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Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica Alemana
(1886)
Friedrich Engels
(1820-1895)
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Capítulos:
(I) -
(II) - (III) - (IV)
NOTA PRELIMINAR PARA LA
EDICIÓN DE 1888
En el prólogo a su obra
"Contribución a la crítica de la Economía política" (Berlín, 1859), cuenta
Carlos Marx cómo en 1845, encontrándonos ambos en Bruselas, acordamos
«contrastar conjuntamente nuestro punto de vista» —a saber: la concepción
materialista de la historia, fruto sobre todo de los estudios de Marx— «en
oposición al punto de vista ideológico de la filosofía alemana; en realidad, a
liquidar con nuestra conciencia filosófica anterior. El propósito fue realizado
bajo la forma de una crítica de la filosofía posthegeliana. El manuscrito —dos
gruesos volúmenes en octavo— llevaba ya la mar de tiempo en Westfalia, en el
sitio en que había de editarse, cuando nos enteramos de que nuevas
circunstancias imprevistas impedían su publicación. En vista de ello, entregamos
el manuscrito a la crítica roedora de los ratones, muy de buen grado, pues
nuestro objeto principal: esclarecer nuestras propias ideas, estaba ya
conseguido».
Desde entonces han pasado
más de cuarenta años, y Marx murió sin que a ninguno de los dos se nos
presentase ocasión de volver sobre el tema. Acerca de nuestra actitud ante
Hegel, nos hemos pronunciado alguna que otra vez, pero nunca de un modo completo
y detallado. De Feuerbach, aunque en ciertos aspectos representa un eslabón
intermedio entre la filosofía hegeliana y nuestra concepción, no habíamos vuelto
a ocuparnos nunca.
Entretanto, la concepción
marxista del mundo ha encontrado adeptos mucho más allá de las fronteras de
Alemania y de Europa y en todos los idiomas cultos del mundo. Por otra parte, la
filosofía clásica alemana experimenta en el extranjero, sobre todo en Inglaterra
y en los países escandinavos, una especie de renacimiento, y hasta en Alemania
parecen estar ya hartos de la bazofia ecléctica que sirven en aquellas
Universidades, con el nombre de filosofía.
En estas circunstancias,
parecíame cada vez más necesario exponer, de un modo conciso y sistemático,
nuestra actitud ante la filosofía hegeliana, mostrar cómo nos había servido de
punto de partida y cómo nos separamos de ella. Parecíame también que era saldar
una deuda de honor, reconocer plenamente la influencia que Feuerbach, más que
ningún otro filósofo posthegeliano, ejerciera sobre nosotros durante nuestro
período de embate y lucha. Por eso, cuando la redacción de "Neue Zeit" me pidió
que hiciese la crítica del libro de Starcke sobre Feuerbach, aproveché de buen
grado la ocasión. Mi trabajo se publicó en dicha revista (cuadernos 4 y 5 de
1886) y ve la luz aquí, en tirada aparte y revisado.
Antes de mandar estas
líneas a la imprenta, he vuelto a buscar y a repasar el viejo manuscrito de
1845-46 . La parte dedicada a Feuerbach no está terminada. La parte acabada se
reduce a una exposición de la concepción materialista de la historia, que sólo
demuestra cuán incompletos eran todavía por aquel entonces, nuestros
conocimientos de historia económica. En el manuscrito no figura la crítica de la
doctrina feuerbachiana; no servía, pues, para el objeto deseado. En cambio, he
encontrado en un viejo cuaderno de Marx las once tesis sobre Feuerbach que se
insertan en el apéndice. Trátase de notas tomadas para desarrollarlas más tarde,
notas escritas a vuelapluma y no destinadas en modo alguno a la publicación,
pero de un valor inapreciable, por ser el primer documento en que se contiene el
germen genial de la nueva concepción del mundo.
Londres, 21 de febrero de
1888
Capítulo I
Este libro
[1] nos retrotrae a un período que, separado de nosotros en el tiempo por
una generación, es a pesar de ello tan extraño para los alemanes de hoy, como si
desde entonces hubiera pasado un siglo entero. Y sin embargo, este período fue
el de la preparación de Alemania para la revolución de 1848; y cuanto ha
sucedido de entonces acá en nuestro país, no es más que una continuación de
1848, la ejecución del testamento de la revolución.
Lo mismo que en Francia en
el siglo XVIII, en la Alemania del siglo XIX la revolución filosófica fue el
preludio del derrumbamiento político. Pero ¡cuán distintas la una de la otra!
Los franceses, en lucha franca con toda la ciencia oficial, con la Iglesia, e
incluso no pocas veces con el Estado; sus obras, impresas al otro lado de la
frontera, en Holanda o en Inglaterra, y además, los autores, con harta
frecuencia, dando con sus huesos en la Bastilla. En cambio los alemanes,
profesores en cuyas manos ponía el Estado la educación de la juventud; sus
obras, libros de texto consagrados; y el sistema que coronaba todo el proceso de
desarrollo, el sistema de Hegel, ¡elevado incluso, en cierto grado, al rango de
filosofía oficial del Estado monárquico prusiano! ¿Era posible que detrás de
estos profesores, detrás de sus palabras pedantescamente oscuras, detrás de sus
tiradas largas y aburridas, se escondiese la revolución? Pues, ¿no eran
precisamente los hombres a quienes entonces se consideraba como los
representantes de la revolución, los liberales, los enemigos más encarnizados de
esta filosofía que embrollaba las cabezas? Sin embargo, lo que no alcanzaron a
ver ni el gobierno ni los liberales, lo vio ya en 1833, por lo menos un hombre;
cierto es que este hombre se llamaba Enrique Heine [2].
Pongamos un ejemplo. No ha
habido tesis filosófica sobre la que más haya pesado la gratitud de gobiernos
miopes y la cólera de liberales, no menos cortos de vista, como sobre la famosa
tesis de Hegel:
«Todo lo real es racional,
y todo lo racional es real» [3].
¿No era esto,
palpablemente, la canonización de todo lo existente, la bendición filosófica
dada al despotismo, al Estado policíaco, a la justicia de gabinete, a la
censura? Así lo creía, en efecto, Federico Guillermo III; así lo creían sus
súbditos. Pero, para Hegel, no todo lo que existe, ni mucho menos, es real por
el solo hecho de existir. En su doctrina, el atributo de la realidad sólo
corresponde a lo que, además de existir, es necesario.
«la realidad, al
desplegarse, se revela como necesidad»;
por eso Hegel no reconoce,
ni mucho menos, como real, por el solo hecho de dictarse, una medida cualquiera
de gobierno: él mismo pone el ejemplo «de cierto sistema tributario». Pero todo
lo necesario se acredita también, en última instancia, como racional. Por tanto,
aplicada al Estado prusiano de aquel entonces, la tesis hegeliana sólo puede
interpretarse así: este Estado es racional, ajustado a la razón, en la medida en
que es necesario; si, no obstante eso, nos parece malo, y, a pesar de serlo,
sigue existiendo, esta maldad del gobierno tiene su justificación y su
explicación en la maldad de sus súbditos. Los prusianos de aquella época tenían
el gobierno que se merecían.
Ahora bien; según Hegel,
la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social
o política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Al
contrario. La república romana era real, pero el imperio romano que la desplazó
lo era también. En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es
decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida
por la gran Revolución, de la que Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo.
Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la revolución. Y así, en
el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su
necesidad, su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que
agoniza es ocupado por una realidad nueva y vital; pacíficamente, si lo caduco
es lo bastante razonable para resignarse a desaparecer sin lucha; por la fuerza,
si se rebela contra esta necesidad. De este modo, la tesis de Hegel se torna,
por la propia dialéctica hegeliana, en su reverso: todo lo que es real, dentro
de los dominios de la historia humana, se convierte con el tiempo en irracional;
lo es ya, de consiguiente, por su destino, lleva en sí de antemano el germen de
lo irracional; y todo lo que es racional en la cabeza del hombre se halla
destinado a ser un día real, por mucho que hoy choque todavía con la aparente
realidad existente. La tesis de que todo lo real es racional se resuelve,
siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo
lo que existe merece perecer.
Y en esto precisamente
estribaba la verdadera significación y el carácter revolucionario de la
filosofía hegeliana (a la que habremos de limitarnos aquí, como remate de todo
el movimiento filosófico iniciado con Kant): en que daba al traste para siempre
con el carácter definitivo de todos los resultados del pensamiento y de la
acción del hombre. En Hegel, la verdad que trataba de conocer la filosofía no
era ya una colección de tesis dogmáticas fijas que, una vez encontradas, sólo
haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía en el proceso mismo del
conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas
inferiores, se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin
llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto
en que ya no pueda seguir avanzando, en que sólo le reste cruzarse de brazos y
sentarse a admirar la verdad absoluta conquistada. Y lo mismo que en el terreno
de la filosofía, en los demás campos del conocimiento y en el de la actuación
práctica. La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su
remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad
perfecta, un «Estado» perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la
imaginación; por el contrario: todos los estadios históricos que se suceden no
son más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo
de la sociedad humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son
necesarias, y por tanto, legítimas para la época y para las condiciones que las
engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones
nuevas y superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que
ceder el paso a otra fase más alta, a la que también le llegará, en su día, la
hora de caducar y perecer. Del mismo modo que la burguesía, por medio de la gran
industria, la libre concurrencia y el mercado mundial, acaba prácticamente con
todas las instituciones estables, consagradas por una venerable antigüedad, esta
filosofía dialéctica acaba con todas las ideas de una verdad absoluta y
definitiva y de estados absolutos de la humanidad, congruentes con aquélla. Ante
esta filosofía, no existe nada definitivo, absoluto, consagrado; en todo pone de
relieve lo que tiene de perecedero, y no deja en pie más que el proceso
ininterrumpido del devenir y del perecer, un ascenso sin fin de lo inferior a lo
superior, cuyo mero reflejo en el cerebro pensante es esta misma filosofía.
Cierto es que tiene también un lado conservador, en cuanto que reconoce la
legitimidad de determinadas fases sociales y de conocimiento, para su época y
bajo sus circunstancias; pero nada más. El conservadurismo de este modo de
concebir es relativo; su carácter revolucionario es absoluto, es lo único
absoluto que deja en pie.
No necesitamos detenernos
aquí a indagar si este modo de concebir concuerda totalmente con el estado
actual de las Ciencias Naturales, que pronostican a la existencia de la misma
Tierra un fin posible y a su habitabilidad un fin casi seguro; es decir, que
asignan a la historia humana no sólo una vertiente ascendente, sino también otra
descendente. En todo caso, nos encontramos todavía bastante lejos de la cúspide
desde la que empieza a declinar la historia de la sociedad, y no podemos exigir
tampoco a la filosofía hegeliana que se ocupase de un problema que las Ciencias
Naturales de su época no habían puesto aún a la orden del día.
Lo que sí tenemos que
decir es que en Hegel no aparece desarrollada con tanta nitidez la anterior
argumentación. Es una consecuencia necesaria de su método, pero el autor no
llegó nunca a deducirla con esta claridad. Por la sencilla razón de que Hegel
veíase coaccionado por la necesidad de construir un sistema, y un sistema
filosófico tiene que tener siempre, según las exigencias tradicionales, su
remate en un tipo cualquiera de verdad absoluta. Por tanto, aunque Hegel, sobre
todo en su "Lógica", insiste en que esta verdad absoluta no es más que el mismo
proceso lógico (y, respectivamente, histórico), vese obligado a poner un fin a
este proceso, ya que necesariamente tenía que llegar a un fin, cualquiera que
fuere, con su sistema. En la "Lógica" puede tomar de nuevo este fin como punto
de arranque, puesto que aquí el punto final, la idea absoluta —que lo único que
tiene de absoluto es que no sabe decirnos absolutamente nada acerca de ella— se
«enajena», es decir, se transforma en la naturaleza, para recobrar más tarde su
ser en el espíritu, o sea en el pensamiento y en la historia. Pero, al final de
toda la filosofía no hay más que un camino para producir semejante trueque del
fin en el comienzo: decir que el término de la historia es el momento en que la
humanidad cobra conciencia de esta misma idea absoluta y proclama que esta
conciencia de la idea absoluta se logra en la filosofía hegeliana. Mas, con
ello, se erige en verdad absoluta todo el contenido dogmático del sistema de
Hegel, en contradicción con su método dialéctico, que destruye todo lo
dogmático; con ello, el lado revolucionario de esta filosofía queda asfixiado
bajo el peso de su lado conservador hipertrofiado. Y lo que decimos del
conocimiento filosófico, es aplicable también a la práctica histórica. La
humanidad, que en la persona de Hegel fue capaz de llegar a descubrir la idea
absoluta, tiene que hallarse también en condiciones de poder implantar
prácticamente en la realidad esta idea absoluta. Los postulados políticos
prácticos que la idea absoluta plantea a sus contemporáneos no deben ser, por
tanto, demasiado exigentes. Y así, al final de la "Filosofía del Derecho" nos
encontramos con que la idea absoluta había de realizarse en aquella monarquía
por estamentos que Federico Guillermo III prometiera a sus súbditos tan
tenazmente y tan en vano; es decir, en una dominación indirecta limitada y
moderada de las clases poseedoras, adaptada a las condiciones pequeño burguesas
de la Alemania de aquella época; demostrándosenos además, por vía especulativa,
la necesidad de la aristocracia.
