CÉSAR VALLEJO

OBRA POÉTICA COMPLETA

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NOTAS DE CÉSAR VALLEJO

1 poética y política; 2. poética y editores; 3. poética y poetas

NOTA 1

El artista como sujeto político:

El artista es, inevitablemente, un sujeto político. Su neutralidad, su carencia de sensibilidad política, probaría chatura espiritual, mediocridad humana, inferioridad estética. Pero ¿en qué esfera deberá actuar políticamente el artista? Su campo de acción política es múltiple: puede votar, adherirse o protestar, como cualquier ciudadano; capitanear un grupo de voluntades cívicas, como cualquier estadista de barrio; dirigir un movimiento doctrinario nacional, continental, racial o universal, a lo Rolland. De todas maneras, puede, sin duda, militar en política el artista; pero ninguna de ellas responde a los poderes de creación política, peculiares a su naturaleza y personalidad propias. La sensibilidad política del artista se produce, de preferencia y en su máxima autenticidad, creando inquietudes y nebulosas políticas, más vastas que cualquier catecismo o colección de ideas expresas y, por lo mismo, limitadas, de un movimiento político cualquiera, y más puras que cualquier cuestionario de preocupaciones o ideas periódicas de política nacionalista o universalista. El artista no ha de reducirse tampoco n orientar un voto electoral de las multitudes o a reforzar una revolución económica, sino que debe, ante todo, suscitar nueva sensibilidad política en el hombre, un nueva materia prima política en la naturaleza humana. Su acción no es didáctica, trasmisora o enseñatriz de emociones e ideas cívicas, ya cuajadas en el aire. Ella consiste, sobre todo, en remover, de modo oscuro, subconsciente y casi animal, la anatomía política del hombre despertando en él la aptitud de engendrar y aflorar a su piel nuevas inquietudes y emociones cívicas. El artista no se circunscribe a cultivar nuevas vegetaciones en el terreno político, ni a modificar geológicamente ese terreno, sino que debe transformarlo química y naturalmente. Así lo hicieron los artistas anteriores a la Revolución Francesa y creadores de ella; así lo han hecho los artistas anteriores a la Revolución Rusa y creadores de ella. La cosecha de semejante creación política, efectuada por los artistas verdaderos, se ve y se palpa sólo después de siglos, y no al día siguiente, como acontece en la acción superficial del seudo artista...

El artista debe, antes que gritar en las calles, o hacerse encarcelar, crear, dentro de un heroísmo tácito y silencioso, los profundos y grandes acueductos políticos de la humanidad, que sólo con los siglos se hacen visibles y fructifican, precisamente, en esos idearios y fenómenos sociales que más tarde suenan en la boca de los hombres de acción o en la de los apóstoles y conductores de opinión, de que hemos hablado más adelante.

Si el artista renunciase a crear lo que podríamos llamar las nebulosas políticas en la naturaleza humana, reduciéndose al rol, secundario y esporádico, de la propaganda o de la propia barricada, ¿a quién le tocaría aquella gran taumaturgia del espíritu?.

NOTA 2

Los editores, árbitros de la gloria:

 Está en la conciencia universal que en la historia literaria de todos los países ha habido siempre escritores dignos y escritores indignos. La adulación áulica a reyes y presidentes y a los potentados de la banca y del talento; el reclame grosero, francamente comercial, arribista o disfrazado de egoísmo; la pequeña subasta de un gran ditirambo, que lo mismo puede ser adquirido por un tirio que por un troyano; en fin, los más cobardes expedientes estratégicos para triunfar cueste lo que cueste. Junto a este forcejeo intestinal o vanidoso de los más, arrastran una existencia obscura y heroica los puros, los sacros creadores. Tal ha sido el espectáculo de la literatura de todos los países. Sólo que en nuestros días el cuadro se ensombrece más y más a favor del arribista.

—Lo que vale —me argumentaba un día un pobre diablo de periodista—

alcanza buena cotización en nuestros días. Ya no hay artistas incomprendidos.

