passionate pilgrim; y todos ellos, conocidos tan sólo por unas pocas personas, pero tanto más queridos por ellas. Uno vivía en Alemania, otro en Francia y un tercero en Italia, pero todos compartían una misma patria, porque sólo vivían en la poesía, y así, evitando lo efímero con una estricta renuncia y creando obras de arte, convertían en obra de arte su propia vida. Me parece maravilloso-no puedo menos de repetirlo cada vez que lo recuerdo-que en nuestra juventud hayamos tenido entre nosotros a semejantes poetas. Pero, también por ello, no puedo dejar de preguntarme con cierta angustia secreta: en nuestros tiempos, dentro de nuestras nuevas formas de vida, que, sanguinarias, sacan a los hombres de toda concentración interior del mismo modo que un incendio forestal expulsa a los animales de sus guaridas más ocultas, ¿podrán también existir almas semejantes, consagradas plenamente al arte lírico? Sé muy bien que en todo tiempo se produce el milagro del nacimiento de un poeta y que el consuelo emocionado de Goethe, en su manía a Lord Byron, seguirá siendo una verdad eterna: «Pues la Tierra los engendra de nuevo, como siempre los ha engendrado.» Siempre surgirán de nuevo estos poetas en un feliz regreso, porque, a pesar de todo, la inmortalidad concede de vez en cuando esa preciosa prenda incluso a la época más indigna. ¿Y no es la nuestra una época que no permite al hombre más puro, más aislado, quietud alguna, la quietud de la espera y la madurez, de la reflexión y el recogimiento, como la que todavía fuera concedida a los de la época más benigna y serena del mundo europeo de la preguerra? Ignoro hasta qué punto tienen validez aún hoy día todos aquellos poetas, Valéry, Verhaeren, Rilke, Pascoli y Francis Jammes, hasta qué punto son importantes para una generación cuyo oído, en vez de escuchar su suave música, ha sido ensordecido durante años y más años por el tableteo de la rueda del molino de la propaganda y dos veces por el estruendo de los cañones. Tan sólo sé, y me creo en el deber de manifestarlo agradecido, que la presencia de estos hombres consagrados a la perfección en un mundo que ya empezaba a mecanizarse representó para nosotros una gran lección y una felicidad inmensa. Y al repasar mi vida, no encuentro en ella un bien más preciado que el de haber podido estar humanamente cerca de muchos de ellos y, en algunos casos, haber podido unir mi admiración temprana a una amistad duradera.

De entre todos ellos, quizá ninguno vivió de un modo más silencioso, enigmático e invisible que Rilke. Pero la suya no fue una soledad pretendida, forzada o revestida de un aire sacerdotal como, por ejemplo, la que Stefan George celebraba en Alemania; en cierto modo, se puede decir que el silencio surgía a su alrededor, estuviera donde estuviera, fuera adonde fuera. Puesto que evitaba el ruido e incluso la fama (esa «suma de todos los malentendidos que se concentran alrededor de un nombre», como dijo él mismo tan bellamente en una ocasión), la ola de vanidosa curiosidad que lo acometía sólo salpicaba su nombre pero no a su persona. Rilke era un hombre muy poco accesible. No tenía casa ni dirección donde poderlo visitar, ni hogar, ni residencia fija, ni trabajo estable. Estaba siempre de camino por el mundo y nadie, ni él mismo, sabía de antemano hacia dónde se dirigía. Para su alma inmensamente sensible y susceptible a las presiones, el tomar cualquier decisión, el tener que hacer planes o contestar una notificación era una carga molesta. Por esta razón tropezar con él era siempre una pura casualidad. Uno se hallaba en una galería italiana y sentía que le llegaba una sonrisa silenciosa, amable, sin saber muy bien de quién emanaba. Sólo después reconocía sus ojos azules que, cuando miraban, animaban con su luz interior los rasgos de aquel rostro, de por sí poco llamativos. Y precisamente aquel pasar inadvertido era el secreto más íntimo de su ser.

Miles de personas pueden haber pasado al lado del joven de bigote rubio, un poco melancólicamente caído, y de fisonomía no destacable por ningún rasgo especial, algo eslava, sin imaginarse que era un poeta y uno de los más grandes de nuestro siglo; su rasgo más singular no se traslucía hasta que se entraba en un trato más íntimo con él: su carácter reservado. Su forma de andar y de hablar era indescriptiblemente silenciosa. Cuando entraba en una habitación donde había gente reunida, lo hacía con tanto sigilo que casi nadie se daba cuenta. Luego permanecía sentado, escuchando en silencio, levantando maquinalmente la frente en cuanto parecía interesarle algo y, cuando se ponía a hablar, lo hacía siempre sin afectación y sin subrayar las palabras. Contaba las cosas con naturalidad y sencillez, como cuenta una madre un cuento a su hijo, y con el mismo cariño; era una delicia escucharlo, oír cómo el tema más intrascendente en su boca cobraba plasticidad y significación. Pero en cuanto notaba que se había convertido en el centro de atención de un grupo mayor, se interrumpía y se retiraba de nuevo a su papel de oyente atento y silencioso. Esta quietud se manifestaba en todos sus movimientos, en cada uno de sus gestos; incluso cuando reía, lo hacía en un tono que simplemente insinuaba la risa. La sordina era para él una necesidad y, por ello, nada le molestaba tanto como el ruido y, en la esfera de los sentimientos, la vehemencia.

-Cómo me cansa esa gente que escupe sus sentimientos como si fuera sangre-me dijo en cierta ocasión-. Por eso saboreo a los rusos como un licor que se toma sólo a pequeñas dosis.

Al igual que el comedimiento en la conducta, también el orden, la limpieza y el silencio eran para él verdaderas necesidades físicas; tener que viajar en un tranvía lleno a rebosar o estar en un local ruidoso lo trastornaba durante horas. La vulgaridad se le antojaba insoportable y, a pesar de vivir con estrecheces, su ropa siempre era el súmmum de la pulcritud, el aseo y el buen gusto. Su indumentaria también era una obra del arte de la discreción, estudiada y meditada, pero siempre provista de una sencilla nota personal, un pequeño accesorio que le complacía en secreto, por ejemplo un pequeño brazalete de plata en la muñeca. Y es que incluso en las cosas más íntimas y personales su sentido estético buscaba la perfección y la simetría. En una ocasión lo estuve observando en su casa mientras hacía las maletas antes de un viaje (había rechazado mi ayuda, y con razón, porque soy un incompetente para esas cosas). Era como hacer un mosaico: cada pieza, engastada casi con ternura en un espacio cuidadosamente reservado; me habría parecido un sacrilegio deshacer aquel conjunto floral con mi intervención. Y este elemental sentido de la belleza lo acompañaba hasta en el detalle más insignificante; no sólo escribía sus manuscritos con cuidada caligrafía de redondilla en papel de la mejor calidad y mantenía las líneas paralelas entre sí, como trazadas con regla, sino que también para las cartas menos importantes escogía un papel selecto y su letra caligráfica, regular, pulcra y redonda casi llegaba hasta los márgenes. Nunca, ni siquiera cuando la carta era urgente, jamás se permitió tachar una palabra, sino que, cada vez que una frase o una expresión se le antojaba poco afortunada, con toda su inmensa paciencia, volvía a escribir la carta entera. De las manos de Rilke jamás salió una cosa que no fuera absolutamente perfecta.

Ese carácter a la vez mortecino y retraído cautivaba a todos los que lo conocían íntimamente. Tan imposible era imaginarse a Rilke arrebatado como que otra persona, en su presencia, no perdiera su tono chillón y arrogante a causa de las vibraciones que emanaban del silencio del poeta. Pues su actitud retraída vibraba con una fuerza moral que proseguía misteriosamente su labor educadora. Tras una larga conversación con él, uno era incapaz de cualquier vulgaridad durante horas e incluso días. Por otro lado, es verdad que la temperancia constante de su carácter, ese «no querer entregarse nunca del todo», de entrada ponía límites a una cordialidad más efusiva; creo que pocos pueden jactarse de haber sido «amigos» de Rilke.

En los seis volúmenes de cartas suyas que se han publicado casi nunca aparece el tratamiento de amigo y parece que, desde sus años escolares, no concedió a mucha gente el tú íntimo y fraternal. Su extraordinaria sensibilidad no podía soportar que alguien o algo se le acercara demasiado, y sobre todo lo marcadamente masculino le producía un auténtico malestar físico.

Le resultaba más fácil entablar una conversación con las mujeres. Les escribía a menudo y de buen grado y se sentía mucho más libre en presencia de ellas. Quizás era la ausencia de sonidos guturales en sus voces lo que le aliviaba, porque sufría de veras con las voces desagradables. Aún lo veo ante mí charlando con un gran aristócrata, completamente recluido en sí mismo, con los hombros hundidos y sin siquiera levantar los ojos para que no delataran hasta qué punto le hacía sufrir físicamente aquel molesto falsete. En cambio, ¡qué agradable era su compañía cuando el trato era amistoso! Entonces, a pesar de su parsimonia, se notaba su bondad interior, que irradiaba calor y consuelo hasta lo más intimo del alma.

La impresión de timidez y reserva que causaba Rilke era mucho más evidente en París, esa ciudad que ensancha los corazones, quizá porque allí todavía no se conocía su nombre y su obra y se sentía más libre en el anonimato. Allí lo visité dos veces, cada una en una habitación alquilada distinta. Ambas eran sencillas y sin adornos y, sin embargo, no tardaban en adquirir estilo y quietud gracias al sentido estético que prevalecía en el que las ocupaba.

Las habitaciones nunca podían hallarse en grandes casas de pisos con vecinos ruidosos; él prefería edificios antiguos, aun cuando fueran más incómodos, donde pudiera encontrarse a sus anchas, y, con su capacidad de organización, en seguida sabía disponer del espacio interior, fuera donde fuera, del modo más práctico y apropiado para su carácter. Siempre tenía pocas cosas a su alrededor, pero nunca podían faltar flores en un jarrón o en una taza, quizá regalo de algunas mujeres, quizá traídas por él mismo a casa: un tierno detalle. Siempre lucían libros en la pared, bellamente encuadernados o cuidadosamente forrados con papel, porque los amaba como a animales mudos. En el escritorio había plumas y lápices colocados en línea recta y hojas de papel en blanco formando un rectángulo perfecto; un icono ruso y un crucifijo católico que, según creo, lo habían acompañado en todos sus viajes, daban al estudio un carácter ligeramente religioso, a pesar de que su religiosidad no estaba vinculada a ningún dogma concreto. Se notaba que había elegido escrupulosamente todos aquellos detalles y que los conservaba con cariño. Cuando le prestaban un libro que no conocía, lo devolvía envuelto en papel de seda, sin una sola arruga y atado con cinta de color como un regalo suntuoso; todavía recuerdo la ocasión en que me trajo a casa, como un espléndido regalo, el manuscrito de Canción de amor y de muerte del corneta Cristóbal Rílke, y conservo aún la cinta con la que iba atado el paquete. Pero lo mejor de todo era pasear con Rilke por París, porque aquello significaba encontrar un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas, se diría, con ojos iluminados; reparaba en cualquier pequeñez y hasta le gustaba pronunciar en voz alta los rótulos, cuando le parecía que tenían un sonido rítmico; conocer la ciudad única de París, con todos sus rincones y recovecos, era su pasión, la única que le conocí. En una ocasión en que nos encontramos en casa de unos amigos comunes, le conté que el día anterior me había acercado por casualidad a la vieja Barriere, donde, en el cementerio de Picpus, estaban enterradas las últimas víctimas de la guillotina, entre ellas André Chenier; le describí aquel pequeño prado conmovedor, con sus tumbas desperdigadas, que rara vez acoge a visitantes extranjeros y cómo, de regreso, vi en una calle, a través de una puerta abierta, un convento con una especie de beguinas que en silencio, sin decir palabra, con el rosario en la mano, caminaban en círculo, como en un sueño piadoso. Fue una de las pocas veces en que vi casi impaciente a ese hombre tan sosegado y tan dueño de sí mismo; era imperioso que viera la tumba de André Chenier y el convento. Me pidió que lo condujera al lugar. Fuimos al día siguiente. Permaneció en una especie de silencio extático ante el cementerio solitario y afirmó que era «el más lírico de París». Pero, a la vuelta, resultó que la puerta del convento estaba cerrada. Así pude ver puesta a prueba su paciencia serena, que dominaba su vida tanto como su obra.

-Esperemos el azar-dijo.

Y, con la cabeza ligeramente agachada, se situó de modo que pudiera ver a través de la puerta, si ésta se abría. Esperamos unos veinte minutos. Luego, una religiosa que venía por la calle se acercó e hizo sonar la campanilla.

-Ahora-susurró Rilke, en voz muy baja y con agitación.

Pero la monja, que se había dado cuenta de su acecho silencioso (he dicho antes que se notaba de lejos la atmósfera que creaba a su alrededor), se le acercó y le preguntó si esperaba a alguien. Él le sonrió de esa manera tierna que en seguida creaba confianza y le dijo con toda franqueza que le gustaría mucho ver el claustro. La monja le devolvió la sonrisa y le contestó que lo lamentaba, pero que no podía dejarle entrar. De todos modos, le aconsejó que fuera a la casita del jardinero, al lado, donde podría contemplar, desde la ventana del piso superior, una vista magnífica. Y así, también aquello le fue dado, como tantas otras cosas.

Nuestros caminos se cruzaron todavía varias veces, pero siempre que pienso en Rilke lo veo en París, en esa ciudad cuya hora más triste él se libró de vivir.

Para un principiante como yo, las personas de esa especie tan rara eran de gran provecho, pero todavía tenía que recibir la lección decisiva, la que me valdría para toda la vida. Fue un regalo del azar. En casa de Verhaeren nos habíamos enfrascado en una discusión con un historiador del arte que se lamentaba de que la gran época de la escultura y la pintura ya había pasado. Yo le contradije con vehemencia. ¿Acaso no contábamos todavía entre nosotros con Rodin, un creador de no menos valor que los grandes del pasado? Empecé a enumerar sus obras y, como con casi siempre que uno lucha contra una oposición, lo hice con una fogosidad casi encolerizada. Verhaeren sonreía disimuladamente.

-Alguien que tanto ama a Rodin, debería conocerlo-dijo finalmente-. Mañana voy a su estudio. Si te apetece, vienes conmigo.

¿Que si me apetecía? No pude dormir de alegría. Pero en casa de Rodin me quedé cohibido. No pude dirigirle la palabra ni una sola vez y permanecí entre las estatuas como una de ellas. Curiosamente, este desconcierto mío pareció complacerlo, pues al despedirnos el anciano me preguntó si quería ver su verdadero estudio, en Meudon, e incluso me invitó a comer. Había recibido la primera lección: los grandes hombres son siempre los más amables.

La segunda me enseñó que casi siempre son los que viven de la forma más sencilla. En casa de este hombre, cuya fama llenaba el mundo y cuyas obras conocía nuestra generación línea por línea como se conoce a los amigos más íntimos, se comía con la misma simplicidad que en la de un campesino medio: un buen y sustancioso pedazo de carne, unas cuantas aceitunas y fruta en abundancia, y todo ello acompañado de un vigoroso vino de la tierra. Esto me infundió tantos ánimos que, al final, acabé hablando de nuevo con desenvoltura, como si aquel anciano y su esposa fueran íntimos amigos míos desde hacía años.

Después de comer pasamos al estudio. Era una sala enorme que reunía copias de sus obras más importantes, pero en medio había centenares de preciosos estudios de detalle: una mano, un brazo, una crin de caballo, una oreja de mujer; la mayoría sólo en yeso. Todavía hoy recuerdo con precisión muchos de aquellos esbozos, que Rodin había plasmado como meros ejercicios, y podría hablar de ellos durante horas. Finalmente, el maestro me condujo a un pedestal cubierto por unos trapos humedecidos que escondían su última obra, un retrato de mujer. Con sus pesadas y arrugadas manos de labriego retiró los trapos y retrocedió unos pasos. Sin querer, se escapó de mi pecho oprimido un grito de «admirable» y al acto me arrepentí de una reacción tan banal. Pero él, con una objetividad tranquila en la que no habría sido posible descubrir ni un asomo de vanidad, contemplando su obra, dijo en voz baja a modo de aprobación: -N'est-cepas?-luego dudó-. Sólo aquí, en el hombro... ¡Un momento! Se quitó el batín, lo echó al suelo, se puso la bata blanca, cogió una espátula y con trazo magistral alisó la blanda piel femenina del hombro, que respiraba como si estuviera viva.

Luego retrocedió de nuevo unos pasos.

-Y aquí también-murmuró.

Y de nuevo realzó el efecto con un detalle minúsculo. Ya no dijo nada más. Avanzaba y retrocedía, contemplaba la figura en un espejo, murmuraba emitiendo ruidos incomprensibles, cambiaba y corregía. Sus ojos, divertidos y amables durante el almuerzo, ahora se contraían convulsivamente y despedían destellos extraños; parecía más alto y más joven. Trabajaba y trabajaba, trabajaba con toda la fuerza y la pasión de su enorme y robusto cuerpo; cada vez que avanzaba y retrocedía, crujían los maderos del piso. Pero él no los oía. No se daba cuenta de que detrás de él estaba un joven silencioso, con el corazón encogido y un nudo en la garganta, feliz de poder observar en pleno trabajo a un maestro único como él. Se había olvidado completamente de mí. Para él yo no existía. Sólo existía la escultura, la obra y, más allá de ella, la visión de la perfección absoluta.

Transcurrió un cuarto de hora, media hora, no sé cuánto rato. Los grandes momentos se hallan siempre más allá del tiempo. Rodin estaba tan absorto, tan sumido en el trabajo, que ni siquiera un trueno lo habría despertado. Sus movimientos eran cada vez más vehementes, casi furiosos; una especie de ferocidad o embriaguez se había apoderado de él, trabajaba cada vez más y más deprisa. Luego sus manos se volvieron más vacilantes. Parecía como si se hubieran dado cuenta de que ya no tenían nada más que hacer. Una, dos, tres veces retrocedió sin haber cambiado nada. Después masculló algo entre dientes y colocó de nuevo los trapos alrededor de la figura con la misma ternura con que un hombre cubre con un chal los hombros de su amada. Suspiró profunda y relajadamente. Su cuerpo parecía de nuevo más pesado. El fuego se había consumido. Y a continuación sucedió algo para mí incomprensible, la lección magistral: se quitó la bata, se puso el batín y se dio la vuelta para salir. Se había olvidado de mí por completo en aquellos momentos de máxima concentración. No se acordaba de que un joven al que él mismo había invitado al estudio para mostrarle sus obras había permanecido todo el tiempo detrás de él, desconcertado, sin aliento e inmóvil como una de sus estatuas.

Se dirigió hacia la puerta. Cuando iba a cerrarla, me descubrió y, casi enojado, fijó en mí sus ojos: ¿quién era aquel joven desconocido que se había entrometido en su estudio? Pero se acordó en seguida y se me acercó casi avergonzado.

-Pardon, monsíeur-empezó a decir.

Pero no lo dejé continuar. Me limité a estrecharle la mano como muestra de agradecimiento; hubiera preferido besársela. En aquella hora había visto revelarse el eterno secreto de todo arte grandioso y, en el fondo, de toda obra humana: la concentración, el acopio de todas las fuerzas, de todos los sentidos, el éxtasis, el transporte fuera del mundo de todo artista. Había aprendido algo para toda la vida.

Había decidido trasladarme de París a Londres a finales de mayo. Pero me vi obligado a aplazar el viaje quince días, porque una circunstancia imprevista había hecho incómodo mi encantador alojamiento. Fue a causa de un episodio curioso que me divirtió y, al mismo tiempo, me permitió formarme una idea bastante instructiva de la forma de pensar en distintos ambientes franceses.

Me había ausentado de París durante los dos días de la fiesta de Pentecostés para ir con unos amigos a admirar la magnífica catedral de Chartres. A mi regreso, el martes por la mañana, cuando entré en mi habitación de hotel para cambiarme de ropa, no encontré la maleta, la cual había permanecido todos aquellos meses muy tranquila en un rincón. Bajé para hablar con el dueño del pequeño hotel, que alternaba con su mujer el trabajo en la minúscula portería; era un marsellés bajito, rechoncho y mofletudo con el cual yo solía bromear e incluso jugaba al chaquete, su juego predilecto, en el café de enfrente. La noticia lo inquietó terriblemente y, muy irritado, pegó un puñetazo en la mesa mientras soltaba un enigmático: «Vaya, ¡conque ésas tenemos!» Y mientras se apresuraba a ponerse la chaqueta-como de costumbre, iba en mangas de camisa-y a cambiarse las cómodas zapatillas por los zapatos, me expuso la situación. Pero quizá fuera conveniente recordar primero una peculiaridad de las casas y los hoteles de París para poder hacerse cargo cabalmente del estado de cosas. En París, los pequeños hoteles y la mayoría de casas particulares no tienen llave de la puerta de la calle, sino que la abre automáticamente desde la portería el concíerge, el portero, cuando alguien llama desde fuera. Ahora bien, en los pequeños hoteles y en las casas, el dueño o el portero no se queda toda la noche en la portería, sino que abre la puerta desde el dormitorio apretando un botón (normalmente medio dormido); para salir, hay que gritar le cordon, s'íl vous plaít y, para entrar, uno tiene que decir su nombre, de manera que, en teoría, ningún extraño puede colarse en las casas de noche. He aquí, pues, que a las dos de la madrugada alguien había tocado la campanilla de mi hotel y, una vez dentro, había dicho un nombre que se parecía al de un cliente del hotel y había cogido una llave de las que todavía colgaban en la portería. En realidad, la obligación del cancerbero hubiera sido verificar la identidad del trasnochador a través del cristal, pero evidentemente estaba demasiado dormido. Cuando, al cabo de una hora, alguien gritó desde dentro Cordon, s'íl vous plaít para salir a la calle, El hombre le extrañó-pero ya después de abrir la puerta--que alguien saliera a las dos de la madrugada. Se levantó y, escrutando la calle arriba y abajo, comprobó que alguien había salido con una maleta y, en bata y zapatillas, se puso a seguir al sospechoso. Sin embargo, en cuanto vio que doblaba la esquina y se dirigía a un pequeño hotel de la Rue des Petíts Champs, ya no pensó que el hombre fuera un ladrón o un desvalijador y volvió a meterse tranquilamente en la cama.

Alterado como estaba por la equivocación, me llevó consigo a la comisaría de policía más cercana. La policía en seguida se puso a indagar en el hotelito de la Rue des Petits Champs y comprobó que la maleta efectivamente estaba allí, pero el ladrón no; tal vez había salido a tomar un café en un bar del barrio. Dos detectives se apostaron en la portería del hotel para esperar al bribón; cuando, al cabo de media hora, éste regresó cándidamente, lo detuvieron en el acto.

Luego, el hotelero y yo tuvimos que volver a la comisaría para asistir al acto oficial.

Nos mandaron entrar en el despacho del subprefecto, un hombre desmesuradamente gordo, bigotudo y de trato agradable, que, con la chaqueta desabrochada, estaba sentado detrás de un escritorio de lo más desordenado, repleto de papeles. Todo el despacho olía a tabaco, y una enorme botella de vino encima de la mesa indicaba que aquel hombre no era en absoluto uno de los crueles y hostiles servidores de la Santa Hermandad. Ante todo dio la orden de que trajeran la maleta; yo debía comprobar si faltaba algo importante. El único objeto aparentemente de valor era una carta de crédito de dos mil francos, ya un poco raída después de unos meses de estancia en París, pero, por razones obvias, esa carta no tenía utilidad más que para mí y, de hecho, seguía intacta en el fondo de la maleta. Una vez concluido el atestado, según el cual yo reconocía que la maleta era de mi propiedad y que no habían robado nada de su contenido, el subprefecto mandó llamar al ladrón, a quien yo deseaba ver con no poca curiosidad.

Y valió la pena. Apareció un pobre diablo entre dos corpulentos sargentos que todavía hacían destacar más grotescamente su endeble delgadez: desharrapado, sin cuello, con un bigotito caído y un rostro de rata triste, visiblemente medio muerto de hambre. Era, si se me permite, un mal ladrón, como lo había demostrado con su técnica chapucera, puesto que no había huido inmediatamente del hotel con la maleta. Estaba de pie ante el fornido policía, con la cabeza gacha, temblando ligeramente como si tuviera frío; y para mi vergüenza tengo que confesar que incluso sentí una cierta simpatía por él. Además, este interés compasivo aumentó cuando un policía puso sobre una mesa grande, ceremoniosamente ordenados, todos los objetos que le habían encontrado durante el registro. Era difícil imaginarse una colección más extraña: un pañuelo de lo más sucio y astroso, una docena de ganzúas y llaves falsas de todos los tamaños que tintineaban en un llavero, y una cartera gastada y raída, pero por fortuna ni una sola arma, cosa que por lo menos demostraba que el ladrón ejercía su oficio sin pericia, pero también sin violencia.

Primero examinaron la cartera ante todos nosotros. El resultado fue sorprendente. No porque contuviera billetes de mil o cien francos, ni siquiera uno solo, sino ni más ni menos que veintisiete fotografías de famosas bailarinas y actrices muy escotadas, así como tres o cuatrro fotografías de desnudos, todo lo cual no puso de manifiesto otro delito que el de que aquel mozo delgado y tristón era un amante apasionado de la belleza y quería que las estrellas del mundo teatral de París, inasequibles para él, descansaran cerca de su corazón, cuando menos en fotografía. A pesar de que el subprefecto examinó con mirada severa una por una las fotos de mujeres desnudas, no se me escapó que ese extraño gusto de coleccionista en un delincuente de semejante categoría lo divertía tanto como a mí. Y es que mi simpatía por aquel pobre ladrón había aumentado aún más gracias a su inclinación por la belleza y la estética, y cuando el funcionario, tomando solemnemente la pluma, me preguntó si quería porter plaínte, esto es, presentar una demanda contra el delincuente, por supuesto contesté con un «no» rotundo.

Llegados a este punto, quizá fuera conveniente abrir otro paréntesis para comprender mejor la situación. Mientras que en nuestro país, y en muchos otros, la acusación, en el caso de un delito, se efectúa ex officio, es decir, el Estado soberano toma la justicia en sus manos, en Francia el presentar cargos o no se deja al buen criterio del individuo perjudicado.

Personalmente, este concepto de justicia me parece más acertado que el llamado derecho rígido, porque ofrece la posibilidad de perdonarle a otro el mal que ha causado, mientras que, por ejemplo en Alemania, si una mujer hiere de un disparo a su amante en un ataque de celos, ni todos los ruegos y súplicas de la víctima pueden salvarla de la condena. El Estado interviene, separa por la fuerza a la mujer del hombre, quien, emocionado, quizás ahora la ame más a causa de su arrebato de pasión, y la arroja a la prisión, mientras que en Francia, una vez concedido el perdón, los dos pueden regresar a casa cogidos del brazo y considerar resuelta la cuestión entre ellos.

Apenas había pronunciado yo mi «No» decisivo, se produjo un incidente triple. El hombre delgado se levantó de un salto entre los dos policías y me dedicó una mirada llena de indescriptible gratitud, que jamás olvidaré. El subprefecto dejó la pluma encima de la mesa, satisfecho; a él también le resultó grata, claro está, mi negativa a procesar al ladrón, pues así se ahorraba más papeleo. Pero el dueño de mi hotel no compartía mi opinión. Se puso rojo como un tomate y me chilló de mala manera diciendo que yo no tenía derecho a hacerlo, que era preciso acabar con aquella gentuza, cette ver-míne, que yo no tenía idea del daño que causaba esa clase de gente; las personas honradas tenían que andar con cuidado noche y día para protegerse de aquellos canallas y, si soltaban a uno, era como si alentaran a otros cien.

Fue una explosión de honradez y probidad, y a la vez de mezquindad, de un pequeño burgués al que le habían alterado el buen funcionamiento del negocio; en consideración a las molestias que le había causado el asunto, me exigió, casi con grosería y amenazas, que revocara mi perdón. Pero yo me mantuve firme en mi decisión. Le dije en un tono resuelto que había recuperado mi maleta y que, por lo tanto, no tenía que lamentar ningún daño y daba el caso por cerrado; que en toda mi vida no había presentado demanda contra nadie y que para almorzar me comería un bistec muy grande más a gusto sabiendo que nadie tendría que comerse, por mi culpa, el rancho de la prisión. Mi hotelero replicaba cada vez más enfadado y, cuando el funcionario le explicó que no era él sino yo quien tenía que decidirlo y que mi negativa había cerrado el caso, se volvió bruscamente y salió de la sala echando pestes y dando un portazo. Sonriendo ante el berrinche del hotelero, el sub-prefecto se levantó y me tendió la mano en un gesto de tácito acuerdo. Así terminó la actuación oficial. Yo iba a coger la maleta para llevármela a casa cuando ocurrió algo singular: el ladrón se me acercó presuroso y con actitud humilde.

-Oh non, monsíeur-dijo-. Yo se la llevaré a casa. Y así, seguido por el ladrón con la maleta, desanduve las cuatro calles hasta el hotel.

He aquí, pues, que un asunto que había empezado de modo enojoso parecía haber terminado de la forma más alegre y satisfactoria. Pero, en rápida sucesión, originó dos epílogos a los que debo una contribución muy instructiva a mi conocimiento de la psicología francesa. Al día siguiente, cuando fui a ver a Verhaeren, éste me saludó con una sonrisa maliciosa.

-Te ocurren unas aventuras muy extrañas aquí en París-dijo burlón-. Para empezar, no sabía que fueras tan rico.

En un primer momento no entendí a qué se refería. Me pasó el periódico, que, mira por dónde, publicaba una relación larguísima del incidente del día anterior, sólo que apenas pude reconocer los auténticos hechos en aquella prosa romántica. Con un excelente arte periodístico, se describía que en un hotel del centro de la ciudad un distinguido forastero (me habían convertido en distinguido para hacerlo más interesante) había sido víctima del robo de una maleta que contenía una serie de objetos de gran valor, entre ellos una carta de crédito de veinte mil francos (los dos mil se habían multiplicado de la noche a la mañana), así como otros objetos insustituibles (que en realidad consistían exclusivamente en camisas y corbatas).

Al principio parecía imposible hallar pista alguna porque el ladrón había cometido el robo con un refinamiento increíble y, según todos los indicios, con un conocimiento exactísimo del lugar. Pero el souspréfet des arrondíssements, el señor «tal», con su «conocida energía» y grande perspícacíté, había tomado de inmediato las medidas oportunas. Siguiendo sus instrucciones dictadas por teléfono, en menos de una hora se habían registrado a fondo todos los hoteles y pensiones de París, y tales medidas, ejecutadas con la precisión habitual, habían conducido a la detención del malhechor en un tiempo brevísimo. Sin tardanza, el jefe superior de la policía había dedicado especiales palabras de elogio al excelente funcionario por esta admirable acción, ya que gracias a su energía y gran visión había dado una vez más un ejemplo brillante de la modélica organización de la policía parisiense.

La noticia no contenía, huelga decirlo, ni pizca de verdad; el excelente funcionario no había tenido que moverse ni un minuto de su escritorio, nosotros le habíamos llevado a casa al ladrón y la maleta. Pero el hombre había aprovechado la ocasión para sacar de ella un buen rendimiento publicitario personal.

Si el episodio tuvo un final feliz tanto para el ladrón como para la policía, no lo tuvo para mí, pues a partir de aquel momento mi hotelero, antes tan jovial, hizo todo lo posible para impedir que me quedara más tiempo en su hotel. Cuando yo bajaba las escaleras y saludaba cortésmente a su mujer en la portería, ella no me contestaba y, ofendida, volvía a un lado su honrada cabeza burguesa; el criado ya no me arreglaba la habitación, las cartas se perdían misteriosamente; incluso en las tiendas del vecindario y en el bureau de tabac, donde antes me saludaban como a un verdadero copaín debido a mi gran consumo de tabaco, me encontré de repente con caras glaciales. La moral pequeño burguesa, no sólo del hotel, sino también de toda la calle y del barrio entero, se sintió ofendida y cerró filas contra mí por haber «ayudado» al ladrón. Finalmente, no tuve más remedio que mudarme y, con la maleta recuperada, abandoné aquel cómodo hotel, tan ignominiosamente como si hubiera sido yo el malhechor.

Después de París, Londres me dio la impresión de entrar de repente en la sombra tras un día de calor abrasador: en el primer momento se siente cómo un escalofrío involuntario recorre todo el cuerpo, pero luego los ojos y los sentidos no tardan en aclimatarse. De antemano me había impuesto a mí mismo, como un deber, estar en Londres entre dos y tres meses, porque ¿cómo conocer nuestro mundo y evaluar sus fuerzas sin conocer el país que, desde hace siglos, ha tenido a ese mundo bajo su férula? También confiaba en poder pulir mi inglés oxidado (el cual, dicho sea de paso, nunca fue demasiado fluido) aplicándome en la conversación y frecuentando la sociedad. Por desgracia no fue así: como todos los continentales, había tenido poco contacto literario con el otro lado del Canal y lamento decir que me sentía incompetente en medio de tertulias que versaban sobre temas como la corte, las carreras de caballos y los parties, conversaciones de breakfast y los small talles que se repetían en nuestra pequeña pensión. Cuando se discutía de política, yo no podía seguir la conversación, porque hablaban de un tal Joe y yo no sabía que se referían a Chamberlain, e igualmente llamaban por el nombre de pila a todos los sírs; por otro lado, ante el cockney de los cocheros me sentía como si llevara tapones en los oídos. De manera, pues, que no progresé tan deprisa como esperaba. Intenté aprender un poquitín de buena dicción de los predicadores en las iglesias, dos o tres veces fui a curiosear por el palacio de justicia durante los juicios, fui al teatro para oír buen inglés, pero me las vi y me las deseé para encontrar lo que en París me salía al paso a raudales: vida social, compañerismo y alegría. No encontré a nadie con quien hablar de temas que para mí eran los más importantes; por otra parte, yo debía de parecer a los ingleses, incluso a los más indulgentes, un individuo más bien inculto y soso dada mi indiferencia infinita por el deporte, el juego, la política y todo aquello con que ellos se entretenían. En ninguna parte conseguí adaptarme en cuerpo y alma a un ambiente, a un círculo; de modo, pues, que en realidad pasé las nueve décimas partes de mi estancia en Londres trabajando en mi habitación o en el Museo Británico.

Huelga decir que al principio lo intenté de veras: paseando. En los primeros ocho días recorrí Londres hasta quemarme las suelas de los zapatos. Con un sentido del deber propio de un estudiante, visité todas las curiosidades reseñadas en la guía turística, desde el museo de Madame Tussaud hasta el Parlamento; aprendí a beber ale, sustituí los cigarrillos parisienses por la habitual pipa del país y me esforcé por adaptarme a otros cien detalles más. Pero no llegué a establecer ningún contacto, ni literario ni social, y quien ve Inglaterra desde Fuera, pasa por alto lo esencial... como pasa por alto las empresas millonarias de la City, de las que, desde fuera, sólo ve el estereotipado y lustroso letrero de la-ton. Admitido en un club, no sabía qué hacer allí; la sola visión de los hundidos sillones de cuero me incitaba, como toda su atmósfera, a una especie de sopor intelectual, pues no me había concentrado en ninguna actividad ni deporte merecedores de tan sabio reposo. Y es que la ciudad eliminaba tenazmente al ocioso, al mero espectador, como a un cuerpo extraño, a menos que tuviera millones y supiera elevar el ocio a la categoría de arte social, mientras que París lo acogía en su cálido engranaje y lo hacía rodar alegremente con todos los demás. Reconocí mi error demasiado tarde: debí haber pasado esos dos meses de Londres dedicado a alguna forma de actividad: como meritorio en una tienda o como secretario de un periódico; así, hubiera penetrado en la vida inglesa, aunque sólo fuese unos centímetros. Como simple espectador, desde fuera conocí muy poco y hasta muchos años más tarde, durante la guerra, no llegué a hacerme una idea de la auténtica Inglaterra.

De los escritores ingleses sólo vi a Arthur Symons, quien, por su parte, me procuró una invitación a casa de W. B. Yeats, de cuyas poesías yo estaba enamorado y de quien traduje, por puro placer, una parte de su sensible drama The Shadowy Waters. No sabía que se trataba de una velada de lectura; los invitados se reducían a un pequeño círculo de escogidos; estábamos sentados, muy apretados, en una habitación poco espaciosa, algunos en taburetes, otros incluso en el suelo. Tras encender dos cirios de altar gruesos y muy altos al lado de un pupitre negro, o revestido de negro, Yeats finalmente comenzó la lectura. Se apagaron todas las demás luces de la habitación, de modo que su cabeza enérgica, de rizos negros, se destacaba intensamente a la luz de los cirios. Leía despacio, con una voz oscura y melodiosa, sin caer en ningún momento en un tono declamatorio, dando a cada verso su peso metálico completo. Era bello. Era realmente majestuoso. Lo único que me sobraba allí era el preciosismo de la escenificación, la vestidura negra, parecida a un hábito, que confería a Yeats un aire sacerdotal, y el lento consumirse de los cirios, que exhalaban, me pareció, un suave olor aromático; de este modo, el placer literario-que, por otro lado, me ofreció una sensación nueva-se convirtió más en una celebración ritual que en una lectura espontánea. Y, sin querer, recordé cómo leía sus poesías Verhaeren en comparación con Yeats: en mangas de camisa, para poder marcar mejor el ritmo con sus brazos nervudos, sin pompa ni teatro; o cómo, ocasionalmente, recitaba Rilke unos cuantos versos de un libro: con sencillez y claridad, poniéndose quietamente al servicio de la palabra. Fue la primera lectura poética «escenificada» a la que había asistido jamás y si, a pesar de mi amor por su obra, me resistí, un poco desconfiado, a aquella ceremonia de culto, no por ello dejó Yeats de contar en aquella ocasión con un invitado agradecido.

Con todo, el verdadero descubrimiento de un poeta en Londres no fue el de un artista vivo, sino de uno bastante olvidado todavía hoy: William Blake, ese genio solitario y problemático que aún sigue fascinándome con su mezcla de torpeza y sublime perfección. Un amigo me había aconsejado que me hiciera mostrar en el printroom del Museo Británico (administrado en aquel entonces por Lawrence Binyon) los libros con ilustraciones en color Europa, América, El libro de Job, en la actualidad rarísimas obras de anticuario, y realmente me fascinaron. Por primera vez vi en ellos una de esas naturalezas mágicas que, sin conocer muy bien su camino, son llevadas a t rayes de todos los desiertos de la fantasía como por alas de ángeles; durante días y semanas traté de ahondar en el laberinto de esta alma ingenua y a la vez demoníaca y traducir al alemán algunas de sus poesías. Poseer una página suya se convirtió casi en una fiebre, aunque de momento parecía una posibilidad casi sólo de ensueño.

Pero he aquí que un día mi amigo Archibald G. B. Russell, ya por entonces el mejor experto en Blake, me contó que en la exposición que preparaba estaba a la venta uno de sus visíonary portraits, el Rey Juan, en su opinión (y en la mía) el mejor dibujo a lápiz del maestro.

-Nunca se cansará de contemplarlo-me prometió.

Y tenía razón. De todos mis libros y cuadros, sólo esa lámina me ha acompañado durante más de treinta años, y ¡cuántas veces la mirada mágicamente iluminada de este rey loco me ha contemplado a mí desde la pared! De todos mis bienes perdidos y lejanos, es éste el dibujo que más echo de menos en mi peregrinación. El genio de Inglaterra, que me afanaba en descubrir por calles y ciudades, se me manifestó de repente en la figura verdaderamente astral de Blake. Y otro nuevo amor se añadió a mi gran amor por el mundo.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO VI

STEFAN ZWEIG

 

RODEOS EN EL CAMINO HACIA MÍ MISMO

París, Inglaterra, Italia, España, Bélgica, Holanda: esa vida errante de gitano y presidida por la curiosidad había sido agradable de por sí y, en muchos aspectos, provechosa. Pero, a la postre, uno necesita un punto estable de donde partir y a donde volver; nunca lo he sabido tan bien como hoy, cuando ya no deambulo por el mundo por propia voluntad sino porque me persiguen. Durante los años posteriores a la escuela se me había ido acumulando una pequeña biblioteca: libros, cuadros y recuerdos; los manuscritos empezaban a apilarse en voluminosos paquetes y a la larga se me hizo imposible ir por el mundo arrastrando constantemente las maletas llenas de aquella bienamada carga. De modo, pues, que alquilé una pequeña habitación en Viena, pero no con la intención de convertirla en un domicilio permanente, sino sólo en un píed-á-terre, como, tan gráficamente, lo llaman los franceses. Y es que el sentimiento de provisionalidad presidió misteriosamente mi vida hasta la Guerra Mundial. En cuanto empezaba algo, me convencía a mí mismo de que no era lo auténtico, lo acertado, y eso tanto respecto a mis trabajos, que consideraba simples ensayos de lo real, como a las mujeres con las que tenía amistad. Así daba a mi juventud la impresión de que todavía no estaba del todo comprometida y, a la vez, también me otorgaba el díletto de probar, ensayar y saborear libre de preocupaciones. Llegado a la edad en que otros ya llevaban mucho tiempo casados, tenían hijos, ocupaban posiciones importantes y, haciendo acopio de todas sus energías, tenían que sacar el máximo provecho de sí mismos, yo seguía considerándome joven, principiante, aprendiz, un hombre que disponía de todo el tiempo del mundo y que vacilaba ante la idea de atarse a algo definitivo en uno u otro sentido. Y así, del mismo modo que veía mi trabajo como una labor previa a la «auténtica», una tarjeta de visita que simplemente anunciaba mi existencia en la literatura, tampoco mi domicilio debía ser, de momento, mucho más que una dirección. Lo compré pequeño a propósito, y en un suburbio, por no gravar mi libertad con grandes gastos. No compré muebles especialmente buenos, pues no quería tener que «cuidarlos», como había visto hacer en casa de mis padres, donde todos los sillones tenían sus fundas, que sólo se quitaban cuando teníamos visitas. Con una elección consciente, quería evitar fijar mi residencia en Viena y así atarme sentimentalmente a un sitio determinado. Durante años me pareció errónea esa manera de educarme para la provisionalidad, pero más adelante, puesto que cada vez que me construía un hogar me obligaban a abandonarlo y veía desintegrarse todo lo creado a mi alrededor, esa misteriosa sensación de vivir sin atarse a nada me resultó muy útil. Aprendida muy temprano, me hizo más llevaderas las pérdidas y las despedidas.

No tenía muchas cosas de valor para apilar en aquella primera casa. Pero el dibujo de Blake adquirido en Londres ya adornaba una de sus paredes y uno de los poemas más bellos de Goethe, con su letra libre y fogosa, ya por entonces era la joya de la corona de mi colección de autógrafos, que había empezado en el instituto. Con el mismo instinto gregario con que escribía nuestro grupo literario, todos habíamos ido a la captura de firmas de los poetas, actores y cantantes de entonces; si bien la mayoría de nosotros abandonó ese deporte y el arte poético al mismo tiempo que la escuela, en mi caso la pasión por las sombras terrenales de los grandes genios aumentó todavía más y se hizo más profunda. Las meras firmas me resultaban indiferentes y tampoco me interesaba la cuota de fama o de aprecio internacional de un hombre; lo que yo buscaba eran los manuscritos originales o los borradores de poesías y composiciones, porque el problema del nacimiento de una obra de arte, tanto en sus formas biológicas como en las psicológicas, siempre me ha preocupado más que ninguno. Aquel misterioso segundo de transición en que un verso, una melodía, pasa del mundo invisible, de la visión y la intuición de un genio, al mundo terrenal mediante la fijación gráfica, ¿dónde se podía acechar y comprobar sino en los textos originales de los maestros, logrados a fuerza de lucha o engendrados en estado de éxtasis? No se sabe lo bastante de un artista conociendo sólo su obra terminada, y secundo las palabras de Goethe cuando decía que para entender las grandes creaciones hay que verlas no sólo en su conclusión, sino también observarlas en su génesis. Asimismo, me impresiona de un modo puramente óptico un primer esbozo de Beethoven, con sus trazos fogosos e impacientes, su mezcla caótica de motivos empezados y rechazados, su furia creadora comprimida en cuatro garabatos a lápiz, su naturaleza demoníacamente rebosante: me afecta físicamente porque sólo con verlo me conmociona el alma; puedo contemplar fascinado y extasiado una hoja jeroglífica como ésa del mismo modo que otros contemplan un cuadro acabado. Una página de galeradas de Balzac-en la que casi cada frase está rasgada, cada línea rotulada de nuevo, el margen blanco roído por rayas, signos y palabras-representa para mí la erupción de un Vesubio humano; y ver por primera vez en su texto primitivo, en su primera forma terrenal, una poesía a la que había amado durante años, despierta en mí un sentimiento de respeto religioso; apenas me atrevo a tocarlo.

Al orgullo de poseer unas cuantas hojas de éstas se añadía el aliciente casi deportivo de conseguirlas, de perseguirlas en subastas y a través de catálogos; ¡cuántas horas de emoción debo a esa búsqueda, cuántas casualidades excitantes! En una ocasión llegaba un día tarde; en otra, una pieza codiciada resultaba falsa; luego se producía un nuevo milagro: tenía un pequeño manuscrito de Mozart, pero mi alegría no era completa porque alguien había arrancado una tira con notas de música. Y he aquí que, de repente, esa tira, cortada por un amoroso vándalo cincuenta o cien años atrás, aparece en una subasta de Estocolmo y se puede volver a completar el aria exactamente como Mozart la dejó escrita hace ciento cincuenta años. Cierto que en aquella época mis ingresos por trabajos literarios no bastaban para cubrir grandes gastos, pero todos los coleccionistas saben cómo aumenta el placer de poseer una pieza el tener que renunciar a otros placeres para conseguirla. Además, contaba con la contribución de mis amigos escritores. Rolland me regaló un volumen de su Jean Chrístrophe, Rilke su obra más popular, Canción de amor y muerte, Claudel La anunciación de María, Gorki un gran esbozo y Freud un tratado; todos sabían que ningún museo guardaría sus escritos con tanto amor. ¡Cuántos se han dispersado hoy a los cuatro vientos junto con otras alegrías más modestas! Sólo por casualidad descubrí más adelante que la pieza literaria de museo más insólita y valiosa no se hallaba ciertamente en mi armario, pero sí en la misma casa de suburbio donde yo vivía. El piso de arriba, tan modesto como el mío, lo ocupaba una señorita de cierta edad y pelo gris, profesora de piano; un día me dirigió la palabra en la escalera en un tono de lo más amable: le incomodaba el que yo tuviera que ser oyente involuntario de sus clases de piano y confiaba en que el deficiente arte de sus alumnas no me molestara demasiado. Durante la charla me enteré de que su madre, medio ciega, vivía con ella y apenas salía de su habitación, de que la octogenaria era ni más ni menos que la hija del doctor Vogel, médico de cabecera de Goethe, y de que Ottilie von Goethe había sido su madrina de bautismo, que se celebró en presencia del poeta. La cabeza me daba vueltas: ¡en 1910 existía todavía una persona en la tierra en quien se había posado la santa mirada de Goethe! Siempre he sentido una veneración especial por toda manifestación terrenal del genio y, amén de aquellas páginas manuscritas, reuní cuantas reliquias pude conseguir; más adelante-en mi «segunda vida»-convertí una de las habitaciones de mi casa en una sala de culto, si se me permite llamarla así. Estaba allí la mesa de trabajo de Beethoven y su pequeña caja de caudales de la que, desde la cama y con mano temblorosa, tocada ya por la muerte, sacaba las pequeñas sumas para la criada; había allí una página de su libro de cocina y un bucle de su pelo ya encanecido. Durante años guardé una pluma de boca de Goethe: bajo un cristal, para vencer la tentación de tomarla en mi mano indigna. Pero todos esos objetos, inanimados al fin y al cabo, no se podían comparar con una persona, un ser vivo al que todavía habían mirado consciente y amorosamente los ojos oscuros y redondos de Goethe: un último y tenue hilo que se podía romper en cualquier momento unía, a través de aquella frágil figura terrenal, el mundo olímpico de Weimar con la provisional casa de suburbio de la calle Koch número 8. Pedí permiso para visitar a la señora Demelius; la anciana me recibió gustosa y con mucha amabilidad; en su habitación hallé toda clase de enseres de la casa que la nieta de Goethe, amiga suya de la infancia, le había regalado: el par de candelabros que Goethe había tenido encima de la mesa y otros símbolos de la casa del Frauenplan de Weimar. De todos modos, ¿no era ella misma el verdadero milagro?, ¿no era un milagro la existencia de aquella anciana de pelo blanco y ralo, cubierto con una pequeña cofia estilo bíedermeíer, que gustaba de contar, con su arrugada boca, que había pasado los primeros quince años de su vida en la casa del Frauenplan, la cual no era museo como ahora y conservaba intactas las cosas desde el momento en que el más grande de los poetas alemanes abandonó su hogar y el mundo para siempre? Como todos los viejos, miraba su juventud con una gran objetividad; me emocionó su indignación contra la Sociedad Goethiana, porque ésta había cometido una gran indiscreción al publicar «ya» las cartas de amor de su amiga Ottilie von Goethe. «Ya», decía. ¡Ay, había olvidado que Ottilie había muerto medio siglo atrás! Para la anciana, la favorita de Goethe aún estaba viva y joven; para ella ¡eran reales las cosas que para nosotros eran leyenda o historia pasada! Yo notaba una atmósfera fantasmagórica; vivía en aquella casa de piedra, hablaba por teléfono, encendía la luz eléctrica, dictaba cartas que luego eran escritas a máquina y, veinte escalones más arriba, me sentía transportado a otro siglo, a la sagrada sombra del mundo de Goethe.

Más adelante he conocido a otras mujeres que, con su pelo blanco peinado con raya, habían tocado con su propia mano el mundo heroico y olímpico: Cosima Wagner, la hija de Liszt, dura, rígida y, sin embargo, grandiosa en sus patéticos gestos; Elisabeth Förster, hermana de Nietzsche, grácil, menuda, coqueta; Olga Monod, hija de Alexandr Herzen, que de pequeña se había sentado muchas veces en el regazo de Tolstói; a Georg Brandes, ya mayor, le he oído hablar de sus encuentros con Walt Whitman, Flaubert y Dickens; y a Richard Strauss, describir la primera vez que vio a Richard Wagner. Pero nada me ha emocionado tanto como el rostro de aquella anciana, la última persona viva a la que habían contemplado los ojos de Goethe. Y quizá yo, a mi vez, sea el último que hoy puede decir: he conocido a una persona sobre cuya cabeza descansó un momento la mano cariñosa de Goethe.

Había encontrado el lugar de descanso para los intervalos entre viajes. Pero era más importante otro hogar que había encontrado al mismo tiempo: la editorial que durante años conservó y promovió mis obras. Una elección así es una decisión de peso en la vida de un escritor y no hubiera podido ser más afortunada. Unos años atrás, un amante de las letras, un hombre culto donde los haya, había tenido la idea de invertir su riqueza no en una cuadra de caballos, sino en una obra de tipo intelectual. Alfred Walter Heymel, figura insignificante como poeta, había decidido fundar en Alemania-donde los editores, como en todas partes, se dejaban llevar por razones principalmente comerciales-una editorial que, sin tener en cuenta los beneficios económicos, incluso previendo pérdidas continuas, tenía como medida determinante para la publicación de una obra no su fácil salida al mercado, sino su calidad intrínseca. Quedaban así excluidas las lecturas de mero entretenimiento, por más lucrativas que fueran y, en cambio, tenían acogida en ella las obras más sutiles y de más difícil acceso.

La divisa de aquella editorial selecta, que al principio contaba sólo con el escaso público de los auténticos conocedores, era reunir exclusivamente obras del más puro gusto artístico y presentarlas en la forma más pura; con orgulloso propósito de aislamiento, se llamó Insel (Isla) y, más adelante, Insel-Verlag (Editorial Isla). Nada podía imprimirse industrialmente, había que dar a cada obra una forma exterior, de acuerdo con el arte de la tipografía, que se correspondiera con su perfección interior. Así, cada obra se convertía en un problema individual, con su dibujo de portada, su tipo de letra y su papel, siempre distintos; incluso los prospectos y el papel de carta de esta ambiciosa editorial eran objeto de un esmero apasionado. No recuerdo, por ejemplo, haber encontrado en treinta años una sola errata en ninguno de mis libros, ni una sola línea corregida en ninguna de las cartas de la editorial: todo, hasta el detalle más insignificante, tenía la ambición de ser ejemplar.

Se habían reunido en la Insel-Verlag la obra lírica de Hofmannsthal y la de Rilke, cuya presencia había establecido desde el primer momento la calidad suprema como única medida válida. Imagínese, pues, el lector mi alegría y mi orgullo cuando, a los veinticinco años, recibí el honor de ser ciudadano permanente de aquella «isla». Semejante dignidad significaba, de puertas afuera, una categoría superior en la esfera literaria, pero a la vez, de puertas adentro, un mayor compromiso. Quien entraba en aquel círculo selecto debía ejercitarse en la disciplina y la discreción, no podía ser culpable de frivolidad literaria ni de precipitación periodística, pues la marca de imprenta de la Insel-Verlag en un libro garantizaba de antemano a miles, y después a centenares de miles, de lectores tanto la calidad interior como la ejemplar perfección de la técnica tipográfica.

No hay mayor suerte para un autor joven que dar con una editorial también joven y crecer juntos; sólo una evolución común de este tipo puede crear una verdadera condición de vida orgánica entre él, su obra y el mundo. Con el director de la Insel-Verlag, el profesor Kippenberg, me unió pronto una cordial amistad que se hizo todavía más estrecha gracias a nuestra simpatía mutua, nacida de la pasión de coleccionistas que compartíamos; la colección goethiana de Kippenberg se formó paralelamente a la mía de obras autógrafas y creció durante los treinta años de convivencia hasta convertirse en la más monumental que un particular haya podido reunir jamás. Siempre encontré en él valiosos consejos, tanto como advertencias disuasorias igual de valiosas, mientras que yo, a mi vez, pude hacerle importantes sugerencias gracias a mi especial visión de conjunto de la literatura extranjera; así nació, a propuesta mía, la colección «Biblioteca Insel» que, con sus millones de ejemplares, edificó, por decirlo así, una gran metrópoli alrededor de la primitiva «torre de marfil» y convirtió a Insel en la editorial alemana más representativa. Al cabo de treinta años nos encontrábamos en una situación muy distinta a la de los inicios: la pequeña empresa se había convertido en una de las editoriales más poderosas y un autor que al principio era conocido sólo en pequeños círculos llegaba a ser uno de los más leídos de Alemania. n verdad hizo falta una catástrofe mundial y la más brutal fuerza de la ley para disolver aquel vínculo que para nosotros dos era tan feliz como natural. Debo confesar que me resultó más fácil abandonar patria y hogar que dejar de ver la familiar marca de imprenta en mis libros. Ahora tenía el camino despejado. Había empezado a publicar demasiado pronto-indecorosamente pronto, diría-y, sin embargo, en el fondo estaba convencido de que a mis veintiséis años todavía no había creado obras auténticas. Lo que había sido la mejor conquista de mis años de juventud, el trato y la amistad con los más grandes creadores de la época, curiosamente repercutió en mi producción como un obstáculo peligroso. Había aprendido demasiado como para no saber cuáles eran los valores reales, cosa que me atemorizaba. Gracias a ese desánimo, todo cuanto había publicado hasta entonces, excepto las traducciones, se reducía, por una calculada economía, a obras menores como narraciones cortas y poesías: aún no tenía ánimo suficiente como para empezar una novela (tendrían que pasar todavía casi treinta años). La primera vez que me atreví con una obra de mayor amplitud fue en el arte dramático y, simultáneamente a ese primer ensayo, se inició una gran tentación a la cual me inducían muchos signos favorables.

En el verano de 1905 o 1906 escribí una pieza dramática de corte clásico, naturalmente un drama en verso, siguiendo el estilo de la época. Se llamaba Tersítes; huelga decir qué opinión me merece hoy esta obra, interesante sólo desde el punto de vista formal: como con casi todos mis libros escritos antes de los treinta y dos años, no he permitido que se publicara de nuevo. De todos modos, ese drama anunciaba ya un cierto rasgo característico de mi manera de pensar: es que nunca-infaliblemente-tomo partido a favor del «héroe», sino que sólo veo la parte trágica del vencido. En mis narraciones cortas, quien me atrae es siempre aquel que sucumbe al destino; en las biografías es la figura de alguien que tiene razón no en el campo real del éxito, sino única y exclusivamente en el moral: Erasmo y no Lutero, María Estuardo y no Isabel, Castellio y no Calvino; y así, en aquella ocasión no escogí a Aquiles como figura heroica, sino al más insignificante de sus adversarios, Tersites, al hombre doliente en lugar del que causa dolor a los demás con su fuerza y su determinación. Una vez terminado, no lo mostré a ningún actor, ni siquiera a un amigo, porque tenía la suficiente experiencia corno para saber que los dramas en verso blanco y con vestuario griego, aunque sean de Sófocles o de Shakespeare, no son los más indicados para «hacer taquilla» en los teatros reales. Por pura fórmula mandé unos cuantos ejemplares a los grandes teatros, pero luego olvidé por completo el asunto.

Por eso me llevé una gran sorpresa cuando, unos tres meses después, recibí una carta en cuyo sobre se veía impreso el nombre del «Teatro Real de Berlín». ¿Qué querrá de mí el teatro prusiano?, pensé. La sorpresa consistía en que su director, Ludwig Barnay, antaño uno de los mejores actores, me comunicaba que la obra le había causado una enorme impresión y le resultaba especialmente grata porque en la figura de Aquiles había encontrado finalmente el papel para Adalbert Matkowsky que había buscado durante tanto tiempo; me pedía, pues, que encomendara el estreno de la misma al Teatro Real de Berlín.

Casi me estremecí de alegría. La nación alemana contaba entonces con dos grandes actores: Adalbert Matkowsky y Josef Kainz; el primero, un alemán del norte, era incomparable en la fuerza impetuosa de su carácter y su arrebatadora pasión; el segundo, nuestro vienés Josef Kainz, gustaba por su encanto espiritual, su arte de declamación jamás igualado, la maestría de su metálica y vibrante voz. Y he aquí que ahora Matkowsky encarnaría a mi personaje y recitaría mis versos, y el teatro más acreditado de la capital del Imperio Alemán patrocinaría mi drama: una inmejorable carrera dramática parecía abrirse ante mí, aun sin haberla buscado.

Sin embargo, desde entonces he aprendido que no hay que alegrarse de una representación antes de que el telón realmente se haya levantado. Cierto que los ensayos empezaron y se sucedieron uno a otro, y que mis amigos me aseguraban que no habían visto a un Matkowsky más soberbio y viril que cuando recitaba mis versos. Yo ya había reservado un billete en el coche cama del tren de Berlín cuando, en el último momento, recibí un telegrama: «Aplazamiento por enfermedad de Matkowsky.» Lo interpreté como un pretexto, como suele ocurrir en el teatro cuando no se puede cumplir un plazo o una promesa. Pero ocho días después los periódicos publicaban la noticia de la muerte de Matkowsky. Mis versos habían sido los últimos que sus prodigiosos y elocuentes labios habían pronunciado.

Se acabó, me dije. Aunque por aquellos días otros dos teatros reales de prestigio quisieron la pieza, el de Dresde y el de Kassel, mi interés había decaído. Después de Matkowsky no me podía imaginar a otro Aquiles. Pero entonces me llegó una noticia todavía más desconcertante: un amigo me despertó una mañana para decirme que le enviaba Josef Kainz, el cual había tropezado con la pieza por casualidad y veía en ella un papel ideal para él, no el del Aquiles que había querido representar Matkowsky, sino el del trágico Tersites. Se pondría inmediatamente en contacto con el Burgtheater. Acababa de llegar de Berlín el director Schlenther, pionero del realismo en la época, a dirigir el Teatro Real-para gran disgusto de los vieneses-de acuerdo con sus principios; me escribió de inmediato para decirme que veía cosas interesantes en mi drama, pero que, por desgracia, no le auguraba el éxito más allá del estreno.

Se acabó, me dije de nuevo, escéptico como siempre conmigo mismo y con mi obra literaria. Kainz, en cambio, estaba furioso. En seguida me invitó a su casa; por primera vez tuve ante mí al dios de mi juventud, de quien, cuando éramos estudiantes, habríamos querido besar pies y manos: de cuerpo flexible como una pluma, ingenioso y con el rostro animado todavía a sus cincuenta años-por unos espléndidos ojos oscuros. Era un placer escucharlo.

También en las conversaciones privadas cada palabra suya tenía un contorno purísimo, cada consonante encerraba una nitidez refinada y cada vocal vibraba llena y clara; ni siquiera hoy puedo leer algunos poemas que le había oído recitar a él sin oír también su voz midiendo los versos, su ritmo perfecto, su brío heroico; nunca me ha producido tanto placer escuchar la lengua alemana. Y he aquí que este hombre, al que yo veneraba como a un dios, se disculpaba ante mí, un jovenzuelo, porque no había logrado que se representase mi obra. Pero en adelante no debíamos perder el contacto nunca más, me aseguró. En realidad, me había llamado para hacerme una petición (casi sonreí: ¡ Kainz quería pedirme una cosa a mí!): actuaba a menudo en giras y contaba con dos piezas de un acto cada tina. Le faltaba una tercera y había pensado en una obra corta, si era posible en verso y, mejor aún, con una de aquellas cascadas líricas que él único en el arte dramático alemán-, gracias a su grandiosa técnica de declamación, sabía desgranar de corrido como un chorro de agua cristalina, sin tomar aliento, ante un público que escuchaba también sin respirar. ¿Sería yo capaz de escribirle una pieza de un solo acto de esas características? Le prometí que lo intentaría. Y la voluntad, como dice Goethe, a veces puede «dar órdenes a la poesía». En el esbozo de un acto titulado El comediante transformado insinué un ligero juego de estilo rococó intercalando dos grandes monólogos lírico-dramáticos. Sin proponérmelo, había pensado cada palabra a partir del deseo de Kainz, identificándome apasionadamente con su carácter e incluso con su forma de hablar; y así aquel encargo ocasional se convirtió en uno de esos afortunados casos que se hacen realidad no gracias a la mera habilidad, sino sólo al entusiasmo. Al cabo de tres semanas pude mostrar a Kainz el esbozo a medio acabar que incluía una de las «arias». Kainz estaba francamente entusiasmado. En el mismo instante recitó por dos veces aquel torrente lírico; la segunda vez, con una perfección inolvidable. ¿Cuánto tardaría?, me preguntó visiblemente impaciente. Un mes. ¡Excelente! ¡Le venía de perlas! Se iba unas semanas a actuar a Alemania y, a su regreso, inmediatamente empezarían los ensayos porque aquella obra tenía que representarse en el Burgtheater. Y luego, me prometió, aquella pieza formaría parte de su repertorio allá donde fuera, porque le venía como anillo al dedo. «¡Como anillo al dedo!», repitió tres veces, estrechándome cordialmente la mano.

Parece que revolucionó el Burgtheater antes de su partida, pues el director en persona me llamó para pedirme que le enseñara el esbozo y para decirme que lo aceptaba ya de antemano. Los papeles de los demás personajes que debían acompañar a Kainz fueron enviados a continuación a los actores del Burgtheater para que empezaran a leerlos. Una vez más la partida suprema parecía ganada: el Burgtheater, orgullo de nuestra ciudad, y, procedente del mismo Burgtheater, el actor más grande de la época después de Duse, habían aceptado una obra mía: era casi demasiado para un principiante. Ahora sólo existía un peligro, a saber: que Kainz cambiase de opinión cuando viera la pieza terminada, pero ¡eso parecía tan poco probable! De todos modos, el impaciente ahora era yo. Por fin leí en los periódicos que Josef Kainz había regresado de su gira. Por educación esperé dos días, no quería abordarlo justo a su regreso. Al tercer día, sin embargo, hice de tripas corazón y entregué mi tarjeta al viejo portero-bien conocido por mí-del hotel Sacher, donde vivía Kainz por aquel entonces.

-Quisiera ver al señor Kainz, actor de la corte.

El viejo me miró con sorpresa por encima de sus quevedos.

-Entonces ¿es que no lo sabe, doctor? No, yo no sabía nada.

-Esta mañana se lo han llevado al hospital.

Hasta aquel momento no supe que Kainz había vuelto gravemente enfermo de su gira, en la que había interpretado por última vez sus grandes papeles venciendo heroicamente unos dolores de lo más terribles ante un público que nada sospechaba. Al día siguiente lo operaron de cáncer. Mientras seguíamos las noticias de los periódicos, todavía nos atrevíamos a esperar que se curara, y lo visité en su lecho de enfermo. Lo encontré exhausto, demacrado, sus oscuros ojos parecían más grandes que nunca en aquel rostro consumido, y me estremecí: sobre sus labios, siempre jóvenes y espléndidamente elocuentes, se insinuaba por primera vez un bigote canoso; yo veía a un viejo moribundo. Me sonrió melancólicamente: «¿Me permitirá Dios interpretar todavía nuestra obra? Eso me curaría.» Pero pocas semanas después nos encontrábamos ante su ataúd.

El lector comprenderá mis pocos ánimos para persistir en el arte dramático y el recelo que sentía cada vez que entregaba una nueva pieza a un teatro. El hecho de que los dos mejores actores de Alemania hubiesen muerto poco después de haber ensayado mis versos, los últimos que leían, me volvió supersticioso; no me avergüenza confesarlo. Habrían de pasar algunos años antes de que me animara a volver a escribir para la escena y cuando el nuevo director del Burgtheater, Alfred Baron Berger, eminente experto en el campo teatral y maestro de la declamación, aceptó mi drama al instante, examiné casi con miedo la lista de los actores elegidos y, con un paradójico suspiro de alivio, exclamé: «¡Gracias a Dios no hay ninguno de primera fila!» En esta ocasión la fatalidad no tenía a nadie a quien acometer. Y, a pesar de todo, lo improbable ocurrió. Cuando cerramos la puerta a una calamidad, ésta se nos desliza por otra. Yo había pensado sólo en los actores, no en el director, quien se había reservado la dirección de mi tragedia La casa a orillas del mar y ya tenía concebida su puesta en escena: Alfred Baron Berger. Y, en efecto, quince días antes de los primeros ensayos, estaba muerto.

La maldición que parecía cernerse sobre mis obras dramáticas conservaba toda su fuerza; no me sentí seguro ni siquiera cuando, diez años después, terminada la Guerra Mundial, Jeremías y Volpone subieron a los escenarios en todas las lenguas imaginables. Y actué conscientemente en contra de mis intereses cuando, en el año 1931, terminé una nueva pieza, El cordero de los pobres. Un día, cuando ya había mandado el manuscrito a mi amigo Alexander Moissi, recibí un telegrama suyo en el que me pedía que le reservara el papel principal. Moissi, que había traído de su patria italiana al escenario alemán una sensual armonía del lenguaje, era entonces el gran sucesor de Josef Kainz. De aspecto encantador, inteligente, vivaz y, además, persona bondadosa y capaz de entusiasmarse, entregaba a cada obra una parte de su encanto personal; no habría podido desear un intérprete mejor para el papel.

Sin embargo, cuando me hizo la propuesta, despertó en mí el recuerdo de Matkowsky y de Kainz y rechacé a Moissi con un pretexto, sin revelarle el auténtico motivo. Sabía que había heredado de Kainz el llamado anillo de Iffland, que el mejor actor de Alemania legaba a su mejor sucesor. ¿Iba a heredar también el destino final de Kainz? Sea como sea, yo, por mi parte, no quería ser por tercera vez el desencadenante de la fatalidad para el mejor actor de Alemania. Renuncié, pues, por superstición y por amor hacia él, a una representación perfecta que hubiera podido ser decisiva para mi obra. Y, sin embargo, ni mi renuncia pudo protegerlo, a pesar de que le negué el papel y de que, a partir de entonces, no he vuelo a dar otra pieza a los escenarios. Es como si, sin tener en absoluto la culpa, siempre me tuviera que ver envuelto en el destino de otros.

Soy consciente de que puedo ser sospechoso de estar narrando una historia de fantasmas. Los casos de Matkowsky y de Kainz pueden llegar a explicarse por una triste casualidad. Pero ¿y el posterior de Moissi, puesto que le había negado el papel y no había escrito otro drama? He aquí lo que sucedió: unos años después, en el verano de 1935 (me adelanto ahora en el tiempo de mi crónica), yo estaba en Zurich, sin sospechar nada, cuando de repente recibí un telegrama de Alexander Moissi desde Milán: me anunciaba que llegaba aquella misma noche exclusivamente para verme y me rogaba que le esperase sin falta. Qué extraño, pensé. ¿Qué puede ser tan urgente? No he vuelto a escribir ninguna obra dramática y, desde hace años, el teatro me resulta del todo indiferente. Por supuesto lo esperé con alegría, porque quería como a un verdadero hermano a aquel hombre cariñoso y cordial. Saltó del vagón y se arrojó sobre mí; nos abrazamos al estilo italiano y, ya en el coche, me contó, con su deliciosa impaciencia, lo que yo podía hacer por él. Me quería pedir un favor, un gran favor.

Pirandello le había hecho el gran honor de encargarle el estreno de su nueva obra Non sí sá maí, y no se trataba sólo del estreno en Italia, sino a escala mundial: tendría lugar en Viena y en alemán. Era la primera vez que un gran maestro italiano de esta talla daba la preferencia al extranjero con una obra suya; ni siquiera se había decidido por París. Pues bien, Pirandello, que temía que la musicalidad y las vibraciones de su prosa se perdieran en la traducción, albergaba en su corazón un deseo muy especial: quería que no fuera un traductor cualquiera, sino yo, cuyo arte literario apreciaba desde hacía tiempo, quien tradujera la obra al alemán.

Huelga decir que Pirandello había dudado en hacerme ¡perder el tiempo con traducciones! Era el motivo por el que él personalmente, Moissi, tenía el encargo de transmitirme la petición de Pirandello. Cierto que no me dedicaba a traducir desde hacía años, pero admiraba demasiado a Pirandello-con quien había tenido algunos encuentros agradables-como para decepcionarlo y, sobre todo, para mí era un motivo de alegría el poder ofrecer una muestra de camaradería a un amigo tan íntimo como Moissi. Dejé mis propios trabajos durante una o dos semanas; al cabo de unos días se anunciaba en Viena el estreno internacional de la obra de Pirandello en mi traducción y, además, se le quería dar un relieve especial debido a razones políticas ocultas. Pirandello había prometido asistir a la función, y como Mussolini era considerado todavía el santo patrón de Austria, todos los círculos oficiales con el canciller a la cabeza anunciaron su presencia en el acto. La velada debía ser al mismo tiempo una manifestación política de la amistad austro-italiana (en realidad, del protectorado de Italia sobre Austria).

Por una casualidad, también yo me encontraba en Viena en los días en que debían empezar los primeros ensayos. Me alegraba la perspectiva de volver a ver a Pirandello y sentía curiosidad por oír las palabras de mi traducción pronunciadas por la voz musical de Moissi. Pero con una fantasmal semejanza se repitió, al cabo de un cuarto de siglo, el mismo suceso. Cuando abrí el periódico, a primera hora, leí que Moissi había llegado de Suiza con una gripe muy fuerte y que a causa de su enfermedad los ensayos se aplazaban. Una gripe, pensé, no puede ser cosa muy grave. Pero el corazón me latía deprisa mientras me acercaba al hotel ( ¡gracias, me consolé, no era el Sacher sino el Grand Hotel!) para visitar a mi amigo enfermo; el recuerdo de aquella inútil visita a Kainz afloró en mi piel como un escalofrío. Y, al cabo de más de un cuarto de siglo, se repitió exactamente lo mismo en la persona del mejor actor de la época. Ya no me permitieron ver a Moissi: presa de la fiebre, había empezado a delirar. Dos días más tarde me encontraba, como en el caso de Kainz, no en el ensayo, sino ante su ataúd.

Con la referencia a esta última consumación del hechizo que acompañaba a mis intentos teatrales, me he adelantado en el tiempo. Como es natural, no veo en esa repetición sino un cúmulo de casualidades. Pero no hay duda de que, en su momento, las muertes de Matkowsky y Kainz, acontecidas en rápida sucesión una tras otra, tuvieron una influencia decisiva en el rumbo de mi vida. Si Matkowsky en Berlín y Kainz en Viena, cuando yo tenía veintiséis años, hubiesen llevado al escenario mis primeros dramas, seguramente yo habría sobresalido más deprisa-quizá más de lo que sería justo-en la vida pública, y todo gracias a su arte, capaz de llevar al éxito la obra más floja, y, en cambio, habría perdido los años de lento aprendizaje y de experiencia de la vida. Como se comprenderá, en aquella época me sentí perseguido por el destino, pues al principio el teatro me había ofrecido unas posibilidades tentadoras que nunca me habría atrevido siquiera a soñar, para después arrebatármelas cruelmente en el último momento. Pero sólo en los primeros años de juventud identificamos el azar con el destino.

Más adelante sabe uno que el verdadero rumbo de la vida está fijado desde dentro; por intrincado y absurdo que nos parezca nuestro camino y por más que se aleje de nuestros deseos, en definitiva siempre nos lleva a nuestra invisible meta.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO VII

STEFAN ZWEIG

 

MÁS ALLÁ DE EUROPA

¿Acaso el tiempo corría más deprisa en aquella época que en la actual, que está repleta de acontecimientos que transformarán el mundo desde la corteza hasta las entrañas para siglos? ¿O quizás es que esos últimos años de juventud de antes de la primera guerra europea me parecen tan vagos simplemente porque transcurrieron en una etapa de trabajo regular? Escribía, publicaba, mi nombre era conocido dentro y fuera de Alemania, tenía partidarios y también adversarios, lo cual en realidad habla más bien a favor de un cierto carácter propio; tenía a mi disposición todos los periódicos del Imperio, no necesitaba enviarles colaboraciones, sino que me las pedían. Pero en mi fuero interno no me engañaba respecto al hecho de que todo cuanto hacía y escribía durante aquellos años más tarde no tendría interés alguno; todas nuestras ambiciones e inquietudes, todos nuestros desengaños y rencores de entonces, hoy me parecen minúsculos. Las dimensiones de esta época han cambiado nuestra óptica a la fuerza. De haber empezado este libro unos años antes, hablaría de conversaciones con Gerhart Hauptmann, Arthur Schnitzler, Beer-Hofmann, Dehmel, Pirandello, Wassermann, Schalom Asch y Anatole France (las charlas con este último eran francamente divertidas, pues el anciano nos obsequiaba durante toda la velada con historias verdes, pero con una seriedad convincente y una gracia indescriptible); podría hablar de los grandes estrenos, como el de la décima [=octava] sinfonía de Gustav Mahler en Munich y el de El caballero de la rosa en Dresde, de la bailarina Karsávina y del bailarín y coreógrafo Nizhinski, porque yo era de espíritu vivo y curioso y fui testigo de muchos acontecimientos artísticos «históricos». Pero todo lo que ya no guarda conexión con los problemas de la época actual resulta caduco para nuestra severa medida de lo esencial. Hoy, los hombres de mi juventud que dirigieron mi mirada hacia el mundo literario me parecen, desde hace tiempo ya, menos importantes que los que me la desviaron hacia el mundo real.

Entre estos últimos figuraba, en primer lugar, un hombre que había de dirigir el destino del Imperio Alemán en una época trágica y que, once años antes de la subida de Hitler al poder, fue abatido por la primera bala asesina de los nacionalsocialistas: Walther Rathenau.

Nuestra amistad, antigua y cordial, había empezado de una manera curiosa. Uno de los primeros hombres de quien recibí un estímulo a mis diecinueve años fue Maximilian Harden, cuya revista, Zukunft, tuvo un papel decisivo durante los últimos años del imperio de Guillermo II. Harden, a quien Bismarck en persona introdujo en la política y de quien, de muy buen grado, se sirvió como portavoz o pararrayos, hizo caer a ministros, hizo estallar el asunto Eulenburg, hizo temblar el palacio imperial semana tras semana con nuevos ataques y revelaciones; y a pesar de todo, los amores de Harden en su vida privada seguían siendo el teatro y la literatura. Pues bien, resulta que un buen día apareció en Zukunft una serie de aforismos firmados con un pseudónimo que ya no recuerdo y que me llamaron la atención por su notable ingenio y su concisa fuerza de expresión. Escribí a Harden en mi calidad de colaborador regular de la revista: «¿Quién es ese hombre nuevo? Hacía años que no leía unos aforismos tan afilados.» La respuesta no vino de Harden, sino de un tal Walther Rathenau que, tal como supe por su carta y también por otras fuentes, no era otro que el hijo del todopoderoso director de Mayo de 2006 la Compañía Eléctrica de Berlín y, a su vez, comerciante, industrial y consejero de administración de numerosas empresas, uno de los nuevos hombres de negocios alemanes «vueltos hacia el mundo», por utilizar una expresión de Jean Paul. Me escribió unas cordiales líneas para darme las gracias, diciendo que mi carta era la primera voz que había oído a favor de su ensayo litera no. A pesar de que era por lo menos diez años mayor que yo, me confesaba abiertamente su inseguridad y me preguntaba si yo consideraba conveniente la publicación o no de un libro entero de pensamientos y aforismos. Al fin y al cabo era un intruso en el mundo de la Literatura; hasta entonces había concentrado toda su actividad en el campo económico. Lo animé con toda franqueza y nos mantuvimos en contacto epistolar.

Durante in siguiente estancia en Berlín le llamé por teléfono. Me respondió una voz vacilante: -Ah, es usted. Qué lástima, mañana a las seis de la mañana salgo de viaje para Sudáfrica...

Le interrumpí: -Entonces nos veremos en otra ocasión, claro. Pero la voz siguió reflexionando despacio: -No, espere... un momento... Tengo toda la tarde ocupada por reuniones... Luego tengo que ir al ministerio y después a una comida en el club... Pero ¿podría usted venir a mi casa a las once y cuarto? -Me pareció bien. Charlamos hasta las dos de la madrugada. A las seis salió de viaje rumbo al suroeste de África por encargo-como supe' más tarde-del emperador alemán.

Cuento este detalle porque es muy típico de Rathenau. Aun siendo un hombre tan atareado, siempre encontraba tiempo. Lo vi durante los días más duros de la guerra y poco antes de la Conferencia de Génova, y unos días antes de su asesinato recorrí con él la misma calle en el mismo automóvil en el que le dispararon. Tenía los días organizados minuto a minuto y, sin embargo, no le costaba ningún esfuerzo pasar de una cosa a otra, porque su cerebro estaba siempre preparado: era un instrumento de una precisión y una rapidez tales como no he conocido en otra persona. Hablaba con fluidez, como si leyera en una hoja invisible, pero construyendo las frases con tanta plasticidad y claridad, que su conversación, si se hubiera taquigrafiado, habría podido ir directamente a la imprenta como conferencia perfecta y acabada. Hablaba francés, inglés e italiano con la misma seguridad que el alemán; la memoria no lo dejó nunca en la estacada y no necesitaba prepararse de modo especial para tratar cualquier tema. Cuando uno hablaba con él, se sentía a la vez necio, poco instruido, inseguro y confundido ante su objetividad que lo ponderaba todo con calma y lo abarcaba todo con lucidez. Pero había algo en aquella lucidez deslumbrante, en aquella claridad cristalina de su pensamiento, algo que producía un efecto incómodo, como los selectos muebles y los espléndidos cuadros de su casa. Su espíritu era un invento genial; su casa era como un museo y en su castillo feudal de la reina Luisa, situado en la Marca, uno no lograba sentirse cómodo, de tan ordenado, limpio y aseado como estaba. En su pensamiento había algo transparente como el cristal y, por lo tanto, sin sustancia: pocas veces he experimentado la tragedia del hombre judío con tanta fuerza como en su persona, la cual, a pesar de toda su evidente superioridad, estaba llena de una inquietud y una inseguridad profundas. Mis demás amigos, como, por ejemplo, Verhaeren, Ellen Key o Balzagette, no tenían ni una décima parte de su inteligencia, ni una centésima parte de su universalidad, ni tampoco eran tan buenos conocedores del mundo, pero estaban muy seguros de sí mismos. Con Rathenau yo siempre experimentaba la sensación de que, a pesar de su inmensa inteligencia, no tenía tierra bajo los pies. Toda su existencia era un constante conflicto de nuevas contradicciones. Había heredado de su padre todo el poder que se pueda imaginar y, no obstante, no quería ser su heredero; era Mayo de 2006 comerciante y quería sentirse artista; tenía millones y flirteaba con ideas socialistas; se sentía judío y coqueteaba con Cristo; profesaba ideas cosmopolitas e idolatraba el prusianismo; soñaba con una democracia popular y se sentía de lo más honrado cada vez que lo recibía o consultaba el emperador Guillermo, cuyas debilidades y vanidades adivinaba con clarividencia, sin ser capaz de dominar su propia vanidad. Y así, su incesante actividad quizá no era más que una droga para huir del nerviosismo interior y atenuar la soledad que rodeaba su vida más íntima. Sus inmensas fuerzas potenciales no se convirtieron en una fuerza homogénea sino de repente, en el momento en que le llegó la hora de la responsabilidad; y fue cuando, en 1919, después de la derrota del ejército alemán, le fue encomendada la misión más difícil de la historia: sacar del caos al Estado desquiciado y enderezarlo. Y él mismo se forjó la grandeza, innata a su genio, al consagrar su vida a una sola idea: salvar a Europa.

Además de enseñarme a mirar a lo lejos en animadas charlas que, por intensidad intelectual y lucidez quizá sólo serían comparables con las de Hofmannsthal, Valéry y el conde Kayserling, además de ensanchar mi horizonte desde la literatura hasta la historia contemporánea, debo a Rathenau el primer estímulo para ir más allá de Europa.

-No puede entender Inglaterra si sólo conoce la isla-me decía-. Ni nuestro continente, si no ha salido de él por lo menos una vez. Usted es un hombre libre, ¡haga uso de su libertad! La literatura es una profesión fantástica, porque en ella sobra la prisa. Un año más o menos no cuenta para nada cuando se trata de un libro de verdad. ¿Por qué no se va a la India o a América? Estas palabras fortuitas suyas me produjeron un gran impacto y decidí seguir su consejo inmediatamente.

La India me causó una impresión más perturbadora y opresiva de lo que me había imaginado. Me estremeció la miseria de las gentes enflaquecidas, la triste seriedad de sus miradas oscuras, la monotonía a veces cruel del paisaje y, sobre todo, la férrea división en clases y razas, de la que ya había tenido una muestra en el barco. Viajaban en él dos muchachas encantadoras, esbeltas, de ojos negros y figura grácil, bien educadas, discretas y elegantes. Ya el primer día me llamó la atención el hecho de que se mantuvieran apartadas, o las mantuviera apartadas una barrera invisible. No asistían a los bailes ni participaban en conversación alguna, sino que, siempre sentadas a una cierta distancia, se dedicaban a leer libros ingleses o franceses. Hasta el segundo o tercer día no descubrí que no eran ellas las que evitaban la compañía de los ingleses, sino que eran estos últimos los que se retraían del contacto con aquellas halfcasts, a pesar de que eran hijas de un comerciante parsi y una francesa. Tanto en el internado de Lausana como en la finishingvehool de Inglaterra, durante dos o tres años habían recibido el mismo trato y habían gozado de los mismos derechos que los demás; en el barco rumbo a la India, en cambio, en seguida había empezado a tomar cuerpo esa forma fría, invisible, pero no por ello menos cruel, de proscripción social. Por primera vez fui testigo de la peste de la obsesión por la pureza de la raza, que ha sido más funesta para nuestro siglo que la verdadera peste de siglos anteriores.

Aquel encuentro inicial me aguzó la mirada desde el primer momento. Con cierto bochorno disfruté del respeto (desaparecido tiempo ha por culpa nuestra) que se profesaba al europeo como a una especie de dios blanco, el cual, cuando hacía una expedición turística como la del Pico de Adán de Ceilán, inevitablemente se veía acompañado de doce o catorce criados; cualquier otra cosa habría significado un menoscabo a su «dignidad». No pude librarme de la inquietante impresión de que las décadas y los siglos venideros tenían que llevar forzosamente a cambios y transformaciones en aquel absurdo estado de cosas, del cual no nos atrevíamos a barruntar nada en nuestra cómoda y confiada Europa. Gracias a Mayo de 2006 semejantes observaciones pude ver la India no de color de rosa, como, por ejemplo, Pierre Loti, no como algo «romántico», sino como una advertencia; y no fueron los magníficos templos, los palacios corroídos por la acción del tiempo ni los paisajes del Himalaya los que me suministraron la parte principal de mi formación interior en aquel viaje, sino las personas a las que conocí, personas de otra clase y de otro mundo, diferentes de aquellas con las que solía tropezar un escritor en la Europa continental. En aquella época, que aún no conocía los viajes de recreo organizados «Cook» y en la que uno tenía que mirar hasta el último céntimo, quien salía de Europa era casi siempre alguien especial por su categoría o posición: el comerciante, no un mercachifle de miras estrechas, sino un hombre de negocios a lo grande; el médico, un auténtico investigador; el empresario, un hombre de la raza de los conquistadores, audaz, magnánimo, despiadado; incluso el escritor, un hombre de una curiosidad intelectual superior. Durante los largos días y las largas noches del viaje-que la radio todavía no llenaba con su charloteo-, tratando con esa otra clase de personas, aprendí más cosas sobre las fuerzas y las tensiones que mueven a nuestro mundo que con la lectura de cien libros. A medida que cambia la distancia de la patria, también cambia la medida interior de las cosas. Muchas pequeñeces que antes me habían preocupado en exceso, a mi regreso las empecé a considerar como tales y dejé de tener a nuestra Europa como el eje eterno de nuestro universo.

Entre los hombres que conocí en el viaje a la India había uno que tuvo una influencia trascendental, aunque no claramente visible, en la historia de nuestro tiempo. De Calcuta a Indochina, navegando por el río Irawadi, todos los días pasé muchas horas con Karl Haushofer, quien se dirigía con su esposa al Japón como agregado militar de la embajada alemana. Aquel hombre erguido y delgado, de pómulos prominentes y pronunciada nariz aguileña, me hizo ver por primera vez las extraordinarias cualidades y la disciplina interior de un oficial del estado mayor alemán. Huelga decir que antes, en Viena, había alternado con militares en algunas ocasiones: jóvenes cordiales, amables e incluso divertidos, la mayoría de los cuales huía de familias de posición social poco o nada acomodada para refugiarse en el uniforme y sacar el máximo provecho del servicio militar. Haushofer, en cambio-y ello se notaba enseguida-, era de una familia culta y pequeño burguesa (su padre había publicado un número considerable de poemas y creo que había sido profesor de universidad) y su formación, también universal, trascendía lo puramente militar. Encargado de estudiar los escenarios de la guerra ruso-japonesa sobre el terreno, él y su esposa se habían familiarizado con la lengua e incluso la literatura japonesa; en él descubrí de nuevo que toda ciencia, también la militar, cuando se concibe con amplitud de miras, necesariamente supera los estrechos límites que impone la especialidad y entra en contacto con todas las demás. A bordo del barco, el hombre trabajaba todo el día; seguía con los prismáticos cualquier detalle, escribía diarios e informes, estudiaba diccionarios; pocas veces lo vi sin un libro en las manos. Como buen observador, sabía describir bien las cosas; hablando con él aprendí mucho sobre el enigma de Oriente y, de vuelta a casa, mantuve una amistosa relación con la familia Haushofer; nos escribíamos y nos visitábamos mutuamente en Salzburgo y Munich. Una grave afección pulmonar que lo retuvo en Davos y Arosa, al ausentarlo del servicio militar, favoreció su paso a la ciencia; una vez curado, asumió más tarde un mando durante la Guerra Mundial. Tras la derrota a menudo pensé en él con una gran simpatía; me resultaba fácil imaginarme cómo debía de haber sufrido aquel hombre, que durante años había colaborado desde su invisible retiro en la construcción de Alemania como gran potencia y quizá también en su maquinaria bélica, al ver entre los victoriosos adversarios al Japón, donde se había granjeado tantas amistades.

Pronto se demostró que fue uno de los primeros en pensar en la reconstrucción Mayo de 2006 sistemática y a gran escala de la posición de poder que Alemania ocupara en otro tiempo.

Publicó una revista de geopolítica y, como suele ocurrir, no entendí el significado profundo de este nuevo movimiento en sus inicios. Creía sinceramente que sólo se trataba de espiar el juego de fuerzas en la cooperación entre naciones e incluso la expresión «espacio vital» de los pueblos (la cual, si no ando equivocado, él fue el primero en acuñar) la entendí, en el sentido de Spengler, simplemente como la energía relativa, cambiante con las épocas, que todas las naciones desprenden alguna vez siguiendo un ciclo. La exigencia de Haushofer de estudiar más a fondo las cualidades individuales de los pueblos y de estructurar un organismo regulador permanente con una base científica también me pareció de lo más correcta, porque creía que esa investigación serviría exclusivamente para crear tendencias de acercamiento entre los pueblos; también podría ser-no lo sé-que la intención real primitiva de Haushofer no fuera en absoluto política. De todos modos leí sus libros (en los que, dicho sea de paso, me citaba) con un gran interés y sin ningún tipo de sospecha, siempre escuché, por parte del público imparcial, elogios de sus conferencias, en el sentido de que eran sumamente instructivas y nadie lo acusó de que sus ideas sirvieran a una nueva política de fuerza y agresión y estuvieran des' finadas sólo a motivar ideológicamente, bajo una forma nueva, los viejos postulados pangermanistas. Pero he ,aquí que el día en que mencioné de pasada su nombre en Munich, alguien me dijo como la cosa más natural del mundo: «Ah, ¿el amigo de Hitler?» Nada me hubiera podido dejar más atónito. En primer lugar, porque la mujer de Haushofer no era de raza pura y sus hijos (muy simpáticos e inteligentes) no habrían podido hacer frente a las leyes raciales de Núremberg contra los judíos; en segundo lugar, no veía ninguna posibilidad de relación intelectual directa entre un erudito de gran cultura y de pensamiento universal y un agitador inculto, enredado en un germanismo de la especie más mezquina y brutal. Pero entre los discípulos de Haushofer figuraba Rudolf Hess y no era sino éste quien había hecho posible tal relación; Hitler, poco abierto a ideas ajenas, desde el principio poseyó, sin embargo, el instinto de apropiarse de todo lo que podía ser útil para sus fines personales; así, para él, la «geopolítica» desembocaba y terminaba en la política nacionalsocialista y se sirvió de ella todo lo que pudo para sus propósitos. Y es que la técnica del nacionalsocialismo consistió siempre en fundar sus instintos de poder, inequívocamente egoístas, sobre bases ideológicas y pseudomorales, y el concepto de «espacio vital» daba por fin una capa filosófica a su nueva voluntad de agresión: un eslogan en apariencia inofensivo por su vaga posibilidad de definición-que, en caso de éxito, podía justificar cualquier anexión, hasta la más arbitraria, como una necesidad ética y etnológica. Fue, pues, mi antiguo compañero de viaje quien-no sé si a sabiendas-tuvo la culpa del cambio radical, funesto para el mundo, de los objetivos de Hitler, originariamente limitados a los aspectos nacionales y a la pureza de la raza, pero que después, con la teoría del «espacio vital», degeneraron en el eslogan «Hoy Alemania es nuestra, mañana lo será el mundo entero»: un ejemplo igualmente evidente de cómo una sola fórmula concisa se puede convertir, por la fuerza inmanente de la palabra, en hechos y en fatalidad, como antes la fórmula de los enciclopedistas sobre el dominio de la razón acabó convirtiéndose en lo contrario, es decir, en terror y agitación de masas. Que yo sepa, Haushofer nunca ocupó un cargo visible en el partido, quizá ni siquiera fue uno de sus miembros; no veo en él, como los hábiles periodistas de hoy, una «eminencia gris» demoníaca que se esconde entre bastidores, maquinando planes de lo más peligrosos y apuntándolos al führer. Sin embargo, no cabe duda de que fueron sus teorías, más que los más rabiosos consejeros de Hitler, las que, conscientemente o no, sacaron la agresiva política del nacionalsocialismo de los estrechos límites nacionales para transportarla a la dimensión planetaria; será la posterioridad la que, disponiendo de una mejor documentación de la que tenemos nosotros, los contemporáneos, dará a esta figura su correcta medida histórica.

A este primer viaje a tierras de ultramar siguió otro a América, al cabo de un tiempo.

Mayo de 2006 Tampoco tenía otro propósito que el de ver mundo y, a ser posible, un pedazo del futuro que nos aguardaba; creo que soy en verdad uno de los pocos escritores que cruzaron el océano no para ganar dinero, sino sólo para confrontar con la realidad una idea del Nuevo Continente harto incierta.

La idea que yo tenía de él-no me avergüenza confesarlo-era bastante romántica. Para mí América era Walt Whitman, la tierra del nuevo ritmo, la futura hermandad universal; antes de emprender el viaje, volví a leer los largos versos del «Camerado», que fluyen como un torrente y se desbordan en forma de catarata, y así llegué a Manhattan con un sentimiento abierto y magnánimo de fraternidad, en vez de la habitual arrogancia del europeo. Recuerdo que lo primero que hice fue preguntar al portero del hotel dónde estaba la tumba de Walt Whitman, que tenía intención de visitar; con la pregunta puse en un aprieto al pobre italiano.

No había oído nunca este nombre.

La primera impresión fue formidable, a pesar de que Nueva York no tenía aún esa embriagadora belleza nocturna de hoy. No existían aún las impetuosas cataratas de luz del Times Square ni el fantástico cielo estrellado de la ciudad que de noche tiñe de rojo a las reales y auténticas estrellas del firmamento con millones de estrellas artificiales. El aspecto de la ciudad, así como la circulación, carecían de la osada munificencia de hoy, pues la nueva arquitectura se ensayaba todavía con inseguridad en algunos grandes edificios aislados; también el sorprendente auge del gusto por los escaparates y los adornos se hallaba apenas en sus tímidos inicios. Ahora bien, contemplar el puerto desde el puente de Brooklyn, siempre con una ligera oscilación, y pasear por los desfiladeros de piedra de las avenidas era una verdadera fuente de descubrimientos y de emociones, si bien es verdad que, al cabo de dos o tres días, cedieron a una sensación diferente, más fuerte: la sensación de extrema soledad. No tenía nada que hacer en Nueva York y, en aquella época, una persona ociosa en ninguna parte estaba más fuera de lugar que allí. Aún no existían los cines donde uno se pudiese distraer durante una hora, ni las pequeñas y cómodas cafeterías, ni tantas galerías de arte, bibliotecas y museos como hoy; en todo lo referente a la cultura los americanos iban muy a la zaga de nuestra Europa. Cuando, al cabo de dos o tres días, hube visitado fielmente los museos y monumentos principales, fui de un lado para otro por las heladas y ventosas calles como una barca sin timón. Al final, la sensación de lo absurdo de mi callejeo llegó a ser tan fuerte, que sólo logré vencerla haciéndomela más atractiva con una estratagema: inventé un juego conmigo mismo. Me dije que sería un vagabundo completamente solo, uno de los numerosos emigrantes que no sabían qué hacer y que sólo llevaría siete dólares en el bolsillo. Me dije: haz voluntariamente lo que éstos tienen que hacer a la fuerza. Imagínate que dentro de tres días, a lo más tardar, te ves obligado a ganarte la vida, ¡busca por los alrededores y mira cómo se las ingenian por aquí sin contratos ni amigos para ganarse un sueldo rápidamente! Dicho esto, empecé a ir de una oficina de colocación a otra y a estudiar los anuncios de trabajo pegados en las puertas. Aquí buscaban a un panadero, ahí a un auxiliar de oficina con conocimientos de francés e italiano y más allá a un dependiente de librería. Por lo menos este último trabajo era una primera oportunidad para mi yo imaginario. De modo que subí tres pisos por una escalera de caracol de hierro, me informé sobre el sueldo y lo comparé con los precios de alquiler de habitaciones en el Bronx que aparecían en los periódicos. Al cabo de dos (lías de «buscar trabajo» había encontrado, en teoría, cinco colocaciones que me hubieran servido para ir tirando; así comprobé, mucho mejor que callejeando, cuánto espacio, cuántas posibilidades ofrecía aquel joven país a alguien con ganas de trabajar, y eso me impresionó.

Por otro lado, todas esas idas y venidas de una agencia a otra, mis visitas de presentación a las empresas, me permitieron formarme una idea de la excelsa libertad que reinaba en el país.

Nadie me preguntó por mi nacionalidad ni mi religión ni mi origen, y eso que había viajado sin pasaporte (algo inimaginable para nuestro mundo actual, un mundo de huellas dactilares, visados e informes policiales). Pero allí había trabajo esperando a las personas; eso, y sólo Mayo de 2006 eso, era determinante. El contrato se firmó en pocos minutos, sin la enojosa intervención del Estado, sin formalidades ni sindicatos, en aquellos tiempos de libertad ya legendaria. Gracias a las gestiones para «encontrar trabajo», en aquellos primeros días aprendí más de América que en todas las semanas posteriores, durante las cuales recorrí, en calidad de turista despreocupado, Filadelfia, Boston, Baltimore y Chicago; excepto en Boston, donde pasé unas horas en sociedad, en casa de Charles Loeffler-que había puesto música a una serie de poemas míos-, estuve solo todo el tiempo. En una sola ocasión irrumpió una sorpresa en el total anonimato de mi existencia. Aún recuerdo con gran claridad aquel momento. Estuve paseando por una ancha avenida de Filadelfia; me paré ante una gran librería para ver algo conocido al menos, algo que me fuera familiar, en el nombre de los autores. Me asusté. En el fondo a la izquierda del escaparate había seis o siete libros alemanes y desde uno de ellos me acometió mi nombre. Lo contemplé como hechizado y empecé a pensar. Algo mío, algo que iba a la deriva por aquellas calles extrañas, desconocido y no observado por nadie, ya había estado allí antes que yo, aparentemente sin motivo; el librero debió de escribir mi nombre en una lista para que el libro viajara diez días a través del océano. Por un momento desapareció la sensación de abandono. Y cuando, hace dos años, volví a pasar por Filadelfia, inconscientemente me puse a buscar de nuevo aquel escaparate.

Ya no tenía humor para llegar a San Francisco (en aquella época todavía no se había inventado Hollywood). Pero al menos en otro lugar pude ver el anhelado Océano Pacífico, que me había fascinado desde la infancia, cuando leía relatos de los primeros viajes alrededor del mundo. Y lo vi desde un lugar hoy desaparecido, un lugar que ningún ojo mortal volverá a ver: los últimos montículos del canal de Panamá. Fui allí en un pequeño barco que pasaba por las Bermudas y Haití: y es que nuestra poética generación había sido educada por Verhaeren para admirar los milagros técnicos de nuestra época como nuestros antepasados admiraban las antigüedades romanas. El propio Panamá ya constituía un espectáculo inolvidable, excavado con máquinas, y con aquel cauce de un color ocre amarillento que quemaba los ojos incluso a través de gafas oscuras y un aire diabólico, atravesado por el zumbido de millones y millones de mosquitos cuyas víctimas yacían en el cementerio en hileras interminables. ¡Cuántos hombres habían caído a causa de aquella obra que Europa había empezado y América acabaría! Y que ahora, finalmente, después de treinta años de catástrofes y desengaños, se hacía realidad. Unos meses más para llevar a cabo los últimos trabajos en las esclusas y, después, la presión de un dedo sobre un botón eléctrico y los dos océanos confluirían para siempre después de milenios; pero yo, uno de los últimos de aquella época, con el sentido de la historia bien despierto, todavía los vi separados. Aquella mirada sobre la mayor gesta creadora de América fue una buena despedida del nuevo continente.

FIN

 

 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO VIII

STEPHAN ZWEIG

 

LUCES Y SOMBRAS SOBRE EUROPA

Había vivido diez años del nuevo siglo y había visto la India, una parte de América y África; empecé a mirar a nuestra Europa con alegría renovada, más sabia. Nunca he amado tanto a nuestro Viejo Mundo como en los últimos años antes de la Primera Guerra Mundial, nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba.

Tal vez resulte difícil describir a la generación de hoy, que se ha criado en medio de catástrofes, ruinas y crisis y para la cual la guerra ha sido una posibilidad constante y una expectativa casi diaria, tal vez resulte difícil, digo, describirle el optimismo y la confianza en el mundo que nos animaba a los jóvenes desde el cambio de siglo. Cuarenta años de paz habían fortalecido el organismo económico de los países, la técnica había acelerado el ritmo de vida y los descubrimientos científicos habían enorgullecido el espíritu de aquella generación; había empezado un período de prosperidad que se hacía notar en todos los países de nuestra Europa casi con la misma fuerza. Las ciudades se volvían más bellas y populosas de año en año, el Berlín de 1905 ya no se parecía al que yo había conocido en 1901: aquella capital imperial se había convertido en una metrópoli y de nuevo se veía espléndidamente superada por el Berlín de 1910. Viena, Milán, París, Londres, Amsterdam: cada vez que volvía uno allí, quedaba asombrado y se sentía feliz; las calles eran más anchas, más suntuosas; los edificios públicos, más imponentes; los comercios, más lujosos y elegantes. En todo se notaba cómo la riqueza crecía y se propagaba; incluso los escritores lo notábamos en las tiradas que, en un solo período de diez años, se multiplicaban por tres, por cinco y por diez. Por doquier surgían nuevos teatros, bibliotecas y museos; comodidades como el cuarto de baño y el teléfono, que antes habían sido privilegio de unos pocos, llegaban a los círculos pequeño burgueses y, desde que se había reducido la jornada laboral, el proletario había ido subiendo desde abajo para participar, por lo menos, en las pequeñas alegrías y comodidades de la vida. El progreso se respiraba por doquier. Quien se arriesgaba, ganaba. Quien compraba una casa, un libro raro o un cuadro, veía cómo subía su precio; con cuanta mayor audacia y prodigalidad se creara una empresa, más asegurados estaban los beneficios. Al mismo tiempo una prodigiosa despreocupación había descendido al mundo, porque ¿quién podía parar ese avance, frenar ese ímpetu que no cesaba de sacar nuevas fuerzas de su propio empuje? Nunca fue Europa más fuerte, rica y hermosa; nunca creyó sinceramente en un futuro todavía mejor; nadie, excepto cuatro viejos arrugados, se lamentaba como antes diciendo que «los tiempos pasados eran mejores».

Pero no sólo las ciudades sino también las personas se hicieron más bellas y sanas gracias al deporte, a una mejor alimentación, a la jornada laboral más corta y a un contacto más íntimo con la naturaleza. Descubrieron que el invierno-antes una época triste y desabrida, desaprovechada por la gente que, malhumorada, jugaba a cartas en las tabernas o se aburría en habitaciones demasiado caldeadas-en la montaña era como un lagar de sol filtrado, como un néctar para los pulmones, un placer para la piel, la cual sentía por debajo cómo fluía la sangre a borbotones. Y los montes, los lagos y el mar ya no eran tan lejanos como antes. La bicicleta, el automóvil y los ferrocarriles eléctricos habían acortado las distancias y habían dado al mundo una nueva sensación de espacio. Los domingos, miles y miles de personas, con flamantes chaquetas sport, bajaban a toda velocidad por las laderas nevadas sobre esquís y trineos, por doquier surgían palacios de deportes y piscinas. Y justo en las piscinas se podía ver claramente el cambio: mientras que en mis tiempos de juventud llamaba la atención ver un cuerpo masculino realmente bien formado en medio de papadas, vientres gruesos y pechos hundidos, ahora figuras ágiles, curtidas por el sol, con la piel lisa gracias al deporte, rivalizaban entre sí en competiciones llenas de serenidad antigua. Salvo los más pobres, ya nadie se quedaba en casa los domingos; todos los jóvenes, entrenados en toda suerte de deportes, salían a caminar, escalar y luchar; quien tenía vacaciones, no las pasaba, como en tiempos de mis padres, cerca de la ciudad o, en el mejor de los casos, en las comarcas de Salzburgo; la gente sentía curiosidad por ver mundo, por comprobar. si en todas partes había lugares tan bellos o de una belleza distinta; mientras que antes sólo los privilegiados salían al extranjero, ahora viajaban a Francia e Italia empleados de banco y pequeños industriales.

Viajar era más barato y más cómodo y, sobre todo, la gente tenía otro coraje, una audacia nueva que la hacía más temeraria en las excursiones, menos miedosa y prudente en la vida; más aún: la gente se avergonzaba de tener miedo. La generación entera decidió hacerse más juvenil, todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser joven; de pronto desaparecieron las barbas, primero entre los más jóvenes y, luego, entre los mayores, que imitaban a los primeros para no parecer viejos. La consigna era ser joven y vigoroso y dejarse de apariencias dignas y venerables. Las mujeres tiraron a la basura los corsés que les apretaban los pechos, renunciaron a las sombrillas y los velos, porque ya no temían al aire y al sol, se acortaron las faldas para poder mover mejor las piernas cuando jugaban a tenis y ya no se avergonzaban de dejarlas al descubierto y exhibirlas. Los hombres llevaban bombachos, las mujeres se atrevieron a montar a caballo como los hombres, nadie se tapaba ni se escondía de los demás. El mundo se había vuelto no sólo más bello, sino también más libre.

Fueron la salud y la confianza en sí misma de la generación posterior a la nuestra las que conquistaron esa libertad también para las costumbres. Por primera vez vi a muchachas saliendo de excursión con chicos sin institutriz y practicando deportes en una franca y confiada camaradería; ya no eran las tímidas mojigatas de antes, sabían lo que querían y lo que no. Liberadas del temeroso control de los padres, ganándose la vida como secretarias o funcionarias, se tomaron el derecho de moldear su vida a su antojo. La prostitución, la única institución del amor permitida en el viejo mundo, disminuyó visiblemente; gracias a esa nueva y sana libertad, toda forma de beatería se convirtió en pasada de moda. En las piscinas, cada vez más a menudo se fueron derribando las vallas de madera que hasta entonces habían separado implacablemente la sección de los hombres de la de las mujeres; hombres y mujeres ya no se avergonzaban de mostrar sus cuerpos; en aquellos diez años hubo más libertad, despreocupación y desenfado que en los cien años anteriores.

Y es que el mundo se movía a otro ritmo. Un año, ¡cuántas cosas pasaban en un año! Los inventos y descubrimientos se sucedían a una velocidad vertiginosa y no tardaban en convertirse en un bien común; las naciones sentían por primera vez que formaban parte de una colectividad, cuando se trataba de intereses comunes. El día en que el zepelín se elevó para emprender su primer viaje, yo me hallaba casualmente en Estrasburgo, de camino hacia Bélgica, y vi, en medio de los estruendosos gritos de la multitud, el dirigible planeando alrededor de la catedral como si quisiera inclinarse ante aquella obra milenaria. Aquella misma noche, ya estando yo en Bélgica, en casa de Verhaeren, llegó la noticia de que la nave se había estrellado en Echterdingen. Verhaeren tenía lágrimas en los ojos y estaba terriblemente conmocionado. Como belga no se sentía indiferente ante la catástrofe alemana, puesto que como europeo, como hombre de nuestro tiempo, era sensible tanto a la victoria común sobre los elementos como a la aflicción común. Lanzamos gritos de júbilo en Viena cuando Blériot sobrevoló el canal de la Mancha, como si fuera un héroe de nuestro país; el orgullo por los triunfos de nuestra ciencia y de nuestra técnica, que se sucedían hora tras hora, propició por primera vez un sentimiento europeo común, una conciencia nacional europea.

¡Qué absurdas, nos decíamos, aquellas fronteras, cuando un avión las podía superar fácilmente, casi como en un juego! ¡ Qué provincianas y artificiales aquellas barreras aduaneras y los policías de fronteras! ¡Qué contradicción con el espíritu de los tiempos que ansía a ojos vistas unión y fraternidad universales! El vuelo de los sentimientos no fue menos prodigioso que el de los aviones; compadezco a los que en su juventud no vivieron esos últimos años de confianza en Europa, porque el aire que nos rodea no está muerto ni vacío, sino que lleva en sí la vibración y el ritmo del momento; nos los inyecta en la sangre y los conduce hasta el fondo del corazón y el cerebro. En aquellos años todos nosotros absorbíamos energía del impulso general de la época y nuestra confianza personal se alimentaba de la colectiva. Ingratos como somos los hombres, quizás entonces no apreciábamos la fuerza y la seguridad con que nos llevaba la ola. Pero sólo quien vivió aquella época de confianza universal sabe que, desde entonces, todo ha sido recaída y ofuscación.