Como se ve, ya las
necesidades internas del sistema alcanzan a explicar la deducción de una
conclusión política extremadamente tímida, por medio de un método discursivo
absolutamente revolucionario. Claro está que la forma específica de esta
conclusión proviene del hecho de que Hegel era un alemán, que, al igual que su
contemporáneo Goethe, enseñaba siempre la oreja del filisteo. Tanto Goethe como
Hegel eran, cada cual en su campo, verdaderos Júpiter olímpicos, pero nunca
llegaron a desprenderse por entero de lo que tenían de filisteos alemanes.
Mas todo esto no impedía
al sistema hegeliano abarcar un campo incomparablemente mayor que cualquiera de
los que le habían precedido, y desplegar dentro de este campo una riqueza de
pensamiento que todavía hoy causa asombro. Fenomenología del espíritu (que
podríamos calificar de paralelo de la embriología y de la paleontología del
espíritu: el desarrollo de la conciencia individual a través de sus diversas
etapas, concebido como la reproducción abreviada de las fases que recorre
históricamente la conciencia del hombre), Lógica, Filosofía de la naturaleza,
Filosofía del espíritu, esta última investigada a su vez en sus diversas
subcategorías históricas: Filosofía de la Historia, del Derecho, de la Religión,
Historia de la Filosofía, Estética, etc.; en todos estos variados campos
históricos trabajó Hegel por descubrir y poner de relieve el hilo de engarce del
desarrollo; y como no era solamente un genio creador, sino que poseía además una
erudición enciclopédica, sus investigaciones hacen época en todos ellos. Huelga
decir que las exigencias del «sistema» le obligan, con harta frecuencia, a
recurrir a estas construcciones forzadas que todavía hacen poner el grito en el
cielo a los pigmeos que le combaten. Pero estas construcciones no son más que el
marco y el andamiaje de su obra; si no nos detenemos ante ellas más de lo
necesario y nos adentramos bien en el gigantesco edificio, descubrimos
incontables tesoros que han conservado hasta hoy día todo su valor. El «sistema»
es, cabalmente, lo efímero en todos los filósofos, y lo es precisamente porque
brota de una necesidad imperecedera del espíritu humano: la necesidad de superar
todas las contradicciones. Pero superadas todas las contradicciones de una vez y
para siempre, hemos llegado a la llamada verdad absoluta, la historia del mundo
se ha terminado, y, sin embargo, tiene que seguir existiendo, aunque ya no tenga
nada que hacer, lo que representa, como se ve, una nueva e insoluble
contradicción. Tan pronto como descubrimos —y en fin de cuentas, nadie nos ha
ayudado más que Hegel a descubrirlo— que planteada así la tarea de la filosofía,
no significa otra cosa que pretender que un solo filósofo nos dé lo que sólo
puede darnos la humanidad entera en su trayectoria de progreso; tan pronto como
descubrimos esto, se acaba toda filosofía, en el sentido tradicional de esta
palabra. La «verdad absoluta», imposible de alcanzar por este camino e
inasequible para un solo individuo, ya no interesa, y lo que se persigue son las
verdades relativas, asequibles por el camino de las ciencias positivas y de la
generalización de sus resultados mediante el pensamiento dialéctico. Con Hegel
termina, en general, la filosofía; de un lado, porque en su sistema se resume
del modo más grandioso toda la trayectoria filosófica; y, de otra parte, porque
este filósofo nos traza, aunque sea inconscientemente, el camino para salir de
este laberinto de los sistemas hacia el conocimiento positivo y real del mundo.
Fácil es comprender cuán
enorme tenía que ser la resonancia de este sistema hegeliano en una atmósfera
como la de Alemania, teñida de filosofía. Fue una carrera triunfal que duró
décadas enteras y que no terminó, ni mucho menos, con la muerte de Hegel. Lejos
de ello, fue precisamente en los años de 1830 a 1840 cuando la «hegeliada»
alcanzó la cumbre de su imperio exclusivo, llegando a contagiar más o menos
hasta a sus mismos adversarios; fue durante esta época cuando las ideas de Hegel
penetraron en mayor abundancia, consciente o inconscientemente, en las más
diversas ciencias, y también, como fermento, en la literatura popular y en la
prensa diaria, de las que se nutre ideológicamente la vulgar «conciencia culta».
Pero este triunfo en toda la línea no era más que el preludio de una lucha
intestina.
Como hemos visto, la
doctrina de Hegel, tomada en conjunto, dejaba abundante margen para que en ella
se albergasen las más diversas ideas prácticas de partido; y en la Alemania
teórica de aquel entonces, había sobre todo dos cosas que tenían una importancia
práctica: la religión y la política. Quien hiciese hincapié en el sistema de
Hegel, podía ser bastante conservador en ambos terrenos; quien considerase como
lo primordial el método dialéctico, podía figurar, tanto en el aspecto religioso
como en el aspecto político, en la extrema oposición. Personalmente, Hegel
parecía más bien inclinarse, en conjunto —pese a las explosiones de cólera
revolucionaria bastante frecuentes en sus obras—, del lado conservador; no en
vano su sistema le había costado harto más «duro trabajo discursivo» que su
método. Hacia fines de la década del treinta, la escisión de la escuela
hegeliana fue haciéndose cada vez más patente. El ala izquierda, los llamados
jóvenes hegelianos, en su lucha contra los ortodoxos pietistas y los
reaccionarios feudales, iban echando por la borda, trozo a trozo, aquella
postura filosófico-elegante de retraimiento ante los problemas candentes del
día, que hasta allí había valido a sus doctrinas la tolerancia y la protección
del Estado. En 1840, cuando la beatería ortodoxa y la reacción
feudal-absolutista subieron al trono con Federico Guillermo IV, ya no había más
remedio que tomar abiertamente partido. La lucha seguía dirimiéndose con armas
filosóficas, pero ya no se luchaba por objetivos filosóficos abstractos; ahora,
tratábase ya, directamente, de acabar con la religión heredada y con el Estado
existente. Aunque en los "Deutsche Jahrbücher" [4] los
objetivos finales de carácter práctico se vistiesen todavía preferentemente con
ropaje filosófico, en la "Rheinische Zeitung" [5] de 1842 la
escuela de los jóvenes hegelianos se presentaba ya abiertamente como la
filosofía de la burguesía radical ascendente, y sólo empleaba la capa filosófica
para engañar a la censura.
Pero, en aquellos tiempos,
la política era una materia espinosa; por eso los tiros principales se dirigían
contra la religión; si bien es cierto que esa lucha era también, indirectamente,
sobre todo desde 1840, una batalla política. El primer impulso lo había dado
Strauss, en 1835, con su "Vida de Jesús". Contra la teoría de la formación de
los mitos evangélicos, desarrollada en ese libro, se alzó más tarde Bruno Bauer,
demostrando que una serie de relatos del Evangelio habían sido fabricados por
sus mismos autores. Esta polémica se riñó bajo el disfraz filosófico de una
lucha de la «autoconciencia» contra la «sustancia»; la cuestión de si las
leyendas evangélicas de los milagros habían nacido de los mitos creados de un
modo espontáneo y por la tradición en el seno de la comunidad religiosa o habían
sido sencillamante fabricados por los evangelistas, se hinchó hasta convertirse
en el problema de si la potencia decisiva que marca el rumbo de la historia
universal es la «sustancia» o la «autoconciencia»; hasta que, por último, vino
Stirner, el profeta del anarquismo moderno —Bakunin ha tomado muchísimo de él— y
coronó la «conciencia» soberana con su «Unico» soberano [6].
No queremos detenernos a
examinar este aspecto del proceso de descomposición de la escuela hegeliana. Más
importante para nosotros es saber esto: que la masa de los jóvenes hegelianos
más decididos hubieron de recular, obligados por la necesidad práctica de luchar
contra la religión positiva, hasta el materialismo anglofrancés. Y al llegar
aquí, se vieron envueltos en un conflicto con su sistema de escuela. Mientras
que para el materialismo lo único real es la naturaleza, en el sistema hegeliano
ésta representa tan sólo la «enajenación» de la idea absoluta, algo así como una
degradación de la idea; en todo caso, aquí el pensar y su producto discursivo,
la idea, son lo primario, y la naturaleza lo derivado, lo que en general sólo
por condescendencia de la idea puede existir. Y alrededor de esta contradicción
se daban vueltas y más vueltas, bien o mal, como se podía.
Fue entonces cuando
apareció "La esencia del cristianismo" (1841) de Feuerbach. Esta obra pulverizó
de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, el
materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es la
base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también, de
suyo, productos naturales; fuera de la naturaleza y de los hombres, no existe
nada, y los seres superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son
más que otros tantos reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El maleficio
quedaba roto; el «sistema» saltaba hecho añicos y se le daba de lado. Y la
contradicción, como sólo tenía una existencia imaginaria, quedaba resuelta. Sólo
habiendo vivido la acción liberadora de este libro, podría uno formarse una idea
de ello. El entusiasmo fue general: al punto todos nos convertimos en
feuerbachianos. Con qué entusiasmo saludó Marx la nueva idea y hasta qué punto
se dejó influir por ella —pese a todas sus reservas críticas—, puede verse
leyendo "La Sagrada Familia".
Hasta los mismos defectos
del libro contribuyeron a su éxito momentáneo. El estilo ameno, a ratos incluso
ampuloso, le aseguró a la obra un mayor público y era desde luego un alivio,
después de tantos y tantos años de hegelismo abstracto y abstruso. Otro tanto
puede decirse de la exaltación exagerada del amor, disculpable, pero no
justificable, después de tanta y tan insoportable soberanía del «pensar duro».
Pero no debemos olvidar que estos dos flacos de Feuerbach fueron precisamente
los que sirvieron de asidero a aquel «verdadero socialismo» que desde 1844
empezó a extenderse por la Alemania «culta» como una plaga, y que sustituía el
conocimiento científico por la frase literaria, la emancipación del proletariado
mediante la transformación económica de la producción por la liberación de la
humanidad por medio del «amor»; en una palabra, que se perdía en esa repugnante
literatura y en esa exacerbación amorosa cuyo prototipo era el señor Karl Grün.
Otra cosa que tampoco hay
que olvidar es que la escuela hegeliana se había deshecho, pero la filosofía de
Hegel no había sido críticamente superada. Strauss y Bauer habían tomado cada
uno un aspecto de ella, y lo enfrentaban polémicamente con el otro. Feuerbach
rompió el sistema y lo echó sencillamente a un lado. Pero para liquidar una
filosofía no basta, pura y simplemente, con proclamar que es falsa. Y una obra
tan gigantesca como era la filosofía hegeliana, que había ejercido una
influencia tan enorme sobre el desarrollo espiritual de la nación, no se
eliminaba por el solo hecho de hacer caso omiso de ella. Había que «suprimirla»
en el sentido que ella misma emplea, es decir, destruir críticamente su forma,
pero salvando el nuevo contenido logrado por ella. Cómo se hizo esto, lo diremos
más adelante.