Se muere de hambre solamente el cretino...

En nuestros días, justamente en los países más adelantados, el escritor arribista cuenta con la confabulación de los nuevos factores: la avaricia del editor y la indiferencia del público. Antes, el editor jugaba un papel de justo alcance literario para el efecto de los fines económicos de su empresa; hoy el editor ha invadido en forma insultante y desenfrenada la esfera literaria, imponiendo su voluntad omnímoda ante el autor y ante el público. En París, al menos, el editor se ha convertido en árbitro inapelable de los valores literarios, y él fabrica genios a su antojo, ahoga según sus conveniencias, posibilidades inéditas y fulmina talentos ya acusados, según su capricho y las fluctuaciones de su negocio. El editor que quiere ganar y redondearse en un gran peculado literario, escoge un escritor cualquiera —que se preste a la cucaña, como única condición— y, sin pararse a ver si tiene o no aptitud, lo lanza al mundo, lo revela y lo consagra a punta de dinero.

¿Cómo? Pagando a los pontífices de la crítica circulante, estudios, ensayos y elogios, los mismos que serán publicados y reproducidos, a paga secreta siempre, en cien periódicos y revistas francesas y extranjeras. Grasset, por ejemplo, lanzó el año pasado a Raymond Radiguet; cien mil francos le costó el rédame y lo ha impuesto. Radiguet ha sido traducido ya al alemán, al noruego, al inglés, al italiano, al ruso; Grasset ha llenado su bolsa y hasta Jean Cocteau, furioso panegirista de ese ahijado, ha comido de ahí. E l Mercurio de Francia ¿cuánto habrá ganado lanzando e imponiendo con dinero a Paul Fort, a Guillaume Apollinaire, a Francis Carco? La Nouvelle Revue Française ¿cuánto habrá ganado imponiendo a Gide, a Rivière, etc.?

El público, por su parte, contribuye a este tráfico de celebridades y fortunas, con su indiferencia. Antes, el público, menos urgido por las circunstancias de la vida y más nivelado espiritualmente con la mentalidad de los escritores, los que, dicho sea de paso, se hacen cada día menos accesibles, ejercía en cierto modo un control a la moralidad del escritor y a su valor intrínseco. Hoy los lectores son embaucados con mayor facilidad que en ninguna otra época y se dejan llevar ciegamente por lo que se dice y por lo que se muestra ante sus ojos. ¿Le Figaro asegura todos los días que el señor Henry Bordeaux es un gran novelista? Sin duda el señor Bordeaux debe ser un gran novelista... ¿Le Journal asegura que Blasco Ibáñez es “el novelista más universal de nuestros tiempos” ? Sin duda, así será...

M. Charles Henry debía haber respondido al periódico norteamericano, enmendándole la plana en tono menos chauvinista y más elevado. Escritores traficantes, debía haber dicho, los hay en todas partes y en todos los tiempos. El deber de la prensa, de éste y del otro lado del mar, está en contrarrestar esa sórdida ofensiva de la farsa y del latrocinio y luchar porque se abra campo y se haga justicia a dignos y grandes escritores que, como Leon Bloy en Francia y Cari Sandburg en los Estados Unidos, por ejemplo, son víctimas del abuso criminal de los editores y de la indiferencia de los públicos.

NOTA 3

Literatura que Vallejo llamó de “puerta cerrada” o de textos que contienen puros acontecimientos verbales:

El literato a puerta cerrada no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema económico, el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y direcciones contrarias de la realidad, nada de esto sacude personalmente al escritor de puerta cerrada. Producto típico de la sociedad burguesa, su existencia es una afloración histórica de intereses e injusticias sucesivas y heredadas hacia una célula estéril y neutra de museo. Es una momia que pesa pero no sostiene. Este infecto plumífero de gabinete es, en particular, hijo directo del error económico de la burguesía. Propietario, rentista, con prebendas o sinecuras de Estado o de familia, el pan y el techo le están asegurados y puede escapar a la lucha económica, que es incompatible con el aislamiento individual. Tal es el más frecuente caso económico del literato de gabinete. Otras veces, el escriba se nutre el estómago de un tácito sentido económico, heredado de la psicología colectiva de la que procede. Carece entonces de renta, como vulgar parásito de la sociedad, pero disfruta de un temperamento que le permite practicar una literatura de gran cotización. Sin darse cuenta, posee y pone en juego una serie de instintos de producción, de naturaleza típicamente burguesa, como son los sentimientos y las ideas conservadoras. La anquilosis de su arte, de clausura, corresponde subterráneamente a la anquilosis de sus lectores. En una sociedad de aburridos regoldantes y de explotadores satisfechos, la literatura que más place es la que huele a polilla de bufete.

Cuando la burguesía francesa fue más feliz y satisfecha de su imperio, la literatura de mayor prestancia fue la de puerta cerrada. En la víspera de la guerra, el rey de la pluma fue Anatole France. Hoy mismo, en los países donde la reacción burguesa se muestra más recalcitrante, como en la propia Francia, Italia y España —para no citar sino países latinos— , los escritores de más inmediata influencia son Valéry, Pirandello y Gómez de la Serna, cuyas obras contienen, en el fondo, una exclusiva y evidente sensibilidad de gabinete. Ese refinamiento mental y ese juego de ingenio, trascienden a lo lejos al hombre que goza muellemente y a puerta cerrada.

Frente a esta literatura de pijama, que como el arte confinado de las piezas cerradas tiende actualmente hacia arriba pero para evaporarse, también con ese aire, muy pronto se agolpa ante los pulmones naturales del hombre, la libre inmensidad de la vida.

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Conozco a más de un poeta moderno que suele encerrarse en su gabinete y sacar de allí versos desconcertantes de ingeniosidad, ritmos habilísimos, frases en que la fantasía llega a espasmos formidables. ¿Su vida? La vida de este poeta se reduce a dormir hasta las dos de la tarde; levantarse, sin la menor preocupación, o, a lo más, bostezando de tranquilidad y aburrimiento y ponerse a almorzar con buenos cigarros hasta las 4 de la tarde; leer luego los periódicos y volver a su cuarto a forjar sus versos ultramodernos, hasta que vuelva a tener hambre a las 8 de la noche. A las 10 de la noche está en un café de artistas, comentando regocijadamente los dichos y hechos de los amigos y colegas y a la una de la mañana torna a su cuarto, a forjar nuevos versos asombrosos, hasta las 6 de la mañana, en que se queda dormido. De una existencia tal sale, como he dicho, una obra plena de imaginación, rebosante de técnica, deslumbrante de metáforas e imágenes. Pero, de esa misma suerte de existencia no sale más; de allí no puede salir más que una gran técnica en el verso y una suma y sutil habilidad de composición. En cuanto a contenido vital, nada.

En estos poetas burgueses, que viven a sueldo de gobierno o con pensión de familia, sobrevive la tara lacaya y sensual de los peores tiempos cortesanos. Ni un adarme de inquietud humana, fuera de su preocupación malabarística. Ni un átomo de zozobra sincera, de miedo a las disyuntivas eternas de las cosas o al hambre y el infortunio personal siquiera. Con dinero suficiente para subsistir mediocremente, carecen hasta de ansias circunstanciales, como la de comer y beber mejor. Estos artistas andan por el medio de las cosas, como diría Giraudoux. No van por la acera derecha por pereza de buscarse un contrapeso — instinto o ideal— para la acera izquierda. Y viceversa.

Espíritus tranquilos, completos, equilibrados, prudentes, cobardemente dichosos. Ni se rompen un brazo en un tren, ni almuerzan demasiado nunca. No deben ni dan prestado. No sudan ni lloran. No se embriagan de alcohol ni pasan un insomnio. Orgánicamente ecuánimes, constituyen la imagen más pura de la muerte.

 

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