Magnífica fue aquella oleada de fuerza tonificante que batía contra nuestros corazones desde todas las costas de Europa. Pero todo lo que nos llenaba de júbilo a la vez constituía, sin que lo sospecháramos, un peligro. La tempestad de orgullo y de confianza que rugía sobre Europa arrastraba también densos nubarrones. Quizás el progreso había llegado demasiado deprisa, quizá los Estados y las ciudades se habían hecho fuertes con demasiada rapidez; y la sensación de poder siempre induce a hombres y Estados a hacer uso o abuso de él. Francia rebosaba riqueza, pero aún quería más: quería otra colonia, a pesar de que no contaba con gente suficiente para poblar la primera; faltó poco para que estallase una guerra a causa de Marruecos. Italia quería la Cirenaica, Austria se anexionó Bosnia. Serbios y búlgaros, a su vez, atacaron a Turquía, y Alemania, excluida por el momento, extendía ya las garras para asestar su furioso golpe. La sangre se subía a la cabeza de todos los Estados y la congestionaba. De la fecunda voluntad de consolidación interior surgió, a la vez y por doquier, un afán de expansión que se propagó como una infección vírica. Los industriales franceses, que hacían su agosto, estaban en contra de los alemanes, que también se hacían de oro, porque unos y otros querían más suministros de cañones: Krupp y Schneider-Creusot. La navegación hamburguesa, con sus colosales dividendos, trabajaba contra la de Southampton, los agricultores húngaros contra los serbios, unos consorcios contra otros: la coyuntura los había vuelto locos a todos, aquí y allá, llenos de un afán desenfrenado de poseer siempre más.

Si hoy, reflexionando con calma, nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un solo fundamento razonable, ni un solo motivo. No era una cuestión de ideas, y menos aún se trataba de los pequeños distritos fronterizos; no sabría explicarlo de otro modo sino por el exceso de fuerza, por las trágicas consecuencias de ese dinamismo interior que durante cuarenta años había ido acumulando paz y quería descargarla violentamente. De repente todos los Estados se sintieron fuertes, olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos querían algo de los demás. Y lo peor fue que nos engañó precisamente la sensación que más valorábamos todos: nuestro optimismo común, porque todo el mundo creía que en el último momento el otro se asustaría y se echaría atrás; y, así, los diplomáticos empezaron el juego del bluf recíproco. Hasta cuatro y cinco veces en Agadir, en la guerra de los Balcanes, en Albania, todo quedó en un juego; pero en cada nueva ocasión las alianzas se volvían cada vez más estrechas y adquirían un carácter marcadamente belicista. En Alemania se introdujo un impuesto de guerra en pleno período de paz y en Francia se prolongó el servicio militar; a la larga, el exceso de energía tenía que descargar y las señales de tormenta en los Balcanes indicaban la dirección de los nubarrones que ya se acercaban a Europa.

Todavía no cundía el pánico, pero sí una inquietud que quemaba lenta, pero constante; siempre que sonaban disparos en los Balcanes, experimentábamos un cierto malestar.

¿Acabaría por sorprendernos la guerra, sin saber por qué ni para qué? Poco a poco-j demasiado poco a poco, demasiado tímidamente, como hoy sabemos! -se fueron concentrando las fuerzas antagónicas. Ahí estaba el Partido Socialista, millones de hombres en un lado y en el otro, que en sus programas decía «no» a la guerra; ahí estaban los poderosos grupos católicos bajo la dirección del Papa y algunos consorcios de composición internacional; ahí estaban unos pocos políticos sensatos que mostraron su repulsa ante aquellas maquinaciones subterráneas. Y también nosotros, los escritores, formábamos parte de las filas contrarias a la guerra, aunque, como siempre, de forma individual y aislada, en vez de formar una unidad compacta y decidida. Por desgracia, la actitud de la mayoría de intelectuales era de pasividad e indiferencia, porque, gracias a nuestro optimismo, el problema de la guerra, con todas sus consecuencias morales, aún no había penetrado en nuestro horizonte interior: en ninguno de los escritos importantes de los prohombres de la época se encuentra una sola exposición de principios ni un solo aviso arrebatado. Nos parecía que bastaba con pensar a escala europea y unirnos en una hermandad internacional, declararnos partidarios del ideal de un entendimiento pacífico-dentro de nuestra esfera, que sólo de modo muy indirecto influía en el presente-y de una fraternidad espiritual por encima de lenguas y países. Y precisamente era la nueva generación la que se adhería con más entusiasmo a esa idea europea. En París, en el círculo próximo a mi amigo Bazalgette, encontré a un grupo de jóvenes que, al contrario de la generación anterior, rechazaba cualquier nacionalismo estrecho y cualquier imperialismo agresivo: Jules Romains, quien más adelante, durante la guerra, escribió su gran poema dedicado a Europa; y Georges Duhamel, Charles Vidrac, Durtain, René Arcos, Jean Richard Bloch, reunidos primero en la Abbaye y después en la Effort libre, que fueron apasionados paladines de un futuro europeísmo y que-como lo demostró la prueba de fuego de la guerra-se mostraron inalterables en su aversión hacia cualquier tipo de militarismo; he aquí una juventud intrépida, dotada de talento y moralmente decidida, como muy pocas veces ha engendrado Francia. En Alemania fue Werfel quien, con su Amigo del mundo, puso el acento lírico más intenso en la hermandad universal; René Schickele, a quien, como alsaciano, el destino había situado entre las dos naciones, trabajó fervientemente a favor de un entendimiento; desde Italia nos saludó como camarada G. A. Borghese; de las tierras escandinavas y eslavas nos llegaban voces de ánimo. «Pues, venga, va, venga a visitarnos», me decía en una carta un gran escritor ruso. «Demostrad a los paneslavistas que nos quieren incitar a una guerra que vosotros, allí en Austria, no queréis.» ¡Ah, todos amábamos nuestra época, que nos llevaba sobre sus alas, todos amábamos, a Europa! Pero esa fe ingenua en la razón, de la que esperábamos que evitaría la locura en el último momento, fue a la vez nuestra única culpa.

Cierto que no examinamos con suficiente desconfianza las señales escritas en la pared, pero ¿acaso no es propio de la juventud el no ser desconfiada, sino crédula? Confiábamos en Jaurés, en la Internacional Socialista, creíamos que los ferroviarios volarían las vías antes que cargar a sus camaradas hacia el frente como animales hacía el matadero, contábamos con que las mujeres se negarían a sacrificar a sus hijos y maridos al dios Moloc, estábamos convencidos de que la fuerza espiritual y moral de Europa triunfaría en el último momento crítico. Nuestro idealismo colectivo, nuestro optimismo condicionado por el progreso nos llevó a ignorar y despreciar el peligro.

Además, nos faltaba un organizador que uniera decididamente nuestras fuerzas latentes.

Existía entre nosotros un solo hombre, uno solo, que lo advertía todo, que reconocía las señales desde lejos; pero, por extraño que pueda parecer, a pesar de que vivía entre nosotros, durante largo tiempo no supimos nada de él, de ese hombre que el destino nos había designado como guía. Fui muy afortunado al descubrirlo en el último momento, cosa que me costó lo mío porque, aunque vivía en pleno centro de París, se hallaba lejos de la foire sur la place. Si un día alguien emprende la tarea de escribir una historia íntegra y real de la literatura francesa del siglo XX, no podrá pasar por alto el sorprendente fenómeno de que los periódicos de París de aquella época elogiaban a todos los escritores y nombres imaginables, ignorando, en cambio, los de los tres más importantes o citándolos en contextos erróneos. Entre 1900 y 1914 nunca vi citado el nombre de Paul Valéry como escritor ni en Le Fígaro ni en Le Matin; Marcel Proust pasaba por un pisaverde de salón y Romain Rolland por un musicólogo erudito; tenían casi cincuenta años cuando el primer tímido rayo de fama iluminó sus nombres y habían creado su gran obra en la sombra, en medio de la ciudad más curiosa e intelectual del mundo.

Fue una casualidad descubrir a Romain Rolland a tiempo. En Florencia una escultora rusa me había invitado a tomar un té para mostrarme sus obras y también para intentar hacerme un boceto. Me presenté en su casa a las cuatro en punto, olvidando que era rusa y que, por lo tanto, no tenía sentido del tiempo ni de la puntualidad. Una vieja babushka, que, según había oído, ya había sido nodriza de su madre, me acompañó al estudio, donde la cosa más pintoresca era el desorden, y me pidió que esperase. En total había allí cuatro esculturas pequeñas y en un par de minutos las tuve más que vistas. De modo que, para no perder el tiempo, cogí un libro o, mejor dicho, unos cuadernos parduzcos que estaban desperdigados por el estudio. Cahiers de la Quinzaine, se llamaban, y recordé que ya había oído antes ese título en París. Pero ¿quién podía seguir de cerca todas las revistillas que aparecían y desaparecían a lo largo y ancho del país como efímeras flores idealistas? Hojeé el volumen L'aube de Romain Rolland y empecé a leerlo, cada vez más asombrado e interesado. ¿Quién era aquel francés que conocía tan bien Alemania? Pronto agradecí a la bendita rusa su falta de puntualidad. Cuando finalmente apareció, mí primera pregunta fue: «¿Quién es ese Romain Rolland?» No me supo dar información cumplida y sólo cuando hube logrado reunir el resto de los volúmenes (los últimos se encontraban todavía en fase de elaboración), supe que por fin tenía en mis manos la obra que no servía a una sola nación europea sino a todas y al hermanamiento entre ellas; supe que aquél era el hombre, el escritor, que ponía en juego todas sus fuerzas morales: el amor al conocimiento y la sincera voluntad de conocer, la imparcialidad probada y alambicada y una fe alentadora en la misión unificadora del arte. Mientras nosotros dispersábamos las fuerzas en pequeñas proclamas, él había puesto manos a la obra en silencio y pacientemente para mostrar a los pueblos las cualidades más atractivas de cada uno de ellos; en aquellas páginas se estaba escribiendo la primera novela conscientemente europea, se estaba ultimando la primera llamada decisiva a la fraternidad, más eficaz que los himnos de Verhaeren, porque llegaba a masas más amplias, más enérgica que todos los panfletos y protestas; se estaba llevando a cabo en ellas, en silencio, lo que todos esperábamos y anhelábamos inconscientemente.

Lo primero que hice en París fue recabar información acerca de él, recordando las palabras de Goethe: «Él ha aprendido, él puede enseñarnos.» Pregunté por él a los amigos. A Verhaeren le pareció recordar un drama, Los lobos, que se había representado en el socialista Théátre du Peuple. Bazalgette, a su vez, había oído que Rolland era musicólogo y habría escrito un librito sobre Beethoven; en el catálogo de la Biblioteca Nacional encontré una docena de obras sobre música antigua y moderna y siete u ocho dramas: todo ello publicado por pequeñas editoriales o en los Cahiers de la Quinzaine. Finalmente, con el propósito de encontrar un punto de contacto, le envié un libro mío. No tardé en recibir una carta que me invitaba a su casa y así inicié una amistad que, junto con la de Freud y la de Verhaeren, resultó la más fecunda de mi vida y, en algunos momentos, incluso decisiva.

Los días memorables de la vida tienen una luminosidad más intensa que los normales.

Por eso recuerdo con extraordinaria claridad aquella primera visita. Por una estrecha escalera de caracol, subí cinco pisos de una sencilla casa cercana al bulevar de Montparnasse, y ya ante la puerta noté un silencio especial; el rumor del bulevar se oía tan poco como el viento que, bajo las ventanas, rozaba los árboles del jardincillo de un viejo convento. Rolland me abrió la puerta y me condujo a su pequeño gabinete, repleto de libros hasta el techo. Vi por primera vez sus ojos azules, extrañamente luminosos, los ojos más claros y a la vez más bondadosos que he visto nunca en una persona, unos ojos de esos que durante la conversación extraen fuego y color de los sentimientos más profundos, se ensombrecen con la tristeza, se ahondan con la meditación y centellean con la emoción; aquellas pupilas únicas entre unos párpados un poco demasiado cansados, ligeramente enrojecidas de tanto leer y velar, que eran capaces de resplandecer con una luz benévola y comunicativa. Examiné su figura con una cierta timidez. Muy alto y delgado, andaba un tanto encorvado, como si las incontables horas pasadas ante el escritorio le hubiesen doblado la espalda; su aspecto era enfermizo a causa de los rasgos muy pronunciados del rostro y de un color de piel muy pálido. Hablaba en voz muy baja y en todos los demás aspectos mostraba un sumo cuidado de su cuerpo; casi nunca salía a pasear, comía poco, no bebía ni fumaba y evitaba cualquier esfuerzo físico, pero más adelante tuve que reconocer con admiración el enorme aguante de aquel cuerpo ascético y la gran capacidad de trabajo intelectual que se escondía tras aquella aparente fragilidad. Escribía durante horas y horas en un pequeño escritorio colmado de libros y papeles, leía durante horas y horas en la cama, no concedía a su cuerpo fatigado más de cuatro o cinco horas de sueño y el único esparcimiento que se permitía era la música; tocaba el piano de maravilla, con una pulsación delicada que nunca olvidaré, acariciando las teclas, como si no quisiera arrancarles las notas por la fuerza, sino a base de caricias. Ningún otro virtuoso de la música-y debo decir que he oído tocar en la intimidad a Max Reger, a Busoni y a Bruno Walter-me ha causado tal sensación de comunicación inmediata con los admirados maestros.

Su polifacético saber avergonzaba a los demás; viviendo, de hecho, sólo con ojos de lector, dominaba la literatura, la filosofía, la historia, los problemas de todos los países y de todos los tiempos. Conocía la música hasta el último compás, estaba familiarizado incluso con las obras más distantes de Galuppi, de Telemann y también de músicos de sexta y séptima categoría, y al mismo tiempo participaba con ardor en todos los acontecimientos de la actualidad. En aquella modesta celda monacal el mundo se reflejaba como en una camera obscura. Desde el punto de vista de las relaciones humanas, había disfrutado de la confianza de los grandes de su época, había sido discípulo de Renan, huésped en casa de Wagner, amigo de Jaurés; Tolstói le había dirigido la famosa carta que, como humana confesión, acompaña dignamente su obra literaria. Noté allí-y eso siempre despierta en mí un sentimiento de felicidad-una superioridad humana, moral, una libertad interior sin orgullo, libertad como manifestación natural y evidente de un alma fuerte. A primera vista reconocí en él-y el tiempo me dio la razón-al hombre que se convertiría en la conciencia de Europa en el momento decisivo. Hablamos de su Jean-Christophe. Rolland me contó que con aquel libro había tratado de cumplir con un triple deber: su gratitud hacia la música, su profesión de fe en la unidad europea y una llamada a los pueblos a la reflexión. Cada uno de nosotros debía influir ahora desde su lugar, desde su país, desde su lengua. Era el momento de estar alerta, cada vez más. Las fuerzas que empujaban hacia el odio eran, por su misma naturaleza vil, más vehementes y agresivas que las conciliadoras; además, se escondían tras ellas intereses económicos con menos escrúpulos que los nuestros. El absurdo se había puesto visiblemente manos a la obra y luchar contra él era incluso más importante que nuestro arte. La aflicción por la fragilidad de la estructura terrenal me resultó doblemente conmovedora en un hombre que en toda su obra había celebrado la inmortalidad del arte.

-Nos puede servir de consuelo a cada uno de nosotros en tanto que individuos-me respondió-, pero nada puede contra la realidad.

Esto ocurría en el año 1913. Fue la primera conversación que me hizo comprender que nuestro deber no consistía en hacer frente-sin preparación y cruzados de brazos-a la perspectiva, posible a pesar de todo, de una guerra europea; después, en el momento decisivo, nada dio a Rolland una superioridad moral tan evidente sobre todos los demás como el hecho de que ya de antemano había fortalecido dolorosamente su espíritu. Los de nuestro círculo también habíamos hecho algo; yo había traducido mucho, había llamado la atención sobre los escritores vecinos, en 1912 había acompañado a Verharen en una gira de conferencias por toda Alemania que se convirtió en una manifestación de hermandad francoalemana; en Hamburgo, Verhaeren y Dehmel, el gran poeta francés y el gran poeta alemán, se abrazaron públicamente. Había convencido a Reinhardt para que dirigiera el nuevo, drama de Verhaeren, nuestra colaboración a ambos lados no había sido nunca tan cordial, intensa e impulsiva, y en muchos momentos de entusiasmo fuimos víctimas de la ilusión de haber mostrado al mundo el camino recto y salvador. Pero el mundo se interesaba muy poco por semejantes manifestaciones literarias y seguía su pernicioso camino. Cualquier chisporreteo eléctrico en el maderamen producía fricciones invisibles, la chispa saltaba a cada momento (el asunto Zabern, la crisis de Albania, una entrevista mal llevada), sólo una, pero capaz de hacer estallar todo el material explosivo acumulado. Sobre todo en Austria notábamos que nos hallábamos en el centro de la zona de agitación. En el año 19 o el emperador Francisco José había superado su octogésimo aniversario. No podía durar mucho más aquel anciano convertido ya en un símbolo, y empezó a propagarse un sentimiento místico, un estado de ánimo nacido de la idea de que, tras su fallecimiento, el proceso de disolución de la milenaria monarquía sería imparable. En el interior crecía la presión entre las distintas nacionalidades y en el exterior, Italia, Serbia, Rumanía y, hasta cierto punto, incluso Alemania esperaban repartirse el imperio. La guerra de los Balcanes, donde Krupp y Schneider-Creusot probaban sus respectivos cañones contra «material humano» extranjero-del mismo modo que lo harían más adelante los alemanes e italianos con sus aviones en la Guerra Civil española-nos arrastraba cada vez más hacia una corriente que se precipitaba desde lo alto de una catarata. La gente vivía de sobresalto en sobresalto, para después, empero, volver a respirar aliviada: «Esta vez todavía no. ¡Y esperemos que nunca!» Sabemos por experiencia que es mucho más fácil reconstruir los hechos de una época que su atmósfera espiritual. Ésta no se encuentra sedimentada en los acontecimientos oficiales, sino más bien en pequeños episodios personales, como los que desearía intercalar aquí. Para ser sincero, en aquel momento yo no creía en la guerra. Pero por dos veces soñé despierto, como quien dice, y me desperté de un sobresalto. La primera fue a causa del «Asunto Redl», que, como todos los episodios importantes que ocurren en un segundo plano de la historia, es poco conocido.

Al tal coronel Redl, héroe de uno de los dramas más complicados del espionaje, lo conocí personalmente en un breve encuentro. Vivía en el mismo barrio que yo, a una calle de distancia de la mía, me lo había presentado en una ocasión un amigo mío, el fiscal T., en el café donde dicho señor de aspecto agradable y bonachón fumaba sus cigarros puros; desde entonces nos saludábamos. Sólo más tarde descubrí hasta qué punto estamos envueltos por el misterio en la vida y qué poco sabemos de las personas que viven a nuestro alrededor. El tal coronel, de aspecto parecido al de cualquier buen oficial austriaco, era el hombre de confianza del heredero del trono; le habían encomendado la importante tarea de dirigir el servicio secreto del ejército y contrarrestar el del enemigo. Pues bien, resulta que se filtró la noticia de que en 1912, durante la crisis de la Guerra de los Balcanes, cuando Rusia y Austria se movilizaron una contra otra, el secreto más importante del ejército austriaco, «el plan de operaciones», había sido vendido a Rusia, algo que, en caso de guerra, habría provocado una catástrofe sin precedentes, pues de ese modo los rusos habrían conocido de antemano, paso a paso, todos los movimientos tácticos de la ofensiva austriaca. El pánico que provocó esta traición en los círculos del estado mayor fue terrible; al coronel Redl, como experto máximo, le incumbía la misión de descubrir al traidor, que sólo podía hallarse entre los oficiales de mayor graduación. A su vez, el ministerio de Asuntos Exteriores, que no confiaba del todo en la capacidad de las autoridades militares (un ejemplo típico del antagonismo envidioso de los distintos departamentos), dio la orden, sin informar antes al estado mayor, de investigar el caso por separado y a tal fin encargó a la policía, entre otras medidas, que abriera todas las cartas que llegaban del extranjero a las listas de correos, sin respetar el secreto postal.

Un buen día llegó a una estafeta de correos, a la dirección cifrada Opernball, una carta procedente de la estación fronteriza rusa de Podwoloczyska que, una vez abierta, resultó no contener ningún papel escrito, sino seis o siete billetes de mil coronas austriacas. Este sospechoso hallazgo fue inmediatamente enviado a la jefatura de policía, la cual dio la orden de apostar a un detective al lado de la ventanilla a fin de detener en el acto a la persona que reclamase la sospechosa carta.

Por un instante la tragedia tomó un cariz típicamente vienés. A eso de las doce del mediodía un hombre se personó en la estafeta para pedir la carta a nombre de Opernball. El funcionario de correos hizo de inmediato la señal convenida al detective. Pero el detective había salido a tomar un aperitivo y, cuando regresó, sólo pudo comprobar que el desconocido había subido a un coche de punto y se había marchado en dirección desconocida. Pero en seguida empezó el segundo acto de la comedia vienesa. En aquella época de coches de punto, aquellos elegantes y fashionable carruajes de dos caballos, el cochero se consideraba un personaje demasiado distinguido como para limpiar el vehículo con sus propias manos. Por esta razón en cada parada había un «aguador», cuya función consistía en dar de comer a los caballos y lavar los arreos. Por suerte, el aguador de enfrente de correos se había fijado en el número del coche que acababa de salir; al cabo de un cuarto de hora todas las comisarías de policía habían recibido el aviso y se había encontrado el coche. El cochero había proporcionado la descripción del hombre al que había llevado al café Kaiserhof, donde yo siempre encontraba al coronel Redl, y, además, por una feliz casualidad, habían hallado en el carruaje la navaja de bolsillo con la que el desconocido había abierto el sobre. Los policías acudieron rápidamente al café Kaiserhof. Entre tanto, el hombre cuya descripción facilitaron los agentes había vuelto a salir, pero los camareros declararon con toda naturalidad que no era otro que su cliente habitual, el coronel Redl, y que acababa de regresar al hotel Klomser.

El detective se quedó de una pieza. Se había resuelto el misterio. El coronel Redl, jefe supremo del servicio de espionaje del ejército austriaco, era al mismo tiempo un espía pagado por el estado mayor ruso. No sólo había vendido secretos y el plan de operaciones, sino que ahora, de repente, por fin quedaba claro por qué durante los últimos años todos los espías austriacos que él enviaba a Rusia habían sido detenidos y condenados. Dio comienzo una frenética actividad telefónica que se prolongó hasta que se consiguió hablar con Franz Conrad von Hótzendorf, jefe del estado mayor austriaco. Un testigo ocular de aquella escena me contó que, después de las primeras palabras, el hombre se volvió blanco como la cera. A continuación sonó el teléfono en el palacio imperial; una consulta siguió a la otra. ¿Qué hacer? La policía, a su vez, había tomado medidas para que el coronel Redl no pudiera escapar. Cuando iba a salir de nuevo del hotel Klomser y en el momento de dar un encargo al portero, un detective se le acercó con disimulo, le mostró la navaja y le preguntó amablemente: «¿Por casualidad el coronel se ha dejado olvidada esta navaja en el coche?» En aquel mismo instante el coronel Redl supo que estaba perdido. Mirara adonde mirara, veía las caras conocidas de los agentes de la policía secreta que lo vigilaban y, cuando volvió a entrar en el hotel, dos de ellos lo siguieron hasta su habitación y le dejaron allí un revólver. Y es que, entre tanto, en el palacio imperial se había decidido acabar de una forma discreta aquel asunto tan ignominioso para el ejército austriaco. Los dos agentes patrullaron hasta las dos de la madrugada por delante de la habitación de Redl en el hotel Klomser. Fue pasada esta hora cuando oyeron el disparo.

Al día siguiente apareció en los periódicos de la noche una breve nota necrológica en honor del benemérito coronel Redl, muerto de repente. Pero había habido demasiadas personas envueltas en esa persecución como para poder guardar el secreto. Además, poco a poco se fueron conociendo detalles que explicaban muchas cosas desde el punto de vista psicológico. El coronel Redl tenía inclinaciones homosexuales, sin que sus superiores y compañeros lo supieran, y durante años había estado en manos de chantajistas, los cuales finalmente le habían empujado a aquella escapatoria desesperada. Un escalofrío de horror recorrió el ejército de punta a punta. Todo el mundo supo que, en caso de guerra, aquella persona sola habría causado centenares de miles de bajas y que por su culpa la monarquía habría llegado al borde del precipicio; hasta aquel momento no comprendimos en Austria cuán cerca de la guerra mundial habíamos estado el año anterior.

Fue la primera vez que experimenté el sabor del miedo. Al día siguiente tropecé con Berta von Suttner, la magnífica y generosa Casandra de nuestra época. Aristócrata de una de las familias más importantes, de muy joven había vivido el horror de la guerra de 1866 cerca del castillo familiar de Bohemia. Y con la pasión de una Florence Nightingale vio que tenía una sola misión en la vida: evitar una segunda guerra, cualquier guerra. Escribió una novela, Abajo las armas, que tuvo un éxito mundial. Organizó incontables asambleas pacifistas y el mayor triunfo de su vida fue despertar la conciencia de Alfred Nóbel, el inventor de la dinamita, al que conminó a que instituyera el premio Nóbel de la Paz y la Comprensión Internacional como compensación por el mal que había causado con su invento. Vino a mi encuentro muy exaltada.

-Los hombres no comprenden lo que está pasando-dijo gritando en medio de la calle, ella que solía hablar con tanta calma y serenidad-. Eso significaba ya la guerra y nos lo han vuelto a esconder y mantener en secreto. ¿Por qué no hacéis nada los jóvenes? ¡Os concierne más a vosotros que a nadie! ¡Defendeos de una vez! ¡Uníos! No nos lo dejéis todo siempre a nosotras, cuatro pobres viejas a quienes nadie escucha.

Le comuniqué que me iba a París; quizá podríamos organizar una manifestación conjunta.

-¿Por qué sólo quizás?-insistió-. La situación está peor que nunca, la maquinaria ya se ha puesto en marcha.

Inquieto como estaba, me costó tranquilizarla.

Pero precisamente en Francia un segundo episodio personal me recordó con qué profética visión había vislumbrado el futuro aquella anciana a la que en Viena nadie se tomaba en serio. Fue un episodio insignificante, pero que a mí me impresionó muchísimo. En la primavera de 1914 había salido de París con una amiga para pasar unos días en la Turena y visitar la tumba de Leo-nardo da Vinci. Habíamos caminado a lo largo de la suave y soleada orilla del Loira y por la noche estábamos agotados. Decidimos, pues, ir al cine en la ciudad un tanto soñolienta de Tours, donde anteriormente yo ya había rendido homenaje a la casa natal de Balzac.

Era un pequeño cine de barriada que en nada se parecía a los modernos y luminosos palacios de cromo y cristal. Era una simple sala improvisada, rebosante de gente sencilla, obreros, soldados y verduleras, buena gente que charlaba de buen humor y que, a pesar de la prohibición de fumar, lanzaba al aire asfixiante nubes de humo azul de Scaferlati y Caporal.

En primer lugar proyectaron «Noticias del mundo». Una regata en Inglaterra: la gente charlaba y reía. A continuación, un desfile militar francés: tampoco en este caso la gente demostró un gran interés. Tercera imagen: el emperador Guillermo visita al emperador Francisco José en Viena. De repente vi en la pantalla el conocido andén de la fea estación Oeste de Viena con unos policías esperando el tren. Después, un toque de corneta. El anciano emperador Francisco José pasando por delante de la guardia de honor para ir a dar la bienvenida a su huésped. Cuando el viejo emperador apareció en la pantalla, caminando ya un poco encorvado y vacilante, la gente de Tours se rió con simpatía del anciano de blancas patillas. Luego se vio el tren entrando en la estación: el primer vagón, el segundo, el tercero.

Se abrió la puerta del coche salón y de él bajó Guillermo II, con su erizado bigote y el uniforme de general austriaco.

Tan pronto como el emperador Guillermo apareció en la pantalla, una pitada tremenda y un pataleo furioso estallaron espontáneamente en la oscurecida sala. Todo el mundo gritaba y silbaba, mujeres, hombres y niños se mofaban, como si el monarca los hubiera ofendido personalmente.

La buena gente de Tours, que no sabía del pánico y del mundo más que lo que leía en los periódicos, había enloquecido por unos instantes. Me asusté. Me asusté hasta los tuétanos, porque me di cuenta de hasta qué punto debía de haber progresado el emponzoñamiento provocado por años y años de propaganda de odio, cuando incluso allí, en una pequeña ciudad de provincias, sus cándidos ciudadanos y soldados habían sido ya instigados de tal manera en contra del emperador y de Alemania, que una simple imagen fugaz en la pantalla era capaz de provocar en ellos semejante estallido. Duró un segundo, sólo un segundo. Después, cuando aparecieron otras imágenes, lo olvidaron todo. Rieron a carcajada limpia con la película cómica que vino a continuación y se golpeaban las rodillas con fruición y un gran estrépito. Sólo había sido un segundo, pero un segundo que me demostró cuán fácil sería, en caso de una crisis grave, provocar a los pueblos de uno y otro lado, a pesar de todas las tentativas de entente, a pesar de todos nuestros esfuerzos.

Aquello me estropeó la noche. No podía dormir. Si aquel episodio hubiera tenido lugar en París, me habría inquietado igualmente, pero no me habría trastornado tanto, porque el hecho de que el odio hubiera penetrado tan adentro de la provincia y corroyera incluso a la gente apacible e ingenua, me horripiló. Durante los días siguientes conté el episodio a mis amigos; la mayoría de ellos no se lo tomó en serio.

-Cuántas veces nosotros, los franceses, nos reímos de la gordita reina Victoria y, ya ves, al cabo de dos años teníamos una alianza con Inglaterra. No conoces a los franceses: la política no les cala muy hondo.

Sólo Rolland lo vio de otro modo: -Cuanto más ingenuo es el pueblo, tanto más fácil resulta embaucarlo. Las cosas andan mal desde que eligieron a Poincaré. Su viaje a Petersburgo no será ciertamente de turismo.

Hablamos todavía un rato acerca del congreso socialista internacional, convocado para el verano en Viena, pero también en este aspecto Rolland era más escéptico que los demás.

-Vete a saber cuántos se mantendrán firmes una vez hayan pegado los carteles con la orden de movilización. Hemos entrado en una época de sensaciones colectivas, de histerias colectivas, y no podemos prever qué fuerza tendrán en caso de guerra.

Sin embargo, como ya he dicho antes, esos momentos de inquietud pasaban volando como telarañas llevadas por el viento. Cierto que de vez en cuando pensábamos en la guerra, pero no de un modo muy diferente de como en ocasiones pensamos en la muerte: como algo que es posible, pero seguramente lejano. Y París era demasiado bello en aquellos días y nosotros, demasiado jóvenes y felices. Todavía recuerdo la encantadora farsa que Jules Romains ideó para coronar-para escarnio del prince des poétes-a un prince des penseurs: un buen hombre, algo simple, al que los estudiantes condujeron solemnemente ante la estatua de Rodin en la entrada de su panteón. Y por la noche, durante el banquete, armamos jolgorio como estudiantes traviesos. Los árboles estaban en flor, el aire era dulce y ligero. Ante tantos encantos, ¿quién quería pensar en algo tan inconcebible? Los amigos eran más amigos que nunca y se nos habían añadido otros nuevos, procedentes del país extranjero: «enemigo». La ciudad aparecía más despreocupada que nunca y la gente amaba esa despreocupación junto con la propia. En aquellos últimos días acompañé a Verhaeren a Rouen, donde debía dar una conferencia. De noche nos detuvimos ante la catedral, cuyas puntas resplandecían con fulgores mágicos a la luz de la luna. Milagros tan cautivadores, ¿pertenecían todavía a una «patria»? ¿No nos pertenecían a todos? Nos despedimos en la estación de Rouen, en el mismo lugar donde, dos años más tarde, una de las máquinas por él cantadas habría de despedazarlo.

Nos abrazamos.

-¡El uno de agosto, en mi casa de Caillou qui bique! Se lo prometí, porque todos los años lo visitaba en esa villa suya para traducir, junto con él, sus nuevos versos. ¿Por qué no, pues, también aquel año? Libre de preocupaciones, me despedí de los demás amigos. Despedida de París, un adiós indolente, nada sentimental, como quien abandona su casa por unas semanas. Mi programa para los meses siguientes estaba muy claro. Primero rumbo a Austria, retirado en cualquier lugar del campo, para adelantar el trabajo sobre Dostoievski (que no se publicaría hasta cinco años más tarde) y terminar el libro Tres maestros, cuyo contenido consistía en presentar a tres grandes naciones, cada una con uno de sus mejores novelistas. Después, a casa de Verhaeren y, en invierno, el viaje a Rusia, planeado desde hacía tiempo, para crear allí un grupo a favor de nuestro mutuo entendimiento espiritual. El camino que se abría ante mí, a la edad de treinta y dos años, era claro y llano; en aquel radiante verano el mundo se me ofrecía bello y lleno de sentido como una fruta exquisita. Y yo lo amaba por su presente y por su futuro, aún más esplendoroso. Entonces, el 28 de junio de 1914, sonó aquel disparo en Sarajevo que, en cuestión de segundos, troceó, como si de un cántaro se tratara, el mundo de seguridad y de cordura en el que nos habían criado y educado y que habíamos adoptado como patria.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO IX

STEFAN ZWEIG

 

LAS PRIMERAS HORAS DE LA GUERRA DE 1914

El verano de 1914 seguiría siendo igualmente inolvidable sin el cataclismo que descendió sobre tierra europea, porque pocas veces he vivido un verano tan exuberante, hermoso y casi diría... veraniego. El cielo, de un azul sedoso noche y día; el aire, dulce y sensual; los prados, fragantes y cálidos; los bosques, oscuros y frondosos, con su joven verdor; todavía hoy, al pronunciar la palabra «verano», automáticamente me vienen a la memoria aquellos radiantes días de julio que pasé en Baden, cerca de Viena. Me había retirado a esa pequeña y romántica ciudad que con tanta frecuencia había escogido Beethoven como residencia veraniega, para concentrarme durante todo el mes en el trabajo y luego pasar el resto del verano con mi venerado amigo Verhaeren en una villa de Bélgica. En Baden no hace falta salir del núcleo urbano para disfrutar del paisaje. El hermoso bosque quebrado por colinas se interna imperceptiblemente entre las casas bajas estilo biedermeier que han conservado la sencillez y el encanto de los tiempos de Beethoven. Uno se puede sentar en las terrazas de cafés y restaurantes que abundan por doquier, y siempre que quiera se puede mezclar con la alegre clientela de los balnearios que desfila en sus carruajes por el parque o se pierde por caminos solitarios.

En la víspera de aquel 29 de junio, que la católica Austria celebraba siempre como la festividad de San Pedro y San Pablo, habían llegado muchos clientes de Viena. Ataviada con ropas claras de verano, alegre y despreocupada, la multitud se agitaba en el parque ante la banda de música. Hacía un tiempo espléndido; el cielo sin nubes se extendía sobre los grandes castaños y era un día para sentirse realmente feliz. Se acercaban las vacaciones para pequeños y mayores y, en aquella primera fiesta estival, los veraneantes, con el olvido de sus preocupaciones diarias, anticipaban en cierto modo la estación entera del aire radiante y el verdor intenso. Yo estaba sentado lejos de la multitud del parque, leyendo un libro (todavía recuerdo cuál: Tolstói y Dostoievski de Merezhkovski); lo leía con atención e interés. Pero también era consciente del viento entre los árboles, de los trinos de los pájaros y de la música que llegaba a mis oídos desde el parque a oleadas. Oía claramente las melodías, sin que me molestaran, puesto que nuestro oído es tan adaptable, que un ruido continuado, una calle estrepitosa o un riachuelo susurrante al cabo de pocos minutos se amoldan completamente a nuestra conciencia y, al contrario, una interrupción inesperada del ritmo nos obliga a aguzar los oídos.

Y fue así como interrumpí sin querer la lectura: cuando, de repente, la música paró en mitad de un compás. No sabía qué pieza estaba tocando la banda en aquel momento, sólo noté que la melodía había cesado de golpe. Instintivamente levanté los ojos del libro. La multitud, que como una sola masa de colores claros paseaba entre los árboles, también daba la impresión de que había sufrido un cambio: de repente había detenido sus evoluciones. Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músicos abandonaban el quiosco de la orquesta.

También eso era extraño, pues el concierto solía durar una hora o más. Algo debía de haber causado aquella brusca interrupción; mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante el quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acababan de colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa, que habían ido a Bosnia para asistir a unas maniobras militares, habían caído víctimas de un vil atentado político.

Cada vez se reunía más gente alrededor del anuncio. La inesperada noticia pasaba de boca en boca. Pero hay que decir en honor a la verdad que en los rostros no se adivinaba ninguna emoción o irritación especiales, porque el heredero del trono nunca había sido un personaje querido. Todavía recuerdo, de cuando era niño, aquel otro día en que encontraron en Meyerling al príncipe heredero Rudolf, hijo único del emperador, muerto de un disparo. En aquella ocasión la ciudad entera se alborotó, presa de una gran agitación; un gentío enorme se había congregado para ver la capilla ardiente y había expresado de manera abrumadora su pésame al emperador y el horror por la muerte, en la flor de la vida, de su único hijo y heredero, en quien todos habían puesto sus mayores esperanzas, porque era un Habsburgo progresista y extraordinariamente simpático como persona. A Francisco Fernando le faltaba lo más importante para ser realmente popular en Austria: afabilidad personal, encanto humano y buenas maneras en el trato social. Yo lo había observado a menudo en el teatro. Permanecía sentado en su palco, imponente y repantingado, con sus ojos de mirada fija y fría, sin dirigirlos hacia el público ni una sola vez con simpatía ni animar a los actores con afectuosos aplausos. Nunca nadie le había visto sonreír, no existía ninguna fotografía suya donde apareciese con ademán distendido. No tenía afición por la música ni sentido del humor, y la mirada de su esposa encerraba la misma displicencia. Un aire gélido rodeaba a esa pareja; se sabía que no tenían amigos, que el viejo emperador odiaba al príncipe de todo corazón, porque éste era incapaz de disimular con tacto su impaciencia de heredero por subir al trono.

Mi presentimiento, casi visionario, de que aquel hombre de nuca de buldog y ojos fríos e inexorables sería la causa de alguna desgracia no era, pues, tan sólo personal, sino que lo compartía toda la nación; por esta razón la noticia de su asesinato no despertó ningún sentimiento profundo. Al cabo de dos horas ya no se observaba señal alguna de auténtica aflicción. La gente charlaba y reía, y por la noche la música volvió a sonar en todos los locales. Aquel día hubo en Austria muchas personas que, a escondidas, respiraron aliviadas, porque se había eliminado al heredero del viejo emperador en beneficio del joven archiduque Carlos, mucho más popular.

Al día siguiente los periódicos publicaron, desde luego, extensas necrologías en que expresaban como es debido su indignación por el atentado. Pero nada indicaba que se fuera a aprovechar el suceso para llevar a cabo una acción política contra Serbia. En primer lugar, aquella muerte creaba a la casa imperial un tipo de preocupaciones completamente distinto, a saber: las del ceremonial del sepelio. De acuerdo con su rango de heredero del trono y, sobre todo, porque había muerto en el ejercicio de su deber para con la monarquía, le habría correspondido, naturalmente, un lugar en el panteón de los Capuchinos, la sepultura histórica de los Habsburgos. Pero Francisco Fernando, tras inacabables y encarnizadas luchas contra la familia imperial, había acabado casándose con una tal condesa Chotek, una dama de la alta aristocracia, en efecto, pero no de igual linaje y, según la misteriosa y secular ley de la casa de los Habsburgos, en las grandes ceremonias las archiduquesas obstinadamente mantenían la preferencia ante la esposa del príncipe heredero, cuyos hijos no tenían derecho de sucesión.

Pero la altanería de la corte se volvió también contra la difunta. ¡Cómo! ¿Dar sepultura a una condesa Chotek en el panteón imperial de los Habsburgos? ¡No, imposible! Estalló una intriga tremenda; las archiduquesas protestaron ante el viejo emperador. En tanto que oficialmente se pedía al pueblo riguroso duelo, en palacio se entrecruzaban violentos rencores y, como de costumbre, quien recibió el agravio fue el difunto. Los maestros de ceremonias inventaron el cuento de que había sido deseo expreso del fallecido ser enterrado en Artstetten, un villorrio austriaco de provincias, y bajo tal pretexto pseudopiadoso pudieron zafarse a la chita callando de la capilla ardiente abierta al público, del cortejo fúnebre y de todas las polémicas sobre el rango del personaje. Los féretros de ambos muertos fueron traslados discretamente a Artstetten, donde recibieron sepultura. Viena, a cuya curiosidad se había privado así de un buen espectáculo, en seguida empezó a olvidar el trágico suceso. Al fin y al cabo, tras la muerte violenta de la emperatriz Isabel y del príncipe heredero y tras la escandalosa huida de varios miembros de la casa imperial, el pueblo austriaco se había acostumbrado hacía ya tiempo a la idea de que el viejo emperador sobreviviría, solo e imperturbable, a su descendencia «tantálida». Unas semanas más y el nombre y la figura de Francisco Fernando habrían desaparecido para siempre de la historia.

Pero luego, aproximadamente al cabo de una semana, de repente empezó a aparecer en los periódicos una serie de escaramuzas, en un crescendo demasiado simultáneo como para ser del todo casual. Se acusaba al gobierno serbio de anuencia con el atentado y se insinuaba con medias palabras que Austria no podía dejar impune el asesinato de su príncipe heredero, al parecer tan querido. Era imposible sustraerse a la impresión de que se estaba preparando algún tipo de acción a través de los periódicos, pero nadie pensaba en la guerra. Ni los bancos ni las empresas ni los particulares cambiaron sus planes. ¿Qué nos importaba aquella eterna disputa con los serbios que, como todos sabíamos, en el fondo había surgido a causa de unos simples tratados comerciales referentes a la exportación de cerdos serbios? Yo había preparado las maletas para mi viaje a Bélgica, a casa de Verhaeren, y tenía mi trabajo bien encaminado: ¿qué tenía que ver el archiduque muerto y enterrado con mi vida? Era un verano espléndido como nunca y prometía serlo todavía más; todos mirábamos el mundo sin inquietud.

Recuerdo que en mi último día de estancia en Baden paseé con un amigo por los viñedos y un viejo viñador nos dijo: -No hemos tenido un verano parecido desde hacía mucho tiempo. Si sigue así, tendremos una cosecha nunca vista. ¡La gente recordará este verano! Aquel viejo con delantal blanco de tonelero no sabía qué verdad tan terrible encerraban sus palabras.

El mismo ambiente despreocupado reinaba en Le Coq, el pequeño balneario cerca de Ostende, donde yo tenía la intención de pasar dos semanas antes de alojarme, como todos los años, en la pequeña villa de Verhaeren. Los veraneantes aparecían tumbados en la playa bajo sombrillas de colores o se bañaban; los niños hacían volar sus cometas y los jóvenes bailaban en el rompeolas delante de los cafés. Todas las naciones imaginables estaban pacíficamente reunidas allí; ante todo se oía hablar alemán porque, como todos los años, la vecina Renania prefería enviar a sus veraneantes a las playas belgas. El único estorbo procedía de los rapazuelos que repartían los periódicos, los cuales, para vender, se desgañitaban anunciando los amenazadores titulares de los diarios de París: L'Autriche provoque la Russie, L'Allemagne prépare la mobilisation. Se podía observar cómo se oscurecían, aunque sólo por unos minutos, los rostros de quienes compraban la prensa. Al fin y al cabo, conocíamos aquellos conflictos diplomáticos desde hacía años; siempre se resolvían en el último momento, antes de que las cosas fueran de mal en peor. ¿Por qué no en esta ocasión también? Media hora después volvíamos a ver a la misma gente divirtiéndose, chapoteando en el agua, las cometas volaban, las gaviotas revoloteaban y el sol sonreía claro y cálido sobre aquella tierra en paz.

Pero las malas noticias se iban acumulando y cada vez eran más amenazadoras. Primero el ultimátum de Austria a Serbia, después la respuesta evasiva, los telegramas entre los monarcas y, al final, las movilizaciones ya apenas disimuladas. Nada me retenía en aquel remoto rincón. Todos los días cogía el tren eléctrico hasta Ostende para estar más cerca de las noticias, que cada vez eran peores. La gente seguía bañándose, los hoteles continuaban llenos, los veraneantes seguían paseando por el rompeolas, riendo y charlando. Pero por primera vez algo nuevo se entrometió en la placentera escena. De repente empezamos a ver soldados belgas, que hasta entonces nunca habían pisado la playa. Se veían carretones cargados de ametralladoras tirados por perros (curiosa peculiaridad del ejército belga).

Yo estaba sentado en un café con unos amigos belgas, un joven pintor y el escritor Crommelynck. Habíamos pasado la tarde en casa de James Ensor, el pintor contemporáneo más importante de Bélgica, un hombre muy especial, solitario y reservado, más satisfecho de los pequeños y pésimos valses y polcas que componía para las bandas militares que de sus cuadros fantásticos, pintados con relucientes colores. Nos había mostrado sus obras, a decir verdad de bastante mala gana, porque le parecía grotesca la idea de que alguien pudiera comprarle alguna. Su sueño, como contó riendo a los amigos, era venderlas caras, pero a la vez poder conservarlas todas, porque con la misma avidez se apegaba al dinero que a cada uno de aquellos cuadros. Cada vez que se desprendía de uno, pasaba varios días desesperado. Aquel genial Harpagón nos había puesto de buen humor con sus extravagantes manías y, cuando pasó por delante de nosotros una tropa de soldados con una ametralladora tirada por perros, uno de nosotros se puso de pie y acarició a uno de los animales, cosa que enfureció al oficial al mando del pelotón, temeroso de que aquellos mimos a un objeto bélico pudieran menoscabar la dignidad de una institución militar.

-¿A qué vienen todos estos estúpidos desfiles?-gruñó alguien a nuestro alrededor.

Y otro le contestó irritado: -¿Acaso no hay que tomar precauciones? Se dice que, en caso de guerra, los alemanes pasarán por nuestro país.

-¡Imposible!-dije yo, sinceramente convencido, porque en aquel viejo mundo todavía creíamos que los tratados eran sagrados-. Si algo ocurriera y Francia y Alemania se aniquilaran mutuamente hasta el último hombre, vosotros los belgas permaneceríais tranquilamente a cubierto.

Pero nuestro pesimista no se daba por vencido. Tenía que haber alguna razón, dijo, para que se tomaran semejantes medidas en Bélgica. Desde hacía algunos años corrían rumores acerca de un plan secreto del estado mayor alemán para invadir Bélgica en caso de tener que atacar a Francia a pesar de todos los tratados firmados. Pero yo tampoco me di por vencido.

Me parecía de lo más absurdo que, mientras miles y miles de alemanes disfrutaban, indolentes y felices, de la hospitalidad de aquel pequeño país que no tenía arte ni parte en la reyerta, hubiera un ejército en la frontera a punto de invadirlo.

-¡Qué disparate!-dije-. ¡Colgadme de esta farola, si los alemanes entran en Bélgica! Todavía ahora doy las gracias a mis amigos por no haberme tomado la palabra.

Pero luego vinieron los últimos días críticos de julio y, de hora en hora, cada nueva noticia contradecía la anterior; los telegramas del emperador Guillermo al zar y del zar al emperador Guillermo, la declaración de guerra a Serbia por parte de Austria, el asesinato de Jaurés. Daba la sensación de que iba en serio. De repente se levantó un frío viento de miedo en la playa, que la barrió hasta dejarla completamente vacía. La gente, a miles, dejó los hoteles y tomó los trenes por asalto; incluso las personas de más buena fe se apresuraron a hacer las maletas. Yo también; tan pronto como oí la noticia de la declaración de guerra por parte de los austriacos, me aseguré un billete, y la verdad es que llegué justo a tiempo, porque el expreso de Ostende fue el último tren que cubrió el trayecto entre Bélgica y Alemania.

Viajamos de pie en los pasillos, nerviosos e impacientes, hablando unos con otros. Nadie logró leer o permanecer sentado y quieto, en cada estación nos precipitábamos fuera del tren para recoger más noticias, con la secreta esperanza de que alguna mano decidida contuviera la fatalidad que se había desencadenado. Todavía no creíamos en la guerra y, menos aún, en una invasión de Bélgica. El tren se acercaba lentamente a la frontera. Pasamos por Verviers, la estación fronteriza belga. Subieron al tren revisores alemanes: en diez minutos estaríamos en territorio alemán.

Pero, a medio camino de Herbestahl, la primera estación alemana, el tren se detuvo de repente en campo abierto. Nos apretujamos contra las ventanas de los pasillos. ¿Qué había ocurrido? A oscuras vi pasar un tren de carga tras otro en dirección contraria: vagones abiertos o cubiertos con lonas, bajo las cuales me pareció ver vagamente la amenazadora silueta de unos cañones. Me dio un vuelco el corazón. Debía de ser la ofensiva del ejército alemán. Pero quizá-me dije para consolarme-sólo era una medida defensiva, sólo una amenaza de movilización y no la movilización propiamente dicha. Y es que en momentos de peligro la voluntad de seguir teniendo esperanza siempre se hace mayor. Finalmente apareció la señal de «vía libre», el tren reanudó la marcha y entró en la estación de Herbestahl. Bajé los escalones de un salto para ir a buscar un periódico y pedir información. Pero la estación estaba ocupada por el ejército. Cuando quise entrar en la sala de espera, un funcionario barbiblanco y severo apostado ante la puerta cerrada me lo impidió: prohibido el paso a las dependencias de la estación. Pero yo ya había oído a través de los cristales de la puerta, cuidadosamente tapados, el chirrido de los sables y los golpes secos de las culatas en el suelo. No cabía duda, se había puesto en movimiento lo que nos parecía monstruoso: la invasión alemana de Bélgica en contra de todos los estatutos del derecho internacional. Con un escalofrío de horror volví al tren y proseguí mi viaje de regreso a Austria. No había la menor duda: iba derecho a la guerra.

¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las estaciones habían pegado carteles anunciando la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas recién alistados, ondeaban las banderas, retumbaba la música y en Viena encontré toda la ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno, aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás.

En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida; miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiempos de paz: que formaban un todo. Una ciudad de dos millones y un país de casi cincuenta sentían en aquel momento que participaban en la Historia Universal, que vivían una hora irrepetible y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante «yo» dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Los extraños se hablaban por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano, por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre. Aceptaban la fuerza desconocida que los elevaba por encima de la vida cotidiana; las madres y esposas incluso se avergonzaban, en aquellas horas de la primera euforia, de manifestar su aflicción y congoja, sentimientos por lo demás muy naturales. Tal vez, empero, intervenía también en aquella embriaguez una fuerza más profunda y misteriosa. Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia «desgana de cultura», el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época.

La generación de hoy, que sólo ha sido testigo del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, quizá se pregunte: ¿por qué nosotros no hemos vivido lo mismo? ¿Por qué en 1939 las masas no se inflamaron con el mismo entusiasmo que en 1914? ¿Por qué, calladas y fatalistas, obedecieron a la llamada sólo con seriedad y decisión? ¿Acaso no se trataba de lo mismo? Mirándolo bien, ¿no estaba en juego todavía algo más, algo más sagrado, más sublime, en esta guerra nuestra actual, que ha sido una guerra de ideas y no simplemente de fronteras y colonias? La respuesta es simple: porque nuestro mundo de 1939 ya no disponía de tanta credulidad ingenua e infantil como el de 1914. Por aquel entonces la gente aún confiaba a pies juntillas en sus autoridades; en Austria nadie hubiese osado pensar que el veneradísimo padre de la patria, el emperador Francisco José, a sus ochenta y cuatro años pudiera haber llamado a su pueblo a la guerra sin haberse visto obligado a ello por una fuerza mayor, ni que le hubiera pedido un sacrificio cruento, si no fuera porque enemigos malvados, pérfidos y criminales amenazaban la paz del imperio. Los alemanes, a su vez, habían leído los telegramas de su emperador al zar en los que su monarca luchaba por la paz; un gran respeto hacia los «superiores», los ministros, los diplomáticos y hacia su juicio y honradez, animaba todavía al hombre de la calle. Si había guerra, por fuerza tenía que ser contra la voluntad de sus gobernantes; ellos no podían tener la culpa, nadie del país la tenía. Por lo tanto, los criminales, los instigadores de la guerra tenían que ser los del otro país; era legítima defensa alzarse en armas, legítima defensa contra un enemigo pérfido y ruin que, sin motivo alguno, «atacaba» a las pacíficas Austria y Alemania. En 1939, en cambio, esta fe casi religiosa en la probidad o, al menos, en la competencia del propio gobierno, ya había desaparecido en toda Europa.

La gente menospreciaba la diplomacia desde que había visto, irritada, cómo ésta traicionaba en Versalles la posibilidad de una paz duradera; los pueblos conservaban demasiado vivo el recuerdo de la desvergüenza con que los habían engañado con promesas de desarme y abolición de la diplomacia secreta. En el fondo, en 1939 no se tenía respeto por ningún hombre de Estado y nadie les confiaba de buena fe su destino. El más insignificante barrendero francés se mofaba de Daladier; en Inglaterra, desde Munich («peace for our time!»), se había esfumado la confianza en la visión de futuro de Chamberlain; en Italia y Alemania, las masas dirigían sus miradas angustiadas hacia Mussolini y Hitler: ¿a dónde nos conducirían ahora? Es verdad que nadie podía oponerse, pues estaba en juego la patria: y los soldados cogieron el fusil y las mujeres soltaron a sus hijos, pero ya no como antes, ya sin esa fe ciega en que el sacrificio era inevitable. Obedecían, pero no lanzaban gritos de júbilo. Iban al frente, pero ya no soñaban con ser héroes; los pueblos y los individuos habían empezado a darse cuenta de que sólo eran víctimas de la estupidez humana o política o de una fuerza del destino malévola e incomprensible.

Además, en 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había convertido en algo heroico y romántico. Seguían viéndola desde la perspectiva de los libros de texto y de los cuadros de los museos: espectaculares cargas de caballería con flamantes uniformes; el balazo mortal siempre disparado noblemente en medio del corazón; la campaña militar entera era una clamorosa marcha triunfal. «Por Navidad volveremos todos a casa», gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914.

¿Quién, en los pueblos y ciudades, recordaba la guerra «de verdad»? A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra Prusia, el país aliado de aquel momento, ¡y vaya una guerra más rápida, incruenta y lejana!: una campaña de tres semanas que terminó sin muchas víctimas y antes de haber tomado aliento siquiera. Una veloz excursión al romanticismo, una aventura alocada y varonil: he aquí cómo se imaginaba la guerra el hombre sencillo de 1914, y los jóvenes incluso temían que les faltara este maravilloso y apasionante episodio en su vida; por eso corrieron fogosos a agruparse bajo las banderas, por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero, la roja oleada de sangre corría impetuosa y delirante por la venas de todo el imperio. La generación de 1939, en cambio, ya no se engañaba. Conocía la guerra. Sabía que no era romántica, sino bárbara. Sabía que duraría años y más años, un lapso de tiempo insustituible en la vida. Sabía que los soldados no iban al encuentro del enemigo engalanados con hojas de encina en la cabeza y cintas de colores, sino que holgazaneaban durante semanas en las trincheras y los cuarteles, comidos por los piojos y medio muertos de sed, que los harían añicos y los mutilarían desde lejos sin siquiera haber visto al enemigo cara a cara. Conocían de antemano, a través de los periódicos y el cine, las nuevas artes de aniquilamiento, de una técnica diabólica, sabían que los enormes tanques aplastaban a los heridos que encontraban a su paso y que los aviones despedazaban a mujeres y niños en la cama; sabían que una guerra mundial en el año 1939, gracias a su mecanización inhumana, sería mil veces más vil, brutal y cruel que cualquier otra anterior. Ya nadie de la generación de 1939 creía en la justicia de una guerra querida por Dios, y peor aún: ya nadie creía siquiera en la justicia y en la durabilidad de la paz conseguida por medio de la guerra, pues todavía estaba demasiado vivo el recuerdo de todos los desengaños que había traído la última: miseria en vez de riqueza, amargura en vez de satisfacción, hambre, inflación, revueltas, pérdida de las libertades civiles, esclavitud bajo la férula del Estado, una inseguridad enervante y una desconfianza de todos hacia todos.

He aquí la diferencia. La guerra del 39 tenía un cariz ideológico, se trataba de la libertad, de la preservación de un bien moral; y luchar por una idea hace al hombre duro y decidido. La guerra del 14, en cambio, no sabía de realidades, servía todavía a una ilusión, al sueño de un mundo mejor, justo y en paz. Y sólo la ilusión, no el saber, hace al hombre feliz.

Por eso las víctimas de entonces iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta.

El hecho de que yo no sucumbiera a esta repentina embriaguez de patriotismo no se debió a ninguna sobriedad o clarividencia especiales, sino a la forma de vida que había llevado hasta entonces. Dos días antes me encontraba aún en «tierra enemiga» y así había podido convencerme de que las grandes masas belgas eran tan pacíficas y estaban tan desprevenidas como nuestro pueblo. Además, había llevado una vida cosmopolita durante demasiado tiempo como para poder odiar de la noche a la mañana a un mundo que era tan mío como lo era mi padre. Desde hacía tiempo desconfiaba de la política y, precisamente en los últimos años, en innumerables conversaciones con amigos franceses e italianos, había discutido lo absurdo de la posibilidad de una guerra. En cierto modo, pues, mi desconfianza me había vacunado contra una infección de entusiasmo patriótico y, preparado como estaba contra el ataque febril de las primeras horas, me mantuve firme y decidido a no permitir que una guerra fratricida, provocada por torpes diplomáticos y brutales industrias bélicas, hiciera tambalear mi convicción y fe en la necesaria unidad de Europa.

En consecuencia, desde el primer momento, en mi fuero interno me sentí seguro como ciudadano del mundo; más difícil me resultó encontrar la actitud idónea como ciudadano de una nación. Aunque había cumplido los treinta y dos años, de momento no tenía ninguna obligación militar, porque en todas las revisiones me habían declarado inútil, algo de lo que en su momento me había alegrado de corazón. En primer lugar, el haber pasado a la reserva me ahorró todo un año que habría desperdiciado estúpidamente en el servicio militar y, en segundo lugar, me parecía un criminal anacronismo que, en el siglo XX, se adiestrara a las personas en el manejo de instrumentos homicidas. La actitud correcta para un hombre de mis convicciones habría sido declararme conscientious objector, algo que en Austria, al contrario que en Inglaterra, estaba castigado con las más duras penas imaginables y requería un auténtico espíritu de mártir. Debo decir-y no me avergüenza confesar públicamente este defecto-que el heroísmo no forma parte de mi carácter. En todas las situaciones peligrosas, mi actitud natural ha sido siempre la de esquivarlas y en más de una ocasión tuve que tragarme el reproche -quizá justificado-de persona indecisa, que tantas veces le habían hecho también a mi venerado maestro de un siglo ajeno, Erasmo de Rotterdam. Por otro lado, en aquella época resultaba igualmente insoportable para un hombre relativamente joven esperar a que lo sacaran de la oscuridad para dejarlo en algún lugar que no le correspondía. De modo que busqué una actividad en la que pudiera hacer algo sin parecer un agitador, y la circunstancia de que un amigo, oficial de alta graduación, trabajara en el archivo hizo posible que me emplearan allí. Tenía que prestar servicio en la biblioteca, para lo cual resultaba útil mi conocimiento de lenguas, y también corregir estilísticamente muchos comunicados dirigidos al público. Desde luego no era una actividad gloriosa, lo reconozco de buen grado, pero sí algo que a mí personalmente me parecía más adecuado que clavar una bayoneta en las tripas de un campesino ruso. No obstante, lo que acabó por decidirme a aceptarlo fue el hecho de que al terminar la jornada de aquel servicio no demasiado fatigoso, me quedaba tiempo para dedicarlo a otro que para mí era el más importante en aquella guerra: el servicio al futuro entendimiento mutuo.

Más difícil que mi situación oficial era la que ocupaba en mi círculo de amigos. Con poca formación europea, viviendo en un horizonte plenamente alemán, la mayoría de nuestros escritores creía que su mejor contribución consistía en alimentar el entusiasmo de las masas y en cimentar la presunta belleza de la guerra con llamadas poéticas o ideologías científicas.

Casi todos los escritores alemanes, con Hauptmann y Dehmel a la cabeza, se creían obligados, como los bardos en épocas protogermánicas, a enardecer a los guerreros con canciones e himnos rúnicos para que entregaran sus vidas con entusiasmo. Llovían en abundancia los poemas que rimaban krieg (guerra) con sieg (victoria) y not (penuria) con tod (muerte). Los escritores juraron solemnemente que jamás volverían a tener relación cultural con ningún francés ni inglés, y más aún: de la noche a la mañana negaron que hubiera existido nunca una cultura inglesa y una cultura francesa. Todo aquello era inferior y fútil comparado con la esencia alemana, el arte alemán y el modo de ser alemán. Los eruditos fueron aún más severos. De repente, los filósofos no conocían otra sabiduría que la de explicar la guerra como un benéfico «baño de aguas ferruginosas» que guardaba del decaimiento a las fuerzas de los pueblos. Los apoyaban los médicos, los cuales elogiaban tanto sus prótesis, que uno casi tenía ganas de amputarse una pierna sana y sustituirla por otra artificial. Los sacerdotes de todas las confesiones tampoco querían quedar rezagados y se unían al coro; a veces era como oír a una horda de poseídos, pero en realidad eran los mismos a los que, una semana o un mes antes, admirábamos por su sentido común, su fuerte personalidad y su actitud humana.

Ahora bien, lo más estremecedor de ese desvarío era la sinceridad de la mayoría de estos hombres. Los más, demasiado viejos o físicamente ineptos para el servicio militar, se creían honestamente obligados a colaborar con cualquier «servicio». Todo lo que habían creado lo debían a la lengua y, por lo tanto, al pueblo. Y, así, querían servir al pueblo a través de la lengua y le daban a oír lo que quería oír: que en aquella guerra la justicia se inclinaba únicamente de su lado y la injusticia del de los demás, que Alemania ganaría y los adversarios sucumbirían ignominiosamente... Y todo ello sin pensar ni por un momento en que de este modo traicionaban la verdadera misión del escritor, que consiste en defender y proteger lo común y universal en el hombre. Algunos, cierto, pronto experimentaron el amargo sabor del hastío de sus propias palabras, cuando se evaporó el aguardiente del primer entusiasmo. Pero en aquellos primeros meses se oía más a los que vociferaban con más furia y por eso cantaban y gritaban, aquí y allí, en un coro chillón.

Para mí, el caso más típico y trágico de aquel éxtasis a la vez sincero e insensato fue el de Ernst Lissauer. Lo conocía bien. Escribía pequeños poemas concisos y duros y, a pesar de todo, era el hombre más bonachón que quepa imaginar. Todavía hoy recuerdo que tuve que morderme la lengua para reprimir una sonrisa la primera vez que me visitó. Maquinalmente me lo había imaginado como un joven delgado, fuerte y huesudo, en consonancia con sus versos lapidarios alemanes que en todo buscaban la máxima concisión. Pero la persona que entró balanceándose en mi habitación era un hombrecito corpulento, gordo como un tonel, de cara simpática sobre una doble papada, rebosante de celo y de amor propio, que tartamudeaba a veces, obsesionado por la poesía e imparable cuando se proponía citar y recitar sus versos.

A pesar de tantas ridiculeces, uno le tomaba cariño a la fuerza, porque era de lo más cordial, amigable, leal y poseído por una devoción casi demoníaca por su arte.

Procedía de una familia alemana acaudalada, se había educado en el instituto «Federico Guillermo» de Berlín y era quizás el judío más prusiano o más asimilado a los prusianos que he conocido. No hablaba otra lengua viva y nunca había salido de Alemania. Para él Alemania era el mundo y, cuanto más alemana era una cosa, más le entusiasmaba. Sus héroes eran Yorck, Lutero y Stein, y su tema preferido era la guerra de la independencia alemana; a Bach, su dios de la música, lo interpretaba a la perfección a pesar de sus dedos cortos, gordos y fofos. Nadie conocía la lírica alemana mejor que él, nadie estaba más enamorado y cautivado que él por la lengua alemana: como muchos judíos cuyas familias se habían integrado tarde en la cultura alemana, creía con más fervor en Alemania que el alemán más creyente.

Cuando estalló la guerra, lo primero que hizo fue correr al cuartel para alistarse como voluntario. Me imagino la carcajada del sargento mayor y del cabo cuando aquella gruesa mole subió jadeando las escaleras. En seguida lo despacharon. Lissauer estaba desesperado, pero, como los demás, quiso servir entonces a Alemania al menos con la poesía. Para él era una verdad más que garantizada todo cuanto publicaban los periódicos alemanes y lo que decían los comunicados de guerra alemanes. Su país había sido atacado y el peor criminal era, según la escenificación difundida desde la Wilhelmstrasse, aquel pérfido lord Grey, ministro de Asuntos Exteriores inglés. El sentimiento de que Inglaterra era la principal culpable de la guerra contra Alemania lo expresó en un «Canto de odio a Inglaterra», un poema que-no lo tengo delante de mí-en versos duros, concisos y expresivos elevaba el odio hacia Inglaterra a la condición de un juramento eterno de no perdonarla jamás por su «crimen». Fatalmente pronto se hizo evidente lo fácil que resulta trabajar con el odio (aquel judío rechoncho y obcecado, Lissauer, se anticipó al ejemplo de Hitler). El poema cayó como una bomba en un depósito de municiones. Quizá nunca otro poema, ni siquiera «Guardia a orillas del Rhin», corrió en Alemania de boca en boca tan deprisa como el famoso «Canto de odio a Inglaterra».

El emperador estaba entusiasmado con él y concedió a Lissauer la cruz del Águila Roja, todos los periódicos publicaron el poema, los maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales mandaban formar a los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó por aprenderse de memoria aquella letanía de odio. Pero no fue suficiente. El poemita, musicado y adaptado para coro, se representó en los teatros; entre los setenta millones de alemanes pronto no había ni uno que no supiera el «Canto de odio a Inglaterra» de cabo a rabo, como también pronto lo supo el mundo entero (aunque, claro está, con menos entusiasmo). De la noche a la mañana, Ernst Lissauer conoció la fama más ardiente que ningún otro poeta consiguiera en aquella guerra: una fama, por cierto, que lo quemó como la túnica de Neso, porque, justo al terminar la guerra y cuando los comerciantes quisieron volver a hacer negocio, los políticos se apresuraron honradamente a llegar a un acuerdo e hicieron lo posible para desmentir aquel poema que fomentaba la enemistad eterna con Inglaterra. Y para librarse de la parte de culpa que les correspondía, pusieron en la picota al pobre «Lissauer del odio», acusándolo públicamente de ser el único culpable de la insensata histeria de odio que en 1914 habían compartido todos, del primero al último. En 1919 le volvieron la espalda todos aquellos que en 1914 lo habían elogiado. Los periódicos no volvieron a publicar su poema; cuando Lissauer se presentaba ante sus colegas, se hacía un silencio de consternación. Después, abandonado por todos, Hitler lo desterró de la Alemania que él había amado con todas las fibras de su ser y murió olvidado, trágica víctima de un poema que lo había encumbrado tanto para luego hundirlo más todavía.

Tal como Lissauer eran todos los demás. Sus sentimientos eran sinceros y también lo eran sus intenciones, como las de todos aquellos escritores, profesores y patriotas de última hora. No lo niego. Pero no se tardó mucho en ver el terrible daño que causaron con su apología de la guerra y sus orgías de odio. En 1914 todos los países beligerantes se encontraban ya de por sí en un tremendo estado de sobrexcitación; el peor rumor en seguida se convertía en verdad y la calumnia más absurda era creída a pies juntillas. Docenas de personas juraban en Alemania que justo antes de estallar la guerra habían visto con sus propios ojos automóviles cargados de oro que iban de Francia a Rusia; las historias sobre ojos vaciados y manos cortadas, que en todas las guerras empiezan a circular puntualmente al tercer o cuarto día, llenaban los periódicos. Ah, los ignorantes que difundían tales mentiras no sabían que la técnica de culpar a los soldados enemigos de todas las crueldades imaginables forma parte del material bélico tanto como la munición y los aviones, y que se sacan regularmente de los arsenales en todas las guerras. No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia. La guerra, que necesita de un estado de exaltación sentimental, exige entusiasmo por la causa propia y el odio al enemigo.

Ahora bien, es propio de la naturaleza humana que los sentimientos arrojados no se prolonguen hasta el infinito, ni en el individuo ni en el pueblo, cosa que sabe perfectamente la organización militar. Por eso le hace falta un estímulo artificial, un dopping constante de excitación, y esta labor de incitación les correspondía a los intelectuales, los poetas, los escritores y los periodistas (con buena o mala conciencia, llevados por su honradez o por rutina profesional). Habían hecho redoblar el tambor del odio con fuerza, hasta penetrar en el oído de los más imparciales y estremecerles el corazón. Casi todos servían obedientemente a la «propaganda de guerra» en Alemania, Francia, Italia, Rusia y Bélgica y, por lo tanto, al delirio y el odio colectivos de la guerra, en vez de combatirla.

Las consecuencias fueron catastróficas. En aquella época, cuando la propaganda nunca se había utilizado en tiempos de paz, los pueblos creían a pies juntillas-a pesar de los mil desengaños-todo cuanto salía impreso. Y así, el entusiasmo puro, bello y abnegado de los primeros días se fue convirtiendo poco a poco en una orgía de sentimientos de lo más estúpida y perniciosa. Se «combatía» a Francia e Inglaterra en Viena y en Berlín, en la Ringstrasse y en la Friedrichstrasse, cosa mucho más cómoda. Los letreros franceses e ingleses tuvieron que desaparecer de los comercios, incluso un convento que se llamaba «La doncella inglesa» tuvo que cambiar de nombre, porque irritaba a la gente, ignorante del hecho de que aquí «inglés» se refería a «ángel» y no a «anglosajón».

Comerciantes probos y honrados sellaban o timbraban sus cartas con la frase «Dios castigue a Inglaterra» y damas de la alta sociedad juraban (y lo escribían en cartas a los periódicos) que mientras vivieran, nunca más pronunciarían una frase en francés. Shakespeare fue proscrito de los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos franceses e ingleses; los profesores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven era belga; sin escrúpulos requisaban los bienes culturales de los países enemigos, del mismo modo que los cereales y los minerales. No bastaba con que todos los días miles de ciudadanos pacíficos de aquellos países se matasen mutuamente en el frente: en la retaguardia se insultaba y difamaba a los grandes muertos de los países enemigos que desde hacía siglos reposaban mudos en sus tumbas. La confusión mental se volvía cada vez más absurda. La cocinera ante los fogones, que nunca había salido de su ciudad ni había abierto un atlas desde que iba a la escuela, creía que Austria no podía vivir sin el «Sandchack» (pequeño distrito fronterizo en algún lugar de Bosnia). Los cocheros discutían en la calle qué indemnización de guerra se debía imponer a Francia: si cincuenta mil o cien mil millones, sin saber de qué cifras hablaban.

No hubo una sola ciudad ni un solo grupo que no cayera en esa espantosa histeria del odio.

Los curas lo predicaban desde los altares y los socialdemócratas, que un mes antes habían estigmatizado el militarismo como el peor de los crímenes, ahora alborotaban más que nadie para no parecer «sujetos sin patria», según palabras del emperador Guillermo. Era la guerra de una generación desprevenida; y su mayor peligro radicaba precisamente en la fe intacta de los pueblos en la justicia unilateral de su causa.

En aquellas primeras semanas de guerra de 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de sangre. Amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Todas las conversaciones acababan en frases estúpidas como: «Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras», o en rudas sospechas. Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austriaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes (esta bella palabra acababa de ser inventada en Francia) eran los peores criminales contra la patria.

Sólo había una salida: recogerse en sí mismo y callar mientras los demás delirasen y vociferasen. No era fácil, porque ni siquiera vivir en el exilio-y yo lo he conocido hasta la saciedad-es tan malo como vivir solo en la patria. En Viena me había distanciado de los amigos de antes y no era el momento para hacer nuevas amistades. Mantuve algunas conversaciones únicamente con Rainer Maria Rilke, porque nos comprendíamos íntimamente.

También a él conseguimos reclamarlo para nuestro solitario archivo de guerra, pues habría sido la persona más inútil como soldado a causa de sus nervios hipersensibles, a los que la suciedad, los malos olores y los ruidos causaban un auténtico malestar físico. Cada vez que lo recuerdo vestido de uniforme, sonrío sin querer. Un día llamaron a la puerta. Al abrirla me encontré con un soldado de lo más tímido. Tuve un sobresalto. ¡Rilke, Rainer Maria Rilke disfrazado de militar! Tenía una pinta de desmañado que llegaba al corazón: encogido por el cuello duro y desconcertado ante la idea de tener que saludar con un taconazo a cualquier oficial que encontrara. Y puesto que se sentía mágicamente impelido hacia la perfección, incluso en medio de las fútiles formalidades del reglamento, se hallaba en un permanente estado de consternación.

-Detesto la ropa militar desde la escuela de cadetes-me dijo con su suave voz-. Creía que me había librado de ella para siempre y fíjate, ahora, a los casi cuarenta años, tengo que volver a ponérmela.

Por suerte había manos dispuestas a ayudarlo y protegerlo y pronto lo licenciaron gracias a una benévola revisión médica. Regresó a mi despacho para despedirse, ahora ya vestido de paisano (casi habría tenido que decir que entró como un hálito, de tan silenciosamente como caminaba siempre). También venía para darme las gracias porque, a través de Rolland, yo había intentado salvar su biblioteca, confiscada en París. Por primera vez ya no parecía joven: era como si el pensamiento del horror le hubiera consumido.

-Me voy al extranjero-dijo-. ¡Ojala todo el mundo pudiera irse al extranjero! La guerra es siempre una prisión.

Y se fue. Y yo volvía a estar solo.

Al cabo de unas semanas me mudé de casa. Decidido a eludir aquella peligrosa psicosis colectiva, me trasladé a un suburbio rural para, en medio de la guerra, empezar mi guerra personal: la lucha contra la traición de la razón, entregada a la pasión colectiva del momento.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO X

STEFAN ZWEIG

 

LA LUCHA POR LA FRATERNIDAD ESPIRITUAL

En realidad no sirvió de nada recluirme. La atmósfera seguía siendo opresiva. Y por eso mismo comprendí que no bastaba con una actitud meramente pasiva, con no tomar parte en los burdos insultos contra el enemigo. Al fin y al cabo, uno era escritor, tenía la palabra y, por lo tanto, la obligación de expresar sus convicciones, aunque sólo fuese en la medida en que le era posible en una época de censura. Escribí un artículo titulado «A los amigos en tierra extraña» en el que, rehuyendo clara y rotundamente las fanfarrias de odio de los demás, confesaba que me mantendría fiel a todos mis amigos del extranjero-aunque de momento fuera imposible establecer contacto con ellos-con el fin de seguir trabajando conjuntamente, a la primera oportunidad, en la construcción de una cultura europea. Lo mandé al periódico alemán más leído. Con gran sorpresa mía, el Berliner Tageblatt no dudó en publicarlo íntegro.

Sólo una frase, «sea quien sea al que corresponda la victoria», fue víctima de la censura, porque entonces no se toleraba ni la más pequeña duda de que Alemania saldría victoriosa, por supuesto, de aquella guerra mundial. Pero, incluso con esta restricción, el artículo me granjeó algunas cartas indignadas de lectores ultrapatriotas que no comprendían cómo, en los tiempos que corrían, alguien podía hacer causa común con aquellos miserables enemigos. No me molestó demasiado. Nunca en mi vida había tenido la intención de convertir a los demás a mis convicciones. Me bastaba con manifestarlas y, sobre todo, poderlas manifestar claramente.

Quince días después, cuando ya casi me había olvidado del artículo, recibí una carta con sello suizo y la estampilla de la censura en la que, por sus trazos familiares, inmediatamente reconocí la mano de Romain Rolland. Debió de leer el artículo, porque decía: «Non, je ne quitterai jamais mes amis.» En seguida comprendí que aquellas pocas líneas suyas eran un intento de comprobar si era posible, estando en guerra, ponerse en contacto epistolar con un amigo austriaco. Le contesté a vuelta de correo. A partir de entonces nos escribimos con regularidad y nuestra correspondencia continuó después durante más de veinticinco años, hasta que la Segunda Guerra Mundial-más brutal que la Primera-rompió toda comunicación entre los países.

Aquella carta me proporcionó uno de los momentos más felices de mi vida: como una paloma blanca llegó del arca de la animalidad berreadora, pataleadora y vocinglera. No me sentía solo, sino de nuevo vinculado a una misma manera de pensar. Me sentí robustecido por la superior fuerza anímica de Rolland, porque sabía que, al otro lado de la frontera, él conservaba admirablemente bien su humanidad. Rolland había encontrado el único camino correcto que debe tomar personalmente el escritor en tiempos como aquéllos: no participar en la destrucción, en el asesinato, sino (siguiendo el grandioso ejemplo de Walt Whitman, que sirvió como enfermero en la Guerra de Secesión) colaborar en campañas de socorro y obras humanitarias. Viviendo en Suiza, dispensado del servicio militar a causa de su precaria salud, se había puesto inmediatamente a disposición de la Cruz Roja de Ginebra, donde se encontraba al inicio de la guerra, y allí, en habitaciones abarrotadas, trabajó día tras día en la magnífica obra a la que más adelante traté de rendir un reconocimiento público en el artículo titulado «El corazón de Europa». Tras las horribles batallas de las primeras semanas se interrumpieron todas las comunicaciones; en todos los países, los parientes ignoraban si el hijo, el hermano o el padre había caído o sólo había desaparecido o lo habían hecho prisionero, y no sabían a quién preguntar, porque del «enemigo» no cabía esperar información alguna. En medio del horror y de la atrocidad, la Cruz Roja había asumido, como mínimo, la misión de descargar a la gente de la peor de las torturas: la atormentadora incertidumbre sobre el destino de las personas queridas, haciendo llegar la correspondencia de los prisioneros desde los países enemigos a sus respectivas patrias. Este organismo, creado hacía décadas, no estaba preparado para hacer frente a una situación de dimensiones tan descomunales y a las EL mundo de ayer, Memorias de un europeo cifras millonarias; todos los días, todas las horas, se hacía patente la necesidad de ampliar el número de voluntarios, porque cada instante de angustiosa espera se volvía una eternidad para los familiares. A fines de diciembre de 1914 ya ascendían a treinta mil las cartas que la marea de la guerra acarreaba todos los días y al final llegaron a ser doscientas personas las que se apiñaban en el estrecho Museo Rath de Ginebra para organizar y contestar el correo diario. Y entre ellas trabajaba-en vez de dedicarse egoístamente a sus ocupaciones-el más humano de los escritores: Romain Rolland.

Sin embargo, no había olvidado su otro deber: el del artista comprometido, obligado a expresar sus convicciones, aunque fuera luchando contra la oposición de su propio país e incluso contra la indignación de todo el mundo beligerante. En el otoño de 1914, cuando la mayoría de escritores se desgañitaban proclamando su odio, se escupían y se ladraban los unos a los otros, él ya había escrito aquella confesión memorable, «Au-dessus de la mélée», en laque combatía el odio entre las naciones y reclamaba del artista justicia y humanidad incluso en medio de una guerra: un artículo que, como ningún otro de la época, provocó opiniones de todo tipo y dejó tras de sí toda una literatura de pros y contras.

He aquí, pues, lo que diferenciaba, para bien, la Primera Guerra Mundial de la Segunda: la palabra todavía tenía autoridad entonces. Todavía no la había echado a perder la mentira organizada, la «propaganda», la gente todavía hacía caso de la palabra escrita, la esperaba. En tanto que en 1939 ni una sola manifestación de un escritor producía el más mínimo efecto, ni para bien ni para mal, y en tanto que hoy ni un solo libro, opúsculo, artículo o poesía conmueve el corazón de las masas ni influye en su pensamiento, en 1914 una poesía de catorce versos, como aquel «Canto de odio» de Lissauer, una declaración tan necia como la de los «93 intelectuales alemanes» y, por otro lado, un artículo de ocho páginas como el «Au-dessus de la mélée» de Rolland o una novela como Le feu de Barbusse, podían llegar a convertirse en todo un acontecimiento. Y es que la conciencia moral del mundo todavía no estaba tan agotada ni desalentada como lo está hoy, aún reaccionaba con vehemencia, con la fuerza de una convicción secular, ante cualquier mentira manifiesta, ante toda violación del derecho internacional y de los derechos humanos. Una violación de la ley, tal como la invasión de la neutral Bélgica por Alemania-algo que hoy apenas sería objeto de críticas serias, desde que Hitler ha convertido la mentira en una cosa natural y ha elevado a la categoría de ley todo acto antihumano-en aquellos días todavía era capaz de sublevar al mundo de un extremo a otro. El fusilamiento de la enfermera Cavell y el torpedeamiento del Lusitania fueron más nefastos para Alemania-debido a un estallido de indignación ética universal-que una batalla perdida.

En aquellos tiempos, cuando las olas de incesante cháchara de la radio no inundaban aún el oído y el alma de la gente, para el poeta, para el escritor francés, hablar no era en absoluto una acción estéril; al contrario: la manifestación espontánea de un gran escritor producía un efecto mil veces mayor que todos los discursos oficiales de los gobernantes, de los cuales se sabía que se adaptaban táctica y políticamente al momento y que, en el mejor de los casos, sólo decían verdades a medias. También en este aspecto de confianza en el escritor como mejor garante de un modo de pensar puro, aquella generación (tan decepcionada después) conservaba una fe infinitamente mayor. Ahora bien, los militares, y los organismos oficiales a su vez, puesto que conocían esta autoridad de los poetas, trataban de uncir a su servicio de instigación a todos los hombres de prestigio moral e intelectual: los llamaban para que declarasen, demostrasen, confirmasen y jurasen que todas las injusticias, todos los males venían de la parte contraria y que el derecho y la verdad eran exclusivos de la nación propia.

Con Rolland no lo consiguieron. Para él, su misión no consistía en enrarecer todavía más la atmósfera cargada de odio, sobreexcitada por todos los medios de instigación, sino, todo lo EL mundo de ayer, Memorias de un europeo contrario, en purificarla.

Quien hoy relea las ocho páginas del artículo «Au-dessus de la mélée», probablemente ya no comprenderá el inmenso impacto que en su día tuvo; si alguien lo lee con los sentidos claros y fríos, verá que todo lo que Rolland postulaba en él no son sino obviedades de perogrullo.

Pero sus palabras fueron dichas en una época de locura colectiva que hoy difícilmente se puede reconstruir. Los ultrapatriotas franceses lanzaron un grito de horror cuando el artículo apareció, como si por un descuido hubiesen puesto la mano en un hierro candente. De la noche a la mañana sus mejores amigos boicotearon a Rolland, los libreros no se atrevieron á exponer el Jean-Christophe, las autoridades militares, que necesitaban el odio para estimular a los soldados, sopesaron la posibilidad de tomar medidas contra él, y apareció una retahíla de opúsculos con el argumento de Ce qu'on donne pendant la guerre á l'humanité est volé a la patrie. Pero, como de costumbre, los alaridos demostraron que el golpe había acertado de lleno en la diana. El debate sobre la postura del intelectual en tiempos de guerra ya era imparable y el problema quedaba inevitablemente planteado para cada individuo.

Entre todos los recuerdos extraviados, lo que más me apena es no disponer de las cartas de Rolland de aquellos años; la idea de que se destruyeran o se perdieran irremisiblemente en aquel nuevo diluvio me pesa como una responsabilidad, porque, prescindiendo del gran afecto que siento por su obra, considero posible que un día cuenten entre las páginas más bellas y humanas que se desprendieron de su gran corazón y su apasionada inteligencia. Escritas desde la desmesurada conmoción de un alma compasiva y con toda la fuerza de una exasperación impotente a un amigo del otro lado de la frontera, por lo tanto oficialmente a un «enemigo», quizá constituyan los documentos morales más conmovedores de una época en la que comprender exigía un esfuerzo enorme y permanecer fiel a las propias convicciones requería un coraje inmenso. Esta correspondencia entre amigos pronto cristalizó en una propuesta concreta: Rolland me alentaba para que intentásemos invitar a los intelectuales más importantes de todas las naciones a una conferencia conjunta en Suiza, a fin de alcanzar una posición más digna y unitaria, y quizás incluso a lanzar una llamada solidaria al entendimiento mundial. Él, desde Suiza, se ocuparía de invitar a los intelectuales franceses y extranjeros, y yo, desde Austria, sondearía a los escritores patrios y alemanes que todavía no se hubiesen comprometido públicamente con la propaganda del odio. Me puse inmediatamente manos a la obra. El escritor alemán más importante y representativo de entonces era Gerhart Hauptmann. Ya que, para facilitarle tanto el «sí» como el «no», quería evitar abordarlo directamente, escribí a nuestro común amigo Walther Rathenau, pidiéndole que sondeara a Hauptmann de manera discreta y confidencial. Rathenau rehusó el encargo-no sé si de acuerdo o no con Hauptmann-diciendo que no era el momento de fomentar una paz espiritual. En realidad, allí se abortó la tentativa, pues Thomas Mann se hallaba entonces en campo contrario y, en un artículo sobre Federico el Grande, acababa de adoptar el punto de vista de los derechos alemanes. Rilke, a quien yo sabía a nuestro favor, se inhibía por principio de toda acción pública y colectiva. El antiguo socialista Dehmel firmaba las cartas, con un infantil orgullo patriótico, como «teniente Dehmel». En cuanto a Hofmannsthal y Jakob Wassermann, en conversaciones privadas me había convencido de que tampoco se podía contar con ellos. De modo, pues, que no había muchas esperanzas por parte alemana, y Rolland tampoco tuvo demasiado éxito en Francia. En 1914 y en 1915 era demasiado pronto todavía, y la guerra parecía demasiado lejana a los hombres de la retaguardia. Estábamos solos.

EL mundo de ayer, Memorias de un europeo Solos, aunque no del todo. Algo habíamos conseguido ya con nuestro intercambio epistolar: una primera idea general de las pocas docenas de hombres con los que podíamos contar de veras y de los que, tanto en los países neutrales como en los beligerantes, pensaban como nosotros; nos podíamos informar mutuamente sobre libros, artículos y opúsculos de un lado y otro, habíamos asegurado un cierto punto de cristalización al que podían adherirse nuevos elementos (un tanto vacilantes al principio, pero cada vez más numerosos y decididos, a medida que la presión de la época se volvía más abrumadora). La sensación de no hallarme en un vacío total me animó a escribir artículos más a menudo con el fin de sacar a la luz, a través de sus respuestas y reacciones, a los hombres aislados y escondidos que sentían como nosotros. Al fin y al cabo, tenía a mi disposición a los grandes periódicos alemanes y austriacos y, con ellos, contaba con un círculo de influencia nada desdeñable; en principio no tenía que temer oposición por parte de las autoridades, ya que nunca tocaba temas de actualidad política. Por influencia del viejo espíritu liberal, existía aún un gran respeto por todo lo literario y, cuando repaso los artículos que logré hacer llegar de contrabando a un amplísimo público, no puedo menos que manifestar mi respeto a las autoridades militares austriacas por su magnanimidad; en medio de una guerra mundial pude ensalzar con entusiasmo a Berta von Suttner, la fundadora del pacifismo, que estigmatizó la guerra como el crimen de los crímenes, e informar punto por punto de Le feu de Barbusse en un periódico austriaco. Por supuesto teníamos que disponer de una cierta técnica para transmitir nuestras opiniones, inoportunas en tiempos de guerra, a amplios sectores de la población. Para describir el horror de la guerra y la indiferencia de la retaguardia, en Austria era necesario, claro está, poner de relieve los sufrimientos de un soldado de infantería «francés» en un artículo sobre Le feu, pero centenares de cartas del frente austriaco me demostraron con qué claridad los nuestros habían reconocido en él su propio destino. O bien, para expresar nuestras convicciones, optábamos por el método del aparente ataque recíproco. Por ejemplo, uno de mis amigos franceses polemizó en el Mercure de France con mi artículo «A los amigos en tierra extraña», pero, al reproducirlo traducido palabra por palabra dentro de esa pretendida polémica, no hizo otra cosa que introducirlo de contrabando en Francia, de modo que todo el mundo pudo leerlo (que era lo que se pretendía). Así cruzaban la frontera, de un lado para otro, haces de luz intermitente que no eran sino recordatorios. Un pequeño episodio posterior me demostró hasta qué punto los entendían aquellos a los que iban destinados. Cuando en mayo de 1915 Italia declaró la guerra a Austria, su antigua aliada, en nuestro país estalló una oleada de odio. Se insultó a todo lo italiano. Casualmente habían aparecido las memorias de un joven italiano de la época del Risorgimento, de nombre Carl Poerio, que describía una visita a Goethe. Para demostrar, en medio del vocerío de odio, que los italianos habían mantenido desde siempre muy buenas relaciones con nuestra cultura, escribí, a modo de ejemplo, un artículo titulado «Un italiano en casa de Goethe» y como el libro había sido prologado por Benedetto Croce, aproveché la ocasión para dedicar unas palabras de sumo respeto a Croce. Unas palabras de admiración por un italiano eran, huelga decirlo, una clara declaración de intenciones en la Austria de entonces, donde no se podía rendir homenaje a ningún escritor o erudito de un país enemigo, y, en efecto, así fueron comprendidas mis palabras más allá de las fronteras. Croce, que a la sazón era ministro en Italia (3), me contó en una ocasión ulterior que un empleado del ministerio, que no sabía leer alemán, le había comunicado un tanto perplejo que el principal periódico enemigo publicaba algo contra él (porque era incapaz de concebir una referencia que no fuera adversa). Croce mandó traer el Neue Freie Presse y primero se sorprendió y luego se divirtió de lo lindo al encontrar en el periódico un homenaje en vez de un ataque.

No pretendo, ni mucho menos, dar demasiada importancia a esas tentativas aisladas.

EL mundo de ayer, Memorias de un europeo Huelga decir que no tuvieron ni la más mínima influencia en el curso de los acontecimientos.

Pero nos ayudaron, tanto a nosotros como a muchos lectores desconocidos. Mitigaron el horrible aislamiento y la desesperación moral en los que se encontraba el hombre del siglo XX dotado de sentimientos realmente humanos. Y en los que, me temo, se encuentra también hoy, después de veinticinco años, igual de impotente ante la prepotencia o incluso más. Yo era entonces plenamente consciente de que, con aquellas pequeñas protestas y argucias, no conseguiría librarme de la verdadera carga; poco a poco fue naciendo dentro de mí el plan de una obra en la que no sólo pudiera contar detalles personales, sino también exponer todas mis ideas sobre la época y la gente, sobre la catástrofe y la guerra.

Ahora bien, para poder describir la guerra en una síntesis literaria me faltaba, si bien se mira, lo más importante: verla. Hacía casi un año que estaba anclado en aquella oficina y «lo más importante», la realidad y la atrocidad de la guerra, ocurría en una lejanía invisible.

Varias veces se me había presentado la ocasión de ir al frente: periódicos importantes me habían pedido por tres veces que me fuera con el ejército como corresponsal. Pero cualquier descripción de la guerra habría implicado la obligación de presentarla en un sentido exclusivamente positivo y patriótico, y yo me había jurado (un juramento que mantuve también en 1940) no escribir jamás una palabra que aprobara la guerra o desacreditara a otra nación. Y entonces surgió casualmente una oportunidad. La gran ofensiva austro-alemana había cruzado las líneas rusas cerca de Tarnów en la primavera de 1915 y había conquistado Galitzia y Polonia en un solo ataque masivo. Para su biblioteca, el Archivo Militar quería reunir los originales de todos los anuncios y proclamas rusos en suelo austriaco ocupado, antes de que los arrancaran y destruyeran. El coronel, que conocía mi técnica de coleccionista, me preguntó si quería ocuparme de esta misión; naturalmente aproveché la oportunidad en el acto y me expidieron un pasaporte para que, sin depender de ninguna autoridad en especial ni estar a las órdenes de ninguna administración ni de ningún superior, pudiera viajar en cualquier tren militar y moverme libremente por donde quisiera, una cosa que provocó incidentes de lo más singular, porque yo no era oficial, sino sólo sargento primero y vestía un uniforme sin insignias especiales. Cuando mostraba mi misterioso documento, suscitaba un respeto extraordinario, pues los oficiales y funcionarios del frente sospechaban que yo era un oficial del estado mayor disfrazado o, si no, que tenía alguna misión secreta. Pero como evitaba el comedor de oficiales y sólo me alojaba en hoteles, obtuve, además, el privilegio de mantenerme fuera de la gran maquinaria y de poder ver, sin «guía» alguno, todo lo que quería ver.

La misión propiamente dicha, la de reunir proclamas, no me supuso demasiado trabajo.

En cuanto llegaba a una de aquellas ciudades de Galitzia-Tarnów, Drohobycz o Lemberg-, encontraba en la estación a un grupo de judíos, llamados «factores», cuyo oficio consistía en proporcionarle a uno todo lo que quería; bastaba con decir a uno de estos expertos en todo que buscaba proclamas y avisos de la ocupación rusa para que el «factor» corriera como una comadreja y transmitiera el encargo, por vías misteriosas, a docenas de «subfactores»; al cabo de tres horas, y sin que yo hubiera tenido que dar ni un solo paso, tenía reunido el material en la colección más completa y perfecta que cabía imaginar. Gracias a esta organización modélica, me quedaba tiempo para ver cosas, y vi muchas. Vi, sobre todo, la terrible miseria de la población civil, sobre cuyos ojos aún se cernía como una sombra todo lo que había tenido que sufrir. Vi la miseria, jamás sospechada, de la población judía hacinada en los guetos, donde entre diez y doce personas vivían en una sola habitación de planta baja o del Benedetto Croce no fue ministro hasta 1920 -1921.

EL mundo de ayer, Memorias de un europeo sótano. Y por primera vez vi al «enemigo». En Tarnów tropecé con el primer transporte de soldados rusos hechos prisioneros. Sentados en el suelo, permanecían encerrados en un gran cuadrilátero, fumando y charlando, vigilados por dos o tres docenas de soldados tiroleses de la milicia nacional, tirando a viejos, la mayoría con barba, que iban tan andrajosos y descuidados como los mismos prisioneros y poco se parecían a los soldados elegantes, bien afeitados y con lustrosos uniformes que aparecían en los periódicos ilustrados de nuestro país. Pero aquella vigilancia carecía en absoluto de un aire marcial o draconiano. Los prisioneros no mostraban deseo alguno de huir y los milicianos austriacos tampoco parecían inclinados a tomarse con demasiado rigor su misión de guardianes. Se sentaban con los prisioneros como buenos camaradas y como no se podían entender en sus respectivas lenguas, todos ellos se divertían soberanamente. Intercambiaban cigarrillos, miradas y risas. Uno de los tiroleses acababa de sacar de una pringosa cartera las fotografías de su mujer y sus hijos y las mostraba a los «enemigos», que las admiraban por turno y, señalando con los dedos, preguntaban si tal o tal niño tenía tres o cuatro años. Me embargó la irresistible sensación de que aquellos hombres sencillos y primitivos comprendían mejor la guerra que nuestros escritores y catedráticos de universidad, a saber: como una desgracia que les había sobrevenido y contra la cual nada podían hacer, y por eso mismo, todo el que sufría aquel infortunio era como un hermano. Ese descubrimiento me sirvió de consuelo durante todo el viaje, cuando pasaba por ciudades destruidas por los cañones y delante de comercios saqueados cuyos muebles yacían esparcidos en mitad de la calle como miembros amputados y entrañas arrancadas. Asimismo, los campos sembrados y exuberantes que se extendían entre las zonas de guerra hicieron que renaciera en mí la esperanza de que, al cabo de pocos años, habrían desaparecido todos los destrozos. Entonces aún no me podía imaginar, claro está, que con la misma rapidez con que desaparecían de la faz de la tierra las huellas de la guerra, también podía desaparecer el recuerdo de su horror de la memoria de los hombres.

En los primeros días aún no había conocido el auténtico horror de la guerra; después, su rostro superó mis peores temores. Como prácticamente no circulaba ningún tren regular de pasajeros, viajaba ya en un carro de artillería abierto, sentado sobre el armón de un cañón, ya en uno de aquellos vagones de ganado donde dormían hombres muertos de cansancio, hacinados en confuso revoltijo en medio de un hedor nauseabundo y que, mientras los conducían al matadero, ya parecían animales sacrificados. Pero el medio de transporte más terrible lo constituían los trenes hospital, que tuve que utilizar dos o tres veces. ¡Ah, qué poco se parecían a aquellos trenes sanitarios bien iluminados, blancos y perfectamente lavados en que al comienzo de la guerra se dejaban retratar las archiduquesas y las damas distinguidas de la sociedad vienesa, vestidas de enfermeras! Lo que me tocó ver a mí, horripilado, eran vulgares vagones de carga sin ventanas, con tan sólo una estrecha claraboya, e iluminados por dentro con una lámpara de aceite cubierta de hollín. Literas primitivas, una al lado de otra, ocupadas todas por hombres de mortal lividez, que gemían y sudaban y jadeaban en busca de aire en el espeso hedor a excrementos y yodoformo. Los sanitarios, más que andar, se tambaleaban, de tan exhaustos como estaban; por ninguna parte se veía la ropa de cama de un blanco resplandeciente de las fotografías. Los hombres estaban tumbados sobre paja o literas duras, cubiertos con mantas manchadas de sangre vieja, y en cada uno de los vagones ya había dos o tres muertos entre los moribundos y gemebundos. Hablé con el médico, el cual, como él mismo me confesó, en realidad sólo era dentista de una pequeña ciudad húngara y no ejercía la cirugía desde hacía años. Estaba desesperado. Me dijo que había telegrafiado a siete estaciones pidiendo morfina, pero que ya no quedaba en ninguna parte, y que tampoco disponía de algodón y vendas limpias para las veinte horas de viaje que faltaban para llegar al hospital de Budapest. Me pidió que lo ayudara, porque su personal, exhausto, ya no daba más de sí. Lo intenté, dentro de mi inevitable ineptitud, pero al menos pude serle útil bajando del EL mundo de ayer, Memorias de un europeo tren en cada estación para ayudar a acarrear cubos de agua, agua sucia y mala que en realidad estaba destinada para la locomotora, pero que ahora servía de alivio a la gente que así podía lavarse un poco siquiera y fregar la sangre que constantemente goteaba al suelo.

A todo eso se añadía una complicación personal para los soldados (hombres de todas las nacionalidades imaginables, amontonados en aquel ataúd ambulante) a causa de la confusión babélica de lenguas. Ni el médico ni los enfermeros comprendían el ruteno ni el croata; el único que los podía ayudar un poco era un sacerdote mayor y encanecido que, al igual que el médico, estaba desesperado por la falta de morfina y se lamentaba, profundamente trastornado, de no poder cumplir con su sagrado deber de administrar la extremaunción porque no disponía de los santos óleos. En toda su vida no había «sacramentado» a tantas personas como en aquel último mes. Y de él oí unas palabras que nunca he olvidado, pronunciadas con voz dura y airada: -Tengo sesenta y siete años y he visto muchas cosas. Pero nunca habría creído posible semejante crimen contra la humanidad.

El tren hospital en que regresé llegó a Budapest a primeras horas de la mañana. Me dirigí en seguida a un hotel, ante todo para dormir; el único asiento que había tenido en el tren había sido mi maleta. Agotado como estaba, dormí hasta alrededor de las once y luego me vestí deprisa para ir a desayunar. Pero, ya después de los primeros pasos, tuve la sensación de que debía frotarme los ojos constantemente para comprobar si no soñaba. Era uno de esos días radiantes en que por la mañana todavía es primavera y al mediodía ya verano, y Budapest aparecía bella y despreocupada como nunca. Las mujeres, con vestidos blancos, paseaban del brazo de oficiales que de pronto se me antojaron sacados de un ejército completamente distinto al que había visto uno o dos días antes. Con el hedor de yodoformo del transporte de heridos todavía en la ropa, la boca y la nariz, observé cómo compraban violetas para obsequiar con ellas galantemente a las damas, cómo coches impecables recorrían las calles, llevando a caballeros bien afeitados y con trajes igual de impecables. ¡Y todo ello a ocho o nueve horas en tren del frente! Pero, ¿tenía derecho alguien a acusar a aquellas gentes? ¿Acaso no era la cosa más natural del mundo que vivieran y trataran de disfrutar de la vida? Quizá con la sensación de que todo estaba amenazado, recogían a toda prisa todo lo que aún quedaba para recoger, unos pocos vestidos buenos, ¡las últimas horas buenas! Precisamente cuando uno había visto lo frágil y destructible que es el hombre-cuya vida puede ser destrozada por un pedazo de plomo en una milésima de segundo, con todos sus recuerdos, conocimientos y éxtasis-comprendía que una mañana como aquella reuniera a miles de personas cerca del luminoso río para ver el sol, sentirse vivas, sentir la propia sangre y la propia vida con fuerzas quizá renovadas. Ya casi había logrado reconciliarme con lo que al principio me había asustado, cuando por desgracia el servicial camarero me trajo un periódico vienés.

Intenté leerlo, pero entonces me asaltó una sensación de asco en forma de auténtica ira.

Estaban ahí todas las frases sobre la irreductible voluntad de victoria, sobre las pocas bajas de nuestras tropas y las muchas del enemigo. ¡Desde aquellas páginas me acometió, desnuda, enorme y desvergonzada, la mentira de la guerra! No, los culpables no eran los paseantes, los indolentes y los despreocupados, sino única y exclusivamente aquellos que con sus palabras instigaban a la guerra. Pero también lo éramos nosotros, si no dirigíamos contra ellos las nuestras.

Fue entonces cuando recibí el impulso definitivo: ¡era preciso luchar contra la guerra! Tenía el material preparado dentro de mí, sólo faltaba para empezar esa última y clara confirmación de mi instinto. Había reconocido al adversario contra el cual tenía que luchar: el falso heroísmo que prefiere enviar al sufrimiento y a la muerte primero a los demás; el optimismo barato de profetas sin conciencia, tanto políticos como militares que, prometiendo sin escrúpulos la victoria, prolongan la carnicería y, detrás de ellos, el coro que han alquilado, todos esos «charlatanes de la guerra», como los estigmatizó Werfel en su bello poema. El que exponía una duda, entorpecía su actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; al que estaba en contra de la guerra, que ellos mismos no sufrían, lo tachaban de traidor. Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado. Era la misma pandilla que se había burlado de Casandra en Troya y de Jeremías en Jerusalén; yo nunca había comprendido tan bien la tragedia y la grandeza de estos personajes como en aquellas horas, demasiado parecidas a las que vivieron ellos. Desde el principio no creí en la victoria y una sola cosa sabía con seguridad: que aunque se consiguiera a costa de inmensos sacrificios, nunca justificaría las víctimas. Pero siempre me quedaba solo entre los amigos cuando hacía tales advertencias, y los confusos alaridos de victoria antes del primer disparo y el reparto del botín antes de la primera batalla a menudo me hicieron dudar de si no era yo el loco en medio de tantos cuerdos o, mejor dicho, el único espantosamente despierto en medio de su embriaguez. Así, pues, me resultó bastante natural describir de forma dramática la situación singular y trágica del «derrotista» (palabra que se había inventado para imputar la voluntad de derrota a los que se afanaban por llegar a un entendimiento). Escogí como símbolo a la figura de Jeremías, el profeta que predicaba en vano. Pero no me interesaba en absoluto escribir una obra «pacifista», poner en verso una verdad tan de perogrullo como que la paz es mejor que la guerra, sino que quería describir otro hecho: quien en tiempos de entusiasmo es menospreciado por débil y pusilánime, en el momento de la derrota suele demostrar ser el único que no sólo la soporta, sino que también la domina. Desde mi primera pieza, Tersites, nunca me había dejado de preocupar el problema de la superioridad anímica del vencido. Siempre me ha fascinado la idea de mostrar el endurecimiento interior que en el hombre provoca cualquier forma de poder y el entumecimiento del alma que la victoria produce en pueblos enteros, para luego contrastarlos con el poder de la derrota, que agita al alma e imprime en ella profundos y dolorosos surcos.

En medio de la guerra, mientras los demás se demostraban mutuamente la infalible victoria con prematuros gritos de triunfo, yo me precipité al más profundo abismo de la catástrofe y allí busqué la ascensión.

Pero con la elección de un tema bíblico, inconscientemente di con algo que hasta entonces había llevado dentro de mí sin aprovechar: la comunidad con el pueblo judío, basada vagamente en la sangre o la tradición. ¿No era mi pueblo el que siempre era vencido por todos los demás pueblos, una y otra vez, y, sin embargo, los sobrevivía gracias a una fuerza misteriosa, precisamente la de convertir la derrota en victoria por la voluntad de salir airoso de cada nueva catástrofe? ¿Acaso nuestros profetas no conocían de antemano esa persecución y expulsión eternas que hoy nos vuelven a arrojar a la calle como un desecho? ¿Acaso no habían aceptado y tal vez bendecido como un camino hacia Dios esa sumisión al poder? Y ¿acaso las tribulaciones no habían sido desde siempre beneficiosas para todos y cada uno? Yo lo experimenté complacido mientras escribía este drama, el primero de mis libros que aprobé en mi fuero interno. hoy sé que, de no haber sido por todo lo que sufrí y presentí antes, durante y después de la guerra, habría seguido siendo el escritor que era antes de ella, «gratamente emocionado», como se dice en el ámbito de la música, pero no cautivado ni conmovido ni afectado hasta lo más profundo del alma. Ahora, por primera vez tenía la sensación de hablar por mi propia boca y por la de la época. Tratando de ayudar a los demás, me ayudé a mí mismo; y lo hice en la obra más personal y privada después de Erasmo, que en el año 1934, en tiempos de Hitler, me dio fuerzas para vencer tamaña crisis. Desde el momento en que intenté darle forma, dejé de sufrir con tanta intensidad la tragedia de la época.

EL mundo de ayer, Memorias de un europeo No había creído ni por un solo momento que esta obra obtuviera un éxito apreciable.

Por el hecho de que coincidían en ella tantos problemas, el profético, el pacifista y el judío, más la labor de dar forma coral a las escenas finales, sus proporciones superaban de tal modo a las de un drama normal, que una representación como es debido hubiera requerido en realidad dos o tres sesiones. Y luego: ¿cómo podía llegar a los escenarios alemanes una obra que anunciaba e incluso ensalzaba la derrota, mientras todos los días los periódicos cantaban con brío «Vencer o morir»? Tenía que ocurrir un milagro para que publicaran el libro, pero incluso en el peor de los casos-que eso no fuera posible-, como mínimo me había ayudado a superar la peor época. En el diálogo poético decía todo lo que había tenido que callar en la conversación con los hombres. Me había sacudido la carga que me aplastaba el alma y me había restituido a mí mismo; en el mismo instante en que en mi interior había dicho «no» a la época, había encontrado el «sí» a mí mismo.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO XI

STEFAN ZWEIG

 

EN EL CORAZÓN DE EUROPA

Cuando en la Pascua de 1917 apareció mi tragedia Jeremías en forma de libro, tuve una sorpresa. La había escrito intencionadamente en enconada oposición a la época y, por esta razón, esperaba una oposición no menos enconada. Pero ocurrió todo lo contrario. En seguida se vendieron veinte mil ejemplares del libro, una cifra fantástica para un drama impreso; no sólo los amigos como Romain Rolland se manifestaron públicamente a su favor, sino también los que antes defendían más bien el otro bando, como Rathenau y Richard Dehmel. Directores de teatro a los que ni siquiera se les había entregado el drama-era impensable representarlo en Alemania durante la guerra-me escribieron pidiéndome que les reservara el estreno para cuando llegara la paz; incluso la oposición de los belicosos se mostró cortés y respetuosa, Me lo había esperado todo menos esto.