Mientras tanto, vino la
revolución de 1848 y echó a un lado toda la filosofía, con el mismo desembarazo
con que Feuerbach había echado a un lado a su Hegel. Y con ello, pasó también a
segundo plano el propio Feuerbach.
Capítulo II
El gran problema cardinal
de toda la filosofía, especialmente de la moderna, es el problema de la relación
entre el pensar y el ser. Desde los tiempos remotísimos, en que el hombre,
sumido todavía en la mayor ignorancia acerca de la estructura de su organismo y
excitado por las imágenes de los sueños [7], dio en creer que
sus pensamientos y sus sensaciones no eran funciones [364] de su cuerpo, sino de
un alma especial, que moraba en ese cuerpo y lo abandonaba al morir; desde
aquellos tiempos, el hombre tuvo forzosamente que reflexionar acerca de las
relaciones de esta alma con el mundo exterior. Si el alma se separaba del cuerpo
al morir éste y sobrevivía, no había razón para asignarle a ella una muerte
propia; así surgió la idea de la inmortalidad del alma, idea que en aquella fase
de desarrollo no se concebía, ni mucho menos, como un consuelo, sino como una
fatalidad ineluctable, y no pocas veces, cual entre los griegos, como un
infortunio verdadero. No fue la necesidad religiosa del consuelo, sino la
perplejidad, basada en una ignorancia generalizada, de no saber qué hacer con el
alma —cuya existencia se había admitido— después de morir el cuerpo, lo que
condujo, con carácter general, a la aburrida fábula de la inmortalidad personal.
Por caminos muy semejantes, mediante la personificación de los poderes
naturales, surgieron también los primeros dioses, que luego, al irse
desarrollando la religión, fueron tomando un aspecto cada vez más ultramundano,
hasta que, por último, por un proceso natural de abstracción, casi diríamos de
destilación, que se produce en el transcurso del progreso espiritual, de los
muchos dioses, más o menos limitados y que se limitaban mutuamente los unos a
los otros, brotó en las cabezas de los hombres la idea de un Dios único y
exclusivo, propio de las religiones monoteístas.
El problema de la relación
entre el pensar y el ser, entre el espíritu y la naturaleza, problema supremo de
toda la filosofía, tiene pues, sus raíces, al igual que toda religión, en las
ideas limitadas e ignorantes del estado de salvajismo. Pero no pudo plantearse
con toda nitidez, ni pudo adquirir su plena significación hasta que la humanidad
europea despertó del prolongado letargo de la Edad Media cristiana. El problema
de la relación entre el pensar y el ser, problema que, por lo demás, tuvo
también gran importancia en la escolástica de la Edad Media; el problema de
saber qué es lo primario, si el espíritu o la naturaleza, este problema
revestía, frente a la Iglesia, la forma agudizada siguiente: ¿el mundo fue
creado por Dios, o existe desde toda una eternidad?
Los filósofos se dividían
en dos grandes campos, según la contestación que diesen a esta pregunta. Los que
afirmaban el carácter primario del espíritu frente a la naturaleza, y por tanto
admitían, en última instancia, una creación del mundo bajo una u otra forma (y
en muchos filósofos, por ejemplo en Hegel, la génesis es bastante más embrollada
e imposible que en la religión cristiana), formaban en el campo del idealismo.
Los otros, los que reputaban la naturaleza como lo primario, figuran en las
diversas escuelas del materialismo.
Las expresiones idealismo
y materialismo no tuvieron, en un principio, otro significado, ni aquí las
emplearemos nunca con otro sentido. Más adelante veremos la confusión que se
origina cuando se le atribuye otra acepción.
Pero el problema de la
relación entre el pensar y el ser encierra, además, otro aspecto, a saber: ¿qué
relación guardan nuestros pensamientos acerca del mundo que nos rodea con este
mismo mundo? ¿Es nuestro pensamiento capaz de conocer el mundo real; podemos
nosotros, en nuestras ideas y conceptos acerca del mundo real, formarnos una
imagen refleja exacta de la realidad? En el lenguaje filosófico, esta pregunta
se conoce con el nombre de problema de la identidad entre el pensar y el ser y
es contestada afirmativamente por la gran mayoría de los filósofos. En Hegel,
por ejemplo, la contestación afirmativa cae de su propio peso, pues, según esta
filosofía, lo que el hombre conoce del mundo real es precisamente el contenido
discursivo de éste, aquello que hace del mundo una realización gradual de la
idea absoluta, la cual ha existido en alguna parte desde toda una eternidad,
independientemente del mundo y antes de él; y fácil es comprender que el
pensamiento pueda conocer un contenido que es ya, de antemano, un contenido
discursivo. Asimismo se comprende, sin necesidad de más explicaciones que lo que
aquí se trata de demostrar, se contiene ya tácitamente en la premisa. Pero esto
no impide a Hegel, ni mucho menos, sacar de su prueba de la identidad del pensar
y el ser otra conclusión; que su filosofía por ser exacta para su pensar, es
también la única exacta, y que la identidad del pensar y el ser ha de
comprobarla la humanidad, transplantando inmediatamente su filosofía del terreno
teórico al terreno práctico, es decir, transformando todo el universo con
sujección a los principios hegelianos. Es ésta una ilusión que Hegel comparte
con casi todos los filósofos.
Pero, al lado de éstos,
hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el mundo, o por
lo menos de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los modernos,
a Hume y a Kant, que han desempeñado un papel considerable en el desarrollo de
la filosofía. Los argumentos decisivos en refutación de este punto de vista han
sido aportados ya por Hegel, en la medida en que podía hacerse desde una
posición idealista; lo que Feuerbach añade de materialista, tiene más de
ingenioso que de profundo. La refutación más contundente de estas
extravagancias, como de todas las demás extravagancias filosóficas, es la
práctica, o sea, el experimento y la industria. Si podemos demostrar la
exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo
nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones, y si,
además, lo ponemos al servicio de nuestros propios fines, damos al traste con la
«cosa en sí» inaprensible de Kant. Las sustancias químicas producidas en el
mundo vegetal y animal siguieron siendo «cosas en sí» inaprensibles hasta que la
química orgánica comenzó a producirlas unas tras otras; con ello, la «cosa en
sí» se convirtió en una cosa para nosotros, como por ejemplo, la materia
colorante de la rubia, la alizarina, que hoy ya no extraemos de la raíz de
aquella planta, sino que obtenemos del alquitrán de hulla, procedimiento mucho
más barato y más sencillo. El sistema de Copérnico fue durante trescientos años
una hipótesis, por la que se podía apostar cien, mil, diez mil contra uno, pero,
a pesar de todo, una hipótesis; hasta que Leverrier, con los datos tomados de
este sistema, no sólo demostró que debía existir necesariamente un planeta
desconocido hasta entonces, sino que, además, determinó el lugar en que este
planeta tenía que encontrarse en el firmamento, y cuando después Galle descubrió
efectivamente este planeta [8], el sistema de Copérnico quedó
demostrado. Si, a pesar de ello los neokantianos pretenden resucitar en Alemania
la concepción de Kant y los agnósticos quieren hacer lo mismo con la concepción
de Hume en Inglaterra (donde no había llegado nunca a morir del todo), estos
intentos, hoy, cuando aquellas doctrinas han sido refutadas en la teoría y en la
práctica desde hace tiempo, representan científicamente un retroceso, y
prácticamente no son más que una manera vergonzante de aceptar el materialismo
por debajo de cuerda y renegar de él públicamente.
Ahora bien, durante este
largo período, desde Descartes hasta Hegel y desde Hobbes hasta Feuerbach, los
filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían, por la fuerza
del pensamiento puro. Al contrario. Lo que en la realidad les impulsaba eran,
precisamente, los progresos formidables y cada vez más raudos de las Ciencias
Naturales y de la industria. En los filósofos materialistas, esta influencia
aflora a la superficie, pero también los sistemas idealistas fueron llenándose
más y más de contenido materialista y se esforzaron por conciliar
panteísticamente la antítesis entre el espíritu y la materia; hasta que, por
último, el sistema de Hegel ya no representaba por su método y su contenido más
que un materialismo que aparecía invertido de una manera idealista.
Se explica, pues, que
Starcke, para caracterizar a Feuerbach, empiece investigando su posición ante
este problema cardinal de la relación entre el pensar y el ser. Después de una
breve introducción, en la que se expone, empleando sin necesidad un lenguaje
filosófico pesado, el punto de vista de los filósofos anteriores, especialmente
a partir de Kant, y en la que Hegel pierde mucho por detenerse el autor con
exceso de formalismo en algunos pasajes sueltos de sus obras, sigue un estudio
minucioso sobre la trayectoria de la propia «metafísica» feuerbachiana, tal como
se desprende de la serie de obras de este filósofo relacionadas con el problema
que nos ocupa. Este estudio está hecho de modo cuidadoso y es bastante claro,
aunque aparece recargado, como todo el libro, con un lastre de expresiones y
giros filosóficos no siempre inevitables, ni mucho menos, y que resultan tanto
más molestos cuanto menos se atiene el autor a la terminología de una misma
escuela o a la del propio Feuerbach y cuanto más mezcla y baraja términos
tomados de las más diversas escuelas, sobre todo de esas corrientes que ahora
hacen estragos y que se adornan con el nombre de filosóficas.
La trayectoria de
Feuerbach es la de un hegeliano —no del todo ortodoxo, ciertamente— que marcha
hacia el materialismo; trayectoria que, al llegar a una determinada fase, supone
una ruptura total con el sistema idealista de su predecesor. Por fin le gana con
fuerza irresistible la convicción de que la existencia de la «idea absoluta»
anterior al mundo, que preconiza Hegel, la «preexistencia de las categorías
lógicas» antes que hubiese un mundo, no es más que un residuo fantástico de la
fe en un creador ultramundano; de que el mundo material y perceptible por los
sentidos, del que formamos parte también los hombres, es lo único real y de que
nuestra conciencia y nuestro pensamiento, por muy transcendentes que parezcan,
son el producto de un órgano material, físico: el cerebro. La materia no es un
producto del espíritu, y el espíritu mismo no es más que el producto supremo de
la materia. Esto es, naturalmente materialismo puro. Al llegar aquí, Feuerbach
se atasca. No acierta a sobreponerse al prejuicio rutinario, filosófico, no
contra la cosa, sino contra el nombre de materialismo. Dice:
«El materialismo es, para
mí, el cimiento sobre el que descansa el edificio del ser y del saber del
hombre; pero no es para mí lo que es para el fisiólogo, para el naturalista en
sentido estricto, por ejemplo, para Moleschott, lo que forzosamente tiene que
ser, además, desde su punto de vista y su profesión: el edificio mismo.
Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no
lo estoy mirando hacia adelante».
Aquí Feuerbach confunde el
materialismo, que es una concepción general del mundo basada en una
interpretación determinada de las relaciones entre el espíritu y la materia, con
la forma concreta que esta concepción del mundo revistió en una determinada fase
histórica, a saber: en el siglo XVIII. Más aún, lo confunde con la forma
achatada, vulgarizada, en que el materialismo del siglo XVIII perdura todavía
hoy en las cabezas de naturalistas y médicos y como era pregonado en la década
del 50 por los predicadores de feria Büchner, Vogt, y Moleschott. Pero, al igual
que el idealismo, el materialismo recorre una serie de fases en su desarrollo.
Cada descubrimiento trascendental, operado incluso en el campo de las Ciencias
Naturales, le obliga a cambiar de forma; y desde que el método materialista se
aplica también a la historia, se abre ante él un camino nuevo de desarrollo.
El materialismo del siglo
pasado era predominantemente mecánico, porque por aquel entonces la mecánica, y
además sólo la de los cuerpos sólidos —celestes y terrestres—, en una palabra,
la mecánica de la gravedad, era, de todas las Ciencias Naturales, la única que
había llegado en cierto modo a un punto de remate. La química sólo existía bajo
una forma incipiente, flogística. La biología estaba todavía en mantillas; los
organismos vegetales y animales sólo se habían investigado muy a bulto y se
explicaban por medio de causas puramente mecánicas; para los materialistas del
siglo XVIII, el hombre era lo que para Descartes el animal: una máquina. Esta
aplicación exclusiva del rasero de la mecánica a fenómenos de naturaleza química
y orgánica en los que, aunque rigen las leyes mecánicas, éstas pasan a segundo
plano ante otras superiores a ellas, constituía una de las limitaciones
específicas, pero inevitables en su época, del materialismo clásico francés.