¿Que había ocurrido? Ni más ni menos que la guerra ya hacía dos años que duraba, con lo que había cumplido con su cruel tarea de desencanto. Tras la terrible sangría en el campo de batalla, la fiebre empezaba a ceder. Los hombres miraron el rostro de la guerra con más frialdad y rigor que en los primeros meses de entusiasmo. El sentimiento de adhesión fue perdiendo fuerza, porque no se notaba en lo más mínimo la gran «purificación moral» anunciada con delirio por filósofos y escritores. Una profunda grieta recorría el pueblo de arriba a abajo; el país se había desintegrado, por decirlo así, en dos mundos diferentes; en el frente, los soldados que combatían y sufrían las más terribles privaciones; en la retaguardia, los que se habían quedado en casa, los que seguían llevando una vida despreocupada, llenaban los teatros y encima sacaban provecho de la miseria de los demás. Frente y retaguardia se iban perfilando cada vez más como polos opuestos. Un escandaloso favoritismo, disfrazado de mil formas, se introdujo furtivamente por las puertas de las oficinas públicas; se sabía que con dinero o influencias se obtenían lucrativos suministros, mientras se seguía empujando a las trincheras a campesinos y obreros medio cosidos a balazos. Así, pues, todo el mundo empezó a cuidar de sí mismo lo mejor que podía, sin escrúpulos. Los artículos de primera necesidad eran cada día más caros debido a un vergonzoso comercio de intermediarios, los víveres escaseaban y, por encima de la sombría ciénaga de la miseria colectiva, brillaba como un fuego fatuo el provocador lujo de los que se aprovechaban de la guerra. Una irritada desconfianza fue apoderándose poco a poco de la población: desconfianza hacia el dinero, que perdía valor cada vez más, desconfianza hacia los generales, los oficiales y los diplomáticos, desconfianza hacia los comunicados oficiales y del estado mayor, desconfianza hacia los periódicos y sus noticias, desconfianza hacia la guerra misma y su necesidad. Así, pues, no fue en absoluto el mérito literario de mi libro lo que le procuró un éxito tan sorprendente; me había limitado a expresar aquello que los demás no se atrevían a decir abiertamente: el odio a la guerra y la desconfianza hacia la victoria.

Con todo, parecía imposible expresar semejante estado de ánimo en el escenario mediante la palabra viva y directa. Inevitablemente habría provocado reacciones y, por lo tanto, me pareció que debía renunciar a ver representado en tiempos de guerra ese primer drama contra ella. Pero he aquí que entonces, un buen día recibí una carta del director del teatro municipal de Zurich diciendo que quería representar lo antes posible mi Jeremías y que me invitaba a asistir al estreno. Yo ya había olvidado que-al igual que en esta Segunda Guerra-aún existía un pedazo de tierra alemana, pequeño pero precioso, al cual se le había concedido la gracia de mantenerse al margen de la guerra, un país democrático donde la palabra había permanecido libre y la manera de pensar, inalterada. Naturalmente, asentí sin dudarlo un instante.

Sólo pude dar mi consentimiento en principio, claro está, pues antes necesitaba obtener el permiso para abandonar el servicio y el país durante un tiempo. Pero, por fortuna, existía en todos los países beligerantes un departamento (no creado en esta Segunda Guerra) llamado «de propaganda cultural». Para explicar la diferente atmósfera cultural de una Guerra Mundial y la otra, es preciso señalar que, en la Primera, los países, con sus gobernantes, emperadores y reyes, educados en la tradición del humanismo, en su subconsciente se avergonzaban todavía de la guerra. Todos los Estados, uno tras otro, rechazaban el reproche de ser o haber sido «militaristas» como si se tratara de una calumnia infame; al contrario: todos competían en el empeño de mostrar, demostrar, explicar y evidenciar que eran «naciones cultas». En 1914, ante un mundo que valoraba la cultura más que el poder y que habría execrado por inmorales eslóganes como «sacro egoísmo» y «espacio vital», nada se solicitaba con tanta insistencia como el reconocimiento de los logros intelectuales de validez universal. Por eso todos los países neutrales se veían inundados de ofertas artísticas.

Alemania enviaba a sus orquestas sinfónicas, bajo la batuta de famosos directores, a Suiza, Holanda y Suecia, y Viena a sus filarmónicas; incluso poetas, escritores y sabios eran enviados al extranjero, y no para exaltar gestas militares o celebrar tendencias anexionistas, sino simplemente para demostrar con sus versos y sus obras que los alemanes no eran «bárbaros» y que no sólo fabricaban lanzallamas o buenos gases tóxicos, sino también obras de calidad suprema, válidas para toda Europa. En los años 1914-1918 -tengo que subrayarlo una vez más-la conciencia mundial todavía era una autoridad muy respetada, las fuerzas morales y artísticamente productivas de una nación en guerra todavía conservaban una influencia considerable, los Estados todavía se esforzaban por ganarse la simpatía de la gente, y no por reprimirla, como en la Alemania de 1939, escenario de un terror del todo inhumano.

Así, mi solicitud de permiso para asistir a la representación de un drama en Suiza tenía, de hecho, buenas perspectivas; a lo sumo, las dificultades podían surgir por el hecho de que se trataba de un drama antibélico en el que un austriaco anticipaba la derrota-aunque de forma simbólica-como algo que cabía dentro de lo posible. En el ministerio me hice anunciar al jefe de departamento y le expuse mi petición. Ante mi sorpresa, me prometió en el acto que tomaría las medidas oportunas y, por cierto, con un argumento muy curioso: «Gracias a Dios usted no era uno de aquellos estúpidos que pedían guerra a gritos. Hala, pues, haga ahí fuera todo lo posible para que esto termine de una vez.» Al cabo de cuatro días tenía el permiso y un pasaporte para salir al extranjero.

Hasta cierto punto me había sorprendido oír hablar con tanta libertad, en tiempos de guerra, a uno de los más altos funcionarios de un ministerio austriaco. Pero, poco familiarizado con los secretos caminos de la política, no sospechaba que en 1917, bajo el reinado del nuevo emperador Carlos, en los círculos superiores del gobierno se había iniciado, a la chita callando, un movimiento para liberarse de la dictadura militar alemana, la cual despiadadamente arrastraba a Austria, en contra de su voluntad, a remolque de su exacerbado anexionismo. En el estado mayor no se soportaba el brutal autoritarismo de Ludendorff, el ministerio de Asuntos Exteriores se defendía desesperadamente de la guerra submarina ilimitada, que convertiría a América en enemiga nuestra; incluso el pueblo se quejaba de la «arrogancia prusiana». De momento todo eso se manifestaba entre líneas y en observaciones aparentemente anodinas. Pero en los días siguientes supe más cosas y, de modo imprevisto, me enteré antes que los demás de uno de los mayores secretos de aquella época.

Sucedió de la siguiente manera: de camino hacia Suiza me detuve dos días en Salzburgo, donde me había comprado una casa y tenía la intención de instalarme después de la guerra. Existía en esta ciudad un pequeño círculo de hombres de estrictas convicciones católicas, dos de los cuales, como cancilleres, habrían de desempeñar un papel decisivo en la historia de Austria después de la guerra: Heinrich Lammasch e Ignaz Seipel. El primero era uno de los catedráticos de derecho más destacados de su época y había presidido la Conferencia de La Haya; el segundo, sacerdote católico de una inteligencia casi inquietante, estaba destinado a hacerse cargo de la dirección de la pequeña Austria tras la caída de la monarquía y demostró de forma excelente su genio político en este cometido. Los dos eran pacifistas convencidos, católicos ortodoxos, viejos austriacos apasionados y, como tales, enemigos decididos del militarismo alemán, prusiano y protestante, al que consideraban incompatible con las ideas tradicionales de Austria y su misión católica. Mi Jeremías fue recibido con gran simpatía en estos círculos religioso-pacifistas y el consejero áulico Lammasch (Seipel estaba de viaje en aquel momento) me invitó a su casa, en Salzburgo. El distinguido y sabio anciano me habló en términos muy cordiales; me dijo que mi libro satisfacía nuestras ideas austriacas de conciliación y que esperaba con impaciencia que su influencia trascendiera los límites puramente literarios. Y ante mi sorpresa, porque no me conocía de antes, y con una franqueza que demostraba su valentía de espíritu, me confió el secreto de que en Austria nos hallábamos en vísperas de un cambio decisivo. Una vez descartada militarmente Rusia, no existía para Alemania-en el caso de que quisiera abandonar sus inclinaciones agresivas-ni para Austria ningún impedimento real para la paz; no se podía desaprovechar ese momento. Si la pandilla de pan-germanistas alemanes seguía oponiéndose a las negociaciones, Austria debía tomar la iniciativa y actuar con independencia. Me insinuó que el joven emperador Carlos había prometido su apoyo a este propósito; quizá pronto se verían los resultados de su política personal.

Ahora todo dependía de si Austria hacía suficiente acopio de energía para imponer una paz concertada en vez le la «paz de la victoria» que reivindicaba el partido militarista alemán, indiferente a nuevos sacrificios. En caso de necesidad, empero, haría falta llegar hasta el último x t remo y Austria debería salir de la alianza antes de ver arrastrada por el militarismo alemán a una catástrofe.

-Nadie nos puede acusar de deslealtad-dijo con firmeza y decisión-. Hemos tenido más de un millón de muertos. ¡Ya nos hemos sacrificado bastante! A partir de ahora, ¡ni una vida humana más, ni una sola, por la hegemonía alemana en el mundo! Se me cortó la respiración. A menudo habíamos pensado todas esas cosas en nuestro fuero interno, pero nadie se había atrevido a expresarlas abiertamente («Reneguemos a tiempo de los alemanes y de su política anexionista»), porque tal cosa se habría considerado como una traición al hermano de armas. Pero he aquí que ahora lo decía un hombre que, como yo ya sabía de antes, en Austria disfrutaba de la confianza del emperador y, en el extranjero, gracias a su actividad en La Haya, de un gran prestigio, y me lo decía a mí, casi un desconocido, con tanta tranquilidad y valentía, que en seguida comprendí que el movimiento separatista austriaco ya no se encontraba desde hacía tiempo en la fase preliminar, sino en plena marcha.

Era osado pensar que, con la amenaza de una paz por separado, se podía predisponer mejor a Alemania a entablar negociaciones o que, en caso necesario, se podría llevar a cabo esta amenaza; era la única, la última posibilidad-la historia lo atestigua-de salvar a la monarquía y, con ella, a Europa. Por desgracia, faltó a la realización de este plan la firmeza del primer momento. El emperador Carlos envió, en efecto, al hermano de su mujer, el príncipe Parma, con una carta secreta a Clemenceau para sondear las posibilidades de paz sin informar antes a la corte de Berlín y, si procedía, para iniciar las negociaciones. Creo que todavía no se ha aclarado del todo de qué manera Alemania tuvo conocimiento de aquella misión secreta. Por desdicha el emperador Carlos no tuvo el valor de defender públicamente sus convicciones, sea porque, como muchos afirman, Alemania amenazaba con invadir militarmente a Austria, sea porque como Habsburgo le asustaba el descrédito de rescindir, en un momento crucial, una alianza concertada por Francisco José y sellada con tanta sangre. En cualquier caso, no nombró para el cargo de primer ministro ni a Lammasch ni a Seipel, los únicos que, como católicos internacionalistas y llevados por convencimiento moral, habrían tenido la fuerza necesaria para cargar con el descrédito de una separación de Alemania, y aquel titubeo fue su perdición. Los dos hombres llegarían a primer ministro, pero no en el viejo imperio de los Habsburgos, sino en la cercenada República austriaca y, sin embargo, nadie hubiera sido más capaz de defender ante el mundo tal aparente error que estas dos eminentes y respetadas personalidades. Con una franca amenaza de separación o con la separación efectiva, Lammasch no sólo habría salvado la existencia de Austria, sino también a Alemania, protegiéndola de su peligro más inherente: su ilimitado afán de anexión. Mejor le habría ido a nuestra Europa si la acción que aquel hombre sabio y profundamente religioso me anunció abiertamente no se hubiera malogrado por culpa de la debilidad y el desatino.

Al día siguiente proseguí el viaje y crucé la frontera suiza. Cuesta imaginarse ahora lo que significaba entonces pasar de un país en guerra, cerrado y hambriento, a la zona neutral.

Eran pocos minutos de una estación otra, pero desde el primer momento al viajero le invadía la sensación de salir de una atmósfera sofocante y al aire fresco, saturado de nieve, una especie de embriaguez que bajaba del cerebro para recorrer nervios y sentidos. Al cabo de los años, cuando, viniendo de Austria, pasaba por aquella misma estación (cuyo nombre nunca me ha quedado grabado en la memoria), de súbito se repetía como un relámpago la sensación de poder respirar libremente. Bajaba del vagón de un salto y en la fonda de la estación-primera sorpresa-me esperaba todo aquello que había olvidado que formaba parte de las cosas más naturales del mundo: había allí expuestas naranjas doradas y jugosas, plátanos, chocolate y jamón, cosas que en nuestro país sólo se podían obtener a escondidas, por la puerta trasera; se podía comprar carne y pan sin cartilla de racionamiento. Y los viajeros, en efecto, se lanzaban como fieras hambrientas sobre tales exquisiteces baratas. Había allí una oficina de telégrafos y otra de correos desde donde se podía escribir y telegrafiar a los cuatro vientos sin censura alguna. Había diarios franceses, italianos e ingleses que se podían comprar, abrir y leer sin temer castigo alguno. Aquí, a cinco minutos, lo prohibido estaba permitido y allá, al otro lado, lo permitido estaba prohibido. Todo lo absurdo de las guerras europeas se me puso palpablemente de manifiesto en aquella estrecha contigüidad del espacio; en el otro lado, en la pequeña ciudad fronteriza, cuyos letreros se podían leer a simple vista, sacaban a los hombres de las casas y las barracas y los cargaban en vagones con destino a Ucrania y Albania para que mataran o se dejaran matar; en el lado de acá los hombres de la misma edad estaban tranquilamente sentados con sus mujeres ante las puertas enramadas de hiedra, fumando sus pipas; instintivamente me pregunté si también los peces de la orilla derecha del riachuelo fronterizo eran beligerantes y los de la izquierda neutrales.

Nada más cruzar la frontera ya pensaba de otro modo, más libre, más animado, menos servil, y al día siguiente mismo comprobé hasta qué punto se atrofiaba en el mundo de la guerra no sólo nuestro ánimo, sino también nuestro organismo: cuando, invitado por unos parientes, después del almuerzo tomé inconscientemente una taza de café y me puse a fumar un habano, de repente me sentí mareado y noté unas fuertes palpitaciones en el corazón. Tras muchos meses de tomar sucedáneos, mi cuerpo y mis nervios no toleraban ni el café ni el tabaco auténticos; después de las condiciones antinaturales de la guerra, también el cuerpo tenía que adaptarse de nuevo a las condiciones normales de la paz.

Ese vértigo, ese agradable mareo, se transmitió igualmente al espíritu. Cada árbol me parecía más bello, cada montaña más libre, cada paisaje más risueño, porque en un país en guerra el efecto que la reconfortante paz de un prado ejerce sobre la mirada oscurecida es como una indiferencia insolente de la naturaleza, cada puesta de sol purpúrea recuerda la sangre derramada; aquí, en el estado natural de la paz, el noble distanciamiento de la naturaleza volvía a ser natural, y yo amaba Suiza como nunca la había amado. Siempre me había gustado visitar ese país, grandioso en sus pequeñas dimensiones e inagotable en su diversidad.

Pero nunca había entendido mejor que entonces el sentido de su existencia: la idea suiza de la convivencia de las naciones en un mismo espacio y sin hostilidad, esa sapientísima máxima de elevar, mediante el respeto mutuo y una democracia sinceramente sentida, las diferencias lingüísticas y étnicas a la categoría de fraternidad. ¡Qué ejemplo para toda nuestra confusa Europa! Refugio de todos los perseguidos, patria secular de la paz y la libertad, que acogía a todas las maneras de pensar y a la vez conservaba fielmente su propia identidad. ¡Cuán importante ha sido para nuestro mundo la existencia de este Estado supranacional! Con razón me parecía un país agraciado por la hermosura y favorecido por la riqueza. No, allí nadie era extranjero; en esa hora trágica para el mundo, un hombre libre e independiente se sentía más en casa allí que en su propia patria. En Zurich me sentía impulsado a pasear de noche por las calles y cerca del lago. Las luces irradiaban paz y la gente aún poseía la buena serenidad de la vida. Tras las ventanas, las que se acostaban en la cama no eran mujeres desveladas pensando en sus hijos, y yo lo percibía; no veía heridos, ni mutilados, ni jóvenes que mañana o pasado serían cargados en vagones. Allí se sentía uno más autorizado a vivir, mientras que en el país en guerra era una vergüenza y casi un pecado seguir todavía ileso.

Sin embargo, para mí lo más urgente no eran las conversaciones sobre la representación de mi obra ni los encuentros con amigos suizos y extranjeros. Quería, sobre todo, ver a Rolland, el hombre que yo sabía que podía hacerme más fuerte, más lúcido y más activo, y queda darle las gracias por todo lo que sus consejos y su amistad me habían dado durante los días más amargos de mi soledad espiritual. Mis primeros pasos debían conducirme hasta él, de modo que sin demora me dirigí a Ginebra. La verdad es que, como «enemigos», nos encontrábamos en una situación un tanto complicada. Como es natural, los gobiernos de los países beligerantes no veían con buenos ojos que sus súbditos se relacionaran en territorio neutral con los de naciones enemigas. Por otro lado, sin embargo, tampoco existía ninguna ley que lo prohibiera. No había ninguna cláusula por la cual se debiera castigar a alguien que se reuniera con ellos. Prohibido y equiparado a alta traición lo estaba sólo el trato comercial, «negociar con el enemigo», y para no granjearnos la sospecha de infringir tal prohibición ni por asomo siquiera, por principio evitábamos ofrecernos tabaco entre amigos, a sabiendas de que estábamos siendo observados constantemente por numerosos policías secretas. Para evitar cualquier sospecha de tener miedo o mala conciencia, los amigos internacionales escogíamos el método más simple: la franqueza. No nos escribíamos a direcciones falsas ni a listas de correos, no nos visitábamos de noche ni a escondidas, sino que paseábamos juntos por la calle y nos sentábamos en los cafés a la vista de todos. Así, pues, tan pronto como llegué a Ginebra, me anuncié con nombre y apellido al portero del hotel y le dije que quería hablar con el señor Romain Rolland, precisamente porque, para la agencia de información alemana o francesa, era mejor que pudiesen comunicar quién era yo y a quién visitaba; a la postre, para nosotros era de lo más natural que dos viejos amigos no tuvieran que evitarse de repente por el mero hecho de que por casualidad pertenecían a dos naciones diferentes, las cuales, también por casualidad, estaban en guerra una contra otra. No nos sentíamos obligados a tomar parte en un absurdo sólo porque el mundo se comportara absurdamente.

Y ahora por fin me hallaba en su habitación. Me pareció casi la misma de París. Como en aquel entonces, la mesa y la silla aparecían disimuladas bajo una gran cantidad de libros; el escritorio rebosaba de revistas, cartas y papeles; era la misma celda monacal de trabajo, modesta y, sin embargo, unida al mundo entero, que el carácter de su dueño construía a su alrededor dondequiera que fuese. Por un momento no encontré las palabras de salutación y sólo nos dimos la mano: la primera mano francesa que desde hacía unos años podía volver a estrechar. Rolland era el primer francés con el que hablaba después de tres años, pero durante ese tiempo habíamos estado más próximos que nunca. Con él hablé con más familiaridad y franqueza en la lengua extranjera que con cualquier otra persona de mi patria. Era plenamente consciente de que el amigo que tenía ante mí era la persona más importante de aquella hora mundial nuestra, de que era la conciencia moral de Europa quien me hablaba. En aquel momento pude darme cuenta de todo lo que hacía y había hecho con su extraordinario servicio a la causa del entendimiento mutuo. Trabajando día y noche, siempre solo, sin ayuda de nadie, sin secretario, seguía las declaraciones y manifestaciones de todo tipo y de todos los países; mantenía correspondencia con muchísima gente que le pedía consejo en problemas de conciencia; cada día escribía páginas y páginas de su diario personal; como nadie en aquella época, sentía la responsabilidad de vivir unos tiempos históricos y la necesidad de rendir cuentas a los tiempos futuros. (¿Dónde están hoy los innumerables volúmenes manuscritos de sus diarios, que un día darán explicación completa de todos los conflictos morales y espirituales de aquella Primera Guerra Mundial?) Al mismo tiempo publicaba sus artículos, cada uno de los cuales causaba una conmoción internacional, y trabajaba en su novela Clerambault, en la que ponía en juego toda su existencia, sin descanso, sin pausa, con espíritu de sacrificio, a favor de la inmensa responsabilidad que había asumido, el compromiso de actuar-en todos los aspectos y de modo ejemplar y humanamente legitimado-desde el mismo interior del ataque de locura que sufría la humanidad. No dejaba ninguna carta sin respuesta, ningún opúsculo sobre los problemas de la época sin leer; aquel hombre débil, delicado, con la salud gravemente amenazada en aquellos momentos, que sólo podía hablar en voz baja y tenía que luchar constantemente con una ligera tos, que no podía salir al pasillo sin bufanda y tenía que detenerse tras cada paso demasiado apresurado, empleaba unas fuerzas que crecían de un modo increíble a tenor de la magnitud de la exigencia. Nada lo alteraba, ni ataques ni perfidias; contemplaba el tumulto del mundo sin miedo y con lucidez. Yo veía en él otro heroísmo, el moral, el espiritual; él como monumento de carne y hueso: en mi libro sobre Rolland tal vez no lo he descrito lo suficiente (porque cuando se trata de personas que todavía viven se tiene miedo de ensalzarlas demasiado). No sabría expresar hasta qué punto me sentí conmovido y, si se me permite decirlo, «purificado», cuando lo vi en aquella pequeña habitación de la que emanaba una invisible y reconfortante irradiación hacia todas las zonas del mundo; todavía la notaba en la sangre días después y sé que la fuerza alentadora y tonificante que Rolland desprendía a través de su lucha en solitario, o casi en solitario, contra el insensato odio de millones, es uno de esos imponderables que escapan a cualquier medida y cálculo. Sólo nosotros, testigos de aquellos tiempos, sabemos lo que entonces significó su presencia y su ejemplar imperturbabilidad. Gracias a él, la Europa víctima de la rabia conservó su conciencia moral.

Durante las conversaciones de aquella tarde y de los días siguientes, me emocionó la leve tristeza que envolvía todas sus palabras, la misma que se percibía en Rilke al hablar de la guerra. Le exasperaban los políticos y aquellos a los que, para su vanidad nacional, nunca les bastaban los sacrificios de los demás. Pero a la vez vibraba de compasión por las innumerables personas que sufrían y morían por un pecado que ellas mismas no comprendían y que, en definitiva, no era sino un absurdo. Me mostró el telegrama de Lenin en el que-antes de su salida de Suiza en aquel tren precintado de mala fama-éste le suplicaba que lo acompañara a Rusia, porque sabía muy bien lo importante que habría sido para su causa la autoridad de Rolland. Pero Rolland estaba firmemente decidido a no venderse a ningún grupo, sino a servir-independientemente, sólo con su persona-a la causa a la que se había consagrado: la causa común. Del mismo modo que no exigía a nadie que se sometiera a sus ideas, también él rechazaba cualquier atadura. Quien lo amaba debía permanecer independiente a su vez; no quería dar otro ejemplo que no fuera éste: que la persona puede ser libre y fiel a sus convicciones incluso en contra del mundo entero.

Aquella misma tarde me encontré en Ginebra con el grupito de franceses y otros extranjeros que se reunían en torno a dos pequeños periódicos independientes, La Feuille y Demain: J.-P. Jouve, René Arcos y Frans Masereel. Nos hicimos amigos íntimos con el impulsivo entusiasmo con que suelen trabar amistad los jóvenes. Pero el instinto nos decía que nos hallábamos en el comienzo de una vida completamente nueva. La mayor parte de nuestras antiguas relaciones había perdido toda su validez por la ofuscación patriótica de los que hasta entonces habían sido camaradas. Necesitábamos nuevos amigos y, puesto que estábamos en el mismo frente, en la misma trinchera intelectual y contra el mismo enemigo, espontáneamente nació entre nosotros una especie de apasionada camaradería; al cabo de veinticuatro horas habíamos intimado tanto como si nos hubiéramos conocido desde hacía años y, como es costumbre en cualquier frente, en seguida nos tuteamos como hermanos.

Todos nos dábamos cuenta («we few, we happy few, we band of brothers»), además del peligro que corríamos individualmente, de la temeridad sin igual de nuestro grupo; sabíamos que, a cinco horas de distancia, cualquier alemán que atisbara a un francés o cualquier francés que atisbara a un alemán, lo atacaría con la bayoneta o lo despedazaría con una granada de mano y que por ello recibiría una medalla; sabíamos que, a un lado y otro, millones de personas no soñaban con otra cosa que con exterminarse mutuamente y borrarse los unos a los otros de la faz de la tierra; sabíamos que los periódicos hablaban de los «enemigos» sacando espuma por la boca, mientras que nosotros, un puñado entre millones y millones, no sólo nos sentábamos a la misma mesa pacíficamente, sino también en una hermandad de lo más sincera e incluso conscientemente apasionada; sabíamos que actuando así nos oponíamos al lado oficial regulado por las órdenes; sabíamos que con esa franca manifestación de nuestra amistad poníamos en peligro a nuestras personas ante nuestras respectivas patrias; pero precisamente el riesgo estimulaba nuestra osadía y la elevaba a niveles casi extáticos, porque queríamos arriesgarnos y disfrutábamos del placer del riesgo, puesto que era la única cosa que daba peso real a nuestra protesta. Y así, junto con J.-P. Jouve, di una conferencia pública en Zurich (un caso único en aquella guerra): él leyó sus poesías en francés y yo fragmentos de mi Jeremías en alemán. Pero precisamente enseñando nuestras cartas de ese modo demostrábamos que éramos honrados en aquel juego temerario. Nos era indiferente lo que pensaran en nuestros consulados y embajadas, a pesar de que, como Cortés, quizá con ello quemábamos nuestras naves. Estábamos profundamente convencidos de que no éramos nosotros los «traidores», sino los otros, aquellos que traicionaban la misión humana del poeta por las contingencias del momento. ¡Y con qué heroísmo vivían aquellos jóvenes franceses y belgas! Ahí estaba Frans Masereel, quien, con sus grabados en boj contra la abominación de la guerra, dibujaba ante nuestros ojos su eterno monumento gráfico, esas inolvidables láminas en blanco y negro que, por su fuerza y furia, no se quedan a la zaga de, por ejemplo, «Los desastres de la guerra» de Goya. Noche y día, este hombre varonil tallaba, incansable, nuevas figuras y escenas en la muda madera; la angosta habitación y la cocina estaban llenas hasta el techo de bloques de madera, pero cada mañana La Feuille publicaba una de sus acusaciones gráficas, que no acusaban a ninguna nación en concreto, sino siempre a nuestro común enemigo: la guerra. ¡Cómo soñábamos con poder lanzar desde aviones, en lugar de bombas contra ciudades y ejércitos, hojas volantes con aquellas estremecedoras y furibundas acusaciones, comprensibles sin palabras, sin texto, hasta para el más inculto! Estoy convencido de que habrían matado la guerra antes. Pero por desgracia sólo aparecían en las pequeñas páginas de La Feuille, que apenas llegaban más allá de Ginebra. Todo cuanto hacíamos e intentábamos hacer quedaba aprisionado en el estrecho círculo de Suiza y, cuando surtió efecto, ya era demasiado tarde. En secreto no nos engañábamos respecto a nuestra impotencia ante la poderosa maquinaria de los estados mayores y las administraciones públicas y, si no nos perseguían, quizá fuera porque no podíamos resultarles peligrosos, ahogados como nuestras palabras, impedidos como nuestras acciones. Sin embargo, precisamente porque sabíamos que éramos pocos, nos apretábamos más los unos contra los otros, pecho contra pecho, corazón contra corazón. En mis años de madurez, nunca he vuelto a sentir una amistad tan entusiasta como en aquellas horas pasadas en Ginebra, y aquellos lazos han resistido todas las épocas posteriores.

Desde un punto de vista psicológico e histórico (no desde el artístico), la figura más notable de aquel grupo era Henri Guilbeaux; en su persona vi confirmada, con más convencimiento que en cualquier otra, la ley irrefutable de la historia según la cual en épocas de trastornos repentinos, sobre todo durante una guerra o una revolución, el coraje y la osadía a menudo valen más, por un corto período, que la importancia intrínseca de las personas; y el momento de la impetuosa valentía de la población civil puede ser más decisivo que su personalidad y constancia. Cada vez que el tiempo avanza veloz y se precipita, aquellos que saben lanzarse a las olas sin vacilar toman la delantera. ¡Y a cuántas figuras, en el fondo efímeras, no encumbró entonces el tiempo por encima de ellas mismas (Béla Kun, Kurt Eisner) elevándolas hasta una posición para cuya altura no estaban interiormente preparadas! Guilbeaux, un hombrecillo rubio y delgado, de penetrantes e inquietos ojos grises y de una locuacidad vivaz, en realidad no poseía ningún otro talento. A pesar de que fue él quien había traducido mis poesías al francés casi una década antes, tengo que decir en honor a la verdad que sus facultades literarias eran bastante escasas. Su dominio de la lengua no superaba la medianía y su formación era superficial en todo. Toda su fuerza radicaba en la polémica. Por una infeliz disposición de su carácter era de esas personas que siempre tienen que estar «en contra» de algo, no importa qué. Sólo se sentía satisfecho cuando, como un auténtico gamin, podía emprenderla a golpes y arremeter contra cualquier cosa más fuerte que él. Aun cuando en el fondo era un buenazo, en París, antes de la guerra, había polemizado sin cesar en el campo de la literatura contra determinadas corrientes y personas, para después ocuparse de los partidos radicales, ninguno de los cuales le pareció lo bastante radical. Y ahora, en tiempos de guerra, había encontrado de repente, como antimilitarista, a un adversario gigantesco: la guerra mundial. La timidez y la cobardía de la mayoría, por un lado, y, por otro, la osadía y la temeridad con que se lanzó a la lucha, lo hicieron importante e incluso imprescindible para un momento de la historia. Y es que a él le atraía lo que a otros les asustaba: el peligro. El hecho de que los demás arriesgaran tan poco y él tanto confirió a este literato, en sí insignificante, una repentina grandeza y acrecentó sus facultades de publicista y luchador por encima de su nivel natural: un fenómeno que también se pudo observar en la Revolución Francesa entre los pequeños abogados y juristas de la Gironda. Mientras los demás callaban, mientras nosotros mismos dudábamos y a cada paso pensábamos cuidadosamente qué debíamos hacer y qué no, él actuaba con decisión, y el gran mérito eterno de Guilbeaux es y será el de haber fundado y dirigido el único periódico antibélico y de peso intelectual de la Primera Guerra Mundial: el Demain, un documento que debería leer todo aquel que de veras quiera comprender las corrientes intelectuales de la época. Nos dio lo que necesitábamos: un centro de debate internacional y supranacional en medio de la guerra. El que Rolland le diera su apoyo fue decisivo para el periódico, pues gracias a su autoridad moral y a sus contactos, pudo aportarle los mejores colaboradores de Europa, América y la India; por otro lado, los revolucionarios todavía exiliados de Rusia, Lenin, Trotski y Lunacharski, empezaron a tener confianza en el radicalismo de Guilbeaux y se pusieron a escribir regularmente para el Demain. Y así, durante doce o veinte meses, no hubo en el mundo otro periódico más interesante e independiente y, si hubiera sobrevivido a la guerra, quizás habría ejercido una influencia decisiva en la opinión pública. Al mismo tiempo Guilbeaux se hizo cargo en Suiza de la representación de grupos radicales franceses que la mano dura de Clemenceau había amordazado. Tuvo un histórico papel en los famosos congresos de Kienthal y Zimmerwald, donde los socialistas todavía internacionalistas se separaron de los que se habían convertido en patriotas; ningún francés, ni siquiera aquel capitán Sadoul que en Rusia se había pasado a los bolcheviques, fue tan temido y odiado durante la guerra, en los círculos políticos y militares de París, como ese hombrecito rubio. Finalmente, el servicio de espionaje francés consiguió ponerle la zancadilla. En un hotel de Berna, robaron de la habitación de un espía alemán hojas de papel secante y copias de cartas con papel carbón que en realidad sólo demostraban que algunos cargos alemanes se habían suscrito a algunos números del Demain: en sí mismo, un hecho inocente, pues, teniendo en cuenta la meticulosidad alemana, era probable que aquellos ejemplares estuvieran destinados a distintas bibliotecas y administraciones. Pero en París el pretexto bastó para calificar a Guilbeaux de agitador comprado por Alemania y para iniciar un proceso contra él.

Fue condenado a muerte in contumaciam de un modo completamente injusto, como demuestra el hecho de que la condena fue anulada diez anos más tarde en un juicio de revisión. Pero poco después, a causa de su vehemencia e intransigencia-que poco a poco se fue convirtiendo en un peligro también para Rolland y todos nosotros-, entró igualmente en conflicto con las autoridades suizas, que lo detuvieron y encerraron. Lo salvó Lenin, que le profesaba un afecto personal y que le estaba agradecido por la ayuda que había recibido de él en los momentos más críticos: de un plumazo lo convirtió en ciudadano ruso y lo autorizó a partir hacia Moscú en el segundo tren sellado. Ahora sí habría podido desplegar de veras sus fuerzas creadoras, porque en Moscú le ofrecían por segunda vez todas las posibilidades de actuar, dado que poseía todos los méritos de un auténtico revolucionario: prisión y condena a muerte in contumaciam. Al igual que en Ginebra gracias a la ayuda de Rolland, así también en Moscú, gracias a la confianza de Lenin, habría podido contribuir de modo positivo a la construcción de Rusia. Por otro lado, era difícil encontrar a alguien tan indicado como él-por su valerosa actitud en la guerra-para desempeñar un papel decisivo en el Parlamento y en la vida pública francesa después de la guerra, porque todos los grupos radicales veían en él al hombre ideal, activo y valiente, al líder nato. La realidad demostró, sin embargo, que Guilbeaux no era un líder nato, sino que, como tantos otros escritores de la guerra y políticos de la revolución, tan sólo era producto de un momento fugaz, y que los temperamentos desequilibrados acaban por derrumbarse tras las primeras subidas fulminantes. En Rusia, al igual que antes en París, Guilbeaux, como polemista incurable, despilfarró su talento en peleas y riñas y acabó enemistándose con los que habían respetado su coraje: primero con Lenin, después con Barbusse y Rolland y finalmente con todos nosotros. En un breve lapso de tiempo terminó como había empezado: con insignificantes opúsculos y vanas disputas.

Completamente ignorado, murió en un rincón de París poco después del indulto. El hombre más temerario y valeroso en la guerra contra la guerra, que, si hubiera sabido aprovechar y merecer el empuje que la época le había dado, habría podido convertirse en una de las grandes figuras de nuestro tiempo, hoy es una persona completamente olvidada y yo quizá sea uno de los últimos que todavía lo recuerdan con gratitud, sobre todo por su hazaña con el Demain.

Al cabo de unos días regresé de Ginebra a Zurich para empezar las entrevistas sobre los ensayos de mi obra. Era una ciudad que siempre me había gustado por su hermosa situación a orillas del lago y a la sombra de las montañas, y desde luego por su cultura señorial, un tanto conservadora. Pero gracias a que Suiza vivía en paz, encajonada entre Estados en guerra, Zurich había salido de su languidez y de la noche a la mañana se había convertido en la ciudad más importante de Europa, en un punto de encuentro de todos los movimientos intelectuales, aunque también de todos los especuladores imaginables, vividores, espías y propagandistas, a los que la población autóctona miraba con justificado recelo a causa de ese amor tan repentino... En los restaurantes, los cafés, los tranvías y en la calle se oía hablar todas las lenguas. Por doquier se topaba uno con conocidos, algunos gratos y otros inoportunos y, lo quisiera o no, caía en un torrente de exaltadas discusiones. Y es que la existencia de aquel gran número de personas que la marea del destino arrastraba a aquella ciudad dependía del desenlace de la guerra; unas, comisionadas por sus gobiernos, otras, perseguidas y proscritas, pero todas desligadas de sus vidas y lanzadas a las manos del azar.

Como ninguna tenía un hogar, buscaban incesantemente compañeros de infortunio y, como no estaba en su poder influir en los acontecimientos militares y políticos, discutían noche y día sumidas en una especie de fiebre intelectual que las excitaba y fatigaba a la vez. Era realmente difícil sustraerse a las ganas de hablar después de haber vivido meses y años en el país de origen con los labios sellados; la gente se sentía impelida a escribir y publicar desde que por primera vez podía volver a pensar y escribir sin censura; todo el mundo estaba tenso al máximo e incluso las mediocridades, como he mostrado en el caso de Guilbeaux, eran más interesantes de lo que habían sido nunca antes ni volverían a serlo después. Allí se reunían escritores y políticos de todas las tendencias y lenguas; Alfred H. Fried, premio Nóbel de la paz publicó allí su Friedenswarte (Atalaya de la paz); Fritz von Unruh, ex oficial prusiano, nos leyó sus últimos dramas; Leonhard Frank escribió su apasionante novela Der Mensch ist gut (El hombre es bueno); Andreas Latzko causó sensación con su Menschen im Krieg (Hombres en guerra); Franz Werfel acudió para dar una conferencia; encontré a hombres de todas las naciones en el viejo hotel Schwerdt, donde antaño se habían alojado Casanova y Goethe; vi a rusos que después estuvieron presentes en la Revolución y cuyos nombres reales nunca he conocido; a italianos, a sacerdotes católicos, a socialistas intransigentes y a otros del partido alemán de la guerra; entre los suizos, nos apoyaban el magnífico pastor Leonhard Ragaz y el poeta Robert Faesi. En la librería francesa encontré a mi traductor, Paul Morisse; en la sala de conciertos, al director Oscar Fried; todo el mundo estaba allí, todo el mundo pasaba por allí, se oían opiniones para todos los gustos, desde las más absurdas hasta las más sensatas, se respiraba rabia y entusiasmo. Se fundaban periódicos, se dirimían controversias, los contrastes se acercaban o se alejaban aún más, se hacían y deshacían grupos; nunca he vuelto a tropezar con una mezcla más variopinta y apasionada de opiniones y gentes en una forma tan concentrada y, como quien dice, tan humeante como durante aquellos días en Zurich (o tal vez debería decir noches, porque la gente discutía hasta que el café Bellevue o el Odeon apagaban las luces y entonces a menudo sucedía que los unos iban a casa de los otros).

En aquel mundo encantado ya nadie contemplaba el paisaje, las montañas, los lagos y su dulce paz; la gente vivía pendiente de los periódicos, de las noticias y los rumores, de las opiniones y las disputas. Y cosa curiosa: mentalmente se vivía la guerra con más intensidad que en el seno de las naciones en guerra, porque allí el problema, por así decir, se había objetivado y se había desprendido por completo del interés nacional por la victoria o la derrota. No se contemplaba la guerra desde ningún punto de vista político, sino europeo, y desde él se la veía como un suceso tremendo y atroz que transformaría no tan sólo unas cuantas líneas fronterizas, sino sobre todo la forma y el futuro de nuestro mundo.

De entre todas aquellas personas, las más dignas de lástima para mí (como si ya me hubiera asaltado un presentimiento de mi futuro destino) eran las que no tenían patria o, peor aún, las que, en lugar de una patria, tenían dos o tres y no sabían a cuál pertenecían. Por ejemplo, en un rincón del café Odeon se sentaba, a menudo solo, un joven que llevaba una barbita de color castaño y unas gafas ostentosamente gruesas ante unos penetrantes ojos oscuros; me dijeron que era un escritor inglés de gran talento. Cuando, al cabo de unos días, trabé conocimiento con James Joyce, rechazó rotundamente cualquier relación con Inglaterra.

Era irlandés. Cierto que escribía en inglés, pero no pensaba ni quería pensar en inglés. Me dijo: -Quisiera una lengua que estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición.

No lo comprendí muy bien, porque no sabía que entonces ya estaba escribiendo su Ulises; sólo me había prestado su libro Retrato de un artista adolescente, el único ejemplar que tenía, y su pequeño drama, Exiles, que yo precisamente quería traducir para ayudarlo.

Cuanto más lo conocía, más admiraba su fantástico conocimiento de lenguas; tras aquella frente redondeada, moldeada a martillazos y que brillaba como porcelana bajo la luz eléctrica, estaban estampados todos los vocablos de todos los idiomas y él jugaba con ellos y los mezclaba de una manera brillantísima. En cierta ocasión me preguntó cómo traduciría al alemán una frase difícil de Retrato del artista y juntos probamos la solución en italiano y en francés; él tenía preparadas para cada palabra cuatro o cinco traducciones en cada lengua, incluso dialectales, y sabía su valor y peso hasta el último matiz. Pocas veces lo abandonaba una cierta amargura, pero creo que en el fondo era esa irritación la fuerza interior que lo volvía vehemente y creativo. El resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que sólo se liberaba en la obra literaria. Pero él parecía amar esa dureza suya; nunca lo vi reír ni de buen humor. Daba siempre la impresión de una fuerza oscura concentrada en ella misma y, cuando lo veía por la calle, con los delgados labios estrechamente apretados y caminando siempre con pasos apresurados, como si se dirigiera a algún lugar determinado, me daba cuenta de la actitud defensiva y del aislamiento interior de su carácter mucho más que en nuestras conversaciones.

Por eso después no me sorprendió en absoluto que fuera precisamente él quien escribiese la obra más solitaria, la menos ligada a todo y que se abatió sobre nuestra época como un meteoro.

Otro de esos anfibios que vivían entre dos naciones era Feruccio Busoni, italiano por nacimiento y educación, alemán por elección. Desde mi juventud yo no había amado tanto a otro virtuoso de la música como a él. Cuando interpretaba alguna pieza de piano en un concierto, de sus ojos emanaba un sorprendente brillo soñador. Sus manos creaban música sin esfuerzo, una perfección única, mientras su bella cabeza, ligeramente echada hacia atrás, rezumaba espíritu, escuchaba y se impregnaba de la música que creaba. Entonces parecía como transfigurado. ¡Cuántas veces había contemplado con fascinación, en las salas de concierto, aquel rostro iluminado, mientras las notas, dulcemente excitantes y, sin embargo, sonoras y argentinas, me penetraban hasta en la sangre! Ahora volvía a verlo, y el hombre tenía el pelo gris y los ojos sombreados de tristeza.

-¿De dónde soy?-me preguntó en una ocasión-. Cuando sueño por la noche y luego me despierto, sé que he hablado italiano en sueños. Y cuando escribo, pienso en alemán.

Tenía discípulos esparcidos por todo el mundo-«quizás en aquel momento uno disparaba contra otro»-y aún no se atrevía a trabajar en su propia obra, la ópera Doctor Fausto, porque se sentía trastornado. Para evadirse, escribió una pequeña pieza musical ligera de un acto, pero la nube no se disipó de su cabeza durante toda la guerra. Pocas veces volví a oír su risa, magnífica, impetuosa y argentina, que tanto me había gustado. Y en una ocasión, ya muy entrada la noche, me topé con él en el vestíbulo del restaurante de la estación; había bebido él solo dos botellas de vino. Al verme, me llamó.

-¡Me aturdo!-me dijo, señalando las botellas-. ¡No bebo! Pero hay veces en que uno tiene que aturdirse; si no, todo le resulta insoportable. La música no siempre lo consigue y el trabajo te visita sólo durante unas pocas buenas horas.

Pero esa situación ambigua era difícil sobre todo para los alsacianos y más aún para aquellos que, como René Schickele, tenían el corazón en Francia y escribían en alemán. En realidad, era porque la guerra había estallado a causa de su país, y su guadaña les partía el corazón.

Hubo intentos de atraerlos a la derecha y a la izquierda, de obligarlos a manifestarse a favor de Alemania o de Francia, pero ellos abominaban una disyuntiva que les resultaba imposible. Querían, como todos nosotros, una Alemania y una Francia hermanadas, avenencia en vez de hostilidad, y por eso sufrían por las dos y para las dos.

Y en torno a ellos estaba todavía un desconcertado grupo de gente mezclada, con medios vínculos: mujeres inglesas casadas con oficiales alemanes, madres francesas de diplomáticos austriacos, familias con un hijo sirviendo en un lado y otro en el contrario, padres que esperaban cartas de una y otra parte y a los cuales les habían confiscado lo poco que tenían aquí y que habían perdido la posición que ocupaban allá; todos esos seres resquebrajados habían encontrado refugio en Suiza adonde huyeron de la sospecha que los perseguía tanto en la antigua patria como en la nueva. Por miedo a comprometer a unos y otros, evitaban hablar en cualquier lengua y se deslizaban como sombras de un lado para otro, con su existencia rota, destrozada. Cuanto más europea era la vida de un hombre en Europa, tanto más duramente lo castigaba el puño que aplastaba al continente.

Entretanto se había adelantado el estreno de Jeremías. Fue todo un éxito y el hecho de que el Frankfurter Zeitung informara a Alemania, a modo de denuncia, de que habían asistido a la representación el embajador especial de los Estados Unidos y algunas eminentes personalidades aliadas no me inquietó ni poco ni mucho. Notábamos que la guerra, ya en su tercer año, iba aflojando interiormente y que oponerse a su continuación-algo que tan sólo Ludendorff quería imponer-ya no era tan peligroso como en los primeros tiempos pecadores de su gloria. El otoño de 1918 traería el desenlace definitivo. Pero yo no quería pasar ese tiempo de espera en Zurich, porque mis ojos se habían vuelto más despiertos y vigilantes.

Llevado por el primer entusiasmo de la llegada, me había imaginado que, entre tantos pacifistas y antimilitaristas, encontraría a verdaderos correligionarios, luchadores sinceramente decididos a favor de un entendimiento europeo. No tardé en darme cuenta de que, entre los que se hacían pasar por fugitivos y se comportaban como mártires de convicciones heroicas, se habían infiltrado algunos personajes poco claros que estaban al servicio de la agencia de noticias alemana y cobraban por espiar y vigilar a todo el mundo. La tranquila y formal Suiza resultó minada, como todos pudimos comprobar por experiencia propia, por el trabajo de zapa de agentes secretos de ambos lados. La camarera que vaciaba la papelera, la telefonista, el camarero que, peligrosamente, nos servía demasiado de cerca y sin prisa, estaban al servicio de una potencia enemiga, incluso a menudo una misma persona estaba al servicio de los dos bandos. Abrían las maletas a escondidas, fotografiaban los papeles secantes; las cartas desaparecían por el camino o de las estafetas de correos; elegantes mujeres le sonreían a uno insistentemente en los vestíbulos de los hoteles; pacifistas sorprendentemente solícitos de los que nunca habíamos oído hablar se presentaban de repente e invitaban a firmar proclamas o pedían, hipócritas, direcciones de amigos «de confianza». Un «socialista» me ofreció una cantidad sospechosamente alta por dar una conferencia a unos obreros de la Chaux-de-Fonds de la que nadie sabía nada; era preciso estar siempre alerta. No tardé mucho en descubrir lo reducido que era el número de los que podía considerar absolutamente fiables y, como no quería dejarme arrastrar a la política, poco a poco fui limitando mi trato con la gente. Pero incluso en las personas de confianza me aburría la esterilidad de sus eternas discusiones y su encajonamiento voluntario en grupos radicales, liberales, anarquistas, bolcheviques y apolíticos; por primera vez pude observar de cerca al auténtico tipo de revolucionario profesional que se siente enaltecido por su simple actitud de oposición y se aferra al dogmatismo porque carece de soporte en sí mismo. Permanecer en semejante confusión hecha de charlatanería significa confundirse uno mismo, cultivar compañías dudosas y poner en peligro la seguridad moral de las propias convicciones. De hecho, ninguno de aquellos conspiradores de café se atrevió nunca a conspirar; de todos aquellos políticos universales improvisados ninguno supo hacer política cuando hizo falta.

Tan pronto como empezó la tarea positiva, la reconstrucción después de la guerra, cejaron en su actitud negativa y criticona, del mismo modo que muy pocos escritores antibelicistas de aquellos días lograron escribir obras importantes después de la guerra. Había sido la época, con su fiebre, la que escribía, discutía y hacía política por boca de ellos y, como todos los grupos que deben su unidad a una momentánea constelación y no a una idea vivida, todo aquel círculo de hombres interesantes y dotados se desintegró sin dejar rastro tan pronto como hubo desaparecido la resistencia contra la que luchaban: la guerra.

Escogí como lugar ideal un pequeño hostal de Rüschlikon, situado a una media hora de Zurich; desde las colinas de los alrededores se dominaba todo el lago y, lejanas y diminutas, las torres de la ciudad. Allí no tenía necesidad de ver más que a los que yo invitaba, a los amigos de verdad, y ellos acudían: Rolland y Masereel. Allí podía trabajar para mí mismo y aprovechar el tiempo, que entretanto seguía su curso inexorable. La entrada de América en la guerra permitió a todos aquellos que no tenían la mirada ofuscada y los oídos ensordecidos por la cháchara patria ver venir la inevitable derrota alemana; cuando el emperador alemán anunció de repente que a partir de entonces quería gobernar «democráticamente», nosotros ya sabíamos lo que iba a pasar. Confieso con toda sinceridad que los austriacos y los alemanes, a pesar del vínculo de la lengua y del alma, estábamos impacientes por que se acelerara lo inevitable, dado que se había hecho inevitable; y el día en que el emperador Guillermo, que había jurado luchar hasta el último aliento de hombres y caballos, huyó a través de la frontera y Ludendorff, que había sacrificado millones de hombres a su «paz por la victoria», escapó a Suecia con sus gafas azules, aquel día fue un gran consuelo para nosotros, porque creímos-y el mundo entero también -que con aquélla se había acabado «la» guerra para siempre, que se había amansado o matado la bestia que había asolado a nuestro mundo. Creíamos en el grandioso programa de Wilson, que suscribíamos por entero; en aquellos días en que la Revolución rusa todavía celebraba sus esponsales con la idea de la humanidad y el pensamiento idealista, veíamos nacer en Oriente un incierto resplandor. Éramos unos necios, lo sé. Pero no sólo nosotros. Quien vivió aquella época recuerda que las calles de todas las ciudades retronaban de júbilo al recibir a Wilson como salvador del mundo, y que los soldados enemigos se abrazaban y besaban; nunca en Europa había existido tanta fe como en aquellos primeros días de paz, pues por fin había lugar en la Tierra para el reino de la justicia y la fraternidad, prometido durante tanto tiempo; era ahora o nunca la hora de la Europa común que habíamos soñado. El infierno había quedado atrás, ¿qué nos podía asustar después de él? Empezaba otro mundo. Y, como éramos jóvenes, nos decíamos: será el nuestro, el mundo que soñábamos, un mundo mejor y más humano.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO XII

STEFAN ZWEIG

 

RETORNO A AUSTRIA

Desde el punto de vista de la lógica, lo más insensato que podía yo hacer tras la derrota de las armas alemanas y austriacas era volver a Austria, aquella Austria que ya sólo brillaba con luz crepuscular en el mapa de Europa, como una sombra difusa, gris y exánime de la antigua monarquía imperial. Los checos, los polacos, los italianos y los eslovenos le habían arrebatado las tierras; lo que quedaba era un tronco mutilado que sangraba por todas las arterias. De los seis o siete millones de hombres obligados a llamarse «austriacos alemanes», sólo en la ciudad ya se apiñaban dos, muertos de hambre y de frío; las fábricas que habían enriquecido al país se hallaban ahora en territorio extranjero y los ferrocarriles se habían convertido en lastimeros muñones; se había robado el oro del Banco Nacional y a éste se le había cargado el gigantesco peso de los préstamos de guerra. Las fronteras estaban todavía sin definir, porque la Conferencia de Paz justo acababa de empezar y aún no se habían fijado los compromisos; no había harina ni pan ni carbón ni petróleo; una revolución parecía inevitable o, si no, sólo se vislumbraba una solución catastrófica. Según todas las previsiones humanas, aquel país creado artificialmente por los Estados vencedores no podía existir como país independiente ni (todos los partidos, el socialista, el clerical y el nacional, lo pregonaban a coro) tampoco quería serlo. Que yo sepa, por primera vez en la historia se dio el caso paradójico de que un país se viera obligado a aceptar una independencia que rechazaba con encono. Austria quería volver a unirse a los Estados vecinos de antes o a Alemania, con la que tenía vínculos de sangre, pero por nada del mundo deseaba llevar una vida de pordiosero con el cuerpo mutilado. Los Estados vecinos, en cambio, no querían una alianza económica con aquella Austria, en parte porque la consideraban demasiado pobre y, en parte también, porque temían que volviesen los Habsburgos; por otro lado, los aliados habían prohibido su anexión a Alemania para no fortalecer a la Alemania vencida. Se decretó, pues, que debía existir la República Austroalemana. A un país que no quería existir se le ordenaba (caso único en la historia): «¡Tienes que existir!» Ni yo mismo puedo explicarme ahora qué fue lo que me impulsó a volver voluntariamente a un país que pasaba por la peor época de su historia. Pero los hombres de la preguerra nos habíamos criado, a pesar de todo y de todos, con un sentido del deber muy fuerte; creíamos que más que nunca formábamos parte de una patria y una familia que sufrían momentos de extrema necesidad. Me parecía una cobardía rehuir cómodamente la tragedia que se estaba preparando allí y—precisamente como autor de Jeremías—sentía la responsabilidad de ayudar con la palabra a superar la derrota. Inútil durante la guerra, ahora, tras la derrota, me parecía que había encontrado el lugar que me correspondía, tanto más cuanto que, con mi oposición a la prolongación de la guerra, había adquirido un cierto ascendente moral, sobre todo entre los jóvenes. Y aun cuando nada pudiera hacer, por lo menos me quedaba la satisfacción de compartir el sufrimiento general que se preveía.

En aquellos momentos un viaje a Austria requería preparativos como si de una expedición al Ártico se tratara. Era preciso equiparse con vestidos gruesos y ropa interior de lana, porque se sabía que al otro lado de la frontera no había carbón y el invierno estaba a las puertas. La gente se hacía poner suelas en los zapatos, porque allí sólo las había de madera.

Llevaba consigo provisiones y chocolate, tanto como Suiza permitía, para no pasar hambre hasta que le concedieran la primera tarjeta de racionamiento. Aseguraba el equipaje al precio más alto, porque la mayoría de furgones eran saqueados y cada zapato, cada prenda de vestido era insustituible; sólo cuando, diez años más tarde, viajé a Rusia, tuve que hacer unos preparativos semejantes. Por unos instantes permanecí todavía indeciso en la estación fronteriza de Buchs, a la que había llegado tan feliz hacía menos de un año, y me preguntaba si no debía volverme atrás en el último minuto. Me daba cuenta de que era la decisión de mi vida, pero finalmente tomé el camino más duro y difícil: volví a subir al tren.

A mi llegada hacía un año a la estación fronteriza de Buchs, había vivido un momento emocionante. Ahora, a la vuelta, me aguardaba otro no menos inolvidable en la estación austriaca de Feldkirch. Ya en el mismo instante de apearme del tren noté una extraña agitación entre los aduaneros y los policías. No nos prestaron demasiada atención y despacharon la revisión de equipajes de un modo absolutamente indolente: estaba muy claro que esperaban algo más importante. A la postre sonó la campana anunciando la llegada de un tren procedente del lado austriaco. Los policías formaron, los aduaneros salieron en tropel de las casetas y sus mujeres, seguramente informadas de antemano, se congregaron en el andén; entre los presentes me llamó especialmente la atención una señora mayor, vestida de negro, con sus dos hijitas, probablemente una aristócrata, a juzgar por su porte y su ropa.

Visiblemente emocionada, no cesaba de enjugarse los ojos con un pañuelo.

Lenta, casi diría majestuosamente, el tren entró en la estación; un tren especial: no eran los habituales vagones de pasajeros, viejos, deslustrados y descoloridos por la lluvia, sino unos vagones negros y anchos, un tren salón. La locomotora se detuvo. Una agitación perceptible recorrió las filas de los que esperaban, y yo todavía no sabía el porqué. Entonces reconocí, de pie tras el cristal de la ventana, al emperador Carlos, el último emperador de Austria, y a su esposa, la emperatriz Zita, vestida de negro. Me estremecí: ¡el último emperador de Austria, el heredero de la dinastía de los Habsburgos que había gobernado el país durante setecientos años abandonaba su imperio! Pese a haberse negado a abdicar, la República le había consentido (o, mejor dicho, le había impuesto) una salida con todos los honores. Ahora aquel hombre alto y serio miraba por la ventana y contemplaba por última vez las montañas, las casas y las gentes de su país. Viví un momento histórico, momento, además, doblemente conmovedor para alguien que se había criado en la tradición del imperio, que la primera canción que había aprendido en la escuela era la «Canción del emperador» y que después, en el servicio militar, había jurado «obediencia en tierra, mar y aire» a aquel hombre vestido de paisano y con ademán grave y pensativo. Innumerables veces había visto al viejo emperador en la magnificencia de las grandes solemnidades, ahora ya legendaria; lo había visto en la escalinata de Schönbrunn, rodeado de su familia y de los flamantes uniformes de los generales, recibiendo el homenaje de los ochenta mil escolares de Viena que, formados en la espaciosa explanada verde del palacio, cantaban a coro con sus enternecedoras vocecitas el «Dios guarde al emperador» de Haydn. Lo había visto en el baile de palacio, en las representaciones del Théâtre Paré, con su lustroso uniforme, y también en Ischl, saliendo de cacería con el verde sombrero estirio; lo había visto, con la cabeza devotamente agachada, dirigiéndose a la iglesia de San Esteban en la procesión del Corpus, y lo había visto aquel día nublado y lluvioso de invierno junto al túmulo cuando, en plena guerra, enterraron al anciano en la cripta de los Capuchinos. «El emperador»: esta palabra había sido para nosotros la quintaesencia del poder y de la riqueza, el símbolo de la perpetuidad de Austria, y habíamos aprendido de pequeños a pronunciar estas cuatro sílabas con respeto. Y ahora veía a su heredero, el último emperador de Austria, expulsado de su país. La gloriosa sucesión de Habsburgos que, siglo tras siglo, se había pasado de mano en mano la corona y el globo imperiales, tocaba a su fin en aquel momento. Todos los que nos rodeaban percibían historia, historia universal, en aquella trágica escena. Los gendarmes, los policías y los soldados parecían perplejos y, un poco avergonzados, desviaban la mirada, porque no sabían si todavía les estaba permitido rendirle los honores de costumbre; las mujeres no se atrevían a levantar la vista; nadie hablaba y así, de repente, se pudieron oír los últimos sollozos de la anciana vestida de luto que había venido, quién sabe de dónde, para ver una vez más a «su» emperador.

Finalmente el revisor dio la señal. Todos nos sobresaltamos sin querer. Fue un segundo inapelable. La locomotora arrancó con un fuerte tirón, como si también ella tuviera que esforzarse, y el tren se alejó lentamente. Los aduaneros lo siguieron con una mirada llena de respeto. Luego volvieron a sus oficinas con una cierta perplejidad, como la que se observa en los entierros. En aquel instante llegaba realmente a su fin una monarquía casi milenaria.

Yo sabía que regresaba a otra Austria, a otro mundo.

Tan pronto como el tren hubo desaparecido en la lejanía, nos mandaron bajar de los relucientes y limpios vagones suizos y subir a los austriacos. Y sólo bastaba con poner el pie en ellos para adivinar lo que le había ocurrido a este país. Los revisores que señalaban los asientos a los pasajeros se arrastraban de un lado para otro, delgados, hambrientos y desarrapados; los uniformes, rotos y gastados, colgaban holgados de sus hundidos hombros.

Las correas para subir y bajar las ventanillas habían sido cortadas, porque cualquier trozo de cuero tenía un gran valor. Bayonetas y cuchillos depredadores habían causado estragos también en los asientos; trozos enteros del acolchado habían sido salvajemente arrancados por algún desaprensivo que querría remendarse los zapatos y sacaba el cuero de donde lo encontraba. Asimismo, alguien había robado los ceniceros para aprovechar el poquito de níquel y cobre que contenían. El viento de finales de otoño empujaba dentro de los vagones, por las ventanas destrozadas, el humo y el hollín del miserable lignito con que funcionaban las locomotoras; ennegrecían el suelo y las paredes, pero al menos su mal olor mitigaba el penetrante hedor de yodoformo que recordaba al gran número de enfermos y heridos que aquellos esqueléticos vagones habían transportado durante la guerra. Sin embargo, el hecho de que el tren avanzara ya era un milagro, aunque fuera largo y lento; cada vez que las ruedas, mal engrasadas, chirriaban con menor estridencia, temíamos que a la locomotora, agotada por el trabajo, le faltara el aliento. Para un trayecto que normalmente se cubría en una hora, hacían falta cuatro o cinco y, al anochecer, la oscuridad en el interior del tren era absoluta.

Las bombillas estaban rotas o habían sido robadas; si alguien buscaba algo, tenía que andar a tientas con cerillas, y si no pasábamos frío era porque, desde el principio, nos habíamos sentado siete u ocho bien juntos y apretados. Pero ya en la primera estación subió más gente y se metió en los vagones como pudo, cansada de tantas horas de espera. Los pasillos estaban abarrotados, incluso en los estribos se acurrucaban algunas personas, expuestas al frío de la noche casi invernal y, además, todo el mundo apretaba contra su cuerpo el equipaje y un paquete de víveres; nadie se atrevía a soltar nada de la mano en medio de la oscuridad, ni siquiera por un minuto. Me daba cuenta de que había salido de un mundo de paz para volver a los horrores de la guerra que ya creía acabados.

Antes de llegar a Innsbruck la locomotora de repente empezó a jadear y, a pesar de todos los resoplidos y silbidos, no pudo superar una pequeña cuesta. Nerviosos, los empleados del ferrocarril corrían de un lado para otro con sus humeantes linternas en medio de las tinieblas. Pasó una hora antes de que llegara resollando una máquina de repuesto y luego necesitamos diecisiete horas, en lugar de siete, para llegar a Salzburgo. No había un solo mozo de cuerda en toda la estación; finalmente, unos cuantos soldados desarrapados se ofrecieron bondadosamente a llevarnos el equipaje hasta un coche, pero el caballo era tan viejo y estaba tan mal alimentado, que más bien parecía estar sostenido por la lanza que enganchado a ella para tirar del carruaje. No me sentí con ánimos de exigir más esfuerzos a aquella fantasmal bestia cargando el equipaje en el coche, de modo que lo dejé en la consigna de la estación, no sin cierto temor, me excuso decir, de no volverlo a ver jamás.

Durante la guerra me había comprado una casa en Salzburgo, porque el distanciamiento de mis amigos de antes, a causa de nuestras opiniones encontradas respecto a la guerra, había despertado en mí el deseo de no volver a vivir en grandes ciudades y en medio de mucha gente; más adelante, también mi trabajo se benefició en todos los aspectos de aquella vida retirada. Salzburgo me parecía la más ideal de todas las pequeñas ciudades de Austria, no sólo por sus paisajes, sino también por su situación geográfica, ya que, situada en el límite de Austria, a dos horas y media en tren de Munich, a cinco de Viena, diez de Zurich y Venecia y veinte de París, era un verdadero punto de partida hacia Europa. Es verdad que todavía no era la ciudad de encuentro de los «prominentes» (de lo contrario no la hubiera escogido como lugar de trabajo) ni famosa por sus festivales (y que en verano adoptaba un aire esnob), sino una pequeña ciudad antigua, amodorrada y romántica, situada en la última falda de los Alpes, los cuales, con sus montes y colinas, pasaban en suave transición a la llanura alemana. La pequeña colina poblada de bosques donde yo vivía era como la última oleada de esa impresionante cordillera que allí se detenía; inaccesible a los automóviles y alcanzable sólo por un vía crucis de trescientos años y más de cien escalones, ofrecía desde la terraza, como compensación para tal esfuerzo, una vista magnífica de los tejados y frontispicios de la ciudad de las mil torres. Al fondo, el panorama se ensanchaba por encima de la gloriosa cadena de los Alpes (también, huelga decirlo, hasta el Salzberg, en el municipio de Berchtesgaden, donde pronto iba a vivir, justo frente a mi casa, un hombre entonces completamente desconocido, llamado Adolf Hitler). La casa resultó tan romántica como incómoda. Pabellón de caza de un arzobispo del siglo XVII y adosada al sólido muro de la fortaleza, había sido ampliada a finales del siglo XVIII con una habitación a la derecha y otra a la izquierda; un espléndido papel pintado y un bolo de color con el que había jugado el emperador Francisco en el largo corredor de la casa durante una visita a Salzburgo, además de algunos viejos pergaminos que contenían distintos derechos feudales, eran los vestigios visibles de su, a pesar de todo, espléndido pasado.

El hecho de que aquel pabellón (su larga fachada le daba un aire fastuoso, aunque sólo tenía nueve habitaciones, porque le faltaba profundidad) fuera una curiosidad antigua, más adelante habría de cautivar a nuestros invitados; pero en aquel momento su origen histórico resultó una fatalidad: encontramos nuestro hogar en un estado casi inhabitable. La lluvia entraba alegremente en las habitaciones, tras cada nevada los pasillos quedaban inundados y era imposible reparar el tejado como era debido, pues los carpinteros no tenían madera para los cabrios ni los hojalateros plomo para las tuberías; a duras penas tapamos las goteras más grandes con cartón alquitranado, pero cuando volvía a nevar no había más remedio que subirse al tejado y quitar la nieve a golpe de pala antes de que fuera demasiado tarde. El teléfono se rebelaba, porque el hilo conductor era de hierro y no de cobre; como nadie suministraba nada, teníamos que cargar nosotros mismos colina arriba hasta la bagatela más insignificante. Pero lo peor de todo era el frío, porque no había carbón en muchas leguas a la redonda y la leña del jardín, que era demasiado verde, silbaba como una serpiente en vez de calentar y crepitaba y chisporroteaba en vez de arder. Para salir del paso utilizábamos turba que, cuando menos, daba una apariencia de calor, pero durante tres meses escribí casi todos mis trabajos metido en la cama y con unos dedos entumecidos por el frío que volvía a meter debajo de la colcha después de terminar cada página. Pero fue preciso defender incluso a aquel inhóspito caserón, porque a la escasez general de alimentos y calefacción se añadió en aquel año catastrófico la falta de viviendas. Durante cuatro años en Austria no se había construido nada, muchas casas se caían y ahora, de golpe y porrazo, volvía como un torrente la infinita multitud de soldados licenciados y de prisioneros de guerra, todos sin casa, de modo que, forzosamente, en cada habitación disponible se debía alojar a una familia. Vinieron comisiones cuatro veces, pero hacía tiempo que habíamos cedido ya dos habitaciones, y el frío y el ambiente inhóspito de nuestra casa, que al principio habíamos encontrado tan hostiles, ahora resultaron útiles: nadie quería subir los cien escalones para después morirse de frío.

Cada visita a la ciudad era una experiencia angustiosa; por primera vez vi los amarillentos y peligrosos ojos del hambre. El pan negro se desmigajaba y sabía a resina y cola, el café era un extracto de cebada tostada; la cerveza, agua amarilla; el chocolate, arena teñida y las patatas estaban heladas; la mayoría de la gente criaba conejos para no olvidar del todo el sabor de la carne; en nuestro jardín un muchacho cazaba ardillas con escopeta para las comidas de los domingos, y los perros y gatos bien alimentados pocas veces regresaban de sus paseos. Los tejidos que se ponían a la venta eran en realidad papel preparado, sucedáneo de otro sucedáneo; los hombres iban vestidos casi exclusivamente con uniformes viejos, incluso rusos, sacados de un almacén o un hospital y dentro de los cuales ya habían muerto unas cuantas personas; no eran raros los pantalones hechos de sacos viejos. Se le encogía a uno el corazón al andar por la calle, donde los escaparates parecían saqueados, la argamasa se caía desmigajada como tiña de las casas en ruinas y la gente, visiblemente desnutrida, se arrastraba a duras penas hacia su lugar de trabajo. La alimentación era mejor en la llanura; con el bajón general de la moral, ningún campesino pensaba en vender la mantequilla, los huevos y la leche a los «precios máximos» fijados por la ley. Guardaban escondido en el granero todo cuanto podían y esperaban la visita de compradores con mejores ofertas. Pronto apareció una nueva profesión: la de los «acaparadores». Hombres sin trabajo cogían una o dos mochilas e iban de un campesino a otro, iban incluso en tren a lugares especialmente productivos, para conseguir víveres ilegales y venderlos luego en la ciudad a un precio cuatro o cinco veces más elevado. Al principio los campesinos estaban la mar de contentos con la gran cantidad de billetes de banco que les llovían en casa a cambio de los huevos y la mantequilla que ellos, a su vez, también «acaparaban». Pero, en cuanto iban a la ciudad con sus carteras repletas para comprar mercancías, descubrían con irritación que, mientras ellos sólo habían pedido cinco veces más por sus víveres, el precio de la guadaña, el martillo y la olla que querían comprar se había multiplicado por veinte o cincuenta. A partir de aquel momento aceptaban sólo objetos industriales, intercambiaban mercancía por mercancía, valor real por valor real; después de que, con sus trincheras, la humanidad hubo retrocedido felizmente a la edad de las cavernas, también perdió la milenaria convención del dinero y volvió al primitivo trueque. Un grotesco comercio se extendió por todo el país. Los habitantes de las ciudades acarreaban hasta las casas de campo todo aquello de que podían privarse: jarrones de porcelana china y alfombras, sables y escopetas, aparatos fotográficos y libros, lámparas y adornos; y así, por ejemplo, si alguien entraba en una casa de campo de Salzburgo, podía encontrar allí, con gran sorpresa, un buda indio que lo miraba fijamente o una librería rococó con libros franceses encuadernados en cuero, de los que los nuevos propietarios presumían con mucho orgullo.

«¡Piel auténtica! ¡Francia!», afirmaban ufanos. Cosas de valor, nada de dinero: he aquí la consigna. Muchos tuvieron que desprenderse del anillo de boda y de la correa que les sujetaba los pantalones alrededor del cuerpo sólo para poder alimentar a ese cuerpo.

Finalmente tuvieron que intervenir las autoridades para acabar con aquel tráfico ilícito que, en la práctica, beneficiaba sólo a los acaudalados; se dispusieron cordones de policías de una provincia a otra para confiscar las mercancías a los «acaparadores» que iban en bicicleta o en tren y repartirlas entre los departamentos municipales de abastos. Los acaparadores respondieron organizando transportes nocturnos a la manera del Oeste americano o sobornando a los inspectores, que también tenían en casa a hijos hambrientos; a veces se producían verdaderas batallas con los revólveres y cuchillos que aquellos chicos, tras cuatro años en el frente, sabían manejar perfectamente, como también sabían esconderse en las huidas de acuerdo con las reglas de la estrategia militar. De semana en semana el caos iba creciendo y la población estaba cada vez más irritada, porque de día en día se volvía más palpable la depreciación de la moneda. Los Estados vecinos habían sustituido los viejos billetes de banco austrohúngaros por los suyos y más o menos habían pasado a la minúscula Austria la carga principal del cambio con su vieja «corona». La primera señal de desconfianza por parte de los ciudadanos fue la desaparición de las monedas, porque una pieza de cobre o de níquel representaba en el fondo un «capital efectivo» frente al simple papel impreso. El Estado, ciertamente, impulsó el máximo rendimiento de la Casa de la Moneda a fin de producir el máximo posible de dinero artificial según la receta de Mefistófeles, pero ya no pudo dar alcance a la inflación; y así, cada ciudad, pueblo o villa empezó a imprimir su propia «moneda provisional», que era rechazada ya en el pueblo vecino y que, más adelante, cuando se tuvo conocimiento real de su falta de valor, la mayoría de la gente simplemente tiró a la basura. Tengo la impresión de que a un economista que quisiera describir plásticamente todas estas fases, la inflación primero en Austria y después en Alemania, no le costaría mucho superar el suspense y el interés de cualquier novela, pues el caos adquiría formas cada vez más fantásticas. Pronto ya nadie sabía cuánto costaba algo. Los precios se disparaban caprichosamente; una caja de cerillas costaba en la tienda que había subido los precios a tiempo veinte veces más que en otra, cuyo honrado dueño vendía ingenuamente sus artículos todavía al precio del día anterior; en recompensa a su probidad veía la tienda vaciada en menos de una hora, porque uno se lo decía a otro y todo el mundo corría a comprar lo que estaba a la venta, tanto si lo necesitaba como si no. Incluso un pez de colores o un telescopio viejo eran «capital efectivo» y todo el mundo quería un valor real en lugar de papel. El caso más grotesco se dio en la desproporción de los alquileres, pues el gobierno, para proteger a los inquilinos (que eran la gran mayoría de la población) y en perjuicio de los propietarios, había prohibido su subida; en definitiva, pues, toda Austria tuvo casa más o menos gratuita durante cinco o diez años (porque luego también se prohibió la rescisión de los contratos). Con semejante caos, la situación se hacía de semana en semana cada vez más absurda e inmoral.

Aquel que había ahorrado durante cuarenta años y además había invertido patrióticamente el dinero en préstamos de guerra, se convertía en pordiosero. Quien tenía deudas, se veía libre de ellas. Quien se atenía correctamente a la distribución de víveres, moría de hambre; sólo quien la infringía con toda la cara comía hasta la saciedad. Quien sabía sobornar se abría paso; quien especulaba sacaba provecho. Quien vendía de acuerdo con el precio de compra salía perjudicado; quien calculaba con prudencia era estafado. No había medida ni valor en aquel desbarajuste de un dinero que se fundía y evaporaba; no había otra virtud que la de ser hábil y flexible, no tener escrúpulos y saltar encima del caballo al galope en vez de dejarse pisar por él.

A todo ello se añadió el hecho de que, mientras los austriacos, en medio de la caída de los valores, perdían el sentido de la medida, muchos extranjeros se habían dado cuenta de que en Austria se podía pescar en río revuelto. Durante la inflación (que duró tres años y a un ritmo cada vez más acelerado) lo único que conservó un valor estable dentro del país fue la moneda extranjera. Como las coronas austriacas se fundían entre los dedos como gelatina, todo el mundo quería francos suizos o dólares norteamericanos y una multitud de extranjeros aprovechó la coyuntura para pegar un mordisco al cadáver todavía palpitante de la corona austriaca. «Descubrieron» Austria, y el país vivió una fatal temporada de «turismo» extranjero. Los hoteles de Viena estaban llenos a rebosar de esos buitres; lo compraban todo, desde cepillos de dientes hasta fincas rústicas, vaciaban las colecciones de particulares y las tiendas de anticuarios antes de que sus propietarios, acosados por el aprieto en que se hallaban, se dieran cuenta de que los estafaban y les robaban. Insignificantes porteros de hotel suizos y estenotipistas holandeses vivían en los principescos apartamentos de los hoteles del Ring. Por increíble que parezca, puedo confirmar como testigo que el famoso hotel de lujo «L'Europe» de Salzburgo fue alquilado durante mucho tiempo por obreros ingleses sin trabajo que, gracias al sustancioso subsidio de paro inglés, llevaban una vida más barata aquí que en los barrios bajos de su país. Todo lo que no estaba clavado o remachado desaparecía; la noticia de que en Austria se podía vivir y comprar barato no tardó en propagarse y no cesaban de llegar nuevos clientes de Suecia y Francia; en las calles del centro de Viena se oía hablar más italiano, francés, turco y rumano que alemán. Incluso Alemania, donde al principio la inflación siguió un ritmo mucho más lento (aunque después superó la nuestra un millón de veces), aprovechó su marco en contra de la corona que se derretía poco a poco. Salzburgo, como ciudad fronteriza, me brindó una ocasión óptima para observar aquellas incursiones diarias. A centenares y miles llegaban los bávaros de los pueblos y ciudades vecinos e inundaban la pequeña ciudad austriaca. Aquí se hacían tallar los vestidos y reparar los automóviles, iban a la farmacia y al médico; grandes empresas de Munich enviaban cartas y telegramas al extranjero desde Austria para beneficiarse de las diferencias de franqueo. A la larga, por iniciativa del gobierno alemán, se estableció una vigilancia de fronteras para evitar que se compraran los artículos de primera necesidad en Salzburgo, más barata, en lugar de hacerlo en los comercios locales, ya que, después de todo, un marco costaba setenta coronas, y en la aduana se confiscaban sin miramientos los artículos procedentes de Austria. Pero había un producto que no se podía confiscar: la cerveza que cada uno llevaba en el cuerpo.

Los bávaros, grandes bebedores de cerveza, consultaban cada día la lista de las cotizaciones y calculaban si, debido a la depreciación de la corona, podían beber en Salzburgo cinco, seis o diez litros de cerveza por el mismo precio que debían pagar por uno en casa. Era imposible imaginar una tentación más espléndida y así, de las vecinas poblaciones de Freilassing y Reichenhall partían grupos de hombres con mujeres e hijos para permitirse el lujo de ingerir tanta cerveza como su barriga pudiera contener. Cada noche la estación ofrecía un pandemónium de grupos de gente bebida que berreaba, eructaba y vomitaba; los que iban demasiado bebidos—y eran muchos—tenían que ser transportados a los vagones en las carretillas que normalmente se utilizaban para el equipaje, antes de que el tren, desbordante de gritos y cantos báquicos, los devolviera a su país. Naturalmente los alegres bávaros no sospechaban que les esperaba una terrible revancha, pues cuando la corona se estabilizó y, en cambio, el marco cayó en picado hasta alcanzar una inflación de proporciones astronómicas, fueron los austriacos los que, desde la misma estación, pasaron al otro lado para emborracharse a bajo precio, y se repitió el mismo espectáculo, pero en dirección contraria. Aquella guerra de la cerveza en medio de las dos inflaciones forma parte de mis recuerdos más singulares, puesto que muestra en miniatura y de un modo plástico-grotesco, aunque quizá también de la forma más meridiana posible, el carácter demencial de aquellos años.

Lo más curioso de todo es que hoy no recuerdo, por más que lo intente, cómo administrábamos la casa durante aquellos días ni de dónde sacaba la gente, en Austria, los miles y miles de coronas, y después en Alemania los millones de marcos, que hacían falta diariamente sólo para vivir. Y sin embargo, lo misterioso del caso es que la gente los tenía. La gente se acostumbró, se adaptó al caos. Lógicamente, un forastero que no hubiera vivido aquella época—cuando en Austria un huevo costaba tanto como antes un automóvil de lujo o después, en Alemania, cuatro mil millones de marcos (tanto como, más o menos, antes el precio de todas las casas del Gran Berlín)—se habría imaginado que las mujeres iban desgreñadas como locas por la calle, que las tiendas estaban desiertas porque nadie podía ya comprar nada y que, sobre todo, los teatros y los locales de diversión estaban completamente vacíos. Lo asombroso del caso, sin embargo, es que era todo lo contrario. La voluntad de seguir viviendo resultó más fuerte que la inestabilidad del dinero. En medio del caos financiero la vida diaria seguía su curso casi inalterado. En el ámbito personal sí se produjeron cambios: los ricos se volvieron pobres, porque el dinero se les derretía en los bancos o en los fondos públicos, y los especuladores se hicieron ricos. Pero la rueda continuaba girando al mismo ritmo, indiferente al destino de los individuos; nada se detenía: el panadero cocía el pan, el zapatero remendaba zapatos, el escritor escribía libros, el campesino cultivaba la tierra, los trenes circulaban con regularidad, el periódico estaba todos los días a la misma hora delante de la puerta y precisamente los locales de diversión, los bares y los teatros estaban llenos a rebosar. Y todo porque, gracias al inesperado hecho de que la cosa antaño más estable, el dinero, perdiera valor cada día, la gente empezó a apreciar cada vez más los auténticos valores de la vida: el trabajo, el amor, la amistad, el arte y la naturaleza, y porque todo el pueblo vivía con más intensidad e interés que nunca en medio de la calamidad; chicos y chicas salían de excursión a la montaña y regresaban bronceados, en las salas de baile había música hasta muy avanzada la noche, por doquier se abrían nuevas fábricas y negocios; ni yo mismo creo haber vivido y trabajado nunca más intensamente que durante aquellos años. Lo que antes nos parecía importante, ahora lo era todavía más; nunca en Austria habíamos amado tanto el arte como en aquellos años de caos, porque, traicionados por el dinero, nos dábamos cuenta de que sólo lo eterno que llevamos dentro es lo realmente estable.

Por ejemplo, nunca olvidaré una función de ópera de aquellos días de extrema miseria.

Uno andaba a tientas por la calle medio oscura, porque el alumbrado había sido restringido por falta de carbón, pagaba su entrada de gallinero con un fajo de billetes que antes habrían bastado para el abono anual de un palco de lujo, se sentaba en su localidad con el abrigo puesto porque en la sala no había calefacción y se apretujaba contra sus vecinos para entrar en calor. ¡Y cuán triste y gris era aquella sala que antaño había resplandecido con uniformes y preciosos vestidos de noche! Nadie sabía si la semana siguiente volvería a haber ópera si el dinero seguía devaluándose y los envíos de carbón fallaban aunque fuera una sola semana; todo parecía doblemente desesperado en aquella casa de lujo y exuberancia imperial. Los músicos, convertidos también en grises sombras, estaban sentado ante sus atriles con sus viejos y gastados fracs, extenuados y consumidos por tantas privaciones, y también nosotros parecíamos fantasmas en aquella casa que se había vuelto fantasmagórica. Pero entonces el director levantó la batuta, se alzó el telón y todo fue espléndido como nunca. Todos los cantantes, todos los músicos, dieron lo mejor de sí mismos, porque sabían que podía ser la última vez que actuaban en aquella sala tan querida. Y nosotros escuchábamos atentos y receptivos como nunca, porque podía ser la última vez. Así vivimos todos, miles, centenares de miles; todo el mundo hizo un esfuerzo supremo en aquellas semanas, meses y años, a un paso de la ruina. Nunca había sentido en un pueblo y en mí mismo una voluntad tan firme de vivir como entonces, cuando estaba en juego lo más importante: la existencia, la supervivencia.

Sin embargo, y a pesar de todo, me vería en un compromiso si tuviera que explicar a alguien cómo subsistió aquella Austria saqueada, pobre e infausta. A su izquierda, en Baviera, se había instaurado la República Comunista de los Sóviets y, a su derecha, Hungría se había convertido en bolchevique con Béla Kun; ni siquiera hoy alcanzo a comprender cómo fue que la Revolución no se extendió a Austria. En verdad, no fue por falta de detonantes. Por las calles vagaban los soldados licenciados, famélicos y andrajosos, contemplando indignados el insolente lujo de los que se habían beneficiado de la guerra y la inflación; en los cuarteles, un batallón de la «guardia roja» se encontraba en estado de alerta, listo para disparar, y no existía ninguna otra fuerza organizada. Doscientos hombres decididos habrían podido apoderarse de Viena y de toda Austria. Pero no ocurrió nada serio. Tan sólo una vez un grupo indisciplinado intentó dar un golpe de Estado, el cual fue aplastado sin esfuerzo por cuatro o cinco docenas de policías armados. Y así el milagro se hizo realidad: aquel país aislado de sus fuentes de energía, de sus fábricas, minas de carbón y campos petrolíferos, aquel país saqueado, con una moneda depreciada que se precipitaba pendiente abajo como un alud, se mantuvo en pie firme, gracias quizás a su flaqueza (porque la gente estaba demasiado débil, demasiado hambrienta para seguir luchando por algo), pero quizá también gracias a su fuerza más oculta, típicamente austriaca: su innato talante conciliador. Y es que los dos partidos mayoritarios, el socialdemócrata y el cristianosocial, a pesar de sus profundas diferencias, se unieron en aquella hora dificilísima para formar un gobierno de coalición. Se hicieron concesiones mutuas para evitar una catástrofe que habría arrastrado a toda Europa. Poco a poco la situación comenzó a normalizarse y consolidarse y, con gran sorpresa por nuestra parte, ocurrió algo increíble: aquel Estado mutilado subsistió y más tarde incluso estuvo dispuesto a defender su independencia cuando Hitler fue a quitarle el alma a aquel pueblo sacrificado, fiel y valiente en la hora de las privaciones.

Pero la revuelta radical se evitó sólo externamente y en sentido político; internamente, en los primeros años de la posguerra se produjo una revolución colosal. Había sido destruido algo más que los ejércitos: la fe en la infalibilidad de las autoridades en que, con gran humildad, se había educado nuestra juventud. Ahora bien, los alemanes ¿deberían haber continuado admirando a su emperador, que había jurado luchar «hasta el último aliento de hombres y caballos» y acabó huyendo allende la frontera de noche y en medio de la niebla, o acaso debían admirar a sus generales, a sus políticos y a los poetas que no cesaban de hacer rimar guerra con victoria y muerte con miseria? Ahora, cuando se desvanecía el humo de la pólvora sobre el país, se tornaba espantosamente visible la desolación que había causado la guerra.

¿Cómo se podía tener aún por sagrada una moral que, durante cuatro años, permite el asesinato y el latrocinio bajo el nombre de heroísmo y requisa? ¿Cómo podía creer un pueblo en las promesas de un Estado que anula todas sus responsabilidades con el ciudadano porque le resultan incómodas? Y he aquí que los mismos hombres, la misma camarilla de ancianos, los llamados hombres con experiencia, habían superado la estulticia de la guerra con la chapucería de la paz que habían concertado. Hoy todo el mundo sabe—y unos pocos lo sabíamos ya entonces—que aquella paz había sido una posibilidad moral, quizá la mayor de la historia. Wilson la había reconocido. Con una gran visión, había trazado un plan para un entendimiento mundial auténtico y duradero. Pero los viejos generales, los viejos hombres de Estado y los viejos intereses destruyeron la gran idea, convirtiéndola en pedazos de papel sin valor. La gran promesa, la sagrada promesa hecha a millones de personas de que aquella guerra sería la última, lo único todavía capaz de arrancar las últimas fuerzas a soldados ya casi del todo desengañados, fue cínicamente sacrificada a los intereses de los fabricantes de municiones y a la pasión por el juego de los políticos que, triunfantes, supieron salvar su vieja y nefasta táctica de tratados secretos y negociaciones a puerta cerrada frente al sabio y humano reto de Wilson. Todos los que tenían los ojos abiertos y vigilantes vieron que los habían engañado. Habían engañado a las madres que habían sacrificado a sus hijos, a los soldados que regresaban convertidos en pordioseros, a todos aquellos que por patriotismo habían suscrito préstamos de guerra, a aquellos que habían hecho caso de una promesa del Estado, a todos los que habíamos soñado con un mundo nuevo y mejor y ahora veíamos que los jugadores de siempre, y otros nuevos, habían reiniciado el viejo juego en que las apuestas eran nuestra existencia, nuestra felicidad, nuestro tiempo y nuestros bienes. ¿Era de extrañar que toda una generación joven mirara con rencor y desprecio a sus padres, los cuales se habían dejado arrebatar primero la guerra y luego la paz, que lo habían hecho todo mal, que no habían previsto nada y se habían equivocado en todo? ¿No era comprensible que hubiera desaparecido en la nueva generación cualquier tipo de respeto? Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros; leía con desconfianza cualquier decreto, cualquier proclama del Estado. La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Con ella había de empezar un mundo completamente nuevo, un orden completamente diferente en todos los ámbitos de la vida. Y, naturalmente, los comienzos fueron impetuosos, exagerados y hasta brutales.

Todos y todo lo que no era de la misma edad era considerado como caduco. En vez de viajar con los padres, como antes, rapazuelos de once y doce años, en grupos organizados y sexualmente bien instruidos, cruzaban el país como «aves de paso» en dirección a Italia o al mar del Norte. En las escuelas, siguiendo el modelo ruso, se creaban sóviets escolares que controlaban a los maestros e invalidaban los planes de estudio porque los niños debían y querían aprender sólo aquello que les venía en gana. Por el simple gusto de rebelarse se rebelaban contra toda norma vigente, incluso contra los designios de la naturaleza, como la eterna polaridad de los sexos. Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez, se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieron en una gran moda no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales. Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias y, desde luego, también el arte. La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua.

Se suprimieron los artículos determinados, se invirtió la sintaxis, se escribía en el estilo cortado y desenvuelto de los telegramas, con interjecciones vehementes; además, se tiraba a la basura toda literatura que no fuera activista, es decir, que no contuviera teoría política. La música buscaba con tesón nuevas tonalidades y dividía los compases; la arquitectura volvía las casas del revés como un calcetín, de dentro a afuera; en el baile el vals desapareció en favor de figuras cubanas y negroides; la moda no cesaba de inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia; en el teatro se interpretaba Hamlet con frac y se ensayaba una dramaturgia explosiva. En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes que quería dejar atrás, de un solo y arrojado salto, todo lo que se había hecho y producido antes; cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones; por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros padres. Pero en medio de este caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que, presas del pánico de quedar atrasados y ser considerados «inactuales», con desesperada rapidez se maquillaron de fogosidad artificial e intentaron, también ellos, seguir con paso renqueante y torpe los extravíos más notorios.

Honrados y formales académicos de barba blanca repintaban sus «naturalezas muertas» de antes, ahora invendibles, con dados y cubos simbólicos, porque los directores jóvenes (en todas partes los buscaban jóvenes ahora, y cuanto más jóvenes mejor) retiraban todos los demás cuadros de las galerías por demasiado «clasicistas» y los llevaban al depósito. Escritores que durante décadas habían escrito en un alemán claro y cuidado ahora troceaban obedientemente las frases y se excedían en el «activismo»; flemáticos consejeros privados de Prusia daban lecciones sobre Karl Marx; antiguas bailarinas de la corte interpretaban, casi completamente desnudas y con «fingidas» contorsiones, la Appassionata de Beethoven y la Noche transfigurada de Schonberg. Por doquier la vejez corría azorada en pos de la última moda; de repente no había otra ambición que la de ser joven e inventar rápidamente una tendencia más actual que la de ayer, todavía actual, más radical todavía y nunca vista.

¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de aquellos años en que, con la mengua del valor del dinero, todos los demás valores anduvieron de capa caída en Austria y en Alemania! Una época de delirante éxtasis y libertino fraude, una mezcla única de impaciencia y fanatismo. Todo lo extravagante e incontrolable vivió entonces una edad de oro: la teosofía, el ocultismo, el espiritismo, el sonambulismo, la antroposofía, la quiromancia, la grafología, las enseñanzas del yoga indio y el misticismo de Paracelso. Se vendía fácilmente todo lo que prometía emociones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes, la morfina, la cocaína y la heroína; los únicos temas aceptados en las obras de teatro eran el incesto y el parricidio y, en política, el comunismo y el fascismo; en cambio, estaba absolutamente proscrita cualquier forma de normalidad y moderación. Con todo, no quisiera haberme visto privado de esa época caótica, ni en mi vida ni en la evolución del arte. Avanzando orgiásticamente con el primer impulso, al igual que toda revolución espiritual, limpió el aire enrarecido y sofocante de lo tradicional, descargó las tensiones acumuladas a lo largo de muchos años y, a pesar de todo, sus osados experimentos dejaron iniciativas muy valiosas. Aun cuando sus exageraciones nos sorprendían, no nos creíamos autorizados para censurarlas y rechazarlas con arrogancia, porque en el fondo esa nueva juventud intentaba enmendar (aunque con demasiado ardor e impaciencia) lo que nuestra generación había descuidado por prudencia y distanciamiento. El instinto les decía que la posguerra tenía que ser diferente de la preguerra y, en el fondo, tenían razón. Todo eso de los nuevos tiempos, de un mundo mejor, ¿no lo habíamos querido también nosotros, los mayores, antes y durante la guerra? Y también después de la guerra, los mayores volvimos a demostrar nuestra ineptitud para oponer a tiempo una organización supranacional a la nueva y peligrosa politización del mundo. Es cierto que, todavía durante las negociaciones de paz, Henri Barbusse, cuya novela El fuego le valió un reconocimiento mundial, había intentado promover un acuerdo de todos los intelectuales europeos a favor de la reconciliación. Clarté debía llamarse ese grupo (de la gente de ideas claras) y debía reunir a los escritores y artistas de todas las naciones en el compromiso de oponerse en adelante a cualquier tipo de instigación de los pueblos. Barbusse nos había confiado, a mí y a René Schickele, la dirección del grupo alemán y, con ella, la parte más difícil de la misión, porque en Alemania aún ardía la indignación por el tratado de paz de Versalles. No eran muchas las esperanzas de ganar a alemanes de relieve para la causa de un supranacionalismo espiritual mientras la Renania, el Sarre y la cabeza de puente de Maguncia siguieran ocupadas por tropas extranjeras. Sin embargo, se habría podido crear una organización como la que más adelante Galsworthy hizo realidad con el PEN Club, si Barbusse no nos hubiese dejado en la estacada. Un viaje a Rusia y el inflamado entusiasmo con que lo recibieron las grandes masas lo convencieron fatalmente de que los Estados y las democracias burguesas eran incapaces de lograr una verdadera fraternidad entre los pueblos y de que tan sólo en el comunismo era posible la hermandad universal. Trató con disimulo de convertir Clarté en un instrumento de la lucha de clases, pero nosotros rechazamos una radicalización que por fuerza habría debilitado nuestras filas. Y así, aquel proyecto, en sí importante, también se malogró prematuramente. Habíamos vuelto a fracasar en la lucha por la libertad a causa de un exceso de amor por la libertad y la independencia propias.

Por lo tanto, sólo quedaba una posibilidad: que cada cual siguiera su propio camino en silencio y en solitario. Para los expresionistas y—si se me permite llamarlos así—los excesivistas, a mis treinta y seis años yo ya formaba parte de la generación de los mayores, porque me negaba a adaptarme a ellos de modo simiesco. Mis trabajos anteriores ya tampoco me gustaban a mí, no mandé reeditar ninguno de los libros de mi época «estética». Eso significaba volver a empezar y esperar a que retrocediera la impaciente oleada de tantos «ismos», y me ayudó muchísimo a resignarme a ello mi falta de ambición personal. Empecé la gran serie de los Constructores del mundo precisamente porque estaba convencido de que me ocuparía unos cuantos años; escribí narraciones cortas como Amok y Carta de una desconocida con absoluta calma y tranquilidad. El país y el mundo que me rodeaban volvieron poco a poco a la normalidad, de modo que tampoco yo podía tardar demasiado; habían pasado los tiempos en que me podía engañar a mí mismo diciéndome que todo cuanto emprendía sólo era provisional. Había alcanzado la mitad de la vida, la edad de las meras promesas se había acabado; ahora se trataba de ratificarlas y responder de mí mismo o desistir definitivamente.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO XIII

STEFAN ZWEIG

 

REGRESO AL MUNDO

Pasé tres años, 1919, 1920 y 1921, los tres peores años de posguerra de Austria, enterrado en Salzburgo. A decir verdad ya había renunciado a la esperanza de volver a ver el mundo. Tras el cataclismo de la guerra, en el extranjero el odio a los alemanes y a todo aquel que escribiera en alemán, más la depreciación de nuestra moneda, arrojaban un balance tan catastrófico que uno se resignaba de antemano a pasar el resto de su vida atado a su pequeña esfera patria. Pero todo resultó mejor de lo que esperaba. La gente pudo volver a comer hasta la saciedad, a sentarse ante el escritorio sin ser molestado, no hubo saqueos ni revolución. La gente vivía, sentía correr la sangre por sus venas. Mirándolo bien, ¿no era una buena ocasión para volver a experimentar el placer de los años jóvenes y marcharse lejos? Aún no había llegado el momento de pensar en grandes viajes. Pero Italia estaba cerca, sólo a ocho o diez horas de distancia. ¿Me atrevería? Al otro lado de la frontera me consideraban el «enemigo mortal», a pesar de que yo no me sentía como tal. ¿Era prudente arriesgarse al trance de ser rechazado con malos modos, de tener que pasar de largo de casa de viejos amigos para no ponerlos en un compromiso? Pues bien, sí me atreví y una tarde crucé la frontera.

Llegué a Verona al anochecer y me dirigí a un hotel. Me dieron un formulario de inscripción y me registré; el portero leyó la hoja y se asombró al ver en la casilla correspondiente a la nacionalidad la palabra austriaco.

-Lei é austriaco?-preguntó.

Ahora me enseñará la puerta de la calle, pensé. Pero, cuando le dije que sí, casi dio un salto de alegría: -Ah, che piacere! Finalmente! Fue el primer saludo y una confirmación de la primera impresión, obtenida ya durante la guerra, de que toda la propaganda de odio e incitación sólo había provocado un breve acceso de fiebre intelectual pero que, en el fondo, no había afectado a las auténticas masas de Europa. Un cuarto de hora después ese mismo portero se presentó en mi habitación para comprobar si me habían atendido como era debido. Alabó entusiasmado mi italiano y nos despedimos con un cordial apretón de manos.

Al día siguiente estaba en Milán; de nuevo vi la catedral y me paseé por la Galleria. Era un alivio oír la querida música de las vocales italianas, orientarse con tanta seguridad por todas las calles y disfrutar del extranjero como de algo familiar. Al pasar a su lado, vi en un gran edificio el letrero Corriere della Sera. De repente me acordé de que en esa redacción tenía un cargo directivo mi amigo G. A. Borghese, aquel Borghese en cuya compañía-y junto con el conde Keyserling y Benno Geiger -había pasado tantas veladas, animadas por charlas intelectuales en Berlín y Viena. Era uno de los mejores y más apasionados escritores de Italia, ejercía una extraordinaria influencia sobre los jóvenes y, a pesar de ser el traductor de Las tribulaciones del joven Werther y un fanático de la filosofía alemana, durante la guerra había adoptado una posición decidida en contra de Alemania y Austria y, al lado de Mussolini (con quien más tarde se enemistó), había incitado a la guerra. Durante toda la contienda me había resultado extraño pensar que un viejo camarada se hallaba en el lado contrario como intervencionista; con tanta mayor ansia sentía ahora la necesidad de ver a este «enemigo». Así que le dejé mi tarjeta con la dirección del hotel anotada en el dorso. Pero todavía no había llegado al final de la escalera cuando noté que alguien se precipitaba detrás de mí con el rostro resplandeciente de alegría: era Borghese; al cabo de cinco minutos hablábamos con la misma cordialidad de siempre. También él había aprendido cosas de aquella guerra y, a pesar de pertenecer a orillas diferentes, nos encontrábamos más cerca que nunca.

Lo mismo ocurrió en todas partes. Andando yo por una calle de Florencia, mi viejo amigo Albert Stringa se me echó al cuello y me abrazó con tanta fuerza y brusquedad que mi mujer, que iba conmigo y no lo conocía, pensó que aquel desconocido con barba quería atentar contra mí. Todo era como antes. No: todavía era más cordial. Volvía a respirar: la guerra estaba enterrada, la guerra había pasado.

Pero no había pasado. Sólo que nosotros no lo sabíamos. Todos nos engañábamos con nuestra buena fe y confundíamos nuestra buena disposición personal con - la del mundo. Pero no debemos avergonzarnos de ese error, pues no menos que nosotros se engañaron políticos, economistas y banqueros que confundieron la engañosa coyuntura de aquellos años con un saneamiento económico y el cansancio con la pacificación. En realidad la lucha no había hecho otra cosa que desplazarse del campo nacional al social; y ya en los primeros días fui testigo de una escena que sólo más tarde comprendí en todo su alcance. En Austria, de la política italiana no sabíamos más que, con el desencanto de después de la guerra, en el país habían penetrado tendencias marcadamente socialistas e incluso bolchevistas. En todas las paredes se podía leer Viva Lenin garabateado con trazos chapuceros y escrito con carbón o yeso. Además, se decía que uno de los líderes socialistas, llamado Mussolini, había abandonado el partido durante la guerra para organizar algún grupo de signo contrario. Pero la gente recibía esas informaciones con indiferencia. ¿Qué importancia podía tener un grupúsculo como aquél? En todos los países existían camarillas parecidas: en el Báltico, los guerrilleros desfilaban de aquí para allá; en Renania y Baviera se formaban grupos separatistas; por doquier había manifestaciones y golpes de Estado que casi siempre terminaban sofocados. Y a nadie se le ocurría pensar que aquellos «fascistas», que en vez de las camisas rojas garibaldinas las llevaban negras, podían convertirse en un factor esencial del futuro desarrollo de Europa.

Pero en Venecia la palabra «fascista» adquirió de repente para mí un contenido tangible. Llegué de Milán a la querida ciudad de los canales por la tarde. No había ni un solo mozo de cuerda disponible, ni una góndola; trabajadores y ferroviarios estaban sin hacer nada, con las manos en los bolsillos en señal de protesta. Como llevaba dos maletas bastante pesadas, miré a mi alrededor en busca de ayuda y pregunté a un hombre mayor dónde podía encontrar a algún mozo.

-Ha llegado usted en mal día, señor-contestó en tono de lamentación-. Otra vez huelga general.

Yo no sabía por qué había huelga, pero no hice más preguntas. Estábamos ya demasiado acostumbrados a tales cosas en Austria, donde los socialistas, con excesiva frecuencia para fatalidad suya, habían utilizado este drástico método para después no sacar de él ningún provecho práctico. De modo que tuve que seguir con las maletas a cuestas hasta que vi a un gondolero que desde un canal lateral me hacía señales apresuradas y furtivas y luego me admitió a bordo con mis dos maletas. Al cabo de media hora estábamos en el hotel, después de haber pasado por delante de unos cuantos puños levantados en contra del esquirol. Con la naturalidad que confiere una vieja costumbre, fui de inmediato a la plaza de San Marcos. Parecía extrañamente desierta. Las persianas de la mayoría de los comercios estaban bajadas, no había nadie en los cafés, sólo se veía una gran multitud de obreros que formaban pequeños grupos bajo las arcadas como quien espera algo especial. Yo esperé con ellos. Y llegó de repente. De una calle lateral salió desfilando o, mejor dicho, corriendo con paso ligero y acompasado, un grupo de jóvenes en formación perfecta que, con un ritmo ensayado, cantaban una canción cuyo texto yo desconocía. Más tarde supe que se trataba de la Giovinezza. Con su paso redoblado habían cruzado ya la plaza, blandiendo bastones, antes de que los obreros, cien veces superiores en número, tuvieran tiempo de lanzarse sobre el adversario. La osada y francamente arrojada marcha de aquel pequeño grupo organizado se había efectuado con tanta celeridad, que los otros no se dieron cuenta de la provocación hasta que sus enemigos ya estaban fuera de su alcance. Se agruparon enfurecidos y con los puños cerrados, pero ya era demasiado tarde, no podían atrapar a la pequeña tropa de asalto.

Las impresiones ópticas siempre tienen algo convincente. Por primera vez, supe entonces que aquel fascismo legendario, del cual tan poco sabía yo, era real, que era algo muy bien dirigido, capaz de atraer a jóvenes decididos y osados y de convertirlos en fanáticos. A partir de entonces ya no pude compartir la opinión de mis amigos de Florencia y Roma, mayores en edad, que con un despectivo encogimiento de hombros rechazaban a esos jóvenes diciendo que eran una «banda a sueldo» y se burlaban de su Fra Diavolo. Por curiosidad compré algunos números del Popolo d'Italia y, en el estilo de Mussolini, penetrante, plástico y de concisión latina, encontré en ellos la misma firme resolución que había visto en el desfile al trote de aquellos jóvenes en la plaza de San Marcos. Desde luego no podía sospechar cuáles serían las dimensiones que tomaría aquella confrontación al cabo de un año. Pero a partir de aquel momento supe que allí-y en todas partes-una nueva lucha era inminente y que nuestra paz no era la paz.

Para mí fue el primer aviso de que, bajo una superficie aparentemente tranquila, peligrosas corrientes subterráneas recorrían Europa. No tardó mucho en llegar un segundo aviso. Incitado de nuevo por el deseo de viajar, había decidido irme en verano a Westerland, a orillas del mar del Norte alemán. Para un austriaco visitar Alemania entonces conservaba todavía algo de reconfortante. El marco se había mantenido espléndidamente fuerte frente a nuestra debilitada corona; la convalecencia parecía ir por buen camino. Los trenes llegaban puntuales, los hoteles estaban limpios y aseados; a ambos lados de las vías, por todas partes se levantaban casas y fábricas nuevas; en todas partes reinaba el impecable y silencioso orden que odiábamos antes de la guerra y que, en medio del caos, habíamos llegado a amar. Es verdad que se respiraba una cierta tensión, porque el país entero esperaba a ver si las negociaciones de Génova y de Rapallo (las primeras en que participaba Alemania al lado de las potencias antes enemigas y con los mismos derechos) traerían consigo el anhelado alivio de las cargas de guerra o, por los menos, un tímido gesto de aproximación. El conductor de estas negociaciones, tan memorables en la historia de Europa, no era otro que mi viejo amigo Rathenau. Su genial instinto organizador ya lo había acreditado de un modo excelente durante la guerra; desde el primer momento había descubierto el punto más débil de la economía alemana (el mismo donde más adelante recibiría Alemania el golpe mortal): el suministro de materias primas, y oportunamente (también en eso se anticipó al tiempo) organizó toda la economía desde una administración central. Cuando, una vez terminada la guerra, se tuvo que buscar a un hombre au pair de los más sagaces y experimentados de entre sus adversarios, que se enfrentara a ellos como ministro de Asuntos Exteriores alemán, la elección, huelga decirlo, recayó en él.

Indeciso, le llamé por teléfono a Berlín. ¿Cómo osaba importunar a un hombre que estaba labrando el destino de la época? -Sí, es difícil-me dijo por teléfono-. Ahora debo sacrificar también la amistad al deber.

Pero con su extraordinaria técnica de aprovechar cada minuto del día, en seguida encontró la manera de vernos. Tenía que dejar tarjetas de visita en distintas embajadas y, puesto que el trayecto hasta ellas desde Grunewald era de media hora en coche, me dijo que lo más fácil era que yo lo acompañara y charlaríamos por el camino. La verdad es que su capacidad de concentración, su magnífica facilidad para pasar de un tema a otro, eran tan perfectas que en cualquier momento, tanto en coche como en tren, era capaz de hablar con la misma precisión y profundidad que en su casa. Yo no quería dejar pasar aquella oportunidad y creo que a él también le hizo bien poder desahogarse con alguien que no tenía intereses políticos y con el que le unía una amistad personal desde hacía años. Fue una conversación larga y puedo atestiguar que Rathenau, que no era en absoluto un hombre libre de vanidad, no había asumido a la ligera el cargo de ministro de Asuntos Exteriores alemán, y menos aún por afán de poder o impaciencia. Sabía de antemano que la misión era todavía imposible y que, en el mejor de los casos, podría regresar con un éxito parcial, con unas cuantas concesiones sin importancia, pero que todavía no era de esperar una paz verdadera, una generosa deferencia.

-Dentro de diez años quizá-me dijo-, suponiendo que les vaya mal a todos y no sólo a nosotros. Primero tiene que desaparecer de la diplomacia la vieja generación y es preciso que los generales se limiten a hacer de estatuas mudas en las plazas públicas.

Era plenamente consciente de su doble responsabilidad a causa del inconveniente de ser judío. Quizá pocas veces en la historia un hombre haya acometido una labor con tanto escepticismo y tantos escrúpulos, dándose cuenta de que sólo el tiempo, y no él, podía llevarla a cabo, y a sabiendas del peligro personal que corría. Desde el asesinato de Erzberger, que había aceptado el enojoso deber del armisticio (del que se había escabullido Ludendorff huyendo al extranjero), no tenía motivos para dudar de que, como paladín de un entendimiento entre los países, le esperaba un destino parecido. Ahora bien, soltero, sin hijos y, en el fondo, solitario como era, creía que no tenía por qué temer al peligro; y yo tuve ánimos para aconsejarle prudencia. Hoy es un hecho histórico que Rathenau cumplió su misión en Rapallo tan espléndidamente como se lo permitieron las circunstancias del momento. Su brillante talento para captar con rapidez el momento oportuno, sus cualidades de hombre de mundo y su prestigio personal nunca se acreditaron con tanto esplendor. Pero en el país ya empezaban a cobrar fuerza grupos que sabían que tendrían auditorio sólo a fuerza de asegurar al pueblo vencido que en realidad no había sido vencido y que toda negociación y concesión eran una traición al país. Las sociedades secretas-saturadas de homosexuales-ya eran más poderosas de lo que sospechaban los dirigentes de la República de entonces, los cuales, consecuentes con su idea de libertad, dejaban las manos libres a todos aquellos que querían suprimir para siempre la libertad en Alemania.

Me despedí de Rathenau delante del ministerio sin sospechar que era nuestro adiós definitivo. Más adelante reconocí por las fotografías que la calle por la que habíamos ido juntos era la misma en que poco tiempo después los asesinos habían acechado el mismo coche: fue una verdadera casualidad que yo no fuese testigo de aquella escena funestamente histórica. De ese modo pude vivir con más emoción y con una impresión más fuerte de los sentidos el aciago episodio con que empezó la tragedia de Alemania, la tragedia de Europa.