La segunda limitación
específica de este materialismo consistía en su incapacidad para concebir el
mundo como un proceso, como una materia sujeta a desarrollo histórico. Esto
correspondía al estado de las Ciencias Naturales por aquel entonces y al modo
metafísico, es decir, antidialéctico, de filosofar que con él se relacionaba.
Sabíase que la naturaleza se hallaba sujeta a perenne movimiento. Pero, según
las ideas dominantes en aquella época, este movimiento giraba no menos
perennemente en un sentido circular, razón por la cual no se movía nunca de
sitio, engendraba siempre los mismos resultados. Por aquel entonces, esta idea
era inevitable. La teoría kantiana acerca de la formación del sistema solar
acababa de formularse y se la consideraba todavía como una mera curiosidad. La
historia del desarrollo de la Tierra, la geología, era aún totalmente
desconocida y todavía no podía establecerse científicamente la idea de que los
seres animados que hoy viven en la naturaleza son el resultado de un largo
desarrollo, que va desde lo simple a lo complejo. La concepción antihistórica de
la naturaleza era por tanto, inevitable. Esta concepción no se les puede echar
en cara a los filósofos del siglo XVIII tanto menos por cuanto aparece también
en Hegel. En éste, la naturaleza, como mera «enajenación» de la idea, no es
susceptible de desarrollo en el tiempo, pudiendo sólo desplegar su variedad en
el espacio, por cuya razón exhibe conjunta y simultáneamente todas las fases del
desarrollo que guarda en su seno y se halla condenada a la repetición perpetua
de los mismos procesos. Y este contrasentido de una evolución en el espacio,
pero al margen del tiempo —factor fundamental de toda evolución—, se lo cuelga
Hegel a la naturaleza precisamente en el momento en que se habían formado la
Geología, la Embriología, la Fisiología vegetal y animal y la Química orgánica,
y cuando por todas partes surgían, sobre la base de estas nuevas ciencias,
atisbos geniales (por ejemplo, los de Goethe y Lamarck) de la que más tarde
había de ser teoría de la evolución. Pero el sistema lo exigía así y, en gracia
a él, el método tenía que hacerse traición a sí mismo.
Esta concepción
antihistórica imperaba también en el campo de la historia. Aquí, la lucha contra
los vestigios de la Edad Media tenía cautivas todas las miradas. La Edad Media
era considerada como una simple interrupción de la historia por un estado
milenario de barbarie general; los grandes progresos de la Edad Media, la
expansión del campo cultural europeo, las grandes naciones de fuerte vitalidad
que habían ido formándose unas junto a otras durante este período y, finalmente,
los enormes progresos técnicos de los siglos XIV y XV: nada de esto se veía.
Este criterio hacia imposible, naturalmente, penetrar con una visión racional en
la gran concatenación histórica, y así la historia se utilizaba, a lo sumo, como
una colección de ejemplos e ilustraciones para uso de filósofos.
Los vulgarizadores, que
durante la década del 50 pregonaban el materialismo en Alemania, no salieron, ni
mucho menos, del marco de la ciencia de sus maestros. A ellos, todos los
progresos que habían hecho desde entonces las Ciencias Naturales sólo les
servían como nuevos argumentos contra la existencia de un creador del mundo: y
no eran ellos, ciertamente, los más llamados para seguir desarrollando la
teoría. Y el idealismo, que había agotado ya toda su sapiencia y estaba herido
de muerte por la revolución de 1848, podía morir, al menos, con la satisfacción
de que, por el momento, la decadencia del materialismo era todavía mayor.
Feuerbach tenía indiscutiblemente razón cuando se negaba a hacerse responsable
de ese materialismo: pero a lo que no tenía derecho era a confundir la teoría de
los predicadores de feria con el materialismo en general.
Sin embargo, hay que tener
en cuenta dos cosas. En primer lugar, en tiempos de Feuerbach las Ciencias
Naturales se hallaban todavía de lleno dentro de aquel intenso estado de
fermentación que no llegó a su clarificación ni a una conclusión relativa hasta
los últimos quince años: se había aportado nueva materia de conocimientos en
proporciones hasta entonces insólitas, pero hasta hace muy poco no se logró
enlazar y articular, ni por tanto poner un orden en este caos de descubrimientos
que se sucedían atropelladamente. Cierto es que Feuerbach pudo asistir todavía
en vida a los tres descubrimientos decisivos: el de la célula, el de la
transformación de la energía y el de la teoría de la evolución, que lleva el
nombre de Darwin. Pero, ¿cómo un filósofo solitario podía, en el retiro del
campo, seguir los progresos de la ciencia tan de cerca, que le fuese dado
apreciar la importancia de descubrimientos que los mismos naturalistas discutían
aún, por aquel entonces, o no sabían explotar suficientemente? Aquí, la culpa
hay que echársela única y exclusivamente a las lamentables condiciones en que se
desenvolvía Alemania, en virtud de las cuales las cátedras de filosofía eran
monopolizadas por pedantes eclécticos aficionados a sutilezas, mientras que un
Feuerbach, que estaba cien codos por encima de ellos, se aldeanizaba y se
avinagraba en un pueblucho. No le hagamos, pues, a él responsable de que no se
pusiese a su alcance la concepción histórica de la naturaleza, concepción que
ahora ya es factible y que supera toda la unilateralidad del materialismo
francés.
En segundo lugar,
Feuerbach tiene toda la razón cuando dice que el materialismo puramente
naturalista es «el cimiento sobre el que descansa el edificio del saber humano,
pero no el edificio mismo».
En efecto, el hombre no
vive solamente en la naturaleza, sino que vive también en la sociedad humana, y
ésta posee igualmente su historia evolutiva y su ciencia, ni más ni menos que la
naturaleza. Tratábase, pues, de poner en armonía con la base materialista,
recontruyéndola sobre ella, la ciencia de la sociedad; es decir, el conjunto de
las llamadas ciencias históricas y filosóficas. Pero esto no le fue dado a
Feuerbach hacerlo. En este campo, pese al «cimiento», no llegó a desprenderse de
las ataduras idealistas tradicionales, y él mismo lo reconoce con estas
palabras:
«Retrospectivamente, estoy
en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia
adelante».
Pero el que aquí, en el
campo social, no marchaba «hacia adelante», no se remontaba sobre sus posiciones
de 1840 ó 1844, era el propio Feuerbach; y siempre, principalmente, por el
aislamiento en que vivía, que le obligaba —a un filósofo como él, mejor dotado
que ningún otro para la vida social— a extraer las ideas de su cabeza solitaria,
en vez de producirlas por el contacto amistoso y el choque hostil con otros
hombres de su calibre. Hasta qué punto seguía siendo idealista en este campo, lo
veremos en detalle más adelante.
Aquí, diremos únicamente
que Starcke va a buscar el idealismo de Feuerbach a mal sitio.
«Feuerbach es idealista,
cree en el progreso de la humanidad» (pág. 19). «No obstante, la base, el
cimiento de todo edificio sigue siendo el idealismo. El realismo no es, para
nosotros, más que una salvaguardia contra los caminos falsos, mientras seguimos
detrás de nuestras corrientes ideales. ¿Acaso la compasión, el amor y la pasión
por la verdad y la justicia no son fuerzas ideales?» (pág. VIII)
En primer lugar, aquí el
idealismo no significa más que la persecución de fines ideales. Y éstos guardan,
a lo sumo, relación necesaria con el idealismo kantiano y su «imperativo
categórico»; pero el propio Kant llamó a su filosofía «idealismo trascendental»,
no porque, ni mucho menos, girase también en torno a ideales éticos, sino por
razones muy distintas, como Starcke recordará. La creencia supersticiosa de que
el idealismo filosófico gira en torno a la fe en ideales éticos, es decir
sociales, nació al margen de la filosofía, en la mente del filisteo alemán que
se aprende de memoria en las poesías de Schiller las migajas de cultura
filosófica que necesita. Nadie ha criticado con más dureza el impotente
«imperativo categórico» de Kant —impotente, porque pide lo imposible, y por
tanto no llega a traducirse en nada real—, nadie se ha burlado con mayor
crueldad de ese fanatismo de filisteo por ideales irrealizables, a que ha
servido de vehículo Schiller, como (véase, por ejemplo, la "Fenomenología"),
precisamente, Hegel, el idealista consumado.
En segundo lugar, no se
puede en modo alguno evitar que todo cuanto mueve al hombre tenga que pasar
necesariamente por su cabeza: hasta el comer y el beber, procesos que comienzan
con la sensación de hambre y sed, sentida por la cabeza, y terminan con la
sensación de satisfacción, sentida también con la cabeza. Las impresiones que el
mundo exterior produce sobre el hombre se expresan en su cabeza, se reflejan en
ella bajo la forma de sentimientos, de pensamientos, de impulsos, de actos de
voluntad; en una palabra, de «corrientes ideales», convirtiéndose en «factores
ideales» bajo esta forma. Y si el hecho de que un hombre se deje llevar por
estas «corrientes ideales» y permita que los «factores ideales» influyan en él,
si este hecho le convierte en idealista, todo hombre de desarrollo relativamente
normal será un idealista innato y ¿de dónde van a salir, entonces, los
materialistas?
En tercer lugar, la
convicción de que la humanidad, al menos actualmente, se mueve a grandes rasgos
en un sentido progresivo, no tiene nada que ver con la antítesis de materialismo
e idealismo. Los materialistas franceses abrigaban esta convicción hasta un
grado casi fanático, no menos que los deístas [9] Voltaire y
Rosseau, llegando por ella, no pocas veces, a los mayores sacrificios
personales. Si alguien ha consagrado toda su vida a la «pasión por la verdad y
la justicia» —tomando la frase en el buen sentido— ha sido, por ejemplo,
Diderot. Por tanto, cuando Starcke clasifica todo esto como idealismo, con ello
sólo demuestra que la palabra materialismo y toda la antítesis entre ambas
posiciones perdió para él todo sentido.
El hecho es que Starcke
hace aquí una concesión imperdonable —aunque tal vez inconsciente— a ese
tradicional prejuicio de filisteo, establecido por largos años de calumnias
clericales, contra el nombre de materialismo. El filisteo entiende por
materialismo el comer y el beber sin tasa, la codicia, el placer de la carne, la
vida regalona, el ansia de dinero, la avaricia, el afán de lucro y las estafas
bursátiles; en una palabra, todos esos vicios infames a los que él rinde un
culto secreto; y por idealismo, la fe en la virtud, en el amor al prójimo y, en
general, en un «mundo mejor», de la que baladronea ante los demás y en la que él
mismo sólo cree, a lo sumo, mientras atraviesa por ese estado de desazón o de
bancarrota que sigue a sus excesos «materialistas» habituales, acompañándose con
su canción favorita: «¿Qué es el hombre? Mitad bestia, mitad ángel».
Por lo demás, Starcke se
impone grandes esfuerzos para defender a Feuerbach contra los ataques y los
dogmas de los auxiliares de cátedra que hoy alborotan en Alemania con el nombre
de filósofos. Indudablemente, para quienes se interesen por estos epígonos de la
filosofía clásica alemana, la defensa era importante; al propio Starcke pudo
parecerle necesaria. Pero nosotros haremos gracia de ella al lector.
Capítulo III
Donde el verdadero
idealismo de Feuerbach se pone de manifiesto, es en su filosofía de la religión
y en su ética. Feuerbach no pretende, en modo alguno, acabar con la religión; lo
que él quiere es perfeccionarla. La filosofía misma debe disolverse en la
religión.
«Los períodos de la
humanidad sólo se distinguen unos de otros por los cambios religiosos. Un
movimiento histórico únicamente adquiere profundidad cuando va dirigido al
corazón del hombre. El corazón no es una forma de la religión, como si ésta se
albergase también en él; es la esencia de la religión» (citado por Starcke, pág.