Aquel día me hallaba ya en Westerland, donde cientos y cientos de veraneantes se bañaban alegremente en la playa. También tocaba una banda de música-como el día en que anunciaron el asesinato de Francisco Fernando-ante gente de vacaciones, despreocupada, cuando los vendedores de periódicos entraron corriendo en el paseo como albatros blancos y gritando: «¡Walther Rathenau, asesinado!» Estalló el pánico y todo el imperio se estremeció. El marco cayó en picado y no se detuvo en su caída hasta que alcanzó la fantástica y terrorífica cifra de billones. Fue entonces cuando empezó el auténtico aquelarre de la inflación, en comparación con la cual la nuestra, la de Austria, con su absurda relación de una corona vieja por quince mil nuevas, aparecía como un triste juego de niños. Contarla con todos sus detalles y todas sus inverosimilitudes requeriría un libro entero y ese libro parecería una fábula a la gente de hoy. Viví días en que por la mañana tenía que pagar cincuenta mil marcos por un periódico y, por la noche, cien mil; quien tenía que cambiar moneda extranjera repartía la operación en horas diferentes, porque a las cuatro recibía multiplicada por x la suma que le habían dado a las tres, y a las cinco obtenía de nuevo un múltiplo de la que había recibido sesenta minutos antes. Yo, por ejemplo, envié a mi editor un manuscrito en que había estado trabajando un año y, para asegurarme, le pedí por adelantado el pago correspondiente a diez mil ejemplares; cuando recibí el cheque, la cantidad apenas cubría el franqueo del paquete de una semana atrás; se pagaba el billete del tranvía con millones; hacían falta camiones para transportar billetes desde el Banco Nacional a los demás bancos y al cabo de una semana se encontraban billetes de cien mil marcos en las alcantarillas: los había tirado con menosprecio un pordiosero. Los cordones de zapato costaban más que antes un par de zapatos, no, qué digo, más que una zapatería de lujo con dos mil pares de zapatos; reparar una ventana rota costaba más que antes toda la casa; un libro, más que antes una imprenta con todas sus máquinas. Con cien dólares se podían comprar hileras de casas de seis pisos en la Kurfürstendamm; las fábricas no costaban más, al cambio del momento, que antes una carretilla. Unos adolescentes que habían encontrado una caja de jabón olvidada en el puerto se pasearon durante meses en automóvil y vivieron como reyes con sólo vender cada día una pastilla, mientras que sus padres, antes gente rica, andaban por las calles pidiendo limosna. Había repartidores que fundaban bancos y especulaban con todas las monedas extranjeras. Por encima de todos sobresalía la figura gigantesca del más grande de los aprovechados: Stinnes. A base de ampliar su crédito beneficiándose de la caída del marco, compraba todo cuanto se podía comprar: minas de carbón y barcos, fábricas y paquetes de acciones, castillos y fincas rústicas, y todo ello, en realidad, con nada, pues cada importe, cada deuda, se convertía en cero. Pronto fue suya la cuarta parte de Alemania y el pueblo alemán, que siempre se embriaga con el éxito ostentoso, perversamente lo aclamó como genio. Miles de parados deambulaban ociosos por las calles y levantaban el puño contra los estraperlistas y los extranjeros en sus automóviles de lujo que compraban una calle entera como si fuera una caja de cerillas; todo aquel que sabía leer y escribir traficaba, especulaba y ganaba dinero, a pesar de la sensación secreta de que todos se engañaban y eran engañados por una mano oculta que con premeditación ponía en escena aquel caos con el fin de liberar al Estado de sus deberes y obligaciones. Creo conocer bastante bien la historia, pero, que yo sepa, nunca se había producido una época de locura de proporciones tan enormes. Se habían alterado todos los valores, y no sólo los materiales; la gente se mofaba de los decretos del Estado, no respetaba la ética ni la moral, Berlín se convirtió en la Babel del mundo. Bares, locales de diversión y tabernas crecían como setas. Lo que habíamos visto en Austria resultó un tímido y suave preludio de aquel aquelarre, ya que los alemanes emplearon toda su vehemencia y capacidad de sistematización en la perversión. A lo largo de la Kurfürstendamm se paseaban jóvenes maquillados y con cinturas artificiales, y no todos eran profesionales; todos los bachilleres querían ganar algo, y en bares penumbrosos se veían secretarios de Estado e importantes financieros cortejando cariñosamente, sin ningún recato, a marineros borrachos. Ni la Roma de Suetonio había conocido unas orgías tales como lo fueron los bailes de travestíes de Berlín, donde centenares de hombres vestidos de mujeres y de mujeres vestidas de hombres bailaban ante la mirada benévola de la policía.

Con la decadencia de todos los valores, una especie de locura se apoderó precisamente de los círculos burgueses, hasta entonces firmes conservadores de su orden. Las muchachas se jactaban con orgullo de ser perversas; en cualquier escuela de Berlín se habría considerado un oprobio la sospecha de conservar la virginidad a los dieciséis años; todas querían poder explicar sus aventuras, y cuanto más exóticas mejor. Pero lo más importante de aquel patético erotismo era su tremenda falsedad. En el fondo, el culto orgiástico alemán que sobrevino con la inflación no era sino una febril imitación simiesca; se veía en aquellas muchachas de buenas familias burguesas que habrían preferido peinarse con una simple raya en medio antes que llevar el pelo alisado al estilo de los hombres y comer tarta de manzana con nata antes que beber aguardiente;. por doquier se hacía evidente que a todo el mundo le resultaba insoportable aquella sobreexcitación, aquel enervante tormento diario en el potro de la inflación, como también era evidente que toda la nación, cansada de la guerra, en realidad anhelaba orden y sosiego, un poco de seguridad y de vida burguesa, y que en secreto odiaba a la República, no porque reprimiera esta libertad desordenada, sino, al contrario, porque le aflojaba demasiado las riendas.

Quien vivió aquellos meses y años apocalípticos, hastiado y enfurecido, notaba que a la fuerza tenía que producirse una reacción, una reacción terrible. Y los que habían empujado al pueblo alemán a aquel caos ahora esperaban sonrientes en segundo término, reloj en mano: «Cuanto peor le vaya al país, tanto mejor para nosotros.» Sabían que llegaría su hora. La contrarrevolución empezaba ya a cristalizarse alrededor de Ludendorff, más que de Hitler, entonces todavía sin poder; los oficiales degradados se organizaban en sociedades secretas; los pequeños burgueses que se sentían estafados en sus ahorros se asociaron en silencio y se pusieron a la disposición de cualquier consigna que prometiera orden. Nada fue tan funesto para la República Alemana como su tentativa idealista de conceder libertad al pueblo e incluso a sus propios enemigos. Y es que el pueblo alemán, un pueblo de orden, no sabía qué hacer con la libertad y ya buscaba impaciente a aquellos que habrían de quitársela.

El día en que la inflación alemana llegó a su fin (1923) se hubiera podido producir un giro en la historia. Cuando, a toque de campana, cada billón de marcos engañosamente inflados se cambió por un solo marco nuevo, se estableció una norma. En efecto, la turbia espuma pronto refluyó con todo su lodo y suciedad; desaparecieron los bares y las tabernas, las relaciones se normalizaron, todo el mundo pudo calcular claramente cuánto había ganado o perdido. La mayoría, la gran masa, había perdido. Pero no se hizo responsables de ello a los que habían causado la guerra, sino a quienes con espíritu de sacrificio-y sin recibir las gracias por ello-habían cargado sobre sus hombros con el peso de la reorganización. Nada envenenó tanto al pueblo alemán-conviene tenerlo siempre presente en la memoria-, nada encendió tanto su odio y lo maduró tanto para el advenimiento de Hitler como la inflación. Porque la guerra, por horrible que hubiera sido, también había dado horas de júbilo con sus repiques de campanas y sus fanfarrias de victoria.

Y como nación irremisiblemente militar, Alemania se sentía fortalecida en su orgullo por las victorias provisionales, mientras que con la inflación sólo se sentía ensuciada, engañada y envilecida; una generación entera no olvidó ni perdonó a la República Alemana aquellos años y prefirió llamar de nuevo a sus carniceros. Pero todo eso quedaba todavía lejos. En el año 1924, desde fuera parecía que la tumultuosa fantasmagoría había pasado como un baile de fuegos fatuos. Volvía a ser de día, se podía ver a dónde se iba y de dónde se venía. Y con el advenimiento del orden saludamos el comienzo de una calma duradera. Otra vez, una vez más, creíamos que la guerra había sido superada, necios incurables como habíamos sido siempre. Sin embargo, aquella ilusión engañosa nos aportó una década de trabajo, esperanza e incluso seguridad.

Vista desde hoy, la década entre los años 1924 y 1933, desde el fin de la inflación hasta la llegada de Hitler al poder, representa, a pesar de todo, una pausa en la serie de catástrofes de las que había sido testigo y víctima nuestra generación desde 1914. No digo que la época en cuestión careciera de tensiones, agitaciones y crisis (por ejemplo, y sobre todo, aquella crisis económica de 1929), pero durante aquellos años la paz parecía garantizada en Europa, y eso ya era mucho. Alemania había sido admitida con todos los honores en la Liga de las Naciones, se había fomentado con préstamos su reconstrucción económica (en realidad su rearme secreto), Inglaterra había,.reducido su armamento y la Italia de Mussolini había asumido la protección de Austria. Parecía que el mundo quería reconstruirse. París, Viena, Berlín, Nueva York, Roma, las ciudades tanto de los vencedores como de los vencidos se hicieron más hermosas que nunca; el avión dio alas al transporte; se suavizaron las normas para la obtención del pasaporte. Habían cesado las oscilaciones entre las monedas, uno sabía cuánto ganaba y cuánto podía gastar, la atención de la gente ya no estaba tan febrilmente centrada en estos problemas superficiales. Uno podía volver a trabajar, podía concentrarse, pensar en cosas menos terrenales. Podía incluso volver a soñar y esperar una Europa unida. Por un momento-en aquellos diez años pareció que nuestra generación, tantas veces puesta a prueba, podía volver a llevar una vida normal.

En mi vida personal lo más notable fue la llegada de un huésped que amistosamente se instaló en aquellos años en mi casa, un huésped que yo no había esperado: el éxito.

Como el lector puede suponer, no me resulta muy grato mencionar el éxito público de mis libros y en una situación normal habría omitido cualquier referencia que pudiera parecer vanidad o fanfarronería. Pero tengo un derecho especial a no ocultar este hecho de la historia de mi vida, e incluso estoy obligado a revelarlo, porque desde hace siete años, desde la llegada de Hitler al poder, aquel éxito se ha convertido en histórico. De todos los miles e incluso millones de libros míos que ocupaban un lugar seguro en las librerías y en numerosos hogares, hoy, en Alemania, no es posible encontrar ni uno solo; quien conserva todavía alguno, lo guarda celosamente escondido y en las bibliotecas públicas los tienen encerrados en el llamado «armario de los venenos», sólo a disposición de los pocos que, con un permiso especial de las autoridades, los quieren utilizar «científicamente» (en la mayoría de los casos para insultar a sus autores). Desde hace tiempo ninguno de los lectores y amigos que me escribían se atreve ya a poner mi nombre proscrito en el sobre de una carta. Y no sólo eso: también en Francia, en Italia, en todos los países sometidos en este momento, donde mis libros, traducidos, figuraban entre los más leídos, están igualmente proscritos por orden de Hitler. Hoy por hoy, como escritor-según decía nuestro Grillparzer-soy alguien que «camina vivo detrás de su propio cadáver». Todo o casi todo lo que he construido en el ámbito internacional lo ha destruido este puño. De manera que, cuando menciono mi «éxito», no hablo de algo que me pertenece, sino de algo que me había pertenecido en otro tiempo, como la casa, la patria, la confianza en mí mismo, la libertad, la serenidad; por lo tanto, no podría dar una idea clara, en toda su profundidad y totalidad, de la caída que sufrí más tarde-junto con muchísimos otros, también inocentes-, si antes no mostrara la altura desde la que se produjo, ni el carácter único y las consecuencias del exterminio de toda nuestra generación literaria, del que en verdad no conozco otro ejemplo en la historia.

El éxito no me cayó de repente del cielo; llegó poco a poco, con cautela, pero duró, constante y fiel, hasta el momento en que Hitler me lo arrebató y lo expulsó con los latigazos de sus decretos. Fue aumentando de año en año. El primer libro que publiqué después de Jeremías, el primer volumen de mis Constructores del mundo, titulado Tres maestros, ya me había abierto el camino del éxito; los expresionistas, los activistas y los experimentalistas, habían hecho mutis, los pacientes y perseverantes volvían a tener despejado el camino hacia el pueblo. Mis narraciones cortas Amok y Carta de una desconocida se hicieron tan populares como, por regla general, sólo llegan a serlo las novelas; se pusieron en escena, se recitaron en público y fueron llevadas a la pantalla; un librito, Momentos estelares de la humanidad-leído en todas las escuelas-, en poco tiempo llegó a los, 500.000 ejemplares en la Biblioteca Insel; en pocos años me había creado lo que, en mi opinión, significa el éxito más valioso para un escritor: un público, un grupo fiel que siempre esperaba y compraba el siguiente libro, que me otorgaba su confianza y al que yo no podía defraudar. Se fue haciendo cada vez más y más numeroso; de cada libro que publicaba se vendían en Alemania veinte mil ejemplares en el primer día, aun antes de que se anunciara en los periódicos. A veces intentaba conscientemente rehuir el éxito, pero él me seguía con una tenacidad sorprendente. Por ejemplo, escribí un libro por el simple placer de escribirlo: una biografía de Fouché; en cuanto lo recibió el editor, me escribió para decirme que haría imprimir inmediatamente diez mil ejemplares. A vuelta de correo le supliqué que no hiciera una tirada tan grande; le decía que Fouché no era un personaje simpático, que no aparecía ninguna mujer en el libro y que era imposible que atrajera a un número de lectores tan grande; era preferible que editara sólo cinco mil ejemplares para empezar. Al cabo de un año se habían vendido cincuenta mil en Alemania, la misma Alemania a la que hoy le está prohibido leer una sola línea mía. Algo parecido sucedió con la desconfianza en mí mismo, casi patológica, en el caso de la adaptación que hice del Volpone. Tenía la intención de escribir una versión en verso y en nueve días redacté un primer borrador en prosa de las diferentes escenas, en un lenguaje ligero y suelto.

Casualmente el Teatro Real de Dresde, con el que me sentía moralmente obligado por el estreno de mi primera obra Tersites, me había preguntado en aquellos días si tenía nuevos proyectos, y les mandé la versión en prosa, disculpándome porque lo que les presentaba era sólo el primer esbozo de una futura adaptación en verso. Pero el Teatro me telegrafió acto seguido pidiéndome que por amor de Dios no cambiara nada. Y, de hecho, la obra recorrió después, en esta forma, todos los escenarios del mundo (en Nueva York en el Theatre Guild, con Alfred Lunt). Cualquier cosa que emprendía en aquellos años tenía el éxito asegurado y un público de lectores alemanes cada vez más numeroso.

Puesto que siempre he considerado que era mi deber investigar las causas de la influencia o de la falta de influencia sobre su tiempo de las obras o las figuras extranjeras que estudiaba como ensayista o biógrafo, no podía evitar preguntarme, a lo largo de muchas horas de reflexión, en qué especial virtud de mis libros se basaba realmente su éxito, para mí insospechado. En definitiva, creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental. En una novela, una biografía o un debate intelectual me irrita lo prolijo, la ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Sólo un libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro llenos de descripciones superfluas, de diálogos plagados de cháchara y de personajes secundarios innecesarios; resultan demasiado extensos y, por lo tanto, demasiado poco interesantes, demasiado poco dinámicos. Incluso en las más famosas obras maestras de los clásicos me molestan los abundantes pasajes arenosos y monótonos, y muchas veces he expuesto a los editores el osado proyecto de publicar un día toda la literatura universal en una serie sinóptica, desde Homero hasta La montaña mágica, pasando por Balzac y Dostoievski, con cortes drásticos de pasajes superfluos concretos; entonces todas esas obras, que sin duda poseen un contenido intemporal, podrían volver a infundir vida a nuestra época.

Esta aversión a todo lo difuso y pesado tenía que transferirse necesariamente de la lectura de obras ajenas a la escritura de las propias e hizo que me acostumbrara a una vigilancia especial. En realidad escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez; en la primera redacción de un libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo con todo lo que me dicta el corazón. Asimismo, cuando empiezo una obra biográfica, utilizo todos los detalles documentales imaginables que tengo a mi disposición; para una biografía como María Antonieta examiné realmente todas y cada una de las cuentas para comprobar sus gastos personales, estudié todos los periódicos y panfletos de la época y repasé todas las actas del proceso hasta la última línea. Pero en el libro impreso y publicado no se encuentra ni una sola línea de todo ello, porque, en cuanto termino de poner en limpio el primer borrador de un libro, empieza para mí el trabajo propiamente dicho, que consiste en condensar y componer, un trabajo del que nunca quedo suficientemente satisfecho de una versión a otra. Es un continuo deshacerse de lastre, un comprimir y aclarar constante de la arquitectura interior; mientras que, en su mayoría, los demás no saben decidirse a guardarse algo que saben y, por una especie de pasión amorosa por cada línea lograda, pretenden mostrarse más prolijos y profundos de lo que son en realidad, mi ambición es la de saber siempre más de lo que se manifiesta hacia fuera.

Este proceso de condensación y a la vez de dramatización se repite luego una, dos o tres veces en las galeradas; finalmente se convierte en una especie de juego de cacería: descubrir una frase, incluso una palabra, cuya ausencia no disminuiría la precisión y a la vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el de suprimir es en realidad el más divertido. Recuerdo una ocasión en la que me levanté del escritorio especialmente satisfecho del trabajo y mi mujer me dijo que tenía aspecto de haber llevado a cabo algo extraordinario. Y yo le contesté con orgullo: -Sí, he logrado borrar otro párrafo entero y así hacer más rápida la transición.

De modo, pues, que si a veces alaban el ritmo arrebatador de mis libros, tengo que confesar que tal cualidad no nace de una fogosidad natural ni de una excitación interior, sino que sólo es fruto de este método sistemático mío que consiste en excluir en todo momento pausas superfluas y ruidos parásitos, y si algún arte conozco es el de saber renunciar, pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia. Si algo he aprendido hasta cierto punto de mis libros ha sido la severa disciplina de saber limitarme preferentemente a las formas más concisas, pero conservando siempre lo esencial, y me hizo muy feliz-a mí que desde el principio he tenido siempre una visión de las cosas europea, supranacional que se dirigieran a mí también editores extranjeros: franceses, búlgaros, armenios, portugueses, argentinos, noruegos, letones, fineses y chinos. Pronto tuve que comprar un gran armario de pared para guardar los diferentes ejemplares de las traducciones, y un día leí en la estadística de la Coopération Intellectuelle de la Liga de las Naciones de Ginebra que en aquel momento yo era el autor más traducido del mundo (una vez más, y dada mi manera de ser, lo consideré una información incorrecta). En otra ocasión recibí una carta de mi editor ruso en la que me decía que deseaba publicar una edición completa de mis obras en ruso y me preguntaba si estaba de acuerdo con que Maxim Gorki escribiera el prólogo. ¿Que si estaba de acuerdo? De muchacho había leído las obras de Gorki bajo el banco de la escuela, lo amaba y admiraba desde hacía años. Pero no me imaginaba que él hubiera oído mi nombre y menos aún que hubiera leído nada mío, por no hablar de que a un maestro como él le pudiera parecer importante escribir un prólogo a mi obra. Y otro día se presentó en mi casa de Salzburgo un editor americano con una recomendación (como si la necesitara) y la propuesta de hacerse cargo del conjunto de mi obra para ir publicándola sucesivamente. Era Benjamin Huebsch, de la Viking Press, quien a partir de entonces ha sido para mí un amigo y un consejero de lo más fiable y que, cuando todo lo demás fue hollado y aplastado por las botas de Hitler, me conservó una última patria en la palabra, ya que yo había perdido la patria propiamente dicha, la vieja patria alemana, europea.

Semejante éxito público se prestaba peligrosamente a desconcertar a alguien que antes había creído más en sus buenos propósitos que en sus capacidades y en la eficacia de sus trabajo. Mirándolo bien, toda forma de publicidad significa un estorbo en el equilibrio natural del hombre. En una situación normal el nombre de una persona no es sino la capa que envuelve un cigarro: una placa de identidad, un objeto externo, casi insignificante, pegado al sujeto real, el auténtico, con no demasiada fuerza. En caso de éxito, ese nombre, por decirlo así, se hincha. Se despega de la persona que lo lleva y se convierte en una fuerza, un poder, algo independiente, una mercancía, un capital y, por otro lado, de rebote, en una fuerza interior que empieza a influir, dominar y transformar a la persona. Las naturalezas felices, arrogantes, suelen identificarse inconscientemente con el efecto que producen en los demás. Un título, un cargo, una condecoración y, sobre todo, la publicidad de su nombre pueden originar en ellos una mayor seguridad, un amor propio más acentuado y llevarlos al convencimiento de que les corresponde un puesto especial e importante en la sociedad, en el Estado y en la época, y se hinchan para alcanzar con su persona el volumen que les correspondería de acuerdo con el eco que tienen externamente.

Pero el que desconfía de sí mismo por naturaleza considera el éxito externo como una obligación de mantenerse lo más inalterado posible en tan difícil posición.

No quiero decir con ello que mi éxito no me alegrara. Todo lo contrario, me hacía muy feliz, pero sólo en la medida en que se limitaba al producto desgajado de mí, a mis libros y a la sombra de mi nombre, que estaba asociada a ellos. Era conmovedor ver casualmente a un pequeño bachiller entrar en una librería alemana y, sin reconocerme, pedir los Momentos estelares y pagar el libro con sus escasos ahorros. Podía alimentar mi vanidad el que, en un coche cama, el revisor me devolviera respetuosamente el pasaporte después de haber visto en él el nombre o el que un aduanero italiano renunciara generosamente a registrar mi equipaje, agradecido por algún libro que había leído. También el aspecto puramente cuantitativo del eco personal tiene algo seductor para un escritor. Un día llegué a Leipzig. Por casualidad, fue justo el día en que comenzaba la distribución de un nuevo libro mío. Me impresionó sobremanera ver la cantidad de trabajo humano que sin darme cuenta había promovido con lo que había escrito durante tres o cuatro meses a lo largo de trescientas páginas de papel. Unos obreros ponían los libros en grandes cajas, otros las arrastraban entre ayes y quejidos a los camiones que, a su vez, los llevaban a los vagones con destino a todo el mundo. En la imprenta docenas de muchachas apilaban los pliegos; los cajistas, los encuadernadores, los expedidores, los comisionistas, trabajaban desde la mañana hasta la noche y si echaba cálculos, me imaginaba que con tantos libros, alineados como ladrillos, se podría construir toda una calle de la ciudad. Tampoco he menospreciado por orgullo las cosas materiales. Nunca. Durante los primeros años no me había ni atrevido a pensar que con mis libros podría ganar dinero o tal vez incluso vivir de los beneficios que generarían. Y ahora, de repente, me aportaban sumas imponentes, cada vez más cuantiosas, que parecía que me librarían para siempre- quién podía prever nuestra época?-de todas las preocupaciones. Podía entregarme generosamente a la vieja pasión de mi juventud: coleccionar obras autógrafas; y muchas de las más bellas y valiosas de esas magníficas reliquias hallaron en mi casa un refugio afectuosamente protector. A cambio de las obras que había escrito, bastante efímeras (aunque no en el sentido peyorativo de la palabra), podía conseguir manuscritos de obras inmortales: de Mozart, Bach y Beethoven, de Goethe y Balzac. Sería, pues, ridículo por mi parte pretender que el inesperado éxito público me había dejado indiferente o que quizás incluso lo rechazaba.

Pero soy sincero cuando digo que me alegré del éxito sólo en tanto que se refería a mis libros y a mi nombre literario y que, en cambio, me resultaba molesto cuando se traducía en curiosidad por mi persona física. Desde muy pequeño nada en mí había sido más fuerte que el deseo instintivo de ser libre e independiente. Y me di cuenta de que la publicidad fotográfica coarta y desfigura la libertad de muchas personas. Además, lo que había empezado como una afición amenazaba con tomar la forma de una profesión e incluso de una empresa. El correo me traía diariamente montones de cartas, invitaciones, citaciones y consultas a las que debía responder y, si me iba de viaje un mes, a la vuelta tenía que perder dos o tres días retirando-como quien quita nieve con una pala-la montaña de correspondencia acumulada y volver a poner en orden la «empresa». Sin querer, la comercialización de mis libros me había llevado a una especie de negocio que exigía orden, control, meticulosidad y habilidad para dirigirlo como es debido: un conjunto de virtudes muy respetable que por desgracia no se avenían con mi modo de ser y amenazaban muy peligrosamente mi pura y despreocupada actividad meditativa y soñadora. Por ello, cuanto más me pedían que participara en conferencias y asistiera a actos oficiales, más me retraía, y nunca he podido superar ese temor casi patológico a tener que responder de mi nombre con mi persona. Todavía hoy una fuerza completamente instintiva me empuja a situarme en la última fila, la más discreta, de una sala, en un concierto o en un teatro, y nada me resulta más insoportable que el tener que exhibir mi rostro en una tarima o en cualquier otro lugar expuesto a la vista de un público; para mí el anonimato, en todas sus formas, es una necesidad. Ya de niño no alcanzaba a comprender a los escritores y artistas de la generación anterior que querían hacerse ver por la calle exhibiendo chaquetas de terciopelo y ondeantes cabelleras largas, con rizos caídos sobre la frente, como mis venerados amigos Arthur Schnitzler y Hermann Bahr, o con barbas y bigotes chillones e indumentarias extravagantes. Estoy convencido de que cualquier forma de dar a conocer el aspecto físico induce inconscientemente a la persona a vivir su propio «yo» como «el hombre del espejo», por utilizar la expresión de Werfel, a adoptar un cierto estilo en cada gesto, y con este cambio en la conducta exterior se suele perder la cordialidad, la libertad y la tranquilidad del carácter interior. Si ahora pudiera volver a empezar, trataría de saborear doblemente, como quien dice, esas dos situaciones afortunadas, la del éxito literario y la del anonimato personal, publicando mis obras con otro nombre, uno inventado, un seudónimo; porque si la vida ya de por sí es encantadora y llena de sorpresas, ¡cómo lo será una vida doble!

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO XIV

STEFAN ZWEIG

 

OCASO

La década de 1924 a 1933-siempre la recordaré con gratitud-fue una época relativamente tranquila para Europa, antes de que aquel hombre pusiese a nuestro mundo patas arriba. Precisamente porque había sufrido tantas conmociones, nuestra generación recibió la paz relativa como un regalo inesperado. Todos teníamos la sensación de que íbamos a recuperar la felicidad, la libertad y la concentración espiritual que los años nefastos de la guerra y de la posguerra habían arrebatado a nuestras vidas; aunque trabajábamos más, no por ello vivíamos agobiados; viajábamos, ensayábamos, volvíamos a descubrir Europa, el mundo.

La gente jamás viajó tanto como en aquellos años. ¿Se trataba acaso de la impaciencia de los jóvenes que, tras haberse visto aislados los unos de los otros, desean resarcirse de todo lo que se han perdido durante ese aislamiento? ¿Presentían acaso que era necesario huir de la estrechez antes de que las puertas se volvieran a cerrar? Yo también viajé mucho en aquella época, aunque eran viajes muy distintos a los que había hecho en mi juventud, pues ya no era forastero en otros países, en todas partes tenía amigos, editores, un público; ya no llegaba como el viajero curioso y anónimo de antes, sino como autor de mis libros, cosa que tenía muchas ventajas. Con más capacidad de influencia y eficacia, podía hacer propaganda de lo que desde hacía años se había convertido en la idea fundamental de mi vida: la unión espiritual de Europa. En este sentido di conferencias en Suiza y Holanda, hablé en francés en el Palais des Arts de Bruselas, italiano en Florencia, en la histórica Sala del Dugento donde se habían sentado Miguel Ángel y Leonardo; inglés en América, en un lecture tour desde el Atlántico hasta el Pacífico. Era una manera de viajar distinta: ahora, en todos los lugares veía a los mejores hombres de cada país como a camaradas y sin tener que buscarlos; hombres a los que en mi juventud había mirado con respeto y veneración y a los que nunca me habría atrevido a escribir una sola línea se habían convertido en amigos. Tenía vía libre para entrar en los círculos que, por regla general, permanecían altivamente cerrados a los extraños: vi los palais del Faubourg St. Germain, los palazzi de Italia, muchas colecciones privadas; en las bibliotecas no tenía que hacer cola delante de un mostrador para poder sacar libros, sino que sus directores en persona me enseñaban los tesoros escondidos; fui huésped de los anticuarios en el país de los millonarios del dólar, como el doctor Rosebach, ante cuyas tiendas los pequeños coleccionistas pasaban lanzando miradas tímidas. Por primera vez tuve la ocasión de echar un vistazo al llamado mundo «superior» y, con él, disfrutar de la comodidad y el placer de no tener que pedir permiso a nadie para entrar, sino que todo me era dado. Pero ¿acaso vi mejor el mundo de esta manera? No cesaba de añorar los viajes de mi juventud, cuando no me esperaba nadie y, debido a mi aislamiento, todo parecía misterioso; de modo que tampoco quise renunciar a mi manera de viajar de antes. Así, cuando llegué a París me abstuve de comunicarlo el mismo día aun a mis mejores amigos, tales como Roger Martin du Gard, Jules Romains, Duhamel y Masereel. Antes que nada quería deambular por las calles, igual que cuando era estudiante: sin obstáculos y sabiendo que nadie me esperaba. Visité los viejos cafés y las pequeñas fondas de antaño; me hacía ilusión regresar a mis tiempos de juventud; de la misma manera, cuando quería trabajar, me iba a los lugares más absurdos, a villas de provincia como Boulogne, Tirano o Dijon; era fabuloso ser un desconocido, alojarme en pensiones después de haberlo hecho en hoteles asquerosamente lujosos, ya dar un paso adelante ya otro atrás, distribuir a placer luces y sombras. Y aunque más adelante Hitler me arrebató la buena conciencia de haber vivido una década más como un europeo, actuando de acuerdo con mi voluntad y ejerciendo la libertad más íntima, ni siquiera él podía ya volvérmela a confiscar ni destruir.

De entre aquellos viajes, sobre todo uno me resultó en sumo grado emocionante e instructivo: el que hice a la nueva Rusia. En 1914, poco antes de la guerra, cuando trabajaba en mi libro sobre Dostoievski, ya tenía previsto ese viaje; pero se había interpuesto entonces la guadaña sangrienta de la guerra y a partir de aquel momento me retuvieron las dudas. Con el experimento bolchevique, Rusia se había convertido para todos los intelectuales en el país más fascinante de la posguerra, admirado con tanto entusiasmo como fanáticamente combatido, y en ambos casos sin suficiente conocimiento de causa. Nadie sabía a ciencia cierta-debido por un lado a la propaganda y por otro a la rabiosa contrapropaganda qué pasaba en aquel país. Pero sí sabíamos que allí se gestaba algo completamente nuevo, algo que, de buen grado o por la fuerza, podía resultar determinante para la futura forma de nuestro mundo. Shaw, Wells, Barbusse, Istrati, Gide y muchos otros habían viajado hasta allí, unos regresaban entusiasmados, otros decepcionados, y yo no habría sido un hombre vinculado al mundo del espíritu, interesado en lo nuevo, si no me hubiese seducido también a mí la perspectiva de hacerme una idea de primera mano. Mis libros habían tenido allí una difusión extraordinaria, no tan sólo en la edición completa prologada por Maxim Gorki, sino también en ediciones pequeñas y baratas, a cuatro kópecs un ejemplar, destinadas a amplios círculos de población; de manera que podía estar seguro de una buena acogida. Lo que, sin embargo, aún me retenía era el hecho de que viajar a Rusia en aquellos momentos significaba en cierto modo ya a priori tomar partido, cosa que me obligaba a pronunciarme públicamente en uno de los dos sentidos: reconocimiento o rechazo. Y yo, que en lo profundo de mi ser detestaba todo lo político y dogmático, me negaba a imponerme a mí mismo un juicio acerca de un país tan enorme y un problema no resuelto todavía, y todo sin más base que una ojeada superficial de pocas semanas. Así que a pesar de mi ardiente curiosidad no me acababa de decidir a viajar a la Unión Soviética.

Pero he aquí que a principios de la primavera de 1928 me llegó una invitación para participar-como delegado de los escritores austriacos-en la celebración del centenario del nacimiento de Lev Tolstói en Moscú y para pronunciar unas palabras en su honor durante la velada de homenaje. No tenía ningún motivo para declinar la invitación puesto que mi visita, gracias a su finalidad exenta de todo partidismo, eludía cualquier aspecto político. No se podía tomar a Tolstói, el apóstol de la non-violence, por bolchevique y hablar de él como escritor me correspondía por derecho notorio, pues se habían difundido miles de ejemplares de mi libro dedicado a su figura; también me parecía que, desde el punto de vista europeo, era una demostración importante el que escritores de todos los países se reuniesen para rendir homenaje al más grande de entre ellos. De modo que acepté, y nunca hube de arrepentirme de aquella súbita decisión mía. Ya el viaje a través de Polonia fue toda una experiencia. Vi con qué rapidez es capaz nuestra época de curar las heridas que ella misma causa. Las mismas ciudades de Galitzia que yo había conocido en ruinas en 1915 se levantaban nuevas y resplandecientes; me di cuenta de que diez años, que en la vida de un individuo constituyen un período de tiempo considerable, en la vida de un pueblo no son más que un abrir y cerrar de ojos. En Varsovia no se veía ninguna huella de que la hubiesen atravesado-dos, tres o cuatro veces-ejércitos victoriosos o vencidos. Los cafés resplandecían de mujeres elegantes.

Los oficiales que se paseaban por las calles, esbeltos y con uniformes a medida, parecían más bien consumados actores de la corte que interpretaban el papel de soldado. En todas partes se advertía actividad y se respiraba confianza y orgullo, un orgullo justificado por el hecho de que la República de Polonia se alzaba con tanto vigor sobre los escombros de los siglos.

Desde Varsovia proseguí el viaje rumbo a la frontera rusa. El terreno se volvía más llano y arenoso; en cada estación se reunía el pueblo entero, ataviados sus habitantes con abigarrados trajes típicos, porque en la época en cuestión no pasaba por aquellas tierras más que un tren de pasajeros al día en dirección al país prohibido y cerrado, y ver los resplandecientes vagones de un expreso que unía el mundo del Este con el occidental era todo un acontecimiento.

Finalmente, llegamos a la estación fronteriza de Negorolie. Por encima de la vía se extendía una tira de tela roja como la sangre con una inscripción cuyas letras cirílicas yo era incapaz de leer. Me las descifraron: «¡Proletarios de todos los países, uníos!» Al pasar por debajo de esa cinta de color rojo ardiente se entraba en el imperio del proletariado, la Unión Soviética, un mundo nuevo. El tren en que viajábamos, ciertamente, no tenía nada de proletario. Era un tren de coches cama de la época zarista, más cómodo y agradable que los trenes de lujo europeos porque era más ancho y corría más despacio. Era la primera vez que yo viajaba por tierra rusa y, cosa sorprendente, no me produjo ninguna sensación de extrañeza. Todo me resultaba curiosamente familiar: la suave melancolía de la estepa vasta y desierta, las pequeñas isbas y los pueblos con sus campanarios acabados en forma de cebolla, los hombres de barbas largas, medio campesinos y medio profetas, que nos saludaban con ancha sonrisa franca y cordial, las mujeres con sus pañuelos multicolores y sus delantales blancos que vendían levas, huevos y pepinos. ¿De dónde conocía yo todo aquello? Pues de los maestros de la literatura rusa-de Tolstói, Dostoievski, Aksákov, Gorki-que nos describen la vida del «pueblo» de esa manera tan magníficamente realista. Aunque no conocía la lengua creía comprender lo que decía la gente, aquellos hombres entrañablemente sencillos, con sus blusones holgados y cómodos, y los jóvenes trabajadores del ferrocarril que jugaban al ajedrez o leían o charlaban, esa espiritualidad inquieta e indómita de la juventud que resucita cada vez que resuena un llamamiento a todas sus fuerzas. No sé si era el amor de Tolstói y de Dostoievski por el «pueblo» lo que actuaba en mi interior como una evocación, pero lo cierto es que ya en el tren me embargó un sentimiento de simpatía por el carácter de esas gentes, ingenuas y enternecedoras, sensatas y reacias al adoctrinamiento.

Los quince días que estuve en la Unión Soviética los pasé en un estado constante de alta tensión. Veía, oía y admiraba, sentía aversión, entusiasmo e indignación, todo era como una corriente alterna entre frío y calor. La misma ciudad de Moscú era ya una disonancia: la espléndida Plaza Roja, con sus murallas y sus torres acabadas en forma de cebolla, era magníficamente tártara, oriental, bizantina, o lo que es lo mismo, rusa primitiva, y a su lado, como una horda extraña de gigantes americanos, edificios altos y modernos, ultramodernos.

No cuadraba nada. En las iglesias seguían inmóviles, ennegrecidos por el humo, los viejos iconos y los altares de los santos, cuajados de joyas; y cien pasos más allá, yacía en su féretro de cristal el cuerpo de Lenin, con un traje negro recién teñido (ignoro si en nuestro honor). Al lado de automóviles relucientes, unos izvozchiks barbudos y zarrapastrosos fustigaban a sus magros jamelgos con palabras sonoras y cariñosas; la magnífica y zarista Gran Ópera, donde se celebraba la velada, resplandecía con destellos pomposos ante un público proletario, y en los suburbios, cual ancianos sucios y abandonados, se levantaban unas casas viejas y destartaladas que tenían que apoyarse una contra otra para no desmoronarse. Todo era viejo e indolente desde hacía demasiado tiempo, todo se había oxidado, y ahora, de golpe, quería volverse moderno, ultramoderno, supertécnico. Esas prisas daban a Moscú un aire de ciudad superpoblada, atestada hasta los bordes y caótica en su febril movimiento. Había gente agolpada en todas partes, en las tiendas, frente a los teatros, y en todos esos lugares tenía que esperar, pues todo estaba tan ultraorganizado que nada funcionaba bien; la nueva burocracia, encargada de imponer el «orden», todavía disfrutaba del placer de llenar formularios y expedir permisos, con lo cual lo atrasaba todo. La gran velada, que debía empezar a las seis, empezó a las nueve y media; cuando, muerto de cansancio, salí de la Ópera a las tres de la madrugada, los oradores, impertérritos, aún seguían hablando; a todas las recepciones, a todas las citas, los europeos llegaban una hora antes. El tiempo se escurría entre los dedos y, a pesar de ello, cada segundo estaba cuajado de algo que mirar, observar, discutir; había una especie de fiebre en todo aquello y se notaba cómo, poco a poco, se apoderaba de uno esa misteriosa inflamación del alma rusa y ese deseo indomable de exteriorizar en seguida los sentimientos y las ideas que ardían en su interior. Sin saber por qué ni para qué, nos sentíamos todos ligeramente exaltados; era algo que se respiraba en aquel ambiente, inquieto y nuevo; a lo mejor ya empezaba a gestarse dentro de nosotros un alma rusa.

Había muchas cosas espléndidas, sobre todo Leningrado, esa ciudad tan genialmente concebida por unos príncipes audaces que resplandecía con sus maravillosas avenidas y sus magníficos palacios al tiempo que mostraba el deprimente San Petersburgo de las «noches blancas» y de Raskólnikov. Era imponente el Ermitage einolvidable su interior, donde, en grupos, gorra en mano tan respetuosamente como antaño ante sus iconos, los obreros, los soldados y los campesinos recorrían con sus pesadas botas los antiguos salones imperiales y contemplaban los cuadros con secreto orgullo: ahora todo esto es nuestro y aprenderemos a comprender estas cosas. Los maestros conducían a niños mofletudos a través de las salas, los comisarios de arte explicaban la obra de Rembrandt y de Ticiano a campesinos que los escuchaban un tanto cohibidos: cada vez que se les indicaba un detalle, levantaban tímidamente la mirada bajo sus gruesos párpados. Tanto en éste como en todos los demás casos, ese esfuerzo puro y honrado de sacar al «pueblo» del analfabetismo de la noche a la mañana y llevarlo directamente a la comprensión de Beethoven y de Vermeer encerraba un cierto toque de ridículo, pero ese esfuerzo de unos por volver comprensibles de buenas a primeras aquellos valores supremos, y el de los otros, por comprenderlos, estaba lleno de impaciencia por las dos partes. En las escuelas, a los alumnos se les hacía pintar cosas absurdas y extravagantes y en los bancos de niñas de doce años se veían obras de Hegel y de Sorel (a quien a la sazón ni yo mismo conocía); cocheros que aún no sabían leer del todo tenían libros en las manos, simplemente porque eran eso: libros, y libros quería decir «instrucción», es decir, el honor y el deber del nuevo proletariado. Ay, cuántas veces se nos escapaba una sonrisa cuando nos enseñaban unas fábricas mediocres y esperaban que nos quedásemos maravillados como si nunca hubiéramos visto nada parecido en Europa o en América; «eléctrica», me dijo orgulloso un obrero, señalándome una máquina de coser y mirándome con la esperanza de que me deshiciera en admiraciones. Como el pueblo veía todos esos ingenios técnicos por vez primera, creía que los habían concebido e inventado la Revolución y los «padres» Lenin y Trotski. Así que, aunque divertidos por dentro, sonreíamos llenos de admiración y nos quedábamos maravillados. «Qué niño más grande, inteligente y bondadoso es esta Rusia», pensaba yo cada vez y me preguntaba si realmente aprendería tamaña lección con la rapidez que se había propuesto. ¿Seguirá desarrollándose este plan o se estancará y acabará desembocando en el viejo oblomovismo ruso? Por momentos estaba uno lleno de confianza y al cabo de una hora desconfiaba. A medida que iba viendo yo más cosas, menos comprendía.

Pero ¿estaba esa disensión dentro de mí o más bien se cimentaba en la manera de ser rusa? ¿Acaso no se encontraba incluso en el alma de Tolstói, a quien habíamos ido a homenajear? Durante el viaje en tren a Yásnaia Poliana, hablé de ello con Lunacharski: -¿Qué fue Tolstói en realidad?-me preguntó Lunacharski-. ¿Un revolucionario o un reaccionario? ¿Acaso él mismo lo sabía? Como buen ruso, lo quería todo demasiado deprisa, pretendía cambiar el mundo entero en un abrir y cerrar de ojos después de miles de años.

Como nosotros-añadió sonriendo-, y con una sola fórmula, exactamente igual que nosotros.

No se nos comprende bien cuando se dice que los rusos somos pacientes. Lo somos en lo tocante a nuestro cuerpo e incluso a nuestra alma. Pero en cuanto al pensamiento, somos más impacientes que cualquier otro pueblo, siempre queremos saber todas las verdades, «la» verdad, y en seguida. ¡Cómo se torturó el viejo a causa de eso! En efecto, cuando visité la casa de Tolstói en Yásnaia Poliana, en ningún momento dejé de sentir aquel «¡Cómo se torturó el viejo a causa de eso!». Allí estaba la mesa de despacho en que había escrito sus obras inmortales y que había abandonado para hacer zapatos en la miserable pieza de al lado. Allí estaban la puerta y la escalera por donde había querido huir de aquella casa, del dilema de su existencia. Allí estaba el fusil con el que había matado a enemigos en la guerra, él, que era enemigo de todas las guerras. Todo el problema de su existencia se me hizo patente y palpable en aquella casa señorial baja y blanca; pero su tragedia quedó maravillosamente apaciguada luego por el camino a su último lugar de reposo.

Y es que no he visto en Rusia nada tan grandioso y conmovedor como la tumba de Tolstói. Se halla este lugar de peregrinaje en un paraje apartado y solitario incrustado en el bosque. Un sendero estrecho conduce hasta el túmulo, que no es más que un cuadrado de tierra amontonada que nadie cuida ni vigila, excepto la sombra que sobre él proyectan unos cuantos árboles altísimos. Según me contó su nieta ante la tumba, los había plantado el propio Tolstói. Su hermano Nikolái y él de pequeños habían oído decir a una mujer de pueblo que el trozo de tierra donde se plantan árboles se convierte en un lugar de felicidad. Y así, medio jugando, plantaron unos cuantos brotes. Sólo mucho más tarde, ya anciano, se acordó de aquella promesa maravillosa y acto seguido manifestó su deseo de ser enterrado bajo aquellos árboles que él mismo había plantado. Todo se hizo de acuerdo con su voluntad y su tumba se convirtió en la más impresionante del mundo gracias a su conmovedora sencillez. Un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque, sombreado por unos árboles en flor... Nulla crux, nulla corona! Ninguna cruz, ninguna lápida, ningún epitafio. El gran hombre que, como ningún otro, había sufrido por su nombre y por su fama, fue enterrado anónimamente, igual que un vagabundo encontrado por casualidad o un soldado desconocido. Nadie se ve privado de acercarse a su tumba; la pequeña valla de madera que la rodea no está cerrada. Nada guarda la quietud de aquel hombre inquieto, salvo el respeto de los hombres. Mientras que, por lo general, la curiosidad los empuja a apiñarse ante la suntuosidad de una sepultura, aquí, la contundente sencillez aleja a toda fisgonería. El viento sopla como palabra de Dios sobre la tumba del hombre anónimo; ninguna voz más; se podría pasar por delante de ella sin saber otra cosa sino que allí yace alguien, un ruso enterrado en tierra rusa. Ni la cripta de Napoleón bajo el arco de mármol de los Inválidos ni el sepulcro de Goethe en el panteón de los príncipes ni ninguno de los monumentos funerarios de la abadía de Westminster impresionan tanto con su aspecto como esta tumba conmovedora en su anonimato, magnífica en su silencio, perdida en medio del bosque y rodeada tan sólo por el susurro del viento; sin mensaje alguno, sin palabras.

Había pasado quince días en Rusia y seguía experimentando aquella tensión interior, aquella niebla que envolvía una ligera embriaguez espiritual. ¿Qué era, en realidad, lo que tanto me excitaba? No tardé en descubrirlo: eran las personas y la cordialidad espontánea que desprendían. Todas ellas, desde la primera hasta la última, estaban convencidas de que participaban en una gran causa que afectaba a toda la humanidad, profundamente convencidas de que las privaciones y restricciones que padecían las tenían que sufrir por mor de una misión superior. El viejo sentimiento de inferioridad respecto a Europa se había convertido en un orgullo embriagador de llevar ventaja, de haberse adelantado a todo el mundo. Ex oriente lux: de ellos venía la salvación; así lo creían sincera y honradamente. Ellos habían visto «la» verdad y a ellos correspondía llevar a cabo aquello que los otros apenas si soñaban. Cuando enseñaban algo, por insignificante que fuera, les brillaban los ojos: «Lo hemos hecho nosotros.» Y ese «nosotros» representaba a todo el pueblo. El cochero que nos llevaba nos señalaba con su látigo un edificio moderno cualquiera y una ancha sonrisa le iluminaba la cara: «Lo hemos construido nosotros.» Tártaros y mongoles se nos acercaban en los locales de estudiantes para enseñarnos, orgullosos, sus libros: «¡Darwin!», decía uno. «¡Marx!», decía otro. Y estaban tan orgullosos de esos libros como si los hubiesen escrito ellos mismos.

Incansables, no cesaban de apiñarse en torno a nosotros para enseñarnos o contarnos cosas; estaban agradecidos porque alguien había ido a contemplar «su» obra. Todos-¡años antes de Stalin!-tenían una confianza infinita en los europeos; nos obsequiaban con miradas leales y bondadosas y nos estrechaban la mano con fuerza y fraternidad. Pero incluso los más humildes demostraban que, si bien nos querían, no sentían «respeto», porque todos éramos hermanos, tovarischi, camaradas. Otro tanto ocurría entre los escritores. Nos reuníamos en la casa que había pertenecido a Aleksandr Herzen, no tan sólo europeos y rusos, sino también tunguses, georgianos y caucasianos, pues todos los Estados Soviéticos habían enviado sendos delegados al homenaje de Tolstói. Con la mayoría de ellos no había manera de entenderse y, sin embargo, nos entendíamos. De vez en cuando se levantaba uno, se te acercaba, nombraba el título de un libro que habías escrito, señalaba hacia su corazón como para decir «me gusta mucho» y después te cogía la mano y te la estrechaba como si quisiese romperte todos los huesos. Y algo más emotivo aún: cada uno traía un regalo. Corrían malos tiempos todavía y aquella gente no tenía nada de valor; aun así todos aportaron algún objeto para que tuviésemos un recuerdo: un grabado antiguo y sin valor, un libro que no sabían leer, una talla rústica. Yo, por supuesto, lo tenía más fácil pues podía corresponder con cosas preciosas que Rusia no había visto en años: una hoja de afeitar Gillette, una estilográfica, unos cuantos pliegos de papel blanco de buena calidad, un par de blandas zapatillas de cuero; de manera que regresé a casa muy ligero de equipaje. Lo que más nos embargaba era precisamente esa cordialidad muda y, al mismo tiempo, impulsiva, esa amplitud y ese calor humano que allí se percibían a cada paso y que son tan desconocidos entre nosotros, pues aquí jamás se llegaba hasta el pueblo; toda reunión con aquellas personas constituía una seducción peligrosa a la que se han rendido muchos escritores extranjeros que habían visitado Rusia. Como se veían agasajados como nunca y queridos por la masa auténtica, se creían en la obligación de elogiar al régimen bajo el cual eran tan leídos y amados: es propio de la naturaleza humana responder a la generosidad con generosidad, al exceso con exceso. Debo confesar que en Rusia, en más de una ocasión, estuve a punto de volverme laudatorio y de entusiasmarme con el entusiasmo.

Si no sucumbí a esta embriaguez mágica, no fue gracias a mi fuerza interior sino más bien a un desconocido cuyo nombre ignoro y nunca conoceré. Fue después de una fiesta de estudiantes. Me habían rodeado, abrazado y estrechado las manos. Contagiado de su entusiasmo, contemplaba contento y feliz sus rostros animados. Cuatro, cinco, todo un grupo me acompañó a casa y la intérprete que me habían asignado me lo traducía todo. Sólo cuando cerré la puerta de mi habitación de hotel me quedé realmente solo, solo por primera vez después de doce días, en los que siempre había ido acompañado, arropado, llevado por cálidas olas. Empecé a desnudarme y me quitaba la chaqueta cuando oí un crujido. Metí la mano en el bolsillo. Era una carta. Una carta escrita en francés pero que no me había llegado por correo, sino que alguien debía de haber deslizado hábilmente en mi bolsillo entre tantos abrazos y apretones de mano.

Sin firma, era una carta muy sensata y humana; no estaba escrita ciertamente por un ruso «blanco», pero sí rebosaba irritación ante la creciente limitación de la libertad en los últimos años. «No crea todo lo que le dicen-me escribía el desconocido-. No olvide que, a pesar de todas las cosas que le enseñan, dejan de enseñarle otras muchas. No olvide que las personas que hablan con usted, por lo general no le cuentan lo que les gustaría contarle sino sólo aquello que se les permite decir. Nos vigilan a todos, incluido usted. Su intérprete informa de todo lo que se dice. Su teléfono está interceptado y controlados todos sus pasos.» Me daba una serie de detalles y ejemplos que yo no podía comprobar. Quemé la carta, siguiendo las instrucciones de su autor. «No se limite a romperla, pues recogerían los trozos de su papelera y la reconstruirían.» Y por primera vez me puse a reflexionar sobre todo eso.

¿No era un hecho real que en medio de tanta cordialidad sincera, de toda aquella espléndida camaradería, no había tenido ni una sola ocasión de hablar con alguien en privado y con libertad? El desconocimiento de la lengua me había impedido ponerme en contacto real con la gente del pueblo, y, además, ¡qué pequeña era la parte de aquel imperio inabarcable que yo había visto en aquellos quince días! Si quisiese ser sincero conmigo mismo y con los demás, tendría que admitir que mis impresiones, por más interesantes y atractivas que fuesen en muchos de sus detalles, no podían tener validez objetiva. Por eso mismo, mientras que casi todos los escritores europeos que regresaban de Rusia en seguida publicaban un libro de afirmación entusiasta o de negación exasperada, yo no escribí más que unos pocos artículos. E hice bien absteniéndome, pues al cabo de tres meses muchas cosas habían cambiado tanto que ya no se parecían a lo que yo había visto, y al cabo de un año, los hechos habrían desmentido lo que yo hubiera escrito. Aun así, fue en Rusia donde sentí y experimenté, como en ningún otro momento de mi vida, la fuerza de la corriente de nuestra época.

En el momento de partir de Moscú mis maletas estaban bastante vacías. Había repartido todo aquello de lo que me podía desprender y tan sólo me llevaba dos iconos, que más tarde han adornado mi habitación durante largo tiempo. Pero lo más valioso que me llevaba era la amistad de Maxim Gorki, a quien había conocido en Moscú por vez primera personalmente.

Uno o dos años más tarde lo volví a ver en Sorrento, adonde se había tenido que desplazar a causa de su salud quebrada, y allí, como huésped suyo, pasé en su casa tres días inolvidables.

A decir verdad, aquel encuentro nuestro fue de lo más singular. Gorki no dominaba ningún idioma extranjero y yo, a mi vez, no sabía ruso. De acuerdo con todas las leyes de la lógica, habríamos tenido que permanecer sentados el uno delante del otro sin decir palabra o bien mantener una conversación a través de un intérprete, labor que habría desempeñado nuestra admirada amiga, h baronesa María Budberg. Pero no por casualidad era Gorki uno de los narradores más geniales de la literatura universal; para él, narrar no sólo era una forma de expresión artística sino una emanación funcional de todo su ser. Narrando vivía en su narración, se transformaba en aquello que narraba, y yo lo comprendía sin entender la lengua, lo comprendía de antemano gracias a la plasticidad de su rostro. Mirándolo bien, su aspecto era-y no se puede decir de otra manera-sólo «ruso». No había nada en sus rasgos que llamase la atención; a aquel hombre alto y esbelto, con pelo color de paja y pómulos anchos, se lo podría tomar por un campesino, un cochero, un zapatero remendón o un bohemio de descuidado aspecto. No era sino «pueblo», la forma primitiva y concentrada del hombre ruso. En la calle pasaríais distraídamente a su lado y no notaríais en él nada especial. Sólo cuando se sentara delante de vosotros y se pusiera a narrar, descubríais quién era. Porque entonces involuntariamente se convertía en la persona a la que retrataba. Recuerdo una ocasión en que y lo comprendí todo antes de que me lo tradujesen-describía a un hombre viejo, encorvado y cansado al que había encontrado una vez, durante uno de sus paseos. Sin que él se lo propusiera, se le hundió la cabeza, se le encogieron los hombros y sus ojos, brillantes y de un azul cristalino cuando había empezado, se volvieron oscuros y fatigados, y la voz, entrecortada. Sin saberlo, se había transformado en el viejo jorobado. Y cuando contaba algo alegre, no tardaba en estallar en una franca carcajada; se recostaba relajado y una luz tenue se posaba en su frente; era un placer indescriptible escucharlo mientras, con gestos circulares diríase plásticos-, reunía en torno a su persona a hombres y paisajes. En él todo era sencillo y natural: su manera de andar, de sentarse, de escuchar, su desbordante alegría. Una tarde se disfrazó de boyar-do, se ciñó una espada y su aspecto en seguida adquirió aires de nobleza; con las cejas fruncidas en un gesto imperioso, se puso a andar enérgicamente de un lado a otro de la estancia, como si estuviera ideando un terrible ucase, y al cabo de unos instantes, en cuanto se había quitado el disfraz, se echó a reír infantilmente, como un niño aldeano. Su vitalidad era prodigiosa; vivía, de hecho, con un pulmón destrozado, contra todas las leyes de la medicina, pero una voluntad de vivir realmente fantástica, unida a su férreo sentido del deber, lo mantenía en pie. Cada mañana escribía, con su letra clara y caligráfica, nuevas páginas de su gran novela; contestaba a centenares de preguntas que, desde su patria, le dirigían escritores y obreros jóvenes; estar a su lado significaba para mí sentir, vivir Rusia, no la bolchevique, no la de antes ni la de hoy, sino la vasta, poderosa y oscura alma del pueblo eterno. En aquellos años, su decisión interior aún no estaba tomada. Como viejo revolucionario, había deseado la revolución y había sido amigo personal de Lenin, pero aún en aquellos días vacilaba ante la idea de entregarse por completo al Partido, dudaba entre «hacerse pope o papa», como decía, y, sin embargo, tenía remordimientos de conciencia por no estar con los suyos en aquellos años en que cada semana era decisiva.

Por pura casualidad, en aquellos días fui testigo de una de esas escenas tan características de la nueva situación rusa, escena que me reveló todo su dilema. Por primera vez un barco de guerra ruso en viaje de maniobras había entrado en el puerto de Nápoles. Los jóvenes marineros, que nunca habían estado en esta metrópoli, se paseaban con sus elegantes uniformes por la Vía Toledo y sus grandes y curiosos ojos de campesinos no se cansaban de contemplar tantas cosas nuevas. Al día siguiente, un grupo de ellos decidió trasladarse a Sorrento con el fin de visitar a «su» escritor. No anunciaron la visita: dentro de su idea rusa de la fraternidad, encontraban perfectamente natural que «su» escritor tuviera tiempo para dedicárselo en cualquier momento. Aparecieron de repente ante su casa, y no se habían equivocado: sin hacerles esperar, Gorki los invitó a entrar. Ahora bien (el mismo Gorki me lo contó al día siguiente, riéndose), aquellos jóvenes, para los cuales no existía nada superior a la «causa», desde el primer momento se mostraron muy severos con su anfitrión. «¡Cómo puede ser que vivas aquí!-exclamaron en cuanto penetraron en el bonito y acogedor chalet-. Vives como un auténtico burgués. Y ¿por qué no vuelves a Rusia?» Gorki se vio obligado a explicárselo todo, hasta el último detalle, lo mejor que sabía. Pero, en el fondo, aquellos muchachos no eran tan severos. Simplemente habían querido demostrar que no sentían ningún «respeto» por la fama y que lo primero que hacían siempre era comprobar la manera de pensar de las personas. Tomaron asiento sin remilgos, bebieron té, charlaron con él durante un buen rato y por último, a la hora de despedirse, lo abrazaron uno tras otro. Gorki contó la escena de una manera sensacional, enamorado de la libertad y la desenvoltura que caracterizaban el comportamiento de esa nueva generación y sin mostrarse ofendido ni lo más mínimo por su juvenil franqueza.

Cuán distintos éramos nosotros-repetía-. O sumisos o impulsivos, pero nunca seguros de nosotros mismos.

Los ojos le brillaron durante toda la tarde. Y cuando le dije: Creo que a usted le hubiera gustado regresar a casa con ellos-se quedó perplejo durante unos instantes y luego me miró fijamente: ¿Cómo lo sabe? Es verdad, he estado pensando hasta el último momento si no valdría más dejarlo correr todo, los libros, los papeles, el trabajo, y embarcarme con estos muchachos para pasar quince días a bordo de su barco con rumbo desconocido. Así habría sabido de nuevo lo que es Rusia. Lejos de casa, se olvida lo mejor; ninguno de nosotros ha hecho en el exilio nada que valga la pena.

Pero Gorki se equivocaba al decir que Sorrento era un exilio, pues podía volver a casa cualquier día y, de hecho, fue lo que hizo. No había sido desterrado con sus libros, con su persona, como Merezhkovski-a quien encontré en París trágicamente amargado-ni como los que hoy somos, en las bellas palabras de Grillparzer, «dos extranjeros y ninguna patria», los que vivimos sin hogar, en medio de lenguas prestadas, llevados por el viento de un lado para otro. Unos días después, sin embargo, tuve la oportunidad de visitar en Nápoles a un exiliado de verdad, un hombre muy singular: Benedetto Croce. Durante décadas había sido guía espiritual de la juventud y, como senador y ministro, había conocido todos los honores públicos en su país, hasta que su oposición al fascismo le acarreó un conflicto con Mussolini.

Renunció entonces a todos sus cargos y se retiró; pero ello no fue suficiente para los intransigentes, que querían vencer su resistencia e, incluso, castigarla si lo consideraban pertinente. Los estudiantes, que, a diferencia de antaño, hoy se han convertido en todas partes en tropas de asalto de la reacción, atacaron su casa rompiendo todos los cristales. Pero aquel hombre bajito y rechoncho, que con sus ojos vivaces y su perilla puntiaguda parecía más bien un burgués acomodado, no se dejó intimidar. Se negó a salir del país y se quedó encerrado en su casa protegido por la muralla de sus libros, a pesar de haber recibido invitaciones de universidades americanas y extranjeras. Siguió editando su revista Critica con su estilo de siempre, siguió publicando sus libros y tan poderosa era su autoridad que la censura, por lo común implacable, se arredró ante él por orden de Mussolini, mientras que sus discípulos y partidarios fueron completamente eliminados. Para un italiano e incluso para un extranjero, visitarlo exigía mucho valor porque las autoridades sabían muy bien que él, dentro de su ciudadela, en sus habitaciones llenas de libros hasta el techo, hablaba sin ambages. Vivía, por decirlo así, en un espacio herméticamente cerrado, en una especie de burbuja de aire, en medio de cuarenta millones de compatriotas. Ese aislamiento hermético de un individuo en una ciudad de miles de habitantes, en un país de millones de habitantes, para mí tenía algo de espectral y grandioso al mismo tiempo. Yo aún no sabía que se trataba de una forma de mortificación espiritual, aunque mucho más suave que la que más tarde se nos vendría encima a nosotros, y no podía menos que admirar el vigor y la energía espiritual que aquel hombre ya viejo conservaba en su lucha diaria.

-Es precisamente la resistencia lo que le mantiene joven a uno. Si hubiese continuado como senador, todo me habría resultado fácil, y como intelectual me habría vuelto perezoso e inconsecuente ya hace tiempo. Nada perjudica tanto al intelectual como la falta de resistencia.

Desde que estoy solo y ya no tengo a la juventud a mi alrededor, me veo obligado a volverme joven yo mismo.

Pero tuvieron que pasar unos cuantos años más para que también yo comprendiera que las pruebas son un reto, que la persecución fortalece y el aislamiento eleva, siempre y cuando no haga trizas una existencia. Como todas las cosas esenciales de la vida, estos conocimientos no se aprenden de la experiencia ajena, sino única y exclusivamente del destino propio.

El hecho de que yo jamás haya visto al hombre más importante de Italia, Mussolini, se debe a mi resistencia a aproximarme a personalidades políticas; ni siquiera en mi patria, la pequeña Austria, me topé nunca con ninguno de los líderes políticos (toda una proeza, dicho sea de paso), ni con Seipel, ni con Dollfuss, ni con Schuschnigg. Y sin embargo, habría sido mi deber dar personalmente las gracias a Mussolini (quien, según supe por amigos comunes, era uno de los primeros y mejores lectores de mis libros en Italia) por la manera espontánea con que me había concedido el primer-y último-favor que jamás haya pedido yo a un gobernante.

La cosa fue así: un buen día recibí una carta urgente de un amigo de París; una señora italiana quería visitarme en Salzburgo para hablar de un asunto importante y el amigo me pedía que la recibiera sin dilación. La señora se presentó al día siguiente y me contó algo realmente conmovedor. Nacido en el seno de una familia humilde, su marido, que acabó siendo un médico destacado, había sido criado y educado por Matteotti. Ante el brutal asesinato de aquel dirigente socialista a manos de los fascistas, la conciencia mundial, ya bastante cansada, volvió a reaccionar unánimemente contra un crimen aislado. Toda Europa hervía de indignación. El fiel amigo fue uno de los seis valientes que se habían atrevido a llevar el ataúd del asesinado, públicamente, por las calles de Roma; poco después, boicoteado y amenazado, partió para el exilio. Pero la preocupación por el destino de la familia Matteotti no le dejaba descansar; en memoria de su benefactor, quiso sacar de Italia a los hijos de éste y enviarlos al extranjero. En medio de aquel intento clandestino cayó en manos de espías o agentes provocadores y fue detenido. Como el volver a sacar a la luz el nombre de Matteotti era molesto para Italia, un proceso por semejante motivo difícilmente habría arrojado una sentencia condenatoria para el médico; pero el fiscal hábilmente lo implicó en otro juicio que se celebraba al mismo tiempo y en el que se dirimía un atentado con bomba contra Mussolini.

Y el médico, que había ganado las condecoraciones militares más altas en el campo de batalla, fue condenado a diez años de cárcel.

La joven esposa, huelga decirlo, estaba muy afectada. Algo se tenía que hacer contra aquella sentencia porque su marido no la sobreviviría. Era preciso reunir a todos los nombres literarios de Europa en una protesta ruidosa, y me pedía que la ayudara. En seguida le aconsejé que descartara la vía de la protesta, pues sabía hasta qué punto, desde la guerra, todas esas manifestaciones habían caído en desuso. Intenté persuadirla de que, por orgullo nacional, ningún país toleraría que se pusiesen en tela de juicio, desde fuera, sus decisiones judiciales y le hice ver que la protesta europea en el caso Sacco y Vanzetti en América había arrojado un resultado más desfavorable que propicio para los encausados. Encarecidamente le rogué que no emprendiera acción alguna en este sentido. No habría hecho sino empeorar la situación de su marido, pues Mussolini jamás ordenaría la conmutación de la pena-no podría hacerlo aunque quisiera-si tal cosa se le imponía desde fuera. Pero le prometí, sinceramente emocionado, que haría todo lo posible. Por puro azar, justo la semana siguiente me disponía a viajar a Italia, donde tenía amigos bien dispuestos que ocupaban cargos influyentes. A lo mejor ellos podrían intervenir, silenciosamente, a su favor.

Lo intenté el mismo día de mi llegada. Pero también vi hasta qué punto en las almas se había incrustado el miedo. En cuanto mencioné aquel nombre, todos se inhibieron. No, no tenían influencia en ese caso. Era del todo imposible. La misma respuesta de una boca y de otra. Regresé avergonzado, porque a lo mejor la desdichada mujer creería que yo no lo había intentado todo. Y era la verdad: no lo había intentado todo. Aún quedaba una posibilidad: el camino más corto, directo, esto es, escribir al hombre del que dependía la decisión, a Mussolini.

Y así lo hice. Le escribí una carta realmente sincera. No quería empezar con lisonjas, le dije en la primera línea, y acto seguido abordé el asunto: que no conocía a aquel hombre ni el alcance de sus acciones, pero que había visto a su mujer, que sin duda era inocente, pero sobre la cual también recaería todo el peso del castigo si su marido pasaba todos aquellos años en la cárcel. De ninguna manera pretendía criticar la sentencia, pero presumía que a aquella mujer le salvaría la vida el que su marido, en lugar de cumplir condena en la cárcel, fuera enviado a una de las islas destinadas a presos, donde se permitía a esposas e hijos vivir con los desterrados.

Cogí la carta, dirigida a Su Excelencia Benito Mussolini, y la eché a mi habitual buzón de correos de Salzburgo. Cuatro días después me escribió la embajada italiana de Viena diciendo que Su Excelencia les encargaba darme las gracias y comunicarme que había accedido a mi deseo y, además, previsto una disminución del tiempo de la condena. Al mismo tiempo me llegó un telegrama de Italia que confirmaba el traslado solicitado. De un solo plumazo, Mussolini en persona había satisfecho mi petición, y, en honor a la verdad, el condenado no tardó mucho en beneficiarse de un indulto. En toda mi vida, ninguna otra carta me proporcionó tanta alegría y satisfacción, y si hay algún éxito literario que hoy recuerde más que otros y con especial gratitud, es éste.

Resultaba agradable viajar en aquellos últimos años de calma. Pero también era grato volver a casa. Una cosa curiosa se había producido mientras tanto en medio de un silencio absoluto. La pequeña ciudad de Salzburgo, con sus 40.000 habitantes, que yo había escogido precisamente por su romántica situación apartada, había experimentado un cambio sorprendente: se había convertido, en verano, en la capital artística no sólo de Europa sino también del mundo entero. Max Reinhardt y Hugo von Hofmannsthal, para remediar la indigencia de actores y músicos, que en verano no tenían trabajo, habían organizado al aire libre, en la plaza de la catedral, unas cuantas representaciones-sobre todo aquella célebre de Cada cual-que desde el primer momento atrajeron a visitantes de las ciudades vecinas; más adelante también lo intentaron con representaciones de óperas, cada vez mejor hechas, cada vez más perfectas. Poco a poco el mundo fue fijándose en ellas. Ambiciosos, deseaban estar allí los mejores directores, actores y cantantes, contentos de tener la oportunidad de mostrar su arte ante un público internacional y no limitarse a su reducido círculo local de espectadores. De pronto los festivales de Salzburgo se convirtieron en una atracción mundial, en una especie, por decirlo así, de juegos olímpicos del arte de la nueva era en cuyos foros competían, exhibiendo sus mejores producciones, todas las naciones del mundo. Ya nadie quería perderse aquellos extraordinarios espectáculos. Reyes y príncipes, millonarios americanos y estrellas de cine, amantes de la música, artistas, escritores y esnobs se daban cita en Salzburgo en aquellos últimos años; nunca se había producido en Europa semejante concentración de perfección dramática y musical como la que rebosaba aquella pequeña ciudad de la pequeña Austria, menospreciada durante mucho tiempo. Salzburgo floreció. En verano, se encontraban en sus calles todos aquellos europeos y americanos que buscaban en el arte la forma suprema de representación, vistiendo el traje típico de Salzburgo: pantalones cortos de lino blanco y chaquetas, los hombres, y el abigarrado «vestido de campesina», las mujeres. La pequeña Salzburgo de repente se había adueñado de la moda mundial. La gente se peleaba por una habitación de hotel, la llegada de los automóviles al teatro del festival resultaba tan fastuosa como antaño el desfile de carruajes al baile de la corte imperial y la estación del ferrocarril estaba siempre llena a rebosar; otras ciudades intentaron desviar hacia ellas tamaña corriente de oro, pero no lo consiguieron. Era Salzburgo, y siguió siéndolo durante toda aquella década, el centro de peregrinaje artístico de Europa.

De manera, pues, que, sin moverme de mi propia ciudad, de pronto me encontré viviendo en medio de Europa. Una vez más el destino me había concedido un deseo que yo ni tan siquiera me hubiera atrevido a imaginar, y nuestra casa del Kapuzinerberg se convirtió en una casa europea. ¿Quién no ha sido nuestro huésped? Nuestro álbum de visitas podría dar mejor testimonio de ello que la simple memoria, pero también este libro, junto con la casa y muchas otras cosas, se lo han quedado los nacionalsocialistas. ¿Con quién no pasamos allí horas cordiales, mirando desde la terraza el bello y pacífico paisaje, sin sospechar que justo enfrente, en la montaña de Berchtesgaden, se alojaba el hombre que habría de destruir todo aquello? Han vivido en nuestra casa Romain Rolland y Thomas Mann, y escritores como H. G. Wells, Hofmannsthal, Jakob Wassermann, Van Loon, James Joyce, Emil Ludwig, Franz Werfel, Georg Brandes, Paul Valéry, Jane Adams, Schlaom Asch y Arthur Schnitzler fueron huéspedes acogidos como amigos; también lo fueron músicos como Ravel y Richard Strauss, Alban Berg, Bruno Walter y Bartók, y ¡cuántos más, entre pintores, actores y eruditos de todas las partes del mundo! ¡Cuántas horas de conversación plácida y clara nos traía el viento cada verano! Un día subió los escarpados peldaños Arturo Toscanini y en aquel mismo momento nació una amistad que me enseñó a amar y a disfrutar de la música mucho más que antes, y con mucho más conocimiento. Más tarde, y durante años, fui el invitado más fiel a sus ensayos y en cada uno de ellos fui testigo de su apasionada lucha por arrancar esa perfección que después, en los conciertos públicos, parece tan prodigiosamente natural (en cierta ocasión intenté describir en un artículo esos ensayos que representan para todo artista el estímulo más ejemplar para no desistir hasta lograr la corrección suprema). Vi espléndidamente confirmada la máxima de Shakespeare según la cual «la música es el alimento del alma» y al asistir a la competición de las artes bendije el destino que me había concedido la gracia de poder trabajar en unión permanente con ellas. ¡Cuánta riqueza y qué colorido contenían aquellos días de verano en que el arte y un paisaje privilegiado se enaltecían mutuamente! Y cada vez que, mirando atrás, evocaba la imagen de aquella pequeña ciudad-gris, decaída y oprimida-justo después de la guerra y recordaba nuestra casa donde, temblando de frío, combatíamos la lluvia que entraba por el techo, me daba cuenta de lo que habían significado para mi vida aquellos benditos años de paz. Se podía volver a creer en el mundo, en la humanidad.

Muchos huéspedes famosos y bienvenidos visitaban nuestra casa en aquellos años, pero también en las horas de soledad se apiñaba a mi alrededor un círculo mágico de figuras eminentes cuyas sombras y pisadas poco a poco he conseguido evocar: en mi ya mencionada colección de autógrafos se habían reunido, a través de su escritura, los maestros más grandes de todos los tiempos. Lo que había empezado como una afición de quinceañero, aquel simple ramillete de objetos, con el paso de los años se había convertido-gracias a una experiencia mucho mayor, a medios más abundantes y, sobre todo, a una pasión aún más intensa-en todo un producto orgánico y hasta puedo decir que en una auténtica obra de arte. En los inicios, como todo principiante, tan sólo había intentado reunir nombres, nombres famosos; luego, llevado por una curiosidad psicológica, me limité exclusivamente a coleccionar manuscritos: originales enteros o aquellos fragmentos de obras que me permitiesen formarme una idea de cómo trabajaban mis maestros favoritos. Entre los numerosos enigmas del mundo, el más profundo e inexpugnable sigue siendo el misterio de la creación. En este ámbito la naturaleza no se deja subyugar; jamás revelará ese ingenio supremo que da origen al mundo, que permite que nazca una flor, una poesía o un hombre. Despiadada e indiferente, ha corrido el velo. Ni siquiera el poeta, ni el músico, podrán explicar a postetiori el instante de su inspiración. Una vez concluida la creación, el artista ignora por completo su origen, desarrollo y evolución.

Nunca, o casi nunca, es capaz de explicar cómo las palabras, al elevar su sentido, se han unido en una estrofa, cómo unos sonidos aislados han engendrado melodías que luego resuenan durante siglos. Lo único que puede brindarnos una idea de ese proceso incomprensible de creación son las páginas manuscritas, sobre todo las no destinadas a la imprenta, los primeros borradores aún inciertos y sembrados de correcciones a partir de los cuales se va cristalizando poco a poco la futura forma definitiva. Reunir esas páginas de todos los grandes poetas, filósofos y músicos, todas esas correcciones que constituían el testimonio de su lucha creadora, ocupó mi segunda y más sapiente época de coleccionista. Para mí era un placer ir por las subastas a la caza de ese material, encontrar su pista en los lugares más recónditos constituía un esfuerzo que acometía de buen grado al tiempo que era una especie de ciencia, pues poco a poco, junto a mi colección de autógrafos, se fue formando otra, que abarcaba todos los libros que se habían escrito sobre aquellos autógrafos y todos los catálogos referentes a ellos que se habían publicado, en total unos cuatro mil volúmenes, toda una biblioteca selecta sin precedente y sin rival, ya que ni los mismos libreros podían dedicar tanto tiempo y amor a una materia específica. Puedo decir-cosa que jamás me atrevería a hacer respecto a la literatura o a cualquier otro ámbito de la vida-que a lo largo de aquellos treinta o cuarenta años de coleccionista me convertí en la primera autoridad en el campo de los manuscritos y que sabía dónde se hallaba cada hoja importante, a quién pertenecía y cómo había llegado a manos de su propietario; de modo que llegué a ser un auténtico especialista que podía determinar a primera vista la autenticidad de un documento y en cuanto a su valoración, era más experto que la mayoría de los profesionales.

Pero poco a poco mi ambición de coleccionista fue extendiéndose. Ya no me conformaba tan sólo con poseer una galería de manuscritos de la literatura universal y de música, ese espejo de los mil tipos de métodos de creación; ya me había dejado de seducir la mera ampliación de la colección y dediqué los diez últimos años de mi actividad a perfeccionarla sin cesar. Si en un principio me bastaba con conseguir páginas de un poeta-o de un músico-que lo definieran en uno de sus momentos de creación, paso a paso mis esfuerzos fueron encaminándose a representarlo en su instante creativo supremo. De ahí que ya no buscase tan sólo el manuscrito de una de las poesías de un poeta, sino el de una de sus mejores obras, a ser posible una de esas poesías que, desde el momento en que la inspiración había encontrado por vez primera un sedimento terrenal-en tinta o en lápiz-, alcanza la eternidad. En la reliquia de su letra, quería arrancar a los inmortales-¡osada pretensión!- precisamente aquello que los había hecho inmortales para el mundo.

De manera que la colección estaba sometida a una fluctuación constante; las hojas en mi poder que menos valor tenían para ese cometido tan exigente las descartaba todas, vendiéndolas o intercambiándolas en cuanto conseguía localizar otras más importantes, más características y-si se me permite decirlo así-con más contenido de inmortalidad. E inesperadamente, en muchas ocasiones conseguía mi propósito porque, aparte de mí, había muy pocas personas que coleccionasen las piezas más importantes con tanto conocimiento de la materia, tanta tenacidad y, al mismo tiempo, tanta ciencia. Así, llegué a reunir, primero en una carpeta y luego en una caja protegida con metal y amianto, manuscritos de obras originales o fragmentos de obras que forman parte de las muestras más imperecederas de la creación humana. A causa de la vida nómada que me veo obligado a llevar, no tengo aquí, a mano, el catálogo de aquella colección, dispersa desde hace tiempo, y tan sólo puedo enumerar al azar algunas de esas cosas en que, en un momento de la eternidad, se había encarnado el genio terrenal.

Había allí una página de un cuaderno de trabajo de Leonardo, con observaciones, en escritura invertida, a unos dibujos; la orden del día a los soldados de Rívoli, redactada por Napoleón en cuatro páginas y con una letra casi ilegible; las galeradas de toda una novela de Balzac, cada página convertida en un campo de batalla con miles de correcciones que demostraban con una nitidez indescriptible la titánica lucha de su autor entre una revisión y otra (afortunadamente se ha conservado una copia fotográfica para una universidad americana). Había allí El origen de la tragedia, en una primera versión desconocida, que Nietzsche había escrito, mucho antes de su publicación, para su amada Cósima Wagner; una cantata de Bach y el aria de Alcestes, de Gluck, y una de Handel, cuyos manuscritos musicales son los más raros de todos. Siempre busqué lo más característico, y por lo general, lo encontraba: las Canciones gitanas de Brahms, la Barcarola de Chopin, la inmortal A la música de Schubert, la imperecedera «Dios guarde al emperador» del Cuarteto del emperador. A veces incluso conseguía ampliar la forma única de una obra de creación con la reconstrucción de la vida del genio de su creador. Por ejemplo, de Mozart no sólo tenía una hoja garabateada por la mano de un niño de once años, sino también, como muestra de su arte liederístico, el inmortal «Te he traído violetas»; de su música bailable, los minuetos que parafraseaban la Non piú andrai de Fígaro, y del mismo Fígaro el aria del Querubín; y también, en otro orden de cosas, las cartas encantadoramente indecentes-jamás publicadas con su texto íntegro-dirigidas a su primita, un canon escabroso y, finalmente, una página que había escrito justo antes de morir, un aria de Tito. El pliego dedicado a Goethe también era bastante voluminoso: su primera página correspondía a una traducción del latín que hizo a los nueve años; la última, una poesía que escribió a los ochenta y dos, poco antes de morir, y entre ambas, una hoja enorme perteneciente a la obra cumbre de su creación, un folio de dos caras del Fausto; un manuscrito sobre Ciencias Naturales, numerosas poesías y, además, dibujos pertenecientes a diferentes épocas de su vida; de un solo vistazo, en aquellas quince páginas se podía ver la vida entera de Goethe. En el caso de Beethoven, el más venerado de todos, no conseguí un retrato tan completo. Al contrario que en el caso de Goethe, en que tenía como adversario a mi editor, el profesor Kippenberg, en el de Beethoven, en las subastas tenía que rivalizar con uno de los hombres más ricos de Suiza, que había reunido un tesoro beethoveniano inigualable. Sin embargo, dejando de lado un cuaderno de notas de su juventud, el lied "El beso" y fragmentos de la música de Egmont, logré al menos una representación visual de un momento clave de su vida, el más trágico, con una perfección tal que ningún museo del mundo puede ofrecer nada semejante. Gracias a un primer golpe de suerte, pude adquirir todas las pertenencias de su habitación que sobraron tras su muerte subastadas, habían sido compradas por el consejero áulico Breuning-, sobre todo el voluminoso escritorio en cuyos cajones se ocultaban los retratos de sus dos amantes, la condesa Giulietta Guicciardi y la condesa Erdödy; el cofrecito del dinero, que hasta el último momento había guardado junto al lecho; el pequeño pupitre sobre el cual, ya postrado en la cama, había escrito sus últimas composiciones y cartas; un bucle de su cabello blanco, cortado en su lecho de muerte; la invitación a las exequias; su última nota referente a la colada, que había escrito con mano temblorosa; el documento del inventario de la casa para la subasta y la suscripción de todos sus amigos vieneses a favor de la cocinera Sali, que se había quedado sin medios de subsistencia. Y como el azar siempre echa una mano de amigo a un buen coleccionista, poco después de haber comprado todos aquellos objetos de su cámara mortuoria, tuve la ocasión de hacerme con los tres dibujos de la cama en que murió. Por las descripciones de los contemporáneos se sabía que un joven pintor y amigo de Schubert, Josef Teltscher, había intentado dibujar al moribundo aquel 26 de marzo en que Beethoven agonizaba, pero el consejero áulico Breuning, que encontraba tal propósito falto de respeto, lo había echado de la habitación. Los dibujos desaparecieron por espacio de cien años, hasta que en una pequeña subasta de Brünn se vendieron a un precio irrisorio docenas de cuadernos que contenían apuntes de aquel pintor de andar por casa y entre los cuales de pronto aparecieron aquellos esbozos. Y como una casualidad suele llevar a otra, un día me llamó un marchante para preguntarme si me interesaba el original de un dibujo hecho en el lecho de muerte de Beethoven. Le contesté que ya lo tenía, pero más tarde resultó que el que él me ofrecía era el original de la litografía de Danhauser, tan famosa después, en que aparecía Beethoven en su lecho de muerte. Y he aquí cómo, finalmente, conseguí reunir todos los objetos que conservaban la imagen de aquel último momento, momento memorable y verdaderamente inmortal.

Por supuesto yo no me consideraba el propietario de esas cosas sino tan sólo su guardián temporal. No me seducía la sensación de poseerlas, de tenerlas en mi poder, sino el incentivo de reunirlas, de convertir una colección en una obra de arte. Era consciente de que con aquella colección había creado algo que, en su conjunto, era mucho más digno de sobrevivir que mis propias obras. A pesar de las muchas ofertas que recibí, dudé en confeccionar un catálogo porque me hallaba justo en un momento álgido del trabajo de organización e, insaciable de mí, a muchos nombres y no menos obras aún les faltaba la forma perfecta y definitiva. Tenía la firme intención de legar aquella colección única a una institución que, después de mi muerte, cumpliese una condición especial, a saber: destinar una suma anual de dinero a la labor de ir completando la colección con el mismo cariz que yo le había dado. De ese modo no se quedaría como un conjunto de objetos inmóvil, sino que sería un organismo vivo que, cincuenta o cien años después de mi muerte, se seguiría completando y perfeccionando para acabar por convertirse en un todo cada vez más bello.

Sin embargo, se ha demostrado que a nuestra generación, puesta a prueba tantas y tantas veces, le resulta vetado pensar más allá de sí misma. Cuando empezó la era de Hitler y me vi obligado a abandonar mi casa, se acabó el placer que me proporcionaba mi colección, como también la seguridad de poder conservar algo para siempre. Durante un tiempo aún había depositado algunos objetos en cajas fuertes y en casas de amigos, pero después siguiendo las palabras admonitorias de Goethe en el sentido de que museos, colecciones y arsenales se entumecen si se deja de ampliarlos-tomé la decisión de decir un adiós definitivo a una colección a la que ya no podía dedicarle más esfuerzos y desvelos. Como despedida, regalé una parte de ella a la Biblioteca Nacional de Viena, principalmente aquellas piezas que había recibido, también como regalo, de mis amigos coetáneos; otra parte la vendí y lo que pasa o ha pasado con el resto no me preocupa demasiado. En ningún momento me ha producido satisfacción la cosa creada, sino el proceso de crearla. De modo que no lloro algo que había tenido, porque en esta época, enemiga de todo arte y de toda colección, si los perseguidos y expulsados hemos tenido que aprender un arte nuevo, desconocido, ha sido el de saberse despedir de todo aquello que en otros tiempos había sido nuestro orgullo y nuestro amor.

Y así transcurrieron mis años, trabajando y viajando, aprendiendo, leyendo, coleccionando y disfrutando de todo ello. Me desperté una mañana de noviembre de 1931 y tenía cincuenta años. Para el buen cartero de barba blanca de Salzburgo la fecha resultó un mal día. Como en Alemania había la buena costumbre de celebrar en los periódicos-con pelos y señales-el quincuagésimo cumpleaños de un escritor, el viejo tuvo que subir los escarpados escalones con un imponente fajo de cartas y telegramas. Antes de abrirlos y leerlos sopesé qué significaba para mí aquel día. Los cincuenta años representan un cambio; uno mira preocupado hacia atrás, analiza la parte del camino que ya ha recorrido y se pregunta en silencio si seguirá adelante. Repasé el tiempo vivido. Como si desde la casa de los Alpes estuviera mirando la cadena montañosa y la suave pendiente del valle, contemplé retrospectivamente aquellos cincuenta años y me tuve que confesar que habría sido un crimen no sentirme agradecido. Al fin y al cabo, me había sido concedido más, inconmensurablemente más, de lo que yo podía esperar o hubiera confiado en recibir. El medio a través del cual quería desarrollar y expresar mi personalidad, la producción poética y literaria, había obtenido un rendimiento muy superior a cuanto cabía en los sueños más atrevidos de mi infancia. Como regalo de cumpleaños, la editorial Insel había editado una bibliografía de mis libros publicados en todas las lenguas, que ya de por sí era un libro; no faltaba ninguna lengua, ni el búlgaro ni el finés, ni el portugués ni el armenio, ni el chino ni el marathi. En braille, en taquigrafía, en todos los alfabetos e idiomas, mis palabras y pensamientos habían llegado a la gente; mi existencia se había extendido infinitamente más allá del espacio de mi ser. Me había ganado la amistad personal de muchos de los mejores hombres de nuestra época, me había deleitado con las interpretaciones más sublimes; había podido ver y disfrutar de las ciudades eternas, de los cuadros eternos, de los paisajes más bellos de la tierra. Me había mantenido libre, independiente de cargos y profesiones, mi trabajo era mi alegría y, más aún, ¡había llevado alegría a otros! En un momento así ¿acaso podía sucederme algo malo? ¿Qué? Allí estaban mis libros: ¿podía alguien destruirlos? (Lejos de sospechar nada, así pensaba en aquellos momentos.) Allí estaban mis amigos: ¿acaso iba a perderlos? Sin miedo alguno pensaba en la muerte, en la enfermedad, pero no me venía a la cabeza ni la más remota de las imágenes de lo que aún me estaba reservado por vivir: el hecho de que me vería obligado a volver a ir de país en país, a atravesar un mar tras otro, expulsado, perseguido y despojado de la patria, que mis libros acabarían quemados, prohibidos y proscritos y mi nombre, estigmatizado en Alemania como el de un criminal, y que los mismos amigos cuyos telegramas y cartas tenía encima de la mesa palidecerían al toparse conmigo; que era posible borrar sin dejar rastro todo lo que yo había hecho con tenacidad a lo largo de treinta o cuarenta años, que toda esa vida, asentada sobre pilares tan sólidos y en apariencia tan imperturbable como en aquel momento, podría desintegrarse y que yo, hallándome tan cerca de la cima, podría verme obligado a empezar de cero, con las fuerzas ya un poco cansadas y el alma trastornada. Realmente no era el día idóneo para imaginarse cosas tan absurdas e insensatas. Podía sentirme contento y satisfecho. Me gustaba mi trabajo y por eso mismo amaba la vida. Estaba a salvo de preocupaciones, pues aun si no volvía a escribir una sola línea velarían por mí mis libros. Todo parecía conseguido y el destino, asentado. La seguridad que había conocido en la primera época de mi vida, en casa de mis padres, y que había perdido durante la guerra acabé por reconquistarla a fuerza de trabajo. ¿Qué más podía desear? Sin embargo, cosa rara: justamente el hecho de que en aquel momento no supiera qué desear me creaba un misterioso estado de desasosiego. ¿Realmente sería tan bueno preguntaba algo dentro de mí, que no era yo mismo-que tu vida siguiese así, tan calmada, tan ordenada, tan lucrativa, tan cómoda, sin nuevas pruebas ni tensiones? ¿No es más bien impropia de ti, de la esencia de tu ser, una existencia tan privilegiada y perfectamente asentada en sí misma? Paseé pensativo por la casa, que se había hecho más hermosa en aquellos años, tal y como yo la quería. Y, sin embargo, ¿habría de vivir en ella para siempre, sentarme siempre a la misma mesa y escribir libros uno tras otro y cobrar los derechos de autor y después más derechos de autor, para poco a poco acabar por convertirme en un señor respetable que debe administrar con decoro y buenas maneras tanto su nombre como su obra, aislado ya de toda contingencia, toda tensión y todo peligro? ¿Tendría que seguir siempre así hasta los sesenta, los setenta años, siempre por un camino recto y llano? ¿No sería para mí mejor-seguía soñando aquella cosa dentro de mí-que me pasara algo más, algo nuevo, algo que me volviese más inquieto, más tenso, más joven; que me retase a una lucha nueva y a lo mejor aún más peligrosa? En todo artista anida un dilema misterioso: cuando la vida lo obliga a ir febrilmente de un lado para otro él anhela tranquilidad; pero cuando tiene tranquilidad echa de menos la tensión. Así, el día de mi cincuenta cumpleaños en el fondo de mi corazón sólo albergaba un deseo perverso: que sucediese algo capaz de arrancarme otra vez de aquella seguridad y aquellas comodidades y que me obligase ya no tan sólo a seguir sino a empezar de cero. ¿Era miedo a la edad, al cansancio, a la pereza? ¿O era un presentimiento secreto que entonces me hacía anhelar una vida distinta, más ardua, en beneficio de mi evolución interior? No lo sé. Porque lo que en aquella hora especial afloraba del crepúsculo del inconsciente no era un deseo expresado con claridad ni tampoco, huelga decirlo, algo relacionado con la voluntad despierta. Tan sólo era un pensamiento pasajero que me asaltó como un soplo de viento, y a lo mejor ni siquiera era mío sino que venía de profundidades que yo ignoraba. Pero el oscuro e inabarcable poder que gobernaba los designios de mi vida y que ya me había concedido tantas y tantas cosas que ni yo mismo me había atrevido a desear, debía haberlo percibido. Y ese poder, obediente, levantó la mano para aplastar mi vida hasta en sus últimos fundamentos y para obligarme a edificar otra nueva, del todo diferente, más ardua y difícil, desde los cimientos y a partir de las ruinas.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO XV

STEFAN ZWEIG

 

«INCIPIT» HITLER

Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época. Por esta razón no recuerdo cuándo oí por primera vez el nombre de Adolf Hitler, ese nombre que ya desde hace años nos vemos obligados a recordar o pronunciar en relación con cualquier cosa todos los días, casi cada segundo, el nombre del hombre que ha traído más calamidades a nuestro mundo que cualquier otro en todos los tiempos. Sin embargo, debió de ser bastante pronto, pues nuestra Salzburgo, situada a dos horas y media de tren, era como una ciudad vecina de Munich, de modo que los asuntos puramente locales de allí nos llegaban bastante rápido. Sólo sé que un día-no sabría precisar la fecha-me visitó un conocido de allá quejándose de que en Munich volvía a reinar la agitación. Había sobre todo un agitador tremebundo llamado Hitler que celebraba reuniones con muchas broncas y peleas e incitaba a la gente del modo más vulgar contra la República y los judíos.

Aquel nombre no me decía nada. Y no le presté más atención, porque a saber cuántos nombres de agitadores y golpistas, hoy ya completamente olvidados, aparecían en la desbaratada Alemania de entonces para volver a desaparecer con la misma rapidez: por ejemplo, el del capitán Ehrhardt, con sus tropas del Báltico; el de Wolfgang Kapp, el de los asesinos del tribunal de la Santa Vehma; los de los comunistas bávaros, de los separatistas renanos, de los líderes de los cuerpos de voluntarios. Centenares de pequeñas burbujas como ésas se mezclaban en la efervescencia general y, cuando estallaban, desprendían un hedor que delataba claramente el proceso de putrefacción oculto en la herida todavía abierta de Alemania. También me cayó una vez en las manos aquel periodicucho del nuevo movimiento nacionalsocialista, el Miesbacher Anzeiger (del que más tarde nacería el Völkische Beobachter). Pero Miesbach sólo era un villorrio y el periódico, una cosa vulgar y ordinaria. ¿A quién le importaba? Pero luego, en las vecinas poblaciones fronterizas de Reichenhall y Berchtesgaden, adonde yo iba casi todas las semanas, de repente empezaron a surgir grupos de jóvenes, al principio pequeños pero después cada vez más numerosos, con botas altas, camisas pardas y brazaletes chillones con la esvástica. Organizaban reuniones y desfiles, se exhibían por las calles cantando y vociferando, pegaban enormes carteles en las paredes y las pintarrajeaban con la cruz gamada. Por primera vez me di cuenta de que detrás de aquellas bandas surgidas de repente debían de esconderse fuerzas económicas poderosas o al menos influyentes en otros ámbitos. Aquel hombre solo, Hitler, que por aquel entonces pronunciaba sus discursos exclusivamente en las cervecerías bávaras, no podía haber organizado y pertrechado a aquellos miles de rapazuelos hasta convertirlos en un aparato tan costoso. Debían de ser manos más fuertes las que impulsaban aquel nuevo «movimiento», porque los uniformes eran flamantes, las «tropas de asalto», que eran mandadas de una ciudad a otra, disponían-en unos tiempos de miseria, cuando los verdaderos veteranos del ejército llevaban uniformes andrajosos-de un sorprendente parque de automóviles, motocicletas y camiones nuevos e impecables. Era evidente, además, que algún mando militar preparaba tácticamente a aquellos jóvenes (o, como se decía entonces, les inculcaba una disciplina «paramilitar») y que tenía que ser el mismo ejército del Reich-en cuyo servicio secreto desde el principio había estado Hitler como soplón-quien se ocupaba de darles una instrucción técnica regular con el material que gustosamente les suministraban. Por casualidad pronto tuve ocasión de presenciar una de aquellas «operaciones militares» preparada de antemano. En una de las poblaciones fronterizas, donde se celebraba una pacífica asamblea socialdemócrata, aparecieron de repente y a toda velocidad cuatro camiones, cada uno de ellos lleno de mozalbetes nacionalsocialistas armados con porras de goma y, lo mismo que había visto antes en la plaza de San Marcos de Venecia, con su celeridad cogieron a la gente desprevenida. Era el método aprendido de los fascistas italianos, sólo que a base de una instrucción-militar más precisa y sistemática, al estilo alemán, hasta el último detalle. A golpe de silbato los hombres de las SA saltaron como un rayo de los camiones, repartieron porrazos a cuantos encontraron a su paso y, antes de que la policía pudiera intervenir o los obreros se pudieran concentrar, ya habían vuelto a subir a los camiones y se alejaban a toda velocidad. Lo que me dejó boquiabierto fue la precisión técnica con que habían bajado y subido a los camiones, obedeciendo a un solo silbido estridente del jefe de grupo. Era evidente que cada uno de aquellos muchachos sabía de antemano, hasta los tuétanos, qué asidero debía usar, por qué rueda del camión y en qué lugar debía saltar para no estorbar al siguiente ni poner en peligro la operación. No se trataba en absoluto de una cuestión de habilidad personal, sino que cada una de las maniobras debía de haberse ensayado previamente docenas de veces, quizá centenares, en cuarteles y campos de instrucción. Desde el principio-y aquella primera experiencia lo demostraba-la tropa había sido adiestrada para el ataque, la violencia y el terror.

Pronto se tuvieron más noticias de aquellas maniobras clandestinas en el land bávaro. Cuando todo el mundo dormía, los mozalbetes salían a hurtadillas de sus casas y se reunían para practicar ejercicios nocturnos «sobre el terreno»; oficiales del ejército, en servicio activo o retirados, pagados por el Estado o por los capitalistas secretos del Partido, instruían a esas tropas sin que las autoridades prestaran demasiada atención a sus extrañas maniobras nocturnas. ¿Dormían o simplemente cerraban los ojos? ¿Consideraban que era un movimiento de poca importancia o a escondidas fomentaban su expansión? Sea como fuere, incluso los que apoyaban de tapadillo al movimiento, más tarde se estremecieron ante la brutalidad y la rapidez con que echó a andar. Una mañana, cuando las autoridades se despertaron, Munich había caído en manos de Hitler, todas las oficinas públicas habían sido ocupadas y los periódicos, obligados a punta de pistola a anunciar a bombo y platillo el triunfo de la revolución. Como caído del cielo (el único lugar hacia donde había levantado su soñadora mirada la desprevenida República), había aparecido un dens ex machina, el general Ludendorff, el primero de muchos que creían que podían driblar a Hitler y que, por el contrario, acabaron engañados por él. Por la mañana empezó el famoso putsch que habría de conquistar Alemania; al mediodía, como se sabe (aquí no hace falta dar lecciones de historia universal), todo había terminado. Hitler huyó y no tardó en ser detenido. Con esto el movimiento parecía extinguido.

Aquel año de 1923 desaparecieron las cruces gamadas y las tropas de asalto e incluso el nombre de Hitler cayó en el olvido. Ya nadie pensaba en él como en un factor de poder.

No reapareció hasta pasados unos años y entonces la furiosa oleada de descontento lo elevó en seguida hasta lo más alto. La inflación, el paro, las crisis políticas y, no en menor grado, la estupidez extranjera habían soliviantado al pueblo alemán: para el pueblo alemán el orden ha sido siempre más importante que la libertad y el derecho. Y quien prometía orden (el propio Goethe dijo que prefería una injusticia a un desorden) desde el primer momento podía contar con centenares de miles de seguidores.

Pero todavía no nos dábamos cuenta del peligro. Los pocos escritores que se habían tomado de veras la molestia de leer el libro de Hitler, en vez de analizar el programa que contenía se burlaban de la ampulosidad de su prosa pedestre y aburrida. Los grandes periódicos democráticos en vez de prevenir a sus lectores, los tranquilizaban todos los días diciéndoles que aquel movimiento que, en efecto, a duras penas financiaba su gigantesca actividad agitadora con el dinero de la industria pesada y un endeudamiento temerario, se derrumbaría irremisiblemente al día siguiente o al otro. Pero quizás en el extranjero no se entendió el verdadero motivo por el cual Alemania había menospreciado y banalizado la persona y el poder creciente de Hitler: Alemania no sólo ha sido siempre un Estado de clases, sino que, además, dentro de ese ideal social ha tenido que soportar una veneración exagerada e idólatra hacia la «formación académica», una veneración que no ha cambiado con los siglos.

Dejando de lado a algunos generales, los altos cargos del Estado estaban reservados exclusivamente a las llamadas «clases cultas académicas». Mientras que en Inglaterra un Lloyd George, en Italia un Garibaldi o un Mussolini y en Francia un Briand procedían realmente del pueblo y de él habían accedido a los cargos más altos del Estado, para los alemanes era impensable que un hombre que ni siquiera había acabado los estudios primarios, por no hablar de una carrera universitaria, alguien que dormía en asilos y durante años había llevado una vida oscura y precaria de un modo todavía hoy no esclarecido, pudiese aspirar siquiera a una posición que habían ocupado un barón von Stein, un Bismarck o un príncipe von Billow. Este orgullo basado en la formación académica indujo a los intelectuales alemanes, más que cualquier otra cosa, a seguir viendo en Hitler al agitador de las cervecerías que nunca podría llegar a constituir un peligro serio, cuando ya desde hacía tiempo, gracias a sus instigadores invisibles, se había granjeado el favor de poderosos colaboradores en distintos ámbitos. E incluso aquel mismo día de enero de 1933 en que se convirtió en canciller, la gran masa y los mismos que lo habían empujado al cargo lo consideraban un simple depositario provisional del puesto y veían el gobierno del nacionalsocialismo como un mero episodio.

Entonces se manifestó por primera vez y a gran escala la técnica cínicamente genial de Hitler. Durante años había hecho promesas a diestro y siniestro y se había ganado importantes prosélitos en todos los partidos, cada uno de los cuales creía poder aprovechar para sus propios fines las fuerzas místicas de aquel «soldado desconocido». Pero la misma técnica que Hitler empleó más adelante en política internacional, la de concertar alianzas-basadas en juramentos y en la sinceridad alemana-con aquellos a los que quería aniquilar y exterminar, le valió ya su primer triunfo. Sabía engañar tan bien a fuerza de hacer promesas a todo el mundo, que el día en que llegó al poder la alegría se apoderó de los bandos más dispares. Los monárquicos de Doorn creían que sería el pionero más leal del emperador, e igual de exultantes estaban los monárquicos bávaros y de Wittelsbach en Munich; también ellos lo consideraban «su» hombre. Los del partido nacional-alemán confiaban en que él cortaría la leña que calentaría sus fogones; su líder, Hugenberg, se había asegurado con un pacto el puesto más importante en el gabinete de Hitler y creía que de este modo ya tenía un pie en el estribo (naturalmente, a pesar del acuerdo hecho bajo juramento, tuvo que salir por piernas después de las primeras semanas). Gracias a Hitler, la industria pesada se sentía libre de la pesadilla bolchevique; por fin veía en el poder al hombre a quien durante años había financiado a hurtadillas y, a su vez, la pequeña burguesía depauperada, a la que Hitler había prometido en centenares de reuniones que «pondría fin a la esclavitud de los intereses», respiraba tranquila y entusiasmada.

Los pequeños comerciantes recordaban su promesa de cerrar los grandes almacenes, sus competidores más peligrosos (una promesa que nunca se cumplió), y sobre todo el ejército celebró el advenimiento de un hombre que denostaba el pacifismo y cuya mentalidad era militar. Incluso los socialdemócratas no vieron su llegada al poder con tan malos ojos como habría sido de esperar, porque confiaban en que eliminaría a sus enemigos mortales, los comunistas, que tan enojosamente les pisaban los talones. Los partidos más diversos y opuestos entre sí consideraban a ese «soldado desconocido»-que lo había prometido y jurado todo a todos los estamentos, a todos los partidos y a todos los sectores como a un amigo... Ni siquiera los judíos alemanes se mostraron demasiado preocupados. Se engañaban con la ilusión de que un ministre jacobin ya no era un jacobino, de que un canciller del Reich depondría, por supuesto, la vulgar actitud de un agitador antisemita. Y, por último, ¿podía imponer nada por la fuerza a un Estado en que el derecho estaba firmemente arraigado, en que tenía en contra a la mayoría del Parlamento y en que todos los ciudadanos creían tener aseguradas la libertad y la igualdad de derechos, de acuerdo con la Constitución solemnemente jurada? Luego se produjo el incendio del Reichstag, el Parlamento desapareció y Goring soltó a sus hordas: de un solo golpe se aplastaron todos los derechos en Alemania. Horrorizada, la gente tuvo noticia de que existían campos de concentración en tiempos de paz y de que en los cuarteles se construían cámaras secretas donde se mataba a personas inocentes sin juicio ni formalidades. Aquello sólo podía ser el estallido de una primera furia insensata, se decía la gente. Algo así no podía durar en pleno siglo XX. Pero sólo era el comienzo. El mundo aguzó los oídos y se negó al principio a creerse lo increíble. Pero ya en aquellos días vi a los primeros fugitivos. De noche habían atravesado las montañas de Salzburgo o el río fronterizo a nado. Nos miraban hambrientos, andrajosos, azorados; con ellos había empezado la huida provocada por el pánico ante la inhumanidad que después se extendería por el mundo entero. Pero viendo a aquellos expulsados, todavía no me imaginaba que sus rostros macilentos anunciaban ya mi propio destino y que todos seríamos víctimas del poder de aquel solo hombre.

Resulta difícil desprenderse en pocas semanas de treinta o cuarenta años de fe profunda en el mundo. Anclados en nuestras ideas del derecho, creíamos en la existencia de una conciencia alemana, europea, mundial, y estábamos convencidos de que la inhumanidad tenía una medida que acabaría de una vez para siempre ante la presencia de la humanidad. Puesto que intento ser tan sincero como puedo, tengo que confesar que en 1933 y todavía en 1934 nadie creía que fuera posible una centésima, ni una milésima parte de lo que sobrevendría al cabo de pocas semanas. De todos modos, teníamos claro de antemano que los escritores libres e independientes íbamos a contar con ciertas dificultades, contrariedades y hostilidades. Justo después del incendio del Reichstag dije a mi editor que pronto se acabarían mis libros en Alemania. No olvidaré su estupefacción.

-Quién habría de prohibir sus libros?-dijo entonces, en 1933, todavía muy asombrado-. Usted no ha escrito ni una sola palabra contra Alemania ni se ha metido en política.

Ya lo ven: todas las barbaridades, como la quema de libros y las fiestas alrededor de la picota, que pocos meses más tarde ya eran hechos reales, un mes después de la toma del poder por Hitler todavía eran algo inconcebible incluso para las personas más perspicaces. Porque el nacionalsocialismo, con su técnica del engaño sin escrúpulos, se guardaba muy mucho de mostrar el radicalismo total de sus objetivos antes de haber curtido al mundo. De modo que utilizaban sus métodos con precaución; cada vez igual: una dosis y, luego, una pequeña pausa.

Una píldora y, luego, un momento de espera para comprobar si no había sido demasiado fuerte o si la conciencia mundial soportaba la dosis. Y puesto que la conciencia europea-para vergüenza e ignominia de nuestra civilización-insistía con ahínco en su desinterés, ya que aquellos actos de violencia se producían «al otro lado de las fronteras», las dosis fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta tal punto que al final toda Europa cayó víctima de tales actos. Lo más genial de Hitler fue esa táctica suya de tantear el terreno poco a poco e ir aumentado cada vez más su presión sobre una Europa que, moral y militarmente, se debilitaba por momentos. Decidida desde hacía tiempo, también la acción contra la libre expresión y cualquier libro independiente en Alemania se llevó a cabo con el mismo método de tanteo previo. No se promulgó una ley que prohibiera lisa y llanamente nuestros libros: eso llegaría dos años más tarde; en lugar de ello, por lo pronto se organizó un pequeño ensayo para saber hasta dónde se podía llegar y se endosaron los primeros ataques contra nuestros libros a un grupo sin responsabilidad oficial: los estudiantes nacionalsocialistas. Siguiendo el mismo sistema con que se escenificaba la «ira popular» para imponer el boicot a los judíos-decidido desde mucho antes-, se dio una consigna secreta a los estudiantes para que manifestaran públicamente su «indignación» contra nuestros escritos. Y los estudiantes alemanes, contentos de cualquier oportunidad para exteriorizar su mentalidad reaccionaria, se amotinaban obedientemente en todas las universidades, sacaban ejemplares de nuestros libros de las librerías y, con tal botín y ondeando banderas, desfilaban hasta una plaza pública. Una vez allí, y siguiendo la vieja costumbre alemana (la Edad Media volvió a ponerse de moda rápidamente), los clavaban en la picota, los exponían a la vergüenza pública (yo mismo tuve unos de esos ejemplares atravesado por un clavo, que un estudiante amigo mío había salvado después de la ejecución y me había regalado) o, como por desdicha no estaba permitido quemar personas, los reducían a cenizas en grandes hogueras mientras recitaban lemas patrióticos. Es verdad que, después de muchas dudas, Goebbels, ministro de Propaganda, se decidió en el último momento I. dar su bendición a la quema de libros, pero ésta siempre constó como una medida semioficial, y nada demuestra tan claramente la poca identificación que tenía entonces Alemania con estas acciones como el hecho de que el común de las gentes no sacó ni la más mínima consecuencia de las quemas y proscripciones llevadas a cabo por los estudiantes. A pesar de la advertencia a los libreros de que no expusieran ninguno de nuestros libros y a pesar de que los periódicos ya no los mencionaban, el auténtico público no se dejó influir en absoluto. Mientras no se castigó su lectura con la cárcel o el campo de concentración, mis libros seguían leyéndose todavía en el año 1933; y durante 1934, a pesar de todas las trabas y dificultades, se vendió casi el mismo número de ejemplares que antes. Primero fue necesario que aquel fantástico decreto «para la protección del pueblo alemán» se convirtiera en ley, ley que declarase crimen de Estado la impresión, venta y difusión de nuestros libros, para que nos dejaran de leer los miles y millones de alemanes que todavía hoy preferirían leernos y acompañarnos fielmente en nuestro ejercicio que leer a «los poetas de la sangre y la tierra».