168)
La religión es, para
Feuerbach, la relación sentimental, la relación cordial de hombre a hombre, que
hasta ahora buscaba su verdad en un reflejo fantástico de la realidad —por la
mediación de uno o muchos dioses, reflejos fantásticos de las cualidades
humanas— y ahora la encuentra, directamente, sin intermediario, en el amor entre
el Yo y el Tú. Por donde, en Feuerbach, el amor sexual acaba siendo una de las
formas supremas, si no la forma culminante, en que se practica su nueva
religión.
Ahora bien; las relaciones
de sentimientos entre seres humanos, y muy en particular entre los dos sexos,
han existido desde que existe el hombre. El amor sexual, especialmente, ha
experimentado durante los últimos 800 años un desarrollo y ha conquistado una
posición que durante todo este tiempo le convirtieron en el eje alrededor del
cual tenía que girar obligatoriamente toda la poesía. Las religiones positivas
existentes se han venido limitando a dar su altísima bendición a la
reglamentación del amor sexual por el Estado, es decir, a la legislación
matrimonial, y podrían desaparecer mañana mismo en bloque sin que la práctica
del amor y de la amistad se alterase en lo más mínimo. En efecto, desde 1793
hasta 1798, Francia vivió de hecho sin religión cristiana, hasta el punto de que
el propio Napoleón, para restaurarla, no dejó de tropezar con resistencias y
dificultades; y, sin embargo, durante este intervalo nadie sintió la necesidad
de buscarle un sustitutivo en el sentido feuerbachiano.
El idealismo de Feuerbach
estriba aquí en que para él las relaciones de unos seres humanos con otros,
basadas en la mutua afección, como el amor sexual, la amistad, la compasión, el
sacrificio, etc., no son pura y sencillamente lo que son de suyo, sin
retrotraerlas en el recuerdo a una religión particular, que también para él
forma parte del pasado, sino que adquieren su plena significación cuando
aparecen consagradas con el nombre de religión. Para él, lo primordial, no es
que estas relaciones puramente humanas existan, sino que se las considere como
la nueva, como la verdadera religión. Sólo cobran plena legitimada cuando
ostentan el sello religioso. La palabra religión viene de «religare» y
significa, originariamente, unión. Por tanto, toda unión de dos seres humanos es
una religión. Estos malabarismos etimológicos son el último recurso de la
filosofía idealista. Se pretende que valga, no lo que las palabras significan
con arreglo al desarrollo histórico de su empleo real, sino lo que deberían
denotar por su origen. Y, de este modo, se glorifican como una «religión» el
amor entre los dos sexos y las uniones sexuales, pura y exclusivamente para que
no desaparezca del lenguaje la palabra religión, tan cara para el recuerdo
idealista. Del mismo modo, exactamente, hablaban en la década del 40 los
reformistas parisinos de la tendencia de Luis Blanc, que no pudiendo tampoco
representarse un hombre sin religión más que como un monstruo, nos decían: «Donc,
l'athéisme c'est votre religion!» [10] Cuando Feuerbach se
empeña en encontrar la verdadera religión a base de una interpretación
sustancialmente materialista de la naturaleza, es como si se empeñase en
concebir la química moderna como la verdadera alquimia. Si la religión puede
existir sin su Dios, la alquimia puede prescindir también de su piedra
filosofal. Por lo demás, entre la religión y la alquimia media una relación muy
estrecha. La piedra filosofal encierra muchas propiedades de las que se
atribuyen a Dios, y los alquimistas egipcios y griegos de los dos primeros
siglos de nuestra era tuvieron también arte y parte en la formación de la
doctrina cristiana, como lo han demostrado los datos suministrados por Kopp y
Berthelot.
La afirmación de Feuerbach
de que los «períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los
cambios religiosos» es absolutamente falsa. Los grandes virajes históricos sólo
han ido acompañados de cambios religiosos en lo que se refiere a las tres
religiones universales que han existido hasta hoy: el budismo, el cristianismo y
el islamismo. Las antiguas religiones tribales y nacionales nacidas
espontáneamente no tenían un carácter proselitista y perdían toda su fuerza de
resistencia en cuanto desaparecía la independencia de las tribus y de los
pueblos que las profesaban; respecto a los germanos, bastó incluso para ello el
simple contacto con el imperio romano en decadencia y con la religión universal
del cristianismo, que este imperio acababa de abrazar y que tan bien cuadraba a
sus condiciones económicas, políticas y espirituales. Sólo es en estas
religiones universales, cradas más o menos artificialmente, sobre todo en el
cristianismo y en el islamismo, donde pueden verse los movimientos históricos
con un sello religioso; e incluso dentro del campo del cristianismo este sello
religioso, tratándose de revoluciones de un alcance verdaderamente universal, se
circunscribía a las primeras fases de la lucha de emancipación de la burguesía,
desde el siglo XIII hasta el siglo XVII, y no se explica, como quiere Feuerbach,
por el corazón del hombre y su necesidad de religión, sino por toda la historia
medieval anterior, que no conocía más formas ideológicas que la de la religión y
la teología. Pero en el siglo XVIII, cuando la burguesía fue ya lo bastante
fuerte para tener también una ideología propia, acomodada a su posición de
clase, hizo su grande y definitiva revolución, la revolución fgrancesa, bajo la
bandera exclusiva de ideas jurídicas y políticas, sin preocuparse de la religión
más que en la medida en que le estorbaba; pero no se le ocurrió poner una nueva
religión en lugar de la antigua; sabido es cómo Roberspierre fracasó en este
empeño [11].
La posibilidad de
experimentar sentimientos puramente humanos en nuestras realciones con otros
hombres se halla ya hoy bastante mermada por la sociedad erigida sobre los
antagonismos y la dominación de clase en la que nos vemos obligados a movernos;
no hay ninguna razón para que nosotros mismos la mermemos todavía más,
divinizando esos sentimientos hasta hacer de ellos una religión. Y la
comprensión de las grandes luchas históricas de clase se halla ya
suficientemente enturbiada por los historiadores al uso, sobre todo en Alemania,
para que acabemos nosotros de hacerla completamente imposible transformando esta
historia de luchas en un simple apéndice de la historia eclesiástica. Ya esto
sólo demuestra cuánto nos hemos alejado hoy de Feuerbach. Sus «pasajes más
hermosos», festejando esta nueva religión del amor, hoy son ya ilegibles.
La única religión que
Feuerbah investiga seriamente es el cristianismo, la religión universal del
Occidente, basada en el monoteísmo. Feuerbach demuestra que el Dios de los
cristianos no es más que el reflejo imaginativo, la imagen refleja del hombre.
Pero este Dios es, a su vez, el producto de un largo proceso de abstracción, la
quintaesencia concentrada de los muchos dioses tribales y nacionales que
existían antes de él. Congruentemente, el hombre, cuya imagen refleja es aquel
Dios, no es tampoco un hombre real, sino que es también la quintaesencia de
muchos hombres reales, el hombre abstracto, y por tanto, una imagen mental
también. Este Feuerbach que predica en cada página el imperio de los sentidos,
la sumersión en lo concreto, en la realidad, se convierte, tan pronto como tiene
que hablarnos de otras relaciones entre los hombres que no sean las simples
relaciones sexuales, en un pensador completamente abstracto.
Para él, estas relaciones
sólo tienen un aspecto: el de la moral. Y aquí vuelve a sorprendernos la pobreza
asombrosa de Feuerbach, comparado con Hegel. En éste, la ética o teoría de la
moral es la filosofía del Derecho y abarca: 1) el Derecho abstracto; 2) la
moralidad; 3) la Etica, moral práctica, que, a su vez, engloba la familia, la
sociedad civil y el Estado. Aquí, todo lo que tiene de idealista la forma, lo
tiene de realista el contenido. Juntamente a la moral se engloba todo el campo
del Derecho, de la Economía, de la Política. En Feuerbach, es al revés. Por la
forma, Feuerbach es realista, arranca del hombre; pero, como no nos dice ni una
palabra acerca del mundo en que vive, este hombre sigue siendo el mismo hombre
abstracto que llevaba la batuta en la filosofía de la religión. Este hombre no
ha nacido de vientre de mujer, sino que ha salido, como la mariposa de la
crisálida, del Dios de las religiones monoteístas, y por tanto no vive en un
mundo real, históricamente creado e históricamente determinado; entra en
contacto con otros hombres, es cierto, pero éstos son tan abstractos como él. En
la filosofía de la religión, existían todavía hombres y mujeres; en la ética,
desaparece hasta esta última diferencia. Es cierto que en Feuerbach nos
encontramos, muy de tarde en tarde, con afirmaciones como éstas:
«En un palacio se piensa
de otro modo que en una cabaña»; «el que no tiene nada en el cuerpo, porque se
muere de hambre y de miseria, no puede tener tampoco nada para la moral en la
cabeza, en el espíritu, ni en el corazón»; «la política debe ser nuestra
religión», etc.
Pero con estas
afirmaciones no sabe llegar a ninguna conclusión; son, en él, simples frases, y
hasta el propio Starcke se ve obligado a confesar que la política era, para
Feuerbach, una frontera infranqueable y
«la teoría de la sociedad,
la Sociología, terra incognita».
La misma vulgaridad
denota, si se le compara con Hegel en el modo como trata la contradicción entre
el bien y el mal.
«Cuando se dice —escribe
Hegel— que el hombre es bueno por naturaleza, se cree decir algo muy grande;
pero se olvida que se dice algo mucho más grande cuando se afirma que el hombre
es malo por naturaleza».
En Hegel, la maldad es la
forma en que toma cuerpo la fuerza propulsora del desarrollo histórico. Y en
este criterio se encierra un doble sentido, puesto que, de una parte, todo nuevo
progreso representa necesariamente un ultraje contra algo santificado, una
rebelión contra las viejas condiciones, agonizantes, pero consagradas por la
costumbre; y, por otra parte, desde la aparición de los antagonismos de clase,
son precisamente las malas pasiones de los hombres, la codicia y la ambición de
mando, las que sirven de palanca del progreso histórico, de lo que, por ejemplo,
es una sola prueba continuada la historia del feudalismo y de la burguesía. Pero
a Feuerbach no se le pasa por las mientes investigar el papel histórico de la
maldad moral. La historia es para él un campo desagradable y descorazonador.
Hasta su fórmula:
«El hombre que brotó
originariamente de la naturaleza era, puramente, un ser natural, y no un hombre.
El hombre es un producto del hombre, de la cultura, de la historia»;
hasta esta fórmula es, en
sus manos, completamente estéril.
Con estas premisas, lo que
Feuerbach pueda decirnos acerca de la moral tiene que ser, por fuerza,
extremadamente pobre. El anhelo de dicha es innato al hombre y debe constituir,
por tanto, la base de toda moral. Pero este anhelo de dicha sufre dos enmiendas.
La primera es la que le imponen las consecuencias naturales de nuestros actos:
detrás de la embriaguez, viene la desazón, y detrás de los excesos habituales,
la enfermedad. La segunda se deriva de sus consecuencias sociales: si no
respetamos el mismo anhelo de dicha de los demás éstos se defenderán y
perturbarán, a su vez, el nuestro. De donde se sigue que, para dar satisfacción
a este anhelo, debemos estas en condiciones de calcular bien las consecuencias
de nuestros actos y, además, reconocer la igualdad de derecho de los otros a
satisfacer el mismo anhelo. La limitación racional de la propia persona en
cuanto a uno mismo, y amor —¡siempre el amor!— en nuestras relaciones para con
los otros, son, por tanto, las reglas fundamentales de la moral feuerbachiana,
de las que se derivan todas las demás. Para cubrir la pobreza y la vulgaridad de
estas tesis, no bastan ni las ingeniosísimas consideraciones de Feuerbach, ni
los calurosos elogios de Starcke.
El anhelo de dicha muy
rara vez lo satisface el hombre —y nunca en provecho propio ni de otros—
ocupándose de sí mismo. Tiene que ponerse en relación con el mundo exterior,
encontrar medios para satisfacer aquel anhelo: alimento, un individuo del otro
sexo, libros, conversación, debates, una actividad, objetos que consumir y que
elaborar. O la moral feuerbachiana da por supuesto que todo hombre dispone de
estos medios y objetos de satisfacción, o bien le da consejos excelentes, pero
inaplicables, y no vale, por tanto, ni una perra chica para quienes carezcan de
aquellos recursos. El propio Feuerbach lo declara lisa y llanamente:
«En un palacio se piensa
de otro modo que en una cabaña; el que no tiene nada en el cuerpo, porque se
muere de hambre y de miseria, no puede tener tampoco nada para la moral en la
cabeza, en el espíritu ni en el corazón».
¿Acaso acontece algo mejor
con la igualdad de derechos de los demás en cuanto a su anhelo de dicha?
Feuerbach presenta este postulado con carácter absoluto, como valedero para
todos los tiempos y todas las circunstancias, Pero, ¿desde cuándo rige? ¿Es que
en la antigüedad se hablaba siquiera de reconocer la igualdad de derechos en
cuanto al anhelo de dicha entre el amo y el esclavo, o en la Edad Media entre el
barón y el siervo de la gleba? ¿No se sacrificaba a la clase dominante, sin
miramiento alguno y «por imperio de la ley», el anhelo de dicha de la clase
oprimida? —Sí, pero aquello era inmoral; hoy, en cambio, la igualdad de derechos
está reconocida y sancionada—. Lo está sobre el papel, desde y a causa de que la
burguesía, en su lucha contra el feudalismo y por desarrollar la producción
capitalista, se vio obligada a abolir todos los privilegios de casta, es decir,
los privilegios personales, proclamando primero la igualdad de los derechos
privados y luego, poco a poco, la de los derechos públicos, la igualdad jurídica
de todos los hombres. Pero el anhelo de dicha no se alimenta más que una parte
mínima de derechos ideales; lo que más reclama son medios materiales, y en este
terreno la producción capitalista se cuida de que la inmensa mayoría de los
hombres equiparados en derechos sólo obtengan la dosis estrictamente necesaria
para malvivir; es decir, apenas si respeta el principio de la igualdad de
derechos en cuanto al anhelo de dicha de la mayoría —si es que lo hace— mejor
que el régimen de la esclavitud o el de la servidumbre de la gleba. ¿Acaso es
más consoladora la realidad, en lo que se refiere a los medios espirituales de
dicha, a los medios de educación? ¿No es un personaje mítico hasta el célebre
«maestro de escuela de Sadowa»? [12].
Más aún. Según la teoría
feuerbachiana de la moral, la Bolsa es el templo supremo de la moralidad...
siempre que se especule con acierto. Si mi anhelo de dicha me lleva a la Bolsa
y, una vez allí, sé medir tan certeramente las consecuencias de mis actos, que
éstos sólo me acarrean ventajas y ningún perjuicio, es decir, que salgo siempre
ganancioso, habré cumplido el precepto feuerbachiano. Y con ello, no lesiono
tampoco el anhelo de dicha del otro, tan legítimo como el mío, pues el otro se
ha dirigido a la Bolsa tan voluntariamente como yo, y, al cerrar conmigo el
negocio de especulación, obedecía a su anhelo de dicha, ni más ni menos que yo
al mío. Y si pierde su dinero, ello demuestra que su acción era inmoral por
haber calculado mal sus consecuencias, y, al castigarle como se merece, puedo
incluso darme un puñetazo en el pecho, orgullosamente, como un moderno Radamanto
[13]. En la Bolsa impera también el amor, en cuanto que éste
es algo más que una frase puramente sentimental, pues aquí cada cual encuentra
en el otro la satisfacción de su anhelo de dicha, que es precisamente lo que el
amor persigue y en lo que se traduce prácticamente. Por tanto, si juego en la
Bolsa, calculando bien las consecuencias de mis operaciones, es decir, con
fortuna, obro ajustándome a los postulados más severos de la moral feuerbachiana,
y encima me hago rico. Dicho en otros términos, la moral de Feuerbach está
cortada a la medida de la actual sociedad capitalista, aunque su autor no lo
quisiese ni lo sospechase.
¡Pero el amor! Sí, el amor
es, en Feuerbach, el hada maravillosa que ayuda a vencer siempre y en todas
partes las dificultades de la vida práctica; y esto, en una sociedad dividida en
clases, con intereses diametralmente opuestos. Con esto, desaparece de su
filosofía hasta el último residuo de su carácter revolucionario, y volvemos a la
vieja canción: amaos los unos a los otros, abrazaos sin distinción de sexos ni
de posición social. ¡Es el sueño de la reconciliación universal!
Resumiendo. A la teoría
moral de Feuerbach le pasa lo que a todas sus predecesoras. Está calculada para
todos los tiempos, todos los pueblos y todas las circunstancias; razón por la
cual no es aplicable nunca ni en parte alguna, resultando tan impotente frente a
la realidad como el imperativo categórico de Kant. La verdad es que cada clase y
hasta cada profesión tiene su moral propia, que viola siempre que puede hacerlo
impunemente, y el amor, que tiene por misión hermanarlo todo, se manifiesta en
forma de guerras, de litigios, de procesos, escándalos domésticos, divorcios y
en la explotación máxima de los unos por los otros.
Pero, ¿cómo fue posible
que el impulso gigantesco dado por Feuerbach resultase tan infecundo en él
mismo? Sencillamente, porque Feuerbach no logra encontrar la salida del reino de
las abstracciones, odiado mortalmente por él, hacia la realidad viva. Se aferra
desesperadamente a la naturaleza y al hombre; pero en sus labios, la naturaleza
y el hombre siguen siendo meras palabras. Ni acerca de la naturaleza real, ni
acerca del hombre real, sabe decirnos nada concreto. Para pasar del hombre
abstracto de Feuerbach a los hombres reales y vivientes, no hay más que un
camino: verlos actuar en la historia. Pero Feuerbach se resistía contra esto;
por eso el año 1848, que no logró comprender, no representó para él más que la
ruptura definitiva con el mundo real, el retiro a la soledad. Y la culpa de esto
vuelven a tenerla, principalmente, las condiciones de Alemania que le dejaron
decaer miserablemente.
Pero el paso que Feuerbach
no dio, había que darlo; había que sustituir el culto del hombre abstracto,
médula de la nueva religión feuerbachiana, por la ciencia del hombre real y de
su desenvolvimiento histórico. Este desarrollo de las posiciones feuerbachianas,
superando a Feuerbach, fue iniciado por Marx en 1845, con "La Sagrada Familia".
Capítulo IV
Strauss, Baur, Stirner,
Feuerbach, eran todos, en la medida que se mantenían dentro del terreno
filosófico, retoños de la filosofía hegeliana. Después de su "Vida de Jesús" y
de su "Dogmática", Strauss sólo cultiva ya una especie de amena literatura
filosófica e histórico-eclesiástica, a lo Renán; Bauer sólo aportó algo en el
campo de la historia de los orígenes del cristianismo, pero en este terreno sus
investigaciones tienen importancia; Stirner siguió siendo una curiosidad, aun
después que Bakunin lo amalgamó con Proudhon y bautizó este acoplamiento con el
nombre de «anarquismo». Feuerbach era el único que tenía importancia como
filósofo. Pero la filosofía, esa supuesta ciencia de las ciencias que parece
flotar sobre todas las demás ciencias específicas y las resume y sintetiza, no
sólo siguió siendo para él un límite infranqueable, algo sagrado e intangible,
sino que, además, como filósofo, Feuerbach se quedó a mitad de camino, por abajo
era materialista y por arriba idealista; no liquidó críticamente con Hegel, sino
que se limitó a echarlo a un lado como inservible, mientras que, frente a la
riqueza enciclopédica del sistema hegeliano, no supo aportar nada positivo, más
que una ampulosa religión del amor y una moral pobre e impotente.
Pero de la descomposición
de la escuela hegeliana brotó además otra corriente, la única que ha dado
verdaderos frutos, y esta corriente va asociada primordialmente al nombre de
Marx [14].
También esta corriente se
separó de filosofía hegeliana replegándose sobre las posiciones materialistas.
Es decir, decidiéndose a concebir el mundo real —la naturaleza y la historia—
tal como se presenta a cualquiera que lo mire sin quimeras idealistas
preconcebidas; decidiéndose a sacrificar implacablemente todas las quimeras
idealistas que no concordasen con los hechos, enfocados en su propia
concatenación y no en una concatenación imaginaria. Y esto, y sólo esto, es lo
que se llama materialismo. Sólo que aquí se tomaba realmente en serio, por vez
primera, la concepción materialista del mundo y se la aplicaba consecuentemente
—a lo menos, en sus rasgos fundamentales— a todos los campos posibles del saber.
Esta corriente no se
contentaba con dar de lado a Hegel; por el contrario, se agarraba a su lado
revolucionario, al método dialéctico, tal como lo dejamos descrito más arriba.
Pero, bajo su forma hegeliana este método era inservible. En Hegel, la
dialéctica es el autodesarrollo del concepto. El concepto absoluto no sólo
existe desde toda una eternidad —sin que sepamos dónde—, sino que es, además, la
verdadera alma viva de todo el mundo existente. El concepto absoluto se
desarrolla hasta llegar a ser lo que es, a través de todas las etapas
preliminares que se estudian por extenso en la "Lógica" y que se contienen todas
en dicho concepto; luego, se «enajena» al convertirse en la naturaleza, donde,
sin la conciencia de sí, disfrazado de necesidad natural, atraviesa por un nuevo
desarrollo, hasta que, por último, recobra en el hombre la conciencia de sí
mismo; en la historia, esta conciencia vuelve a elaborarse a partir de su estado
tosco y primitivo, hasta que por fin el concepto absoluto recobra de nuevo su
completa personalidad en la filosofía hegeliana. Como vemos en Hegel, el
desarrollo dialéctico que se revela en la naturaleza y en la historia, es decir,
la concatenación causal del progreso que va de lo inferior a lo superior, y que
se impone a través de todos los zigzags y retrocesos momentáneos, no es más que
un cliché del automovimiento del concepto; automovimiento que existe y se
desarrolla desde toda una eternidad, no se sabe dónde, pero desde luego con
independencia de todo cerebro humano pensante. Esta inversión ideológica era la
que había que eliminar. Nosotros retornamos a las posiciones materialistas y
volvimos a ver en los conceptos de nuestro cerebro las imágenes de los objetos
reales, en vez de considerar a éstos como imágenes de tal o cual fase del
concepto absoluto. Con esto, la dialéctica quedaba reducida a la ciencia de las
leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del
pensamiento humano: dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero
distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede
aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también,
en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo
inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie
infinita de aparentes casualidades. Pero, con esto, la propia dialéctica del
concepto se convertía simplemente en el reflejo consciente del movimiento
dialéctico del mundo real, lo que equivalía a poner la dialéctica hegeliana
cabeza abajo; o mejor dicho, a invertir la dialéctica, que estaba cabeza abajo,
poniéndola de pie. Y, cosa notable, esta dialéctica materialista, que era desde
hacía varios años nuestro mejor instrumento de trabajo y nuestra arma más
afilada, no fue descubierta solamente por nosotros, sino también,
independientemente de nosotros y hasta independientemente del propio Hegel, por
un obrero alemán: Joseph Dietzgen [15].
Con esto volvía a ponerse
en pie el lado revolucionario de la filosofía hegeliana y se limpiaba al mismo
tiempo de la costra idealista que en Hegel impedía su consecuente aplicación. La
gran idea cardinal de que el mundo no puede concebirse como un conjunto de
objetos terminados, sino como un conjunto de procesos, en el que las cosas que
parecen estables, al igual que sus reflejos mentales en nuestras cabezas, los
conceptos, pasan por una serie ininterrumpida de cambios, por un proceso de
génesis y caducidad, a través de los cuales, pese a todo su aparente carácter
fortuito y a todos los retrocesos momentáneos, se acaba imponiendo siempre una
trayectoria progresiva; esta gran idea cardinal se halla ya tan arraigada, sobre
todo desde Hegel, en la conciencia habitual, que expuesta así, en términos
generales, apenas encuentra oposición. Pero una cosa es reconocerla de palabra y
otra cosa es aplicarla a la realidad concreta, en todos los campos sometidos a
investigación. Si en nuestras investigaciones nos colocamos siempre en este
punto de vista, daremos al traste de una vez para siempre con el postulado de
soluciones definitivas y verdades eternas; tendremos en todo momento la
conciencia de que todos los resultados que obtengamos serán forzosamente
limitados y se hallarán condicionados por las circunstancias en las cuales los
obtenemos; pero ya no nos infundirán respeto esas antítesis irreductibles para
la vieja metafísica todavía en boga: de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo
malo, lo idéntico y lo distinto, lo necesario y lo fortuito; sabemos que estas
antítesis sólo tienen un valor relativo, que lo que hoy reputamos como verdadero
encierrra también un lado falso, ahora oculto, pero que saldrá a la luz más
tarde, del mismo modo que lo que ahora reconocemos como falso guarda su lado
verdadero, gracias al cual fue acatado como verdadero anteriormente; que lo que
se afirma necesario se compone de toda una serie de meras casualidades y que lo
que se cree fortuito no es más que la forma detrás de la cual se esconde la
necesidad, y así sucesivamente.