Para mí fue más un honor que una ignominia el poder compartir el destino de la aniquilación total de la vida literaria en Alemania con contemporáneos tan eminentes como Thomas Mann, Heinrich Mann, Werfel, Freud, Einstein y muchos otros cuya obra considero incomparablemente más importante que la mía, y cualquier gesto de mártir me repugna hasta el punto de que sólo a disgusto menciono la circunstancia de haberme visto incluido en el destino general. Y por extraño que parezca, me correspondió precisamente a mí el poner en una situación especialmente penosa al nacionalsocialismo e incluso a Adolf Hitler en persona. De entre todos los proscritos, no fue sino mi figura literaria la que se convirtió en objeto, y repetidas veces, de la irritación más furibunda y de unos debates interminables en las más altas esferas de la villa de Berchtesgaden, de modo que puedo añadir a las cosas agradables de mi vida la modesta satisfacción de haber disgustado al hombre-de momento-más poderoso de la época moderna, Adolf Hitler.

Ya en los primeros días del nuevo régimen provoqué, inocentemente, una especie de alboroto. El caso es que se proyectaba entonces en toda Alemania una película basada en mi narración corta Secreto ardiente, con el mismo título. Nadie se había escandalizado por ello. Pero he aquí que al día siguiente del incendio del Reichstag, la culpa del cual los nacionalsocialistas intentaban-en vano-cargar a los comunistas, la gente se congregó frente a la cartelera del cine donde se proyectaba Secreto ardiente, guiñándose el ojo, dándose codazos y riendo. Los de la Gestapo pronto entendieron por qué la gente se reía de aquel título. Y aquella misma tarde policías en motocicleta corrieron de un lado para otro prohibiendo la proyección de la película; a partir del día siguiente, el título de mi pequeña novela desapareció sin dejar rastro de las carteleras de los periódicos y de todas las columnas de anuncios.

Prohibir una palabra que les molestaba e incluso quemar y destruir todos nuestros libros había sido de todos modos algo bastante fácil. Hubo un caso, en cambio, en que no pudieron alcanzarme sin perjudicar al mismo tiempo al hombre que más necesitábamos en aquellos momentos críticos para el prestigio de la nación alemana ante el mundo, el músico vivo más grande y más famoso del país, Richard Strauss, junto con el cual yo acababa de escribir una ópera.

Era mi primera colaboración con Richard Strauss. Antes, desde Electra y El caballero de la rosa, Hugo von Hofmannsthal le había escrito todos los libretos y yo nunca había conocido personalmente a Richard Strauss. Tras la muerte de Hofmannsthal, me comunicó a través de mi editor que quería empezar una nueva obra y preguntaba si yo estaría dispuesto a escribir el libreto.

Consideré un honor un encargo como éste. Desde que Max Reger había musicado mis primeros poemas, había vivido siempre acompañado de música y de músicos. Una estrecha amistad me unía a Busoni, á Toscanini, a Bruno Walter y a Alban Berg. Pero no conocía a ningún compositor de nuestra época al que estuviera más dispuesto a servir que a Richard Strauss, el último de la gran generación de músicos alemanes de pura sangre que, desde Handel y Bach, pasando por Beethoven y Brahms, llega hasta nuestros días. Dije que sí en el acto y, ya en la primera entrevista, propuse a Strauss como motivo de una ópera el tema de The silent woman de Ben Johnson. Fue para mí una agradable sorpresa ver con qué prontitud y clarividencia aceptaba Strauss todas mis propuestas.

Nunca habría dicho de él que captara el arte tan rápidamente, que poseyera conocimientos dramáticos tan sorprendentes. Mientras le contaba el argumento, él ya le daba forma dramática y lo adaptaba acto seguido-cosa todavía más sorprendente-a los límites de sus propias capacidades, que dominaba con una claridad casi fantástica. He conocido a muchos artistas a lo largo de mi vida, pero a ninguno que supiera guardar una objetividad respecto de sí mismo tan abstracta y serena. Por ejemplo, desde el primer momento Strauss me confesó con toda franqueza que era plenamente consciente de que un músico de setenta años ya no poseía la fuerza original de la inspiración. Difícilmente conseguiría componer obras como Till Eulenspiegel o Muerte y transfiguración, precisamente porque la música pura requería el máximo de la frescura creadora. Pero la palabra seguía inspirándole. Todavía era capaz de dar forma dramática a algo ya existente, a una materia ya elaborada, porque nacían en él espontáneamente temas musicales a partir de situaciones y palabras, y por eso ahora, a una edad tan avanzada, se dedicaba en exclusiva a la ópera. Sabía muy bien que la ópera como forma artística se había acabado. Wagner era una cima tan gigantesca que nadie podía superarlo.

-Pero yo me las ingenié-añadió con una gran carcajada bávara-para llegar al otro lado dando un rodeo.

Una vez nos hubimos puesto de acuerdo sobre las líneas básicas, me dio algunas pequeñas instrucciones más. Quería concederme libertad absoluta, porque a él no le inspiraba un libreto adaptado previamente, al estilo verdiano, sino una obra poética. Le gustaría que yo intercalara unas cuantas formas complicadas que dieran al colorido posibilidades de desarrollo.

-A mí no se me ocurren melodías largas como a Mozart. Yo sólo me desenvuelvo bien con temas cortos. Pero luego sí sé invertir un tema, parafrasearlo, sacarle todo el jugo que contiene, y creo que en eso nadie es capaz de imitarme hoy en día.

Tanta franqueza me desconcertó una vez más, pues es cierto que apenas se puede encontrar en Strauss una melodía que vaya más allá de unos cuantos compases, pero también es verdad que estos pocos compases-como los del vals del Caballero de la rosa-luego se elevan a la categoría de fuga y se convierten en una plenitud perfecta.

Tanto como en aquella primera entrevista, en todas las demás que la siguieron quedé admirado de la seguridad y la objetividad con que el viejo maestro se encaraba en su obra consigo mismo. En una ocasión estuvimos los dos solos en la sala de los festivales de Salzburgo, donde ensayaban a puerta cerrada su Elena egipciana.

No había nadie más en la sala, completamente a oscuras. Él escuchaba. De repente me di cuenta de que tamborileaba con los dedos sobre el respaldo de la butaca, suave pero impacientemente. Luego me dijo al oído: -¡Malo! ¡Muy malo! En este pasaje no se me ocurría nada.

Y al cabo de un rato insistió: -¡Ojalá pudiera suprimirlo. ¡Dios mío, Dios mío, es vacío y demasiado largo! ¡Demasiado largo! Y después de otro rato: -Lo ve? Esto está bien.

Criticaba su obra con tanta objetividad e imparcialidad como si oyera aquella música por primera vez y hubiera sido escrita por un compositor completamente desconocido, y ese asombroso sentido de la propia medida no le abandonó jamás. Siempre sabía exactamente quién era y de qué era capaz. Le interesaba muy poco si los demás valían o no ni tampoco qué valor tenía él para los demás. Su única satisfacción era el trabajo en sí.

Ese «trabajo» era un proceso bastante curioso en el caso de Strauss. Nada de demoníaco, nada del raptus del artista, nada de esas depresiones y desesperaciones que conocemos por las biografías de Beethoven o de Wagner.

Strauss trabaja con objetividad y frialdad-como Johann Sebastian Bach, como todos esos sublimes artesanos del arte-, con calma y regularidad. A las nueve de la mañana se sienta ante el escritorio y retorna el trabajo de composición ahí donde lo había dejado el día anterior; suele escribir a lápiz el primer borrador y en tinta la partitura para piano; y así, sin descanso, hasta las doce o la una. Por la tarde juega a cartas, copia dos o tres páginas de la partitura y a veces, por la noche, dirige en el teatro.

Desconoce, por ejemplo, el nerviosismo y tanto de día como de noche su mente artística permanece igual de clara y serena. Cuando el criado llama a su puerta para darle el frac que habrá de llevar para dirigir, interrumpe el trabajo, se va al teatro y dirige con la misma seguridad y calma con que juega a cartas por la tarde, y a la mañana siguiente la inspiración comienza de nuevo en el punto en que la dejó. Porque Strauss «manda», en palabras de Goethe, a sus ideas; para él arte significa saber y poder, y saber hacerlo todo, como lo atestigua su ingeniosa frase: «Quien quiere ser músico de verdad, también tiene que saber componer un menú.» Lejos de asustarle, las dificultades más bien divierten a su maestría creadora. Recuerdo con placer cómo chispeaban sus ojillos azules cuando, refiriéndose a un pasaje, me dijo: «Aquí la cantante tropezará con una dificultad. ¡Que se esfuerce por superarla, pardiez!» En los raros momentos en que le brillan los ojos se nota que algo demoníaco se esconde dentro de ese hombre singular que al principio despierta una cierta desconfianza por su manera de trabajar estricta, metódica, sólida y artesanal, aparentemente falta de nervio; como también su rostro que al pronto parece vulgar, con sus mejillas gruesas e infantiles, la redondez un tanto ordinaria de las facciones y la frente indecisamente arqueada hacia atrás. Pero basta mirarle a los ojos, esos ojos claros, azules y radiantes, para darse cuenta de que tras esta máscara burguesa se esconde una fuerza mágica especial.

Son quizá los ojos más vivos que he visto nunca en un músico, unos ojos no ciertamente demoníacos, pero sí de algún modo clarividentes, los ojos de un hombre que conoce a fondo su labor.

De regreso a Salzburgo, después de un encuentro tan estimulante, me puse en seguida manos a la obra. Intrigado por saber si aceptaría mis versos, al cabo de dos semanas le mandé el primer acto. Me contestó a vuelta de correo con una postal y una cita de los Maestros cantores: «Hemos conseguido las primeras estrofas.» Con el segundo acto me mandó, como saludo aún más cordial, los compases iniciales de su canción: «¡Ah, qué dicha haberte encontrado, amado niño!» Y esta alegría suya, incluso diría entusiasmo suyo, hizo que yo siguiera trabajando con un placer indescriptible.

Richard Strauss no cambió ni una sola línea de mi libreto y sólo en una ocasión me pidió que añadiera tres o cuatro versos para una contraparte. De este modo empezó entre nosotros una relación de lo más cordial: él venía a mi casa y yo iba a la suya de Garmisch, donde, con sus delgados y largos dedos, me iba interpretando la ópera entera a partir de los borradores. Y, sin contrato ni compromiso, quedó convenido, como algo que se sobreentiende, que una vez terminada aquella ópera, yo esbozaría otra cuyas bases él aprobaba de antemano.

En enero de 1933, cuando Adolf Hitler accedió al poder, nuestra ópera, La dama silenciosa, estaba prácticamente acabada en partitura para piano y el primer acto, instrumentado casi del todo. Al cabo de pocas semanas se hizo pública la estricta prohibición de representar en teatros alemanes obras de autores no arios o en las que hubiera intervenido de una forma u otra un judío; el gran interdicto se hizo extensivo incluso a los muertos y, con gran indignación de todos los melómanos del mundo, se retiró la estatua de Mendelssohn situada delante de la Gewandhaus de Leipzig. Con esta prohibición me pareció decidido el destino de nuestra ópera. Di por sentado que Richard Strauss renunciaría a la segunda obra y que empezaría una nueva con algún otro libretista. En lugar de ello, me contestó a vuelta de correo diciéndome que vaya por dios qué ideas se me ocurrían y que, al contrario, dado que él ya trabajaba en la instrumentación de la primera ópera, que yo fuera preparando el libreto de la segunda. No tenía la intención de permitir que nadie le prohibiera colaborar conmigo. Y tengo que confesar sinceramente que, mientras duró nuestra colaboración, me guardó una fidelidad propia de un buen camarada, hasta que pudo. Es verdad que, al mismo tiempo, tomó precauciones que me resultaron menos simpáticas: se acercó a los potentados, se encontró a menudo con Hitler, Goring y Goebbels y, cuando incluso Furtwängler se rebeló públicamente, aceptó la presidencia de la Cámara de Música del Reich nazi.

Esa complicidad suya, franca y sin rodeos, fue importantísima en aquel momento para los nacionalsocialistas, porque para ellos habría sido muy enojoso que no sólo los mejores escritores, sino también los más importantes músicos les hubiesen dado la espalda, y los pocos que se confesaban partidarios suyos o se habían pasado a sus filas eran desconocidos en los círculos más populares. Poder tener a su lado al músico más famoso de Alemania en un momento tan crítico, aunque fuera como simple figura decorativa, significaba para Goebbels y Hitler un logro incalculable. Hitler, que, según me contó Strauss, en sus años bohemios había ido a Graz, con dinero conseguido a duras penas no se sabe cómo, para asistir al estreno de Salomé, le prodigaba honores de un modo ostensible; en las veladas de Berchtesgaden, aparte de Wagner, se interpretaban casi exclusivamente canciones de Strauss. La complicidad dé Strauss, en cambio, era sensiblemente menos deliberada. Debido a su egoísmo de artista, que él reconocía siempre con franqueza y frialdad, en el fondo cualquier régimen le era indiferente. Había servido al emperador alemán como director de orquesta, después al emperador de Austria como director de la orquesta de la corte de Viena, pero también había sido persona gratissima a las repúblicas alemana y austriaca. Además, complacer de modo especial al nacionalsocialismo le resultaba de importancia vital, pues, según el espíritu del nacionalsocialismo, tenía que dar cuenta de una larga lista de crímenes.

Su hijo se había casado con una mujer judía y debía temer que sus nietos, a los que amaba por encima de todo, fueran expulsados de la escuela como escoria de la humanidad; su nueva ópera tenía el agravante de mi colaboración y las anteriores la intervención del «no puramente ario» Hugo von Hofmannsthal; y su editor era judío. Por todo ello le pareció aún más urgente buscarse un apoyo, y se empeñó en encontrarlo con gran tenacidad. Dirigió orquestas allí donde los nuevos amos se lo pedían, compuso la música de un himno para los Juegos Olímpicos y, al mismo tiempo, en sus cartas inquietantemente sinceras, me escribió acerca de ese encargo con muy poco entusiasmo. En realidad, a su sacro egoísmo de artista sólo le preocupaba una cosa: mantener viva y vigente su obra y, sobre todo, ver representada su nueva ópera, por la que sentía un afecto especial.

Huelga decir que tales concesiones al nacionalsocialismo me resultaban de lo más penoso, porque fácilmente podía dar la impresión de que yo colaboraba con ellos o consentía que se hiciera con mi persona una excepción especial de aquel boicot tan ignominioso. Amigos de todas partes me instaban a protestar públicamente contra la representación de la ópera en la Alemania nacionalsocialista.

Pero, en primer lugar, me repugnan por principio los gestos públicos y patéticos y, en segundo lugar, me resistía a crear dificultades a un genio de la categoría de Richard Strauss. Al fin y al cabo, Strauss era el más grande músico vivo y tenía setenta años; había dedicado tres a aquella obra y, durante todo ese tiempo, me había demostrado una actitud amistosa, una gran corrección e incluso coraje. Por eso consideré, a mi vez, que lo mejor era esperar en silencio y dejar que las cosas siguieran su curso. Además, sabía que la mejor manera de aguar la fiesta a los nuevos guardianes de la cultura alemana consistía en adoptar una pasividad absoluta, pues la Cámara de Literatura del Reich y el ministerio de Propaganda nacionalsocialistas buscaban un pretexto oportuno para poder justificar de modo convincente una prohibición contra su mejor músico. Y así, por ejemplo, todos los departamentos y todos los cargos imaginables pidieron el libreto con la secreta esperanza de encontrar en él la ansiada excusa. ¡Qué fácil lo habrían tenido si La dama silenciosa hubiera contenido una escena como la del Caballero de la rosa en la que un joven sale de la habitación de una mujer casada! Entonces habrían podido esgrimir como pretexto su deber de proteger la moral alemana. Pero, con gran decepción por su parte, mi libro no contenía nada inmoral. Acto seguido revolvieron todos los archivos de la Gestapo y examinaron mis primeros libros. Y tampoco descubrieron nada que demostrase que yo hubiera dicho nunca una sola palabra denigrante contra Alemania (como tampoco contra ninguna otra nación del mundo) o que hubiera hecho política. Por más que quisieran y se esforzaran, invariablemente recaía sólo en ellos la decisión de negar al viejo maestro, ante el mundo entero, el derecho de representar su ópera, un músico al que ellos mismos habían entregado el estandarte de la música nacionalsocialista, o de si el nombre de Stefan Zweig, que Richard Strauss insistía expresamente en mencionar como libretista, debía volver a ensuciar, como tantas veces antes-¡vergüenza nacional!-, los carteles de los teatros alemanes.

¡Cómo me alegraba en secreto de su gran preocupación y su doloroso rompecabezas! Sospechaba que, sin mi intervención o quizá precisamente por haberme abstenido de hacer nada a favor ni en contra, mi comedia musical se iba a convertir inevitablemente en una cencerrada político-partidista.

El partido eludió la decisión mientras pudo. Pero al comienzo de 1934 tuvo que decidir finalmente si se colocaba en contra de su propia ley o en contra del músico, más grande de la época. El plazo expiraba. Hacía tiempo que la partitura, los extractos para piano y el libreto ya se habían publicado, el teatro imperial de Dresde había encargado el vestuario, se habían repartido e incluso estudiado los papeles, y todavía no se habían puesto de acuerdo las diferentes instancias: Goring y Goebbels, la Cámara de Literatura del Reich y el Consejo Cultural, el ministerio de Instrucción Pública y la guardia de Streicher. Aunque pueda parecer cosa de locos, el caso de La dama silenciosa acabó convirtiéndose en un asunto de Estado. Ninguna de las instancias se atrevía a asumir la plena responsabilidad de «autorizar» o «prohibir», de modo que no hubo más remedio que dejarlo al buen criterio del amo y señor de Alemania y del partido, Adolf Hitler. Mis libros ya habían conocido el honor de ser suficientemente leídos por los nacionalsocialistas; sobre todo Fouché, al que no paraban de estudiar y discutir como modelo de irreflexión política. Sin embargo, nunca habría esperado que, después de Goebbels y Goring, el mismo Hitler en persona tuviera que molestarse ex officio en estudiar los tres actos de mi libreto lírico. No le resultó fácil decidirse. Según supe posteriormente por toda clase de vías indirectas, se desencadenó una serie de conferencias interminable. Al final, Richard Strauss fue convocado ante el Todopoderoso, y Hitler le comunicó personalmente que haría una excepción y autorizaría la representación de la obra, aun cuando contraviniera todas las leyes del nuevo Reich alemán, una decisión tomada seguramente tan de mala gana y de mala fe como la firma del pacto con Stalin y Mólotov.

Y así, aquel día negro para la Alemania nacionalsocialista trajo consigo la representación de una ópera en que el nombre proscrito de Stefan Zweig volvía a figurar en todos los carteles. Como es de suponer yo no asistí al estreno, porque sabía que la sala rebosaría de uniformes marrones y que incluso se esperaba la asistencia del mismo Hitler a una de las representaciones. La ópera obtuvo un gran éxito y tengo que hacer constar en honor de los críticos musicales que nueve de cada diez aprovecharon de nuevo, por última vez, aquella buena oportunidad para mostrar su profunda oposición a las ideas racistas dedicando a mi libreto los elogios más amables. Todos los teatros alemanes, de Berlín, Hamburgo, Francfort y Munich, se apresuraron a anunciar la representación de la ópera para la siguiente temporada.

De repente, tras la segunda representación, cayó un rayo del cielo. Se suspendió todo; de la noche a la mañana se prohibió la ópera en Dresde y en toda Alemania. Y más aún: con gran sorpresa leímos en los periódicos que Richard Strauss había presentado su dimisión como presidente de la Cámara de Música del Reich. Todo el mundo sabía que debía de haber ocurrido algo muy especial. Pero aún tuve que esperar un tiempo antes de poder enterarme de toda la verdad. Strauss me había escrito una carta en que me instaba a trabajar cuanto antes en el libreto de una segunda ópera y se pronunciaba con demasiada franqueza sobre su manera de pensar. La carta cayó en manos de la Gestapo. Se la enseñaron a Strauss, que inmediatamente después tuvo que presentar su dimisión y la ópera fue prohibida. Se ha representado en alemán sólo en Suiza y Praga, con posterioridad también en Italia, en la Scala de Milán, con autorización expresa de Mussolini, que en aquel entonces todavía no se había sometido a las ideas racistas. El pueblo alemán,. empero, no pudo volver a oír ni una sola nota más de esta ópera, en parte cautivadora, del más grande de sus músicos vivos.

Mientras este asunto seguía su curso, armando un considerable alboroto, yo viví en el extranjero, pues comprendí que el desasosiego no me habría permitido trabajar con tranquilidad en Austria. La casa de Salzburgo estaba situada tan cerca de la frontera que a simple vista podía ver la montaña de Berchtesgaden, donde se hallaba la casa de Hitler, una vecindad poco agradable y muy inquietante. De todos modos, esa proximidad con la frontera del Reich también me dio la ocasión de juzgar la peligrosidad de la situación en Austria mejor que mis amigos de Viena. Los clientes de los cafés de allí e incluso la gente de los ministerios consideraban al nacionalsocialismo como algo del «otro lado» que no podía afectar a Austria en absoluto. ¿No estaba allí, con su estricta organización, el partido socialdemócrata que tenía detrás a casi media población formando un bloque compacto? ¿No lo apoyaba también el partido clerical en la ferviente defensa de sus principios desde que los «cristianos alemanes» de Hitler perseguían públicamente al cristianismo y proclamaban abierta y literalmente que su Führer era «más grande que Cristo»? ¿No eran Francia, Inglaterra y la Liga de las Naciones los protectores de Austria? ¿No había asumido Mussolini de forma expresa el patrocinio e incluso la garantía de la independencia austriaca? Ni siquiera los judíos se inquietaban y se comportaban como si la privación de sus derechos a los médicos, abogados, eruditos y actores ocurriera en China y no a tres horas de viaje, dentro del mismo dominio lingüístico. Permanecían cómodamente en casa o se paseaban en sus automóviles. Además, todos tenían lista y preparada la frase consoladora: «Eso no puede durar mucho.» Pero recuerdo una conversación que mantuve con mi ex editor de Leningrado durante mi breve viaje a Rusia. Me habló acerca de los cuadros que había poseído antes, cuando era rico, y yo le pregunté por qué no se había ido del país como muchos otros antes de que estallara la Revolución.

-Ah-me contestó-, ¿quién podía pensar entonces que algo como una república de soldados y sóviets pudiera durar más de quince días? Era el mismo engaño, fruto de la misma voluntad de vivir que llevaba a ese engaño.

En Salzburgo, en cambio, muy cerca de la frontera, se veían las cosas con más claridad. Empezó un constante ir y venir por el pequeño río fronterizo; los jóvenes lo cruzaban de noche, a hurtadillas, y se adiestraban en el otro lado; los agitadores pasaban la frontera en automóviles o con bastones de alpinista como simples «turistas» y organizaban sus «células» en todos los estamentos. Empezaron a reclutar a gente y a amenazar diciendo que quienes no se adhirieran a tiempo a su movimiento, luego lo pagarían caro.

Eso amedrentó a los policías y los funcionarios. Yo notaba cada vez más una cierta inseguridad en el comportamiento de la gente, veía que empezaba a vacilar. Pues bien, en la vida suelen ser siempre las pequeñas experiencias personales las que resultan más convincentes. Tenía yo en Salzburgo un amigo de infancia, un escritor bastante conocido con el cual había mantenido un trato muy íntimo y cordial durante treinta años. Nos tuteábamos, nos mandábamos libros y nos veíamos todas las semanas. Un día vi a ese viejo amigo por la calle con un desconocido y advertí que de pronto se paraban frente a un escaparate que a él no podía interesarle en absoluto y, dándome la espalda, mostraba algo a aquel hombre con un inusual interés. «Es muy raro-pensé-, a la fuerza ha tenido que verme.» Pero podía ser una casualidad. Al día siguiente me llamó por teléfono para preguntarme si por la tarde podía presentarse en mi casa para charlar. Le dije que sí, un tanto sorprendido, porque solíamos encontrarnos siempre en el café. A pesar de la urgencia de aquella visita, resultó que no tenía nada especial para contarme. Y en seguida comprendí que, por un lado, quería mantener nuestra amistad pero, por el otro, para no caer en la sospecha de ser amigo de judíos, no deseaba mostrarse demasiado íntimo conmigo en aquella pequeña ciudad. Eso me llamó la atención. Y en seguida caí en la cuenta de que en los últimos tiempos toda una serie de conocidos, que solían frecuentar mi casa, habían dejado de hacerlo. Me encontraba en una situación peligrosa.

Por aquel entonces aún no tenía la intención de marcharme definitivamente de Salzburgo, pero decidí, con más convicción de lo habitual, pasar el invierno en el extranjero para huir de aquellas pequeñas tensiones. Sin embargo, no sospechaba que se trataba de un adiós cuando en octubre de 1933 abandoné mi hermosa casa.

Mi propósito era pasar enero y febrero trabajando en Francia. Me gustaba este bello país amante del espíritu y en él no me sentía en el extranjero. Valéry, Romain Rolland, Jules Romains, André Gide, Roger Martin du Gard, Duhamel, Vildrac, Jean Richard Bloch, los abanderados de la literatura, eran viejos amigos. Mis libros tenían en Francia casi tantos lectores como en Alemania, nadie me consideraba un escritor extranjero, un extraño.

Me gustaba la gente, me gustaba el país, me gustaba París, y me sentía tan en casa que, cada vez que el tren entraba en la Gare du Nord, yo tenía la impresión de «regresar». Esta vez, sin embargo, debido a las especiales circunstancias había partido antes de lo previsto, pero no quería llegar a París hasta después de Navidad. ¿Adónde iría entretanto? Entonces recordé que no había vuelto a Inglaterra desde mi época de estudiante, hacía más de veinticinco años. ¿Por qué siempre París?, me pregunté. ¿Por qué no pasar otra vez diez o quince días en Londres, volver a ver los museos, el país y la ciudad con otros ojos, al cabo de tantos años? Y he aquí que, en lugar del expreso de París, subí al de Calais y un día de noviembre, en medio de la niebla de rigor, volvía a apearme en la Victoria Station después de treinta años y la única cosa que me extrañó a la llegada fue que no me condujo al hotel un cab como antes, sino un taxi. La niebla y el gris frío y blando estaban ahí como antaño.

Todavía no había visto la ciudad, pero mi sentido del olfato reconoció, después de treinta años, aquella atmósfera singularmente acre, espesa y húmeda, y que lo envolvía a uno muy de cerca.

Mi equipaje era tan ligero como mis esperanzas. Prácticamente no tenía amistades en Londres; en el campo literario tampoco había mucho contacto entre escritores continentales e ingleses. Llevaban una vida propia, confinada, dentro de su reducido radio de acción y conforme a una tradición que no nos era del todo accesible: entre los muchos libros que llegaban a casa de todo el mundo, no recuerdo haber visto nunca uno de un autor inglés que fuera un obsequio de colega a colega. En una ocasión coincidí con Shaw en Hellerau; Wells había venido una vez de visita a Salzburgo, a mi casa; por otro lado, aunque todos mis libros habían sido traducidos al inglés, eran poco conocidos; Inglaterra había sido siempre el país donde menos éxito habían tenido. Mientras que era amigo personal de mi editor americano, el francés, el' italiano y el ruso, nunca había visto a nadie de la empresa que publicaba mis libros en Inglaterra. Así que estaba preparado para sentirme tan extraño como treinta años atrás.

Pero las cosas sucedieron de otro modo. Al cabo de unos días me sentía la mar de bien en Londres. Y no porque Londres hubiera cambiado sustancialmente. Pero yo sí había cambiado. Tenía treinta años más y, después de los años de guerra y posguerra, de tensión e hipertensión, anhelaba volver a vivir tranquilo y no saber nada de política. Desde luego, en Inglaterra también había partidos políticos, los whigs y los tories, liberales los unos y conservadores los otros, y también el Labour Party, pero sus discusiones no eran de mi incumbencia. Sin duda también en literatura había sus tendencias y corrientes, sus disputas y rivalidades, pero yo estaba completamente al margen de ellas. Sin embargo, lo que me aportaba un auténtico bienestar era la posibilidad de volver a respirar, por fin, en una atmósfera civil y educada, sin irritación y sin odio. Nada me había envenenado tanto la vida durante los últimos años como sentir a mi alrededor el odio y la tensión constantes en el país y en la ciudad, tenerme que defender siempre para no verme arrastrado a esa clase de discusiones. La población de allí no estaba tan trastornada, en la vida pública imperaba una mayor medida de honradez y decencia que en nuestros países, que se habían vuelto inmorales a causa del gran engaño de la inflación. La gente vivía más tranquila, más contenta y se preocupaba más por sus jardines y pequeñas aficiones que por sus vecinos. Pero lo que realmente me retuvo allí fue un nuevo trabajo.

Ocurrió del modo siguiente. Acababa de publicarse mi María Antonieta y estaba revisando las galeradas de mi trabajo sobre Erasmo, libro en que ensayaba un retrato espiritual del humanista que, a pesar de comprender el absurdo de la época con más claridad que los reformadores profesionales del mundo, sin embargo vivió la tragedia de no poder cortar el paso a la sinrazón con su razón. Una vez terminado este autorretrato encubierto, tenía la intención de escribir una novela proyectada desde hacía tiempo. Estaba cansado de biografías. Pero he aquí que ya al tercer día, atraído por mi antigua pasión por los manuscritos, estaba examinando en el Museo Británico unas piezas expuestas en una sala pública entre las cuales se hallaba un informe escrito a mano sobre la ejecución de María Estuardo. Involuntariamente me pregunté: ¿qué ocurrió en realidad con María Estuardo? ¿Participó realmente en el asesinato de su segundo marido o no? Como aquella noche no tenía nada para leer, me compré un libro sobre ella. Era un himno que la defendía como a una santa, un libro necio y banal. Curioso por naturaleza, al día siguiente compré otro que más o menos afirmaba todo lo contrario. El caso empezó a interesarme y pedí un libro que fuera realmente fiable. Nadie me supo recomendar uno y así, buscando e informándome, acabé sin querer estableciendo puntos de comparación y resultó que, sin saberlo, había empezado a escribir un libro sobre María Estuardo que me retuvo durante semanas en las bibliotecas. Cuando regresé a Austria a principios de 1934, estaba decidido a viajar de nuevo a mi amado Londres para terminarlo con calma y sosiego.

No me hicieron falta más de dos o tres días en Austria para ver cómo había empeorado la situación en aquellos pocos meses. Volver de la atmósfera tranquila y segura de Inglaterra a aquella Austria sacudida por fiebres y luchas era como salir de un local con aire acondicionado de Nueva York en un día caluroso de julio y hallarse de golpe en la bochornosa calle. La presión nacionalsocialista empezaba a destrozar poco a poco los nervios de los círculos clericales y burgueses; sentían que cada vez con más fuerza se estrechaba en su cuello el dogal de la economía, la presión subversiva de la impaciente Alemania. El gobierno de Dollfuss, que quería mantener a Austria independiente y ponerla a salvo de Hitler, buscaba cada vez más desesperado un último apoyo. Francia e Inglaterra estaban demasiado lejos y, en el fondo, también mantenían una actitud demasiado indiferente; Checoslovaquia estaba todavía llena de rivalidad y rencor contra Viena.

Quedaba sólo Italia, que aspiraba a un protectorado económico y político sobre Austria para proteger los pasos alpinos y Trieste. Sin embargo, a cambio de esta protección Mussolini exigía un elevado precio. Austria debía adaptarse a las tendencias fascistas, suprimir el parlamento y, por lo tanto, la democracia.

Ahora bien, eso no era posible sin eliminar o declarar ilegal el partido socialdemócrata, el más fuerte y mejor organizado de Austria. Para vencerlo no había otro camino que la fuerza bruta.

El predecesor de Dollfuss, Ignaz Seipel, ya había creado una organización para semejante acción terrorista, la llamada «milicia nacional».

Vista desde fuera, representaba lo más miserable que se puede imaginar: pequeños abogados de provincias, oficiales retirados, elementos oscuros, ingenieros sin trabajo, todos ellos mediocridades desengañadas que se odiaban ferozmente entre sí. Finalmente, Seipel encontró en el joven príncipe Starhemberg un pretendido líder que antaño se había sentado a los pies de Hitler y había soltado toda clase de pestes contra la república y la democracia y ahora iba de un lado para otro con sus soldados mercenarios como antagonista de Hitler, prometiendo que «rodarían cabezas». No estaba claro lo que querían a ciencia cierta los hombres de la milicia nacional. En realidad la milicia nacional no tenía otro objetivo que encontrar de un modo u otro una buena prebenda y tener el riñón bien cubierto, y toda su fuerza radicaba en el puño de Mussolini, que la empujaba hacia adelante. Aquellos pretendidos patriotas austriacos no se daban cuenta de que, con las bayonetas que Italia les proporcionaba, cortaban la rama en la que estaban sentados.

El partido socialdemócrata comprendió mejor dónde se encontraba el verdadero peligro. No debía temer la lucha abierta. Tenía sus armas y con una huelga general podía paralizar todos los-trenes, las plantas depuradoras de agua y las centrales eléctricas. Pero también sabía que Hitler sólo estaba esperando una de esas «revoluciones rojas» para tener un pretexto para entrar en Austria como su «salvador». Y así, a los socialdemócratas les pareció mejor sacrificar una buena parte de sus derechos, e incluso el parlamento, con tal de llegar a un compromiso aceptable. Todas las personas sensatas abogaban por esta solución en vista de la forzada situación en la que se hallaba Austria a la sombra amenazadora del hitlerismo. Incluso Dollfuss, un hombre dúctil y ambicioso, pero muy realista, parecía inclinado a llegar a un acuerdo. Pero el joven Starhemberg y su acólito, el comandante Fey, que más tarde desempeñaría un sospechoso papel en el asesinato de Dollfuss, exigían que la alianza defensiva depusiera las armas y se destruyera todo vestigio de libertad democrática y civil. Los socialdemócratas se opusieron a esas exigencias y ambas partes se intercambiaron amenazas. Se respiraba en el aire el advenimiento de una decisión final y yo, que participaba de la tensión general, recordé sin querer las palabras de Shakespeare: So foul a sky clears not without a storm («Un cielo tan cargado no se despeja sin tormenta»).

Sólo había pasado unos días en Salzburgo y proseguí mi viaje hasta Viena.

Y precisamente en aquellos primeros días de febrero estalló la tormenta. La milicia nacional había asaltado la sede de los obreros de Linz para incautarse del depósito de armas que sospechaba que tenían allí. Los obreros habían respondido con la huelga general y Dollfuss, a su vez, con la orden de reprimir aquella «revolución» provocada artificialmente. Entonces el ejército se movilizó con ametralladoras y cañones contra las sedes obreras de Viena.

Durante tres días se combatió encarnizadamente casa por casa; la última vez que la democracia europea se defendió así del fascismo fue en España. Los obreros resistieron tres días antes de sucumbir frente a la superioridad técnica.

Yo estuve en Viena aquellos tres días y, por consiguiente, fui testigo de ese decisivo combate y, con él, del suicidio de la independencia austriaca.

Pero, como quiero ser un testigo honrado, debo ante todo subrayar el hecho, aparentemente paradójico, de que no vi nada en absoluto de la mencionada revolución. Quien se propone presentar un cuadro de su época lo más claro y sincero posible, también debe tener valor para defraudar las ideas románticas. Y nada me parece más característico de la técnica y la singularidad de las revoluciones modernas que el hecho de que tengan lugar sólo en unos cuantos puntos concretos dentro del espacio inmenso de una ciudad moderna y, por lo tanto, de que pasen completamente inadvertidas para la mayoría de sus habitantes. Por extraño que pueda parecer, aquel día histórico de febrero de 1934 yo estaba en Viena y no vi nada de los trascendentales acontecimientos que allí se produjeron y tampoco supe nada de ellos, nada en absoluto, mientras sucedían. Se dispararon cañones, se ocuparon casas y se transportaron centenares de cadáveres, pero yo no vi ni uno solo. Cualquier lector de un periódico de Nueva York, Londres o París estaba mejor enterado de los hechos que nosotros, que aparentemente fuimos testigos de los mismos. Y este sorprendente fenómeno de estar menos al corriente de hechos decisivos que ocurren a diez calles de casa que otros que viven a miles de kilómetros de distancia, lo he visto confirmado muchas veces después. Cuando meses más tarde Dollfuss fue asesinado un mediodía en Viena, a las cinco y media de la tarde vi la noticia en los carteles de las calles de Londres.

Inmediatamente intenté llamar por teléfono a Viena; ante mi asombro, obtuve comunicación en el acto y, con mayor asombro aún, me enteré de que en Viena, a cinco calles del ministerio de Asuntos Exteriores, la gente sabía menos que en cualquier esquina de Londres. De manera que sólo por defecto puedo referirme a mi experiencia de la revolución de Viena: soy un ejemplo de lo poco que un contemporáneo de hoy sabe de los hechos que cambian la faz del mundo y su propia vida, si no es que por casualidad se encuentra en el lugar donde ocurren. Toda mi experiencia fue la siguiente: aquella tarde tenía una entrevista con la directora del ballet de la ópera, Margarete Wallmann, en un café de la Ringstrasse. Fui a pie hasta allí y, cuando ya iba a cruzar la calle, se me acercaron unos hombres vestidos con uniformes viejos, recogidos apresuradamente, y armados con fusiles. Me preguntaron adónde iba. Cuando les contesté que al café J., me dejaron pasar sin ningún problema. No sabía por qué de repente había soldados de la guardia en la calle ni qué se proponían. En realidad se luchaba y disparaba encarnizadamente en los suburbios desde hacía horas, pero en el centro de la ciudad nadie tenía idea de nada. Fue cuando regresé por la noche al hotel y quise pagar la cuenta-porque tenía la intención de emprender el viaje a Salzburgo a la mañana siguiente-cuando el portero me dijo que mucho se temía que no sería posible porque los trenes no circulaban. Había huelga de trenes y, además, algo pasaba en los suburbios.

A la mañana siguiente los periódicos publicaban informaciones bastante confusas sobre una sublevación organizada por los socialdemócratas, añadiendo que ya estaba más o menos sofocada. En realidad la lucha alcanzó su máxima virulencia aquel mismo día y el gobierno decidió utilizar cañones, después de las ametralladoras, contra las sedes obreras. Pero tampoco oí los cañones. Si en aquel momento Austria entera hubiera estado ocupada por los socialistas, por los nacionalsocialistas o por los comunistas, yo me habría enterado tan poco de la situación como en su día los habitantes de Munich cuando una mañana, al despertarse, supieron por el Münchner Neueste Nachrichten que la ciudad había caído en manos de Hitler. En el centro de la ciudad la vida seguía tranquila y normal como siempre, mientras que en los suburbios los combates se volvían más encarnizados por momentos, y nosotros, necios, dábamos crédito a los comunicados oficiales que decían que todo estaba controlado y solucionado. En la Biblioteca Nacional, adonde había ido para consultar algo, los estudiantes seguían leyendo y estudiando como de costumbre, los comercios estaban abiertos y la gente no se mostraba en absoluto inquieta. La verdad no se supo hasta tres días más tarde, a trozos, cuando todo se había acabado. Tan pronto como los trenes volvieron a circular, al cuarto día, por la mañana regresé a Salzburgo, donde dos o tres conocidos me asediaron por la calle con preguntas sobre lo que había ocurrido en Viena. Y yo, que había sido «testigo ocular» de la revolución, tuve que decirles honradamente: «No lo sé, mejor cómprense un periódico extranjero.» Por una insólita casualidad, al día siguiente se produjo, en relación con estos acontecimientos, un hecho decisivo en mi vida. Aquella tarde en que regresé de Viena a la casa de Salzburgo encontré montones de galeradas y cartas y trabajé hasta muy entrada la noche para terminar el trabajo atrasado. Al día siguiente, mientras todavía estaba leyendo en la cama, llamaron a la puerta; nuestro bueno y anciano sirviente, que nunca me despertaba si yo no le indicaba previamente una hora concreta, apareció con la cara desencajada.

Me dijo que tenía que bajar, que habían venido unos señores de la policía para hablar conmigo. Me sorprendió un poco, pero me puse la bata y bajé al piso inferior. Me esperaban allí cuatro policías de paisano, los cuales me comunicaron que tenían orden de registrar la casa; les tenía que entregar en el acto las armas de la Alianza Defensiva Republicana que tuviera escondidas.

Confieso que en el primer momento estaba demasiado desconcertado como para formular una respuesta. ¿Armas de la Alianza Defensiva Republicana en casa? Era demasiado absurdo. Nunca me había afiliado a ningún partido, la política nunca me había interesado. Había estado fuera de Salzburgo durante meses y, aparte de todo eso, habría sido lo más ridículo del mundo tener un arsenal de armas precisamente en aquella casa, situada a las afueras de la ciudad, en una montaña, de modo que habría sido fácil ver a cualquiera entrando o saliendo con un fusil u otra arma. Mi respuesta, pues, fue fría: «Adelante, busquen.» Los cuatro detectives recorrieron la casa, abrieron unos cuantos armarios, pegaron golpes en cuatro paredes, pero, por su modo de proceder, en seguida vi claro que aquel registro era pro forma y que ninguno de los cuatro hombres creía de veras que hubiera un arsenal de armas en la casa. Al cabo de media hora dieron por acabada la visita y se marcharon.

Por qué esta farsa me exasperó tanto en aquel momento exige, por desgracia, una observación histórica aclaratoria. A saber: en estas últimas décadas Europa y el mundo casi han olvidado lo sagrados que eran antes los derechos de las personas y la libertad civil. Desde 1933, registros, detenciones arbitrarias, confiscaciones de bienes, expulsiones de los hogares y de la patria, deportaciones y cualquier otra forma de humillación se han convertido en algo habitual, casi natural; prácticamente no recuerdo a ninguno de mis amigos europeos que no haya padecido una cosa u otra. Pero en aquel entonces, a principios de 1934, un registro domiciliario era todavía una afrenta monstruosa. Para que eligieran a alguien como yo, que siempre me había mantenido alejado de la política y desde hacía años ni siquiera ejercía mi derecho a voto, tenía que existir un motivo especial y, de hecho, se trataba de algo típicamente austriaco. El jefe de policía de Salzburgo se había visto obligado a actuar con contundencia contra los nacionalsocialistas, los cuales, noche tras noche, alarmaban a la población con bombas y explosivos, y esa vigilancia era una muestra de valentía considerable, pues en aquellos momentos el Partido ya había empezado a aplicar su técnica del terror. Las autoridades recibían todos los días cartas de amenaza: lo pagarían caro, si seguían «persiguiendo» a los nacionalsocialistas. Y en efecto-cuando se trata de la venganza los nacionalsocialistas siempre han mantenido su palabra al cien por cien-, los funcionarios más leales a Austria fueron conducidos a campos de concentración al día siguiente de la entrada de Hitler en el país. Era de suponer, pues, que un registro en mi casa quería demostrar que no retrocedían ante nadie. Pero al verme envuelto en aquel episodio, insignificante en sí, me di cuenta de hasta qué punto había empeorado la situación en Austria y de lo prepotente que era la presión ejercida desde Alemania. Tras aquella visita oficial mi casa dejó de gustarme y tuve el presentimiento de que aquellos episodios no eran sino el tímido preludio de intervenciones de mayor alcance. Aquella misma tarde empecé a empaquetar los papeles más importantes, decidido a vivir en adelante en el extranjero, y aquella separación significaba mucho más que abandonar la casa y el país, pues mi familia sentía un gran apego a aquella casa, que consideraba su patria, y amaba al país. Para mí, en cambio, la libertad individual era lo más importante del mundo. Sin informar de mi propósito a ningún amigo ni conocido, dos días más tarde emprendí viaje a Londres; lo primero que hice al llegar fue comunicar a las autoridades de Salzburgo que había abandonado definitivamente mi domicilio en esa ciudad. Pero, desde aquellos días en Viena, sabía que Austria estaba perdida... aunque sin saber todavía cuánto perdía yo mismo con ello.

FIN

 


 

EL MUNDO DE AYER,

MEMORIAS DE UN EUROPEO XVI

STEFAN ZWEIG

 

LA AGONÍA DE LA PAZ

 

El sol de Roma se ha puesto. Nuestro día murió.

Nubes, rocío y peligros se acercan;

hemos cumplido nuestra labor.

SHAKESPEARE, Julio César

 

Así como en su momento Sorrento no significó un exilio para Gorki, tampoco lo fue Inglaterra para mí durante los primeros meses. Austria siguió existiendo después de aquella—así llamada—«revolución» y de la tentativa inmediatamente posterior de los nacionalsocialistas de apoderarse del país mediante un golpe de mano y el asesinato de Dollfuss. La agonía de mi patria habría de durar todavía cuatro años. Podía volver a mi casa en aquel momento, no estaba desterrado, aún no era un proscrito. Nadie había tocado mis libros de la casa de Salzburgo, todavía tenía el pasaporte austriaco, la patria seguía siendo mi patria y yo, ciudadano suyo con todos los derechos. No había empezado aún esa espantosa condición de apátrida, imposible de explicar a quien no la haya padecido en carne propia, esa enervante sensación de tambalearse suspendido en el vacío con los ojos abiertos y de saber que dondequiera que uno eche raíces puede ser rechazado en cualquier momento. Me encontraba tan sólo al comienzo del periplo y, sin embargo, todo fue muy diferente cuando, a finales de febrero de 1934, bajé del tren en Victoria Station; se ve diferente una ciudad si uno ha decidido quedarse en ella o si sólo la visita como turista. No sabía cuánto tiempo viviría en Londres. Me importaba una sola cosa: poder volver a mi trabajo, defender mi libertad interior y exterior. No me compré ninguna casa, porque toda propiedad significa una atadura, sino que alquilé un pisito, lo bastante grande como para colocar una mesa escritorio y guardar en dos armarios empotrados los pocos libros de los que no estaba dispuesto a desprenderme. En realidad, con eso tenía todo lo que un trabajador intelectual necesita. No había espacio para la vida social, es cierto, pero yo prefería vivir en un marco limitado y, a cambio de ello, poder viajar libremente de vez en cuando; sin saberlo, mi vida ya había enfilado el camino de la provisionalidad y abandonado la permanencia en un mismo lugar.

La primera tarde—ya anochecía y los contornos de las paredes se desdibujaban en el crepúsculo—entré en la pequeña vivienda, ya por fin preparada, y me asusté, porque en aquel momento tuve la impresión de entrar en aquel otro pequeño alojamiento que había preparado en Viena, con las mismas pequeñas habitaciones, los mismos libros que me saludaban desde la pared y los alucinados ojos del Rey Juan de Blake, que me acompañaba a todas partes. Necesité de veras un rato para reponerme, pues durante años no había vuelto a recordar aquel domicilio. ¿Era un símbolo de que mi vida—tan dilatada ya—se retraía hacia el pasado y yo me convertía en una sombra de mí mismo? Cuando, veinte años atrás, escogí aquel piso de Viena, también era un comienzo. No había escrito nada todavía o, al menos, nada importante; mis libros, mi nombre, todavía no existían en mi país. Ahora, por una curiosa similitud, mis libros habían vuelto a desaparecer de la lengua en que habían sido escritos y todo lo nuevo que escribía era desconocido para Alemania. Los amigos estaban lejos, el viejo círculo se había roto, la casa había desaparecido junto con sus colecciones y cuadros; exactamente igual que antaño, me volvía a encontrar rodeado de extraños. Todo lo que había intentado, hecho, aprendido y vivido entretanto parecía como si se lo hubiera llevado el viento; a los cincuenta años y pico me encontraba otra vez al principio, volvía a ser un estudiante que se sentaba ante su escritorio y por la mañana trotaba hacia la biblioteca, bien que ya no tan crédulo, no tan entusiasta, con un reflejo gris en el pelo y un atisbo de desánimo en el alma cansada.

Me cuesta decidirme a contar muchas cosas de aquellos años de 1934 a 1940 pasados en Inglaterra, porque me estoy acercando a la época actual y todos la hemos vivido casi de la misma forma, con el mismo desasosiego avivado por la radio y los periódicos, con las mismas esperanzas y angustias. Hoy todos recordamos con poco orgullo la ceguera política de aquellos años y vemos con horror hasta dónde nos ha conducido; quien quisiera explicarlo, tendría que acusar, ¡y quién de nosotros tendría derecho a hacerlo! Además, mi vida en Inglaterra fue muy reservada. Aun sabiéndome lo bastante necio como para no poder superar un obstáculo tan superfluo, viví todos aquellos años de semiexilio y exilio desconectado de toda vida social franca y abierta, llevado por el error de considerar que en un país extranjero no me estaba permitido participar en debates sobre la época. Si en Austria no había podido hacer nada contra la insensatez de los círculos dirigentes, ¿qué podía intentar allí, donde me sentía huésped de aquella buena isla, sabiendo (gracias a un mejor y más exacto conocimiento que ya teníamos de ella) que si señalaba los peligros con los que Hitler amenazaba al mundo se lo tomarían como una opinión personal interesada? Era francamente difícil a veces morderse la lengua ante errores notorios. Era doloroso ver cómo una propaganda magistralmente escenificada abusaba precisamente de la suprema virtud de Inglaterra, la lealtad, la sincera voluntad de dar crédito a cualquiera desde el principio y sin pedirle pruebas. Una y otra vez se pretendía hacer creer que Hitler sólo quería atraer a los alemanes de los territorios fronterizos, que luego se daría por satisfecho y, en agradecimiento, exterminaría al bolchevismo; este anzuelo funcionó a la perfección. A Hitler le bastaba mencionar la palabra «paz» en un discurso para que los periódicos olvidaran con júbilo y pasión todas las infamias cometidas y dejaran de preguntar por qué Alemania se estaba armando con tanto frenesí. Los turistas que regresaban de Berlín, donde, con toda previsión, se les había guiado y halagado, elogiaban el orden que allí reinaba y a su nuevo amo; poco a poco fueron surgiendo voces en Inglaterra que empezaban a justificar en parte sus «reivindicaciones» de una Gran Alemania; nadie comprendía que Austria era la piedra angular del edificio y que, tan pronto como la hicieran saltar, Europa se derrumbaría. Pero yo percibía la ingenuidad y la noble buena fe con las que los ingleses y sus dirigentes se dejaban seducir; me daba cuenta de ello con los ojos ardientes de quien en su país había visto de cerca las caras de las tropas de asalto y les había oído cantar: «Hoy Alemania es nuestra, mañana lo será el mundo entero.» Cuanto más se acentuaba la tensión política, más me apartaba de las conversaciones en torno a ella y de cualquier actividad pública. Inglaterra es el único país del viejo mundo donde no he publicado ningún artículo relacionado con temas contemporáneos, donde nunca he hablado por la radio ni he participado en debates públicos; he vivido allí, en mi pequeño domicilio, en mayor anonimato que treinta años antes cuando era estudiante en Viena. Por lo tanto, no soy un testigo válido con derecho a hablar de Inglaterra y menos aún si, como tuve que confesar más tarde, antes de la guerra no había llegado a descubrir la fuerza profunda de Inglaterra, retenida en sí misma, que se revela sólo en los momentos de extremo peligro.

Tampoco vi a muchos escritores. Precisamente a los dos con los que acabé trabando amistad, John Drinwater y Hugh Walpole, se los llevó una muerte prematura, y no trataba mucho con los más jóvenes porque, a causa de la sensación de inseguridad del foreigner, que me agobiaba funestamente, evitaba clubes, cenas y actos públicos. Sin embargo, en una ocasión tuve el placer especial y realmente inolvidable de ver a los dos cerebros más agudos, Bernard Shaw y H. G. Wells, en una discusión, muy cargada por debajo, pero caballerosa y brillante por fuera. Fue durante un lunch con pocas personas en casa de Shaw y yo me hallaba en la situación—en parte atractiva y en parte desagradable—de no estar al tanto de lo que provocaba la tensión subterránea que se percibía como una corriente eléctrica entre los dos patriarcas, ya desde el momento en que se saludaron con una familiaridad ligeramente impregnada de ironía. Debía existir entre ellos una divergencia de opinión en cuestiones de principios que se había dirimido poco antes o se había de dirimir durante aquel almuerzo. Estas dos grandes figuras, cada una de ellas una gloria de Inglaterra, habían luchado codo a codo, hacía medio siglo y en el círculo de la Sociedad Fabiana, a favor del socialismo, por aquella época un movimiento también joven todavía. Desde entonces esas dos personalidades tan definidas habían evolucionado por caminos cada vez más divergentes: Wells, perseverando en su idealismo activo y trabajando incansablemente en su visión del futuro de la humanidad; Shaw, en cambio, observando tanto el futuro como el presente cada vez con más ironía y escepticismo, para así poner a prueba su juego mental, hecho de reflexión y divertimiento. También físicamente se habían convertido con los años en dos figuras completamente opuestas. Shaw, el increíblemente vigoroso octogenario que en las comidas sólo mordisqueaba nueces y fruta, alto, delgado, siempre tenso, siempre con una estrepitosa carcajada en sus labios fácilmente comunicativos y más enamorado que nunca de los fuegos artificiales de sus paradojas; Wells, el septuagenario con más gusto por la vida y con una vida más holgada que nunca, bajo de estatura, mofletudo e implacablemente serio tras su ocasional hilaridad. Shaw, brillante en su agresividad, rápido y ligero a la hora de cambiar los puntos de ataque; Wells, con una defensa tácticamente fuerte, imperturbable como siempre en su fe y sus convicciones. En seguida tuve la impresión de que Wells no había acudido a una simple sobremesa para conversar con amigos, sino a una especie de exposición de principios. Y precisamente porque yo no estaba informado de los motivos ocultos de aquel conflicto de ideas, percibí con más intensidad la atmósfera que se respiraba. En cada gesto, cada mirada y cada palabra de ambos llameaban unas ganas de pelea a menudo traviesas, pero en el fondo también serias; era como si dos esgrimidores, antes de atacarse de veras, ensayaran su agilidad con pequeñas estocadas exploratorias. Shaw poseía un intelecto más rápido. Bajo sus espesas cejas sus ojos centelleaban cada vez que daba una respuesta o atajaba otra; su gusto por las agudezas, sus juegos de palabras, que había perfeccionado durante sesenta años hasta convertirlos en un virtuosismo sin igual, los superó hasta llegar a una especie de petulancia. A ratos, la blanca y espesa barba le temblaba de espontáneas risas llenas de furia contenida, y la cabeza, un poco ladeada, parecía seguir con la mirada la trayectoria de las saetas que disparaba para ver si daban en el blanco. Wells, con sus mofletes colorados y sus ojos tranquilos y tapados, era más mordaz y directo; también su inteligencia trabajaba con una rapidez extraordinaria, pero sin tantos malabarismos, ya que él prefería las estocadas directas, lanzadas con desenvoltura y naturalidad. Era un relampagueo tan intenso y rápido—parada y estocada, estocada y parada, siempre con apariencia de jocosidad—que el espectador no se cansaba de admirar el juego de floretes, el centelleo y las fintas. Pero tras aquel diálogo rápido, mantenido constantemente en un nivel de lo más alto, aparecía una especie de enfurecimiento intelectual que se disciplinaba con nobleza, a la manera inglesa, adoptando las formas dialécticas más corteses. Había—y eso hacía tanto más interesante la discusión—formalidad en el juego y juego en la formalidad, era una brava confrontación entre dos caracteres diametralmente opuestos, que sólo en apariencia se inflamaba por razones objetivas, pero que en realidad se basaba en causas y motivos ocultos que yo desconocía. Sea como fuere, vi a los dos mejores hombres de Inglaterra en uno de sus mejores momentos, y la continuación de esa polémica, publicada en las semanas siguientes en la Nation, no me proporcionó ni la centésima parte del placer que experimenté durante aquel fogoso diálogo, porque tras los argumentos, convertidos ya en abstractos, ya no se revelaba lo bastante el hombre vivo ni la esencia propiamente dicha del debate. Pocas veces he disfrutado tanto con la fosforescencia producida por la fricción de dos espíritus ni he visto el arte del diálogo ejercido con tanto virtuosismo en una comedia teatral, ni antes ni después, como en aquella ocasión en la que alcanzó la perfección en sus formas más nobles, sin proponérselo y sin teatralidad.

Viví aquellos años en Inglaterra sólo físicamente, no con toda el alma. Y fue precisamente la inquietud por Europa, esa dolorosa inquietud que nos destrozaba los nervios, lo que, en los años entre la toma del poder por Hitler y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, me movió a viajar a menudo e incluso a cruzar el océano por dos veces. Quizá me empujaba a ello el presentimiento de que era necesario almacenar, para tiempos más tenebrosos, todas las impresiones y experiencias que el corazón pudiera contener, mientras el mundo permaneciera abierto y los barcos pudieran recorrer en paz su ruta a través de los mares; quizá también me empujaba el afán de saber que, mientras la desconfianza y la discordia destruían nuestro mundo, en alguna parte se estaba construyendo otro; quizá también una intuición, muy vaga todavía, me decía que nuestro futuro, y también el mío, se encontraba lejos de Europa. Un ciclo de conferencias a lo largo y ancho de los Estados Unidos me ofreció la grata oportunidad de ver este inmenso país en toda su diversidad y, a la vez, unidad, de este a oeste y de norte a sur. Pero quizá fue todavía más fuerte la impresión que me causo América del Sur, adonde acepté viajar de buen grado a raíz de una invitación al congreso del PEN Club Internacional; nada me pareció tan importante en aquel momento como reforzar la idea de la solidaridad espiritual por encima de países y lenguas. Las últimas horas pasadas en Europa antes de aquel viaje me exhortaron a ponerme en camino con un nuevo y serio aviso. En aquel verano de 19 3 6 había estallado la guerra civil española, la cual, vista superficialmente, sólo era una disensión interna en el seno de ese bello y trágico país, pero que, en realidad, era ya una maniobra preparada por las dos potencias ideológicas con vistas a su futuro choque. Había salido yo de Southampton en un barco inglés con la idea de que el vapor evitaría la primera escala, en Vigo, para eludir la zona en conflicto. Sin embargo, y para mi sorpresa, entramos en ese puerto e incluso se nos permitió a los pasajeros bajar a tierra durante unas horas. Vigo se encontraba entonces en poder de los franquistas y lejos del escenario de la guerra propiamente dicha. No obstante, en aquellas pocas horas pude ver cosas que me dieron motivos justificados para reflexiones abrumadoras. Delante del ayuntamiento, donde ondeaba la bandera de Franco, estaban de pie y formados en fila unos jóvenes, en su mayoría guiados por curas y vestidos con sus ropas campesinas, traídos seguramente de los pueblos vecinos. De momento no comprendí para qué los querían. ¿Eran obreros reclutados para un servicio de urgencia? ¿Eran parados a los que allí daban de comer? Pero al cabo de un cuarto de hora, los vi salir del ayuntamiento completamente transformados. Llevaban uniformes nuevos y relucientes, fusiles y bayonetas; bajo la vigilancia de unos oficiales fueron cargados en automóviles igualmente nuevos y relucientes y salieron como un rayo de la ciudad. Me estremecí. ¿Dónde lo había visto antes? ¡Primero en Italia y luego en Alemania! Tanto en un lugar como en otro habían aparecido de repente estos uniformes nuevos e inmaculados, los flamantes automóviles y las ametralladoras. Y una vez más me pregunté: ¿quién proporciona y paga esos uniformes nuevos? ¿Quién organiza a esos pobres jóvenes anémicos? ¿Quién los empuja a luchar contra el poder establecido, contra el parlamento elegido, contra los representantes legítimos de su propio pueblo? Yo sabía que el tesoro público estaba en manos del gobierno legítimo, como también los depósitos de armas. Por consiguiente, esas armas y esos automóviles tenían que haber sido suministrados desde el extranjero y sin duda habían cruzado la frontera desde la vecina Portugal. Pero, ¿quién los había suministrado? ¿Quién los había pagado? Era un poder nuevo que quería el dominio, el mismo poder que actuaba aquí y allá, un poder que amaba la violencia, que necesitaba la violencia y que consideraba debilidades anticuadas todas las ideas que nosotros profesábamos y por las cuales vivíamos: paz, humanidad, entendimiento mutuo. Eran grupos secretos, escondidos en sus despachos y consorcios, que cínicamente se aprovechaban del idealismo ingenuo de los jóvenes para sus ambiciones de poder y sus negocios. Era una voluntad de imponer la fuerza que, con una técnica nueva y más sutil, quería extender por nuestra infausta Europa la vieja barbarie de la guerra. Una sola impresión óptica, sensorial, siempre causa más impacto en el alma que mil opúsculos y artículos de periódico. Y en el momento en que vi cómo instigadores ocultos proveían de armas a aquellos muchachos jóvenes e inocentes y los lanzaban contra muchachos también jóvenes e inocentes de su propia patria, tuve el presentimiento de lo que nos esperaba, de lo que amenazaba a Europa. Cuando, al cabo de unas horas de parada, el barco desatracó de nuevo, corrí a mi camarote. Me resultaba demasiado doloroso seguir viendo ese hermoso país que había caído víctima de una horrible desolación por culpa de otros; Europa me parecía condenada a muerte por su propia locura, Europa, nuestra santa patria, cuna y partenón de nuestra civilización occidental.

Tanto más plácida se ofreció después Argentina a la mirada. Volvía a ser España, su vieja cultura, protegida y preservada en una nueva tierra, más vasta, todavía no abonada con sangre, todavía no emponzoñada con odio. Había abundancia e incluso exceso de alimentos, de riqueza, había espacio infinito y, con él, comida para el futuro. Se apoderó de mí una inmensa alegría y una especie de nueva confianza. ¿No habían emigrado las culturas de un país a otro desde hacía miles de años? ¿No se salvaban siempre las semillas, aunque el árbol cayera bajo el hacha, y con ellas también las nuevas flores y los frutos? Lo que las generaciones anteriores y contemporáneas habían logrado nunca se perdería del todo. Sólo hacía falta aprender a pensar a partir de dimensiones más grandes, a contar con lapsos de tiempo más amplios. Deberíamos empezar a pensar, me decía a mí mismo, ya no sólo a la europea, sino mirando más allá de Europa; no deberíamos enterrarnos en un pasado moribundo, sino participar en su renacimiento. Y es que, por la cordialidad con la que toda la población de esta nueva ciudad de millones de habitantes ha participado en nuestro congreso, he visto que allí no éramos unos extraños, que todavía estaba viva, vigente y eficaz la fe en la unidad espiritual, a la cual hemos dedicado los mejores años de nuestra vida, y que en la época de las nuevas velocidades, ya ni el océano nos separaba. Una nueva misión sustituía a la vieja: construir la comunidad que soñábamos en unas dimensiones más grandes y en uniones más osadas. Si, después de la última mirada a la inminente guerra, había dado a Europa por perdida, ahora, allí, bajo la Cruz del Sur, de nuevo empezaba a creer y a tener esperanza.

Una impresión no menos imponente, una promesa no menor, supuso para mí Brasil, este país generosamente dotado por la naturaleza de la ciudad más bella del mundo, este país con un espacio inmenso que ni los ferrocarriles ni las carreteras, ni siquiera los aviones, podían recorrer todavía de cabo a rabo. Aquí el pasado se ha conservado con más esmero que en la misma Europa; aquí, el embrutecimiento que trajo consigo la Primera Guerra Mundial no ha penetrado todavía en las costumbres, en el espíritu de las naciones; aquí los hombres viven más pacífica y educadamente que entre nosotros, menos hostil que entre nosotros es el trato entre las diferentes razas; aquí el hombre no ha sido separado del hombre por absurdas teorías de sangre, raza y origen; se tenía el singular presentimiento de que aquí todavía se podía vivir en paz; aquí el espacio, por cuya mínima partícula luchaban los estados de Europa y lloriqueaban los políticos, estaba preparado, en una abundancia inconmensurable, para recibir el futuro; aquí la tierra esperaba todavía al hombre para que la utilizara y la llenara con su presencia; aquí se podía continuar y desarrollar en nuevas y grandiosas formas la civilización que Europa había creado. Con ojos felices ante las mil formas de la belleza de aquella nueva naturaleza, vi el futuro.

Pero viajar e irme lejos, hasta otros mundos y otras estrellas, no quería decir huir de Europa ni de la aflicción por Europa. Casi parece una malévola venganza de la naturaleza contra el hombre el que todas las conquistas de la técnica— gracias a las cuales le ha arrancado las fuerzas más secretas—le destruyan el alma. La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo. Por más que me alejara de Europa, su destino me acompañaba. Desembarcando de noche en Pernambuco, con la Cruz del Sur sobre mi cabeza y rodeado de gentes de piel oscura en la calle, vi en un periódico la noticia del bombardeo de Barcelona y del fusilamiento de un amigo español en cuya compañía había pasado unas agradables horas no hacía muchos meses. Cuando me dirigía a Tejas a toda velocidad en un vagón pullman, entre Houston y otra ciudad petrolera oí de repente a alguien que gritaba furioso en alemán: un compañero de viaje había sintonizado casualmente una emisora alemana en la radio del tren y tuve que escuchar, a través de la llanura de Tejas, un exaltado discurso de Hitler. No había modo de escaparse, ni de día ni de noche; siempre debía pensar, con dolorosa ansiedad, en Europa y, dentro de Europa, en Austria. Puede parecer patriotismo mezquino el que, ante la inmensidad del peligro que amenazaba desde China hasta más allá del Ebro y el Manzanares, yo me preocupara especialmente por el destino de Austria. Pero sabía que el destino de toda Europa estaba ligado a este pequeño país que, casualmente, era mi patria. Cuando uno intenta trazar retrospectivamente los errores de la política después de la Primera Guerra Mundial, se da cuenta de que el mayor de todos fue que tanto los políticos europeos como los norteamericanos no llevaron a la práctica el claro y simple plan de Wilson, sino que lo mutilaron. La idea del mismo era conceder libertad e independencia a las pequeñas naciones, pero él había visto con acierto que tal libertad e independencia sólo podían mantenerse dentro de una unidad de todos los estados, pequeños y grandes, en una organización de orden superior. Al no crear esa organización—la auténtica y total Liga de las Naciones—y al aplicar sólo la otra parte de su programa, la independencia de los estados pequeños, en vez de paz y tranquilidad se creó una tensión constante. Pues nada es más peligroso que el delirio de grandeza de los pequeños y lo primero que hicieron los estados pequeños, tan pronto como se formaron, fue intrigar los unos contra los otros y disputarse territorios minúsculos: Polonia contra Chequia, Hungría contra Rumania, Bulgaria contra Serbia, y el más débil de todos en esas rivalidades era la diminuta Austria frente a la prepotente Alemania. Este troceado y mutilado país, cuyos soberanos en otro tiempo habían mandado en Europa a sus anchas, era— tengo que repetirlo—la piedra angular del edificio. Yo sabía lo que no podían ver los millones de habitantes de la capital inglesa que me rodeaban: que con Austria caería Checoslovaquia y que, después, Hitler tendría el camino despejado para apoderarse de los Balcanes; sabía que el nacionalsocialismo, con Viena en su poder y gracias a la peculiar estructura de la ciudad, tenía en su inflexible mano la palanca capaz de zarandear Europa y sacarla de sus goznes. Sólo los austriacos sabíamos con qué avidez, estimulada por el resentimiento, Hitler ambicionaba Viena, la ciudad que lo había visto en la miseria más extrema y en la que quería entrar como triunfador. Por eso, cada vez que yo hacía una escapada a Austria y luego volvía a cruzar la frontera, respiraba con alivio: «Esta vez, todavía no.» Y miraba hacia atrás como si fuera la última. Veía acercarse la catástrofe, inevitablemente; cien veces durante aquellos años, mientras los demás leían confiados los periódicos, yo temía en lo más íntimo de mi ser ver en ellos los titulares: Finis Austriae. ¡Ah, cómo me había engañado a mí mismo con la ilusión de creer que desde hacía tiempo me había desligado de su destino! Desde lejos compartía todos los días el sufrimiento de su lenta y febril agonía: infinitamente más que mis amigos que vivían en ella, que a su vez se engañaban con muestras de patriotismo y se repetían los unos a los otros, día tras día: «Francia e Inglaterra. Y sobre todo Mussolini no lo permitirá.» Creían en la Liga de las Naciones y en los tratados de paz como los enfermos en las medicinas con hermosas etiquetas. Vivían tranquilos y despreocupados, mientras que a mí, que lo veía todo más claro, se me partía el corazón de angustia.

Tampoco mi último viaje a Austria estuvo motivado por otra cosa que por un estallido espontáneo de miedo ante la catástrofe cada vez más inminente. Había estado en Viena en el otoño de 1937 para visitar a mi anciana madre y durante un tiempo no tuve nada más que hacer allí; como nada urgente me retenía, regresé a Londres. Al cabo de pocas semanas (sería a finales de noviembre), una tarde me dirigía a casa por Regent Street y compré el Evening Standard. Era el día en que lord Halifax volaba hacia Berlín para intentar por primera vez negociar personalmente con Hitler. En aquella edición del periódico se especificaban— todavía lo veo, el texto a la derecha y en negrita—los puntos sobre los que Halifax quería llegar a un acuerdo con Hitler. Y entre líneas leí, o creí leer: el sacrificio de Austria, pues ¿qué otra cosa podía significar una entrevista con Hitler? Y es que los austriacos sabíamos que Hitler no cedería nunca en este punto. Curiosamente la enumeración programática de los temas de debate sólo se incluyó en la edición del mediodía del Evening Standard y desapareció completamente de las demás ediciones del mismo periódico a partir de la tarde. (Luego corrió el rumor de que esa información la había proporcionado al periódico la legación italiana, porque lo que más temía Italia en 1937 era un acuerdo entre Alemania e Inglaterra a sus espaldas.) No podría decir hasta qué punto era objetiva y cierta la noticia (inadvertida seguramente para la gran mayoría) tal como se publicó en aquella edición del Evening Standard. Sólo sé que me estremecí horrorizado ante la idea de que Hitler e Inglaterra negociaran ya respecto a Austria; no me avergüenza decir que el periódico me temblaba en las manos. Falsa o verdadera, la noticia me conmocionó como ninguna otra desde hacía años, pues sabía que, aun cuando se confirmara sólo una pequeña parte de la misma, sería el principio del fin, caería la piedra angular del edificio y, con ella, el edificio entero. Di marcha atrás en el acto, subí al primer autobús en dirección a Victoria Station y me dirigí a Imperial Airways para preguntar si quedaba algún asiento libre en el avión de la mañana siguiente. Quería volver a ver a mi madre, la familia, la patria. Por casualidad pude hacerme todavía con un billete; metí cuatro cosas en una maleta y volé hacia Viena.

Los amigos se sorprendieron ante mi regreso tan rápido y repentino. Y ¡cómo se rieron a costa mía cuando les insinué mis inquietudes! «El mismo Jeremías de siempre», dijeron con sorna. ¿Acaso no sabía que la población entera de Austria apoyaba ahora a Schuschnigg al cien por cien? Elogiaron con profusión de detalles las grandiosas manifestaciones del «Frente Patriótico», mientras yo, por el contrario, había observado en Salzburgo que la mayoría de los participantes sólo llevaba el distintivo reglamentario de la coalición pegado en la solapa por miedo a perder sus puestos de trabajo, pero a la vez desde hacía tiempo estaban inscritos—por precaución en Munich—en las filas de los nacionalsocialistas: había estudiado demasiada historia, y escrito sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento. Sabía que las mismas voces que hoy gritaban «¡Heil Schuschnigg!» mañana rugirían «¡Heil Hitler!». Sin embargo, todos aquellos con los que hablé en Viena mostraban una sincera despreocupación. Se invitaban mutuamente a actos sociales con esmoquin y frac (sin sospechar que pronto llevarían el uniforme de prisioneros en campos de concentración); desbordaban los comercios con compras de Navidad para sus hermosas casas (sin sospechar que en unos meses otros se las quitarían y las saquearían). Y esa eterna despreocupación de la vieja Viena, que tanto me había gustado antes y con la que he soñado toda la vida, esa despreocupación que el poeta nacional vienés Anzengruber resumió una vez en el axioma «Nada te puede pasar», por primera vez me dolió. Aunque quizás, en última instancia, eran más sabios que yo todos aquellos amigos de Viena, pues sufrían sólo cuando pasaba algo, mientras que yo me imaginaba las desgracias, las padecía antes de tiempo y volvía a padecerlas cuando ocurrían de veras. Sin embargo ya no comprendía a mis amigos, ni podía hacerme comprender por ellos. Después del segundo día ya no previne a nadie más. ¿Para qué inquietar a alguien que no quiere ser inquietado? Que el lector no lo tome como un adorno añadido, sino como la pura verdad, si digo que en los últimos días que pasé en Viena contemplé cada una de las familiares casas, cada iglesia, cada jardín y cada uno de los viejos rincones de la ciudad en la que había nacido con un «¡Nunca más!» mudo y desesperado. Había abrazado a mi madre con un secreto «¡Es la última vez!». Me despedí de toda la ciudad y de todo el país con un sentimiento de «Nunca más», pues tenía conciencia de que era una despedida, un adiós para siempre. Pasé de largo por Salzburgo, la ciudad donde tenía la casa en la que había trabajado durante veinte años, sin siquiera bajar del tren en la estación. Por supuesto que desde la ventanilla habría podido ver la casa de la colina, con todos sus recuerdos de los años vividos. Pero no volví los ojos hacia ella. ¿Para qué, mirándolo bien, si no volvería a vivir allí?, y en el instante en que el tren cruzó la frontera, supe, como el patriarca Lot de la Biblia, que detrás de mí todo era polvo y ceniza, un pasado petrificado en sal amarga.

Creía haber presentido todos los horrores que podían ocurrir cuando el sueño de odio de Hitler se hiciera realidad y él mismo ocupara victorioso Viena, la ciudad que lo rechazó cuando era un joven pobre y fracasado. Pero, ¡qué tímida, pequeña y lastimosa resultó mi fantasía, como toda fantasía humana, ante la inhumanidad que se desató aquel i 3 de marzo de 1938, el día en que Austria, y con ella Europa, sucumbió a la fuerza bruta! Finalmente cayó la máscara. Como los demás estados ya habían manifestado abiertamente su miedo, la brutalidad ya no tenía que imponerse trabas morales, así que no se sirvió—¿conservaban todavía algún peso Inglaterra, Francia, el mundo?—de ningún pretexto hipócrita para excluir, por ejemplo, a los «marxistas» de la vida política. Ya no simplemente se robaba y saqueaba, sino que se daba rienda suelta a cualquier ansia de venganza personal. Catedráticos de universidad eran obligados a fregar las calles con las manos, judíos creyentes de barba blanca eran arrastrados al templo y obligados por mozalbetes vocingleros a arrodillarse y gritar a coro «¡Heil Hitler!». Por las calles se cazaba a gente inocente como a conejos y se los llevaba a empujones a los cuarteles de las SA para que limpiaran las letrinas; todo lo que la enfermiza y sórdida fantasía del odio había ideado durante muchas noches de orgía se desataba a la luz del día. Hechos tales como irrumpir en las casas y arrancar los pendientes a temblorosas mujeres pudieron haber ocurrido también siglos atrás, en las guerras medievales, durante el saqueo de las ciudades, pero el impúdico placer de la tortura en público, el tormento psíquico y la humillación refinada eran algo nuevo. Todo esto está registrado no por una sola persona, sino por las miles que lo han sufrido, y llegará un día en que una época más tranquila, no moral- mente cansada como ya lo está la nuestra, leerá estremecida sobre los crímenes que cometió un solo hombre, rabioso de odio, en el siglo XX, en aquella ciudad de la cultura. Porque ése fue el diabólico triunfo de Hitler en medio de sus victorias militares y políticas: este hombre solo logró con sus constantes excesos embotar todo concepto de justicia. Antes de su «nuevo orden», el asesinato de una sola persona sin sentencia judicial ni causa notoria estremecía aún al mundo, la tortura era inconcebible en el siglo XX y se llamaba a las expropiaciones lisa y llanamente rapiña y robo. Ahora, en cambio, tras la nueva versión de las sucesivas Noches de San Bartolomé, después de las torturas hasta la muerte en las celdas de las SA y detrás de los alambres de espino, ¡qué importaba una injusticia aislada y el sufrimiento en este valle de lágrimas! En 1938, después de Austria, nuestro mundo ya estaba más acostumbrado a la inhumanidad, la injusticia y la brutalidad que cuanto lo había estado durante siglos. Lo que había ocurrido en aquella infausta ciudad de Viena antes habría bastado para provocar un boicot internacional, pero en el año 1938 la conciencia mundial callaba o sólo se quejaba un poco antes de olvidar y perdonarlo todo.

Aquellos días en que resonaban los gritos de auxilio lanzados diariamente desde la patria, en que sabía que amigos próximos eran secuestrados, torturados y humillados, en que, impotente, temblaba de miedo por aquellos a los que amaba, aquellos días fueron unos de los más terribles de mi vida. No me avergüenza decir—he aquí hasta qué punto la época nos ha pervertido el corazón—que no me estremecí ni lloré cuando me llegó la noticia de la muerte de mi madre, a la que había dejado en Viena, sino que, al contrario, sentí algo parecido a un alivio, pues ahora la sabía a salvo de todos los sufrimientos y peligros. A los ochenta y cuatro años, casi sorda del todo, vivía en nuestra casa familiar y, por lo tanto, de momento no podía ser desahuciada ni siquiera de acuerdo con las nuevas «leyes arias» y teníamos la esperanza de llevarla al extranjero de un modo u otro al cabo de un tiempo. Uno de los primeros decretos de Viena la había afectado seriamente. A su edad tenía las piernas débiles y estaba acostumbrada, durante sus paseos diarios, a descansar en un banco del Ring o del parque después de cada cinco o diez minutos de penoso andar. No hacía siquiera ocho días que Hitler se había convertido en amo y señor de la ciudad, cuando proclamó la orden que prohibía a los judíos sentarse en los bancos: era una de aquellas prohibiciones ideadas, obviamente, con el único y sádico propósito de martirizar con malicia. Y es que robar a los judíos tenía, al fin y al cabo, una cierta lógica y un sentido, pues con el producto del robo de las fábricas, del mobiliario de las casas y villas y de los pues- tos de trabajo vacantes, se podía alimentar a los partidarios y recompensar a los antiguos satélites; en definitiva la galería de arte de Goering debe su esplendor principalmente a esa práctica aplicada al por mayor. Ahora bien, impedir a una anciana o a un hombre mayor cansado sentarse unos minutos en un banco para recuperar el aliento, eso estaba reservado al siglo y al hombre que millones de personas adoraban como al más grande de la época.

Por fortuna a mi madre le fue ahorrado el tomar parte por mucho tiempo en tales groserías y humillaciones. Murió pocos meses después de la ocupación de Viena y no puedo menos que mencionar un episodio relacionado con su muerte, pues creo importante dejar constancia de esta clase de detalles con vistas a un futuro que los tendrá por imposibles. Una mañana, aquella mujer de ochenta y cuatro años sufrió un desmayo. El médico que la atendió pronosticó en seguida que difícilmente pasaría de aquella noche y mandó buscar a una enfermera, una mujer de cuarenta años, para que la velara junto a su cama. Ni mi hermano ni yo, sus dos únicos hijos, estábamos en Viena y, naturalmente, no podíamos acudir, pues para los representantes de la cultura alemana regresar a Austria para visitar a una madre en su lecho de muerte también constituía un delito. De modo que un primo nuestro aceptó pasar la noche en la casa para que al menos alguien de la familia estuviera presente en el momento de la muerte. Aquel primo era entonces un hombre de sesenta años que tampoco gozaba de buena salud y que de hecho también murió al cabo de un año. Cuando había empezado a prepararse la cama en la habitación contigua para pasar allí la noche, apareció la enfermera—hay que decir en su honor que bastante avergonzada—para comunicar que, lamentándolo mucho, según las nuevas leyes nacionalsocialistas, le resultaba imposible pasar la noche al lado de la moribunda. Dijo que mi primo era judío y, puesto que ella era una mujer de menos de cincuenta años, no podía pasar la noche bajo el mismo techo al mismo tiempo que él, ni siquiera para velar a una moribunda, pues, conforme a la mentalidad de Streicher, lo primero que se le ocurriría a un judío sería practicar con ella un acto de deshonra racial. Por supuesto, añadió, lamentaba mucho aquella orden, pero debía cumplir la ley. Y así mi primo de sesenta años, para que la enfermera pudiera quedarse junto a la moribunda, se vio obligado a salir de la casa al anochecer. Quizás ahora se comprenda que yo considerara afortunada a mi madre por no tener que seguir viviendo entre esa clase de gente.

La caída de Austria produjo en mi vida privada un cambio que en un principio consideré del todo insignificante y puramente formal: perdí mi pasaporte austriaco y tuve que pedir a las autoridades británicas un documento sustitutivo, un pasaporte de apátrida. En mis sueños cosmopolitas me había imaginado a menudo en mi fuero interno cuán espléndido y conforme a mis sentimientos sería vivir sin estado, no estar obligado a ningún país y, por lo tanto, pertenecer a todos sin distinción. Pero una vez más tuve que reconocer cuán imperfecta es la fantasía humana y hasta qué punto no comprendemos las sensaciones más importantes hasta que no las hemos vivido nosotros mismos. Diez años antes, en una ocasión en que encontré a Dmitri Merezhkovski en París y le oí lamentarse de que sus libros estaban prohibidos en Rusia, yo, inexperto, intenté consolarlo maquinalmente diciéndole que aquello significaba muy poco teniendo en cuenta la difusión universal que habían tenido. Pero luego, cuando mis libros desaparecieron de la lengua alemana, ¡con qué claridad comprendí su queja de no poder publicar la palabra creada más que en traducciones, un medio diluido,, cambiado! Asimismo, no fue hasta el instante en que fui admitido en un despacho oficial inglés, después de una larga espera en una antesala sentado en el banco de los solicitantes, cuando comprendí qué significaba el cambio de mi pasaporte por un papel para extranjeros. Máxime cuando hasta entonces había tenido derecho a un pasaporte austriaco. Cualquier funcionario austriaco del consulado o de la policía tenía la obligación de extendérmelo como a ciudadano de pleno derecho. En cambio, el documento de extranjero que me dieron los ingleses tuve que pedirlo. Era un favor, pero un favor que me podían retirar en cualquier momento. De la noche a la mañana había descendido un peldaño más. Ayer todavía era un huésped extranjero y, en cierto modo, un gentleman que gastaba allí sus ingresos internacionales y pagaba sus impuestos, y hoy me había convertido en un emigrado, un «refugiado». Me rebajaron a una categoría inferior, aunque no deshonrosa. Además, de ahora en adelante debía solicitar cualquier visado extranjero en aquella hoja de papel, porque en todos los países desconfiaban de esa «clase» de hombres de los cuales, de repente, yo formaba parte: hombres privados de derechos y sin patria, a los que, en caso de necesidad, se los podía expulsar y devolver a su país como a los demás, si se convertían en una carga o permanecían allí demasiado tiempo. Y tuve que recordar las palabras que un exiliado ruso me había dicho años atrás: «Antes el hombre sólo tenía cuerpo y alma. Ahora, además, necesita un pasaporte, de lo contrario no se lo trata como a un hombre.» En efecto: tal vez nada demuestra de modo más palpable la terrible caída que sufrió el mundo a partir de la Primera Guerra Mundial como la limitación de la libertad de movimientos del hombre y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de papeles que se exigen hoy en día. No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de estos fastidios; las mismas fronteras que hoy aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich. Fue después de la guerra cuando el nacionalsocialismo comenzó a trastornar el mundo, y el primer fenómeno visible de esta epidemia fue la xenofobia: el odio o, por lo menos, el temor al extraño. En todas partes la gente se defendía de los extranjeros, en todas partes los excluía. Todas las humillaciones que se habían inventado antaño sólo para los criminales, ahora se infligían a todos los viajeros, antes y durante el viaje. Uno tenía que hacerse retratar de la derecha y la izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se le vieran las orejas, dejar las huellas dactilares, primero las del pulgar, luego las de todos los demás dedos; además, era necesario presentar certificados de toda clase: de salud, vacunación y buena conducta, cartas de recomendación, invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas, rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias, y con que faltara uno solo de ese montón de papeles, uno estaba perdido.

Parecen bagatelas. Y a primera vista puede parecer mezquino por mi parte que las mencione. Pero con estas absurdas «bagatelas» nuestra generación ha perdido un tiempo precioso e irrecuperable. Si calculo los formularios que rellené aquellos años, las declaraciones de impuestos, los certificados de divisas, los permisos de paso de fronteras, de residencia y salida del país, los formularios de entrada y salida, las horas que pasé haciendo cola en las antesalas de los consulados y las administraciones públicas, el número de funcionarios ante los que me senté, amables o huraños, aburridos o ajetreados, todos los registros e interrogatorios que tuve que soportar en las fronteras, me doy cuenta entonces de cuánta dignidad humana se ha perdido en este siglo que los jóvenes habíamos soñado como un siglo de libertad, como la futura era del cosmopolitismo. ¡Cuánta parte de nuestra producción, de nuestra creación y de nuestro pensamiento se ha perdido por culpa de esas monsergas improductivas que a la vez envilecen el alma! Durante aquellos años, todos estudiamos más normativa oficial que libros; los primeros pasos que dábamos en una ciudad extranjera, un país extranjero, ya no se dirigían a los museos y monumentos, sino al consulado o a la jefatura de policía en busca de un «permiso». Cuando nos encontrábamos los mismos que antes solíamos hablar de una poesía de Baudelaire y discutíamos de diversos problemas con pasión intelectual, ahora nos sorprendíamos hablando de «afidávits» y permisos y de si debíamos solicitar un visado permanente o de turista; conocer a una funcionaria insignificante de un consulado que nos acortara el rato de espera era, en aquella década, más vital que la amistad de un Toscanini o un Rolland. Constantemente se nos hacía notar que nosotros, que habíamos nacido con un alma libre, éramos objetos y no sujetos, que no teníamos derecho a nada y todo se nos concedía por gracia administrativa. Constantemente éramos interrogados, registrados, numerados, fichados y marcados, yo todavía hoy—como hombre incorregible que soy, de una época más libre y ciudadano de una república mundial ideal—considero un estigma los sellos de mi pasaporte y una humillación las preguntas y los registros. Son bagatelas, sólo bagatelas, lo sé, bagatelas en una época en la que el valor de una vida humana ha caído con mayor rapidez aún que cualquier moneda. Pero sólo si se deja constancia de estos pequeños síntomas, una época posterior podrá determinar el diagnóstico clínico correcto de las circunstancias que desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos guerras mundiales.

Quizás estaba yo demasiado mal acostumbrado de antes. Quizá mi sensibilidad se había vuelto cada vez más irritable por los cambios bruscos de los últimos años. La emigración, sea del tipo que sea, provoca por sí misma, inevitablemente, un desequilibrio. La persona pierde estabilidad (y eso también hace falta haberlo vivido para comprenderlo); si no siente su propio suelo bajo los pies, se vuelve más insegura y más desconfiada consigo misma. Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con documentos o pasaportes extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de la identidad natural de mi «yo» original y auténtico quedó destruida para siempre. Me volví más reservado de lo que era por naturaleza y yo, antes tan cosmopolita, ahora no logro librarme de la sensación de tener que dar gracias especiales por cada hálito que robo a un pueblo que no es el mío. Cuando lo pienso con claridad, me doy cuenta, desde luego, que son manías absurdas, pero ¿cuándo la razón ha podido con los sentimientos? De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras.

Pero no era yo el único que tenía esta sensación de inseguridad. Poco a poco la inquietud fue extendiéndose por toda Europa. El horizonte político se oscureció desde el día en que Hitler atacó Austria, y los mismos que en Inglaterra en secreto le habían allanado el camino con la esperanza de comprar así la paz para su país, entonces empezaron a reflexionar. Desde 1938 no hubo en Londres, París, Roma, Bruselas, así como en ninguno de los pueblos y ciudades, ninguna conversación que, por alejado que fuera su tema al inicio, no desembocara en la inevitable pregunta de si todavía se podía evitar la guerra, o por lo menos diferirla, y cómo. Cuando pienso en todos esos meses de miedo continuo y creciente ante la posibilidad de una guerra en Europa, sólo recuerdo dos o tres días de plena confianza, dos o tres días en los que aún teníamos la sensación, por última vez, de que las nubes pasarían de largo y podríamos volver a respirar libremente y en paz como antes. El perverso destino, sin embargo, quiso que aquellos dos o tres días fueran precisamente los que quedaran registrados como los más funestos de la historia contemporánea: los días de la entrevista de Chamberlain con Hitler en Munich.

Sé que hoy se recuerda con disgusto aquel encuentro en que Chamberlain y Daladier, colocados impotentes contra la pared, capitularon ante Hitler y Mussolini, pero, puesto que quiero servir a la verdad basándome en documentos, debo confesar que todo aquel que vivió aquellos días en Inglaterra entonces los consideró admirables. La situación era desesperada en los últimos días de septiembre de Chamberlain regresaba en avión de su segunda entrevista con Hitler y al cabo de unos días se supo lo que había ocurrido. Chamberlain había ido a Godesberg para conceder a Hitler todo lo que éste le había pedido anteriormente en Berchtesgaden. Pero lo que unas semanas antes le había parecido suficiente a Hitler luego ya no satisfacía su histeria de poder. La política del appeasement y del try and try again había fracasado estrepitosamente y en Inglaterra se había acabado de la noche a la mañana la época de la buena fe. Inglaterra, Francia, Chescolovaquia, Europa, sólo podían escoger entre humillarse ante las perentorias ansias de poder de Hitler o plantarle cara con las armas. Inglaterra parecía dispuesta a todo. Ya no escondía sus preparativos bélicos, sino que exhibía públicamente su armamento. De repente aparecieron obreros excavando refugios antiaéreos en medio de los jardines de Londres: en Hyde Park, Regent's Park y, sobre todo, frente a la embajada alemana. Se movilizó a la flota, los oficiales del estado mayor volaban sin parar entre París y Londres para decidir conjuntamente las últimas medidas, los barcos que se dirigían a América eran abordados por extranjeros que querían ponerse a salvo antes de que fuera demasiado tarde; desde 1914 Inglaterra no había conocido un despertar como aquél. La gente iba por la calle con un ademán más serio y pensativo. Miraba las casas y las calles rebosantes pensando para sus adentros: ¿no se abatirán mañana las bombas sobre ellas? Y, tras las puertas, todos se sentaban alrededor de la radio para escuchar las noticias. Una tensión tremenda, invisible pero perceptible, se había apoderado de todos y de cada segundo a lo largo y ancho del país.

Después se celebró aquella histórica sesión del Parlamento en la que Chamberlain informó sobre su nuevo intento de llegar a un acuerdo con Hitler y sobre una nueva propuesta, la tercera, de ir a visitarlo en cualquier lugar de Alemania para salvar la seriamente amenazada paz. Todavía no había obtenido respuesta. Y entonces, en mitad de la sesión, llegó—calculado con exagerado dramatismo—el telegrama que anunciaba el consentimiento de Hitler y Mussolini a una conferencia conjunta en Munich, y en aquel momento—un caso prácticamente único en la historia de Inglaterra—el Parlamento inglés perdió los nervios. Los diputados se pusieron en pie de un salto, gritando y aplaudiendo, las tribunas re- tumbaron de alegría. Hacía años que la honorable casa no había vibrado con tamaño estallido de júbilo como en aquella ocasión. Desde el punto de vista humano era un espectáculo maravilloso ver cómo el sincero entusiasmo por la posibilidad de salvar todavía la paz superaba el porte y la moderación tan virtuosamente practicados por los ingleses. Desde el punto de vista político, empero, aquel arrebato representó un terrible error, pues con aquella alegría desbordada el Parlamento y el país habían revelado hasta qué punto aborrecían la guerra y estaban dispuestos a cualquier sacrificio, a renunciar a sus intereses y hasta a su prestigio por amor a la paz. Sin embargo, de aquel día en adelante Chamberlain quedó señalado como el hombre que iba a Múnich no a luchar por la paz, sino a implorarla. Pero entonces nadie sospechaba todavía la clase de capitulación que les aguardaba. Todo el mundo creía—yo también, no lo niego— que Chamberlain iba a Munich a negociar, no a capitular. Luego siguieron dos o tres días de impaciente espera, días en que el mundo entero, como quien dice, contuvo la respiración. Se excavaba en los parques, se trabajaba en las fábricas de armamento, se instalaban baterías antiaéreas, se repartían caretas antigás, se sopesaba la conveniencia de evacuar a los niños de Londres y se tomaban misteriosas medidas que nadie comprendía, pero que todo el mundo sabía a qué estaban destinadas. La gente volvió a pasar mañanas, tardes y noches esperando el periódico, escuchando la radio. Se repitieron aquellos momentos de julio de 1914, con una espera terrible y crispada, del sí o el no.

Y, de repente, como llevados por una fuerte ráfaga de viento, los sofocantes nubarrones se despejaron, los corazones se ensancharon y las almas se sintieron libres. Se había dado la noticia de que Hitler, Chamberlain, Daladier y Mussolini habían llegado a un acuerdo total y, más aún, que Chamberlain había conseguido cerrar un pacto con Alemania que garantizaba el arreglo pacífico de todos los posibles conflictos entre ambos países para siempre. Parecía una victoria decisiva de la tenaz voluntad de paz de un hombre de estado, por sí mismo soso e insignificante, y todos los corazones latieron de gratitud hacia él en aquel momento. Por radio se oyó primero el mensaje Peace for our time que anunciaba a nuestra sufrida generación que podíamos volver a vivir en paz y contribuir a la construcción de un mundo nuevo y mejor, y miente quien quiera negar a posteriori lo mucho que nos embriagaron aquellas palabras mágicas. Pues, ¿quién podía creer que un hombre que regresaba preparado para una entrada triunfal era un hombre derrotado? Si la gran masa de Londres hubiera sabido la hora exacta de la llegada de Chamberlain en la mañana de su regreso de Munich, centenares de miles de personas habrían invadido el aeródromo de Croydon para saludar y vitorear al hombre que, según creíamos todos en aquel momento, había salvado la paz de Europa y el honor de Inglaterra. Luego salieron los periódicos a la calle. Las fotografías mostraban a un Chamberlain (su rostro severo normalmente recordaba la cabeza de un pájaro irritado) orgulloso y sonriente en la puerta del avión, agitando el histórico documento que anunciaba Peace for our time y que él traía a su pueblo como valiosísimo regalo. Por la noche ya se pasaba la escena en los cines; la gente saltaba de los asientos, gritando y vitoreando, casi abrazándose, con el sentimiento de la nueva hermandad que se iniciaba entonces en el mundo. Para toda persona que en aquel momento estaba en Londres, en Inglaterra, aquél fue un día inolvidable que prestó alas al espíritu.

En aquellos históricos días me encantaba pasear por las calles para impregnarme con más intensidad de su atmósfera, para respirar con todos los sentidos, en el sentido más propio de la palabra, el aire del momento. Los obreros habían dejado de excavar en los parques, la gente los rodeaba riendo y charlando, pues gracias a la peace for our time los refugios antiaéreos ya no eran necesarios; oí a dos chavales mofarse, en un cockney excelente, de aquellos refugios, diciendo que ojalá los convirtieran en meaderos públicos subterráneos, porque en Londres no había suficientes. Todos los presentes se rieron y todo el mundo parecía más animado, devuelto a la vida, como las plantas después de la tempestad. Caminaban más erguidos que el día anterior, con las hombros más ligeros y en sus ojos ingleses, por lo general tan fríos, centelleaba un brillo de alegría. Las casas parecían más luminosas desde que la gente sabía que no las amenazaban las bombas; los autobuses, más elegantes; el sol, más radiante; la vida de miles y miles de personas, sublimada y fortalecida por aquella sola palabra embriagadora. Yo notaba cómo también a mí me embriagaba la euforia. Caminaba incansable, cada vez más deprisa y más ligero: también a mí me llevaba la ola de la confianza reavivada, con más fuerza y alegría. En la esquina de Picadilly, de pronto se me acercó alguien precipitadamente. Era un funcionario del gobierno inglés al que en realidad conocía muy poco, un hombre impasible y reservado. En circunstancias normales nos habríamos saludado cortésmente y nada más y a él no se le habría ocurrido dirigirme la palabra. Pero en aquella ocasión venía a mi encuentro con los ojos chispeantes.

—Qué le ha parecido Chamberlain?—me preguntó radiante de alegría—. Nadie confiaba en él, pero ha obrado correctamente. No ha transigido y así ha salvado la paz.

Era la opinión de todos; también la mía aquel día. Y el día siguiente también fue un día feliz. Los periódicos se mostraban unánimes en su júbilo, los valores de la bolsa subieron espectacularmente, por primera vez desde hacía años llegaban voces de amistad desde Alemania y en Francia proponían levantar un monumento a Chamberlain. Pero, ay, sólo fue la última llamarada de un fuego que iba a extinguirse definitivamente. En los días siguientes empezaron a filtrarse los fatales detalles: cuán absoluta había sido la capitulación ante Hitler y cuán ignominiosa la entrega de Checoslovaquia, a la que se había garantizado ayuda y apoyo; y hacia el fin de semana ya era público que ni siquiera la capitulación había satisfecho a Hitler y que, incluso antes de que se hubiera secado la firma del pacto, él ya lo había violado en todos sus puntos. Sin ninguna clase de escrúpulos Goebbels proclamó entonces públicamente y a los cuatro vientos que en Munich habían acorralado a Inglaterra contra la pared. La gran luz de la esperanza se había apagado. Pero había brillado durante un día o dos y nos había calentado los corazones. No quiero ni puedo olvidar aquellos días.

Desde el momento en que supimos la verdad de lo ocurrido en Munich, paradójicamente ya no vi en Inglaterra sino a muy pocos ingleses. La culpa fue mía, pues los evitaba o, mejor dicho, evitaba entrar en conversación con ellos, aunque tenía la obligación moral de admirarlos más que nunca. Eran generosos con los refugiados, que llegaban a tropeles, mostraban hacia ellos una compasión de lo más noble y un interés caritativo. Pero entre ellos y nosotros se iba alzando una especie de muro interior que separaba los dos lados: a nosotros ya nos había sucedido, a ellos todavía no; nosotros comprendíamos lo que había ocurrido y lo que ocurriría, y ellos todavía se negaban a comprenderlo (en parte en contra de su propia conciencia). Intentaban, a pesar de todo, perseverar en la ilusión de que una palabra era una palabra y un pacto era un pacto y que se podía negociar con Hitler si se le hablaba sensata y humanamente. Entregados durante siglos a la noción de derecho por su tradición democrática, los círculos dirigentes ingleses no podían o no querían reconocer que a su lado se instalaba conscientemente una nueva técnica de cínica amoralidad y que la nueva Alemania anulaba todas las reglas de juego vigentes en las relaciones entre los pueblos y en el marco del derecho tan pronto como las encontraba incómodas. A los ingleses de mente clara y perspicaz, que desde hacía tiempo habían renunciado a cualquier tipo de aventuras, les parecía improbable que aquel hombre que había conseguido tanto, tan rápida y fácilmente, se atreviera a ir más lejos; no dejaban de creer y esperar que primero iría contra los otros—¡preferentemente Rusia!—y que entretanto se podría llegar a algún acuerdo con él. Nosotros, en cambio, sabíamos que se podía esperar de él lo más monstruoso como lo más natural. Todos teníamos grabada en la pupila la imagen de un amigo asesinado, de un camarada torturado, y por ello nuestros ojos eran más duros, más penetrantes e inflexibles. Los proscritos, los perseguidos y los desposeídos de nuestros derechos sabíamos que no existía ningún pretexto demasiado absurdo ni demasiado falso cuando se trataba de robo y de poder. Y, así, los que habíamos sido puestos a prueba y los que todavía estaban expuestos a ella, los emigrados y los ingleses, hablábamos lenguas diferentes; no creo exagerar si digo que, salvo un minúsculo número de ingleses, nosotros éramos los únicos en Inglaterra que no se engañaban respecto al alcance total del peligro. Como en otro tiempo en Austria, también en Inglaterra me había sido destinado prever lo inevitable con más claridad, con el corazón roto y una perspicacia torturadora, sólo que, como extranjero, como huésped tolerado, no podía lanzar un grito de alarma.

De modo, pues, que los marcados con el estigma del destino sólo nos teníamos a nosotros mismos cuando el sabor amargo de los acontecimientos nos roía los labios, y ¡cómo nos torturaba el alma la ansiedad por el país que nos había acogido fraternalmente! Las horas de amistad que pude compartir con Sigmund Freud en aquellos últimos meses antes de la catástrofe me demostraron, de un modo inolvidable, que incluso en las horas más tenebrosas una conversación con un intelectual de gran talla moral puede ofrecer un inmenso y reconfortante consuelo al alma. Durante meses me había atormentado la idea de que aquel hombre enfermo de ochenta y tres años habría podido permanecer en la Viena de Hitler, si no fuese porque la extraordinaria princesa María Bonaparte, su discípula más fiel, que vivía en la Viena esclavizada, logró salvarlo y traerlo a Londres. Fue uno de los grandes y felices días de mi vida aquel en que leí en la prensa que el más venerado de mis amigos, a quien ya creía perdido, había llegado a la isla y así regresaba del Hades.

Había conocido en Viena a Sigmund Freud—ese espíritu grande y fuerte que como ningún otro de nuestra época había profundizado, ampliándolo, en el conocimiento del alma humana—, en una época en que todavía era amado y combatido como hombre huraño, obstinado y meticuloso. Fanático de la verdad, pero a la vez consciente de los límites de toda verdad, me dijo un día: «Existe tan poca verdad al ciento por ciento como alcohol puro.» Se había distanciado de la universidad y de sus cautelas académicas a causa del modo impertérrito con que se había aventurado en las zonas terrenales y subterráneas del instinto, hasta entonces nunca pisadas y siempre evitadas con temor, es decir, precisamente la esfera que la época había solemnemente declarado «tabú». Sin darse cuenta de ello, el mundo del optimismo liberal se percató de que aquel espíritu no comprometido con su psicoanálisis le socavaba implacablemente las tesis de la paulatina represión de los instintos por parte de la «razón» y el «progreso», y de que ponía en peligro su método de ignorar las cosas molestas con la técnica despiadada de sacarlas a la luz. Pero no fue sólo la universidad, ni sólo la camarilla de los médicos de los nervios pasada de moda, los que hicieron causa común contra aquel incómodo «intruso», sino que fue el mundo entero, todo el viejo mundo, el viejo modo de pensar, la «convención» moral, toda la época, que veía en él a aquel que «quita el velo» y eso le daba miedo. Poco a poco se organizó un boicot médico en su contra, él perdió el consultorio y, como no se podían rebatir científicamente sus tesis, ni siquiera sus planteamientos más osados, se intentó liquidar sus teorías de los sueños a la manera vienesa, esto es, ironizando y banalizándolas como temas jocosos de conversaciones sociales. Sólo un reducido grupo de fieles seguidores se reunían alrededor del solitario maestro en tertulias semanales, en las que fue tomando forma la nueva ciencia del psicoanálisis. Mucho antes de que yo mismo me diera cuenta de las dimensiones reales de la revolución espiritual que se estaba preparando a partir de los primeros trabajos fundamentales de Freud, me había ganado ya para su causa la actitud firme y moralmente inquebrantable de ese hombre extraordinario. He aquí por fin a un hombre de ciencia, un hombre que un joven hubiera soñado tener como modelo, prudente en sus afirmaciones mientras no tuviera la prueba definitiva y la seguridad absoluta de las mismas, pero impertérrito ante la oposición del mundo entero tan pronto como una hipótesis se convertía en certeza válida, un hombre modesto como no había otro en cuanto a su persona, pero dispuesto a luchar por cada dogma de su doctrina y fiel hasta la muerte a la verdad inmanente que defendía a partir de sus conocimientos. Era imposible imaginarse a un hombre más intrépido. Freud tenía la audacia de decir siempre lo que pensaba, aun sabiendo que con sus palabras claras e inexorables inquietaba y perturbaba; nunca trataba de hacer más fácil su difícil posición a fuerza de concesiones, por pequeñas o puramente formales que fuesen. Estoy convencido de que Freud habría podido exponer una quinta parte de sus teorías sin tropezar con la oposición académica, si hubiera estado dispuesto a adornarlas y, por ejemplo, decir «erotismo» en vez de «sexualidad», «eros» en vez de «libido», y no llegar siempre implacablemente a las últimas consecuencias en vez de limitarse a insinuarlas. Pero era intransigente cuando se trataba de la doctrina y de la verdad; cuanto más fuerte era el antagonismo, más fuerte se volvía su determinación. Cuando busco un símbolo para el concepto de coraje moral—el único heroísmo en la Tierra que no reclama víctimas ajenas—, veo siempre ante mí el bello, claro y humano rostro de Freud, con sus oscuros ojos de mirada sincera y serena.

El hombre que ahora buscaba refugio en Londres huyendo de su patria, a la que había dado fama por todo el mundo y a través de los tiempos, era un hombre viejo desde hacía años y, además, estaba gravemente enfermo. Pero no era un hombre cansado ni abatido. En mi fuero interno tenía un poco de miedo de encontrarlo amargado o trastornado después de los dolorosos momentos que debía de haber pasado en Viena; todo lo contrario: lo vi más libre y feliz que nunca. Me llevó al jardín de su casa de suburbio londinense.

—¿Ha vivido alguna vez en un lugar tan bonito como éste?—me preguntó con una clara sonrisa dibujándose en su boca, antes tan severa. Me mostró las tan queridas estatuillas egipciacas que María Bonaparte había salvado para él—.

¿Acaso no estoy de nuevo en casa? Y en el escritorio tenía desplegados los grandes folios de su nuevo manuscrito; a sus ochenta y tres años escribía día tras día con la misma clara letra redonda y el mismo espíritu lúcido e incansable de sus mejores días; su firme voluntad lo había superado todo, la enfermedad, la edad y el exilio; y por primera vez daba curso libre a la bondad que había estado estancada en su interior durante los largos años de lucha. La vejez sólo lo había vuelto más moderado, y las pruebas superadas, más indulgente. A ratos descubría en él gestos afectuosos que no le conocía de antes, tan reservado como era; le ponía la mano en la espalda a uno y, tras las relucientes gafas, sus ojos miraban con más calidez. Durante todos aquellos años, conversar con Freud fue para mí uno de los mayores placeres intelectuales. Aprendía de él y a la vez lo admiraba; se sentía uno comprendido con cada palabra que pronunciaba aquel hombre magnífico y sin prejuicios al que ninguna confesión asustaba, ninguna afirmación irritaba y para el que la voluntad de educar a los demás a ver y sentir con claridad se había convertido en una voluntad instintiva de vivir. Pero nunca experimenté con tanta gratitud el valor insustituible de aquellas largas conversaciones como durante aquel año sombrío, el último de su vida. Tan pronto como uno entraba en su habitación, quedaba excluida de la misma, por decirlo así, la locura del mundo exterior. Lo más cruel se volvía abstracto, lo más confuso se aclaraba, la actualidad se subordinaba humildemente a las grandes fases cíclicas. Por primera vez veía al verdadero sabio que, elevado por encima de sí mismo, ya no sentía el dolor y la muerte como una experiencia personal, sino como objetos suprapersonales de observación y reflexión: su muerte no era una proeza moral inferior a su vida. Freud sufría horriblemente entonces a causa de la enfermedad que había de arrebatárnoslo. Se veía que le cansaba visiblemente el tener que hablar con el paladar artificial y uno se sentía realmente avergonzado ante cada palabra que el anciano le concedía, porque articularla le costaba un gran esfuerzo. Pero no abandonaba al amigo; para su espíritu de acero representaba una ambición especial el mostrar a los amigos que su voluntad seguía siendo más fuerte que los viles tormentos que el cuerpo le infligía. Con la boca deformada por el dolor, siguió escribiendo en su escritorio hasta el último día e, incluso de noche, cuando el sufrimiento le atormentaba el sueño—su sueño sano y profundo que durante ochenta años había sido la fuente de su energía—, se negaba a tomar somníferos o cualquier clase de inyección estupefaciente. No quería que ni por una hora la claridad de su espíritu se amortiguara por obra de los sedantes; prefería sufrir y permanecer despierto, pensar en medio de suplicios a no pensar, héroe del espíritu hasta el último momento, el último de todos. Fue una lucha terrible y más grandiosa a medida que se prolongaba. A cada momento la muerte proyectaba su sombra con más claridad sobre su rostro. Le hundía las mejillas, le esculpía las cejas en la frente, le sesgaba la boca, le entorpecía la palabra en los labios; sólo contra los ojos no podía hacer nada el tétrico verdugo, contra aquella atalaya inexpugnable desde la cual aquel espíritu heroico contemplaba el mundo: los ojos y el espíritu permanecieron claros hasta el final. En una de mis últimas visitas llevé conmigo a Salvador Dalí, en mi opinión el pintor de más talento de la nueva generación, que admiraba enorme- mente a Freud, y mientras yo hablaba con el maestro, él dibujó un esbozo suyo. Nunca me atreví a enseñárselo a Freud porque Dalí, clarividente, había incluido ya la muerte en él.

Cada vez se hacía más cruel la lucha de la voluntad más fuerte, del espíritu más agudo de nuestro tiempo, contra el ocaso. Sólo cuando él mismo, para quien la claridad había sido la virtud suprema del pensamiento, vio claro que no volvería a escribir ni a trabajar, como un héroe romano dio permiso al médico para que pusiera fin al dolor. Era el final grandioso para una vida grandiosa, una muerte memorable incluso en medio de las hecatombes de aquella época asesina. Y cuando sus amigos sepultamos su ataúd en tierra inglesa, sabíamos que entregábamos lo mejor de nuestra patria.

En aquellas horas con Freud a menudo hablamos del mundo de Hitler y de la guerra. Como persona estaba profundamente conmovido, pero como pensador no le sorprendía en absoluto aquel escalofriante estallido de bestialidad. Siempre lo habían tachado de pesimista, decía, porque negaba la supremacía de la cultura sobre los instintos; ahora se podía ver horriblemente confirmada—y en verdad no estaba nada orgulloso de ello—su opinión de que la barbarie, el elemental instinto de destrucción, era inextirpable del alma humana. Quizás, en siglos venideros, se encontraría un modo, al menos en la vida común de los pueblos, de reprimir tales instintos; en la vida cotidiana, sin embargo, subsistían en la naturaleza humana más íntima como fuerzas inextirpables y quizá necesarias. Le preocupaba más, en sus últimos días, el problema del judaísmo y su tragedia actual; para este caso el científico no poseía ninguna fórmula y su espíritu lúcido, ninguna respuesta. Recientemente había publicado su estudio sobre Moisés, en el que lo presentaba como a un no-judío, sino como egipcio, y con esta afirmación, científicamente difícil de justificar, hirió tanto a los judíos creyentes como a los judíos con conciencia nacional. Ahora lamentaba la publicación de ese libro en la hora más funesta para el judaísmo, «ahora que todo se les quita, yo les quito a su mejor hombre». Tuve que darle la razón en el sentido de que los judíos se habían vuelto siete veces más sensibles, pues, en medio de la omnipresente tragedia mundial, ellos eran sus auténticas víctimas, y lo eran en todas partes, ya que, azorados ya antes del golpe, sabían que toda abominación primero se desplomaría sobre ellos, y multiplicada por siete, y que el hombre más rabioso de odio de todos los tiempos trataría de humillarlos y perseguirlos, precisamente a ellos, hasta los confines de la tierra e incluso bajo tierra. Semana tras semana, mes tras mes, llegaban cada vez más refugiados, que parecían cada vez más pobres y más angustiados que los que les habían precedido. Los primeros, los que habían salido de Alemania con más premura, aún habían podido salvar la ropa, las maletas y los enseres de la casa y muchos incluso algún dinero. Pero cuanto más tiempo habían confiado en Alemania, cuanto más les había costado desprenderse de su amada patria, más severamente habían sido castigados. Primero les quitaron la profesión, les prohibieron la entrada en los teatros, cines y museos, y a los investigadores, el acceso a las bibliotecas: seguían allí por fidelidad o pereza, por cobardía u orgullo. Preferían ser humillados en su patria a humillarse como pordioseros en el extranjero. Luego se les privó del personal de servicio y se les quitó las radios y los teléfonos de las viviendas; después, las viviendas mismas; a continuación se les obligó a llevar pegada la estrella de David, para que todo el mundo los reconociera, los evitara y escarneciera en la calle como a leprosos, expulsados y proscritos. Se les privó de todos los derechos, se ejerció sobre ellos con sadismo toda clase de violencia física y psíquica y, de repente, se convirtió en espeluznante verdad el viejo dicho popular ruso: «Del saco de mendigo y de la cárcel, nadie está a salvo.» Al que no se marchaba se le mandaba a un campo de concentración, donde la disciplina alemana ablandaba hasta al más orgulloso, y después, una vez desposeído de todo, se le expulsaba del país con un solo traje y diez marcos en el bolsillo, sin preguntarle adónde quería ir. Y entonces hacían cola en la frontera, imploraban en los consulados, casi siempre en vano, pues ¿qué país quería a gente desvalijada y pordiosera? Nunca olvidaré el cuadro que se me ofreció a la vista una vez que entré en una agencia de viajes de Londres; estaba abarrotada de refugiados, casi todos judíos, y todos querían ir a algún lugar. Les daba igual a qué país, a los hielos del polo Norte o a la hirviente caldera de las arenas del Sahara, lo importante era irse lejos, muy lejos, pues el permiso de residencia había caducado y tenían que proseguir su camino, emprender viaje con mujer e hijos a otros lugares, bajo otras estrellas, a un mundo de habla extraña, entre personas a las que no conocían y que no querían forasteros. Encontré allí a un vienés, en otro tiempo rico industrial y a la vez uno de nuestros coleccionistas de arte más inteligentes. De momento no lo reconocí, de tan lívido, viejo y cansado como estaba. La debilidad le obligaba a apoyarse en la mesa con ambas manos. Le pregunté adónde quería ir: —No lo sé—dijo—. Quién nos pregunta hoy lo que queremos? Uno va allí donde le permiten ir. Alguien me ha dicho que aquí se puede obtener un visado para Haití o Santo Domingo.

El corazón me dio un vuelco. ¡Un hombre viejo y agotado, con hijos y nietos, que tiembla con la .esperanza de poder trasladarse a un país que nunca ha visto en el mapa, sólo para ir tirando, para pedir limosna y seguir siendo un extraño y un inútil! A su lado alguien preguntó con ansia desesperada el modo de llegar a Shanghai, pues le habían dicho que los chinos todavía acogían a refugiados. Y así se amontonaban unos al lado de otros, ex catedráticos, ex directores • de banco, ex comerciantes; ex hacendados, ex músicos, todos ellos dispuestos a arrastrar las miserables ruinas de su existencia allá donde fuere, por tierra y por mar, a hacer cualquier cosa, a soportar cualquier cosa, ¡pero lejos de Europa, lejos, lejos! Era un grupo fantasmal. Pero lo más trágico para mí era pensar que aquellas cincuenta personas maltratadas representaban sólo la dispersa y minúscula vanguardia del inmenso ejército de cinco, ocho o quizá diez millones de judíos que ya estaban a punto de marchar tras ellos, de todas las personas desposeídas y, por si eso fuera poco, pisoteadas luego por la guerra, que esperaban los envíos de las instituciones de beneficencia, los permisos de las autoridades y el dinero para el viaje, una masa gigantesca que, criminalmente espantada y huyendo con pánico del incendio hitleriano, asediaba las estaciones de tren en todas las fronteras y llenaba las cárceles, todo un pueblo expulsado al que se negaba el derecho a ser pueblo y, sin embargo, un pueblo que durante dos mil años no había deseado otra cosa que no tener que emigrar nunca más y sentir bajo sus pies en reposo una tierra, una tierra tranquila y pacífica.

Pero lo más trágico de esta tragedia judía del siglo era que quienes la padecían no encontraban en ella sentido ni culpa. Todos los desterrados de los tiempos medievales, sus patriarcas y antepasados, sabían como mínimo por qué sufrían: por su fe y por su ley. Poseían todavía como talismán del espíritu lo que los de hoy día han perdido hace tiempo: la confianza absoluta en su Dios. Vivían y sufrían con la orgullosa ilusión de haber sido escogidos por el Creador del mundo y de los hombres para un destino y una misión especiales, y la palabra promisoria de la Biblia era para ellos mandamiento y ley. Cuando se los lanzaba a la hoguera, apretaban contra su pecho las Sagradas Escrituras y, gracias a este fuego interior, no sentían tanto el ardor de las llamas asesinas. Cuando se les perseguía por todos los países, siempre les quedaba una última patria, la de Dios, de la que no les podía expulsar ningún poder terrenal, ningún emperador, rey o inquisidor. Mientras la religión los mantenía unidos, eran una comunidad y, por consiguiente, una fuerza; cuando se les expulsaba y perseguía, expiaban la culpa de haberse separado conscientemente de los demás pueblos de la Tierra a causa de su religión y sus costumbres. Los judíos del siglo, en cambio, habían dejado de ser una comunidad desde hacía tiempo. No tenían una fe común, consideraban su judaísmo más una carga que un orgullo y no tenían conciencia de ninguna misión. Vivían alejados de los mandamientos de sus libros antaño sagrados y ya no querían hablar su antigua lengua común. Con todo su afán, cada vez más impaciente, aspiraban a incorporarse e integrarse en los pueblos que los rodeaban, disolverse en la colectividad, sólo para tener paz y no tener que sufrir persecuciones, descansar de su eterna huida. Y, así, los unos ya no comprendían a los otros, refundidos con los demás pueblos: desde hacía tiempo eran más franceses, alemanes, ingleses o rusos que judíos. Hasta hoy, cuando se les amontona y se les barre de las calles como inmundicia (los directores de banco expulsados de sus palacios berlineses, los servidores de las sinagogas excluidos de las comunidades ortodoxas, los catedráticos de filosofía de París y los cocheros rumanos, los lavadores de cadáveres y los premios Nóbel, los cantantes de concierto y las plañideras, los escritores y los destiladores, los hacendados y los desheredados, los grandes y los pequeños, los devotos y los ilustrados, los usureros y los sabios, los sionistas y los asimilados, los ashkenazis y los sefarditas, los justos y los pecadores y, tras ellos, la atónita multitud de los que creían haber escapado hace tiempo de la maldición, los bautizados y los mezclados), hasta hoy, digo, por primera vez durante siglos, no se ha obligado a los judíos a volver a ser una comunidad que no sentían como suya desde tiempos inmemoriales, la comunidad del éxodo que desde Egipto se repite una y otra vez. Pero ¿por qué este destino les estaba reservado a ellos y sólo a ellos? ¿Cuál era la causa, el sentido y la finalidad de esta absurda persecución? Se les expulsaba de sus tierras y no se les daba ninguna otra. Se les decía: no queremos que habitéis entre nosotros, pero no se les decía dónde tenían que vivir. Se les achacaba la culpa y se les negaban los medios para expiarla. Y se miraban los unos a los otros con ojos ardientes en el momento de la huida y se preguntaban: ¿Por qué yo? ¿Por qué tu? ¿Por qué yo y tú, a quien no conozco, cuya lengua no comprendo, cuya manera de pensar no entiendo, a quien nada me ata? ¿Por qué todos nosotros? Y nadie sabía la respuesta. Ni siquiera Freud, la cabeza más clara de la época, con quien yo hablaba a menudo aquellos días, veía una solución o un sentido a tal absurdo. Pero quizás el sentido último del judaísmo sea el de repetir una y otra vez, a través de su existencia misteriosamente perdurable, la eterna pregunta de Job a Dios, para que no sea totalmente olvidada en la Tierra.

Nada hay más fantasmagórico que lo que se creía muerto y enterrado hacía tiempo vuelva a aparecerse en la vida, con la misma forma y figura. Había llegado el verano de 1939, Munich había pasado ya a la historia con su breve ilusión de peace for our time; Hitler había atacado y anexionado la mutilada Checoslovaquia, rompiendo juramentos y promesas; Klaipeda había sido ocupada; la prensa alemana, artificialmente encauzada por el delirio, reclamaba Danzig y el corredor polaco. Inglaterra se despertó con un amargo regusto de su leal credulidad. Incluso la gente sencilla e inculta, que sólo por instinto aborrecía la guerra, empezó a exteriorizar con vehemencia su enojo. Todos los ingleses, normalmente tan reservados, le dirigían a uno la palabra: el portero que guardaba nuestro espacioso bloque de pisos, el liftboy del ascensor, la camarera que arreglaba las habitaciones. Nadie entendía muy bien lo que pasaba, pero todo el mundo recordaba una cosa, algo innegablemente manifiesto: que Chamberlain, el primer ministro de Inglaterra, había volado tres veces a Alemania para salvar la paz y que ninguna de las concesiones hechas de buena fe había satisfecho a Hitler. En el Parlamento inglés se oyeron de pronto palabras duras: Stop agression! Por doquier se veían preparativos para (o, más propiamente dicho, contra) la inminente guerra. De nuevo se cernieron sobre Londres los globos de defensa—todavía tenían el inocente aspecto de elefantes de juguete para niños—, de nuevo se abrieron los refugios antiaéreos y se revisaron las caretas antigás que se habían distribuido. La situación se había vuelto tan tensa como un año antes, quizás incluso más, pues esta vez el gobierno ya no tenía detrás a una población cándida e ingenua, sino a una decidida y exasperada.

Yo había abandonado Londres durante aquellos meses para retirarme al campo, en Bath. En toda mi vida no había sentido de un modo más cruel la impotencia del hombre frente a los acontecimientos mundiales. He aquí a un hombre despierto, pensante, que trabajaba al margen de la política, consagrado a su trabajo y dedicado, tranquilo y tenaz, a transformar sus años en obras. Y allá, en algún lugar, invisibles, una docena de otros hombres, a los que no conocía ni había visto nunca, unos cuantos en la Wilhelmstrasse de Berlín, otros en el Quai d'Orsay de París y otros más en el Palazzo Venezia de Roma y en Downing Street de Londres, esos diez o veinte hombres, muy pocos de los cuales habían demostrado hasta el momento una sensatez y una habilidad especiales, hablaban, escribían, telefoneaban y pactaban cosas que los demás no sabíamos. Tomaban decisiones en las que-no teníamos arte ni parte y de cuyos detalles no llegábamos a enterarnos, y, sin embargo, disponían así, irrevocablemente, de mi vida y de la de todos los europeos. Mi destino estaba en sus manos y no en las mías. Nos aniquilaban o nos perdonaban la vida; a nosotros, impotentes, nos concedían la libertad o nos esclavizaban, decidían la guerra o la paz para millones de seres. Y heme a mí sentado en mi habitación, como todos los demás, indefenso como una mosca, impotente como un caracol, mientras estaba en juego mi muerte o mi vida, mi «yo» más íntimo y mi futuro, los pensamientos que se formaban en mi cerebro, los proyectos nacidos o todavía por nacer, mi sueño y mi vigilia, mi voluntad, mis bienes, todo mi ser. Heme sentado, esperando con ansiedad y la vista fija en el vacío, como un condenado en su celda, encerrado entre cuatro paredes y encadenado en una espera absurda y lánguida, y los compañeros de cautividad preguntando a diestra y siniestra, aconsejando y charlando, como si ninguno de nosotros supiera o pudiera saber cómo y qué decidirían respecto a nosotros. Sonaba el teléfono y un amigo me preguntaba qué opinaba. Tenía ante mí el periódico, que me desconcertaba más aún. Escuchaba la radio y un comentario contradecía el anterior. Salía a la calle y la primera persona con la que tropezaba me pedía la opinión, a mí, tan ignorante como ella: ¿habría guerra o no? Y yo, en mi ansiedad, también preguntaba, hablaba, charlaba y discutía, aun sabiendo de sobra que todo conocimiento, toda experiencia y toda previsión adquiridas o inculcadas a lo largo de los años eran fútiles ante las decisiones de aquella docena de extraños y que, por segunda vez en el transcurso de veinticinco años, me encontraba de nuevo sin fuerza ni voluntad frente al destino y los pensamientos latían vacíos de sentido en mis doloridas sienes. Al final no pude soportar la gran ciudad por más tiempo, porque en cada esquina los posters, los carteles pegados, me acometían con palabras chillonas como perros hostiles, y también porque, sin querer, podía leer los pensamientos en la frente de los miles de seres que pasaban por mi lado como una exhalación. Y, en realidad, todos pensábamos lo mismo, pensábamos únicamente en el «sí» o el «no», en el negro o el rojo de la jugada decisiva en la que, en mi caso, se apostaba mi vida entera, los últimos años que el destino me reservaba, mis libros no escritos, todo lo que hasta entonces había considerado mi misión y daba sentido a mi vida.

Pero la bolita, con una lentitud exasperante, daba vueltas indecisa de un lado para otro en la ruleta de la diplomacia. De aquí para allá, de allá para aquí, negro y rojo, rojo y negro, esperanza y desencanto, buenas y malas noticias, y nunca la última, la decisiva. «¡Olvida!», me decía a mí mismo. «Huye, refúgiate en la espesura más íntima de tu ser, en tu trabajo, ahí donde sólo eres tu "yo" anhelante, no un ciudadano, no el objeto de ese juego infernal, ahí, el único lugar donde la poca razón que te queda todavía puede actuar con sensatez en un mundo que ha enloquecido.» No me faltaba una misión. Durante años había ido acumulando sin cesar el material preliminar para un gran estudio en dos volúmenes de la vida y obra de Balzac, pero no había tenido valor suficiente para dar comienzo a una obra tan extensa y proyectada a tan largo plazo. Sin embargo, justo ahora el desánimo me daba ánimos para dedicarme a ella. Me retiré a Bath, y precisamente a Bath porque esa ciudad, en la que habían escrito muchos de los mejores autores de la gloriosa literatura inglesa, Fielding sobre todo, ofrecía a la mirada tranquila, con más fidelidad y fuerza que cualquier otra ciudad inglesa, la apariencia de un siglo diferente, más pacífico: el XVIII. Aunque, ¡qué contraste tan doloroso el de aquel paisaje suave y dotado de plástica belleza, frente a la creciente agitación del mundo y de mis pensamientos! Tan provocativamente espléndido fue aquel agosto de 1939 en Inglaterra como lo había sido en 1914 el mes de julio más hermoso que recuerdo haber pasado en Austria. De nuevo el cielo suave, de un azul sedoso como una divina tienda de paz; de nuevo la benéfica luz del sol sobre los prados y los bosques, además de una indescriptible magnificencia de flores: la misma gran paz sobre la Tierra, mientras sus habitantes se preparaban para la guerra. Igual que entonces, la locura humana parecía increíble ante aquel florecimiento exuberante, tranquilo y tenaz, ante aquella quietud que se respiraba en los valles de Bath y que se deleitaba en sí misma, unos valles que por su misterio me recordaban los del paisaje de Bad en 1914.

Y una vez más no quería creerlo. Una vez más me preparaba, como entonces, para un viaje de verano. Se había fijado el congreso del PEN Club en Estocolmo para la primera semana de septiembre de 1939 y los compañeros suecos me habían invitado a asistir como huésped de honor, puesto que yo era un anfibio que ya no representaba a ninguna nación. Los amables anfitriones ya habían dispuesto de antemano las comidas del mediodía y de la noche para las semanas venideras. Yo había reservado con antelación un pasaje para el barco, cuando empezaron a llegar en tropel las alarmantes noticias sobre la inminente movilización. Según todas las leyes de la razón, hubiera tenido que empaquetar en seguida todos mis libros y manuscritos y salir de Inglaterra, que era una posible zona de guerra: yo era extranjero en ese país y, en caso de guerra, me convertiría de inmediato en extranjero enemigo, amenazado con padecer todas las restricciones de libertad imaginables. Pero algo inexplicable se oponía dentro de mí a la huida para ponerme a salvo. En parte era obstinación, el deseo de no seguir huyendo toda la vida, pues, a pesar de todo, el destino me perseguiría allá donde fuera, pero en parte también era cansancio. «Acojamos el tiempo tal como él nos quiere», me decía con Shakespeare. Si te quiere, ¡no te resistas por más tiempo, a tus casi sesenta arios! Ya no te robará lo mejor que tienes, tu vida vivida hasta ahora. Así, pues, me quedé. No obstante, quería poner el máximo posible de orden en mi vida civil y pública, y como tenía intención de volverme a casar, no quería perder un instante, no fuera a ser que el internamiento en un campo de concentración o cualquier otra medida imprevista me separaran de mi futura compañera. De modo que una mañana—era el 1° de septiembre, un día festivo—fui al registro civil de Bath para inscribir mi boda. El funcionario aceptó los papeles y se mostró sumamente amable y solícito. Comprendió perfectamente, como todo el mundo en aquellos tiempos, nuestro deseo de acelerar los trámites en lo posible. La boda quedó fijada para el día siguiente; cogió la pluma y empezó a escribir nuestros nombres en el registro con letra redondilla.

En aquel momento—serían las once—se abrió de golpe la puerta de la habitación contigua. Irrumpió en la nuestra un funcionario joven que se ponía la chaqueta mientras caminaba.

—¡ Los alemanes han invadido Polonia! ¡Es la guerra!—anunció a gritos en aquella sala silenciosa..

La noticia me golpeó el corazón como un martillazo. Pero el corazón de nuestra generación ya estaba acostumbrado a toda clase de golpes duros.

—No necesariamente significa la guerra—dije yo, sinceramente convencido.

Pero el funcionario por poco se enfadó conmigo.

—¡No!—gritó furioso—. ¡Ya basta! ¡No podemos tolerar que esto se repita cada seis meses! ¡Tiene que terminar! Mientras tanto el otro funcionario, que había empezado a redactar nuestro certificado de matrimonio, dejó caer la pluma con ademán pensativo. Al fin y al cabo, debió de pensar, nosotros éramos extranjeros y, en caso de guerra, nos convertiríamos automáticamente en enemigos. No sabía si, dadas las circunstancias, era lícito permitirnos contraer matrimonio. Dijo que lo lamentaba, pero que prefería pedir instrucciones a Londres. Los dos días siguientes fueron días de espera, esperanza y miedo, dos días de terrible tensión. En la mañana del domingo la radio dio la noticia de que Inglaterra había declarado la guerra a Alemania.

Fue una mañana singular. Nos alejamos de la radio, que había lanzado al espacio un mensaje que iba a durar siglos, un mensaje destinado a transformar totalmente nuestro mundo y la vida de cada uno de nosotros, un mensaje que encerraba la muerte para miles de los que lo escuchaban en silencio; aflicción y desventura, desesperación y amenaza para todos nosotros; un mensaje del que quizá no se sacaría la lección hasta el cabo de años y más años. Una vez más era la guerra, una guerra más terrible y de peores consecuencias que cualquiera anterior. Una vez más se terminaba una época, una vez más empezaba una época nueva. Permanecíamos en silencio en la habitación, de pronto sumida en una quietud sepulcral, y evitábamos mirarnos. De fuera llegaba el gorjeo despreocupado de pájaros, que, en su frívolo juego amoroso, se dejaban llevar por el suave viento, y los árboles se balanceaban en el dorado resplandor de la luz, como si sus hojas quisieran tocarse tiernamente como labios amorosos. Una vez más la viejísima madre naturaleza no sabía nada de las angustias de sus criaturas.

Fui a mi habitación y coloqué mis cosas en una maleta. Si se confirmaba lo que había predicho un amigo que ocupaba un cargo importante, en Inglaterra a los austriacos nos contarían entre los alemanes y cabía esperar que nos impusieran las mismas restricciones; quizás aquella misma noche ya no me dejarían dormir en mi cama. Había bajado un escalón más: desde hacía una hora ya no era sólo un extranjero en aquel país, sino también un enemy alien, un extranjero enemigo, exiliado por la fuerza en un lugar donde no se hallaba su corazón palpitante. ¿Se podía imaginar una situación más absurda para un hombre expulsado hacía tiempo de una Alemania que lo había estigmatizado como antialemán a causa de su raza y de su modo de pensar, que la de encontrarse en otro país donde, por un decreto burocrático, le imponen una comunidad de la cual, como austriaco, nunca ha formado parte? De un plumazo el sentido de toda una vida se había convertido en contrasentido; yo escribía y pensaba en alemán, pero cada idea que concebía, cada deseo que sentía, pertenecía a los países que se alzaban en armas por la libertad del mundo. Cualquier otro vínculo, todo lo anterior y pasado, se había roto y destruido, y yo sabía que, después de esta guerra, todo debería volver a empezar de nuevo, pues la misión más íntima a la que había dedicado toda la fuerza de mi convicción durante cuarenta años, la unión pacífica de Europa, había fracasado. Aquello que yo temía más que a la propia muerte, la guerra de todos contra todos, se había desencadenado por segunda vez. Y quien había luchado con pasión durante toda su vida por la solidaridad humana y por la unión de los espíritus, se sentía en aquellos momentos—que exigían como nunca una comunión absoluta—, inútil y solo como en ninguna otra época anterior a causa de esa brusca segregación.

Bajé al centro de la ciudad para echar una última mirada a la paz. Resplandecía serena a la luz del mediodía y no me pareció diferente de como solía ser. La gente seguía su camino de costumbre con su paso habitual. No corría, no formaba corros en mitad de la calle. Su comportamiento aparecía tranquilo y sereno, propio de los domingos, y por un momento me pregunté: ¿acaso todavía no lo saben? Pero eran ingleses, acostumbrados a reprimir sus sentimientos. No necesitaban banderas ni tambores, ruido ni música, para afirmarse en su tenaz determinación, desprovista de patetismo. ¡Qué diferente de aquellos días de julio de 1914 en Austria, pero qué diferente era yo ahora de aquel joven de entonces, cuán cargado de recuerdos! Sabía qué significaba la guerra y, contemplando los comercios relucientes y repletos de artículos, veía de nuevo, en una visión intensísima, los de 1918, desvalijados y vacíos y que me miraban con ojos desencajados. Veía, como alguien que sueña despierto, una larga cola de mujeres afligidas ante las tiendas de comestibles, a madres vestidas de luto, a heridos, a inválidos: todo el tremendo horror de antes volvía como un fantasma a la luz radiante del mediodía. Recordaba a nuestros viejos soldados, exhaustos y andrajosos, que regresaban del campo de batalla; con el corazón palpitante percibía la guerra pasada en la que ahora empezaba y que todavía ocultaba su horror a las miradas. Y sabía que una vez más todo lo pasado estaba prescrito y todo lo realizado, destruido: Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva, pero ¡cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía para llegar a ella! El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad.

FIN

 


 

 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD

 STEFAN ZWEIG

 

LA CABEZA SOBRE LA TRIBUNA

MUERTE DE CICERÓN

Cuando un hombre sagaz, pero no particularmente valiente, se encuentra con otro más fuerte que el, lo más prudente que puede hacer es hacerse a un lado y esperar, sin sonrojarse, a que el camino quede libre. Marco Tulio Cicerón, que fue en su tiempo el principal humanista del reino de Roma, maestro de oratoria y defensor del derecho, consagró durante treinta años sus energías al servicio de la ley y al mantenimiento de la República; sus discursos están cincelados en los anales de la historia y sus obras literarias forman un constituyente esencial en la lengua latina. En Catilina combatió la anarquía; en Verres denunció la corrupción; en los victoriosos generales percibió la amenaza de la dictadura y, al atacarlos, se acarreó su enemistad; su tratado De República fue largo tiempo considerado como la descripción mejor y más ética de la forma ideal del Estado. Pero ahora debía encontrarse con un hombre más fuerte que él. Julio Cesar, a cuya elevación él (contando con más años y más renombre) contribuyó al principio confidencialmente, había utilizado, de la noche a la mañana, las legiones gálicas para conquistar el dominio supremo en Italia. Poseyendo Cesar el mando absoluto de las fuerzas militares, le bastó simplemente alargar su mano para asir la corona regia que Marco Antonio le ofreció ante el populacho reunido. En vano se había opuesto Cicerón a la asunción por Cesar del poder autocrático cuando Cesar despreció la ley cruzando el Rubicán. Infructuosamente trató de lanzar contra el agresor a los últimos campeones de la libertad. Como siempre, las cohortes demostraron ser más fuertes que las palabras. César, un intelectual no menos que hombre de acción, triunfó en toda la línea; y si hubiera sido tan vengativo como lo son la mayoría de los dictadores, pudo, después de su éxito abrumador, haber aplastado fácilmente a este obstinado defensor de la ley, o al menos haberlo condenado al destierro. Pero la magnanimidad de Cesar en esta ocasión fue aun más notable de lo que habían sido sus victorias. Habiendo tomado lo mejor de su adversario, se contentó con un reproche gentil, perdonando la vida a Cicerón, aunque aconsejándole al mismo tiempo que se retirara del escenario político. En adelante, Cicerón debía contentarse, como cualquier otro, con el papel de observador mudo y sumiso de los negocios de Estado.

¿Qué podría ser mejor para un hombre de inteligencia sobresaliente que la exclusión de la vida pública, política? De este modo el pensador, el artista es excluido de una esfera que sólo puede ser dominada por la brutalidad o por el artificio, y es devuelto a su propia inviolabilidad e indestructibilidad. Para un hombre de estudio toda forma de exilio se convierte en un acicate para la concentración interna, y para Cicerón esta desventura llegó en el momento más propicio. El gran dialéctico se estaba aproximando al recodo de su' vida, y hasta ahora, en medio de temporales y esfuerzos, había tenido poca oportunidad para la contemplación creadora. ¿Cuántas contrariedades, cuántos conflictos tenía este hombre que ahora, a los sesenta años, se veía obligado a permanecer en el ambiente restringido de su época? Selecto en tenacidad, versatilidad y fuerza espiritual, él, un novus homo, había ocupado, uno tras otro, todos los puestos y honores públicos que, usualmente, estaban fuera del alcance de los de nacimiento humilde y eran celosamente reservados para su propio disfrute por la camarilla aristocrática. Había alcanzado las más elevadas cumbres de la aprobación popular y había sido sumergido en las más hondas profundidades de la desaprobación popular. Después de haber derrotado la conspiración de Catilina fue subido en triunfo a las gradas del Capitolio, fue enguirnaldarlo por el pueblo, y fue distinguido por el Senado con el codiciado título de pater patriae. Por otra parte, se vio obligado a huir de noche, cuando fue desterrado por el mismo Senado y perseguido por el mismo populacho. No existía ningún cargo importante que no hubiera podido ocupar, ninguna dignidad que este infatigable publicista no hubiera alcanzado. Había dirigido procesos en el Foro, había mandado legiones en el campo de batalla, como cónsul había gobernado la República y como procónsul las provincias. Por sus dedos habían pasado millones de sestercios, y bajo sus manos se habían fundido en deudas.

Había poseído la casa más hermosa del Palatino, y la había visto en ruinas, incendiada y devastada por sus enemigos. Había escrito tratados memorables y pronunciado discursos que estaban reconocidos como clásicos. Había engendrado hijos y perdido hijos, había sido a un tiempo osado y débil, a un tiempo tenaz y servil, muy admirado y muy odiado, un hombre de disposición inconstante, igualmente notable por sus defectos y por sus méritos; en resumen, había sido la personalidad más atractiva y más estimulante de su época. No obstante, para una cosa, la más importante de todas, no había tenido ratos de ocio, pues no dispuso jamás de tiempo para dirigir una mirada interna a su propia vida. Incesantemente intranquilo por ambición, jamás había podido tomar decisiones sosegadamente, resumiendo con tranquilidad sus conocimientos y sus pensamientos.

Ahora, al fin, cuando el golpe de Estado de César alejó a Cicerón de los asuntos públicos, le fue posible a éste atender con fruto aquellos negocios privados que son, después de todo, las cosas más absorbedoras del mundo; y sin quejarse dejó el Foro, el Senado y el Imperio a la dictadura de Julio César. La aversión a la política comenzó a dominar al estadista que había sido ex-pulsado de aquélla. Se resignó con su suerte.

Que otros trataran de salvaguardar los derechos de un pueblo que estaba más interesado en las luchas gladiatorias y otras diversiones similares que en la libertad; en adelante, él se cuidaría más de buscar, encontrar, y cultivar su libertad interna, propia.

De este modo ocurrió que Marco Tulio Cicerón miró por primera vez reflexivamente en su fuero interno, resuelto a mostrar al mundo para que había trabajado y para que había vivido.

Siendo artista por nacimiento, a quien sólo la casualidad había inducido del estudio a la fantasmagoría de la política, Marco Tulio Cicerón procuró adaptar su modo de vida a su edad y a sus inclinaciones fundamentales. Se retiró de Roma, la ruidosa metrópoli, estableciéndose en Tusculum (conocida hoy por Frascati), donde podía gozar de las más bellas perspectivas de Italia. Las colinas boscosas de tintes suaves flotaban gentilmente hacia abajo en la Campania, y los arroyos susurraban música argentina que no podía perturbar la tranquilidad dominante en ese lugar remoto.

Después de muchos años pasados en la plaza pública, en el Foro, la tienda de campaña o el carro del viajero, podía ahora, al fin dedicar su mente, sin alboroto y sin reserva, a la reflexión creadora. La ciudad, fatigante y seductora, era como una niebla lejana en el horizonte distante; y sin embargo era una jornada fácil. Con frecuencia llegaban los amigos para gozar de su vivaz conversación: Ático, el más íntimo de ellos; jóvenes tales como Bruto y Casio; aun, una vez, un huésped peligroso, julio César, el poderoso dictador. Aunque sus amigos de Roma pudieran a veces demorar su visita, ¿no tenía otros compañeros a mano, amigos muy bien recibidos que jamás podrían molestar, silenciosos o comunicativos, como uno deseara: los libros? Marco Tulio Cicerón preparó para su uso una magnífica biblioteca en su retiro rural, un inagotable panal de miel de sabiduría que contenía las mejores obras de los sabios de Grecia y los historiadores de Roma, acompañadas del compendio de las leyes. Con tales amigos de todas las edades y hablando todas las lenguas, un hombre no podía estar jamás aislado, por muy largas que fueran las noches. La mañana estaba dedicada al trabajo. Un esclavo ilustrado y dócil estaba pronto a escribir cuando el dueño decidía dictar; las comidas pasaban agradablemente en compañía de Tulia, la hija a quien tanto amaba; y las lecciones que daba a su hijo eran una fuente de variedad diaria, un estímulo perpetuo. Además, aunque sexagenario, se inclinó a condescender con la más dulce locura de la vejez, tomando una esposa joven-más joven que su propia hija- . El artista que había en él le despertó el deseo de gozar de la belleza no sólo en mármol o en versos, sino también en su forma más sensual y más seductora.

Así, pues, a la edad de sesenta años Marco Tulio Cesar Cicerón tuvo un hogar al fin, para sí mismo. No sería otra cosa que un filósofo y no más un demagogo; nada más que un autor y nunca otra vez un retórico; señor de sus propios ocios, no ya como antes, el infatigable sirviente del favor popular. En vez de estar en la plaza pública redondeando períodos oratorios dirigidos a los oídos de jueces corruptibles, sería preferible demostrar sus talentos retóricos gráficamente a todos y a varios, componiendo De Oratore para beneficio de los presumidos imitadores.

Simultáneamente, redactando su tratado De Senectud e., trataría de convencerse de que un sabio genuino debe considerar la resignación como la gloria principal de los años declinantes. Las más hermosas, las más armoniosas de sus cartas datan de este mismo período de recogimiento interno; y aun cuando lo castigó la desgracia con la pérdida de su amada Tulia, su arte le ayudó a mantener la dignidad filosófica; escribió las Consolationes que a través de siglos han proporcionado ecuanimidad a miles de aflicciones similares. Á causa de esta fase del destierro ha podido aclamarlo la posteridad como a un autor excepcionalmente delicado no menos que como a un gran orador, porque durante estos tres años tranquilos Cicerón contribuyó más a su obra y a su fama que durante los treinta que antes había despilfarrado en la vida pública. El exponente de la ley había aprendido al fin el amargo secreto que todos los empeñados en una carrera pública deben aprender a la larga - que un hombre no puede defender permanentemente la- libertad de las masas, sino únicamente su propia libertad, la libertad que viene de adentro.

*** De esta manera, Marco Tulio Cicerón, como cosmopolita, humanista y filósofo, pasó en el retiro un verano delicioso, un otoño creador y un invierno italiano, esperando pasar el resto de su vida alejado de intrusiones seculares o políticas.

Apenas echaba una ojeada a los informes noticiosos diarios y a las cartas de Roma, manteniéndose indiferente al juego que no necesitaba ya más de él como jugador.

Pareció estar curado del prurito del hombre de letras por la publicidad y haberse convertido en un ciudadano de la República invisible, no un ciudadano actual de aquella violada y corrompida República que había sucumbido sin resistencia al reinado del terror. Entonces, un mediodía de un día de marzo del año 44 a. de C., entró impetuosamente en la casa un mensajero jadeante y cubierto de polvo. Apenas hubo conseguido boquear su noticia de que Julio César, el dictador, había sido asesinado en el Foro, cuando cayó inanimado sobre el piso.

Cicerón se irguió repentinamente alarmado. No habían pasado muchas semanas desde que el magnánimo conquistador se sentara a esta misma mesa, y aunque él, Cicerón, se había sentido inclinado casi al odio por su oposición al hombre peligroso del poder, cuyos triunfos militares había contemplado con sospechas, nunca pudo dominar su secreta admiración por la mentalidad poderosa, el genio organizador y la buena índole del único respetable entre sus enemigos. Sin embargo, a pesar de la detestación del crudo argumento de la daga de un asesino, ¿no había César, no obstante sus grandes méritos y no obstante lo notable de sus logros, cometido él mismo el más atroz de los asesinatos, parricidium patriae, el degüello de la madre patria por el hijo? ¿No fue a causa de su genio sobresaliente por lo que julio César había llegado a ser tan peligroso para Roma? Su muerte era deplorable, por supuesto; y sin embargo el delito podía promover la victoria de una causa sagrada. ¿No podría ser resucitada la República ahora que César estaba muerto? ¿No podría la muerte del dictador conducir al triunfo del más sublime de los ideales - el ideal de libertad? Cicerón, por lo tanto, se recobró pronto de su pánico. Nunca había deseado un hecho tan nefando, quizás ni aun lo había querido en sueños. Bruto y Casio (aunque Bruto, mientras arrancaba el puñal sangriento del pecho de César, había gritado el nombre de Cicerón, invocando así al líder del republicanismo para que fuera testigo del hecho) no le pidieron jamás que se uniera a las filas de los conspiradores. Pero en todo caso, desde que lo que ha sido hecho no puede ser deshecho, debería, si era posible, ser utilizado en ventaja para la República. Cicerón sabía que la senda hacia el restablecimiento de la República conducía a través de este cadáver real, y a él le correspondía mostrar el camino a los otros. Esta ocasión era única y no debía ser desperdiciada. Aquel mismo día Marco Tulio Cicerón abandonó su biblioteca, sus escritos y el ocio santificado del artista. Con apresuramiento febril se dirigió a Roma para defender los derechos de la República como verdadera heredera de César, para defenderla simultáneamente contra los asesinos de Cesar y de aquellos que tratarían de vengar el asesinato.

*** Cicerón encontró a Roma una ciudad confundida, espantada y perpleja. En la primera hora, el asesinato de César se había mostrado más grande que los asesinos.

Los grupos accidentales de complotados habían sabido solamente cómo asesinar, quitar de en medio a este hombre que elevaba la cabeza y los hombros sobre todos ellos. Ahora, cuando era llegado el momento de rendir cuentas de su crimen, se encontraban desconcertados por completo, sin saber qué hacer. Los senadores vacilaban, no sabiendo si perdonar o condenar; mientras que el populacho, largamente acostumbrado a las riendas, echaba de menos la mano firme y no aventuraba opinión.

Marco Antonio y los demás amigos de César tenían miedo a los conspiradores y temblaban por sus propias vidas. Los conspiradores, a su vez, temían la venganza de aquellos que habían amado a César.

En medio de esta consternación general, Cicerón fue el único hombre que demostró firmeza de voluntad. Aunque, como otras personas que son predominantemente intelectuales y nerviosas, él era por lo usual vacilante y ansioso, tomo ahora posición firme apoyando el acto que no había hecho nada por promover.

Erguido sobre las losas húmedas aun con la sangre del dictador asesinado, frente al Senado reunido, dio la bienvenida a la remoción de César como una victoria del ideal republicano. "¡Oh, pueblo mío -exclamo-, has encontrado la libertad una vez más! Bruto y Casio han realizado la más grande de las hazañas, no solo en favor de Roma, sino en favor del mundo entero". Pero, al mismo tiempo, demando que se le diera su más alto significado a lo que en sí mismo era una acción sanguinaria. El poder se había disipado ahora que César había muerto. Debían instantáneamente proceder a salvar a la República, a restablecer la constitución romana. Debía privarse del consulado a Marco Antonio y conferirse la autoridad ejecutiva a Bruto y a Casio. Por primera vez en su vida, este devoto de la ley insto para que durante una hora o dos fueran desconocidas las disposiciones de la ley, para dar vigor sin cesar a la prevalencia de la libertad.

La hora señalada para Marco Tulio Cicerón, que él había anhelado tan ardientemente desde el derrocamiento de Catilina, había llegado al fin con los idus de marzo en los cuales había sido derribado César, y si él hubiera aprovechado esta oportunidad nos habrían enseñado a todos en la escuela una historia romana diferente, En este caso, habría llegado a nosotros el nombre de Cicerón en la Rima de Livio y en las Vidas de Plutarco, no sólo como el de un autor célebre, sino como el del genio de la libertad romana. Habría sido la suya la gloria imperecedera de haber tenido los poderes de un dictador y haberlos restaurado voluntariamente al pueblo. Pero una y otra vez se repite en la historia la tragedia del hombre de estudio, porque cargado con un sentido excesivo de responsabilidad, raramente se muestra hombre decisivo de acción. Repetidamente encontramos la misma hendidura en personas intelectuales y creadoras. A causa de que ven mejor las locuras de la época, son más impacientes para intervenir, y en una hora de entusiasmo se lanzarán impetuosamente a la arena política. Pero simultáneamente huyen de hacer frente a la violencia con la violencia.

Su sentido íntimo de la responsabilidad les hace vacilar antes de inspirar terror, de derramar sangre; y su indecisión y precaución en el preciso momento, cuando la precipitación y la temeridad han llegado a ser no solo deseables, sino esenciales, paraliza sus energías. Después de este primer impulso comenzó Cicerón a darse cuenta de la situación con alarmante claridad. Observando a los conspiradores, a los que el día antes había exaltado como héroes, vio que no eran más que débiles criaturas, al punto de huir de la sombra de su propia hazaña. Vio al común del pueblo y percibió que estaba ahora lejos de ser el viejo populus Romanus, los héroes que él había soñado; que era solo la plebe degenerada que no pensaba más que en provecho y placeres, pan y circo. Un día adularían a Bruto y a Casio, los asesinos de César; al siguiente aplaudirían a Antonio, cuando este los convocara para tomar venganza; y el tercero, glorificarían a Dolabella por haber destruido las estatuas de César. En esta ciudad depravada, llego él a comprender, no existía una sola alma que estuviera llena de devoción incondicional a la idea de libertad. La sangre de Cesar había sido derramada en vano, el asesinato había sido inútil, porque todos rivalizaban uno con otro, intrigaban y discutían en la esperanza de obtener la mayor herencia, la mayor cantidad de la riqueza del hombre muerto, el control de sus legiones, el manejo de su poder. No deseaban promover la única causa que era sagrada, la causa de Roma; cada cual buscaba su propia ventaja y su propia ganancia.

humano estaba soñando una vez más (como el más noble de los vivientes en tal época haya jamás soñado) el sempiterno sueño de asegurar la paz del mundo por la ilustración moral y la conciliación. La justicia y la ley - éstos solos deben ser los pilares del Estado -. Los que fueron sinceros desde el principio hasta el fin, y no los demagogos, son los que deben retener el poder y gobernar así rectamente el Estado.

Ninguno debe tratar de imponer su voluntad personal y, mediante ella, sus nociones arbitrarias sobre el pueblo, y debemos rehusamos a obedecer a todos los despreciables ambiciosos que han arrebatado el poder, y debemos rehusar ser guiados por hoc omne genes pestiferum adque impium; y Cicerón, como un hombre de independencia inviolable, rechaza fieramente todo pensamiento de tener algo en común con un dictador y la más remota idea de servirlo. Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius summa distractio est. Porque, arguye el, el gobierno por la fuerza de un individuo infringe necesaria y violentamente los derechos comunes del hombre. En una comunidad sólo puede reinar la armonía cuando los individuos subordinan sus propios intereses a los de la comunidad, en vez de procurar sacar ventajas personales de una posición pública. Defensor, como todos los humanistas, de un instrumento superior, Cicerón reclama el perfeccionamiento de las oposiciones. De una parte Roma no necesita Silas ni Césares, y de otra tampoco Gracos; la dictadura es peligrosa, pero igualmente peligrosa es la revolución.

Mucho de lo que Cicerón escribe fue escrito antes que él por Platón en La República, y fue proclamado después de él, mucho más tarde, por Jean-Jacques Rousseau y otros idealistas utópicos. Pero lo que hace que su testamento se adelante de modo tan sorprendente a su día es que en él, medio siglo antes que comenzara la Era Cristiana, encontramos la primera expresión de una idea sublime, la idea de humanidad. En una época de crueldad brutal, cuando aun César, después de la conquista de la ciudad, había hecho cortar las manos a dos mil prisioneros, cuando martirios y combates de gladiadores, crucifixiones y matanzas ocurrían diariamente y eran considerados como cosas naturales, Cicerón fue el primero entre los romanos que lanzó una protesta elocuente contra el abuso de autoridad. Condenó la guerra como bestial, denunció el militarismo y el imperialismo de su propio pueblo, censuró la explotación de las provincias extranjeras y declaró que los territorios debían ser incorporados al dominio de Roma mediante la civilización y la moralidad, jamás por el poder de la espada. Con mirada profética previó que la destrucción de Roma sería resultado de la venganza ejercida contra ella por sus victorias sangrientas, por sus conquistas, que eran inmorales porque eran alcanzadas únicamente por la fuerza.

Siempre, cuando una nación priva a otras naciones de su libertad, pone en peligro la suya por el trabajo secreto de la venganza. Precisamente cuando las legiones romanas (mercenarios armados) estaban marchando contra Parta y Persia, contra Alemania y Bretaña, contra España y Macedonia, persiguiendo el fuego fatuo del imperio, este campeón impotente de la humanidad conjuró a su hijo a que venerara la cooperación de la humanidad como el más sublime de los ideales. Así, pues, coronando su carrera con triunfos, justamente antes de su fin, Marco Tulio Cicerón, hasta ahora nada más que un humanista cultivado, se convirtió en el primer campeón de la humanidad en general, y por ello en el primer paladín de la genuina cultura espiritual.

*** Mientras Cicerón, apartado del mundo, estaba meditando tranquilamente sobre la substancia y la forma de una constitución moral para el Estado, crecía la intranquilidad en el reino de Roma. Ni el Senado ni el populacho habían decidido todavía si los asesinos de Cesar debían ser ensalzados o condenados. Marco Antonio estaba armándose para la guerra contra Bruto y Casio e, inesperadamente, apareció en la escena un tercer pretendiente, Octavio, a quien César había designado su heredero y quien deseaba ahora recoger la herencia. Apenas hubo desembarcado en Italia cuando escribió a Cicerón pidiéndole su apoyo; pero, simultáneamente, Antonio invitó al anciano a ir a Roma, mientras que Bruto y Casio le llamaban desde sus campamentos.

Todos estaban igualmente deseosos de que este gran estadista abogara por su causa, y cada cual esperaba que el famoso jurista demostrara que sus pretensiones eran justas.

Por un sano instinto, los políticos que codician el poder necesitan siempre buscar el apoyo de intelectuales, a los que desdeñosamente echan a un lado tan pronto como han logrado sus fines. Si Cicerón no hubiera sido más que el hombre ambicioso y vano de sus primeros tiempos, habría sido fácilmente arrastrado.

Pero Cicerón había crecido tanto en hastío como en prudencia, dos talantes entre los cuales hay disposición a establecer una analogía peligrosa. El sabía que sólo una cosa era ahora esencial: terminar su libro, poner orden en su vida y sus pensamientos.

Como Ulises, que taponó con cera las orejas de sus hombres para evitar que fueran seducidos por el canto de las sirenas, el cerró sus oídos internos a los halagos de los que disfrutaban o buscaban el poder. Ignorando el llamado de Antonio, la solicitud de Bruto y aun las demandas del Senado, continuó escribiendo su libro, sintiéndose más fuerte en palabras que en hechos, más sabio en la soledad de lo que pudiera ser en una muchedumbre, y presagiando que De Officiis sería su adiós al mundo.

No miró a su alrededor hasta que hubo concluido su testamento. Fue un despertar desagradable. El país, su tierra natal, estaba amenazado por la guerra civil. Antonio, después de haber saqueado las arcas de César y los tesoros del templo, estaba en condiciones, con esta riqueza robada, de reclutar mercenarios, mientras que opuestos a él existían tres ejércitos bien equipados: el de Octavio, el de Lépido y el de Bruto y Casio. El momento para la conciliación o la intervención amistosa había pasado. El asunto que aguardaba decisión era saber si Roma sucumbiría a un nuevo Cesarismo, el de Antonio, o si la República había de continuar. En una hora semejante cada cual tenía que hacer su elección. Hasta Marco Tulio Cicerón tenía que elegir, aunque había sido siempre cauto y reflexivo, a uno que prefiriera la transacción, que se mantuviera sobre los partidos o vacilara entre ellos.

En este punto ocurrió una cosa extraña. Cuando Cicerón hubo entregado a su hijo su testamento, De Officiis, pareció como uno que ha vivido despreocupado de la vida, inspirado con nuevo valor. Conoció que su carrera, política o literaria, estaba concluida. Había dicho todo lo que quiso decir y tenía poco campo para posterior experiencia. Estaba envejecido, había realizado su obra; ¿por qué, entonces, se había de molestar en defender los pobres vestigios de la vida? Como un animal perseguido hasta el agotamiento, y que sabe que la ladradora jauría está cerca, se vuelve acorralado para encontrar más pronto su fin, así hizo Cicerón, menospreciando la muerte, arrojándose una vez más a la lucha donde se hacía con más fiereza. El, que durante meses y años había manejado sólo el mudo estilo, recurrió una vez más al rayo del discurso y lo lanzó contra los enemigos de la República.

El espectáculo fue quebrantador. En diciembre, el hombre de cabellos grises avanzó una vez más en el Foro y rogó a los romanos que se mostraran dignos de sus antecesores. Lanzó catorce "Filípicas" contra Antonio el usurpador, que había rehusado obedecer al Senado y al pueblo - aunque Cicerón no pedía menos que darse cuenta de lo peligroso que era para un hombre desarmado atacar a un dictador que había ya preparado sus legiones hasta el punto de estar listas para avanzar y matar a su menor indicación. El que espera demostración de coraje de los demás podrá sólo conseguirlo ofreciéndoles un ejemplo valeroso. Cicerón sabía bastante bien que ahora, corno en los pasados tiempos viejos en este mismo Foro, no estaba luchando únicamente con palabras, sino que debía aventurar su vida en defensa de sus convicciones. Declaró resueltamente desde la tribuna: "Ya en la juventud defendí a la República, no la abandonaré ahora que soy viejo. Daré contento mi vida si con ello puedo devolver la libertad a esta ciudad. Mi único deseo sería que mi muerte devolviera la libertad al pueblo de Roma. ¿Qué mayor favor que éste podrían concederme los dioses inmortales?" No ha quedado tiempo, expresó en términos precisos, para negociar con Antonio. Era indispensable apoyar a Octavio, quien, aunque pariente cercano de César y heredero de César, representaba la causa de la República. No se trataba ya de este hombre o aquél, sino del propósito más sagrado - res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur. El asunto se había convertido en vital, la libertad estaba en la palestra. Cuando esta cosa sagrada hallábase en peligro, vacilar sería una total corrupción. En consecuencia, Cicerón, el pacifista, insistió en que los ejércitos de la República entraran en campaña contra los ejércitos de la dictadura. El, que como su discípulo de mil quinientos años después, Erasmo, detestaba el tumultus y aborrecía la guerra civil más que toda otra cosa en el mundo, dijo que debía declararse el estado de sitio y proscribir al usurpador.

No siendo ya un jurisconsulto ocupado en hablar en defensa de causas discutibles, sino el abogado de un ideal sublime, Cicerón encontró palabras impresionantes y brillantes. "¡Que otros pueblos vivan como esclavos! - exclamó ante sus ciudadanos -.

Nosotros los romanos rehusamos hacerlo. Si no podemos lograr la libertad, muramos". Si el Estado había caído realmente en este abismo de vileza, parecía bien entonces que un pueblo que dominó al mundo entero (nos principes orbis terrarum gentiumque omnium) se condujera como hacen los esclavos que se han convertido en gladiadores en el circo y piensan que es mejor morir con arrogancia con la cara mirando al enemigo que someterse vilmente a ser exterminados por cobardía. Ut cum dignitate potius cadamus cucan cum ignominia serviamus -más bien morir con honor que servir con baldón.

El Senado y el populacho reunido escucharon estas Filípicas con asombro.

Muchos, acaso, previeron que esta sería la última vez, en espacio de siglos, en que podrían ser pronunciadas estas palabras en la plaza pública. Pronto en este lugar público el pueblo se inclinaría silencioso ante las estatuas de mármol de los emperadores, porque en vez de la viera libertad de palabra, todo lo que sería tolerado en el reino de los Césares sería el susurro de los aduladores y cazadores de puestos. El auditorio se estremeció, con mezcla de temor y admiración hacia este anciano que, con el valor de la desesperación, continuó defendiendo la independencia de la República desintegrada. Pero aun la tea incendiaria de su elocuencia no pudo inflamar el vástago podrido del orgullo romano. Mientras que el solitario idealista estaba en el Foro predicando el autosacrificio, los inescrupulosos dueños de las legiones estaban ya entrando en el pacto más perverso de la historia de Roma.

El mismo Octavio, a quien Cicerón estaba enalteciendo como defensor de la República, y el mismo Lépido, en cuyo favor había pedido la erección de una estatua que conmemorara los servicios prestados al pueblo romano, los dos hombres que él había convocado para aplastar al usurpador Antonio, prefirieron, ambos, hacer convenios privados con este usurpador. Puesto que ninguno de los tres líderes de los ejércitos, ni Octavio ni Antonio ni Lépido, se sentía bastante fuerte para amordazar sin ayuda a la República de Roma, los enemigos llegaron a una inteligencia para hacer una división secreta de la herencia de Julio César. Un día después, en vez de un César grande, Roma tuvo tres Césares pequeños.

*** Se produjo un cambio de trascendencia en la historia universal cuando los tres generales, en vez de obedecer al Senado y respetar las leyes de Roma, se unieron para formar un triunvirato y dividir, con tanta facilidad como si fuera botín de guerra fácilmente ganado, un poderoso imperio que se extendía sobre una parte considerable de tres continentes.

En un lugar próximo a Bolonia, en la confluencia del Reno y el Levino, se levantó una tienda para la reunión de los tres bandidos. Casi innecesario es decir que ninguno de los héroes marciales está dispuesto a fiarse de los otros dos. Con demasiada frecuencia, en sus proclamas, se habían llamado uno a otro villano, embustero, usurpador, enemigo del Estado y bandolero, para olvidar la depravación de sus aliados en perspectiva. Pero los que ansían el poder lo valoran no por sentimientos dignos de alabanza, sino pensando sólo en el saqueo y no en el honor. Los tres nombrados por sí mismos líderes del mundo, los tres asociados se mantuvieron a notable distancia uno de otro hasta que se tomaron todas las precauciones. Tuvieron que someterse a un registro preliminar para evitar que llevaran armas ocultas. Cuando se convencieron de que todo estaba bien a este respecto, se saludaron con sonrisa amistosa y entraron en la tienda en que iban a incubar sus planes.

Durante tres días, Antonio, Octavio y Lépido estuvieron en esta tienda sin testigos.

Estaban en discusión tres puntos principales. En cuanto al primero, la partición del imperio, no se tardó mucho en llegar a una decisión. Convinieron en que Octavio ocuparía las provincias de África, incluso Numidia; Antonio tendría las Galias: y a Lépido se le asignaba España. Tampoco ofreció mucha dificultad el segundo punto: cómo iban a conseguir el dinero necesario para sus soldados y partidarios civiles, cuya paga estaba atrasada en meses. El problema fue rápidamente resuelto de acuerdo con un sistema bien ensayado: robarían las propiedades de los más ricos romanos, cuya pronta ejecución ahorraría gran parte de las dificultades. Cómodamente sentados alrededor de una mesa, los triunviros redactaron una lista de dos mil de los hombres de mayor riqueza de Italia, entre los cuales figuraba un ciento de senadores. Cada cual contribuyó con los nombres de los que sabia que tenían el riñón bien cubierto, no olvidando a sus enemigos y adversarios personales. Con unos cuantos trazos de estilo habían arreglado las cuestiones económica y territorial.

Ahora llegaba el tercer problema. Quien desea fundar una dictadura debe, ante todo, para salvaguardar su gobierno, silenciar a los perpetuos opositores a la tiranía - los independientes (demasiado pocos en número), los defensores permanentes de esa inextinguible utopía, la libertad espiritual. Antonio propuso encabezar la lista con el nombre de Marco Tulio Cicerón. Cicerón era el más peligroso de todos los de su clase, porque tenía energía mental y anhelo de independencia. Se le marcó, pues, para morir.

Octavio se horrorizó y rehusó su aprobación. Siendo todavía joven (no pasaba de los veinte), no estaba endurecido y envenenado por la perfidia política, y se opuso a que tuviera comienzo su gobierno con la muerte del más distinguido hombre de letras de Italia. Cicerón había sido su consejero leal, lo había alabado ante el pueblo y el Senado; habían transcurrido pocos meses desde que Octavio había buscado la ayuda de Cicerón, había rogado el consejo de Cicerón, había acudido reverentemente al anciano como a su "verdadero padre". Abochornado por la propuesta de Antonio, Octavio resistió con tenacidad. Movido por un instinto sano, le repugnaba la idea de que este notable maestro de la lengua 'atina cayese bajo el puñal de un asesino pagado. Antonio, sin embargo, insistió, sabiendo perfectamente que el espíritu v la fuerza son enemigos irreconciliables, y que nada puede ser más peligroso para una dictadura que un hombre prominente en el empleo del idioma. La lucha por la cabeza de Cicerón continuó durante tres días. Pero al fin se rindió Octavio, con el resultado de que el nombre Cicerón puso remate al que es, quizás, el documento más abominable de la historia de Roma. Esta última edición a la lista de los proscritos selló la sentencia de muerte de la República.

Desde el momento en que Cicerón supo que se habían reconciliado los tres que hasta ahora habían sido opositores uno a otro, comprendió que estaba perdido. Sabía que Antonio era un hombre de violencia, y que él mismo, en sus Filípicas había descrito demasiado vívidamente la codicia y odiosidad, la inescrupulosidad y la vanidad, la insaciable crueldad de Antonio, para esperar que este miembro del triunvirato diera muestra alguna de la magnanimidad de César. Si quería salvar su vida, su único recurso era huir instantáneamente. Debía escapar a Grecia; debía buscar en Bruto, Casio y Catón el último campamento de los que estaban dispuestos a luchar por la libertad republicana. Parece que dos o tres veces meditó ensayar este refugio, donde podría al menos estar seguro de los asesinos que ya le daban caza. 1-lizo sus preparativos, informó a sus amigos, embarcó y partió. Sin embargo, una vez más vaciló a último momento. Familiarizado con la desolación del exilio, estaba dominado por el amor a su tierra natal y pensó que sería indigno pasar el resto de sus días emigrado. Un poderoso impulso que se sobreponía a la razón, que era opuesto a la razón, obligó al anciano a afrontar la suerte que le esperaba. Fatigado por todo lo que le había acontecido, anhelaba, al menos, el descanso de unos cuantos días.

Reflexionaría tranquilamente un poco más, escribiría algunas cartas; leería unos cuantos libros; después de eso, que ocurriera lo que quisiera. Durante estos últimos meses, Cicerón se había ocultado, ya en un lugar del país, ya en otro, moviéndose tan pronto corno amenazaba el peligro, pero jamás poniéndose fuera de su alcance. Como un hombre con fiebre pone continuamente en orden sus almohadas, de igual manera Cicerón se trasladaba una y otra vez de un lugar de ocultamiento parcial a otro, ni completamente resuelto a hacer frente a sus asesinos ni completamente decidido a eludirlos. Era como si estuviera siendo guiado, en su pasiva disposición para el fin, por lo que había escrito en De Senectute, esto es, que un anciano no debe nunca buscar la muerte ni tratar de alejarla, por que la muerte debe ser recibida con indiferencia cuando quiera decidirse a venir. Neque turpis mors forti viro potest accedere: para el hombre fuerte de alma no puede haber muerte vergonzosa.

Encontrándose en este espíritu, cuando comenzó el invierno, Cicerón, que había ido ya a Sicilia, ordenó a sus servidores que se embarcaran con él para Italia. El tenía una pequeña propiedad en Cajeta (conocida hoy como Gaeta). Allí podría mantenerse oculto algún tiempo; allí desembarcaría. La verdad era que la fatiga -no solamente fatiga de los músculos o los nervios, sino cansancio de la vida, nostalgia del fin y de la tumba- se había apoderado de él. Todavía podría descansar un poco. Una vez más podría respirar el fragante aire de su tierra natal, una vez más despedirse del mundo.

Allí gozaría de reposo, aunque sólo fuera por un día o por una hora.

Inmediatamente de desembarcar, invocó reverentemente los lares de la casa. Este hombre de sesenta y cuatro años estaba cansado en extremo y el viaje lo había agotado, así es que se acostó en el cuhiculum, relajó sus miembros y cerró sus ojos.

En un dormitar gentil pudo tener un goce anticipado del descanso eterno que estaba próximo.

Pero apenas encontró reposo cuando fue despertado por un fiel esclavo que entró atropelladamente en la habitación. Se observaron personas sospechosas, hombres armados, y un miembro de la casa (uno a quien Cicerón había prodigado muchas bondades) había, como recompensa, denunciado` las idas y venidas del dueño. Que su señor huya instantáneamente; una litera estaba pronta; los esclavos se armarían para protegerlo; la distancia hasta el barco era corta, y entonces estaría seguro. El fatigado anciano rehusó moverse. "¿Que ocurre? -preguntó-. Estoy cansado de huir de un lado a otro y hastiado de la vida. Déjenme perecer en el país que he intentado vanamente salvar". A la postre, sin embargo, sus leales criados pudieron persuadirle; esclavos armados condujeron la litera a través de un bosquecillo por una senda extraviada que los llevaría al embarcadero.

Pero el traidor no quiso perdonar el precio prometido por el derramamiento de la sangre. Apresuradamente llamó a un centurión y a algunos legionarios y, persiguiendo a Cicerón a través del bosque, se apoderaron de su presa.

Los portadores armados que rodeaban la litera se dispusieron a pelear, pero el dueño les ordenó que depusieran su actitud. En todo caso, su vida debía estar acercándose a su fin, ¿por qué debían sacrificarse otros hombres más jóvenes? En esta última hora, el hombre que se había mostrado siempre tan vacilante, inseguro, v rara vez valiente, demostró resolución e intrepidez. Como un verdadero romano sintió que él, como un maestro de filosofía del mundo, debía afrontar esta prueba última muriendo sin espanto - sapientissimus quisque aequissimo animo moritur. Ante una orden suya, los esclavos se apartaron. Desarmado y sin oponer resistencia, Cicerón presentó su cabeza gris a los asesinos, diciendo con dignidad: "He sabido siempre ser mortal" - non ignoravi me mortalem genuisse. Pero los asesinos no querían filosofía; querían el premio prometido. No hubo demora. Con un poderoso golpe, el centurión puso fin a la vida del hombre desarmado.

Así pereció Marco Tulio Cicerón, el último campeón de la libertad romana, más heroico, más poderoso y más leal en esta hora final que lo había sido en los miles y miles de horas que había vivido antes.

*** A la tragedia siguió una sátira sangrienta. La urgencia con que Antonio había exigido este asesinato particular hizo suponer a los asesinos que la cabeza de Cicerón valía bien un precio especialmente bueno. Por supuesto, no llegarían a prever cuánto valor se atribuía al cerebro de este hombre por los intelectuales de su propio tiempo y de la posteridad, pero podían comprender perfectamente la suma que sería pagada por el triunviro que tan ansioso se había mostrado de quitar de en medio a este enemigo.

A fin de que no pudiera suscitarse cuestión sobre si eran ellos los que habían hecho el trabajo, resolvieron llevar a Antonio una prueba incontestable. Sin el menor escrúpulo, el jefe de la banda segó la cabeza y las manos del muerto, las puso en un saco que cargó sobre el hombro cuando aun chorreaba la sangre, y se encaminó fogosamente hacia Roma para deleitar al dictador con la noticia de que el famoso campeón de la República romana había sido sacrificado en la forma usual.

El bandido menor, el jefe de los asesinos, no había calculado mal. El asesino mayor, el que había ordenado el crimen, mostró su alegría con generosidad principesca. Marco Antonio podía permitirse ser liberal ahora que habían sido sacrificados y robados los mil hombres más ricos de Italia. No menos de un millón de sestercios pagó al centurión por el saco manchado de sangre que contenía la cabeza y las manos del que había sido Marco Tulio Cicerón. Pero no quedaba satisfecha todavía con esto su sed de venganza. El odio feroz del hombre de la sangre al hombre superior en altura moral le permitió disponer una horrible afrenta - inconsciente de que la vergüenza por este hecho recaería sobre él hasta el fin de los tiempos-. Ordenó que la cabeza y las manos de la víctima fueran clavadas en la tribuna desde la cual Cicerón había pedido al pueblo romano que se alzara contra Antonio v en defensa de la libertad de Roma.

El populacho asistió al espectáculo al siguiente día. En medio del Foro, sobre la tribuna, estaba expuesta la cabeza del último campeón de la libertad. Un gran clavo herrumbroso perforó la frente que había originado miles de grandes pensamientos; pálidos y contraídos, cerrados, estaban los labios que habían emitido más dulcemente que ningún otro las resonantes palabras del idioma latino; cerrados estaban los párpados para ocultar los ojos que por espacio de sesenta años habían velado a la República; impotentes estaban las manos que habían escrito las más bellas epístolas de la época. Pero ninguna de las acusaciones que el famoso orador había lanzado desde esta tribuna contra la brutalidad, contra la furia del despotismo, contra el desorden, podría denunciar de manera tan convincente la eterna sinrazón de la fuerza como lo hacía ahora la cabeza austera y silenciosa del asesinado. El terrible espectáculo de su cruel martirio tuvo poder más elocuente sobre las masas intimidadas que los más famosos discursos pronunciados por él desde este profanado Foro. Lo que se pretendió que fuera una humillación vergonzosa se convirtió en su última y más grande victoria.

FIN

 

 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD

 

LA CONQUISTA DE BIZANCIO

SETFAN ZWEIG

 

RECONOCIMIENTO DEL PELIGRO

El 5 de febrero de 1451 trajo un mensajero secreto al hijo mayor del sultán Murad, el joven Mahomet, que a la sazón contaba 21 años y se encontraba en el Asia Menor, la noticia de que había fallecido su padre. Sin informar a sus ministros y consejeros con una sola palabra, monta el príncipe, tan astuto como enérgico, el mejor de sus caballos, hace al magnífico pursang cruzar las ciento veinte millas, hasta el Bósforo y se embarca de inmediato para Gallípoli, en la costa europea. Sólo allá revela a los más fieles la muerte de su padre, junta un ejército seleccionado para poder abatir de antemano toda otra pretensión al trono, y lo conduce a Adrianópolis, donde, en efecto, es reconocido sin oposición como soberano del imperio otomano. Su primer acto de gobierno demuestra ya su firmeza terriblemente desconsiderada.

Para alejar de antemano todo rival de su misma sangre, hace ahogar a su hermano menor en el baño, y acto seguido -también eso reveló su viveza y salvajismo previsores- hace pasar de la vida a la muerte, detrás del asesinado, al asesino que había contratado para el crimen.

La noticia de que al circunspecto Murad había seguido el joven Mahomet, apasionado y ambicioso, como sultán de los turcos, llena a Bizancio de horror. Pues por cientos de espías sábese que ese ambicioso había jurado que se adueñaría de la que fue capital del mundo y que, no obstante su juventud, pasa los días y las noches en consideraciones estratégicas de ese su plan vital; pero al mismo tiempo coinciden todos los informes en destacar las condiciones militares y diplomáticas extraordinarias del nuevo padichah. Mahomet es simultáneamente beato y cruel, apasionado y traidor, hombre culto y amante del arte, que lee a César y a los biógrafos romanos en latín, y al mismo tiempo un bárbaro que derrama la sangre como agua. Este hombre, con los finos ojos melancólicos y la aguda nariz de loro mordaz, prueba ser un trabajador incansable, soldado temerario y diplomático sin escrúpulos, y todas estas fuerzas peligrosas obran concéntricamente en el sentido de una sola idea: superar ampliamente los hechos logrados por su abuelo Bayaceto y su padre Murad, que por vez primera habían enseñado a Europa la superioridad militar de la nueva nación turca. Se sabe y se siente que su primer manotón tendrá por objetivo a Bizancio, esa última magnífica joya que quedó de la corona imperial de Constantino y Justiniano.

Esta joya, realmente, está al alcance de un puño decidido. El Imperium Bizantinum, el imperio romano oriental que otrora abarcaba el mundo, extendiéndose desde Persia hasta los Alpes y desde éstos hasta los desiertos arábigos, un imperio universal, apenas para ser medido en meses y meses, puede ahora atravesarse a pie en tres horas; infortunadamente, no ha quedado de ese imperio bizantino más que. una cabeza sin tronco, una capital sin país: Constantinopla, la ciudad de Constantino, el viejo Bizantinum, y aun de ese Bizancio no pertenece al emperador; el Basileus, más que una parte, el Estambul de estos días, mientras que Gálata ya ha caído en poder de los genoveses y todo el territorio detrás de la ciudad en el de los turcos. Tiene la extensión de la palma de la mano ese imperio del último emperador, no es más que una muralla enorme alrededor de iglesia y palacios y la confusión de casas que se llama Bizancio. Saqueada una vez más hasta el mercado por los cruzados, despoblada por la peste, agotada por la defensa eterna contra pueblos nómades, desgarrada por disputas nacionales y religiosas, no puede esa ciudad allegar tropas ni valor viril para resistir por su propio esfuerzo a un enemigo que, con brazos de pulpo, le envuelve desde hace ya tiempo por todas partes. La púrpura del último emperador de Bizancio, Constantino Dragas, es un manto de viento; su corona, un juguete del destino. Pero, precisamente por hallarse rodeado ya de turcos y santificado en el concepto de todo el mundo occidental, por la cultura milenaria común, significa Bizancio para Europa un símbolo de su honor; sólo protegiendo la cristiandad unida a ese último baluarte en el Este, que está en vías de desplomarse, puede la Hagia Sophia seguir siendo una basílica de la fe, la última y al mismo tiempo más hermosa catedral del cristianismo romano oriental.

Constantino comprende de inmediato el peligro. Temeroso, según es fácil explicar, a pesar de todas las protestas pacifistas de Mahomet, manda mensajero tras mensajero a Italia, mensajeros al Papa, a Venecia, a Génova, solicitando el envío de galeras y soldados. Pero Roma tarda y Venecia también. Porque entre la fe del Oriente y la del Occidente sigue abierto el viejo abismo teológico. La iglesia griega odia a la romana, y su patriarca se niega a reconocer al Papa como supremo pastor. Sin embargo, ha mucho ya que se resolvió en dos concilios, en Ferrara y en Florencia, la refundición de ambas iglesias en consideración de la amenaza turca, asegurándose a Bizancio ayuda contra los musulmanes. Pero apenas el peligro dejó de ser tan agudo para Bizancio, ya se negaron los sínodos griegos a poner en vigor el convenio; sólo ahora, al llegar Mahomet a sultán, vence el peligro a la terquedad ortodoxa: juntamente con el pedido de urgentes socorros, envía Bizancio la noticia de su condescendencia a Roma. Entonces se equipan galeras con soldados y armas, y en una de las embarcaciones viaja el legado del Papa para realizar solemnemente la reconciliación de las dos Iglesias del occidente y manifestar ante el mundo que quien ataca a Bizancio reta a la cristiandad unida.

 

LA MISA DE LA RECONCILIACIÓN

Grandioso espectáculo el de aquel día de diciembre: la magnífica basílica, cuyo fausto de mármol, mosaicos y preciosidades brillantes apenas podemos sospechar en la mezquita de nuestros días, celebra la gran fiesta de la reconciliación. Constantino, el Basileus, apareció rodeado de todos los dignatarios de su imperio, para figurar con su persona imperial como supremo testigo de la eterna unidad. Está colmado el gigantesco espacio alumbrado por un sinnúmero de velas; ante el altar ofician fraternalmente la misa el legado de la santa sede romana, Isidorus, y el patriarca ortodoxo, Gregorius; por primera vez vuélvese a incluir en este templo el nombre del Papa en la oración; por primera vez elévase el canto simultáneamente en lengua latina y griega hacia las bóvedas de la imperecedera catedral, mientras que ambos cleros pacificados conducen en solemne cortejo el cadáver de San Espiridión. Oriente y Occidente, una y otra creencia, parecen unidos para siempre y, finalmente, al cabo de años y años de criminales disensiones, se cumple al fin el sentido del Occidente, la idea de Europa.

Pero breves son y transitorios los momentos de la razón y de la reconciliación en la historia. Mientras en la iglesia se enlazan todavía beatíficas las voces en la oración común, ya protesta afuera, en una celda de claustro, el sabio monje Génadios contra los latinos y la traición a la verdadera fe; apenas trenzado por la razón el lazo de la paz, ya el fanatismo lo hace pedazos,- así como el clero griego no piensa en un sometimiento real, no recuerdan los amigos del extremo opuesto del Mediterráneo tampoco su promesa de ayuda. Envían, es verdad, unas pocas galeras, unos cuantos centenares de soldados, pero luego abandonan la ciudad a su suerte.

 

COMIENZA LA GUERRA

Cuando los déspotas preparan una guerra, hablan, en tanto no se hayan armado del todo, abundantemente de la paz Así recibe también Mahomet al subir al trono, precisamente al enviado del emperador Constantino, con las palabras más amables y más tranquilizadoras; jura pública y solemnemente por Dios y sus profetas, los ángeles y el Corán, que cumplirá con toda fidelidad los convenios con el Basileus. Al mismo tiempo concierta el traidor con los húngaros y servios un convenio de mutua neutralidad con duración de tres años: los mismos tres años en cuyo transcurso quiere adueñarse de la ciudad sin ser molestado. Sólo tiempo después, luego que Mahomet hubo prometido y jurado bastante la paz, provoca la guerra mediante un desconocimiento del derecho.

Hasta entonces los turcos sólo eran dueños de la margen asiática del Bósforo y, por consiguiente, podían las naves llegar libremente de Bizancio, a través del estrecho, hasta el Mar Negro, su depósito de granos. Ahora Mahomet corta esa comunicación, mandando construir, sin molestarse siquiera por buscar una justificación, una fortaleza en la orilla europea, cerca de Roumili Hissar, es decir, en aquella parte más angosta, donde en los días de los persas el audaz Jerjes cruzó el estrecho. De noche pasan miles, decenas de miles de obreros a la ribera europea, que no puede fortificarse de acuerdo con los tratados (¿pero qué importan los tratados a los dictadores?) y para su manutención saquean los campos circundantes, y no sólo derriban las casas, sino también la desde tiempos lejanos famosa iglesia de San Miguel, para obtener piedras para su bastilla: el sultán dirige personalmente, incansable, de día y de noche, la construcción del fuerte, y Bizancio tiene que ver impotente cómo se estrangula contra todo derecho y convenio su libre acceso al Mar Negro. Ya se bombardea a las primeras naves que quieren pasar el mar hasta entonces libre, en medio de la paz, y después de esta primera feliz demostración de poder, pronto resulta superfluo todo disimulo. En el mes de agosto de 1452 llama Mahomet a todos sus agaes y bajaes a reunión y les declara francamente su propósito de atacar y conquistar a Bizancio. Prontamente sigue al anuncio el hecho brutal: envíanse heraldos a todo el imperio turco para llamar a los capaces de llevar armas, y el 5 de abril de 1453 se desborda, como una repentina marca alta, un inmenso ejército otomano sobre la llanura de Bizancio, hasta casi junto a sus murallas.

Al frente de sus tropas va el sultán a caballo, magníficamente vestido, para levantar su tienda frente a la puerta de Lykas. Pero antes de que llegue a flamear su estandarte delante de su cuartel general, manda tender el tapiz de la oración sobre la tierra. Llega con los pies desnudos hasta él, inclina tres veces la frente hasta el suelo, mirando hacía la Meca, y a su espalda -magnífico espectáculo- pronuncian decenas y más decenas de miles de hombres de su ejército, con las mismas inclinaciones, en la misma dirección y con el mismo ritmo, la misma oración a Alá, suplicando que les conceda fuerza y la victoria. Sólo entonces se levanta el sultán. El humilde se ha transformado en retador, el siervo de Dios en señor y soldado, y sus "tellals", sus heraldos, recorren el campamento entero para proclamar al son de tambores y charangas: "¡comenzó el sitio de la ciudad!"

 

LAS MURALLAS Y LOS CAÑONES

Bizancio ya no cuenta sino con una potencia y una fuerza: sus murallas; nada le queda de su pasada grandeza universal, fuera de esta herencia de una época espléndida y feliz. Con triple coraza está cubierto el triángulo de la ciudad. Algo más bajas, pero aun así poderosas, cubren las murallas pétreas los dos flancos de la ciudad hacía el mar de Mármara y el Cuerno de Oro; en cambio, despliega sus dimensiones gigantescas el parapeto hacia el paisaje abierto, la llamada muralla teodosiana. Ya Constantino había rodeado a Bizancio con bloques de piedra, en previsión de futuros peligros, y Justiniano ensanchó y fortificó más esas murallas; pero sólo Teodosio creó el verdadero baluarte con la muralla de siete kilómetros de largo, de cuyo poder de roca presentan testimonio aun hoy las ruinas en que se ha enroscado la hiedra. Adornada con almenas, protegida por fosos, guardada por fuertes torreones cuadrados; erguida en doble y triple línea paralela y restaurada y renovada por cada emperador durante un milenio, considerábase a esa muralla en su tiempo como el perfecto símbolo de la inexpugnabilidad. Como otrora se burlaban esos bloques macizos del ataque desenfrenado de las hordas bárbaras y de las bandas guerreras de los turcos, así se burlan ahora también de todos los instrumentos bélicos inventados hasta la fecha; impotentes rebotan los proyectiles de las bombardas, de los falconetes y aun de los nuevos serpentines y morteros en su pared erecta; ninguna ciudad europea está mejor y más fuertemente protegida que Constantinopla, gracias a su muralla teodosiana.

Mahomet, por su parte, conoce mejor que nadie esas murallas y su fuerza. En vigilias nocturnas y sueños le preocupa desde hace meses y años la sola idea de cómo tomar ese fuerte inexpugnable y de cómo destrozar ese roquedal indestructible. Amontónanse en su mesa los dibujos, las mensuras y los planos de las fortificaciones enemigas; conoce cada montículo delante y detrás de las murallas, cada hundimiento, cada corriente de agua, y sus ingenieros han pensado en cada detalle. Pero ¡qué desengaño!, todos han calculado que con la artillería empleada hasta ahora no puede destruirse la muralla teodosiana.

¡A crear, pues, cañones mas potentes! ¡Cañones más de mayor alcance, de tiro más poderoso que los conocidos hasta ahora por el arte de la guerra! ¡Y a formar otros proyectiles de piedra más dura, más pesados, más demoledores que los fabricados hasta ahora! Hay que inventar una nueva artillería contra esas murallas inabordables; no hay otra solución, y Mahomet se declara decidido a procurarse esos nuevos elementos de ataque, a cualquier precio.

A cualquier precio... Tal anuncio despierta siempre por sí solo fuerzas creadoras y estimulantes. Así aparece ante el sultán poco después de la declaración de guerra, el hombre considerado como el más ingenioso y experimentado fundidor de cañones del mundo. Urbas u Orbas, un húngaro. Es, ciertamente, cristiano y acaba de ofrecer sus servicios al emperador Constantino, pero en la acertada espera de encontrar de parte de Mahomet mejor paga y misiones más atrevidas para su arte, se declara pronto para fundir un cañón como no se ha visto otro igual en el mundo, siempre que se pongan a su disposición medios ilimitados. El sultán, a quien como a todo poseso por una sola idea ningún precio en dinero resulta demasiado elevado, le asigna de inmediato una cantidad de obreros a su discreción, y en mil carros transpórtase metal a Adrianópolis. Por espacio de tres meses prepara el fundidor con infinitas fatigas el molde de barro de acuerdo con secretos métodos de endurecimiento, antes que se efectúe la excitante fusión de la masa ardiente. La obra tiene éxito. Líbrase con golpes el gigantesco tubo -el más grande que el mundo conociera hasta entonces- del molde, y se enfría, pero antes que se dispare el primer tiro de ensayo, envía Mahomet heraldos a la ciudad para poner sobre aviso a las mujeres encintas. Cuando luego, con enorme tronar, la boca iluminada como por un relámpago escupe la poderosa bala de piedra y este solo tiro de ensayo destroza una muralla, ordena Mahomet en el acto la construcción de toda una artillería de esas gigantescas dimensiones.

La primera "gran máquina lanzadora de piedras", según llaman los autores griegos aterrados a ese cañón, quedó, pues, felizmente concluida. Pero entonces se presenta otro problema mayor todavía: ¿cómo arrastrar ese monstruo, ese dragón metálico a través de toda Tracia, hasta los muros de Bizancio? Se inicia una odisea sin igual. Pues todo un pueblo, un ejército entero arrastra durante dos meses a ese monstruo entumecido de largo cuello.

Primero se adelantan grupos de jinetes en constantes patrullas para proteger esa preciosidad contra todo ataque, tras ellos siguen centenares y quizás miles de obreros que aplanan el camino trabajando día y noche para el transporte aplanan monstruo, que deja tras de sí las carreteras deshechas para meses v meses. Cincuenta yuntas de bueyes están enganchadas en el carro, sobre cuyos ejes descansa el gigantesco tubo de metal con el peso exactamente repartido, como otrora el obelisco cuando peregrinó del Egipto a Roma; doscientos hombres apoyan a diestro y siniestro el tubo continuamente tambaleante por efecto de su propio peso, mientras que cincuenta carreteros y carpinteros están ininterrumpidamente ocupados en cambiar y untar las roldanas de madera, en reforzar los sostenes y en tender puentes. Se comprende que la enorme caravana sólo pueda abrirse camino paso a paso a través de montañas y estepas, al más lento andar de los bueyes. Asombrados se reúnen en las aldeas los campesinos y se persignan ante el metálico fenómeno que es llevado de un país a otro como un Dios de la guerra por sus servidores y sacerdotes; pero pronto se arrastran también del mismo modo los hermanos fundidos de metal en el mismo lecho materno de barro; una vez más hizo la voluntad humana posible lo imposible. Ya abren veinte o treinta de esos monstruos sus negras bocas redondas hacia Bizancio; la artillería pesada acaba de realizar su entrada en la historia de la guerra, y comienza el duelo entre la milenaria muralla de los emperadores de la Roma oriental y los nuevos cañones del nuevo sultán.

 

UNA ESPERANZA MÁS

Poco a poco, tenaz e irresistiblemente trituran y pulverizan los cañones mastodontes, con relampagueantes mordeduras, las murallas de Bizancio. Al principio, cada uno no puede disparar cotidianamente más de seis o siete tiros, pero día a día el sultán hace colocar otros nuevos, y cada impacto abre, entre nubes de polvo y escombros, nuevas brechas en las pétreas obras que se derrumban. Es verdad que los sitiados remiendan esos agujeros de noche con empalizadas de madera, cada vez más menesterosas, y con fardos de algodón; pero ya no es la vieja muralla invencible detrás de la que luchan y, atemorizados, piensan ocho mil hombres en la hora fatal en que los 150 mil guerreros de Mahomet se abalanzarán en el ataque decisivo contra la fortaleza ya vulnerada. Es hora, la última hora, de que Europa, de que la cristiandad recuerde sus promesas; grandes grupas de mujeres con sus niños están postrados todo el día ante los cofrecillos de reliquias en las iglesias, y desde todos los torreones vigilan soldados de día y de noche para ver si aparece por fin en el mar de Mármara, repleto de naves turcas, la prometida flota auxiliar papal y veneciana.

Finalmente, el 20 de abril, a las tres de la madrugada, brilla una señal. Se han avistado a lo lejos unas velas. No es la poderosa, la soñada flota cristiana; las que se acercan quedamente, llevadas por el viento, son tres grandes naves genovesas y detrás de ellas una cuarta más pequeña, una embarcación de granos bizantina, que las tres mayores rodean para protegerla.

De inmediato se reúne toda Constantinopla entusiasta en las murallas de la ribera para saludar a los auxiliadores. Pero al mismo tiempo salta Mahomet sobre su caballo y galopa a todo correr desde su tienda púrpura hasta el puerto donde se halla anclada la flota turca e imparte la orden de que se impida a toda costa la entrada de las naves al puerto de Bizancio, al Cuerno de Oro.

La flota turca cuenta con 150 embarcaciones, si bien menores, e inmediatamente chasquean miles de remos contra las aguas. Armadas de arpones de abordaje, de lanzallamas y de lanzapiedras, se acercan esas 150 carabelas trabajosamente a los cuatro galeones, pero fuertemente impulsadas por el viento pasan estas naves poderosas a las embarcaciones de los turcos, que lanzan gritos y chillan con voces y proyectiles. Majestuosamente, con las velas redondeadas y ampliamente hinchadas toman rumbo, sin cuidarse de los atacantes, al seguro puerto del Cuerno de Oro, donde la famosa cadena tendida desde Estambul hasta Gálata habrá de ofrecerles luego duradero resguardo contra todo ataque y asalto. Ya están los galeones muy próximos a su meta; ya pueden los miles de seres apostados en las murallas distinguir cara por cara y ya se arrodillan los hombres y mujeres para dar las gracias a Dios y a los Santos por la gloriosa salvación, ya se baja también con chirridos la cadena en el puerto para recibir a las naves de socorro.

Entonces sucede de pronto algo horrible. El viento cesa repentinamente. Como retenidos por un imán, permanecen los cuatro veleros enteramente muertos en medio del mar, a la distancia de unas pocas pedradas del puerto salvador, y con salvaje griterío de júbilo se abalanza toda la jauría de los botes a remo enemigos sobre las cuatro naves paralizadas que están erguidas como cuatro torres en el mar. Cual mastines que hincan sus dientes en una magnífica presa, se cuelgan los botes con arpones de abordaje de los flancos de las grandes naves, golpeando su maderamen fuertemente con hachas para hundirlos, mientras que grupos constantemente renovados trepan por las cadenas de las anclas, arrojando antorchas y tizones contra las velas, para incendiarlas. El jefe de la armada turca dirige su propia nave capitana decididamente hacia el barco-transporte con el propósito de hundirlo; ya están ambas embarcaciones en un cuerpo a cuerpo tenaz, como dos luchadores. Es cierto que al principio los marineros genoveses consiguen defenderse contra sus asaltantes; desde las bordas más altas, protegidas por corazas, rechazan a los atacantes con picos y piedras y fuegos griegos.

Pero la lucha ha de terminar pronto. Son demasiados contra unos pocos. Las naves genovesas están perdidas. ¡Espantoso espectáculo para los miles de seres reunidos en las murallas! Tan de cerca como en el hipódromo del pueblo podía, pleno de goce, seguir las luchas sangrientas, así puede ahora, pleno de dolor observar una batalla naval y la caída aparentemente inevitable de los suyos, pues a lo sumo dos horas más y las cuatro naves sucumbirán ante la jauría enemiga en la arena del mar. ¡En vano vinieron los salvadores, en vano! Los griegos, desesperados, junto a los muros de Constantinopla, justo a distancia de una pedrada de sus hermanos, gritan con los puños cerrados de ira impotente por no poder ayudar a sus salvadores. Muchos tratan de animar a los amigos combatientes con gestos fogosos. Otros, en cambio, alzan las manos al cielo e imploran a Cristo, al Arcángel Miguel y a todos los santos de sus iglesias y conventos que han protegido a Bizancio desde hace tantos siglos. Pero en la ribera opuesta de Gálata, a su vez, esperan y gritan y rezan con el mismo fervor los turcos por la victoria de los suyos; el mar se ha convertido en escenario, la batalla naval en lucha de gladiadores. El mismo sultán llega a galope tendido. Rodeado por sus bajaes, se introduce a caballo en el agua, se moja sus ricos vestidos y con voz iracunda, formando con sus manos un megáfono, grita a los suyos la orden de tomar las naves cristianas cueste lo que cueste. Cada vez que es rechazada una de sus galeras cubre con denuestos y amenaza con el curvado sable desnudo a su almirante. "¡Si no vences, no vuelvas con vida!" Todavía resisten los cuatro barcos cristianos. Pero ya está terminada la lucha, ya se agotan los proyectiles con que rechazan a las galeras turcas. Ya se cansan los brazos de los marineros, después de horas de lucha contra un enemigo cincuenta veces más numeroso. Ha declinado el día, el sol se pone en el horizonte. Una hora más, y los barcos serán llevados por la corriente hacia la ribera de Gálata, ocupada por los turcos, aunque hasta entonces el enemigo no consiga abordarlos. ¡Perdidos, perdidos, perdidos! Entonces sucede algo que le parece un milagro a la multitud desesperada y que se lamenta vociferante. De pronto comienza un leve zumbido, de pronto se levanta el viento. Y en seguida se llenan redondas y grandes las velas de las cuatro naves. ¡Ha despertado el viento, el anhelado, el suplicado viento! Triunfante se levanta la proa de los galeones, con un golpe airado vence y atropella su repentina embestida a los barcos que los asedian. ¡Están libres, están salvados! Bajo el estruendoso júbilo de los miles y miles de apostados en las murallas, entra el primero, luego el segundo, el tercero y el cuarto barco al puerto seguro; la cadena que lo cierra v que había sido bajada sube otra vez chirriando, y detrás de aquéllos, diseminada en el mar, queda impotente la jauría de las pequeñas embarcaciones turcas. Una vez más se cierne el júbilo de la esperanza como purpúreas nubes sobre la sombría y desesperada ciudad.

 

UNA FLOTA VIAJA SOBRE LA MONTAÑA

Una noche dura la desbordante alegría de los sitiados. Siempre la noche pletórica de fantasía, excita los sentidos e infunde la esperanza con el dulce veneno de los sueños. Por una noche ya se creen los sitiados seguros y a salvo. Sueñan que semana a semana vendrán otros y nuevos barcos que desembarcarán soldados y provisiones, tal como lo han hecho los cuatro galeones que acaban de llegar. Europa no los olvidó, y en sus esperanzas precipitadas ya ven el sitio levantado, el enemigo diseminado y vencido.

Pero Mahomet también es un soñador, si bien un soñador de aquella otra y más rara especie que sabe convertir los sueños, por obra de la voluntad, en realidades, y mientras aquellos galeones ya se creen seguros en el puerto del Cuerno de Oro, traza Mahomet un plan de tan fantástica audacia que ha de equipararse justicieramente, dentro de la historia de las guerras, a los hechos más atrevidos de Aníbal y Napoleón. Tiene a Bizancio delante de sí, pero no puede tomarlo; el principal obstáculo que le impide tomarlo y atacarlo, lo constituye la profunda lengua de mar, el Cuerno de Oro, esa bahía en forma de apéndice que protege un flanco de Constantinopla. Es prácticamente imposible penetrar en esa bahía, a cuya entrada se halla Gálata, la ciudad genovesa, frente a la que Mahomet está obligado a guardar neutralidad, v desde ella se tiende transversal la cadena de hierro hasta la urbe enemiga. Su flota no puede llegar, por lo tanto, mediante un choque frontal, a la bahía; sólo podría capturar a la armada cristiana desde la dársena interior donde termina el territorio genovés.

¿Pero cómo conseguir una escuadra para esa bahía interior? Es verdad que se podría construir una. Pero eso duraría meses y meses y el impaciente no quiere esperar tanto.

Entonces concibe Mahomet el genial proyecto de transportar su flota desde el mar abierto, donde no tiene utilidad alguna, sobre la península, al puerto interior del Cuerno de Oro. Esta idea, de una audacia que quita la respiración, esta idea de atravesar con cientos de embarcaciones una península montañosa, parece a primera vista tan absurda, tan irrealizable, que los bizantinos y los genoveses de Gálata no la incluyen en sus cálculos estratégicos, como antes de ellos los romanos y después de ellos los austriacos tampoco tomaron en consideración la posibilidad de las rápidas travesías de los Alpes efectuadas por Aníbal y Napoleón. De acuerdo con toda experiencia humana, las naves sólo pueden desplazarse en el agua y ninguna escuadra puede atravesar una montaña. Mas es eso precisamente en todo tiempo la verdadera característica de la voluntad demoníaca: el que realice lo imposible, y siempre sólo reconócese el genio militar al que, en la guerra, se burla de las reglas bélicas, y en el momento dado, reemplaza los métodos probados por la improvisación creadora.

Comienza una acción enorme, difícilmente comparable en les anales de la historia. Con todo sigilo manda Mahomet traer innúmeros maderos y troncos v convertirlos, por afanosos obreros, en trineos, sobre los que quedan sujetas las embarcaciones sacadas del mar, como sobre un dique seco movible. Al mismo tiempo están dedicados ya miles de obreros a allanar en lo posible para el transporte el estrecho sendero que sube y baja del cerro de Pera. Para velar al enemigo la repentina acumulación de tantos trabajadores, ordena el sultán cada día y cada noche un tremendo cañoneo por sobre la ciudad de Gálata, un cañoneo sin sentido que no tiene más objeto que desviar la atención y ocultar el viaje de las naves sobre valles y montes, de unas aguas a otras. Mientras los enemigos están ocupados y sólo esperan un ataque desde tierra, pónense en movimiento los numerosos rodillos de madera, abundantemente untados de aceite v grasa, y sobre ellos se transporta un barco tras otro sobre la montaña, de los que tiran innumerables yuntas de búfalos ayudados por marineros que lo empujan. En cuanto la noche vela toda visión, comienza esa peregrinación milagrosa.

Silencioso como todo lo grande, premeditado como todo lo prudente, se realiza el milagro de los milagros: una flota entera viaja sobre la montaña.

En todas las grandes acciones militares son siempre decisivos los momentos de sorpresa.

Y aquí se evidencia magníficamente el genio particular de Mahomet. Nadie sospecha nada de su propósito. "S: un pelo de mi barba conociese mis ideas, lo arrancaría" -dijo cierta vez de sí mismo ese pérfido genial. Y mientras los cañones retumbaban jactanciosos contra las murallas, ejecútanse sus órdenes de un modo perfecto. Setenta embarcaciones transpórtanse en esa noche del 22 de abril de un mar al otro, por montañas y valles, viñedos, campos y bosques. A la mañana siguiente los ciudadanos de Bizancio creen soñar: una flota enemiga navega como traída por manos de espectros, embanderada y equipada, en el corazón de la bahía, considerada inaccesible; aun se restriegan los ojos y no comprenden cómo pudo hacerse ese milagro, cuando ya prorrumpen en júbilo pífanos, címbalos v tambores al pie de la muralla lateral hasta entonces protegida por el puerto. Todo el Cuerno de Oro, excepción hecha de aquel estrecho espacio de Gálata en que se halla encerrada la flota cristiana, pasa, debido a ese golpe genial, al dominio del sultán y de su ejército. Ahora puede llevar libremente sus tropas por un puente de pontones contra la muralla más débil. Con eso amenaza al flanco flojo y consigue que la de por sí ya escasa línea defensiva se reduzca más aún en espesor por tener que cubrir un frente más largo. El puño férreo se cierra más y más alrededor de la garganta de su víctima.

 

¡SOCORRO, EUROPA!

Los sitiados ya no se engañan, saben que de no recibir pronta ayuda no podrán resistir mucho tiempo más detrás de las murallas derruidas a cañonazos, ahora que también son atacados por el flanco débil. 8.000 hombres contra 150.000. ¿Pero no prometió la Signoria de Venecia solemnemente que enviaría barcos? ¿Puede permanecer indiferente el Papa cuando Hagia Sophia, la más hermosa iglesia de Occidente, corre peligro de convertirse en una mezquita de la infidelidad? ¿Aun no comprende el peligro para la cultura de Occidente la Europa confundida por la rencilla y dividida por céntuples intrigas mezquinas? Quizás -así se consuelan los sitiados- está desde hace tiempo ya lista la flota de socorro y sólo por ignorancia tarda en levar anclas, y bastaría hacerle comprender la enorme responsabilidad de esa demora mortífera.

¿Pero cómo ponerse en contacto con la armada veneciana? ¡El mar de Mármara está sembrado de barcos turcos! Salir con la escuadra entera significaría exponerla a la perdición y debilitar además, en unos centenares de soldados, la defensa, que ha de contar esta vez con cada uno de sus hombres. Se resuelve entonces exponer sólo un barco muy pequeño con una tripulación mínima. Doce hombres en total -si existiera la justicia en la historia, sus nombres tendrían que ser tan famosos como los de los argonautas, y, sin embargo, no conocemos el nombre de ninguno de ellos osan el heroico acto. Se iza la bandera enemiga en el pequeño bergantín; doce hombres se visten a la usanza turca con turbante o tarbouch, para no llamar la atención. A la medianoche del tres de mayo, se afloja silenciosamente la cadena del puerto, y con amortiguados golpes de remo se aleja el bote atrevido, protegido por la oscuridad. ¡Y he aquí que se realiza el milagro! Sin ser conocida ni molestada atraviesa la diminuta nave los Dardanelos hasta el mar Egeo. Siempre es justamente el exceso de osadía lo que paraliza al adversario. Mahomet pensó en todo, menos en ese gesto inconcebible de que una sola embarcación tripulada por doce héroes osaría tal viaje argonáutico por en medio de su flota.

Pero, ¡trágica desilusión! En el mar Egeo no brilla vela veneciana alguna. Ninguna armada está preparada para el socorro. Venecia y el Papa se han olvidado de Bizancio y descuidan su honor y su promesa, ocupados como están con su pequeña política lugareña. En la historia se repiten de continuo esos momentos trágicos en que sería necesaria la suprema unión de todas las fuerzas para la defensa de la cultura europea, pero en que los príncipes y los Estados no saben suprimir, por un instante siquiera, sus míseras rivalidades. A Génova le importa más empujar a Venecia hacia un segundo plano y Venecia se preocupa más por desplazar a Génova que luchar por unas horas conjuntamente contra el enemigo común. El mar está vacío. Desesperados reman los valientes en su cáscara de nuez, de isla en isla. Pero en todas partes los puertos están ocupados por los enemigos y ninguna nave amiga se atreve a penetrar a la zona de guerra.

¿Qué hacer entonces? Algunos de los doce han perdido el ánimo, y con razón. ¿Para qué volver a Constantinopla, para qué volver sobre la peligrosa ruta? No pueden llevar esperanza alguna. Quizás ya cayó la ciudad; de todos modos les aguarda, si regresan, el cautiverio o la muerte. Pero -¡magníficos siempre los héroes, cuyos nombres nadie conoce!- la mayoría decide, no obstante, el retorno. Aceptaron una misión y han de cumplirla. Fueron enviados a traer nuevas, y nuevas han de traer, aunque sean las más oprimentes. Así osa la diminuta embarcación el viaje de regreso entre los Dardanelos, el mar de Mármara y la armada enemiga.

El 23 de mayo, a veinte días de haberse hecho a la mar, se ha dado por perdida ya en Constantinopla a la embarcación. Nadie piensa ya en un mensajero ni en el regreso, cuando de pronto unos guardianes agitan en la muralla las banderas porque una pequeña nave toma decidido rumbo, con fuertes golpes de remo, al Cuerno de Oro. Y al darse cuenta los turcos, advertidos por el júbilo atronador de los sitiados, que el bergantín que descaradamente había surcado sus aguas bajo bandera turca, era una embarcación enemiga, lo asedian de todas partes para capturarlo, todavía a escasa distancia del puerto protector.

Por un momento vibra Bizancio con mil gritos de júbilo en la dichosa esperanza de que Europa se habría acordado y enviado aquellos barcos nada más que en calidad de mensajeros.

Sólo a la tarde se divulga la nefasta verdad. La cristiandad echó al olvido a Bizancio. Los encerrados están solos, perdidos, a menos que se salven ellos mismos.

 

LA VÍSPERA DEL ASALTO

Al cabo de seis semanas de luchas casi diarias, el sultán se ha tornado impaciente. Sus cañones han destrozado las murallas en muchas partes, pero todos los ataques y asaltos que ordenó, han sido rechazados sangrientamente. Ya no quedan a un estratego sino dos posibilidades: desistir del sitio o intentar, después de los innumerables ataques aislados, el asalto definitivo. Mahomet reúne a sus bajaes en un consejo de guerra y su voluntad apasionada vence todos los escrúpulos. Se decide que el gran asalto decisivo ha de efectuarse el 29 de mayo.

El sultán realiza sus preparativos con su habitual energía. Se decreta día de fiesta y 150.000 hombres deben cumplir, del primero al último, los ritos solemnes prescritos por el Islam, las siete abluciones y, tres veces al día, la gran oración. Dispónese toda la pólvora y todos los proyectiles que han quedado para preparar el ataque de artillería forzado que ha de debilitar la ciudad para el asalto, y distribúyense las tropas para el ataque. Mahomet se concede un momento de descanso desde temprano hasta muy tarde en la noche. Pasa a caballo de una tienda a la otra, desde el Cuerno de Oro hasta el mar de Mármara, animando por doquier a los oficiales y excitando a los soldados. Pero como buen psicólogo sabe cómo puede atizar mejor hasta el extremo del ardor bélico a sus 150.000 hombres; y por eso hace una terrible promesa que, por su honor y deshonra, hubo de cumplir estrictamente. Sus heraldos proclaman esa promesa al son de tambores y clarines a todos los vientos: "Mahomet jura por el nombre de Alá, por el nombre de Mahoma y de los cuatro mil profetas; jura por el alma de su padre, el Sultán Murad, por la cabeza de sus hijos y por su sable, que concederá a sus tropas, después de la toma de la ciudad y por la duración de tres días, el derecho ilimitado de saqueo. Todo lo que encierran esas murallas: muebles y bienes, aderezos y joyas, monedas y tesoros, hombres, mujeres y niños, todo debe ser de los soldados victoriosos, y él mismo renuncia a toda participación, salvo al honor de haber conquistado el último baluarte del imperio romano oriental".

Los soldados reciben tan feroz anuncio con júbilo frenético. El ruidoso alboroto del regocijo ruge como un vendaval y los delirantes gritos de Alá il Alá de los miles de labios llegan hasta la azorada ciudad. ¡Jagura! Jagura! ¡Saqueo! ¡Saqueo!" La palabra se convierte en consigna, chisporrotea con los tambores, zumba con címbalos y clarines, y de noche se transforma el campamento en un mar festivo de luces. Estremecidos, ven los sitiados desde sus murallas cómo miles y miles de luces y antorchas se encienden en la llanura y en los cerros y cómo los enemigos celebran la victoria antes de haberla alcanzado, con trompetas, pífanos y tamboriles; es como la horriblemente ruidosa ceremonia que los sacerdotes paganos ofician antes del sacrificio. A medianoche se apagan, por orden de Mahomet, de golpe, todas las luces, y bruscamente termina el ardiente ruido de millares de voces. Pero ese silencio repentino y esa oscuridad pesante deprimen con su decisión amenazadora a los que escuchan azorados, más aún que el júbilo frenético de la luz ruidosa.

 

LA ULTIMA MISA EN HAGIA SOPHIA

Los asediados no necesitan de espías y desertores para saber qué les espera. Saben que se ha ordenado el asalto, y un presentimiento de enorme responsabilidad y de tremendo peligro pesa sobre la ciudad como una nube de tormenta. Dividida de ordinario en escisiones y disputas religiosas, únese ahora la población en estas horas postreras, pues siempre procura tan sólo el extremo peligro el espectáculo incomparable de la unión terrenal. Para que todos tengan bien presente lo que les toca defender: la fe, el pasado esplendente, la cultura común, dispone el Basileus una ceremonia conmovedora. Reúnese a su mando el pueblo entero, ortodoxos y católicos, sacerdotes y legos, niños y ancianos, para una sola procesión. Nadie debe, nadie quiere quedarse en su casa; desde el más rico hasta el más pobre integran todos, contritos y cantando el Kyrie Eleison, la solemne columna que atraviesa primero el centro de la ciudad v luego también las fortificaciones exteriores. Sácanse de las iglesias los iconos y reliquias; dondequiera que haya sido abierta una brecha en las murallas, cuélgase una de las imágenes de los santos a fin de que rechace mejor que las armas mundanales el ataque de los infieles. Simultáneamente se rodea el emperador Constantino de los senadores, los nobles y los comandantes para templar su valor con una última arenga. No puede, como Mahomet, prometerles incalculable botín. Pero les describe el honor que alcanzarán, ante la cristiandad y todo el mundo occidental, si rechazan este último asalto decisivo, y el peligro que corren en caso de sucumbir a los incendiarios. Mahomet y Constantino saben que ese día se define la historia de siglos.

Luego comienza la última escena, una de las más conmovedoras en la historia de Europa, un inolvidable éxtasis de la caída. Los predestinados a morir congréganse en Hagia Sophia, la entonces más suntuosa catedral del mundo, que había quedado abandonada desde aquel día de la fusión de ambas Iglesias. Se agrupan en torno al emperador, la corte entera, los nobles, la curia griega y la romana, los soldados y marineros genoveses y venecianos, todos armados y acorazados; y detrás de ellos se arrodillan silenciosas y respetuosas miles y miles de sombras murmurantes -el pueblo agobiado, hastiado por temores y penas-; y las candelas que luchan duramente con la oscuridad de las bóvedas, iluminan esa masa arrodillada unánime en la oración como un único cuerpo. Es el alma de Bizancio que eleva aquí su plegaria a Dios.

El patriarca alza ahora poderosa y clamante su voz, contestándole con cánticos los coros; una vez más resuena la sagrada voz eterna del Occidente, la música, en este espacio. Luego se dirigen uno tras otro, primero el emperador, al altar para recibir el consuelo de la fe; hasta lo alto de las bóvedas retumba en el inmenso espacio la rompiente interminable del rezo.

Comienza la postrera misa; la misa de muertos del imperio romano oriental. Pues por última vez vivió la fe cristiana en la catedral de Justiniano.

Después de esa escena enternecedora, el emperador regresa una sola vez y por breves instantes al palacio para pedir perdón a todos sus subalternos y siervos por toda injusticia que jamás haya cometido en su vida. Luego monta un caballo y cabalga -exactamente como Mahomet, su gran contrario, a la misma hora- de un extremo a otro de las murallas para animar a los soldados. Ya ha cerrado la noche profundamente. No se alza voz alguna, no entrechoca ninguna arma. Pero con el alma arrebatada aguardan los miles de hombres dentro de las murallas el próximo día, y la muerte.

 

KERKAPORTA, LA PUERTA OLVIDADA

A la una de la mañana da el sultán la señal de ataque. Despliégase gigantesco el estandarte y a un solo grito de "Alá, Alá, il Alá" precipítanse cien mil hombres con armas, escaleras, cuerdas y ganchos de abordaje contra las murallas, mientras simultáneamente redoblan tambores, alborotan charangas y se unen en un solo huracán los ruidos estridentes de bombos, címbalos y flautas, los alaridos humanos y el tronar de los cañones. Primero lánzanse sin misericordia las tropas inexperimentadas, los baschibozug, contra las murallas, y sus cuerpos semidesnudos hacen en- el plan de ataque del sultán casi el papel de paragolpes destinado a cansar y debilitar al enemigo antes de que la tropa escogida proceda al asalto decisivo. Corren con centenares de escaleras por la oscuridad, impelidos a latigazos; trepan a las almenas, de donde son echados; vuelven a arremeter una, otra y otra vez, ya que no les queda camino de vuelta; detrás de ellos, inútil material humano destinado al sacrificio, se hallan las tropas elegidas que los azuzan siempre de nuevo a la muerte casi segura. Los defensores conservan todavía el predominio, nada pueden las innúmeras flechas y piedras contra sus cotas de malla.