El viejo método de
investigación y de pensamiento que Hegel llama «metafísico» método que se
ocupaba preferentemente de la investigación de los objetos como algo hecho y
fijo, y cuyos residuos embrollan todavía con bastante fuerza las cabezas, tenía
en su tiempo una gran razón histórica de ser. Había que investigar las cosas
antes de poder investigar los procesos. Había que saber lo que era tal o cual
objeto, antes de pulsar los cambios que en él se operaban. Y así acontecía en
las Ciencias Naturales. La vieja metafísica que enfocaba los objetos como cosas
fijas e inmutables, nació de una ciencia de la naturaleza que investigaba las
cosas muertas y las vivas como objetos fijos e inmutables. Cuando estas
investigaciones estaban ya tan avanzadas que era posible realizar el progreso
decisivo consistente en pasar a la investigación sistemática de los cambios
experimentados por aquellos objetos en la naturaleza misma, sonó también en el
campo filosófico la hora final de la vieja metafísica. En efecto, si hasta fines
del siglo pasado las Ciencias Naturales fueron predominantemente ciencias
colectoras, ciencias de objetos hechos, en nuestro siglo son ya ciencias
esencialmente ordenadoras, ciencias que estudian los procesos, el origen y el
desarrollo de estos objetos y la concatenación que hace de estos procesos
naturales un gran todo. La fisiología, que investiga los fenómenos del organismo
vegetal y animal, la embriología, que estudia el desarrollo de un organismo
desde su germen hasta su formación completa, la geología, que sigue la formación
gradual de la corteza terrestre, son, todas ellas, hijas de nuestro siglo.
Pero, hay sobre todo tres
grandes descubrimientos, que han dado un impulso gigantesco a nuestros
conocimientos acerca de la concatenación de los procesos naturales: el primero
es el descubrimiento de la célula, como unidad de cuya multiplicación y
diferenciación se desarrolla todo el cuerpo del vegetal y del animal, de tal
modo que no sólo se ha podido establecer que el desarrollo y el crecimiento de
todos los organismos superiores son fenómenos sujetos a una sola ley general,
sino que, además, la capacidad de variación de la célula, nos señala el camino
por el que los organismos pueden cambiar de especie, y por tanto, recorrer una
trayectoria superior a la individual. El segundo es la transformación de la
energía, gracias al cual todas las llamadas fuerzas que actúan en primer lugar
en la naturaleza inorgánica —la fuerza mecánica y su complemento, la llamada
energía potencial, el calor, las radiaciones (la luz y el calor radiado), la
electricidad, el magnetismo, la energía química— se han acreditado como otras
tantas formas de manifestarse el movimiento universal, formas que, en
determinadas proporciones de cantidad, se truecan las unas en las otras, por
donde la cantidad de una fuerza que desaparece es sustituida por una determinada
cantidad de otra que aparece, y todo el movimiento de la naturaleza se reduce a
este proceso incesante de transformación de unas formas en otras. Finalmente, el
tercero es la prueba, desarrollada primeramente por Darwin de un modo completo,
de que los productos orgánicos de la naturaleza que hoy existen en torno
nuestro, incluyendo los hombres, son el resultado de un largo proceso de
evolución, que arranca de unos cuantos gérmenes primitivamente unicelulares, los
cuales, a su vez, proceden del protoplasma o albúmina formada por vía química.
Gracias a estos tres
grandes descubrimientos, y a los demás progresos formidables de las Ciencias
Naturales, estamos hoy en condiciones de poder demostrar no sólo la trabazón
entre los fenómenos de la naturaleza dentro de un campo determinado, sino
también, a grandes rasgos, la existente entre los distintos campos, presentando
así un cuadro de conjunto de la concatenación de la naturaleza bajo una forma
bastante sistemática, por medio de los hechos suministrados por las mismas
Ciencias Naturales empíricas. El darnos esta visión de conjunto era la misión
que corría antes a cargo de la llamada filosofía de la naturaleza. Para poder
hacerlo, ésta no tenía más remedio que suplantar las concatenaciones reales, que
aún no se habían descubierto, por otras ideales, imaginarias, sustituyendo los
hechos ignorados por figuraciones, llenando las verdaderas lagunas por medio de
la imaginación. Con este método llegó a ciertas ideas geniales y presintió
algunos de los descubrimientos posteriores. Pero también cometió, como no podía
por menos, absurdos de mucha monta. Hoy, cuando los resultados de las
investigaciones naturales sólo necesitan enfocarse dialécticamente, es decir, en
su propia concatenación, para llegar a un «sistema de la naturaleza» suficiente
para nuestro tiempo, cuando el carácter dialéctico de esta concatenación se
impone, incluso contra su voluntad, a las cabezas metafísicamente educadas de
los naturalistas; hoy, la filosofía de la naturaleza ha quedado definitivamente
liquidada. Cualquier intento de resucitarla no sería solamente superfluo:
significaría un retroceso.
Y lo que decimos de la
naturaleza, concebida aquí también como un proceso de desarrollo histórico, es
aplicable igualmente a la historia de la sociedad en todas sus ramas y, en
general, a todas las ciencias que se ocupan de cosas humanas (y divinas).
También la filosofía de la historia, del derecho, de la religión, etc.,
consistía en sustituir la trabazón real acusada en los hechos mismos por otra
inventada por la cabeza del filósofo, y la historia era concebida, en conjunto y
en sus diversas partes, como la realización gradual de ciertas ideas, que eran
siempre, naturalmente, las ideas favoritas del propio filósofo. Según esto, la
historia laboraba inconscientemente, pero bajo el imperio de la necesidad, hacia
una meta ideal fijada de antemano, como, por ejemplo, en Hegel, hacia la
realización de su idea absoluta, y la tendencia ineluctable hacia esta idea
absoluta formaba la trabazón interna de los acontecimientos históricos. Es
decir, que la trabazón real de los hechos, todavía ignorada, se suplantaba por
una nueva providencia misteriosa, inconsciente o que llega poco a poco a la
conciencia. Aquí, al igual que en el campo de la naturaleza, había que acabar
con estas concatenaciones inventadas y artificiales, descubriendo las reales y
verdaderas; misión ésta que, en última instancia, suponía descubrir las leyes
generales del movimiento que se imponen como dominantes en la historia de la
sociedad humana.
Ahora bien, la historia
del desarrollo de la sociedad difiere sustancialmente, en un punto, de la
historia del desarrollo de la naturaleza. En ésta —si prescindimos de la
reacción ejercida a su vez por los hombres sobre la naturaleza—, los factores
que actúan los unos sobre los otros y en cuyo juego mutuo se impone la ley
general, son todos agentes inconscientes y ciegos. De cuanto acontece en la
naturaleza —lo mismo los innumerables fenómenos aparentemente fortuitos que
afloran a la superficie, que los resultados finales por los cuales se comprueba
que esas aparentes casualidades se rigen por su lógica interna—, nada acontece
por obra de la voluntad, con arreglo a un fin consciente. En cambio, en la
historia de la sociedad, los agentes son todos hombres dotados de conciencia,
que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo determinados
fines; aquí, nada acaece sin una intención consciente, sin un fin deseado. Pero
esta distinción, por muy importante que ella sea para la investigación
histórica, sobre todo la de épocas y acontecimientos aislados, no altera para
nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de
carácter interno. También aquí reina, en la superficie y en conjunto, pese a los
fines conscientemente deseados de los individuos, un aparente azar; rara vez
acaece lo que se desea, y en la mayoría de los casos los muchos fines
perseguidos se entrecruzan unos con otros y se contradicen, cuando no son de
suyo irrealizables o insuficientes los medios de que se dispone para llevarlos a
cabo. Las colisiones entre las innumerables voluntades y actos individuales
crean en el campo de la historia un estado de cosas muy análogo al que impera en
la naturaleza inconsciente. Los fines que se persiguen con los actos son obra de
la voluntad, pero los resultados que en la realidad se derivan de ellos no lo
son, y aun cuando parezcan ajustarse de momento al fin perseguido, a la postre
encierran consecuencias muy distintas a las apetecidas. Por eso, en conjunto,
los acontecimientos históricos también parecen estar presididos por el azar.
Pero allí donde en la superficie de las cosas parece reinar la casualidad, ésta
se halla siempre gobernada por leyes internas ocultas, y de lo que se trata es
de descubrir estas leyes.
Los hombres hacen su
historia, cualesquiera que sean los rumbos de ésta, al perseguir cada cual sus
fines propios con la conciencia y la voluntad de lo que hacen; y la resultante
de estas numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones, y de su
múltiple influencia sobre el mundo exterior, es precisamente la historia.
Importa, pues, también lo que quieran los muchos individuos. La voluntad está
movida por la pasión o por la reflexión. Pero los resortes que, a su vez, mueven
directamente a éstas, son muy diversos. Unas veces, son objetos exteriores;
otras veces, motivos ideales: ambición, «pasión por la verdad y la justicia»,
odio personal, y también manías individuales de todo género. Pero, por una
parte, ya veíamos que las muchas voluntades individuales que actúan en la
historia producen casi siempre resultados muy distintos de los perseguidos —a
veces, incluso contrarios—, y, por tanto, sus móviles tienen una importancia
puramente secundaria en cuanto al resultado total. Por otra parte, hay que
preguntarse qué fuerzas propulsoras actúan, a su vez, detrás de esos móviles,
qué causas históricas son las que en las cabezas de los hombres se transforman
en estos móviles.
Esta pregunta no se la
había hecho jamás el antiguo materialismo. Por esto su interpretación de la
historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con
arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la
historia en buenos y en malos, y luego comprueba, que, por regla general, los
buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el
viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy
edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo
se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles
ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los
móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir
móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas
determinantes. En cambio, la filosofía de la historia, principalmente la
representada por Hegel, reconoce que los móviles ostensibles y aun los móviles
reales y efectivos de los hombres que actúan en la historia no son, ni mucho
menos, las últimas causas de los acontecimientos históricos, sino que detrás de
ellos están otras fuerzas determinantes, que hay que investigar lo que ocurre es
que no va a buscar estas fuerzas a la misma historia, sino que las importa de
fuera, de la ideología filosófica. En vez de explicar la historia de antigua
Grecia por su propia concatenación interna, Hegel afirma, por ejemplo,
sencillamente, que esta historia no es más que la elaboración de las «formas de
la bella individualidad», la realización de la «obra de arte» como tal. Con este
motivo, dice muchas cosas hermosas y profundas acerca de los antiguos griegos,
pero esto no es obstáculo para que hoy no nos demos por satisfechos con
semejante explicación, que no es más que una frase.
Por tanto, si se quiere
investigar las fuerzas motrices que —consciente o inconscientemente, y con harta
frecuencia inconscientemente— están detrás de estos móviles por los que actúan
los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes supremos de
la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por
muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a
pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras; y no
momentáneamente, en explosiones rápidas, como fugaces hogueras, sino en acciones
continuadas que se traducen en grandes cambios históricos. Indagar las causas
determinantes de sus jefes —los llamados grandes hombres— como móviles
conscientes, de un modo claro o confuso, en forma directa o bajo un ropaje
ideológico e incluso divinizado: he aquí el único camino que puede llevarnos a
descubrir las leyes por las que se rige la historia en conjunto, al igual que la
de los distintos períodos y países. Todo lo que mueve a los hombres tiene que
pasar necesariamente por sus cabezas; pero la forma que adopte dentro de ellas
depende en mucho de las circunstancias. Los obreros no se han reconciliado, ni
mucho menos, con el maquinismo capitalista, aunque ya no hagan pedazos las
máquinas, como todavía en 1848 hicieran en el Rin.