El verdadero peligro para ellos -y eso lo calcula bien Mahomet- reside en el cansancio.

Luchando con pesadas armaduras continuamente contra las tropas ligeras que atacan una y otra vez, saltando sin interrupción de un punto de ataque a otro, agotan buena parte de sus fuerzas en esa resistencia forzada. Y al lanzarse ahora -ya comienza a clarear el día al cabo de dos horas de combate- la segunda tropa de asalto, formada por los anatolianos, la lucha ya se presenta más peligrosa. Pues esos anatolianos son guerreros disciplinados, bien instruidos y uniformados también con cotas de malla; son además numerosos y están descansados, mientras que los defensores tienen que proteger ora esta parte, ora aquélla contra la ruptura.

Pero aun siguen siendo rechazados los atacantes en todas partes, y el sultán tiene qué poner en acción sus últimas reservas, los jenízaros, la tropa selecta del ejército otomano. Se coloca personalmente al frente de los 12.000 soldados jóvenes y elegidos, los mejores que conocía la Europa de entones, que a un solo grito se lanzan sobre los adversarios exhaustos. Es la hora de que se echen a vuelo todos las campanas de la ciudad para llamar a los últimos, medianamente aptos para la lucha, a las murallas, y que se haga venir a los marineros de los barcos, pues ahora se inicia el verdadero combate decisivo. Es fatal para los defensores el que una piedra alcance al comandante de las tropas genovesas, el audaz condottiere Giustiniani, el que, gravemente herido, es transportado hasta las naves. Su caída hace vacilar por un instante la energía de la defensa. Pero ya llega a galope tendido el propio emperador para impedir la invasión amenazante y una vez más lógrase empujar y hacer caer las escaleras de asalto; firmeza se halla frente a extrema firmeza, y por la duración de un suspiro parece Bizancio todavía a salvo: el máximo peligro ha vencido al asalto más furioso. En ese instante un incidente trágico, uno de aquellos segundos misteriosos, como a veces los produce la historia en sus determinaciones impenetrables, decide, de golpe, el destino de Bizancio.

Sucede algo totalmente inverosímil. Linos cuantos turcos han penetrado por una de las muchas brechas de la muralla exterior a poca distancia del verdadero punto de ataque. No se atreven a arremeter contra la muralla interior. Pero al errar curiosos y sin plan por el espacio entre la primera y segunda muralla de la ciudad, descubren que una de las puertas menores de la muralla interior, la llamada Kerkaporta, ha quedado abierta por un error inexplicable. No es más que una portezuela, destinada a dar paso, en tiempos de paz, a los peatones durante las horas en que las puertas mayores aun permanecen cerradas. Precisamente por carecer de importancia militar, se olvidó, al parecer, su existencia en la agitación general de la última noche. Ahora los jenízaros encuentran, ante su asombro, esa puerta cómodamente abierta en medio de las fortificaciones recias. Primero sospechan de que se trate de un ardid guerrero, pues les parece demasiado improbable el absurdo de que la Kerkaporta esté abierta y permita penetrar al corazón de la ciudad, dominicalmente pacifico, mientras delante de cada brecha, cada abertura y cada puerta se amontonan miles de cadáveres y se está haciendo derroche de aceite hirviente y proyectiles. Por las dudas, llaman refuerzos y, sin encontrar resistencia en absoluto, penetra todo un destacamento al interior de la ciudad, atacando inesperadamente, por la espalda, a los defensores de la muralla exterior, que nada sospechan. Unos cuantos guerreros advierten que los turcos están detrás de sus propias filas y fatalmente se eleva aquel grito que en toda batalla es más mortífero que todos los cañones, el grito del rumor falso: "¡Ha caído la ciudad!" Repítenlo ahora, cada vez más fuerte, los turcos: "¡La ciudad ha caído!" Y este grito desbarata toda resistencia. Las tropas mercenarias, que se creen traicionadas, abandonan sus puestos para salvarse corriendo hacia el puerto y las naves. En vano se arroja Constantino con unos pocos fieles contra los invasores; cae muerto sin ser reconocido, en medio del tumulto, y sólo al día siguiente, junto a un montón de cadáveres, identificado su cuerpo por los zapatos purpúreos adornados con un águila dorada, comprobarás- que el último emperador de la Roma oriental perdió su vida con su imperio, glorioso en el sentido romano. Un átomo de casualidad, Kerkaporta, la puerta olvidada, ha decidido la historia del mundo.

 

LA CRUZ SE CAE

A veces la historia juega con números. Exactamente mil años después de haber sido saqueada Roma en forma memorable por los vándalos, comienza el saqueo de Bizancio. Terriblemente fiel a su juramento, cumple Mahomet, el victorioso, su palabra. Después de la primera masacre, entrega a sus guerreros las casas y palacios, iglesias y monasterios, hombres, mujeres y niños, y como demonios se precipitan a millares por las callejuelas para adelantarse unos a otros. La primera arremetida se dirige contra las iglesias; en ellas brillan las vasijas de oro, resplandecen joyas, pero cuando irrumpen en una casa, izan de inmediato su estandarte a la entrada para que sepan los que los siguen que el botín ya está embargado; y este botín no sólo consiste en piedras preciosas, géneros y dinero y bienes muebles, sino que también las mujeres son mercadería para los serrallos, los hombres y niños para el mercado de esclavos. A bandadas enteras se saca a latigazos a los infelices que se han refugiado en las iglesias, se asesina a los ancianos por considerarlos como inservibles consumidores y hasta invendibles; átase a los jóvenes como animales, se les arrastra, y simultáneamente con el robo desencadénase la insensata destrucción. Las preciosas reliquias y obras de arte que los cruzados respetaron en oportunidad de su saqueo, acaso igualmente furioso, las destrozan ahora, las deshacen y desgarran los vencedores rabiosos, destruyen los cuadros valiosos, rompen a martillazos las estatuas magníficas, queman y tiran sin consideración los libros en que se pretendía conservar para toda la eternidad la sabiduría de los siglos, la riqueza inmortal del pensamiento y de la literatura griega. Nunca sabrá la humanidad a ciencia cierta cuánta desgracia irrumpió en aquella hora fatal por la Kerkaporta abierta y cuánto perdió el mundo espiritual con motivo de los saqueos de Roma, Alejandría y Bizancio.

Sólo en la tarde de la gran victoria, terminada ya la matanza, penetra Mahomet en la ciudad conquistada. Serio y orgulloso cabalga sobre su magnífica jaca, al lado de las salvajes escenas del saqueo; sin desviar la mirada mantiene su palabra de no molestar en su terrible quehacer a los soldados que lograron el triunfo. Su primer camino no está dedicado al botín, puesto que ha ganado todo, y vanidoso dirige su caballo hacia la catedral, la cabeza esplendente de Bizancio. Durante más de cincuenta días miró ansioso desde su jaca la cúpula inaccesible y resplandeciente de esa Hagia Sophia: ahora puede cruzar como vencedor su puerta broncínea. Pero una vez más domina Mahomet su impaciencia; primero quiere agradecer a Alá antes de dedicarle esta iglesia por los tiempos eternos. Humildemente se apea el sultán de su cabalgadura e inclina la cabeza profundamente al suelo en la oración. Luego toma un puñado de tierra y la esparce sobre su cabeza para recordarse que él mismo es un mortal y no debía envanecerse de su triunfo. Y sólo entonces, después de haber demostrado su humildad, se endereza el sultán y penetra el primer siervo de Alá en la catedral de Justiniano, la iglesia de la sagrada sabiduría, Hagia Sophia.

Curioso y conmovido contempla el sultán la magnífica casa, las altas bóvedas relucientes en mármol y mosaicos, los arcos suaves que se elevan de la penumbra a la luz; siente que este sublime palacio de la oración no es suyo, sino de su dios. Manda en seguida llamar a un Imán que suba al púlpito y proclame desde allí la fe mahometana, mientras que el padichá, el rostro en dirección a la Meca, pronuncia el primer rezo a Alá, el señor de los mundos, en esta catedral cristiana. Al día siguiente reciben ya los obreros orden de alejar todos los signos de la creencia anterior. Arráncanse los altares, blanquéanse los píos mosaicos y cae con estrépito sordo la cruz grandemente elevada de Hagia Sophia que había mantenido abiertos sus brazos por espacio de mil años, para abarcar todo el dolor del mundo.

El pétreo sonido retumba duramente dentro y fuera de la iglesia, hasta muy lejos. Pues esa caída hace temblar a todo el Occidente. La noticia llega terrorífica a Roma, Génova, Venecia, Florencia y rueda como un trueno de anuncio hasta Francia, Alemania; y estremecida reconoce Europa que debido a su indiferencia hosca ha irrumpido por la olvidada puerta, la Kerkaporta, una fuerza fatalmente destructora que mantendrá durante siglos atacadas y paralizadas sus energías. Pero en la historia, igual que en la vida, el remordimiento no devuelve un instante perdido, y mil años no ayudan a recobrar lo que se ha descuidado una sola hora.

FIN

 


 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD 

 

FUGA A LA INMORTALIDAD / NUÑEZ DE BALBOA

STEFAN ZWEIG

  

 

ARMAN UN BUQUE

Al regresar de su primer viaje a América, Colón exhibió en su marcha triunfal por las atestadas calles de Sevilla y Barcelona, infinitos tesoros y curiosidades: hombres rojizos, de una raza desconocida hasta entonces, animales nunca vistos, papagayos policromos y charlatanes, plantas extrañas y frutas que pronto habrían de encontrar en Europa una nueva patria: el cereal indio, el tabaco y la nuez de coco. La multitud jubilosa admira todo eso con asombro, pero lo que más emociona a los esposos reales y a sus consejeros son unos cofrecitos y cestas llenos de oro. No es gran cantidad de oro la que Colón trae de las Nuevas Indias: unas cuantas joyas que quitó o adquirió de los indígenas a trueque de otros objetos, unas cuantas barritas y unos puñados de pepitas y polvo de oro; el botín entero alcanza, a lo sumo, para acuñar unos poquísimos centenares de ducados. Pero el genial fantaseador Colón, que, fanáticamente, siempre cree aquello que quiere creer, y que acaba de tener tan gloriosamente razón con su idea de la nueva ruta marina a la India, dice, convencido de veras, aunque exagerando, que todo aquello no era sino una mínima primera prueba. Afirma tener noticias dignas de fe acerca de inagotables minas de oro en esas nuevas islas. El precioso metal se hallaría allá tendido bajo una delgada capa de tierra, de modo que podría ser ganado con simples azadones. Pero más al Sur se encontrarían imperios cuyos monarcas se servían de platos de oro y tenían en menor estima el oro que los españoles el plomo. El rey, eternamente necesitado de dinero, escucha embelesado las noticias respecto a ese nuevo Ofir que le pertenece, pues todavía no se conoce bien la augusta locura de Colón, y no se duda de sus promesas: De inmediato preparase una segunda flota, y ya no hace falta reclutar la tripulación por intermedio de ganchos y al son de tambores; la noticia del maravilloso país recién descubierto, donde se puede recoger el oro del suelo, enloquece a toda España. Por centenares y por miles llegan los hombres dispuestos a hacer el viaje a El dorado, el país del oro.

Pero ¡qué diluvio sombrío acrecienta la ambición desde todas las ciudades, pueblos y aldeas! No solamente se presentan nobles honestos que desean dorar sus escudos, aventureros intrépidos y soldados valientes, sino que también toda la mugre y toda la resaca de España va desplazándose hasta Palos y Cádiz. Ladrones convictos, asaltantes y bandoleros que buscan un trabajo más provechoso en las tierras de oro, deudores que quieren escapar de sus acreedores, maridos que quieren huir de sus esposas disputadoras, todos los desesperados, las existencias fracasadas, los señalados y perseguidos por el alguacil, se hacen inscribir para tripular la flota. Es una masa abigarrada de existencias derrotadas, dispuestas a enriquecerse de golpe y resueltas a cometer, en cambio, cualquier brutalidad y cualquier crimen. Unos han sugerido a otros las fantasías de Colón, de tal manera que los más acaudalados entre los emigrantes se llevan sirvientes y mulas para poderse traer mayores cantidades del precioso metal. Aquellos que no consiguen incorporarse a la expedición, buscan por la fuerza otro camino para llegar a su fin. Sin pedir el permiso real, arman unos aventureros embarcaciones por su propia cuenta, a fin de llegar cuanto antes al nuevo El dorado y juntar la mayor cantidad de oro. De golpe, España queda libre de todas sus existencias inquietas y de toda chusma peligrosa.

El gobernador de la Española (el Santo Domingo y Haití de nuestros días) ve con terror cómo esos huéspedes inesperados inundan la isla que le ha sido confiada. Año tras año, los barcos traen nuevas cargas y una gente cada vez más indisciplinada. Pero los recién llegados no están menos desengañados, pues el oro no se halla al alcance de la mano en las calles, y los desdichados nativos, a quienes atacan como bestias, ya no disponen de un solo granito para entregarlo. Las hordas ladronas constituyen así, vagabundas o indolentes, un terror para los indios infortunados y un horror para el gobernador. Es en vano que trate de convertirlos en colonos, regalándoles terreno, hacienda e incluso hacienda humana, es decir, de sesenta a setenta indígenas que regala a cada uno de esos aventureros, como esclavos. Pues tanto los hidalgos de noble cuna como los ex bandoleros se interesan poco por la agricultura. No han hecho el viaje para sembrar trigo y criar ganado; en vez de cuidarse de los sembrados y de las cosechas, martirizan a los infortunados indios -al cabo de pocos años habrán extirpado toda la población aborigen- o se reúnen en garitos. Al poco tiempo, la mayoría de ellos están tan endeudados que tienen que vender no sólo sus propiedades, sino también su indumentaria, sus sombreros y la última camisa, y así quedan entregados por completo a los comerciantes y usureros.

Es por lo mismo una buena nueva para todos esos fracasados en la Española que un habitante bien conceptuado en esa isla, el bachiller Martín Fernández de Enciso, arme en 1510 un barco para correr en ayuda, con una nueva tripulación, de su colonia en terra firma.

Dos famosos aventureros, Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, habían recibido, en 1509, del rey Fernando el privilegio de fundar colonias en el estrecho de Panamá y en la costa de Venezuela, que, un poco apresurados, denominan Castilla del Oro. Embriagado por el nombre sonoro, y seducido por las habladurías, el legalista poco experto invierte toda su fortuna en tal empresa. Pero la colonia de nueva fundación en San Sebastián, junto al golfo de Uraba, no envía oro, sino únicamente angustiados llamados de auxilio. La mitad de la tripulación ha muerto en las luchas contra los aborígenes, mientras que la otra mitad está a punto de perecer de hambre. Para salvar el dinero invertido, Enciso gasta el resto de sus bienes y arma una expedición de socorro. En cuanto los desesperados se enteran de que Enciso necesita soldados, aprovechan la oportunidad para acompañarlo y dar así la espalda a la Española. No tienen otro deseo que el de escapar a sus acreedores y a la vigilancia del severo gobernador. Pero los acreedores los espían. Se dan cuenta de que sus deudores más importantes tratan de escabullirse para siempre, y por eso exigen del gobernador que no permita a nadie abandonar la isla sin su permiso especial. El gobernador admite su deseo. Se establece una vigilancia estricta. El barco de Enciso debe permanecer fuera del puerto, y unas lanchas fletadas por el Gobierno patrullan e impiden que nadie suba a bordo subrepticiamente. Con infinita amargura observan los desesperados, que temen a la muerte menos que al trabajo honrado y a la cárcel, cómo el barco de Enciso toma rumbo a la aventura, con las velas desplegadas y sin ellos.

 

EL HOMBRE EN EL ARCA

Con las velas hinchadas, el barco de Enciso toma rumbo a la tierra firme americana, y los contornos de la isla ya se han hundido en el horizonte azulado. Es un viaje tranquilo y nada anormal puede registrarse, salvo que un enorme sabueso de extraordinaria fuerza -hijo del famoso sabueso Becerico, y famoso él mismo por su nombre, Leoncio- corre inquieto arriba y abajo de la cubierta, husmeando por todas partes. Nadie sabe quién es el dueño de ese animal ni cómo ha llegado a bordo. Finalmente, llama la atención también el hecho de que el perro no quiere apartarse para nada de un arca de provisiones de extraordinario tamaño y que fue traída a bordo en la misma víspera de la partida. Pero he aquí que inesperadamente esta arca se abre sola, y de ella sale, armado con espada, yelmo y escudo, como Santiago, el Santo castellano, un hombre de unos treinta y cinco años de edad. Es Vasco Núñez de Balboa, quien así ofrece la primera prueba de su audacia e ingenio sorprendentes. Nacido en Jerez de los Caballeros, de familia noble, había hecho el viaje al Nuevo Mundo como simple soldado con Rodrigo de Bastidas, y después de muchas odiseas, salvóse del naufragio frente a la Española. El gobernador se había esforzado en vano para hacer de Núñez de Balboa un colono honrado; al cabo de pocos meses, abandonó la propiedad que le fuera asignada y quedó de tal manera arruinado que ya no sabia cómo salvarse de sus acreedores. Pero mientras los demás deudores miran los botes del Gobierno desde la playa, con el puño cerrado, porque aquéllos les impiden huir al buque de Enciso, Núñez de Balboa pasa atrevidamente el cordón establecido por Diego Colón, escondiéndose en una arca vacía y haciéndose llevar a bordo por unos confabulados. En el tumulto de la despedida, nadie observa la insolente estratagema. Balboa sólo se presenta cuando intuye que el barco se ha alejado tanto de la costa como para que resulte improbable que retornara tan sólo para desembarcarlo.

El bachiller Enciso es un hombre de ley, y como todo legalista, tiene peco sentido de lo romántico. En su condición de alcalde y jefe de policía de la nueva colonia, no quiere que a ella ingresen existencias oscuras ni estafadoras. Por eso le declara en tono arisco que no es su propósito llevarle consigo, sino que lo dejará en la próxima isla que crucen, ya sea ella habitada o no.

Pero no se llega a tanto, pues mientras el barco sigue su viaje hacia la Castilla del Oro, se cruza -un milagro para aquellos tiempos en que sólo una docena de barcos navegan por estos mares desconocidos todavía- con un bote fuertemente tripulado, conducido por un hombre cuyo nombre habrá de resonar bien pronto en el mundo entero: Francisco Pizarro. Aquella tripulación procede de la colonia de Enciso, San Sebastián, y al principio son tomados por rebeldes que abandonaron su puesto arbitrariamente. Pero, horrorizado, se entera Enciso de que San Sebastián ya no existe y que aquéllos eran los últimos sobrevivientes de la colonia, cuyo comandante, Ojeda, ha huido en un barco mientras que los demás tenían que esperar, con sus dos bergantines, hasta que hubiesen muerto todos menos setenta, para poder caber en esas dos embarcaciones. Uno de esos bergantines, además, naufragó, y los treinta y cuatro hombres de Pizarro constituyen el último resto sobreviviente de la Castilla del Oro. ¿Adónde dirigirse ahora? Después de haber escuchado el relato de Pizarro, les quedan pocas ganas a los hombres de Enciso de exponerse al terrible clima de la colonia abandonada y a las flechas envenenadas de los nativos. Consideran que sólo les queda la posibilidad de regresar a la Española. En este momento de peligro se presenta inesperadamente Vasco Núñez de Balboa.

Declara que desde su primer viaje con Rodrigo de Bastidas, conoce toda la costa de Centroamérica y recuerda haber estado en un pueblo llamado Darién, sobre la ribera de un río aurífero y habitado por indígenas gentiles. Insinúa que aquél sería un sitio mucho más apropiado para fundar una nueva colonia que ese lugar de la desgracia.

En seguida toda la tripulación se declara partidaria de Núñez de Balboa. De acuerdo con su proposición, el barco toma rumbo a Darién, en el istmo de Panamá. Allá se realiza primero la habitual carnicería entre los aborígenes, y como entre los enseres robados se encuentra oro, los desesperados resuelven fundar aquí una nueva ciudad que llaman, en prueba de devoto agradecimiento, Santa María la Antigua del Darién.

 

CARRERA PELIGROSA

El desdichado financista de la colonia, el bachiller Enciso, no tardará mucho en arrepentirse profundamente de no haber echado a tiempo por la borda el arca que contenía a Núñez de Balboa, pues al cabo de pocas semanas este hombre atrevido reúne todo el poder en sus manos. Criado, en su condición de legalista, en la devoción al orden y la disciplina, Enciso trata, en su cargo de Alcalde mayor del gobernador momentáneamente desaparecido, de administrar la colonia en el interés de la corona española, e instalado en una mísera choza de indios, publica sus edictos limpios y severos, tal como si se hallase en su estudio de abogado en Sevilla. En esa región salvaje, jamás hollada por el pie de soldado alguno, prohíbe que sus gentes admitan oro de los indígenas porque tal era un privilegio de la Corona. Procura imponer a esa horda indisciplinada el orden y la ley, pero los aventureros se ponen instintivamente al lado del hombre de la espada y se rebelan contra el hombre de la pluma. Balboa pronto es el dueño efectivo de la colonia. Enciso tiene que huir para salvar su vida, y cuando finalmente aparece Nicuesa, uno de los gobernadores de terra firma designados por el rey, para establecer el orden, Balboa ni siquiera le deja desembarcar, y el desdichado Nicuesa, echado del país que su rey le concedía, se ahoga durante el viaje de regreso.

Ahora Núñez de Balboa, el hombre del arca, es dueño de la colonia. Pero, a pesar de su éxito, no se siente cómodo, pues ha cometido franca rebelión contra el rey y no puede esperar perdón, tanto menos cuanto que el gobernador legítimo ha encontrado la muerte por culpa suya. Sabe que el fugitivo Enciso está en viaje a España para llevar su queja, y que más temprano o más tarde se juzgará al caudillo de la rebelión. Pero España está lejos, y Núñez de Balboa puede disponer de mucho tiempo antes que un barco cruce dos veces el océano. Tan prudente como atrevido, busca el recurso único para mantener el poder usurpado durante el máximo de tiempo posible. Sabe que en estos tiempos el éxito justifica todo crimen y que una entrega de mucho oro al tesoro de la Corona tiene poder para apaciguar y postergar cualquier procedimiento punitivo. Se trata, pues, de conseguir oro, ya que el oro equivale al poder. En compañía de Francisco Pizarro, oprime y despoja a los indígenas de las inmediaciones, y en medio de las carnicerías habituales obtiene un éxito decisivo. Uno de los caciques, de nombre Careta, a quien atacó a mansalva y atentando del modo más grosero contra las leyes de la hospitalidad, le propone, a pesar de saberse a un paso de la muerte, que en vez de enemistarse con los indios, concluya un tratado con ellos, y le ofrece, además, como prenda de fidelidad, a su propia hija. Núñez de Balboa reconoce inmediatamente la importancia de poder contar con un amigo poderoso v leal entre los aborígenes. Acepta la proposición de Careta, y, lo que es más sorprendente todavía, guarda a aquella muchacha india hasta la postrera hora la más tierna fidelidad. En compañía del cacique Careta, somete a todos los indios del contorno y adquiere entre ellos tal autoridad que finalmente, incluso el cacique más poderoso, Comagre le invitan sumisamente a visitarle.

Esta visita al poderoso caudillo tiene por consecuencia una decisión histórica en la vida de Vasco Núñez de Balboa, que hasta entonces no ha sido más que un desesperado y un audaz rebelde contra la Corona, destinado a terminar sus días bajo el hacha o en el cadalso de la justicia castellana. El cacique Comagre le recibió en una amplia casa de piedra, cuya riqueza sorprende gratamente a Vasco Núñez de Balboa, y sin que éste se lo solicite, le regala cuatro mil onzas de oro. Pero luego le toca el turno de sorprenderse al cacique, pues apenas los hijos del cielo, los poderosos y divinos extraños que recibiera con tan grande reverencia, han visto el oro, ya desaparece de ellos el último vestigio de dignidad. Como perros desatados, se echan unos sobre otros, desenvainan sus espadas, cierran sus puños, gritan, se maldicen y cada uno quiere atrapar su parte de oro. El cacique mira este tumulto con sorpresa y desprecio: es la suya la sorpresa de todos los hijos de la naturaleza, en todos los confines del mundo, frente a los hombres cultos que aprecian en más un puñado del amarillo metal que todas las conquistas técnicas y espirituales de su cultura.

Finalmente, el cacique les dirige la palabra, y con ávido estremecimiento se enteran las españoles de lo que les traduce el intérprete. Cuán extraño es, les dice Comagre, que os disgustéis y peleéis por tal futesa, que expongáis vuestras vidas a las mayores incomodidades y peligros nada más que por tan ordinario metal. Allá, allende estas montañas elevadas, se tiende un mar enorme, y todos los ríos que afluyen a él, arrastran oro consigo. Vive allá un pueblo que se traslada en barcos de velas y remos como los vuestros, y sus reyes comen y beben en recipientes dorados. Allá podréis encontrar tanta cantidad de ese metal amarillo como deseéis. Es un camino peligroso, pues estoy seguro que los caciques os impedirán el paso. Pero se trata de un camino que puede cubrirse en unos pocos días.

Vasco Núñez de Balboa se siente hondamente conmovido. Por fin ha encontrado la huella del legendario país del oro, con el que sueña desde hace años y años. Sus predecesores lo han buscado por doquier, al Sur y al Norte, y ahora está a unos pocos días de viaje, si es cierto lo que acaba de contar este cacique. Al mismo tiempo tiene la seguridad también de la existencia de aquel otro océano que en vano trataron de alcanzar Colón, Cabot, Cortereal y todos los demás navegantes grandes y famosos: y con ello, finalmente, queda descubierta también la ruta alrededor de la tierra. El primero que descubra ese océano nuevo y de él se posesione a favor de su patria, sabe que su nombre ya no perecerá nunca más en este mundo.

Y Balboa reconoce la acción que ha de realizar para libertarse de toda culpa y para alcanzar la gloria imperecedera. Tiene que ser el primero en cruzar el istmo hasta el mar del Sur que conduce a la India, y tiene que conquistar el nuevo Ofir para la corona de España. Esta hora en la casa del cacique Comagre decide su sino. A partir de tal momento, la vida de dicho aventurero tiene un sentido elevado, eterno.

 

FUGA A LA INMORTALIDAD

No puede existir dicha más grande en el destino de un hombre que descubrir su misión vital en la mitad de la vida, en los años productivos de la virilidad. Núñez de Balboa sabe que están en juego la mísera muerte en el cadalso o la inmortalidad. Primero debe conquistar la paz con la Corona, legitimar y legalizar a posteriori su maldad, la usurpación del poder. Por eso, el rebelde de ayer, convertido en súbdito sumiso, envía al real gobernador de la Española, Pasamonte, no solamente la quinta parte del áureo obsequio de Comagre que determina la ley, sino que, más ducho en las prácticas del mundo que el seco legalista Enciso, agrega al envío oficial un abundante regalo particular para el tesorero, solicitándole que le confirme en su cargo de Capitán General de la colonia. Es verdad que Pasamonte no tiene los poderes correspondientes, pero a cambio del envío de oro, remite a Núñez de Balboa un documento provisional y que, en verdad, no tiene valor alguno. Al mismo tiempo Balboa, preocupado por asegurar su posición, envía a dos de sus hombres de mayor confianza a España para que hablen en la Corte de sus sacrificios por la Corona, llevando al mismo tiempo el importante mensaje que acaba de obtener de labios del cacique. Vasco Núñez de Balboa hace avisar a las autoridades de Sevilla que sólo se necesita un contingente de mil hombres, con el que se obliga a hacer, en bien de Castilla, más que cualquier otro español antes de él. Se compromete a cubrir el mar nuevo y a conquistar la tierra de oro finalmente descubierta, la tierra que Colón había prometido en vano y que él, Balboa, iba a conquistar.

Todo parece favorecer ahora al hombre perdido, al rebelde desesperado. Pero la siguiente embarcación que llega de España es portadora de malas nuevas. Uno de sus compinches de rebelión que enviara para desvirtuar las acusaciones de Enciso ante la Corte, informa que su asunto ha tomado un cariz peligroso. El bachiller defraudado ha encontrado eco ante la justicia española, que condena a Balboa por haberle quitado sus bienes y usurpado el poder, obligándole a pagarle la correspondiente indemnización. No había llegado todavía su mensaje que informaba sobre la proximidad del mar del Sur y que hubiera podido salvarlo. De todos modos llegaría con el siguiente barco un funcionario judicial para pedir cuentas a Balboa por su rebelión, para condenarlo o llevarlo encadenado a España.

Vasco Núñez de Balboa comprende que es hombre perdido. Su condena ha sido pronunciada antes que España se enterase ele sus novedades respecto al nuevo mar y a la costa dorada. Desde luego, serán utilizadas mientras su cabeza ruede por la arena, y será otro cualquiera quien realizará la acción con que él soñara. El mismo ya nada tiene que esperar de España. Es sabido que él empujó a la muerte al legítimo gobernador del rey y que él echó con su propia mano al alcalde. Tendrá, pues, que considerar como benigno un juicio que sólo le imponga la pena de reclusión y no lo condene a pagar su osadía en el cadalso. No puede contar con poderosos amigos, ya que él mismo no tiene poder, v su mejor abobado, el oro, tiene una voz demasiado débil todavía para asegurarle el perdón. Hay una sola salvación del castigo por su audacia: una audacia mayor todavía. Si descubre el otro océano y el nuevo Ofir antes de que llegue el delegado judicial y le prendan y encadenen sus alguaciles, aun puede salvarse. En este fin del mundo habitado le queda una sola forma de fuga: la fuga a la acción grandiosa, la fuga a la inmortalidad.

Núñez de Balboa resuelve entonces no esperar los mil hombres que solicitara a España para descubrir el océano desconocido, ni la llegada de la autoridad judicial. Prefiere acometer su enorme empresa acompañado por unos pocos hombres decididos como él. Prefiere morir gloriosamente durante una de las aventuras más atrevidas de todos los tiempos que cubierto de vergüenza y siendo arrastrado al cadalso con las manos atadas. Núñez de Balboa llama la colonia a reunión, explica, sin callarse las dificultades, su propósito de cruzar el estrecho, y pregunta quién quiere seguirlo. Su valor anima a los demás. Ciento noventa soldados, casi toda la guarnición de la colonia, se declaran dispuestos a acompañarle. No es menester procurar muchos armamentos, ya que esa gente vive de todos modos en una guerra constante.

El 1° de septiembre de 1513, Núñez de Balboa, héroe y bandido, aventurero y rebelde, inicia su marcha hacia la inmortalidad para escapar a la horca o a la cárcel.

 

MOMENTO IMPERECEDERO

La marcha a través del istmo de Panamá comienza en la provincia de Coiba, el reducido territorio del cacique Careta, cuya hija es la compañera de vida de Balboa. Este, según más tarde se sabrá, no ha elegido la parte más estrecha, y esta ignorancia prolongó la peligrosa excursión por unos días. Para él se trataba, en primer término, de procurarse, en tan audaz avance hacía lo ignoto, una seguridad para la retaguardia o un eventual regreso, garantizada por una tribu india amiga. La expedición se traslada en diez canoas de Darién a Coiba; ciento noventa sabuesos armados con lanzas, espadas, arcabuces y ballestas. El cacique aliado los hace acompañar por sus indios que desempeñan el papel de animales de carga y baquianos. El 6 de septiembre comienza aquella gloriosa marcha a través del istmo que pone a prueba la fuerza de voluntad aun de los aventureros más atrevidos y probados. Los españoles tienen que atravesar las hondonadas bajo el fuego aplastante del ecuador y vencer el halo cenagoso y preñado de la fiebre que siglos después, en oportunidad de la construcción del Canal de Panamá, habrá de costar la vida a miles de hombres. Desde la primera hora, hay, que abrir camino en la jungla venenosa y virgen, con el hacha y la espada. Las primeras tropas abren a las siguientes un estrecho paso por la espesa selva, como por una mina verde de inmensas dimensiones, y luego la atraviesa en infinita fila india, hombre tras hombre, el ejército de los conquistadores, siempre con el arma en la mano y alerta, día y noche, para rechazar un posible ataque sorpresivo de los indígenas. El calor se torna asfixiante en la pesada y húmeda sombra de los árboles gigantescos caldeados por un sol sin piedad. La tropa adelanta milla tras milla, arrastrándose, cubierta de sudor, bajo sus pesadas armaduras y con los labios resecos. Luego se desencadenan repentinamente aguaceros como huracanes, y los riachuelos más insignificantes se convierten, en un abrir y cerrar de ojos, en poderosos ríos que deben ser atravesados a pie, o en el mejor de los casos, sobre inseguros puentes de corteza de árbol rápidamente improvisados por los indios. Los españoles no disponen de más provisiones que de un puñado de maíz. Miles de millones de insectos martirizan a esos hombres que, cansados, hambrientos y sedientos, van avanzando con los pies heridos y la vestimenta deshecha por las zarzas. Sus ojos están afiebrados, sus mejillas hinchadas por las picaduras de los mosquitos eternamente susurrantes. Ya casi están agotados, después de pasar días sin descanso y noches sin sueño. Al cabo de la primera semana de marcha, una gran parte de los expedicionarios no resiste los esfuerzos, y Núñez de Balboa, sabedor de que los verdaderos peligros están por vencerse todavía, da orden de dejar atrás a los enfermos y a los vencidos por la fatiga. Quiere desafiar la aventura decisiva acompañado únicamente de los hombres más selectos de su tropa.

Por fin, el terreno empieza a ascender. La selva es ahora menos densa, ya que sólo en las hondonadas cenagosas es capaz de desplegar toda su frondosidad tropical. Pero ahora, cuando la sombra ya no protege a los caminantes, el sol ecuatoriano arde despiadadamente sobre las pesadas armaduras. Los hombres, agobiados, sólo consiguen salvar por breves etapas, muy lentamente, las diferencias de altura de aquellas sierras que cual pétrea espina dorsal dividen el estrecho entre ambos océanos. La mirada se amplía paulatinamente, y de noche se refresca el aire. Después de dieciocho días de esfuerzos heroicos, parecen vencidas las mayores dificultades. Ya se eleva frente a ellos la cresta de la montaña desde cuya cuna, al decir del guía indio, han de distinguirse los dos océanos, el Atlántico y el aun desconocido Pacífico.

Pero justamente cuando parece vencida del todo la resistencia tenaz y socarrona de la naturaleza, se opone un nuevo enemigo, el cacique de aquella provincia, que con centenares de guerreros trata de cortar el paso a los intrusos. Núñez de Balboa tiene mucha experiencia ya en la lucha contra los indios. Basta disparar una salva de arcabuces, y una vez más prueba el relámpago y el trueno artificiales sus tantas veces confirmada fuerza milagrosa sobre los aborígenes. Estos huyen espantados y dan grandes voces, seguidos por los españoles ,y sus perros. Pero en vez de alegrarse de su fácil victoria, Balboa la deshonra, como todos los conquistadores españoles, con su crueldad despiadada, pues manda destrozar, deshacer y despedazar una cantidad de prisioneros, atados e indefensos, por la horda de hambrientos sabuesos. Una matanza repugnante deshonra la víspera del día inmortal de Núñez de Balboa.

No tiene igual, ni explicación, la mezcla en el carácter y modo de ser de estos conquistadores españoles. Beatos y creyentes como los mejores cristianos, invocan a Dios con todo el fervor de su alma, y al mismo tiempo cometen, en su nombre, las canalladas más inhumanas de la historia. Capaces de realizar las heroicidades más gloriosas y magníficas, las más grandes hazañas del renunciamiento y del apasionamiento, se combaten y engañan mutuamente del modo más desvergonzado y, sin embargo, conservar, en medio de la perfidia, un sentimiento notable del honor y un maravilloso sentido, realmente admirable, de la grandeza de su misión. El mismo Núñez de Balboa, que en la víspera entregó a sus perros unos prisioneros inocentes e indefensos y que, acaso, acariciara todavía a los animales cuyos belfos chorrean aún cálida sangre humana, tiene exacta conciencia de la importancia de su acción para la historia de la humanidad, y realiza en el momento decisivo uno de aquellos gestos grandiosos que permanecen inolvidables a través de los tiempos. Sabe que ese 25 de septiembre será un día de significado histórico, y, con el maravilloso sentimiento español, demuestra ese aventurero duro y desconsiderado haber comprendido cabalmente el sentido de su misión imperecedera.

Instantes después de aquella carnicería, uno de los aborígenes le señala una cima cercana y le advierte que desde la misma puede distinguirse el desconocido mar del Sur. Balboa toma inmediatamente sus medidas. Ordena que los heridos y extenuados permanezcan en la aldea saqueada y que los hombres capaces de seguir la marcha -son en total sesenta y siete de los ciento noventa que en Darién la iniciaron- asciendan a aquella montaña. Cerca de las diez de la mañana se encuentran a poca distancia de la cumbre. Falta escalar nada más que una cima pelada para que la mirada se amplíe hasta lo infinito.

En este instante Balboa ordena a su gente hacer un alto. Desea proseguir solo, pues no quiere compartir con nadie la primera visión del océano desconocido. Quiere ser, por la eternidad, el único y primer español, el primer europeo y cristiano que, después de haber atravesado el inmenso océano Atlántico, divise también el otro océano ignorado todavía, el Pacífico. Paso a paso, con el corazón agitado y profundamente convencido de la significación del instante, asciende, con la bandera en la izquierda y la espada en la diestra, solitaria silueta en los impresionantes contornos. Prosigue su camino sin prisa, pues ya está realizada la acción principal. Faltan unos pocos pasos, cada vez menos, y va alcanza la cima y se le ofrece un panorama formidable. Detrás de las montañas decrecientes, de las sierras montañosas y verdes, se tiende un inmenso espejo de metálico relumbre, el mar desconocido y nuevo, el que hasta ahora los navegantes sólo soñaron pero nunca nadie vio, el legendario mar vanamente buscado desde hace años y más años por Colón y sus sucesores, el mar cuyas aguas alcanzan las costas de América, la India y la China. Vasco Núñez de Balboa mira y mira, bebiendo con orgullo ,v avidez la conciencia de que su ojo es el primero de un europeo en que se refleja el azul infinito de ese océano.

Vasco Núñez de Balboa contempla largo tiempo y extáticamente la lontananza. Luego llama a los camaradas para compartir con ellos su alegría y orgullo. Inquietos, agitados, respirando con dificultad y gritando, suben, trepan, corren a la cima, miran y señalan la letanía, asombrados y entusiastas. De pronto, el Padre Andrés de Vara, quien acompaña la expedición, entona el Te Deum laudamus, y de inmediato se apagan las voces y los gritos; las voces duras y ásperas de los soldados aventureros y bandidos se unen en un coral piadoso.

Los indios los miran mudos cuando, a una señal del sacerdote, derriban un árbol para levantar una cruz, en cuya madera graban las iniciales del rey de España. Y cuando luego levantan esa cruz, es como si sus brazos de madera quisieran abarcar a los dos océanos, al Atlántico y al Pacífico, en sus lejanías invisibles.

Núñez de Balboa se adelanta en medio de ese silencio temeroso, y arenga a sus soldados.

Les dice que han hecho bien en agradecer a Dios por haberlos distinguido con este honor y merced y en rogarle que continúe ayudándoles para conquistar ese mar y todos esos países. Si estaban dispuestos a seguirle fielmente como hasta ahora, regresarían de esta nueva India convertidos en los españoles más ricos. Inclina la bandera solemnemente hacia los cuatro vientos para tomar posesión de todas las lontananzas para España. Luego llama al escribiente Andrés de Valderrabano para que redacte un acta que registre este momento solemne por los tiempos de los tiempos. Andrés de Valderrabano desenrolla un pergamino que, junto con un tintero y una pluma,, llevó en un arca cerrada a través de la selva virgen, invita a todos los nobles, los caballeros e hidalgos y hombres de bien "que hayan presenciado el descubrimiento del mar del Sur por el muy grande y muy digno señor y capitán Vasco Núñez de Balboa, gobernador de Su Majestad" a que confirmen "que fue ese señor Vasco Núñez de Balboa el primero que haya visto ese mar y señalándolo a los infrascriptos".

Luego, los sesenta y siete hombres descienden de la cima, y desde este 25 de septiembre de 1513 la humanidad tiene conocimiento de ese último océano, desconocido hasta entonces.

 

ORO Y PERLAS

Ahora se ha logrado la seguridad. Se ha visto el nuevo mar. Se trata de llegar hasta su costa, de sentir sus aguas; de tocarlas, gustarlas y recoger el botín de sus playas. El descenso dura dos días, y Núñez de Balboa divide a su tropa en distintos grupos para establecer el camino más rápido de la montaña al mar. El tercero de estos grupos, capitaneado por Alonso Martín, llega primero a la playa, y aun los más simples de los soldados de esas tropas aventureras están tan embebidos de la soberbia del triunfo y de la sed de inmortalidad, que el simple Alonso Martín ya se hace confirmar por un escribiente que él fue el primero en poner su pie y mojar su mano en esas aguas innombradas todavía. Sólo después de haber agregado' a su pequeño yo una partícula de inmortalidad, informa a Balboa de su llegada al mar y sobre el hecho de haber tocado las aguas con su propia mano. De inmediato, Balboa prepara un nuevo gesto patético. Al día siguiente, el día de San Miguel, se presenta acompañado por sólo veintidós hombres en la playa, para tomar posesión del nuevo océano en una ceremonia solemne, ataviado y armado como el mismo San Miguel.

No penetra de inmediato en el mar, sino que espera, orgulloso, como su dueño y señor, descansando bajo un árbol, que la pleamar le arroje una ola y que las aguas laman sus pies, como un perro obediente. Sólo entonces se levanta, tira el escudo, que brilla al sol como un espejo; toma con una mano la espada y con la otra la bandera de Castilla con la imagen de la Virgen, y se adelanta así hacia las aguas. Y sólo cuando las olas circundan sus caderas y su cuerpo está completamente rodeado por esas aguas inmensas y extrañas, Núñez de Balboa, hasta entonces rebelde y desesperado, pero ahora fidelísimo servidor de su rey y triunfador, agita la bandera hacia todos los vientos v exclama con voz estentórea: "Vivan los insignes y poderosos monarcas Fernando y Juana de Castilla, León y Aragón, en cuyo nombre tomo posesión real v corporal y duradera de todas estas aguas y tierras y costas y puertos e islas, a favor de la corona real de Castilla, y juro que si cualquier príncipe u otro capitán, cristiano o pagano, de cualquier religión o clase, quisiera establecer un derecho cualquiera sobre estos países y mares, yo los defendería en el nombre de los reyes de Castilla, sus dueños desde ahora y para siempre jamás, mientras dure el mundo y hasta el día del juicio Final".

Todos los españoles repiten este juramento, y sus palabras superan por un instante el hervor ruidoso del mar. Cada uno moja sus labios con el agua del océano, y nuevamente el escribiente Andrés de Valderrabano redacta un documento y confirma la toma de posesión, terminando el acta con estas palabras: "Estos veintidós hombres, así como el escribiente Andrés de Valderrabano, fueron los primeros cristianos que pusieron su pie en el mar del Sur, y todos probaron con sus manos sus aguas y mojaron con ellas su boca para comprobar si es agua salada como la del otro océano. Y cuando comprobaron que así era, dieron gracias a Dios".

La gran hazaña ha quedado cumplida, y ahora se trata de sacar provecho práctico de esa empresa heroica. Los españoles obtienen de algunos indígenas pequeñas cantidades de oro, robándolas a cambio de otros objetos. Pero en medio de su triunfo les espera una nueva sorpresa, pues los indios les traen preciosas perlas que abundan en las cercanas islas y las regalan a manos llenas. Hay entre ellas una, llamada "la pelegrina", a la que cantaron Cervantes y Lope de Vega, porque adornó la corona real de España e Inglaterra como una de las perlas más hermosas. Los españoles llenan todos sus bolsillos con esas preciosidades, que aquí no tienen mucho más valor que las conchas y la arena, y cuando luego se informan ansiosos sobre lo que consideran lo más importante en el mundo, el oro, uno de los caciques señala el Sur, donde la silueta de las montañas se esfuma en el horizonte. Les explica que allá hay un país de tesoros inconmensurables, cuyos amos comen en platos de oro y donde grandes animales cuadrúpedos -el cacique se refiere a las llamas- acarrean las cargas más preciosas a la tesorería del rey. Pronuncia también el nombre de ese país que está más al Sur v detrás de aquellas montañas. Su nombre suena como "Birú", melódica y extrañamente.

Vasco Núñez de Balboa sigue con atención la dirección que señala la mano levantada del cacique. La muelle y seductora palabra Birú ha quedado inscrita de inmediato en su alma. Su corazón golpea inquieto. Por segunda vez en su vida, recibe inesperadamente un gran mensaje y al mismo tiempo una promesa. El primero de esos mensajes, el de Comagre acerca de la proximidad del mar, ya se ha cumplido. Encontró la playa de las perlas y el mar del Sur. Quizás logrará también el descubrimiento y la conquista del imperio de los incas, del país dorado de esta tierra.

 

POCAS VECES LOS DIOSES...

Núñez de Balboa sigue mirando hacia la lejanía. La palabra "Birú", Perú, parece retumbar en su alma como una áurea campana. Pero -doloroso renunciamiento- esta vez no puede requerir informes más precisos. No es posible conquistar un imperio con dos o tres docenas de hombres rendidos por la fatiga. Es, pues, cuestión de volver primero a Darién para retomar más tarde el ahora ya conocido camino hacia el nuevo Ofir, con nuevas fuerzas. Pero ese regreso no resulta menos dificultoso. Los españoles tienen que abrirse nuevamente camino a través de la selva, y otra vez tienen que resistir los ataques de los aborígenes. Mas esta vez no es una tropa guerrera, sino un grupito de hombres atacados por la fiebre, que se arrastra con el último resto de sus fuerzas. Balboa mismo está a un paso de la muerte, y los indios tienen que transportarle en unas angarillas cuando al cabo de cuatro meses, el 19 de enero de 1514, llega de regreso a Darién. Pero ha quedado realizada una de las más grandes hazañas de la historia. Balboa ha cumplido su palabra, y cada uno de sus acompañantes, todos los que se atrevieron a adelantarse con él hacia lo ignoto, se ha convertido en un. hombre rico. Sus soldados traen de la costa del mar del Sur tesoros como no los obtuvieron Colón ni los demás conquistadores, y todos los colonos reciben su parte. Se pone una quinta parte del botín a disposición de la Corona, y nadie protesta porque Balboa destina, al ejecutar el reparto, quinientos pesos de oro a su perro Leoncico, como si fuera otro de los integrantes de la expedición y en agradecimiento, acaso, de la valentía con que destrozó a los pobres indios indefensos. Después del triunfo no quedó en la colonia ni un solo hombre que disputase a Balboa su autoridad coma Gobernador. Se festeja al rebelde y aventurero como a un dios, y orgullosamente puede informar a España que, después de Colón, realizó la mayor hazaña a favor de la corona de Castilla. El sol de su fortuna atravesó, en un ascenso vertiginoso, todas las nubes que hasta entonces flotaban sobre su existencia. Ahora se halla en el cenit.

Pero la dicha de Balboa es de corta duración. Pocos meses después, la población de Darién se agolpa curiosa en la playa. Es un día radiante del mes de junio. En el horizonte brilla una vela, y este solo hecho es va un milagro en tan apartado rincón del mundo. Pero he aquí que ahora aparecen una segunda, una tercera, una cuarta, una quinta vela, y ahora ya son diez, no, veinte, toda una flota que enfila al puerto. Y pronto todos saben que este milagro es debido a la carta de Núñez de Balboa -no la noticia de su triunfo, que aun no llegó a España, sino su mensaje anterior- en que informó sobre las palabras del cacique que le habló de la proximidad del mar del Sur y, de El dorado, la carta en que pidió un ejército de mil hombres para conquistar aquel país. La corona española no tardó en preparar una expedición, una flota impresionante, para esa conquista. Pero en Barcelona y Sevilla no se pensó ni por un instante confiar una empresa tan importante a un hombre desacreditado y de tan mala fa-ma como el aventurero y rebelde Vasco Núñez de Balboa. ? a expedición es conducida por su propio gobernador, un hombre rico, noble, distinguido, de sesenta años, don Pedro Arias Dávila, comúnmente llamado Pedrarias, quien como gobernador del rey tiene la misión de imponer el orden en la colonia, hacer justicia y castigar todos los crímenes cometidos hasta entonces, y descubrir ese mar del Sur y aquel país del oro.

Pedrarias se encuentra ahora en una situación molesta. Por una parte, tiene orden de pedir cuentas al rebelde Núñez de Balboa, que había expulsado al anterior gobernador, y en el caso de comprobarse su culpa, debía encadenarle o ajusticiarle. Por otra parte, trae la misión de descubrir el mar del Sur. Pero antes que su bote llegue a tierra se entera de que ese mismo Vasco Núñez de Balboa, a quien debe juzgar, realizó ya la magnífica hazaña por cuenta propia, y que ese rebelde ya celebró el triunfo que le estaba destinado a él mismo, y que ya rindió a la corona española el mayor servicio, desde el descubrimiento de América. Desde luego, no puede llevar a tal hombre, como a un criminal cualquiera, hasta el cadalso, sino que debe saludarle atentamente, felicitarle de todo corazón. Pero a partir de ese instante Balboa es hombre perdido. Pedrarias jamás perdonará a su rival el haber realizado la proeza que él debía llevar a cabo y que le habría asegurado la gloria por los siglos de los siglos. Para no indisponer a los colonos antes de tiempo, tiene que disimular, al principio, su odio. Se aplaza la investigación judicial e incluso se conviene una paz fingida, pues Pedrarias compromete su hija, que ha quedado en España, en matrimonio con Núñez de Balboa. Pero su odio y su envidia frente a Balboa no disminuyen en absoluto, sino que aumentan todavía cuando llega de España, donde se han recibido noticias de la hazaña ele Balboa, un decreto por el que se concede al antiguo rebelde el título que usurpara, se le nombra adelantado y se ordena, al mismo tiempo, que Pedrarias le consulte en todas las cuestiones importantes. Ese país es demasiado pequeño para dos gobernadores. Uno de ellos tendrá que desaparecer, que sucumbir. Núñez de Balboa siente la espada sobre su cabeza, ya que el poder militar y la justicia están reunidos en las manos de Pedrarias. Trata, por lo mismo, de huir por segunda vez, esperando poder repetir la fuga a la inmortalidad que una vez ya le diera tan espléndido resultado. Solicita Ce Pedrarias el permiso de preparar una expedición para explorar la costa del mar del Sur y conquistarla en una mayor extensión. El secreto propósito del viejo rebelde consiste en independizarse, en la costa opuesta, de todo control, construir allá una flota propia, convertirse en dueño y señor de la provincia y conquistar, desde ella, el legendario país de Birú, el Ofir del Nuevo Mundo. Pedrarias acepta, socarronamente, y concede el permiso solicitado. Si Balboa perece en el curso de esa empresa, tanto mejor; si triunfa, quedará siempre tiempo para deshacerse de ese hombre excesivamente ambicioso.

Balboa inicia, pues, su segunda fuga a la inmortalidad. Esta nueva empresa es, acaso, más grandiosa todavía que la primera, aunque la historia no le concede la misma gloria, ya que siempre alaba únicamente a los triunfadores. Esta vez Balboa cruza el istmo no sólo con sus tropas, sino también con miles de indígenas que transportan sobre las montañas las maderas, los cables, las áncoras y los malacates para cuatro bergantines. Se dispone de una flota en el Pacífico, puede apoderarse de todas las costas, de las islas de las perlas y del legendario Perú.

Pero esta vez el destino le es adverso y el atrevido tropieza con interminables obstáculos.

Durante la marcha a través de la selva húmeda, unos gusanos carcomen los tablones, que llegan a su destino putrefactos e inservibles. Balboa no pierde los ánimos y manda derribar, en el golfo de Panamá, otros árboles para cortar nuevos tablones. Su energía realiza verdaderos milagros. Ya todo parece haberse conseguido, ya están terminados los primeros bergantines en aguas del Pacífico, cuando inesperadamente un tornado aumenta gigantescamente el caudal del río en que se hallan los barcos. Las aguas arrastran las embarcaciones, que se estrellan entre las olas furiosas del mar. Hay que iniciar la tarea por tercera vez, y ahora se consigue, por fin, terminar dos bergantines. Ya no necesita sino dos o a lo sumo tres embarcaciones más para iniciar la conquista del país con que sueña día y noche desde que aquel cacique alargara la mano hacia el Sur y Balboa oyera por primera vez el nombre de Birú. Basta hacer venir unos pocos oficiales valientes y solicitar el envío de alguna tropa de reserva, y ¡ya puede fundar su imperio! Algunos meses más y un poco de suerte que hubiese acompañado a la audacia interior, y la historia del mundo no llamaría a Pizarro, sino a Vasco Núñez de Balboa, vencedor de los Incas y conquistador del Perú.

Pero el destino no se nuestra demasiado generoso ni siquiera con sus hijos predilectos.

Pocas veces los dioses conceden a los mortales irás de una sola proeza inmortal.

 

LA CAÍDA

Núñez de Balboa ha preparado su magna empresa con férrea energía. Pero es precisamente el éxito, audaz el que lo pone en peligro, pues, desconfiado e inquieto, observa Pedrarias las actividades y propósitos de su subordinado. Es posible que un traidor le haya informado sobre los sueños ambiciosos de poder de Balboa, pero también es posible que sean los celos y la envidia los que le hagan temer un segundo éxito del viejo rebelde. De todos modos, envía de pronto una carta cordialísima a Balboa, invitándole a que se encuentre con él en Acla, una ciudad de Darién, donde quería conferenciar con él sobre cuestiones sumamente importantes, antes de iniciar definitivamente su expedición de conquista. Balboa espera recibir de Pedrarias nuevos socorros y tropas, acepta la invitación y regresa de inmediato. A las puertas de la ciudad, un pequeño grupo de soldados se adelanta, aparentemente para saludarle.

Balboa corre a su encuentro para abrazar a su capitán, un viejo camarada que le acompañó en el descubrimiento del mar del Sur, el amigo de confianza: Francisco Pizarro.

Pero Francisco Pizarro pone pesadamente su mano sobre el hombro de Balboa y le declara preso. Pizarro también ambiciona la inmortalidad, él también desea conquistar el país del oro y, acaso, no le es muy desagradable tener que eliminar a un superior tan audaz. El gobernador Pedrarias inicia un proceso, acusando a Balboa de rebeldía; se hace justicia tan rápida como injustamente, y ya a los pocos días Balboa marcha hacia el cadalso, acompañado por el más fiel de sus compañeros. Brilla la espada del verdugo y en un segundo se apaga para siempre, en la cabeza que rueda por el suelo, la luz del primer ojo humano que simultáneamente vio los dos océanos que abrazan a nuestra Tierra.

FIN

 


 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD 

 

EL GENIO DE UNA NOCHE

STEFAN ZWEIG

 

ROUGET / LA MARSELLESA

 

1792. Hace dos, no, tres meses ya que la Asamblea Nacional francesa no llega a decidirse ni por la guerra contra la coalición de los emperadores y reyes, ni por la paz.

Luis XVI también está indeciso; presiente el peligro de una victoria de los revolucionarios, pero también incluye el riesgo de su derrota. Por otra parte, no existe seguridad alguna respecto a los partidos. Los girondinos impelen hacia la guerra, para conservar el poder; Robespierre y los jacobinos luchan por la paz, para adueñarse en tanto del gobierno. La situación se torna más tensa de día en día. Los periódicos vociferan, los clubes discuten, los rumores vibran más y más patéticos y azuzan a la opinión pública. Como toda decisión, se percibe como una especie de liberación el hecho de que el 20 de abril el rey de Francia declare finalmente la guerra al emperador de Austria y al rey de Prusia.

Durante estas largas semanas la tensión ha pesado gravemente sobre París y ha trastornado las almas. Pero la excitación fue más pesada y amenazante todavía en las ciudades fronterizas. Las tropas ya se hallan reunidas en todos los campamentos; en cada pueblo, en cada ciudad, armase a los voluntarios y a los miembros de la guardia nacional; en todas partes repáranse las fortificaciones, y en Alsacia, sobre todo, sábese que ésta será la tierra en que, como siempre en las luchas entre Francia y Alemania, se producirá la primera decisión. El enemigo se halla a orillas del Rín, y desde Alsacia no se lo ve, como desde París, cual un concepto patético, retórico, vago, sino como una realidad visible, patente. Pues desde la fortificada cabecera del puente, desde la torre de la catedral, pueden distinguirse a simple vista los regimientos prusianos que se avecinan. De noche, el viento lleva el rodar de los cañones enemigos, el ruido de las armas, los toques de corneta sobre el río, que brilla desaprensivo a la luz de la luna. Y todos saben que sólo hace falta una palabra, un decreto, para que los silenciosos cañones de los prusianos escupan truenos y centellas y para que se reanude la milenaria lucha entre Alemania y Francia -esta vez en el nombre de la nueva libertad, de un lado, y en el nombre del viejo orden, del otro.

Es un día incomparable, pues, aquel 25 de abril de 1792, en cuyo transcurso los correos traen de París a Estrasburgo la noticia de que se ha declarado la guerra.

Inmediatamente acude el pueblo de todas las callejuelas y casas a la plaza; dispuesta para la guerra, se presenta la guarnición entera, regimiento tras regimiento, para el último desfile. En la plaza mayor los espera el alcalde Dietrich, ostentando la banda tricolor y saludando con el sombrero a los soldados. Toques de trompetas y el redoblar de tambores incitan al silencio. Dietrich lee en alta voz aquí y en todas las demás plazas de la ciudad, en francés y en alemán, el texto de la declaración de guerra. A continuación de sus últimas palabras, la banda del regimiento entona la primera, la provisional canción de guerra de la revolución, el "Ça ira". Es, en verdad, un bailable burlón, despreocupado, vivaz, al que los regimientos, puestos en pie de guerra, prestan un ritmo marcial. Luego la multitud se desparrama y lleva el entusiasmo encendido a todas las calles y casas; en los cafés y clubes óyense arengas patéticas y distribúyense proclamas. "Aux armes, citoyens! L'étendard de la guerre est déployé! Le signal est donné"; con éstas y parecidas exclamaciones comienzan los discursos, y en todas partes, en todos los manifiestos, en todos los diarios, en todos los "affiches", en todos los labios repítense los gritos rítmicos: "Aux armes, citoyens! Qu'ils tremblent done, ces despotes couronnés! Marchons, enfants de la liberté!" y cada vez la masa aplaude jubilosamente esas palabras encendidas.

La multitud siempre prorrumpe en júbilo, en las calles y plazas, cuando se declara una guerra; pero en esos momentos de frenesí callejero levántanse siempre, también, otras voces, más apagadas, recónditas; el miedo y la preocupación también despiertan cuando se declara una guerra, pero susurran secretamente en las habitaciones o callan con pálidos labios. Siempre y en todas partes hay madres que se. dicen: ¿No matarán los soldados extranjeros a mis hijos?, y en todos los países tiemblan los campesinos por sus bienes, sus prados, sus chozas, su ganado y su cosecha. ¿Las hordas brutas no pisotearán sus sembrados, no saquearán sus casas, no abonarán con sangre los campos labrados? Pero el burgomaestre de Estrasburgo, el barón Federico Dietrich, en verdad un aristócrata, pero como todos los buenos aristócratas de su tiempo, entregado con toda el alma a la causa de la nueva libertad, sólo quiere hacer oír las palabras fuertes y resonantes de la confianza. Convierte a propósito el día de la declaración de guerra en una fiesta pública. Llevando la banda cruzada sobre el pecho, corre de una asamblea a la otra, para alentar a la población. Manda distribuir vino y alimentos a los soldados que inician la marcha, y al anochecer reúne en su amplia casa de la Plaza de Broglie a los generales, oficiales y funcionarios de mayor categoría, los agasaja con una fiesta de despedida, a la que el entusiasmo presta de antemano el carácter de una celebración de la victoria. Los generales, seguros de su triunfo, como todos los generales, ejercen la presidencia de la reunión; los oficiales jóvenes que en la guerra ven cumplida la misión de su vida, pueden hablar libremente. Los unos entusiasman a los otros. Se desenvainan espadas, unos abrazan a los otros, chocan sus copas y, animados por el buen vino, pronuncian arengas cada vez más apasionadas. Y vuelven en todos esos discursos una vez más las palabras estimulantes de los diarios y proclamas. "¡A las armas, ciudadanos! ¡Marchemos, salvemos la patria! Pronto temblarán los déspotas coronados. Ahora que se ha desplegado la bandera de la victoria, ha llegado el día para llevar el tricolor a través del mundo entero. Cada uno ha de dar de sí lo mejor que posee, por el rey, por la bandera, por la libertad!" Todo el pueblo, todo el país pretende convertirse en tales momentos en una sagrada unidad, por obra de la fe en la victoria y por el entusiasmo que despierta la causa de la libertad.

En medio de las arengas y discusiones, el burgomaestre Dietrich se dirige repentinamente a un joven capitán del cuerpo de fortificaciones, llamado Rouget.

Acaba de recordar que este oficial simpático, aunque no precisamente bonito, escribió medio año atrás un lindo himno para celebrar la proclamación de la constitución. El músico del regimiento, Pleyel, le había puesto en seguida la correspondiente música.

El sencillo trabajo había resultado muy cantable, la banda militar lo había ensayado inmediatamente y se le había cantado y tocado en una plaza pública. ¿No constituirán la declaración de guerra y la marcha de los soldados un motivo adecuado para poner en escena una fiesta parecida? El burgomaestre Dietrich pregunta entonces, como de paso, tal como se solicita de un buen amigo un pequeño favor, al capitán Rouget (quien se ha conferido a sí mismo, sin justificación alguna, una dignidad nobiliaria, llamándose Rouget de Lisle) si no querría aprovechar la oportunidad patriótica para componer una poesía destinada a las tropas que se dirigían al frente, una canción guerrera para el ejército del Rín que mañana deberá marchar contra el enemigo.

Rouget, un hombre modesto, insignificante, que jamás se había tenido por un gran poeta ni por un gran compositor -sus versos nunca fueron impresos, y sus óperas eran rechazadas-, sabe que los versos ocasionales acuden fácilmente a su pluma. Para complacer al magistrado y buen amigo, se declara dispuesto a satisfacer su deseo. Sí, lo probaría. "Bravo, Rouget", le saluda su general, levantando su copa, y le invita a que le envíe esos versos inmediatamente al frente, ya que el ejército del Rin necesitaba verdaderamente una marcha canción que diese alas a sus pies. En tanto, otro de los presentes comienza un discurso. Se vuelve a brindar, a hacer bulla y a beber. El entusiasmo general arroja una ola poderosa sobre el pequeño diálogo casual.

La fiesta se torna cada vez más bulliciosa y frenética, y ha pasado mucho tiempo desde medianoche, cuando los huéspedes del burgomaestre abandonan su casa.

 

***

Es de madrugada. Ya ha pasado el 25 de abril, el día de la declaración de la guerra, tan emocionante para Estrasburgo. En realidad comenzó el 26 de abril. La oscuridad de la noche envuelve las cosas, pero esas tinieblas son engañosas, pues la ciudad sigue afiebrada de excitación. En los cuarteles, los soldados preparan la marcha, y muchos prudentes se disponen, acaso detrás de postigos cerrados, en secreto, para la fuga.

Algunos pelotones aislados atraviesan las calles, se oye el galopar de los correos montados, luego el ruido de un pesado escuadrón de artillería, y a intervalos regulares resuena de puesto en puesto el monótono llamado de las guardias. El enemigo está demasiado cerca, el alma de la ciudad demasiado insegura y agitada como para que pudiera conciliar el sueño en momentos tan decisivos.

Rouget, que acaba de subir por la escalera de caracol hasta su modesta habitación de la Grande Rue 126, también se siente extrañamente conmovido. No olvida su promesa de tratar de componer cuanto antes una marcha-canción, una canción guerrera para el ejército del Rin. Camina inquieto de un lado para otro de su estrecho cuarto. ¿Cómo empezar? ¿Cómo empezar? Todavía se confunden, caóticamente, en su cabeza las palabras alentadoras de las proclamas, los bandos y los discursos. "Aux armes, citoyens! ... Marchons, enfants de la liberté!. .. Ecrasons la Tyrannie! ...

L'étendard de la guerre est déployé!..." Pero también recuerda otras exclamaciones que ha oído al pasar, voces de mujeres que tiemblan por sus hijos, preocupaciones de los campesinos de que pudieran ser pisoteados los campos de Francia y que las cohortes extranjeras pudieran abonarlos con sangre. Casi inconscientemente escribe las primeras líneas, que no son sino el eco, el retumbar, la repetición de aquellas exclamaciones:

"Allons, enfants de la patrie,

le jour de glorie est arrivé".

 

Luego se interrumpe y queda suspenso. ¡Eso suena! El principio está bien. Ahora falta encontrar el ritmo apropiado, la melodía para esas palabras. Baja su violín del armario y ensaya. Y ¡qué maravilla!; los primeros compases son de un ritmo perfectamente acorde con las palabras. Sigue escribiendo apresuradamente, llevado ya, arrastrado por la fuerza que se ha adueñado de él. Y de repente, todo confluye: los sentimientos que se descargan en esta hora, las palabras que acaba de escuchar en la calle y en el banquete, el odio contra los tiranos, el temor por la tierra patria, la confianza en el triunfo, el amor a la libertad. Rouget no necesita ideas ni inventar nada, sólo le hace falta poner en verso y adaptar al ritmo avasallador de su melodía las palabras que hoy, en ese solo día, han pasado de boca en boca, y ya habrá dicho, testimoniado, cantado, todo cuanto la nación sentía en lo más íntimo de su alma. Y no ha menester concebir una música, pues a través de los postigos cerrados llega el ritmo de la calle, de la hora, ese ritmo de la porfía y del reto, que se desprende del paso marcial de los soldados, la resonancia de los clarines y el rechinar de los cañones. Quizás no lo perciba él mismo, su propio oído despierto, pero sí lo ha percibido el genio de la hora, que se ha instalado por una sola noche en su cuerpo perecedero. Y la melodía obedece cada vez mejor a ese compás martillante, jubiloso, que es el latido del corazón de un pueblo entero. Como siguiendo un dictado extraño, Rouget escribe las palabras y las notas cada vez más precipitadamente: ha hecho presa de él un huracán como nunca zarandeó su estrecha alma burguesa otro igual. Una exaltación, un entusiasmo, que no es propio de él sino que es un poder mágico concentrado en un único minuto explosivo, levanta al pobre aficionado a cien mil veces su propia dimensión y lo lanza hacia las estrellas, como un cohete: un minuto de luz y de llama brillante. Por una noche le es dado al teniente capitán Rouget de Lisle ser hermano de la inmortalidad: las exclamaciones del comienzo, tomadas prestadas de la calle y de las gentes, van formando la palabra creadora que se eleva hasta la estrofa, cuya forma poética es tan imperecedera como inmortal la melodía.

"Amour sacré de la patrie,

conduits, soutiens nos bras vengeurs;

liberté, liberté chérie,

combats avec les défenseurs".

 

Luego, todavía una quinta estrofa, la última, y, antes de despertar la aurora, queda concluida la eterna canción, producto de una excitación y de un solo ensayo, perfectamente adaptada la melodía a la palabra. Rouget apaga la luz y se tira sobre su cama. Algo desconocido, que él no se explica, lo ha elevado hacia una claridad de sus sentidos nunca experimentada, y algo le arroja ahora a una sorda extenuación.

Duerme un sueño abismal que es como una muerte. Y, realmente, ya ha muerto el creador, el poeta, el genio, en él. Pero encima de la mesa se halla la obra concluida, desligada del durmiente, sobre quien vino aquel milagro, realmente, en un éxtasis sagrado. No es probable que en la historia de todos los pueblos y de todos los tiempos, otra canción se haya hecho tan rápida y perfectamente palabra y música a la vez.

 

***

Las de siempre anuncian desde la catedral la De vez en cuando, el viento trae algún estampido del Rin. Han comenzado las primeras escaramuzas. Rouget despierta.

Trabajosamente sale, palpando, del precipicio de su sueño. Siente sordamente que ha sucedido algo, que ha sucedido con él algo de que sólo se acuerda vagamente. Un instante después, descubre sobre la mesa la hoja de papel recién escrita. ¿Versos? ¿Cuándo los escribí? ¿Música? ¿Con mi propia letra? ¿Cuándo compuse eso? ¡Ah, sí, la canción que anoche pidió el amigo Dietrich, la marcha-canción para el ejército del Rin! Rouget lee sus versos, canturrea a la vez la melodía, no se siente completamente seguro, como todo creador, ante la obra que acaba de producir. Pero al lado vive su compañero de regimiento, a quien va a mostrar y a cantar la composición. El amigo parece satisfecho y sólo propone algunas pequeñas modificaciones. Esta primera aprobación da a Rouget cierta confianza. Con toda la impaciencia de un autor, y orgulloso de su promesa tan rápidamente cumplida, corre a la casa del burgomaestre Dietrich, que da en su jardín el habitual paseo matutino y medita sobre un nuevo discurso. "¿Cómo Rouget? ¿Ya está listo? Pues, vamos en seguida a ensayar juntos".

Pasan del jardín al salón de la casa; Dietrich se sienta ante el piano y toca el acompañamiento: Rouget canta el texto. Atraída por la inesperada música matutina, la esposa del burgomaestre entra en la habitación y promete, en su condición de música experimentada, hacer copias de la nueva canción y escribir al mismo tiempo el acompañamiento para que esa misma noche, durante la reunión vespertina, se pueda brindarla, entre algunas otras, a los amigos de la casa. El burgomaestre Dietrich, orgulloso de su aceptable voz de tenor, se encarga entonces de estudiar la canción más a fondo, y el 26 de abril, en la tarde del mismo día en cuyas primeras horas la canción fuera escrita y puesta en música, se la canta por primera vez en el salón del burgomaestre, ante una concurrencia elegida al azar.

El auditorio ha aplaudido gentilmente y, por supuesto, no han faltado algunos atentos cumplidos para el autor, que estaba presente. Pero, desde luego, los huéspedes del hotel Broglie, de la plaza mayor de Estrasburgo, no tuvieron la más remota sospecha de que una melodía eterna había bajado sobre alas invisibles hasta su presencia terrenal. Rara vez los contemporáneos comprenden a primera vista la magnitud de un hombre o de una obra, y la poca conciencia que del memorable instante tuvo la esposa del alcalde queda evidenciada por la carta que escribió en seguida a su hermano, en la que vulgariza un milagro, presentándolo como un acontecimiento social. "Sabes que recibimos mucha gente en casa y que siempre hay qué inventar algo para variar un poco las distracciones. Entonces mi esposo tuvo la ocurrencia de mandar componer cualquier canción de actualidad. El capitán del cuerpo de ingenieros, Rouget de Lisle, un amable poeta y compositor, escribió en un instante la música de una canción guerrera. Mi marido, que tiene bonita voz de tenor, cantó en seguida esa melodía, que es muy atrayente y posee cierta originalidad. Es un Glück mejorado, más animado, más vivaz. Yo, por mi parte, apliqué mi talento en la orquestación, arreglo de la partitura para piano y otros instrumentos de modo que tengo mucho que hacer. Tocamos la pieza con gran contento de todos los invitados".

"Con gran contento de todos los invitados" -eso nos parece hoy sorprendentemente frío. Pero, son explicables la impresión nada más que amable, el aplauso nada más que tibio, pues en ese primer recital la Marsellesa no ha podido descubrirse verdaderamente en toda su fuerza. La Marsellesa no es una pieza de concierto para una confortable voz de tenor, ni destinada a ser cantada en un salón de satisfechos burgueses, entre romanzas y arias italianas, y por una sola voz. Un canto que arremete con los compases martillantes, elásticos, de "Aux armes, citoyens", se dirige a una masa, a una multitud, y su orquestación verdadera la constituyen el sonido de armas, el resonar de clarines y regimientos en marcha. No era ideado para oyentes indolentemente sentados y gozosos, sino para colaboradores, para compañeros de lucha. No ha sido compuesta para un tenor solo o una soprano aislada, sino para una masa de miles de gargantas, esa ejemplar marcha-canción, ese canto triunfal, de muerte, de patria; ese himno de todo un pueblo. Sólo el entusiasmo que le dio vida al principio prestará al canto de Rouget de Lisle el poder embriagador. Aun no electriza la canción, aun no alcanzan las palabras ni la melodía con mágica resonancia al alma de la nación, aún desconoce el ejército su marcha-canción, su canto triunfal; la revolución ignora todavía su eterna peana.

 

***

El mismo Rouget de Lisle, en quien se operó ese milagro, tampoco sospecha lo que ha creado en esa noche, sonámbulo y llevado por un genio infiel. Desde luego, el buen aficionado amable se alegra de corazón porque los huéspedes aplaudieron vivamente y le felicitaron con toda cortesía por su labor. Con la pequeña vanidad del hombre insignificante, trata de aprovechar en lo posible ese pequeño éxito en los reducidos círculos provinciales. Canta 11. nueva melodía ante los camaradas en los cafés, manda reproducirla y la envía a los generales del ejército del Rin. Entretanto, la banda municipal de Estrasburgo ha estudiado la "marcha guerrera para el ejército del Rin", por orden del burgomaestre y recomendación de las autoridades militares, y cuatro días más tarde, al partir las tropas de la ciudad, la banda de la guardia nacional de Estrasburgo la ejecuta en la plaza mayor. El editor estrasburguense se declara patrióticamente dispuesto a imprimir el "Chant de guerre pour l'armée du Rhin", que dedica respetuosamente, su subordinado militar, al general Luckner. Pero ninguno de los generales del ejército del Rin piensa hacer tocar o cantar realmente esa nueva melodía en los desfiles, y como todas las tentativas de Rouget hasta entonces, su "Allons enfants de la patrie" también parece reducirse a un éxito de salón, éxito de un día, un suceso local destinado, como tal, a caer en el olvido.

Pero la fuerza ingénita de una obra jamás puede a la larga quedar oculta o encerrada. Una obra de arte puede ser olvidada por una época, puede ser prohibida y proscrita, pero lo elemental siempre se impone triunfante sobre lo efímero. Durante uno y aun dos meses, no se oye nada más de la marcha guerrera para el ejército del Rin. Los ejemplares impresos y los copiados a mano permanecen olvidados o pasan de unos a otros, que los miran indiferentes. Pero siempre basta que una obra cautive verdaderamente a una sola persona, pues todo entusiasmo real se transforma en fuerza creadora. En el otro extremo de Francia, en Marsella, el Club de los Amigos de la Constitución ofrece un banquete a los voluntarios que van a la guerra. Quinientos jóvenes ardorosos, vistiendo el nuevo uniforme de la Guardia Nacional, están reunidos en torno a una larga mesa,` en su círculo se expande la misma emoción afiebrada que en aquel 25 de abril en Estrasburgo, pero acaso más ardiente, más apasionada todavía, debido al temperamento meridional de los marselleses, y ya no tan vanidosamente segura del triunfo como en aquella primera hora de la declaración de guerra. Pues las tropas revolucionarias francesas no marcharán tan directamente sobre el Rin ni serán recibidas en todas partes con los brazos abiertos, según habían fantaseado los generales. Al contrario, el enemigo ha penetrado profundamente en la tierra francesa, la libertad está amenazada, su causa se halla en grave peligro.

De repente, en medio del banquete, un tal Mireur, estudiante de medicina de la Universidad de Montpellier, golpea su vaso y se levanta. Todos los presentes enmudecen y lo miran. Se espera un discurso, una arenga. Pero el joven alza la diestra y entona una canción, un canto nuevo que nadie conoce y del que nadie sabe cómo ha llegado a sus manos. "Allons, enfants de la patrie". Y ahora surte el efecto de una chispa que hubiese caído en un polvorín. Un sentimiento y otro, los polos eternos, acaban de tocarse. Todos estos jóvenes, que mañana saldrán dispuestos a luchar por la libertad y a morir por la patria, sienten su voluntad más íntima y sus pensamientos más propios expresados en estas palabras; irresistiblemente los arrastra el ritmo hacia un entusiasmo delirante. Aplauden jubilosamente estrofa tras estrofa, y una y otra vez debe repetirse la canción. Ya han hecho suya la melodía, ya la cantan, levantándose agitadamente, alzando las copas, y con voz de trueno repiten el estribillo: "Aux armes, citoyens! formez vos bataillons!". Desde la calle se acercan curiosos para escuchar lo que aquí se canta con tanto entusiasmo, y ya ellos mismos acompañan el cantar. Al día siguiente, la melodía está en miles, en decenas de miles de labios. Una reimpresión la divulga, y cuando el 2 de junio los quinientos voluntarios salen de la ciudad, les acompaña la canción. Cuando se cansan en la carretera, cuando se afloja su paso, basta que uno de ellos entone el himno, y su ritmo avasallador renueva en todos la energía. Cuando atraviesan un pueblo y se reúnen, sorprendidos, los campesinos y curiosos, lo entonan y lo cantan en coro. Se ha transformado en su canción, sin saber que originariamente ha sido destinada al ejército del Rin, y sin sospechar cuándo y por quién ha sido escrito, se han adueñado del himno y lo han convertido en el de su batallón, en profesión de fe de su vida y muerte. Les pertenece como su bandera, y están dispuestos a llevarlo a los confines del mundo en su marcha entusiasta.

La primera gran victoria de la Marsellesa -que es, como pronto habrá de llamarse, el himno de Rouget de Lisle- es la conquista de París. El 30 de junio, el batallón entra en la ciudad por los suburbios, a su cabeza la bandera y la canción. Miles, decenas de miles de hombres esperan en las calles para recibirlos solemnemente, y al acercarse ahora los marselleses, quinientos hombres, cantando el himno una y otra vez como por una sola boca y al ritmo de su paso, la multitud escucha en silencio. ¿Qué himno magnífico y arrebatador es este que cantan los marselleses? ¿Qué llamado es éste: "Aux armes, citoyens!", acompañado por crujientes toques de tambor, y que conmueven todo corazón? Dos horas después, ya resuena el estribillo en todas las calles. Se hunden en el olvido el "Ça ira", las viejas marchas y las gastadas canciones: La revolución ha descubierto su propia voz, la revolución ha encontrado su canción.

Cual alud se divulga, e irresistible es su marcha triunfal. Se canta el himno en los banquetes, en los teatros y clubes, y luego hasta en las iglesias, después del Tedéum y aun en lugar del Tedéum. En el transcurso de uno o dos meses, la Marsellesa se ha convertido en el canto de todo un pueblo y de un ejército entero. Cervan, el primer ministro de guerra republicano, reconoce la fuerza tónica y exaltante de un canto de batalla nacional tan sin igual. Ordena apresuradamente el envío de cien mil ejemplares a todos los comandos, y en dos o tres noches la canción del desconocido alcanza mayor difusión que todas las obras de Molière, Racine y Voltaire. No hay fiesta que no termine con la Marsellesa, ni batalla que no se inicie previa entonación, por parte de las bandas de regimiento, del canto de guerra de la libertad. Frente a Jemmappes y Nervinden, los regimientos toman colocación para iniciar el ataque, cantando a coro, y los generales enemigos, que sólo saben estimular a sus soldados según la vieja receta, haciendo distribuir entre ellos doble ración de aguardiente, comprueban aterrados que no tienen nada que oponer a la fuerza explosiva de ese "tremendo" himno, cuando éste se abalanza sobre sus propias filas, cantado simultáneamente por miles y más miles de gargantas, convertido en una retumbante ola sonora. Sobre todos los campos de batalla de Francia campea ahora, arrastrando a miles al entusiasmo y a la muerte, la Marsellesa, la victoria, la diosa alada del triunfo.

 

***

En la pequeña guarnición de Hüningen está sentado un capitán de ingeniería en absoluto desconocido, Rouget, diseñando tranquilamente proyectos de bastiones y barricadas. Es posible que se haya olvidado ya de la "canción de guerra para el ejército del Rin" que creara en aquella noche del 26 de abril de 1792, y ni siquiera ose sospechar que esa otra canción marcial de que hablan las gacetas y que conquistó a París en una noche, que aquella victoriosa canción de los marselleses pudiera ser, palabra por palabra y compás por compás, el mismo milagro que en él y por el se produjera en aquella noche. Pues - cruel ironía del destino - mientras esa melodía retumba hasta los cielos y alcanza las estrellas, deja de elevar a un solo hombre, y ese hombre es su creador. No hay nadie en Francia que se interese por el comandante Rouget de Lisle; la fama más grandiosa que jamás alcanzara canción alguna, atañe a la canción sola, y sobre su creador Rouget no recae siquiera una sombra de ella. Su nombre no figura al pie del texto impreso, y él mismo quedaría completamente ignorado por los señores de la hora si no llamara la atención de una manera ingrata.

Pues-paradoja genial como sólo es capaz de inventarla la historia -el autor del himno de la revolución no es un revolucionario; al contrario: él, que como ningún otro alentó a la revolución con su canto inmortal, quisiera ahora reprimirla, con todas las fuerzas.

Cuando los marselleses y el pueblo de París toman las Tullerías y deponen al rey - con su canto en los labios-, Rouget de Lisle repudia la revolución. Se niega a prestar juramento a la República, y prefiere abandonar el ejército antes que servir a los jacobinos. La frase "liberté chérie" no es en el himno de este hombre sincero una frase vacía: odia a los nuevos tiranos y déspotas coronados y ungidos de allende las fronteras. Manifiesta francamente el disgusto que le causa la comisión de beneficencia cuando su amigo el burgomaestre Dietrich, el padrino de la Marsellesa, y el general Luckner, a quien fuera dedicada, y todos los oficiales y nobles que aquella noche fueron sus primeros oyentes, son arrastrados a la guillotina, y pronto se da la grotesca situación de que el poeta de la revolución cae preso por contrarrevolucionario y se inicia juicio contra él, acusándole de alta traición. Sólo el 9 de Termidor, que con la caída de Robespierre abre las puertas de las cárceles, evita a la Revolución Francesa la vergüenza de haber entregado al poeta de su canción inmortal a la "segur nacional".

Sin embargo, aquélla hubiese sido una muerte heroica, y no un lento apagarse miserable en la penumbra, tal como hubo de vivirlo Rouget de Lisle. Pues por más de cuarenta años, por miles y miles de días, sobrevive el desdichado Rouget al único día verdaderamente creador de su vida. Le han quitado el uniforme, le han retirado la pensión; los poemas, las óperas, los textos que escribe, no encuentran editor ni quien los ejecute. El destino no perdona al aficionado que se haya introducido, sin ser llamado, en las filas de los inmortales. El hombre pequeño se gana ahora su pequeña vida con toda clase de pequeños negocios que no siempre son limpios. Es en vano que Carnot y, más tarde, Napoleón traten de ayudarle, por compasión. Queda en el carácter de Rouget algo irremisiblemente perdido y envenenado por obra de la crueldad de aquel azar que durante tres horas le permitió ser Dios y genio y que luego le rechazó nuevamente, con desprecio, a su propia insignificancia. Pelea y pleitea contra todos los poderes, envía cartas patéticas y atrevidas a Bonaparte, quien quiso ayudarlo; se vanagloria en público de haber votado contra él. Sus negocios se enredan en asuntos oscuros, y al no cancelar un pagaré, tiene que llegar a conocer la cárcel de Santa Pelagia. Sin amigos, acosado por los acreedores, vigilado continuamente por la policía, se recluye finalmente en un lugar apartado de la provincia, y desde allá vigila, como desde la sepultura, solitario y olvidado, el destino de su imperecedera canción.

Es testigo todavía de cómo la Marsellesa recorre con los ejércitos victoriosos todos los países de Europa; ve luego que Napoleón, ungido emperador, la hace borrar de todos los programas por excesivamente revolucionaria, y cómo los Borbones la prohíben del todo. Y sólo se extraña el anciano amargado cuando en la revolución de julio de 1830 sus palabras y su melodía renacen con su antiguo vigor junto a las barricadas de París, y el rey ciudadano Luis Felipe concede una pequeña pensión de homenaje al autor del himno. Olvidado y perdido, cree soñar que alguien le recuerda todavía, pero un recuerdo muy corto, y cuando en 1836 Rouget muere, a los 76 años, en Choisy le Roy, ya nadie conoce ni menciona su nombre. Ha de ir y venir otra generación, y sólo durante la guerra mundial, cuando la Marsellesa, convertida desde hace tiempo ya en himno nacional, resuena marcialmente en todos los frentes de Francia, se ordena que el cadáver del pequeño comandante Rouget sea depositado también en los Inválidos, junto al pequeño teniente Bonaparte. Allí descansa finalmente el desconocidísimo creador de una canción eterna, en la cripta de los inmortales de su patria, olvidando el desengaño de no haber sido más que el poeta de una noche.

FIN

 


 

 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD 

LA PRIMERA PALABRA A TRAVÉS DEL OCÉANO

STEFAN ZWEIG

 

 

EL RITMO NUEVO

En miles y acaso centenares de miles de años, desde que el extraño ser llamado hombre pisa la tierra, no existió otra medida máxima de la traslación humana que el correr del caballo, el rodar de las ruedas y la velocidad alcanzada por embarcaciones de remo o vela. La plétora del progreso técnico dentro del estrecho espacio iluminado por la conciencia que llamamos la historia mundial, no produjo un aceleramiento sensible del ritmo de los movimientos. Los ejércitos de Wallenstein apenas adelantaron más rápidamente que las legiones de César ni se precipitaron más velozmente los ejércitos de Napoleón que las hordas de Gengis Khan. Las corbetas de Nelson atravesaron el mar muy poco más ligeras que los botes piratas de los vikings y las embarcaciones mercantes de los fenicios. Lord Byron no cubre, en su viaje de Childe Harold, más millas diarias que Ovidio en su camino al exilio, ni viaja Goethe en el siglo XVIII mucho más cómoda o aceleradamente que el apóstol Pablo al comienzo de nuestra era. En tiempos de Napoleón, los países se hallan invariablemente alejados unos de otros, en el espacio y el tiempo, como bajo el imperio romano; sigue triunfante la resistencia de la materia sobre la voluntad humana.

Sólo el siglo XIX cambia fundamentalmente el ritmo y la medida de la velocidad terrestre.

En el primero y segundo decenio, los pueblos y países se aproximan con más rapidez que lo que lo hicieran antes en milenios. Gracias al ferrocarril y el buque de vapor, los viajes de muchos días redúcense a un solo día de duración; las hasta entonces infinitas horas de viaje se cubren en cuartos de horas y minutos. Aun cuando este aceleramiento debido al ferrocarril y al vapor impresionó triunfalmente a les contemporáneos, tales inventos no escapan a la zona de la humana comprensión. Esos vehículos quintuplican, decuplican y multiplican por veinte las velocidades conocidas hasta entonces, y tanto la mirada exterior como el sentido interior pueden seguirlas y explicarse el milagro aparente. Pero los primeros efectos de la electricidad aparecen completamente inesperados por sus consecuencias. Un nuevo Hércules destroza ya en la cuna todas las medidas valederas y anula todas las leyes vigentes hasta entonces. Nunca podremos imaginarnos el asombro de aquella generación testigo de los primeros resultados obtenidos por el telégrafo, esa sorpresa entusiasta y formidable porque la chispa eléctrica, que ayer todavía apenas si cubría la distancia de una pulgada entre la botella de Leiden y el nudillo, adquiere de pronto una fuerza demoníaca que le permite saltar sobre países, montañas y continentes enteros. Asombra a aquella gente el hecho de que la idea aperas concebida, la palabra escrita, que no se haya secado aún, ya pueda ser recibida, leída, comprendida, en el mismo segundo, a miles de millas de distancia, y que la corriente invisible entre los dos polos de la minúscula columna voltaica pueda ser extendida sobre toda la tierra, de un polo hasta el otro; que el juguete de los físicos, ayer mismo sólo capaz de atraer, por la fricción de un vidrio, unos trocitos de papel, pueda ser aumentado y equivaler a millones y miles de millones de energías humanas y velocidades, llevando mensajes, moviendo trenes, iluminando casas y calles, flotando invisible por los aires, como Ariel. Sólo este invento ha producido la más decidida mutación de la relación temporal y espacial, desde: la creación de la tierra.

El histórico año de 1837, en cuyo transcurso el telégrafo permite la simultaneidad de la hasta entonces aislada experiencia humana, muy pocas veces hállase registrado en los textos escolares, que, desgraciadamente, consideran más importante la narración de guerras y victorias de generales y naciones aisladas que los triunfos verdaderos, por colectivos, de la humanidad. Y, sin embargo, no hay en la historia moderna una fecha de mayor trascendencia psicológica que esa renovación del valor del tiempo. El mundo ha cambiado desde que resulta posible saber simultáneamente en París lo que acontece en Amberes, Moscú, Nápoles y Lisboa, en el mismo minuto. Sólo falta dar un paso último para incluir también a los demás continentes en aquella magnífica comunidad y para crear una conciencia colectiva de la humanidad entera.

Pero la naturaleza se resiste todavía a esa unión definitiva, le opone un obstáculo, y durante des décadas más quedan excluidos de aquella red los países que están separados por el mar. Pues mientras la chispa se propaga sin trabas, gracias a los aisladores de porcelana colocados en los mástiles telegráficos, el agua absorbe la corriente eléctrica. Es imposible dirigirla a través del mar, en tanto no se haya inventado un recurso para aislar totalmente los hilos de hierro y cobre en el líquido elemento.

En los tiempos de progreso, un invento le da la mano felizmente al otro. Pocos años después de la implantación del telégrafo continental, se descubre la gutapercha, el material más indicado para aislar las conducciones eléctricas en el agua. Entonces puede empezarse a empalmar al país más importante allende el continente, Inglaterra, con la red telegráfica europea. Un ingeniero de apellido Brett coloca el primer cable en el mismo lugar en que más tarde Blériot habrá de cruzar el Canal de la Mancha en avión. Un torpe incidente malogra el éxito inmediato, porque un pescador de Boulogne, creyendo haber pescado una anguila singularmente grande, arranca el trozo de cable ya colocado. Pero el 13 de noviembre de 1851 una segunda tentativa da el resultado apetecido. Desde entonces Inglaterra queda empalmada y, con ello, Europa transformada en la verdadera Europa, un ente que vive todos los acontecimientos de la época con un solo cerebro y un solo corazón, simultáneamente.

Tan enorme éxito obtenido en tan pocos años -¿pues qué significa una década sino un abrir y cerrar de ojos en la historia de la humanidad?- forzosamente ha de dar a aquella generación un coraje infinito. Todo cuanto se ensaya da buen éxito en un tiempo inimaginablemente breve. Al cabo de unos pocos años, Inglaterra está unida a su vez con Irlanda, Dinamarca con Suecia, Córcega con el Continente, y ya se sondea la posibilidad de extender la red al Egipto y luego a la India. Pero un continente, muy luego el más importante, parece condenado a quedar eternamente excluido de esa cadena universal: América. ¿Pues cómo habría que abarcar con un solo cable el océano Atlántico o Pacífico, cuya extensión infinita se opone a la instalación de estaciones intermedias? En aquellos años de infancia de la electricidad, todos los factores son ignorados todavía. Nadie ha medido la profundidad del mar, y sólo se tienen nociones poco exactas respecto a la estructura geológica del océano. Ningún ensayo ha sido hecho que permita saber si un cable colocado a semejante profundidad lograría soportar el peso de infinitas masas de agua. Y aun en el caso de que fuera técnicamente posible depositar tal cable infinito; seguro, en aquellas profundidades, ¿dónde hay un barco suficientemente grande como para transportar la carga de hierro y cobre constituida por un cable de dos mil millas de largo? ¿Dónde hay una dínamo de fuerza suficiente como para enviar una corriente eléctrica a través de una distancia que en vapor se cubre en no menos de dos o tres semanas? Faltan todas las premisas. Aun se ignora si en la profundidad del océano existen corrientes magnéticas que pudiesen desviar a las eléctricas; falta todavía un aislamiento eficaz y aparatos de medición adecuados. Sólo se conocen las leyes primitivas de la electricidad, que acaba de abrir sus ojos después de su secular sueño de inconsciencia. En cuanto alguien menciona el proyecto de un cable transoceánico, los entendidos lo rechazan resueltamente con un "imposible, absurdo". Los técnicos más atrevidos admiten que "quizás más tarde" pueda pensarse en semejante empresa. El mismo Morse, a quien el telégrafo de entonces debe su mayor perfeccionamiento, considera tal proyecto como una empresa incalculablemente audaz, pero agrega, profético, que en el caso de realizarse efectivamente la colocación de un cable trasatlántico, este hecho sería el más glorioso del siglo, "the great feat of the century".

Para que se realice un milagro, o algo milagroso, siempre es preciso como primera condición que alguien tenga fe en ese milagro. El valor ingenuo de un hombre sin experiencia puede dar el impulso creador precisamente en ocasiones en que los entendidos titubean, y como casi siempre, es también en este caso una simple casualidad la que genera esa empresa grandiosa. Un ingeniero inglés de nombre Gisborne, que en el año 1854 está dedicado a la tarea de colocar un cable entre Nueva York y el extremo este de América, Terranova, gracias al cual las noticias lleguen unos días antes que los vapores, tiene que interrumpir su tarea cuando apenas ha realizado la mitad de su proyecto, debido a que se han agotado sus recursos financieros. Se dirige entonces a Nueva York en busca de capitalistas. Se encuentra, gracias a la casualidad, madre de tantos hechos famosos, con un joven de nombre Cyrus W. Field, hijo de un pastor, quien ha progresado en sus negocios tan rápida y grandemente que siendo muy joven todavía ya pudo retirarse a la vida privada con una gran fortuna. Este desocupado que es demasiado joven y enérgico para permanecer en constante inactividad, es el hombre a quien Gisborne trata de conquistar para la terminación del cable entre Nueva York y Terranova. Cyrus W. Field -casi se diría, felizmente- no- es un técnico, un entendido.

Desconoce los secretos de la electricidad, jamás ha visto un cable. Pero en la sangre del hijo del pastor está mezclada una confianza apasionada, y como norteamericano posee una audacia enérgica. Y mientras el ingeniero y perito Gisborne no considera sino el fin inmediato, la unión de Nueva York con Terranova, el joven, lleno de entusiasmo, ya ve mucho más lejos. ¿Por qué no extender ese mismo cable y comunicar Terranova, por un cable submarino, con Irlanda? Y con una energía dispuesta a vencer cualquier obstáculo -en esos años, realizó treinta y una veces el viaje a través del océano, de un continente a otro- Cyrus W. Field pone manos a la obra, férreamente resuelto a dedicar a ella, desde ese momento, todo lo que tiene dentro de sí y a su alcance. Con ello ya se ha producido el fenómeno gracias al cual una idea recibe la fuerza explosiva necesaria para la realización. La nueva fuerza milagrosa, la electricidad, se ha mezclado con el elemento dinámico más fuerte de la vida: la voluntad humana. Un hombre ha encontrado su misión vital, y una misión ha encontrado a ese hombre.

 

LOS PREPARATIVOS

Cyrus W. Field comienza su actuación con una energía increíble. Toma contacto con todos los hombres del oficio, importuna a todos les gobiernos solicitando concesiones, lleva a cabo en ambos continentes una campaña para reunir los capitales necesarios y es tan grande el impulso que parte de ese hombre, tan apasionada su convicción interior, tan potente la fe en la nueva fuerza milagrosa de la electricidad, que en el término de pocos días queda totalmente subscrito, en Inglaterra solamente, el capital inicial de 350.000 libras esterlinas. Resulta suficiente invitar a los comerciantes más ricos de Liverpool, Manchester y Londres para fundar la Telegraph Construction and Maintenance Cosnpany, y ya afluye el dinero. Entre los suscriptores figuran también los nombres de Thackeray y Lady Byron, que quieren fomentar la empresa nada más que por entusiasmo moral y sin interés pecuniario. Nada simboliza mejor el optimismo ambiente para la técnica y la máquina que animaba en Inglaterra a los grandes ingenieros en los tiempos de Stevenson y Brunel que el hecho de que un solo llamado baste para poner tan enorme cantidad de dinero a disposición de una obra enteramente fantástica, y a fondo perdido.

El costo aproximado de la colocación del cable es casi lo único que puede calcularse en esa empresa. No existe precedente alguno para la realización técnica, ya que en el siglo XIX jamás se ha pensado ni proyectado nada de tal magnitud. No es posible comparar la tarea de tender un cable a través de todo el océano con la de tirar otro entre Dover y Calais, a través de una franja relativamente estrecha de agua. En este caso bastaba devanar, desde la cubierta de un simple vapor a paleta, treinta o cuarenta millas de cable que se desenrollaban tranquilamente como un ancla. Cuando se trataba de colocar el cable en el Canal, podía esperarse tranquilamente un día de bonanza, aparte de que se conocía exactamente la profundidad del fondo del mar y se quedaba siempre a la vista de una u otra orilla, a resguardo, pues, de toda contingencia peligrosa; la unión pudo establecerse cómodamente en el término de un solo día. Pero en una travesía que supone por lo menos tres semanas de viaje ininterrumpido, un cable cien veces más largo y cien veces más pesado, no puede quedar expuesto en la cubierta de un barco a todas las inclemencias del tiempo. Por otra parte, ningún barco existente en ese tiempo es suficientemente grande para contener en sus bodegas ese gigantesco capullo de hierro, cobre y gutapercha, y ninguno es suficientemente poderoso como para soportar su peso. Hacen falta, por lo menos, dos vapores que a su vez deben ir acompañados por otros, que han de mantener el rumbo más corto y prestar auxilio en caso de accidente. El gobierno inglés pone a disposición de la empresa uno de sus buques de guerra más grande, el "Agamemnon", que luchó como nave capitana frente a Sebastopol; y el gobierno norteamericano presta el "Niágara", una fragata de cinco mil toneladas (el desplazamiento máximo de la época). Pero hace falta reformar completamente, esos dos buques para poder emplazar en ellos la mitad de la interminable cadena que debe unir dos continentes. El problema principal lo sigue constituyendo, sin embargo, el cable mismo. Ese cordón umbilical entre dos continentes ha de responder a exigencias inconcebibles. Este cable debe ser resistente e irrompible como una jarcia de acero, pero al mismo tiempo ha de ser elástico para ser devanado con facilidad. Debe resistir cualquier presión, soportar cualquier carga y, sin embargo, correr al mismo tiempo con la facilidad de un hilo de seda. Tiene que ser macizo pero no demasiado relleno, sólido y, sin embargo, bastante exacto para permitir que la menor onda eléctrica oscile a través de él a lo largo de dos mil millas. La menor rotura, la más mínima desigualdad en cualquier parte de este cable gigantesco, puede impedir la transmisión por esta vía que cubre un trayecto igual a quince días de viaje. Pero se hace un ensayo. Las fábricas tejen día y noche, y la voluntad demoníaca de un solo hombre pone en movimiento todas las ruedas. Se gastan montañas de hierro v cobre en la fabricación de ese solo cable y por él han de sangrar bosques enteros de árboles de la goma para proporcionar el revestimiento de gutapercha de tan enorme distancia. Nada revela más evidentemente las proporciones enormes de la empresa que el hecho de que en un solo cable tengan que entretejerse trescientas sesenta y siete mil millas de diferentes alambres, trece veces más de lo que bastaría para abarcar todo el mundo y lo suficiente para unir a la tierra con la luna. Desde la construcción de la torre de Babel, la humanidad no ha osado, en materia técnica, nada igualmente grandioso.

 

LA PRIMERA PARTIDA

Durante un año zumban las máquinas, e interminablemente pasa el alambre como un hilo delgado y corriente de las fábricas al interior de los buques, y por fin, después de miles y millones de revoluciones se halla enrollada una mitad del cable en cada buque. Ya están construidas y montadas también las nuevas máquinas, que provistas de frenos y dispositivos de retroceso, han de devanar ahora en una, dos o tres semanas, el cable, ininterrumpidamente, hacia las profundidades del mar. Están reunidos a bordo los mejores electricistas y técnicos, entre ellos el mismo Morse, llamados a comprobar con sus aparatos si durante toda la colocación del cable la corriente no sufre interrupción. Integran la flota reporteros y dibujantes para describir con palabras y dibujos la partida más emocionante desde las de Colón y Magallanes.

Finalmente todo está listo para el viaje, y si hasta entonces los incrédulos estaban en mayoría, se interesa ahora toda Inglaterra apasionadamente en esa empresa. Centenares de pequeños botes y embarcaciones rodean, el 5 de agosto de 1857, en el pequeño puerto irlandés de Valentía a la flota portadora de los cables, para presenciar el momento histórico en que un cabo del cable es llevado en bote a la playa e incrustado en la firme tierra europea.

La despedida se transforma espontáneamente en una gran solemnidad. El Gobierno envía a sus representantes, se pronuncian discursos, y en una alocución conmovedora, el sacerdote pide la bendición divina para la audaz empresa. "Dios eterno -exclama-, Tú que eres el único que extiendes los cielos y dominas la agitación de los mares, Tú a quien obedecen los vientos y las aguas, mira misericordioso a estos tus servidores... Manda y detén, con tu mandamiento, todo obstáculo, aparta toda resistencia que pudiera impedir la realización de esta importante obra." Y luego, desde la playa y el mar, se mueven saludando miles de manos y sombreros.

Paulatinamente la tierra va hundiéndose en la penumbra. Uno de los sueños más osados de la humanidad trata de convertirse en realidad.

 

REYES

Originariamente se había proyectado conducir los barcos grandes, el "Agamemnon" y el "Niágara", cada uno de los cuales lleva la mitad del cable, conjuntamente hasta un punto prefijado en medio del océano, y sólo en este punto proceder al remache de las dos mitades.

Luego uno de los barcos debía seguir hacia el Oeste, en dirección a Terranova, y el otro al Este; hacia Irlanda. Pero luego parecía demasiado arriesgado exponer todo el valioso cable en esta primera tentativa, y se resolvió entonces no colocar la primera parte desde la tierra firme hasta no saberse con toda exactitud si tal transmisión telegráfica submarina realmente funcionaria como se esperaba a través de tan grande distancia.

Se destinó el "Niágara" a colocar el cable desde la tierra firme hasta el medio del océano.

La fragata americana viaja despacio, cautelosamente, dejando tras sí el cable, tal como una araña va dejando su filamento, sin interrupción. La máquina devanadora trabaja regularmente y el ruido que produce es el mismo que los marineros conocen desde siempre, el del cable en cuyo extremo se baja el ancla. Al cabo de pocas horas, los tripulantes ya no advierten ese rumor regular que les resulta tan natural como el latido de sus propios corazones.

Y prosigue el viaje mar adentro, y continuamente se hunde el cable en la estela del buque.

Esta aventura no parece, en realidad, tener rada de aventurera. Pero en un camarote aparte están reunidos los electricistas que atienden sin interrupción sus aparatos e intercambian continuamente signos con la tierra firme de Irlanda. Maravillosamente, a pesar de que ya no se ve la costa desde hace mucho tiempo, la transmisión por medio de este cable submarino funciona tan claramente como el entendimiento entre una ciudad europea y otra. Ya la expedición ha salido de las aguas poco profundas y se ha llegado al llamado plano profundo, detrás de Irlanda, y aun cuando ya el barco lo ha cruzado, el cordón metálico sigue devanándose regularmente como la arena de un reloj, remitiendo y recibiendo mensajes, simultáneamente.

Ya se han colocado trescientas treinta y cinco millas de cable, más del décuplo de la distancia entre Dover y Calais; ya se han pasado dos días y dos noches de la primera inseguridad, y en la tercera noche, el 8 de agosto, Cyrus W. Field busca por primera vez un bien justificado descanso después de muchísimas horas de trabajo y emoción. Entonces, de repente -¿qué sucedió?- se interrumpe el ruido martillante. Y así como el durmiente se levanta sobresaltado en el tren cuando la locomotora para inesperadamente, así como el molinero salta de su cama cuando de repente se queda parada la rueda del molino, así despiertan en el acto todos los tripulantes y se abalanzan sobre la cubierta. La primera mirada sobre la máquina revela que el tambor está vacío. El cable escapó repentinamente al malacate. Fue imposible retener el cabo escapado, y más imposible todavía es encontrarlo ahora en la profundidad del mar, y recobrarlo. Sucedió lo más terrible. Un insignificante error técnico malogró el trabajo de años. Los que salieron tan audaces, regresan como vencidos a Inglaterra, donde el repentino cese de todo signo y señal se adelantó a la terrible noticia.

 

OTRO REVÉS

Cyrus W. Field, el único que queda inconmovible; héroe y a la vez comerciante, hace un balance. ¿Qué se ha perdido? Trescientas millas de cable, alrededor de cien mil libras de capital, y, lo que más le, aflige, probablemente, un año entero, irrecuperable. La expedición sólo puede esperar buen tiempo en verano y por ahora la época del año está demasiado adelantada. En la segunda hoja de su balance, registra una pequeña ganancia. Esta primera tentativa ha dejado una buena experiencia práctica. El cable ha resultado servible y puede ser guardado para la próxima expedición. Sólo hace falta reformar la máquina devanadora que causó la rotura fatal.

Así pasa un año en preparativos y en larga espera. Sólo el 10 de junio de 1858 los buques pueden reanudar el viaje, con renovado valor y cargando el viejo cable. Y como la transmisión de signos eléctricos funcionó perfectamente durante el primer viaje, se volvió al primitivo proyecto, y se dispuso iniciar la colocación del cable en medio del océano, tendiéndolo simultáneamente hacia los lados opuestos. Los primeros días de este nuevo viaje pasan sin que suceda nada digno de mención. Sólo al séptimo día debe comenzar en el lugar preestablecido la colocación del cable y con ello el verdadero trabajo. Hasta entonces, el viaje es o parece un paseo. Las máquinas descansan, los marineros están desocupados y pueden gozar del buen tiempo, el cielo está limpio y calmo, demasiado calmo quizás está el mar.

Pero al tercer día, el capitán del "Agamemnon" siente una secreta inquietud. El barómetro le demuestra que la columna de mercurio baja con una rapidez alarmante. Debe estar preparándose una tormenta singular y, efectivamente, al cuarto día se desencadena una tempestad como aun los marineros más probados pocas veces la han vivido en el océano Atlántico. Este huracán es singularmente fatal para el buque inglés. El "Agamemnon" es de por sí un vehículo excelente, que ha resistido las más duras pruebas en todos los mares y aun en la guerra, y por eso, el buque almirante de la marina inglesa debería resistir también a este temporal. Pero desdichadamente el buque fue completamente reformado para poder llevar la enorme carga del cable. No fue posible distribuir el peso regularmente como en cualquier buque mercante, sino que toda la carga pesa en el medio, y solamente una pequeña parte ha sido guardada en la proa, lo que tiene por consecuencia peor, todavía, que el movimiento de péndulo sea duplicado cada vez que la proa emerge o se hunde. Debido a esto la tempestad hace un juego peligrosísimo con su víctima, levantando el barco hacia izquierda y derecha, adelante v atrás, hasta un ángulo de 45 grados, mientras las olas inundan la cubierta y todos los objetos quedan destrozados. Y ¡nueva fatalidad! Uno de los golpes terribles que estremecen al buque desde la quilla hasta el mástil, destruye el depósito de carbón improvisado sobre la cubierta. Toda la masa cae como un granizo negro sobre los marineros, ya sangrantes y exhaustos. Algunos quedan heridos por el golpe, otros por los calderos que se vuelcan en la cocina. Diez días dura la tempestad; un marinero se ha vuelto loco y ya se piensa en una medida extrema: echar por la borda una parte de la fatídica carga del cable.

Afortunadamente, el capitán se resiste a tomar sobre sí semejante responsabilidad y, al fin, resulta tener razón. Después de indecibles pruebas, el "Agamemnon" resiste el temporal de diez días, y a pesar de su gran atraso, encuentra a los demás barcos en el sitio fijado, en medio del océano, donde debe iniciarse la colocación del cable.

Sólo entonces se comprueba el daño que ha sufrido la valiosa y sensible carga de los alambres mil veces entrelazados, a consecuencia del constante balanceo. Los alambres han quedado enredados en distintos lugares, y la cobertura de gutapercha está rota o desgastada por el roce. A pesar de todo se hace una tentativa de colocar el cable, aunque con poca confianza, pero se comprueba entonces que sólo se han perdido unas doscientas millas de cable que desaparecen inútiles en el mar. Por segunda vez, hay que darse por vencidos y regresar sin gloria, en vez de triunfantes.

 

EL TERCER VIAJE

Los accionistas, enterados de la noticia fatal, esperan en Londres con los rostros demudados a su conductor y seductor Cyrus W. Field. En estos dos viajes se ha perdido la mitad del capital de la sociedad anónima, sin, que por otra parte hubiera quedado probada o realizada cosa alguna. Es comprensible que la mayoría diga ahora: ¡Basta! El presidente aconseja que se salve lo que pueda salvarse. Propone que se retire de los barcos el resto del cable inutlizable, para venderlo, si fuese menester, a menos de su costo y poner fin en seguida a este terrible proyecto de abarcar el océano. El vicepresidente comparte su opinión y envía su dimisión por escrito para manifestar así que no desea intervenir más en esta empresa absurda. Pero la tenacidad y el idealismo de Cyrus W. Field son inconmovibles. Declara que no se ha perdido nada, que el cable ha resistido brillantemente la prueba y que a bordo queda suficiente cantidad del mismo para repetir el ensayo, aparte de que la flota se halla reunida y está comprometida la tripulación. El temporal extraordinario acaecido durante el último viaje permitía, por otra parte, presagiar un periodo de hermosos días de bonanza. ¡Valor, y una vez más, valor! Aduce que ahora se presenta la única y última oportunidad para realizar una tentativa decisiva.

Los accionistas se miran unos a otros, cada vez menos seguros. ¿Deberían confiar realmente a este loco el resto del capital invertido? Pero como una firme voluntad siempre arrastra finalmente a los indecisos, Cyrus W. Field impone por fuerza la resolución de que se inicie ese nuevo viaje. El 17 de julio de 1858, cinco semanas después del segundo viaje desdichado, la flota abandona por tercera vez el puerto inglés.

Y nuevamente se confirma la vieja experiencia de que las cosas decisivas casi siempre se logran en secreto. Esta vez, la partida se realiza casi sin ser notada. No hay botes ni barcas que giren alrededor de los buques deseando felicidad, ninguna multitud se reúne en la playa, no se ofrece banquete de despedida alguno, nadie pronuncia discursos, ningún sacerdote implora la ayuda divina. Los barcos parten silenciosos, casi atemorizados, como si se dieran a una empresa de piratería. Pero el mar los espera, gentil. En la fecha prefijada, el 28 de julio, once días después de la salida de Queenstown, el "Agamemnon" y el "Niágara" pueden iniciar la tarea en el punto convenido, en medio del océano.

Extraño espectáculo: los buques se colocan popa contra popa. Entre uno y otro se refunden los cabos del cable. Sin formalidad alguna, más aún, sin que los tripulantes demostrasen mayor interés por el suceso (están cansados ya de tentativas infructuosas), el cable de cobre y hierro se hunde entre los dos barcos hasta la mayor profundidad del océano, no explorado todavía con plomada alguna. Sigue todavía una salutación de bordo a bordo, de bandera a bandera, y el barco inglés toma rumbo a Inglaterra, el norteamericano a América. Mientras se distancian mutuamente, dos puntitos móviles en medio del océano, el cable los mantiene continuamente unidos, y por primera vez desde que los hombres tienen memoria, dos barcos pueden comunicarse entre si a través del viento y la ola, el espacio y la distancia, en lo invisible. Cada tantas horas, un barco comunica con señales eléctricas que pasan por la profundidad del océano, la cantidad de millas que ha cubierto, y el otro buque confirma, cada vez, que gracias al excelente tiempo ha salvado una distancia igual. Así pasa un día, otro, un tercero y un cuarto. El 5 de agosto, el "Niágara" puede informar que ya distingue la costa americana en Trinity Bay, Terranova, después de haber colocado no menos de mil treinta millas de cable, y el "Agamemnon" triunfa a su vez porque ya ha dejado aseguradas en el fondo del mar cerca de mil millas de cable, y distingue a su vez la costa irlandesa. Por primera vez llega ahora la palabra humana de país a país, de América a Europa. Pero sólo esos dos buques, los pocos centenares de hombres reunidos a su bordo, saben que se ha realizado la gran hazaña. Todavía lo ignora el mundo, que desde hace ya mucho olvidó esta aventura. Nadie los espera en la playa, ni en Terranova, ni en Irlanda: pero en aquel mismo segundo en que el nuevo cable transoceánico queda comunicado con el cable terrestre, la humanidad entera conocerá su imponente triunfo común.

 

EL GRAN HOSANNA

Por bajar este relámpago de la alegría de un cielo completamente limpio, su efecto es portentoso. El Viejo y el Nuevo Mundo reciben casi a la misma hora, en esos primeros días de agosto, la noticia de la obra llevada a feliz término. Su efecto es indescriptible. En Inglaterra, el "Times", de ordinario tan reservado, publica un editorial en el que dice: "Desde el descubrimiento de Colón no ha sucedido nada que en forma alguna fuera comparable a esta enorme ampliación de la esfera de la actividad humana". Y la City trasunta la mayor emoción. Pero esta alegría orgullosa de Inglaterra parece sombría y tímida en comparación con el entusiasmo huracanado que estalla en Norteamérica al recibirse allá la noticia. Los negocios quedan interrumpidos, las calles están invadidas de gente que pregunta, grita y discute, y de la noche a la mañana, Cyrus W. Field, un hombre enteramente desconocido, ha quedado convertido en héroe nacional. Se lo compara enfáticamente con Franklin y Colón; toda la metrópoli y cien otras ciudades tiemblan y resuenan en la espera de ver al hombre a cuya decisión se debe el "enlace de América y el Viejo Mundo". Pero el entusiasmo no ha llegado todavía a su grado supremo. Sólo se conoce la noticia escueta de que ha terminado la colocación del cable. Queda por saber aún si ese cable "habla". ¿Ha dado realmente resultado la gran proeza? Magnífico espectáculo: una ciudad entera, todo un país, espera y atiende una palabra sola, la primera palabra a través del océano. Se sabe que la reina de Inglaterra será la primera en enviar su mensaje, su felicitación, que se espera cada vez con más impaciencia.

Pero pasan días y días, porque un accidente casual ha interrumpido el cable que comunica Nueva York con Terranova, y sólo el 16 de agosto por la tarde el mensaje de la reina Victoria llega a Nueva York.

La comunicación oficial arriba demasiado tarde para que los diarios puedan publicar la ansiada noticia; sólo es posible informar al público por medio de letreros colocados en las oficinas de telégrafos y en las redacciones, y de inmediato se aglomeran enormes multitudes.

Los canillitas tienen que abrirse camino por entre la masa, con los trajes hechos jirones y maltrechos ellos mismos. En los teatros y en los cafés proclaman la buena nueva, y miles de hombres que no acaban de comprender que el telégrafo puede adelantarse por muchos días al más rápido de los buques, corren hacia el puerto de Brooklyn, donde esperan en vano hasta altas horas de la noche, para saludar al "Niágara", el heroico buque de esa victoria pacífica.

Al día siguiente, los diarios publican jubilosos con títulos grandes la noticia. "El cable funciona perfectamente", "Todo el mundo loco de contento". "Extraordinaria sensación en toda la ciudad", "Ha llegado el momento de celebrar una gran fiesta universal." Triunfo sin igual: desde que los hombres piensan, ninguna idea base propagado con su propia velocidad a través del océano. Ya resuenan en las fortificaciones cien disparos de cañón en señal de que el Presidente de los Estados Unidos acaba de contestar a la reina. Ahora ya nadie osa dudar.

Aquella misma noche, Nueva York y todas las demás ciudades quedan iluminadas por decenas de miles de luces y antorchas. No hay ventana sin iluminación, y la alegría general no disminuye aun cuando en esa oportunidad se incendia la cúpula de la Municipalidad. El día siguiente trae nueva fiesta. Ha llegado el "Niágara" y está en la ciudad Cyrus W. Field, el gran héroe. El resto del cable es llevado triunfalmente a través de la ciudad y la tripulación del buque es objeto de grandes agasajos. Día tras día se repiten las manifestaciones en todas las ciudades hasta el océano Pacífica el golfo de México, como si América festejase por segunda vez la efemérides de su descubrimiento.

Pero no basta con eso. La verdadera marcha triunfal habrá de ser más grandiosa todavía, más soberbia que todas cuantas el Nuevo Mundo jamás haya presenciado. Los preparativos duran dos semanas, pero luego, el 31 de agosto, toda una ciudad celebra a un hombre solo, Cyrus W. Field, como desde los tiempos de los Emperadores y Césares ningún otro triunfador ha sido agasajado por su pueblo. En ese hermoso día otoñal recorre las calles un desfile que necesita seis horas para llegar de un extremo al otro de la ciudad. Lo encabezan unos regimientos del ejército con sus bandas y banderas; tras ellos siguen por las calles adornadas y embanderadas, las sociedades corales, los bomberos, los colegios y los veteranos, en infinita sucesión. Todo lo que pueda marchar, marcha; todo lo que pueda cantar, canta, y todo el que puede prorrumpir en júbilo, anima su voz. Cyrus W. Field es conducido como un antiguo triunfador en un coche tirado por cuatro caballos; en otro igual le sigue el comandante del "Niágara", y en un tercero, el Presidente de los Estados Unidos; tras ellos siguen el alcalde, los funcionarios y los profesores. No termina la cadena ininterrumpida de discursos, banquetes, desfiles de antorchas; se echan a vuelo las campanas, truenan los cañones y no acaba el júbilo que en vuelve al nuevo Colón, al unificador de ambos mundos, al vencedor sobre el espacio, al hombre que en esta hora es el más glorioso y más endiosado ser de América, Cyrus W. Field.

 

EL GRAN DESENCANTO

Miles y millones de voces gritan jubilosamente en ese día. Una sola, la más importante, permanece extrañamente muda durante esos festejes: el telégrafo. Es posible que Cyrus W. Field intuya en medio del júbilo la terrible verdad, y habría de ser horrible para él ser el único que supiera que el cable atlántico ha dejado de funcionar en ese día, después de haber registrado en los últimos pasados nada más que unos signos confusos, apenas perceptibles.

Aun nadie sabe ni sospecha ese lento fracaso, fuera de los pocos hombres que en Terranova controlan la llegada de los mensajes, y aun ellos titubean días y días, en vista del descomunal entusiasmo, para hacer llegar la amarga novedad a los jubilosos. Sin embargo, llama la atención la escasez de noticias. América había esperado que ahora llegarían a cada hora noticias a través del océano, y en su lugar sólo recibe muy de tarde en tarde alguna vaga e incontrolable información. No transcurre mucho tiempo antes de que pase de boca en boca el rumor de que, ansiosos y ambicionando obtener transmisiones mejores, se habían enviado unas cargas eléctricas demasiado fuertes, destrozando con ellas el cable, que ya de por sí no era suficientemente eficaz. Se alienta todavía la esperanza de poder salvar el inconveniente.

Pero pronto resulta ya imposible negar que los signos han llegado cada vez más imprecisos e incomprensibles. Al día siguiente al de los grandes festejos, el 1° de septiembre, no se recibe a través del mar ningún sonido claro, ninguna oscilación nítida.

Nada perdonan los hombres menos que el haber quedado desengañados después de haberse sinceramente entusiasmado y al verse defraudados por un hombre de quien lo esperaban todo. Apenas se comprueba la verdad del rumor respecto al fracaso del tan alabado telégrafo, la ola apasionada del júbilo se convierte en otra de maliciosa amargura e inculpación contra el inocentemente culpable Cyrus W. Field. Se afirma en la City que él ha engañado a una ciudad, un país, un mundo; que él sabía del fracaso del telégrafo, pero que se hacia celebrar egoístamente aprovechando el tiempo para vender entretanto sus acciones, con enormes beneficios. Toman cuerpo otras calumnias peores todavía, entre ellas una -la más extraña, quizás, de todas- que afirma perentoriamente que el cable atlántico jamás había funcionado, que todos los mensajes habían sido un "bluff" y que el telegrama de la reina de Inglaterra había sido redactado de antemano, sin ser transmitido jamás por el telégrafo trasatlántico. Se rumorea que ninguna noticia había llegado en todo ese tiempo claramente a través del mar, y que los directores sólo habrían redactado telegramas imaginarios, basados en presunciones y signos aislados. Se produce un verdadero escándalo. Los que ayer prorrumpieron en los más agudos gritos de júbilo, son los mismos que protestan ahora más vigorosamente. Toda una ciudad, un país entero, se avergüenza por su entusiasmo prematuro y su sobreexcitación. Se elige a Cyrus W. Field para víctima de esa ira. El hombre que ayer fue considerado héroe nacional, hermano de Franklin y sucesor de Colón, tiene que esconderse ahora como un criminal, de los que fueron sus amigos y admiradores. Un solo día ha creado todo, y un solo día ha destrozado todo. La derrota es completa, se ha perdido el capital, se ha perdido la confianza, y como la legendaria serpiente Midgard, yace el cable inútil en las profundidades del océano, inaccesible a la vista.

 

SEIS AÑOS DE SILENCIO

Por espacio de seis años, el cable permanece olvidado y sin provecho en el mar; durante seis años vuelve a reinar el viejo y frío silencio entre los dos continentes, que en un momento histórico palpitaron al unísono. América y Europa, que habían estado unidas por la duración de un hálito, el tiempo preciso para decir unos centenares de palabras, vuelven a estar separadas como desde milenios, por una lejanía invencible. El proyecto más audaz del siglo XIX, que ayer mismo fue casi una realidad, ha vuelto a convertirse en una leyenda, un mito.

Desde luego, nadie piensa en reanudar la obra lograda a medias; la terrible derrota paralizó todas las fuerzas y ahogó todo entusiasmo. La guerra de la independencia desvía en Norteamérica todo interés. En Inglaterra sesionan muy de tarde en tarde comités, pero necesitan dos años para dejar constancia, trabajosa v escuetamente, de que, en principio, existe la posibilidad de que funcione un cable submarino. Pero de este informe académico a la realización práctica hay un trecho que nadie se atreve a recorrer. Durante seis años, todo trabajo yace paralizado absolutamente como el olvidado cable en el fondo del mar.

Pero seis años, si bien sólo constituyen en el espacio enorme de la historia nada más que un momento breve, significan un milenio para una ciencia tan joven como la electricidad.

Cada año, cada mes, revela en esta materia nuevos descubrimientos. Las dínamos son cada vez más potentes y precisas, la aplicación de la electricidad cada vez más múltiple, y son cada vez más exactos los aparatos. La red telegráfica encierra ya el espacio interior completo de todos los continentes, ya atraviesan sus cables el Mediterráneo, uniendo África y Europa. Es así como el proyecto de transponer el océano Atlántico pierde año tras año, insensiblemente, su carácter fantástico que le había sido propio durante tan largo tiempo. Tiene que llegar indefectiblemente la hora en que se renueve la tentativa. Sólo falta el hombre que provea al viejo proyecto de nuevas energías. De pronto, este hombre se presenta, y he aquí que es el de antes, Cyrus W. Field, resurgido con la misma fe y con la misma confianza, del destierro silencioso y del desprecio burlón.

Ha cruzado el océano por trigésima vez y se presenta en Londres. Consigue reunir seiscientas mil libras esterlinas para garantizar con nuevo capital las viejas concesiones. Ya dispone también del soñado barco gigantesco que puede transportar por sí solo la enorme carga; es el famoso "Great Eastern", que desplaza veintidós mil toneladas y está provisto de cuatro chimeneas, obra de Isambar Brunel. Y milagro sobre milagro, en este año de 1865, ese vapor no es utilizado, porque él también ha sido audazmente proyectado adelantándose al tiempo. Es posible adquirirlo en el término de dos días, y prepararlo para la expedición.

Todo lo que antes resultaba infinitamente difícil, es ahora muy simple. El 23 de julio de 1865 el buque mastodonte abandona el Támesis, llevando a bordo un cable nuevo. Aun cuando fracasa la primera tentativa, y dos días antes de llegar a la meta el cable se rompe y el océano insaciable traga otra vez seiscientas mil libras esterlinas, la técnica ya domina la materia lo suficiente como para no dejarse amilanar. Y cuando, el 13 de julio de 1866, el "Great Eastern" sale por segunda vez, el viaje se torna triunfal. El sable habla ahora clara e inconfundiblemente a Europa. Dos días después, se encuentra el cable viejo, perdido, y dos lazos unen ahora al Viejo Mundo y el Nuevo Mundo, convertidos en uno solo. El milagro de ayer se ha transformado en lo natural de hoy, y desde aquel momento el mundo responde, como quien dice, a un solo latido de corazón, y oyendo y comunicándose, la humanidad vive ahora una vida simultánea desde un extremo al otro de la Tierra, divinamente omnipresente, gracias a su propia potencia creadora. Y en virtud de su triunfo sobre el tiempo y el espacio, constituiría ahora y para siempre una magnífica unidad, si no la confundiese una y otra vez la manía fatal de malograr incesantemente esa unidad grandiosa y destrozarse a sí misma con aquellos medios que le han facilitado el dominio sobre los elementos.

FIN

 


 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD 

 

EL TREN PRECINTADO

STEFAN ZWEIG

  

 

EL HOMBRE QUE SE ALOJABA EN CASA DEL ZAPATERO REMENDÓN

Suiza, la pequeña isla de paz cuyas costas eran azotadas de todos lados por las rompientes de la Guerra Mundial, fue durante los años 1915, 1916, 1917 y 1918, la escena ininterrumpida de una novela policíaca excitante. En los hoteles a la moda, los enviados de las potencias beligerantes, que un año antes habían jugado juntos al bridge en los términos más amistosos y habían cambiado invitaciones para banquetes, pasaban ahora unos al lado de los otros sin un leve saludo, como si fueran desconocidos. De sus departamentos salía un tren de figuras sin mayor relieve - delegados, secretarios, hombres de negocios, damas con velillo o descubiertas-, pero comprometidos, uno y todos, en comisiones secretas. Abajo se movían hermosos automóviles decorados con insignias extranjeras y, cuando se detenían, desembuchaban industriales, periodistas, virtuosos, o personas que pretendían que sólo viajaban por entretenimiento. Pero en casi todos los casos tenían la misma comisión: reunir informaciones, espiar el terreno. Los mismos porteadores que servían a tales personas, las criadas que limpiaban las habitaciones, estaban igualmente sobornados para observar y oír. En todas partes rivalizaban una con otra las organizaciones: en las tabernas, en las casas de huéspedes, en las oficinas de correo, en los cafés. Lo que pasaba como propaganda era más de la mitad espionaje; la traición se cubría con la máscara del amor; y detrás de la ocupación declarada de la mayoría de estos apresurados visitantes se escondían una segunda o una tercera que era desconocida. Todo se informaba, todo era inspeccionado, Apenas un alemán de cualquier posición podía poner el pie en Zurich sin que se enviara instantáneamente a Berna, y una hora más tarde a París, un informe sobre su llegada. Volúmenes completos de informaciones verdaderas o no eran enviados diariamente por agentes grandes y pequeños a los agregados, y eran pasados por éstos a sus jefes. Las paredes eran tan transparentes como el cristal, los teléfonos estaban conectados; con los residuos de las cestas papeleras y de las hojas de papel secante se reconstruía cuidadosamente la correspondencia; y tan loca llegó a ser la baraúnda, que muchos de los comprendidos en ella no podían ya saber si eran cazadores o cazados, espías o espiados, traidores o traicionados.

Sólo respecto a un extranjero en Suiza se informó escasamente en aquellos días, acaso porque se destacaba tan poco, nunca entró en un hotel elegante, jamás se sentó en un café ni asistió a una reunión propagandista, sino que vivía retirado con su esposa en la casa de un zapatero de viejo en que se alojaba. Sus habitaciones estaban en la Spíegelgasse, cercana al Limmat, en el segundo piso de una de las casas de vecinos sólidamente construidas de la Ciudad Vieja, de fachada embarrada, parte por la edad y parte por los humos de la pequeña fábrica de salchichas que trabajaba debajo de las ventanas. Sus vecinos eran la esposa de un panadero, un italiano, y un actor austriaco; y sólo sabían de él (por ser muy poco comunicativo) que era un ruso con un nombre casi impronunciable. Tal vez la mujer del zapatero, la huéspeda, sabía algo más que los otros: que había sido durante años un refugiado, y que se hallaba en circunstancias difíciles por no tener un trabajo lucrativo. Todo esto fue deducido en parte de las exiguas comidas y las raídas ropas de los dos rusos, cuyas pertenencias totales apenas llenaban el maltratado baúl con que habían llegado allí.

El hombre, bajo y fuerte, tenía un aspecto nada llamativa y era visible que deseaba pasar inadvertido. Esquivaba la sociedad; sus vecinos rara vez podían captar una mirada de sus ojos oscuros, pero agudos y estrechos; y muy pocos visitantes llegaban a verlo. Regularmente, día tras día, iba a la biblioteca pública a las nueve y estaba allí hasta mediodía, hora en que se cerraba. A las doce y diez estaba de regreso en su casa, para salir a las trece y diez y ser de los primeros en llegar de nuevo a la biblioteca en donde se quedaba hasta las dieciocho. Pero como los agentes de los varios beligerantes que se encontraban en la Confederación seguían los pasos únicamente a los locuaces, y no sabían que, invariablemente, el solitario, el que lee mucho y aprende mucho es más peligroso y el que muy probablemente revoluciona al mundo, no escribieron informaciones acerca de este hombre que pasaba inadvertido y se alojaba en la casa del zapatero remendón. No se conocía mucho de él en los círculos socialistas, salvo que en Londres había sido editor de un periodiquito sin importancia de tendencia revolucionaria y de escasa circulación entre los refugiados rusos; que antes de salir de San Petersburgo había sido líder de una fracción cuyo nombre, como el propio, era impronunciable; que hablaba dura y desdeñosamente de los miembros más respetados del partido socialista, declarando que sus métodos eran absolutamente equivocados; que él era inasequible, pendenciero e intransigente. Por lo tanto, era natural que se preocuparan por él muy poco. A las reuniones a que él concurría, una que otra vez, en un pequeño café de obreros, asistían sólo contadas personas, quince o veinte cuando más y, como regla general, jóvenes. El salvaje camarada estaba encasillado como uno de los numerosos refugiados rusos que aguzan su ingenio con mucho té y discusiones interminables. ¿Cómo podría el obstinado hombrecito ser importante? En todo caso no llegaban a tres docenas las personas que en Zurich conocían el nombre de Vladimir Ulich Ulianov, el inquilino del zapatero remendón.

Si uno de aquellos hermosos automóviles que, en tales días, corrían de embajada en embajada le hubiera atropellado en la calle y cortado prematuramente su vida, el mundo en general, también, no habría oído hablar jamás de él bajo el nombre de Ulianov o de Lenin.

 

REALIZACIÓN...

Un día -fue el 15 de marzo de 1917- el empleado de la biblioteca de Zurich quedó un poco sorprendido. Habían sonado las nueve y el lugar del más puntual de los lectores estaba vacío. Pasó media hora, dieron las diez, pero el infatigable lector no había llegado y no llegaría más. Porque cuando se dirigía aquella mañana a la biblioteca se le acercó un amigo, más aún, le cerró el paso, dándole la noticia de que había estallado en Rusia la revolución.

Lenin, al principio, no podía creer tales nuevas. Las recibió como si hubiera sido un trueno. Después, con cortas y rápidas zancadas se dirigió al quiosco situado frente al lago, donde, afuera de la agencia de diarios, esperó hora tras hora, día tras día. Sí, era verdad, se fue haciendo más gloriosamente verdad a medida que transcurría el tiempo. Primeramente pareció que no sería más que una revolución palaciega o un simple cambio de ministerio. No, el Zar había abdicado; se había nombrado un gobierno provisional; se crearía una Duma; la libertad había llegado a Rusia; se decretó la amnistía para todos los prisioneros políticos. Esto es lo que él había estado soñando durante años. Tenía realización al fin todo aquello por lo que él había estado trabajando por espacio de dos décadas: en sociedades secretas, en las cárceles, en Siberia y en el destierro. Como si, por arte de magia, pareciera que los millones de muertos caídos en esta guerra, después de todo, no habían muerto en vano. No fueron hombres sacrificados sin fruto. Eran mártires en nombre del nuevo reino de libertad, justicia y paz perpetua; el nuevo reino que sería instalado. Estaba como intoxicado el hombre que hasta ahora había sido un visionario calculador, frío y sereno. Como él, también vociferaban expresando . su júbilo los cientos de rusos que ocupaban estrechas viviendas en Zurich y Ginebra, en Lausana y Berna. Estas nuevas placenteras significaban que podrían volver a sus hogares. Sin pasaportes forjados, sin nombres supuestos, sin arriesgar sus vidas, podrían volver a entrar en lo que había sido el reino del Zar. Retornarían como ciudadanos libres de un país libre. Prontamente empezaron a empaquetar sus escasos efectos, porque los diarios habían publicado el lacónico telegrama de Gorki: "Vengan todos al hogar." Se cambiaban cartas y telegramas en toda dirección: venga a casa, voy a casa, reunámonos, estemos unidos. Una vez más podían consagrarse abiertamente a la causa que les había fascinado desde la primera hora consciente de sus vidas, la causa de la revolución rusa.

 

...Y DESILUSIÓN

Pero pocos días después llegaron noticias consternadoras. La revolución rusa, cuyo advenimiento había elevado sus corazones como llevados en alas de águilas, no era la revolución con que habían soñado, no era la revolución por completo. Había sido nada más que un alzamiento palaciego contra el Zar, un alzamiento fomentado por los diplomáticos británicos y franceses, cuyo propósito era impedir que Nicolás firmara por separado la paz con Alemania. No era la revolución de pueblo -que quería, en realidad, la paz, pero también establecer sus propios derechos. No era la revolución por la que los refugiados rusos habían vivido y estaban dispuestos a morir; era una intriga de los partidarios de la guerra, de los imperialistas y los generales que deseaban proseguir sin estorbar sus planes. Lenin y sus amigos se dieron cuenta prontamente de que la invitación a regresar no comprendía a aquellos refugiados que querían una revolución genuina, radical, marxiana. Miliukov y otros líderes liberales habían ya dado las órdenes para que no fueran readmitidos. Mientras que los moderados, socialistas tales como Plekhanov en cuyos servicios podía confiarse para la prolongación de la guerra, fueron enviados muy amablemente en torpederos británicos a San Petersburgo, con guardias de honor, Trotsky era detenido en Halifax y los otros revolucionarios en las fronteras. En todos los países de la "entente" habían sido enviadas listas negras a las fronteras conteniendo los nombres de los que habían tomado parte en el Congreso de Zimmerwald. En vano envió Lenin telegrama tras telegrama a San Petersburgo. Fueron interceptados o dejados sin contestación. Lo que se desconocía en Zurich o en otras partes de la Europa Occidental, era muy bien sabido en Rusia: que Vladimir Ilich Lenin era fuerte, enérgico, de larga visión y peligroso para sus adversarios.

No tuvo limites la desilusión de los refugiados impotentes. Por espacio de muchos años, en reuniones en Londres, París y Viena, habían estado considerando con todo detalle la estrategia de la revolución rusa. Por décadas habían discutido en sus periódicos sobre los planes teóricos y prácticos, las dificultades, los peligros, las posibilidades de sus proyectos. El mismo Lenin, durante toda su vida, consagró la mayor parte de su tiempo a este tema, revisando los planes de la revolución una y otra vez hasta haber alcanzado una formulación definitiva. Ahora, mientras estaba acorralado en Suiza, su revolución iba a ser diluida y desmenuzada por otros; la santificada noción de hacer de los rusos un pueblo libre iba a ser envilecida para servir a naciones extranjeras. Por una singular analogía, Lenin tuvo que sufrir en esta época lo que había sido la triste suerte de Hindenburg durante las fases de apertura de la guerra. Por cuarenta años Hindenburg había maniobrado y hecho el juego de guerra con un ojo puesto en la campaña de Rusia, y luego, cuando estalló el conflicto, fue obligado a estarse en su casa, en traje civil, y mover banderitas sobre el mapa, registrando las ganancias y marcando los desatinos de los generales en servicio activo.

Sometido a un esfuerzo similar, Lenin, usualmente un realista de sólidas convicciones, resolvió en su mente el más loco y más fantástico de los sueños. ¿No podría alquilar un aeroplano y cruzar así por Alemania o Austria? La idea era enloquecedora. ¿No podría atravesar un país u otro con la ayuda de un pasaporte falsificado? El primer hombre que se ofreció a ayudarle en esta idea resultó ser un espía. Su fantasía se extravió más y se hizo más absurda. Escribió a Suecia pidiendo un pasaporte sueco, intentando fingirse sordomudo para evitar que su lengua lo denunciara. Por supuesto, después de revolver tales proyectos descabellados en las noches de insomnio, cuando apuntaba el día los reconocía impracticables y desatinados. Pero tanto de día como de noche permanecía convencido de que, de una forma o de otra, debía volver a Rusia. Debía transformar la revolución rusa en su propia revolución, en vez de permitir que fuera la de algún otro; debía hacer de ella una revolución genuina, en vez de una semblanza puramente política. Debía regresar a Rusia, más pronto o más tarde, costara lo que costara.

 

¿A TRAVÉS DE ALEMANIA? ¿SI O NO?

Suiza está cercada por Italia, Francia, Alemania y Austria. El camino a través de los países aliados estaba cerrado para Lenin porque era un revolucionario, y a través de Alemania y Austria porque era ruso, uno de los súbditos de una potencia enemiga.

No obstante, por lo absurdo de la situación, tenía más razón para esperar amistad de la Alemania del Emperador Guillermo que de la Rusia de Miliukov o la Francia de Poincaré. Cuando los Estados Unidos estaban a punto de tomar las armas contra ella, Alemania necesitaba paz con Rusia de cualquier modo y, por consiguiente, un revolucionario capaz de embarazar las gestiones de los embajadores británico y francés en San Petersburgo era una persona que podía ser considerada con favor.

Pero para Lenin envolvería graves responsabilidades la apertura de negociaciones con la Alemania imperial, un país al que había amenazado e injuriado cientos de veces en sus escritos. De acuerdo con todos los "standards" morales aceptados, sería claramente una traición entrar y viajar cruzando un país enemigo con permiso y con la aprobación de su estado mayor general. Lenin debía saber perfectamente que con semejante curso de acción comprometería a su partido y su causa; que él mismo se haría sospechoso de haber sido enviado a Rusia como un mercenario del gobierno alemán, y que si conseguía éxito en asegurar la paz inmediata para Rusia su nombre quedaría escrito en la historia como el del hombre que roba a su país el fruto de la victoria. Era natural, por consiguiente, que no sólo los revolucionarios fríos de entre los refugiados rusos, sino aun la mayor parte de los que eran de su misma manera de pensar, se sintieran ultrajados cuando anunció su determinación de adoptar, en caso necesario, este método peligroso y comprometedor. Airadamente indicaron que mediante los buenos oficios de demócratas sociales de Suiza se estaban llevando a cabo negociaciones para el retorno de los revolucionarios rusos por la vía legítima y neutral de un cambio de prisioneros. Lenin sabía que este plan era insufriblemente tedioso, que las autoridades rusas adoptarían todas las astucias posibles para diferirlo indefinidamente - en un momento en que cada día, cada hora, era de vital importancia -. El mantuvo fijos sus ojos en el fin que debía ser alcanzado, mientras que los demás, menos realistas y menos audaces, rechazaron un plan que, según los "standards" prevalecientes, era traicionero. Lenin acalló sus escrúpulos y, desconociendo los argumentos en contrario, se hizo justicia por sí mismo para abrir negociaciones con el gobierno alemán.

 

EL PACTO

Precisamente porque Lenin sabía que su propuesta sería considerada como un desafío y atraería mucha atención, se puso a trabajar tan abiertamente como era posible. Siguiendo sus instrucciones, el secretario de la unión obrera de Suiza, Fritz Platten, se presentó al embajador alemán, quien ya había tenido previamente tratos con los refugiados suizos, y le expuso las condiciones de Lenin. Este oscuro refugiado, como si previese la autoridad que ejercería pronto, no se dirigió al gobierno alemán con una petición sino que anunció, lisa y llanamente, las condiciones en que él y sus asociados estarían dispuestos a aceptar la autorización alemana para cruzar el país enemigo. El coche de ferrocarril en que viajarían gozaría de derechos extraterritoriales. No habría inspección de pasaportes ni de personas al entrar o salir de Alemania. Los viajeros pagarían sus pasajes a la tarifa ordinaria acostumbrada.

Ninguno de ellos abandonaría el coche por órdenes de los alemanes ni por propia iniciativa. El embajador, Romberg, envió en seguida la petición al cuartel general. Sin el menor titubeo Ludendorff dio su conformidad, aunque sus Memorias le la Guerra no contienen una sola palabra respecto a una decisión que habría de resultar de mayor importancia histórica que toda otra de su vida. El embajador había tratado en vano, hasta ahora, de conseguir modificaciones en el texto del pacto, que Lenin había redactado a propósito tan ambiguamente que hasta Radek (un austriaco) podría unirse a los viajeros rusos que no serían fiscalizados. El hecho es que el gobierno alemán estaba no menos apresurado que Lenin, ya que los Estados Unidos habían declarado la guerra el 5 de abril.

En consecuencia, al mediodía del 6 de abril, Fritz Platten recibió la memorable misiva: "Asuntos arreglados como se deseaba." El 9 de abril de 1917, a las catorce y media, un pequeño grupo de personas mal vestidas, llevando sus propios equipajes, salieron del restaurante Zahringer Hof para la estación de Zurich. Eran treinta y dos en total, incluso mujeres y niños. De los hombres, sólo Lenin, Zinoviev y Radek se hicieron famosos. Después de haber comido un modesto lunch, firmaron conjuntamente un documento declarando que habían tenido conocimiento por el Petit Parisien de la determinación del gobierno provisional ruso de tratar como traidores a todo el que regresara a Rusia por vía de Alemania. El manuscrito declaraba además que los firmantes aceptaban la completa responsabilidad del viaje y aprobaban las condiciones en que se realizaba. Habiendo firmado, tranquila y resueltamente iniciaron un viaje que la historia habría de considerar transcendental.

Su llegada a la estación no despertó interés. No estuvieron presentes cronistas de diarios ni fotógrafos. Nadie en Suiza sabía nada acerca de Herr Ulianov, quien, con un chambergo de fieltro, un traje raído y botas con clavos (que usó hasta que el grupo llegó a Suecia), como miembro de una banda de hombres, mujeres y niños cargados de equipajes, silenciosamente y sin llamar la atención buscaba un lugar en el tren. No había nada que los distinguiera de los innumerables refugiados -servios, rutenos y rumanos- a los que se veía con frecuencia en la estación de Zurich sentados sobre sus cajas de madera tomándose un descanso en su viaje a Ginebra y más allá. El partido laborista suizo, que desaprobó el viaje, no envió representante. Sólo concurrieron unos cuantos rusos, algunos para decirles adiós; otros para llevarles algo de lo poco de que podían disponer, y algún alimento para los viajeros; algunos para enviar saludos a los amigos en Rusia; y otros que todavía esperaban disuadir a Lenin de "su empresa descabellada y criminal". Pero su decisión era irrevocable. A las 15.10 sonó el silbato del guarda, y las ruedas comenzaron a girar mientras que el tren partía para Gottmandingen, la estación de la frontera alemana. Eran las 15.10 y, desde entonces, el reloj del mundo ha marcado tiempo diferente.

 

EL TREN PRECINTADO

En la Guerra Mundial fueron disparados millones de tiros destructivos - los proyectiles más poderosos diseñados hasta entonces y del mayor alcance conocido-.

Pero ninguno de ellos fue tan fatal y de tan largo alcance como el tren que estaba por iniciar el cruce de Alemania desde la frontera suiza, cargado con los revolucionarios más peligrososy resueltos del siglo, y con destino a San Petersburgo, donde harían pedazos el orden existente.

Sobre los rieles de la estación de Gottmadingen se encontraba este proyectil único, compuesto de un coche de segunda y tercera clase, en el que las mujeres y los niños ocupaban la segunda y los hombres la tercera. Trazos de tiza sobre el terreno marcaban una zona neutral, el territorio de los rusos, como separación del departamento de los dos oficiales alemanes que acompañaron este transporte de alto explosivo viviente. El tren se movió sin incidentes durante la noche, y sólo en Frankfurt se acercaron algunos soldados alemanes que habían oído que unos revolucionarios rusos estaban en camino a través de Alemania; y una vez los social-demócratas alemanes trataron de comunicarse con los viajeros, pero se les impidió el acceso. Lenin no ignoraba con cuánta sospecha se le vería si cambiaba una sola palabra con un alemán en suelo alemán. En Suecia fueron recibidos con alegría. Los hambrientos rusos participaron de las golosinas suecas que se les ofrecieron para almorzar; luego Lenin se quitó las botas claveteadas, cambiándolas por unos zapatos nuevos que había comprado, así como un traje. Al fin llegaron a la frontera rusa.

 

EL PROYECTIL PEGA EN EL BLANCO

La primera acción de Lenin en suelo ruso fue característica. No prestó atención a los seres humanos, se lanzó sobre los diarios. Habían transcurrido catorce años desde su salida de Rusia, desde la última vez que vio tierra rusa, una bandera rusa o un uniforme ruso. Pero este idealista férreo no derramó lágrimas como hicieron los otros, no abrazó a los soldados como hicieron las mujeres del grupo. Lo que él necesitaba eran diarios. Pravda, sobre todos, para ver si el periódico, su periódico, sostenía firmemente el punto de vista internacional. Coléricamente arrugó el papel y lo tiró al suelo. No era bastante adicto. Todavía dislates patrióticos; no lo que él consideraba revolución verdaderamente roja. "Era tiempo de que yo regresara -pensó-. Tiempo para poner mis manos en el timón, y guiar el barco a la victoria o a la destrucción... ¿Podré hacerlo?" Estaba ansioso, intranquilo. Si Miliukov le hubiera puesto en prisión tan pronto como llegó a San Petersburgo ¿habría cambiado el nombre tanto tiempo llevado por la ciudad? Los amigos que habían llegado a recibirle, Kamenev y Stalin, sonrieron misteriosamente en el compartimiento de tercera clase, malamente iluminado; pero no contestaron, o no quisieron contestar.

La respuesta dada por los hechos fue sin precedentes. Tan pronto como el tren se detuvo en la plataforma de la estación finlandesa, la enorme plaza exterior estaba colmada por obreros en número de decenas de miles y por tropas de todas las armas, que habían acudido a dar la bienvenida al desterrado que regresaba. Como una sola voz, la multitud empezó a cantar "La Internacional". Cuando Vladimir Ilich Ulianov descendió del tren, el hombre que dos o tres días antes había sido inquilino del zapatero remendón fue levantado por un ciento de manos y subido a un automóvil blindado. Los focos desde las casas y los fuertes se concentraban sobre él, y desde el automóvil pronunció su primer discurso al pueblo. Las calles se estremecían con las aclamaciones, y no tardó mucho en que tuvieran comienzo los "Diez días que hicieron vacilar al mundo". El tiro había pegado en el blanco para hacer pedazos un reino, un mundo.

FIN

 


 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD 

EL FRACASO DE WILSON

STEFAN ZWEIG

 

El 13 de diciembre de 1918 llegó a Brest el gran transatlántico George Washington, llevando a su bordo a Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos de América. Jamás desde el principio del mundo había sido esperado un barco, un hombre, por tantos millones de seres y con tales ardientes esperanzas. Por espacio de cuatro años habían estado las naciones luchando una contra otra, sacrificando cientos de miles de sus mejores hijos con rifles y bayonetas, ametralladoras y artillería pesada, lanzallamas y gases venenosos, y durante estos cuatro años se fomentó la aversión mutua. No obstante, esta excitación frenética no llegó jamás a silenciar completamente las voces mudas de adentro, que les revelaban que cuanto hacían y decían era absurdo, insensato, una deshonra para nuestro siglo. Los millones de combatientes habían estado constantemente excitados, consciente e inconscientemente, por el conocimiento íntimo de que la humanidad había retrocedido al caos de la barbarie que se suponía dejaba atrás para siempre.

Entonces, del otro lado del Atlántico, desde Nueva York, había llegado una voz que se expresaba claramente a través de los campos de batalla empapados aún en sangre para decir: "No más guerra." Jamás deben producirse de nuevo semejantes discordias; jamás debe existir de nuevo la vieja y perversa diplomacia secreta mediante la cual han sido arrastradas los naciones a la mortandad sin su conocimiento o consentimiento. En vez de ello habrá que establecer un nuevo y mejor orden en el mundo, "el reino de la ley, basa do en el consentimiento de los gobernados y sostenido por la opinión organizada de la humanidad". Es maravilloso decirlo: en cada país y en cada idioma la voz había sido comprendida instantáneamente. La guerra, que hasta ayer había sido mera lucha por territorios, por fronteras, por materias primas y mercados, por minerales y petróleo, había adquirido de repente una significación casi religiosa; había asumido el aspecto de un preliminar para la paz perpetua, para el reinado mesiánico del derecho y de la humanidad.

Pareció de golpe que, después de todo, no había sido derramada en vano la sangre de millones de hombres; que esta generación era la que únicamente había sufrido y que jamás volvería a sufrir la tierra un infortunio semejante. Por cientos de miles, por millones, las voces de los que habían recibido la inspiración con un frenesí de fe acudieron a este hombre, Woodrow Wilson, con la esperanza de que podría establecer la paz entre vencedores y vencidos, y que la paz sería una paz justa. Wilson, como otro Moisés, daría a los pueblos enloquecidos por la guerra las tablas de una nueva ley. En unas cuantas Semanas su nombre había adquirido un significado religioso, redentor.

Calles y edificios y niños eran denominados con su nombre. Cada nación que se sentía perturbada o perjudicada envió delegados. Cartas y telegramas, llenos de propuestas, pedidos y conjuros, llegaban a él copio un diluvio desde los cinco continentes. Se contaban por miles y raíles, y así es como baúles repletos de ellos fueron llevados al barco en que el presidente embarcó para Europa. Es más, el mundo entero comenzó a considerarlo como el árbitro que arreglaría sus querellas finales antes que se llegara a la largamente deseada reconciliación.

Wilson no pudo resistir la llamada. Sus amigos norteamericanos le aconsejaron que no asistiera en persona a la Conferencia de la Paz. Como presidente de los Estados Unidos, decían, el deber le exigía no abandonar su país, y debía contentarse con guiar las negociaciones desde lejos. Aun el más alto puesto que su tierra natal podía conferirle, la Presidencia, pareció una fruslería al compararlo con la tarea que le esperaba del otro lado del Atlántico. No estaba satisfecho con servir a un pueblo, a un continente; quería servir a la humanidad en general, consagrarse, no a este momento de su época, sino al futuro bienestar del mundo. No reduciría sus propósitos a promover los intereses de Norteamérica por que "el interés no reúne a los hombres, el interés separa a los hombres." No, él trabajaría para ventaja de todos. En su fuero interno sintió el deber de procurar que no pudieran de nuevo los soldados y diplomáticos (cuyo doble ele difuntos sería tocado por quien asegurara el futuro de la humanidad) tener una oportunidad para inflamar las pasiones nacionales.

El, con su propia persona, aseguraría, que había ele prevalecer "la voluntad del pueblo más bien que la de sus líderes." Cada palabra pronunciada en la Conferencia de la Paz (que sería la última de su clase en el mundo) debería ser hablada con las puertas y ventanas completamente abiertas, y su eco daría la vuelta al globo.

Así se mantenía a bordo del buque y miraba hacia la costa europea que asomaba a través de la niebla, vaga e informe como su propio sueño de la venidera hermandad de naciones. Su porte era erguido, alto de talla, firme continente, ojos penetrantes v claros detrás de sus anteojos, la barba prominente como la de otros enérgicos norteamericanos, labios llenos y carnosos pero reservados. Hijo y nieto de castores presbiterianos, había heredado la fuerza y la afectación de humildad de aquellos para quienes existe solamente una verdad y están confiados en que ellos la conocen. Tenía el ardor de sus antepasados escoceses e irlandeses, asociado con el fanatismo dado por el credo calvinista que impone a los líderes y maestros la tarea de salvar a la humanidad del peca do; e incesantemente trabajó en él la obstinación de los herejes y los mártires que van a la pira antes que ceder un tilde en lo que ellos conciben que han aprendido ele la Biblia. Para él, el demócrata, el hombre docto, los conceptos de "filantropía", "humanidad", "libertad"' "independencia" y "derechos humanos", no eran palabras vacías, sino artículos de fe que él defendería sílaba por sílaba como sus predecesores habían defendido los Evangelios. Había librado muchas batallas. Ahora, a medida que el vapor se acercaba más a las costas de Europa y los contornos se hacían más visibles, se estaba aproximando a la tierra en donde tenía que encarar las soluciones decisivas. Involuntariamente puso sus músculos en tensión resuelto "a luchar por el nuevo orden, en forma afable si podía hacerlo, en forma ofensiva si era necesario».

Pronto, sin embargo, se debilito la rigidez de continente de aquel cuya mirada estaba dirigida a la distancia. Los cañones y las banderas que lo saludaban cuando navegaba en el puerto de Brest no eran la bienvenida formal, agitada y tronadora al presidente de los Estados Unirlos, a una república aliada, porque de las masas que ocupaban la orilla llegaron gritos de aclamación que proclamaban alguna cosa más que una recepción organizada de antemano, algo más que el júbilo prescrito. Lo que le saludaba era el entusiasmo flamante de un pueblo entero. Cuando marchaba velozmente en el tren que lo conducía a la metrópoli, de cada aldea, de cada cabaña, de cada casa, se agitaban banderas y radiaban esperanzas. Las manos se tendían hacia él, le aclamaban con vítores y aplausos. Luego, cuando pasaba por los Campos Elíseos, caían cascadas del mismo entusiasmo de los muros vivientes. El pueblo de París, el pueblo de Francia, simbolizando a todos los pueblos distantes de Europa, gritaba, expresaba su regocijo, rebosante de esperanzas. Sus rasgos se relajaron más y más. Una sonrisa franca, alegre, casi hechizada, descubrió sus dientes. Agitó su sombrero a derecha e izquierda, como si deseara saludarlos a todos, saludar al mundo entero. Seguramente había hecho bien en venir en persona, porque solo la voluntad viviente triunfaría sobre la rigidez de la ley.

Con una ciudad tan feliz y un pueblo tan lleno de esperanzas, ¿como podría él fracasar en llenar sus deseos ahora y para todos los tiempos? Un descanso de una noche y, a la mañana siguiente, estaría pronto para trabajar, para dar al mundo aquella paz con que había soñado, por miles de años, realizando así la mayor proeza que jamás hubiera hecho mortal alguno.

Frente al palacio que el gobierno francés había dispuesto para él, en los corredores del Ministerio de Relaciones Exteriores, enfrente del Hotel Crillon, cuartel general de la delegación norteamericana, los periodistas (que solo ellos componían un ejército) estaban impacientes. Sólo de los Estados Unidos habían llegado ciento cincuenta; cada país, cada ciudad importante había enviado un representante de la prensa; y estos caballeros de la pluma exigían ansiosamente tarjetas de entrada para cada sesión; sí, para cada sesión de la Conferencia. ¿No se había asegurado al mundo que tendría "publicidad completa"? Esta vez no iba a haber reuniones secretas, ni conclaves secretos. Palabra por palabra corría la primera sentencia de los famosos Catorce Puntos: "Convenios de paz abiertos, conseguidos abiertamente, después de los cuales no habrá inteligencias privadas internacionales ele ninguna clase". La peste ele los tratados secretos que había causado más muertes que todas las demás epidemias en conjunto, iba a ser definitivamente abolida por el nuevo serum de la "diplomacia abierta" wilsoniana.

Pero los impetuosos periodistas estaban disgustados por encontrar una reserva insuperable. "¡Oh, sí, todos ustedes serán admitidos a las grandes sesiones!" Las informaciones de estas sesiones públicas (que habrían sido purgadas realmente de antemano de toda posibilidad de tensión manifiesta) serían dadas por completo al mundo.

Pero todavía no podía obtenerse más información. Primero tenían que redactarse las reglas del procedimiento. Los quisquillosos periodistas no podían dejar de saber que alguna cosa discordante estaba sucediendo detrás de la escena. No obstante, lo que se les había dicho tenía mucho de verdad. Se estaban fijando las reglas de procedimiento.

Relacionado con este asunto fue como el presidente Wilson se dio cuenta, por la primera expresión de los "Cuatro Grandes", de que los aliados habían formado una liga contra él.

No querían poner todas las cartas sobre la mesa, y por buenas razones. En las carteras diplomáticas y en los casilleros ministeriales de todas las naciones beligerantes existían tratados secretos que disponían que cada una obtendría una "buena parte" del botín. En realidad, había una buena cantidad de ropa sucia que sería muy indiscreto lavar en público. Por consiguiente, para evitar el descrédito de la Conferencia en su iniciación, sería esencial discutir estos asuntos y hacer un "lavado" preliminar a huertas ce aradas.

Además, existían causas mas profundas de desarmonía que las relacionadas con simples reglas de procedimiento. Cada uno de los dos grupos mantenía, dentro de sí mismo, bastante claridad y bastante armonía respecto a lo que deseaba: los norteamericanos de un lado, y los europeos del otro. La Conferencia tenía que hacer no una paz, sino dos. Una de ellas era temporal, actual, para poner fin a la guerra contra los alemanes, que habían depuesto sus arreas. La otra era problemática, eterna no temporal, debiendo ser una paz destinada a hacer imposible la guerra para siempre jamás. La paz temporal tenía que ser dura y despiadada según el viejo modelo. La paz eterna tenía que ser nueva.

comprendiendo el Covenant (Convenio) wilsoniano de la Liga de Naciones. Cuál de las dos sería discutida primero.

Aquí las dos opiniones entraron en agudo conflicto. Wilson tenía poco interés en la paz temporal. El trazado de las nuevas fronteras, el pago de indemnizaciones o reparaciones de guerra, eran, consideraba él, asuntos que debían ser resueltos por peritos y comisiones en estricto acuerdo con los principios sentados en los Catorce Puntos. Estas eran tareas menores, secundarias, trabajes para especialistas. Lo que los principales estadistas de todas las naciones tenían que hacer era trabajar en la nueva labor de creación, realizar la unión de los países, establecer la paz perpetua. Cada grupo estaba convencido de la extrema urgencia de la paz que deseaba. Los Ajados europeos insistieron, y justamente, en que a nada conduciría mantener a un mundo agotado y desangrado por cuatro años de guerra esperando muchos meses para saber las condiciones de la paz. Esto desencadenaría el caos sobre Europa. Primero deberían ser resueltos los problemas presionantes. Debían trazarse las fronteras y especificarse las reparaciones; los hombres que estaban todavía bajo las armas debían ser devueltos a sus esposas e hijos; las monedas debían ser estabilizadas; el comercio y la industria debían ser puestos en acción una vez más. Después, cuando el mundo se encontrara afirmado, sería posible permitir que la Fata Morgana de los proyectos wilsonianos brillara tranquilamente sobre él. Así como Wilson no estaba realmente interesado en la paz actual, así también Clemenceau, Lloyd George y Sonnino, tácticos diestros y estadistas muy prácticos, estaban poco interesados en los designios de Wilson. En parte por cálculo político y en parte por genuina simpatía a las demandas e ideales humanitarios, habían expresado su aprobación general a la propuesta Liga de Naciones, porque, consciente o inconscientemente, habían sido conmovidos por la fuerza de un principio generoso que procedía de los corazones de sus naciones respectivas, y estaban prontos para discutir su plan, con ciertas mitigaciones y requisitos propios. Pero primero debía arreglarse la paz con Alemania para concluir la guerra; sólo después podría ser discutido el Covenant.

No obstante, el mismo Wilson era suficientemente práctico para saber que la demora repetida puede privar a una demanda de su impulso. Un hombre no llega a presidente de los Estados Unidos por medio de idealismo, y su propia experiencia le había enseñado que los procesos dilatorios en la réplica son un arma mediante la cual puede ser desarmado un provocador impaciente. Por esta razón insistió sin vacilar en que el primer asunto que debía ser considerado era la elaboración del Covenant, que sería incorporado palabra por palabra al tratado de paz con Alemania. De esta exigencia resultó un segundo conflicto inevitable. La opinión de los aliados era que la aceptación de tal método envolvería la exculpabilidad de Alemania, aunque Alemania, con su invasión a Bélgica, había hollado brutalmente la ley internacional, y en Brets-Litovsk, con el martillazo del puño del general Hoffmann, dio un terrible ejemplo de dictadura despiadada. ;Iba Alemania en esta temprana etapa a cosechar la recompensa inmerecida del humanitarianismo venidero? No, que se arreglen primero sus deudas de acuerdo con el viejo método, con dinero en mano. Luego podrá ser introducido el nuevo sistema. Los campos han sido devastados, las ciudades han sido destruidas en fragmentos: que el presidente Wilson haga una inspección. Después comprenderá que los daños tienen que ser reparados. Pero Wilson, "el hombre no práctico", miro deliberadamente más allá de las ruinas, porque sus ojos estaban fijos en el porvenir, y en vez de los edificios derruidos de hoy, solo podían ver los edificios de lo futuro. Únicamente tenía una tarea: "terminar con un viejo orden y establecer uno nuevo". Firmemente, tenazmente, persistió en su demanda, a pesar de las protestas de sus propios consejeros, Lansing y House. Primero el Covenant. El Covenant primero. Para comenzar, arreglar los asuntos de la humanidad en general; luego, tratar de los intereses de los pueblos particulares.

La lucha fue ardua y (esto fue desastroso) consumió gran cantidad de tiempo.

Desgraciadamente, Wilson, antes de cruzar el Atlántico, no había dado a su sueño una configuración sólida. Su proyecto para el Covenant no era definitivo: era solo una "primera redacción" que tendría que ser discutida en incontables sesiones; tenía que ser modificada, mejorada, reforzada o amortiguada. Además, exigía la cortesía que, habiendo llegado a París, debía visitar tan pronto como fuera posible a las principales ciudades de los otros aliados. Wilson cruzo el Canal, fue a Londres, hablo en Mánchester, regreso al Continente y tomo el tren para Roma. Como durante su ausencia los otros estadistas no dedicaron sus mejores energías a adelantar el Covenant, se perdió más de un mes antes que pudiera celebrarse la primera "sesión plenaria". Mientras tanto, en Hungría, Rumania, Polonia, en los Estados del Báltico y también en la frontera dálmata, tropas regulares y voluntarios se trababan en escaramuzas y ocupaban territorios, al paso que en Viena amenazaba el hambre y en Rusia la situación se hacía más y más alarmante.

*** Aun en esta primera "sesión plenaria", celebrada el 18 de enero de 1919, no se llegó a más que a formular una decisión teórica de que el Covenant iba a ser "una parte integrante del tratado general de paz". Permaneciendo todavía nebuloso, todavía en medio de interminables discusiones, pasaba de mano en mano y era continuamente editado y reeditado. Pasó otro mes, un mes de terrible intranquilidad en Europa que, cada vez más impetuosamente, reclamaba una verdadera paz. Hasta el 14 de febrero de 1919, más de tres meses después del armisticio, no pudo Wilson presentar el Covenant en su forma definitiva que fue unánimemente adoptada.

Una vez más el mundo rebosaba de júbilo. La causa de Wilson había triunfado. En adelante, el camino a la paz no llevaría a través de la guerra y el terror, porque la paz iba a ser asegurada por convenio mutuo y por la fe en el reinado de la ley. El presidente fue objeto de una ovación cuando salió del palacio. Una vez más, y por vez última, contemplo con sonrisa orgullosa, agradecida y feliz a la muchedumbre que se había apiñado para aclamarlo. Detrás de esta muchedumbre, vislumbraba él otras muchedumbres, otros pueblos; detrás de esta generación que había sufrido tan intensamente podían pintarse las generaciones futuras, las generaciones de aquellos que, gracias a la salvación del Covenant, no sufrirían más el flagelo de la guerra, no conocerían más la humillación de las dictaduras. Era el día de la coronación de su vida, y el último de sus días felices.

Porque Wilson frustró su propia victoria por triunfar prematuramente y abandonar el campo de batalla sin tardanza. El día siguiente, 15 de febrero, comenzó el viaje de regreso a Norteamérica, donde él obsequiaría a sus electores y compatriotas con la Carta Magna de paz perpetua antes de volver a Europa para firmar el tratado que concluiría la última guerra.

De nuevo saludaban las baterías cuando el George Washington partía de Brest, pero las multitudes que se reunieron para desearle buen viaje eran menores y menos entusiastas que las que acudieron a darle la bienvenida. En los días en que Wilson se alejaba de Europa había comenzado a relajarse la tensión apasionada, y las esperanzas mesiánicas de las naciones se calmaban. Cuando llegó a Nueva York la recepción fue igualmente fría. No se remontaban los aeroplanos. para saludar al barco que se dirigía a la patria; no hubo aclamaciones tormentosas, y de las oficinas públicas, del Congreso, de su propio partido político, de sus compatriotas, el presidente no recibió más que una bienvenida indiferente. Europa no estaba satisfecha porque Wilson no había ido bastante lejos; Norteamérica porque había ido demasiado lejos. Para Europa, el encadenamiento de los intereses en conflicto en un gran interés de humanidad, apareció realizada inadecuadamente. En Norteamérica, sus adversarios políticos, que estaban ya pensando en la próxima elección presidencial, declararon que, sin autorización, había atado al Nuevo Mundo demasiado estrechamente a una Europa intranquila e inadaptable, obrando así contra la doctrina Monroe, uno de los principios básicos de la política de los Estados Unidos. Se recordó imperativamente a Woodrow Wilson que sus deberes como presidente no eran fundar un futuro reino de sueños, ni promover la prosperidad de naciones extranjeras, sino considerar primariamente las ventajas para los ciudadanos de los Estados Unidos que lo habían elegido para representar su voluntad. Wilson, por lo tanto, aun cuando fatigado por sus negociaciones europeas tuvo ahora que sostener nuevas discusiones con los miembros de su propio partido y con sus adversarios políticos.

Le mortificaba, sobre todo, la exigencia de que en la espléndida estructura del Covenant, que él había considerado concluida e inviolable, se introdujera una puerta falsa de escape para su propio país, la peligrosa "disposición para la retirada de los Estados Unidos de la Liga". Así, pues, mientras él se había imaginado que el edificio de la Liga de Naciones había sido firmemente erigido para todos los tiempos, resultaba ahora que había que abrir una brecha en el muro una brecha siniestra que conduciría con el tiempo a un colapso general.

A pesar de las limitaciones y correcciones, tanto en Norteamérica como en Europa, pudo Wilson asegurar la aceptación de su Carta Magna ele la humanidad. Pero fue sólo una victoria a medias y cuando partió de nuevo a Europa para hacer la segunda mitad de su obra como uno de los miembros principales de la Conferencia de la Paz, no lo acompañaba ya la franqueza y la sublime satisfacción de que disponía originalmente. No pudo contemplar la costa de Europa con el mismo espíritu lleno de esperanzas. Durante estas semanas había envejecido considerablemente; estaba fatigado y disgustado. Su cara demacrada denotaba el esfuerzo hecho; alrededor de su boca se marcaban líneas profundas; en su mejilla izquierda eran visibles contracciones nerviosas ocasionales.

Estos eran los heraldos de la tormenta, signos de la enfermedad que avanzaba y que le derribaría pronto. Los médicos que lo acompañaban no perdían ocasión de prevenirle contra esfuerzos excesivos. Pero le esperaba una nueva lucha, tal vez más dura aún. El sabía que es más difícil poner en práctica los principios que formularlos en abstracto.

Pero había resuelto que por ninguna causa sacrificaría ni un solo punto de su programa.

Todo o nada. Paz perpetua o nada de paz en absoluto.

*** No hubo ovaciones al desembarcar, ni en las calles de París; la prensa se mantenía en fría expectativa; el pueblo parecía dudoso y desconfiado. Una vez más se confirmó el dicho de Goethe de que el entusiasmo no se adapta a un almacenaje prolongado. En vez de machacar el hierro mientras estaba caliente y maleable, Wilson había permitido que se enfriara y endureciera el idealismo europeo. Su ausencia de un solo mes lo había cambiado todo. Simultáneamente, Lloyd George había abandonado la Conferencia.

Clemenceau, herido de un balazo en una tentativa contra su vida, estuvo alejado una quincena y, durante estos momentos desprevenidos, los defensores de intereses privados se aprovecharon para abrirse paso a las salas de las comisiones. Los más enérgicos y más peligrosos eran los militares. Mariscales y generales que por espacio de cuatro años habían estado en los primeros cargos y cuyas decisiones arbitrarias habían sido ley para cientos de miles, no estaban dispuestos en manera alguna a ocupar ahora posiciones secundarias. Un Covenant que los privaría de sus ejércitos, puesto que iba a "abolir la conscripción y todas las demás formas de servicio militar obligatorio", era una amenaza para su misma existencia. La mentecatería de una paz perpetua, esta disparatada embestida contra su profesión debía ser abolida, o al menos desviada. Lo que ellos querían era más armamentos en vez de desarme wilsoníano, nuevas fronteras y garantías materiales en vez del santo y seña de internacionalismo. Un país no podría ser salvaguardado por Catorce Puntos escritos en el aire, sino multiplicando sus defensas y desarenando a sus adversarios. Pisándoles los talones a los militaristas venían los representantes de los grupos industriales; los fabricantes de municiones, interesados también en los armamentos; los corredores, que esperaban sacar dinero de las reparaciones. También estaban alerta los diplomáticos, cada uno de los cuales, amenazado por la espalda por los partidos de oposición, quería asegurar para su respectivo país una mayor extensión de territorio nuevamente anexado. Unos cuantos toques diestros sobre el teclado de la opinión pública dieron por resultado que todos los diarios europeos, hábilmente secundados por los de Norteamérica, vocearon el mismo tema: "Los fantásticos proyectos de Wilson retardan el arreglo de la paz. Sus utópicos planes -muy idealistas y dinos de alabanza, por supuesto- estorban la consolidación Je' Europa. No malgastemos más tiempo en consideraciones morales y ensueños supermorales. A menos que se firme prontamente la paz, Europa se convertirá en un caos una vez más." Desgraciadamente, estas quejas estaban justificadas. Wilson, que fijaba su mirada en los siglos venideros, tenía sus propios "standards" de medida que eran diferentes de los de las naciones de la Europa contemporánea. Consideraba él que cuatro o cinco meses era muy poco tiempo para realizar una tarea que había sido un sueño por pules de años. Pero, mientras tanto, voluntarios organizados en la Europa Central por fuerzas ocultas marchaban acá y allá ocupando territorios indefensos, y regiones completas ignoraban a quién pertenecían o iban a pertenecer. Pese a haber transcurrido ya cuatro meses, no habían sido recibidas todavía las delegaciones de Alemania y Austria. Del otro lado de las fronteras, aun vagamente trazadas, crecía la intranquilidad de los pueblos; no faltaban signos de que, en su desesperación, Hungría mañana y Alemania al día siguiente dejarían atrás a los bolcheviques en el camino de la revolución. Que se arreglen los asuntos rápidamente, urgían los diplomáticos. Para aclarar el terreno debemos barrer cuanto pueda ser un obstáculo, sobre todo este infernal Covenant.

Una sola hora en París fue bastante para hacer ver a Wilson que todo loo que había laboriosamente construido en tres meses había sido minado durante su ausencia de un mes y estaba en peligro de desplomarse. El mariscal Foch casi había conseguido arreglar que el Covenant fuera testado del tratado de paz, y, en tal caso, la obra de los primeros tres meses quedaría aniquilada. Pero donde estuvieran en riesgo asuntos decisivos, Wilson se mostraría diamantino y no cedería un ápice. Al día siguiente de su arribo, 15 de marzo, hizo aparecer en la prensa el anuncio oficial de que la resolución del 25 de enero estaba todavía en vigor, y que "el Covenant formaría parte integral del tratado de paz".

Esta declaración fue el primer contraataque contra la tentativa de hacer el tratado de paz con Alemania, no sobre la base del nuevo Covenant, sino sobre la de los viejos tratados secretos entre los aliados. El presidente Wilson quedó ahora perfectamente ilustrado del asunto. Supo que las mismas potencias que tan recientemente se declararon dispuestas a respetar el derecho de los pueblos a disponer de sus propios destinos, intentaban realmente sostener exigencias incompatibles con tal derecho. Francia reclamaría la cuenca del Rin y el Sarre; Italia reclamaría Fiume y Dalmacia; Rumania, Polonia y Checoslovaquia querrían también una parte del botín. A menos que el opusiera firme resistencia, la paz sería hecha como las viejas, en la forma condenada por el, a la manera ele Napoleón, Tallevrand y Metternich; no de acuerdo con los principios que él había defendido y que los aliados se habían comprometido a observar.

Transcurrió una quincena de luchas violentas. Wilson se opuso resueltamente a la cesión del Sarre a Francia, presintiendo que esta infracción del principio de la autodeterminación de los pueblos se convertiría en precedente para muchas más; e Italia, convencida de que las propias demandas estaban implícitamente comprendidas en la exigencia de Francia del Sarre, amenazó con abandonar la Conferencia a menos que Wilson cediera. La prensa francesa comenzó a propalar que en Hungría se había producido un estallido del bolcheviquismo y que pronto, decían los aliados, el veneno se propagaría al Occidente. Wilson encontró oposición hasta en sus propios consejeros, el Coronel House y Robert Lansing. Aunque eran buenos amigos suyos, le instaron urgentemente para que, en vista de las condiciones caóticas que prevalecían en Europa, sacrificara algunos de sus propósitos idealistas a fin de que se firmara la otra paz tan pronto como fuera posible. En realidad, Wilson se encontraba solo contra un frente unánimemente hostil. Desde Norteamérica, lo atacaba por la espalda la opinión pública alentada por sus rivales y adversarios políticos, y muy a menudo pensó Wilson que había llegado al extremo de la maniota. Confesó a un amigo que, probablemente, no podría continuar manteniéndose frente a todos los demás y que estaba resuelto a abandonar la Conferencia si no se aceptaba su punto de vista.

Mientras luchaba de este modo contra tales fuertes contrariedades, fue atacado interiormente por un enemigo. El 5 de abril, cuando la batalla entre las crudas realidades y su todavía inalcanzado ideal se acercaba a su clima, le fue imposible mantenerse de pie más tiempo y-un hombre de sesenta y tres años- tuvo que quedarse en cama, atacado de gripe. Las embestidas del mundo exterior eran aún más formidables que las de su sangre afiebrada, y no le dieron descanso. Llegaron nuevas catastróficas. El 5 ele abril los comunistas asumieron el poder en Baviera, estableciendo una República Soviética en Munich. Probablemente, en cualquier momento, Austria, castigada por el hambre y a mitad de camino entre la Baviera bolchevique y la Hungría bolchevique, seguiría el mismo camino, y cada hora de resistencia adicional podría hacer a este aislado luchador Wilson responsable de la propagación de la revolución roja. Los adversarios del inválido no lo dejaban en paz en su lecho de enfermo. En la habitación inmediata, Clemenceau, Lloyd George y el Coronel Mouse discutían los asuntos, estando todos de acuerdo en que debía llegarse al fin a cualquier costa. La costa tendría que ser pagada por Wilson con sus demandas y sus ideales. Su pretensión de una paz perpetua tendría que ser abandonada, puesto que era un obstáculo a la necesidad más apremiante: la de un urgente arreglo de la paz material, militar, "real".

*** Pero Wilson, agotado, enfermo, irritado por el clamor de la prensa que lo culpaba de bloquear el camino ele la paz; abandonado por sus propios consejeros y apremiado por los representantes de los demás gobiernos, no cedió aún. Se sentía obligado a mantener su palabra empeñada; pensaba que no habría hecho todo lo que estaba a su alcance en favor de la paz que los otros anhelaban tanto, si no la ajustaba en forma duradera, no militar; si no continuaba haciendo cuanto le fuera posible en favor de la "federación del mundo", que era la única cosa que podría establecer realmente la paz perpetua de Europa. Apenas pudo abandonar el lecho dio un paso decisivo. El 7 de abril envió un cablegrama al Departamento de Marina de Washington: "¿Cuál es la fecha más pronta posible en que el vapor de los Estados Unidos George Washington puede partir para Brest y cuál es la fecha más pronta probable de su llegada a Brest? El Presidente desea que se aceleren los movimientos de este buque". El mismo día fue informado el mundo de que el Presidente Wilson había pedido por cable el vapor en que iba a partir.

La noticia cayo como un rayo y su significado fue instantáneamente comprendido. En todo el globo se supo que el Presidente Wilson estaba decidido a oponerse a todo arreglo de paz que infringiera en el más mínimo grado los principios del Covenant, y que había decidido abandonar la Conferencia antes que ceder. Había sonado una hora fatal, hora que por décadas, tal vez por siglos, fijaría los destinos de Europa, del mundo en general.

Si Wilson se retiraba de la mesa de la Conferencia, el viejo orden social sufriría un colapso, comenzaría el caos, pero tal vez sería el caos del que nace una nueva estrella.

Europa observaba impaciente. ¿Cargarían los demás miembros de la Conferencia con semejante responsabilidad? ¿La tomaría sobre sí Wilson? Era una hora funesta. En aquel momento, Wilson estaba todavía firmemente decidido.

No transigiría; no cedería; no debía ser "una paz dura", sino "una paz justa". Los franceses no obtendrían el Sarre; los italianos no tendrían a Fiume; Turquía no sería repartida; no deberían hacerse "trueques de pueblos". El derecho debería prevalecer sobre la fuerza, el ideal sobre lo real, el futuro sobre el presente. Fiat justitia, pereat muuidus.

Esta corta hora sería la más grande, la más perfectamente humana, la más heroica en la vida de Wilson. Si siquiera hubiese tenido el valor de mantenerse firme, su nombre se habría inmortalizado entre los verdaderos amantes de la humanidad y habría realizado una proeza sin ejemplo. Pero la hora fue seguida por una semana, y durante esta semana se vio asaltado por todos lados. La prensa francesa, la británica y la italiana lo atacaron duramente -a él, el pacificador- por destruir la paz con su obstinación teórico-teológica, y por sacrificar el mundo real a una utopía privada. Aun Alemania, que lo había considerado como la fuente principal de ayuda, pero que se había alarmado por el estallido del bolcheviquismo en Baviera, se volvió ahora contra él. Así lo hicieron sus compatriotas. El Coronel House y Lansing lo conjuraron para que cediera. Hasta su secretario privado, Tumulty, que pocos días antes le había cablegrafiado alentándolo: "Únicamente un golpe atrevido del Presidente salvará a la Europa y quizás al mundo", ahora, cuando Wilson estaba dando el "golpe atrevido", se sintió muy perturbado y envió este nuevo despacho: "Retirada muy imprudente y cargada de muy peligrosas responsabilidades aquí y en el exterior... El Presidente deberá cargar la responsabilidad de una ruptura de la Conferencia sobre quienes apropiadamente corresponde... Una retirada en este momento sería una deserción".

Acosado, casi desesperado, y quebrantada su confianza por la universalidad del disentimiento, Wilson miro a su alrededor. Nadie se encontraba a su lado, cuantos se hallaban en el salón de la Conferencia estaban contra él, aun los miembros de su propio séquito; y los invisibles millones sobre millones de voces, que, a la distancia, le imploraban que se mantuviera firme y sosteniendo sus propios principios, no llegaron a sus oídos. Jamás se dio cuenta de que, si hubiera procedido como amenazo hacerlo y se hubiera retirado de la Conferencia, su nombre se habría inmortalizado; pero esto únicamente si hubiera estado resuelto a legar su idea al futuro como un postulado que debería ser perpetuamente renovado. No vislumbró lo que la energía creadora habría obtenido de su rotundo "No" a las fuerzas de la codicia, del odio y de la sinrazón. Todo lo que pudo percibir fue que se hallaba solo y que estaba demasiado débil para cargar sobre sus hombros la responsabilidad. El desastroso resultado final fue que el Presidente Wilson comenzó a disminuir la tenacidad de su resistencia, mientras que el Coronel House construyó un puente por el cual pudiera hacer transacciones. El regateo acerca de las fronteras insumió una semana. Por último, el 5 de abril de 1919 -día aciago en la historia-, con el corazón oprimido y la conciencia intranquila, Wilson accedió a las considerablemente disminuidas exigencias militares de Clemenceau. El Sarre no había de ser permanentemente francés, sino ocupado sólo durante quince años. El hombre que hasta ahora se había mostrado intransigente, había hecho la primera concesión y, en consecuencia, como si un mago hubiera agitado su varita, el tono de la prensa parisiense era del todo distinto a la siguiente mañana. Los diarios que el día antes lo injuriaban como perturbador de la paz, como un hombre que está arruinando al mundo, le enaltecieron como el más sabio de los estadistas vivientes. Pero esta alabanza le hirió como un reproche. En el fondo de su alma, sabía Wilson que, aunque tal vez había salvado la paz, la paz temporal, se había perdido o desechado la paz permanente con espíritu de reconciliación, la única paz que podría salvar al mundo. La locura había dominado al buen sentido, la pasión había prevalecido sobre la razón. El hombre había sido obligado a retroceder a un pasado de infortunios. El, que había sido el líder y portaestandarte en el avance hacia un ideal que excedería a la época, había perdido la suprema batalla, en la que necesitó, ante todo, conquistar su propia debilidad.

En esta hora funesta, ¿obró Wilson con acierto o equivocadamente? ¿Quién podrá decirlo? En todo caso, en una hora trascendental e irrevocable, adoptó una decisión cuyo fruto sobrevivirá décadas y siglos, - que nosotros y nuestros descendientes tendremos que pagar con nuestra sangre, nuestra desesperación, nuestra impotencia y nuestra destrucción. Desde este día, el poder de Wilson, que no había conocido rival moralmente, quedó roto, y su prestigio y su energía, anulados. El que hace una concesión no puede ya detenerse. Una transacción conduce inevitablemente a nuevas transacciones. El deshonor crea deshonor, la fuerza engendra fuerza. La paz que Wilson había vislumbrado como íntegra y perdurable, permanece fragmentaria, transitoria e incompleta, porque no fue modelada con el sentido de lo futuro, no fue moldeada con espíritu de humanidad, no fue construida con los materiales de la razón pura. Una oportunidad única, quizás la más fatal de la historia, fue lastimosamente desperdiciada, como el mundo, cuyos dioses habían sido derribados, lo verificó pronto con la amargura del disgusto y la confusión. Cuando Wilson regresó a los Estados Unidos, el que había sido aclamado como el salvador del mundo no fue considerado ya por nadie como un redentor. No era más que un inválido viejo y cansado, sentenciado a una muerte próxima. A su llegada no fue recibido con manifestaciones de júbilo ni con despliegue de banderas. Cuando el buque se alejaba de la costa de Europa, desvió el la cara porque no podía mirar al desgraciado continente que por miles de años había anhelado la paz y la unidad y jamás las había encontrado. Una vez más se desvaneció en la niebla de la lejanía el eterno sueño de un mundo humanizado.

FIN

 


 

 

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD 

LA HAZAÑA DEL POLO SUR

STEFAN ZWEIG

 

 

CAPITÁN SCOTT. -90° DE LATITUD. 16 DE ENERO DE 1912

 

LA CONQUISTA DE LA TIERRA

...Nos hallamos en el siglo XX y ante un mundo que ya no tiene secretos, en el que no quedan tierras por descubrir ni mares por surcar. Países cuyos nombres, en la anterior generación, eran apenas conocidos, se encuentran hoy sojuzgados por Europa, sirviendo a sus necesidades. Los barcos se remontan, actualmente, hasta las fuentes del Nilo, que durante infinidad de tiempo se buscaron en vano. Las cataratas Victoria, que un europeo contempló por primera vez hace medio siglo; producen ahora energía eléctrica. incluso el baluarte de la naturaleza virgen, las selvas del Amazonas, ha sido explorado ya. El muro que aislaba el último país inviolado, el Tíbet, ha sido derrumbado también. Nuestro siglo conoce perfectamente su destino, pero su inquietud investigadora no se detiene aquí y, en busca de nuevos rumbos, desciende a los océanos para arrancar los secretos de las faunas abisales, o se remonta al cielo para conquistar el espacio, donde están ahora los derroteros inexplorados. Cual golondrinas de acero surcan el aire los aeroplanos, disputándose los modernísimos campeonatos de altura y de distancia. Pero en los albores de nuestro siglo existen dos lugares que esconden con rubor sus misterios ante la mirada inquisitiva del hombre; la Tierra conservó intactos esos dos puntos inaccesibles llamados Polo Norte y Polo Sur; esos puntos extremos de la columna vertebral de su cuerpo, alrededor de los cuales gira desde incontables milenios. Inmensas murallas de hielo se levantan ante su secreto, defendido por el eterno invierno. Fríos atroces y asoladoras tempestades se interponen en el camino de los más osados descubridores, que, atacados por imponderables peligros, víctimas de los elementos desencadenados, han de renunciar a seguir adelante. El mismo sol envía unos oblicuos y tímidos rayos a las cerradas esferas que permanecen fuera del alcance de la mirada humana. Tiempos atrás se realizaron varias expediciones, que vieron frustrado su intento. En un desconocido lugar de aquellas inmensidades reposa en su cristalina tumba de hielo el cuerpo de un tal Andrée, el cual, hace treinta y tres años, pretendió llegar al Polo en globo y no regresó. Todos los asaltos se estrellaban ante aquellos gélidos muros, ante aquel frío lacerante y aterrador. Durante miles y miles de años, la Tierra ha conservado allí su propia fisonomía, resistiéndose victoriosamente a la pasión de sus criaturas. Pero ha sonado la hora del siglo XX, el cual tendió sus manos con impaciencia, provisto de nuevas armas creadas en su laboratorio, que suponen nuevos escudos contra los mil peligros, acuciado precisamente por la resistencia que se opone a su paso. Arde en deseos de conocer la verdad, de conseguir desde sus primeros años lo que no lograron los siglos que le precedieron. Al valor individual se une la competencia de las naciones. No se lucha sólo por descubrir el Polo, sino por cuál habrá de ser la bandera que ondeará sobre la tierra virgen. Y empieza una especie de cruzada de razas y pueblos por la conquista de aquellos parajes, circundados de la mística aureola que crea sobre ellos el anhelo de su descubrimiento. Acuden a renovar los intentos desde todas las partes del mundo. La Humanidad espera ansiosa, pues sabe que se trata del último secreto que queda por descubrir. Peray y Cook, desde Norteamérica, se dirigen al Polo Norte, y dos buques zarpan hacia el Antártico, uno a las órdenes del noruego Amundsen y el otro bajo el mando del inglés Scott.

Scott es uno de tantos capitanes de la marina británica. Su biografía puede resumirse en estas breves palabras: habla ido ascendiendo por riguroso escalafón. Sirvió a satisfacción de sus jefes y tomó parte en la expedición de Shackleton. Nada hay que permita descubrir en él al héroe. Su aspecto físico, como revela su fotografía, es el común entre los ingleses: un rostro frío, enérgico, flemático; su envaramiento es puramente exterior. Sus ojos son grises, y la boca, inexpresiva... Ni un rasgo romántico, ni se advierte ninguna alegría en aquel semblante, que expresa sólo voluntad y sentido práctico. Su caligrafía es vulgar, de una típica letra inglesa, sin rasgos particulares. Su estilo es simplemente claro, diáfano, correcto, realista y sin fantasías. Escribe el inglés como Tácito el latín: sin retórica rebuscada. Se adivina en él al fanático de la objetividad, ejemplar puro de la raza británica, cuya genialidad en todo caso permanece encauzada por el cumplimiento del deber. El apellido Scott aparece repetidamente en la historia de Inglaterra: pudo llamarse así el conquistador de la India y de tantas islas del Pacífico, el colonizador de África, el que libró batallas contra el mundo. Y siempre lo hizo con la misma inmutable energía e idéntica conciencia colectiva, con el mismo rostro frío e impenetrable. Pero Scott tiene una voluntad de acero, puesta a prueba antes ya de realizar su hazaña: dar término a la obra iniciada por Shackleton. Para ello intenta organizar una expedición, y aunque los medios propios no le bastan, no se desanima y contrae deudas, seguro como está de su triunfo. Su joven esposa le da un hijo, pero tampoco este hecho influye en su determinación de llevar a cabo el intento, y, cual otro Héctor, abandona a su Andrómaca. Ninguna consideración humana detendrá su voluntad. Reúne algunos compañeros para su obra... Al buque que debe llevarlos hasta los límites del mar Glacial le da el nombre de Terra Nova. Un extraño buque, mitad arca de Noé llena de animales, mitad laboratorio, por la profusión de instrumentos y la abundancia de libros. De todo hay que llevar a aquellos inhóspitos lugares: de lo que el hombre necesita para su cuerpo y de lo que precisa para el espíritu; pieles y animales, como los hombres primitivos, y, junto a esto, lo más moderno, lo más refinado, lo más avanzado de los tiempos presentes. Si fantástica es la embarcación, también lo es la empresa, que ofrece un doble aspecto: el de la aventura, pero calculada con la frialdad de un negocio. Es la audacia, con todas las previsiones de la prudencia. Con absoluta fe en sí mismo, no teme enfrentarse con los infinitos peligros que encierra aquella expedición. Salen de Inglaterra el 1.° de junio de 1910. Los campos ingleses están en todo su esplendor; la primavera florece, los prados se extienden verdes y jugosos y el sol brilla en un claro y límpido cielo. Los expedicionarios ven emocionados como la costa se va desdibujando hasta desaparecer de su vista. Todos saben que se despiden del sol y del calor por más de un año, y algunos quizá para siempre. Pero la bandera inglesa ondea en lo alto del mástil en la proa del buque, y se consuelan pensando que llevan consigo aquel símbolo de la patria, acompañándolos hasta el último ámbito de la tierra no conquistada todavía.

 

UNIVERSIDAD ANTÁRTICA

En el mes de enero, después de un corto descanso, desembarcan en Nueva Zelanda, en las proximidades del cabo Evans, en la región de los hielos eternos, donde montan una vivienda para pasar el invierno. Diciembre y enero se consideran allí meses de verano, porque es el único período del año en que el sol luce unas pocas horas en lo alto de un blanco y metálico cielo. Las paredes del refugio son, como en anteriores expediciones, de madera, pero con detalles reveladores del progreso de los tiempos. Mientras los que les han precedido habían de conformarse con la mortecina y maloliente lámpara de aceite, viviendo en medio de una deprimente penumbra y hastiados de la monotonía de tantos días sin sol, estos hombres del siglo XX reúnen a su alrededor todos los adelantos de la época. Disponen de la blanca luz de las lámparas de acetileno; el cinematógrafo les ofrece visiones de las tierras lejanas, escenas tropicales, parajes templados; un gramófono los alegra con música y canto, además del esparcimiento que les procura la lectura de los libros que han traído consigo. En una de las habitaciones teclea la máquina de escribir; otra sirve de cámara oscura, y en ella son reveladas las películas y las fotografías en colores. El geólogo estudia la radiactividad de las piedras; el zoólogo descubre nuevos parásitos en los pingüinos que capturan; las observaciones meteorológicas se alternan con los experimentos físicos. Durante aquellos largos meses de oscuridad, cada uno tiene asignada una labor, convirtiéndose la investigación particular en instrucción común. Aquellos veinte hombres tienen, todas las noches, conferencias y clases universitarias; en noble hermandad, cada cual transmite a su compañero la ciencia que adquiere, y las mutuas conversaciones van ampliando su idea del mundo y de la vida. En un ambiente primitivo y elemental como aquél, aislados, fuera de la marcha del tiempo, los veinte hombres cambian entre silos últimos conocimientos del siglo XX, espiando no sólo la hora, sino el segundo, en el reloj del universo. Resulta conmovedor leer cómo celebran ingenuamente la fiesta de Navidad, sin que falte el tradicional árbol de Noël, y cómo gozan con las inocentes bromas del South Polar Times, periódico humorístico que ellos mismos redactan. Cualquier suceso insignificante —la aparición de una ballena o la caída de un caballo— adquiere para ellos caracteres de acontecimiento, mientras las cosas realmente grandiosas —la aurora boreal, el insoportable frío o la espantosa soledad— las consideran, habituados ya a ellas en su vivir cotidiano, como algo normal y sin importancia. Entre tanto se preparan, probando los trineos automóviles, aprendiendo a esquiar, adiestrando a los perros, abasteciendo un depósito de campaña para el gran viaje que les espera. El tiempo transcurre lentamente, hasta que en diciembre, con el verano, un vapor arriba con noticias de su patria. Para hacer prácticas, realizan excursiones desafiando aquel frío glacial y, deseosos de asegurar su obra, prueban la resistencia de las telas de sus tiendas. No triunfan siempre, pero precisamente esas mismas dificultades son nuevos acicates para continuar. Cuando regresan de sus expediciones, helados y rendidos, encuentran caras alegres y un brillante fuego que los reanima, y aquel rústico refugio, a 77° de latitud, les parece la más confortable y señorial residencia del mundo. Pero un día, una expedición que había salido en dirección oeste trae una noticia un tanto desalentadora: habían descubierto el campamento de Amundsen. Y Scott se da cuenta de que, además del hielo y de los muchos peligros que han de vencer, había alguien que les disputaba la gloria de ser los primeros en arrebatar el secreto a la región que tan celosamente lo ha guardado hasta entonces. El noruego Amundsen se encuentra allí. Al consultar los mapas comprueba que el campamento de Amundsen está ciento diez kilómetros más cerca del Polo que el suyo, pero supera el desánimo y escribe en su diario: «Adelante, por el honor de mi patria.» Sólo esta vez aparece el nombre de Amundsen en las páginas de ese diario, pero indudablemente todos sienten cierta angustia desde aquel momento. Y no pasa día sin que tal nombre turbe el sueño de todos.

 

¡HACIA EL POLO!

En la cumbre de una colina utilizada como observatorio y situada a dos kilómetros de distancia de la cabaña hay un puesto de guardia permanente. En aquella solitaria altura se ha instalado un aparato que parece un cañón dirigido contra un enemigo invisible y que tiene la misión de medir las calorías del sol, que se va aproximando. Día tras día se consultan con impaciencia los resultados. En el cielo matinal aparecen ya los primeros y maravillosos fulgores del sol, pero el dorado disco no se decide a remontarse todavía sobre el horizonte, aunque el cielo está lleno de la mágica luz que satura de alegría a aquellos impacientes expedicionarios. Por fin ha llegado el momento. Un aviso telefónico desde el observatorio les comunica la aparición del sol. ¡El sol, el sol ha levantado su disco después de meses interminables de noche invernal! Su brillo es pálido y débil, como sin ánimos para infundir vida a aquella helada soledad. Apenas si lo registra el aparato, pero sólo el vislumbrarlo hace que se desborde el entusiasmo. Se realizan febrilmente los últimos preparativos, a fin de aprovechar el corto período de luz en que allí se resumen primavera, verano y otoño, y que nosotros consideraríamos desagradable invierno. Marchan en cabeza los trineos automóviles, siguiéndolos después los que son arrastrados por mulos y perros siberianos. La ruta está dividida cuidadosamente en varias etapas; cada dos días de camino se instala un campamento-depósito, que tendrá por objeto suministrar, al regreso, ropas, alimentos, petróleo y lo más indispensable que pueda proporcionar calor en aquellos hielos perpetuos. Todo aquel ejército de hombres osados y heroicos emprende la marcha, regresando luego por grupos, formando el último grupo el de los elegidos, el de los conquistadores del Polo, que tendrá que llevar la máxima carga y dispondrá de los animales más resistentes y de los mejores trineos. El plan es magistral; ha sido concebido previendo los menores detalles o acontecimientos adversos. Las dificultades no tardan en presentarse. A los dos días de viaje se averían los trineos automóviles, que han de ser abandonados como carga inútil; tampoco los mulos dan el resultado que se esperaba...; pero una vez más triunfa la materia viva sobre la fría mecánica, pues las acémilas que ha habido que matar sirven de alimento a los perros, cosa que les proporciona nuevas calorías y renovadas fuerzas. El 1. ° de noviembre se distribuyen en varios grupos. En las fotografías puede verse una caravana, formada por veinte hombres al principio, y después diez, y luego cinco hombres, que van caminando por el blanco desierto de aquel mundo inhóspito, carente del menor hálito de vida. Delante va siempre un expedicionario, envuelto en pieles, un ser de aspecto salvaje, que sólo deja ver los ojos y la barba. Su enguantada mano conduce del ronzal a un mulo que arrastra un cargado trineo; detrás de él va otro con igual indumentaria; luego otro, y así sucesivamente hasta veinte; puntos negros en línea oscilante, destacándose en la inmensa y deslumbradora llanura. Al llegar la noche se agazapan en las tiendas, al abrigo de los muros de nieve levantados contra la dirección del viento para proteger a los animales, y a la mañana siguiente reemprenden la marcha monótona, silenciosamente, a través del viento glacial, de aquel aire virgen que después de incontables milenios es respirado por primera vez por los pulmones del hombre. Aumentan las preocupaciones. El tiempo se hace por momentos más desagradable y, en lugar de los cuarenta kilómetros que pretendían recorrer por jornada, sólo avanzan treinta, a pesar de que cada día es un tesoro, ya que saben que desde otro punto invisible de aquella soledad alguien se dirige hacia el mismo objetivo. El incidente más pequeño supone un gran peligro. Un perro que se escapa, un mulo que se desvía, resultan sobrados motivos para angustiarse en aquellos desolados lugares. Allí todo ser vivo tiene un valor que no se puede medir, pues no puede ser sustituido. De la herradura de un mulo depende tal vez la inmortalidad. Una tempestad puede hacer fracasar una gesta que sería, de poder realizarse, eternamente gloriosa. La salud de los expedicionarios empieza a resentirse; unos sufren deslumbramientos con la nieve; a otros se les hielan los miembros... Los mulos dan muestras de agotamiento, a pesar de lo cual hay que reducirles la ración, y por fin, en las proximidades del glaciar de Beardmore, todos los pobres animales sucumben. Se han de enfrentar con el penoso deber de tener que matar a las valientes bestias que en aquellas soledades han sido, durante dos años, entrañables amigos; todas ellas eran conocidas por sus nombres, ¡y en cuántas ocasiones las han colmado de caricias...! A aquel campamento trágico le dieron el nombre de «El Matadero». Una parte de la expedición se separa en aquel lugar sangriento y retrocede hasta la base, mientras la otra se dispone a llevar a cabo el último esfuerzo, a través del glaciar, de aquella invencible muralla de hielo que rodea el Polo y que sólo la firme e inconmovible voluntad de un hombre puede romper. Cada vez recorren menos distancia. La nieve se adhiere a los trineos, que ya no se deslizan, sino que tienen que ser arrastrados a viva fuerza. El hielo corta como cristal y les hiere los pies, pero no retroceden. El día 30 de diciembre llegan al grado 87 de latitud, punto alcanzado por Shackleton. Allí ha de retroceder el último grupo; sólo cuatro elegidos deben acompañar a Scott al Polo. Scott hace la selección. Los que son descartados no se atreven a protestar, pero sienten de veras tener que dejar en otras manos la gloria de ser los primeros en llegar hasta el fin. Pero la suerte está echada. El último apretón de manos, un esfuerzo varonil para disimular la emoción y los grupos se separan. Dos reducidas caravanas emprenden la marcha en dirección opuesta: la una hacia el Sur, hacia lo desconocido; la otra hacia el Norte, hacia la patria. Continuamente vuelven la vista unos a otros, para despedirse con la mirada de los entrañables camaradas. Las últimas siluetas van desdibujándose en la distancia hasta desaparecer... El grupo escogido continúa hacia lo ignoto. Sus nombres son: Scott, Bowers, Oates, Wilson y Evans.

 

EL POLO SUR

Las anotaciones de aquellos últimos días descubren una gran inquietud a medida que se acercan al Polo. El diario continúa diciendo: «Nuestras sombras emplean una gran cantidad de tiempo para ir de nuestra derecha a nuestro frente y luego seguir hasta colocarse a la izquierda.» Pero la esperanza es cada vez mayor. Scott va anotando las distancias ya recorridas: « Sólo faltan ciento cincuenta kilómetros hasta el Polo, pero de seguir así, no podremos resistirlo.» Y dos días más tarde dice: «Sólo faltan ciento treinta y siete kilómetros hasta el Polo, pero serán muy amargos.» De repente, las anotaciones adquieren un tono más optimista: «¡Sólo a noventa y cuatro kilómetros del Polo! Si no conseguimos llegar hasta él habremos llegado muy cerca.» El 14 de enero, la esperanza se convierte en seguridad: «¡ Sólo a setenta kilómetros! ¡Tenemos el final ante nosotros! » Y al día siguiente, las notas del diario respiran franca alegría: «Sólo nos quedan cincuenta miserables kilómetros. ¡Tenemos que llegar hasta allí, cueste lo que cueste! » De estos rápidos renglones dedúcese a las claras cómo latiría de emoción el corazón de los intrépidos exploradores con el anhelo de lograr su propósito, cómo se estremecerían sus nervios de impaciencia y esperanza. Tienen la presa cerca. Los brazos se tienden ya para apoderarse del último secreto de la Tierra. Falta un postrer esfuerzo para lograr el objetivo propuesto.

 

EL 16 DE ENERO

«Buen humor», consigna Scott en el diario. Por la mañana salen más temprano que ningún día, pues la impaciencia les impulsa a salir de sus sacos de dormir, para contemplar cuanto antes el maravilloso y terrible secreto. Recorren catorce kilómetros hasta la tarde; marchan serenos a través del blanco desierto sin vida; no cabe dudar de que la meta será alcanzada. La trascendental hazaña está casi realizada. De pronto, Bowers se muestra intranquilo. Su mirada se clava anhelosamente en un diminuto punto oscuro que se destaca en aquella inmensa sábana de nieve. No se atreve a participar su sospecha, pero en el cerebro de todos se agita la misma y terrible idea; la idea de que otro hombre hubiera podido plantar allí su señal. Procura tranquilizarse, aunque sin tenerlas todas consigo. Y así como Robinsón se empeña en vano en persuadirse de que la huella que ha descubierto en la isla es la de su propio pie, así también dícense ellos que puede ser una grieta de hielo, tal vez un simple reflejo. Tratan de engañarse unos a otros, pero todos saben ya la verdad sin la menor duda posible: los noruegos, Amundsen, les han tomado la delantera. Pronto se desvanece la última incertidumbre ante el hecho auténtico de una bandera negra atada a un trineo abandonado allí con los restos de un campamento. Varios trineos y huellas de perros. Era indudable: Amundsen había acampado allí. Lo que el ser humano ha considerado grandioso, lo incomprensible, ha sucedido ya: el Polo de la Tierra que durante miles y miles de siglos había permanecido inexplorado, acaba de ser conquistado por dos veces en el transcurso de poquísimo tiempo, con la sola diferencia de quince días. Y ellos son los segundos —retrasados un mes entre millones de meses—, son los segundos, pero, ante el concepto miserable del hombre, lo primero es el todo y lo segundo ya nada significa. Inútiles han sido todos los esfuerzos, inútiles las privaciones y locas las esperanzas concebidas durante semanas, meses y años. Scott escribe en su diario: «Todas las penalidades, todos los sacrificios, todos los sufrimientos, ¿de qué han servido? Sólo han sido sueños que acaban de desvanecerse.» Las lágrimas acuden a sus ojos y, a pesar de su enorme agotamiento, no consigue aquella noche conciliar el sueño. De mal humor, perdida toda esperanza, emprenden, como condenados, la última etapa hacia el Polo, que ansían pisar a pesar de todo. No tratan de consolarse mutuamente y marchan silenciosos. El 18 de enero, el capitán Scott llega al Polo con sus cuatro compañeros, y como la hazaña de haber sido los primeros ya no puede apasionarlos, contemplan tristemente aquellos desolados parajes. La única descripción que consta en su diario es ésta: «Nada puede verse aquí que se distinga de la terrible monotonía de los últimos días.» La única particularidad que descubren allí no es obra de la Naturaleza, sino de una mano rival: la tienda de Amundsen con la bandera noruega, que ondea insolente y victoriosa sobre la vencida fortaleza. Una carta del conquistador Amundsen espera allí al segundo que consiguiese llegar después que él a aquel lugar, rogándole que la haga llegar al rey Haakon de Noruega. Scott está dispuesto a cumplir aquel deber fielmente. El penoso deber de atestiguar ante el mundo que ha sido realizada la hazaña que él también había pretendido llevar a cabo con todo entusiasmo. Izan contristados la bandera inglesa, la «Unión Jack», junto al victorioso emblema de Amundsen. Luego abandonan aquel paraje «infiel a su ambición», azotados por un viento glacial. Con profética amargura escribe Scott en su diario: «Me asusta el regreso.»

 

EL DESASTRE FINAL

A la vuelta se multiplican los peligros. A la ida se guiaban por la brújula. Ahora tienen que procurar no perder las propias huellas. Mirar de no extraviarse durante varias semanas, para no desviarse de los depósitos de los campamentos, donde les esperan alimentos, ropa y el calor concentrado de las reservas de petróleo. Por eso a cada paso sienten una profunda inquietud, pues se ven obligados a cerrar los ojos para defenderlos de las ráfagas de nieve que trae el viento. Saben que cualquier desviación los conduciría a la muerte. Sus cuerpos carecen ahora de las reservas que poseían al dejar Inglaterra para emprender la expedición. Entonces disponían de las calorías proporcionadas por una alimentación abundante y normal. Y además les faltaba el resorte de acero de la voluntad, que los mantenía a la ida. En sus primeras marchas hacia la meta los impulsaba la propia esperanza, la curiosidad de toda la Humanidad, la conciencia de una hazaña inmortal. Ahora luchan sólo por su existencia, en un regreso sin gloria, que más bien temen que anhelan. La lectura de las notas escritas aquellos días produce una tremenda impresión. El viento sopla constantemente. El invierno llegó antes de tiempo, y la nieve blanda se endurece, destroza el calzado, aprisiona los pies y dificulta la marcha enormemente. El frío les resta fuerzas. Brota un poco de alegría cada vez que, después de una penosa marcha, consiguen llegar a un depósito. Entonces las palabras palpitan con cierta esperanza. Nada revela de un modo más elocuente el heroísmo espiritual de aquellos hombres como el hecho de que Wilson, el naturalista, pese a las tremendas circunstancias, continúe sus investigaciones científicas y, arrastrando su propio trineo con la carga natural, aumente ésta con dieciséis kilos de piedras raras encontradas por el camino. Pero la Naturaleza, despiadada en aquellos parajes, puede más que el esfuerzo humano, por heroico que sea, conjurándose el frío, el hielo y el viento contra los cinco expedicionarios. Desde hace días tienen los pies llenos de llagas y se hallan con insuficientes calorías, pues sólo pueden hacer una comida caliente diaria. Debilitados por raciones disminuidas, sus fuerzas empiezan a fallar. Con horror se dan cuenta de que Evans, el más fuerte de todos ellos, se conduce extrañamente: se regaza por el camino, se queja sin cesar de sufrimientos reales o imaginarios, tiembla, sostiene monólogos absurdos. Debido a las espantosas penalidades, se ha vuelto loco. ¿Qué deben hacer con él? ¿Abandonarlo en aquel desierto de hielo? A toda costa deben llegar al depósito más próximo, si no... Scott no se atreve a escribir la palabra... A la una de la madrugada del 17 de febrero muere el desdichado oficial, a una jornada escasa del campamento de «El Matadero», donde por vez primera les espera comida más nutritiva, suministrada por la carne de los animales que unos meses antes se vieron obligados a sacrificar allí. Ya son sólo cuatro los que emprenden la marcha, pero, ¡ oh fatalidad!, el depósito que han encontrado les depara una nueva y amarga decepción. Hay poco petróleo, lo que significa que tienen que limitar el combustible a lo más imprescindible, tienen que ahorrar calor, la única defensa de que disponen contra aquel tremendo frío. ¡Oh, qué noche polar tan terrible, helada y tormentosa y qué despertar más doloroso! Apenas tienen fuerzas para calzarse. Pero deciden continuar la marcha. Uno de ellos, Oates, ha de avanzar arrastrándose. Se le han helado los pies. El viento arrecia más que nunca, y al llegar al segundo depósito, el 2 de marzo, se repite otra vez la decepción cruel: el combustible es también insuficiente. Sus palabras son angustiosas y no pueden disimular la congoja interior que los invade. Se comprende el esfuerzo de Scott para dominar sus temores. Pero a cada momento se adivina el desgarrado grito de la desesperación detrás de las palabras contenidas: «¡Esto no puede continuar! » O bien: « ¡Dios mío, no nos abandones; nuestras fuerzas no resisten estas dificultades! » O: « Nuestro drama va convirtiéndose en tragedia.» Y, por último, la espantosa sentencia: « ¡Que Dios nos proteja! Nada podemos esperar de los hombres.» Pero continúan la marcha, sin esperanza, abatidos. Oates apenas puede seguir; representa una carga más para sus compañeros. Tienen que retrasarse por su causa, a una temperatura de 420 bajo cero al mediodía. El desgraciado reconoce que en su estado resulta un estorbo para sus camaradas. Todos están dispuestos para el fin. Piden a Wilson, el naturalista, las diez tabletas de morfina de que van provistos para acelerar la muerte en caso de absoluta necesidad. Pero hacen una jornada más, cargados con el enfermo. Este mismo les pide que le dejen en su saco de dormir, abandonado a su suerte. Enérgicamente rechazan semejante proposición, aunque estén convencidos de que sería para ellos un alivio. El enfermo puede andar todavía unos pocos kilómetros sobre sus helados y vacilantes pies, y de esta manera pueden llegar al campamento más próximo, donde duermen. Al despertar a la mañana siguiente y salir al exterior, el huracán ha arreciado. De repente, Oates se levanta: «Voy a salir afuera —dice a sus amigos—. Tardaré un poco.» Sus compañeros se estremecen. Todos saben lo que significa aquella salida. Pero ninguno de ellos se atreve a detenerle, ninguno le tiende la mano como última despedida. Todos saben que el capitán de caballería Lawrence J. E. Oates, de los dragones de Inniskilling, va como un héroe al encuentro de la muerte. Tres hombres de la expedición se arrastran sin fuerzas por aquel infinito desierto de hielo. Exhaustos, sin esperanza, sólo el instinto de conservación los impulsa a continuar la marcha. El tiempo es cada vez más despiadado. Cada depósito supone para ellos una nueva decepción. Continúa la escasez de petróleo y la consiguiente falta de calor. El 21 de marzo se hallan a una distancia de veinte kilómetros de uno de los depósitos, pero el viento sopla con tal furia que no pueden salir de la tienda. Cada noche esperan que a la mañana siguiente podrán alcanzar la meta, y, entre tanto, van consumiéndose las provisiones, y con ellas desaparece la postrera esperanza. Ya no les queda combustible y el termómetro marca 40° bajo cero. Han de morir de hambre o de frío. Durante tres días, aquellos hombres cobijados en la tienda luchan contra la fatalidad en el seno de aquel gélido e inhóspito mundo. El 29 de marzo saben ya que ni un milagro puede salvarlos. Entonces deciden no dar un paso más y aceptar la muerte dignamente, con la entereza con que soportaron todas las demás penalidades. Se meten en sus sacos de dormir, y de sus últimos sufrimientos no ha trascendido el menor detalle.

 

LAS CARTAS PÓSTUMAS DE UN MORIBUNDO

En aquellos terribles momentos en que se encuentra solo, frente a frente con la muerte, mientras sopla con furia el huracán, arremetiendo rabiosamente contra las frágiles paredes de la tienda, piensa el capitán Scott en todas aquellas personas a las cuales está ligado con distintos lazos. En medio de aquel helado silencio se despiertan sus sentimientos de fraternidad para con su propia nación, para la Humanidad entera. La íntima Fata Morgana de su espíritu va evocando en el lejano y blanco desierto las imágenes de aquellos seres queridos a quienes debe amor, fidelidad y amistad. A todos les dirige la palabra. Con los dedos entorpecidos por el frío, el capitán Scott, a la hora de la muerte, escribe cartas a los seres vivos que son entrañables para él. Fueron escritas a sus contemporáneos, pero sus palabras pasarán a la eternidad. Escribe a su mujer. Le recomienda que cuide a su tesoro, su hijo. Le pide que lo defienda y lo proteja. Al final de una de las empresas más nobles de la historia del mundo hace una confesión: «Como tú sabes, tenía que esforzarme para ser activo, pues siempre he sido inclinado a la pereza.» Cerca de la muerte se muestra satisfecho de su resolución en vez de lamentarla: « ¡Cuántas cosas podría contarte de este viaje! A pesar de todo, ha sido mucho mejor que lo realizara, en vez de quedarme en casa rodeado de comodidades.» Y como fiel camarada escribe también a la madre y a la esposa de cada uno de sus compañeros de infortunio, que mueren con él, para testimoniar su heroicidad. Un moribundo consuela a los familiares de los demás impulsado por un sentimiento poderoso, sobrehumano, por la grandiosidad del trágico momento y lo memorable del desastre. Escribe, además, a los amigos. Modesto consigo mismo, se muestra orgulloso respecto a su patria, de la que se siente hijo dignísimo. «No sé si he sido un gran descubridor —declara—, pero nuestro fin será testimonio del espíritu valiente, de la resistencia al dolor, que no se han extinguido en nuestra raza.» Y la muerte le hace confesar un profundo sentimiento de amistad que su gran delicadeza y su timidez espiritual le impidieron expresar debidamente. Y escribe: «En toda mi vida encontré un hombre que me inspirase mayor afecto y admiración que usted, aunque nunca pude demostrarle lo que para mí significa su amistad, pues usted tenía mucho que dar y yo no podía corresponderle.» Luego escribe una última carta, la más hermosa de todas, dirigida a la nación inglesa, en la que manifiesta que, en aquella lucha por la gloria de Inglaterra, perece completamente inocente de culpa. Hace constar la serie de obstáculos conjurados contra él y, con un acento que la presencia invisible de la muerte hace hondamente patético, se dirige a todos sus compatriotas para suplicarles que no abandonen a sus huérfanos. Sus últimas palabras no se refieren a él, sino a la vida de los demás: «¡Por el amor de Dios, no desamparéis a los que quedan! » Siguen luego las páginas en blanco. Hasta que el lápiz se desprendió de sus rígidos y helados dedos, el capitán Scott continuó escribiendo en el diario de la expedición. El pensamiento de que junto a su cadáver podrían hallarse aquellas páginas, testimonios evidentes de su valor, representativo del de la raza inglesa, fue el que le permitió realizar el sobrehumano esfuerzo. Y aún añadió con letra insegura, debido a los agarrotados dedos, para expresar su última voluntad: «Remitan el diario a mi esposa.» Luego, impulsado por una cruel certidumbre, tacha la palabra «esposa» y escribe: «a mi viuda».

 

LA RESPUESTA

Durante varias semanas los esperaron sus compañeros. Primero esperanzados, luego algo preocupados y por fin dominados por una terrible angustia. Por dos veces se enviaron expediciones de socorro, pero el mal tiempo los obligó a retroceder. Todo el invierno pasaron los expedicionarios en su refugio, deprimidos por el presentimiento de la

catástrofe. Durante todos aquellos meses, la suerte y la hazaña del capitán Scott quedaron envueltas en el silencio, sepultadas bajo la nieve. El hielo guardó a los heroicos hombres en un sarcófago de cristal. No sale otra expedición hasta el 29 de octubre, en la primavera austral, para hallar por lo menos los restos de aquellos valientes y los mensajes que sin duda habrían dejado. Y el 18 de noviembre llegan a la tienda, donde encuentran los cadáveres metidos dentro de los sacos de dormir. Scott está abrazado a Wilson. Los expedicionarios recogen las cartas y los documentos. Antes de partir sepultan a las víctimas. Como solitario recuerdo, sobre un montón de nieve se destaca una sencilla cruz en aquel blanco mundo que guarda en su helado seno una de las mayores gestas de la Humanidad. ¡Pero no! Inesperada y maravillosamente, las hazañas resucitan gracias a la milagrosa técnica moderna. Los expedicionarios llevan a Inglaterra las placas fotográficas y las películas encontradas. Al ser reveladas puede volver a verse a Scott y a sus compañeros en su peregrinación por las inmensas regiones polares, que sólo Amundsen había podido contemplar aparte de ellos. Por todos los ámbitos del admirado mundo se difunden por cable sus palabras y sus cartas, y en la catedral del Reino Unido, el Rey dobla la rodilla en homenaje a los héroes. Así vuelve a ser fecundo lo que pareciera estéril. De una muerte heroica surge una vida magnífica. Sólo la ambición se aviva con la llama del éxito, pero no existe nada que eleve tanto los sentimientos humanos como la muerte de un hombre en su lucha contra el poder invisible del destino. Es la tragedia más sublime, cantada de vez en cuando por un poeta y que la vida plasma millares de veces.

FIN