Pero mientras que en todos
los períodos anteriores la investigación de estas causas propulsoras de la
historia era punto menos que imposible —por lo compleja y velada que era la
trabazón de aquellas causas con sus efectos—, en la actualidad, esta trabazón
está ya lo suficientemente simplificada para que el enigma pueda descifrarse.
Desde la implantación de la gran industria, es decir, por lo menos, desde la paz
europea de 1815, ya para nadie en Inglaterra era un secreto que allí la lucha
política giraba toda en torno a las pretensiones de dominación de dos clases: la
aristocracia terrateniente (landed aristocracy) y la burguesía (middle class).
En Francia, se hizo patente este mismo hecho con el retorno de los Borbones; los
historiadores del período de la Restauración [16], desde
Thierry hasta Guizot, Mignet y Thiers, lo proclaman constantemente como el
hecho, que da la clave para entender la historia de Francia desde la Edad Media.
Y desde 1830, en ambos países se reconoce como tercer beligerante, en la lucha
por el Poder, a la clase obrera, al proletariado. Las condiciones se habían
simplificado hasta tal punto, que había que cerrar intencionadamente los ojos
para no ver en la lucha de estas tres grandes clases y en el choque de sus
intereses la fuerza propulsora de la historia moderna, por lo menos en los dos
países más avanzados.
Pero, ¿cómo habían nacido
estas clases? Si, a primera vista, todavía era posible asignar a la gran
propiedad del suelo, en otro tiempo feudal, un origen basado —a primera vista al
menos— en causas políticas, en una usurpación violenta, para la burguesía y el
proletariado ya no servía esta explicación. Era claro y palpable que los
orígenes y el desarrollo de estas dos grandes clases residían en causas
puramente económicas. Y no menos evidente era que en las luchas entre los
grandes terratenientes y la burguesía, lo mismo que en la lucha de la burguesía
con el proletariado, se ventilaban, en primer término, intereses económicos,
debiendo el Poder político servir de mero instrumento para su realización. Tanto
la burguesía como el proletariado debían su nacimiento al cambio introducido en
las condiciones económicas, o más concretamente, en el modo de producción. El
tránsito del artesanado gremial a la manufactura, primero, y luego de ésta a la
gran industria, basada en la aplicación del vapor y de las máquinas, fue lo que
hizo que se desarrollasen estas dos clases. Al llegar a una determinada fase de
desarrollo, las nuevas fuerzas productivas puestas en marcha por la burguesía
—principalmente, la división del trabajo y la reunión de muchos obreros
parciales en una manufactura total— y las condiciones y necesidades de
intercambio desarrolladas por ellas hiciéronse incompatibles con el régimen de
producción existente, heredado de la historia y consagrado por la ley, es decir,
con los privilegios gremiales y con los innumerables privilegios de otro género,
personales y locales (que eran otras tantas trabas para los estamentos no
privilegiados), propios de la sociedad feudal. Las fuerzas productivas
representadas por la burguesía se rebelaron contra el régimen de producción
representado por los terratenientes feudales y los maestros de los gremios; el
resultado es conocido: las trabas feudales fueron rotas, en Inglaterra poco a
poco, en Francia de golpe; en Alemania todavía no se han acabado de romper.
Pero, del mismo modo que la manufactura, al llegar a una determinada fase de
desarrollo, chocó con el régimen feudal de producción, hoy la gran industria
choca ya con el régimen burgués de producción, que ha venido a sustituir a
aquél. Encadenada por ese orden imperante, cohibida por los estrechos cauces del
modo capitalista de producción, hoy la gran industria crea, de una parte, una
proletarización cada vez mayor de las grandes masas del pueblo, y de otra parte,
una masa creciente de productos que no encuentran salida. Superproducción y
miseria de las masas —dos fenómenos, cada uno de los cuales es, a su vez, causa
del otro— he aquí la absurda contradicción en que desemboca la gran industria y
que reclama imperiosamente la liberación de las fuerzas productivas, mediante un
cambio del modo de producción.
En la historia moderna, al
menos, queda demostrado, por lo tanto, que todas la luchas políticas son luchas
de clases y que todas las luchas de emancipación de clases, pese a su inevitable
forma política, pues toda lucha de clases es una lucha política, giran, en
último término, en torno a la emancipación económica. Por consiguiente, aquí por
lo menos, el Estado, el régimen político, es el elemento subalterno, y la
sociedad civil, el reino de las relaciones económicas, lo principal. La idea
tradicional, a la que también Hegel rindió culto, veía en el Estado el elemento
determinante, y en la sociedad civil el elemento condicionado por aquél. Y las
apariencias hacen creerlo así. Del mismo modo que todos los impulsos que rigen
la conducta del hombre individual tienen que pasar por su cabeza, convertirse en
móviles de su voluntad, para hacerle obrar, todas las necesidades de la sociedad
civil —cualquiera que sea la clase que la gobierne en aquel momento— tienen que
pasar por la voluntad del Estado, para cobrar vigencia general en forma de
leyes. Pero éste es el aspecto formal del problema, que de suyo se comprende; lo
que interesa conocer es el contenido de esta voluntad puramente formal —sea la
del individuo o la del Estado— y saber de dónde proviene este contenido y por
qué es eso precisamente lo que se quiere, y no otra cosa. Si nos detenemos a
indagar esto, veremos que en la historia moderna la voluntad del Estado obedece,
en general, a las necesidades variables de la sociedad civil, a la supremacía de
tal o cual clase, y, en última instancia, al desarrollo de las fuerzas
productivas y de las condiciones de intercambio.
Y si aún en una época como
la moderna, con sus gigantescos medios de producción y de comunicaciones, el
Estado no es un campo independiente, con un desarrollo propio, sino que su
existencia y su desarrollo se explican, en última instancia, por las condiciones
económicas de vida de la sociedad, con tanta mayor razón tenía que ocurrir esto
en todas las épocas anteriores, en que la producción de la vida material de los
hombres no se llevaba a cabo con recursos tan abundantes y en que, por tanto, la
necesidad de esta producción debía ejercer un imperio mucho más considerable
todavía entre los hombres. Si aún hoy, en los tiempos de la gran industria y de
los ferrocarriles, el Estado no es, en general, más que el reflejo en forma
sintética de las necesidades económicas de la clase que gobierna la producción,
mucho más tuvo que serlo en aquella época, en que una generación de hombre tenía
que invertir una parte mucho mayor de su vida en la satisfacción de sus
necesidades materiales, y, por consiguiente, dependía de éstas mucho más de lo
que hoy nosotros. Las investigaciones históricas de épocas anteriores, cuando se
detienen seriamente en este aspecto, confirman más que sobradamente esta
conclusión; aquí, no podemos pararnos, naturalmente, a tratar de esto.
Si el Estado y el Derecho
público se hallan gobernados por las relaciones económicas, también lo estará,
como es lógico, el Derecho privado, ya que éste se limita, en sustancia, a
sancionar las relaciones económicas existentes entre los individuos y que bajo
las circunstancias dadas, son las normales. La forma que esto reviste puede
variar considerablemente. Puede ocurrir, como ocurre en Inglaterra, a tono con
todo el desarrollo nacional de aquel país, que se conserven en gran parte las
formas del antiguo Derecho feudal, infundiéndoles un contenido burgués, y hasta
asignando directamente un significado burgués al nombre feudal. Pero puede
tomarse también como base, como se hizo en continente europeo, el primer Derecho
universal de una sociedad productora de mercancías, el Derecho romano, con su
formulación insuperablemente precisa de todas las relaciones jurídicas
esenciales que pueden existir entre los simples poseedores de mercancías
(comprador y vendedor, acreedor y deudor, contratos, obligaciones, etc.). Para
honra y provecho de una sociedad que es todavía pequeñoburguesa y semifeudal,
puede reducirse este Derecho, sencillamente por la práctica judicial, a su
propio nivel (Derecho general alemán), o bien, con ayuda de unos juristas
supuestamente ilustrados y moralizantes, su puede recopilar en un Código propio,
ajustado al nivel de esa sociedad; Código que, en estas condiciones, no tendrá
más remedio que ser también malo desde el punto de vista jurídico (Código
nacional prusiano); y cabe también que, después de una gran revolución burguesa,
se elabore y promulgue, a base de ese mismo Derecho romano, un Código de la
sociedad burguesa tan clásico como el "Código civil" [17]
francés. Por tanto, aunque el Derecho civil se limita a expresar en forma
jurídica las condiciones económicas de vida de la sociedad, puede hacerlo bien o
mal, según los casos.
En el Estado toma cuerpo
ante nosotros el primer poder ideológico sobre los hombres. La sociedad se crea
un órgano para la defensa de sus intereses comunes frente a los ataques de
dentro y de fuera. Este órgano es el Poder del Estado. Pero, apenas creado, este
órgano se independiza de la sociedad, tanto más cuanto más se va convirtiendo en
órgano de una determinada clase y más directamente impone el dominio de esta
clase. La lucha de la clase oprimida contra la clase dominante asume
forzosamente el carácter de una lucha política, de una lucha dirigida, en primer
término, contra la dominación política de esta clase; la conciencia de la
relación que guarda esta lucha política con su base económica se oscurece y
puede llegar a desaparecer por completo. Si no ocurre así por entero entre los
propios beligerantes, ocurre casi siempre entre los historiadores. De las
antiguas fuentes sobre las luchas planteadas en el seno de la república romana,
sólo Apiano nos dice claramente cuál era el pleito que allí se ventilaba en
última instancia: el de la propiedad del suelo.
Pero el Estado, una vez
que se erige en poder independiente frente a la sociedad, crea rápidamente una
nueva ideología. En los políticos profesionales, en los teóricos del Derecho
público y en los juristas que cultivan el Derecho privado, la conciencia de la
relación con los hechos económicos desaparece totalmente. Como, en cada caso
concreto, los hechos económicos tienen que revestir la forma de motivos
jurídicos para ser sancionados en forma de ley y como para ello hay que tener en
cuenta también, como es lógico, todo el sistema jurídico vigente, se pretende
que la forma jurídica lo sea todo, y el contenido económico nada. El Derecho
público y el Derecho privado se consideran como dos campos independientes, con
su desarrollo histórico propio, campos que permiten y exigen por sí mismos una
construcción sistemática, mediante la extirpación consecuente de todas las
contradicciones internas.
Las ideologías aún más
elevadas, es decir, las que se alejan todavía más de la base material, de la
base económica, adoptan la forma de filosofía y de religión. Aquí, la
concatenación de las ideas con sus condiciones materiales de existencia aparece
cada vez más embrollada, cada vez más oscurecida por la interposición de
eslabones intermedios. Pero, no obstante, existe. Todo el período del
Renacimiento, desde mediados del siglo XV, fue en esencia un producto de las
ciudades y por tanto de la burguesía, y lo mismo cabe decir de la filosofía,
desde entonces renaciente; su contenido no era, en sustancia, más que la
expresión filosófica de las ideas correspondientes al proceso de desarrollo de
la pequeña y mediana burguesía hacia la gran burguesía. Esto se ve con bastante
claridad en los ingleses y franceses del siglo pasado, muchos de los cuales
tenían tanto de economistas como de filósofos, y también hemos podido
comprobarlo más arriba en la escuela hegeliana.
Detengámonos, sin embargo,
un momento en la religión, por ser éste el campo que más alejado y más desligado
parece estar de la vida material. La religión nació, en una época muy primitiva,
de las ideas confusas, selváticas, que los hombres se formaban acerca de su
propia naturaleza y de la naturaleza exterior que los rodeaba. Pero toda
ideología, una vez que surge, se desarrolla en conexión con el material de ideas
dado, desarrollándolo y transformándolo a su vez; de otro modo no sería una
ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas como entidades con propia
sustantividad, con un desarrollo independiente y sometidas tan sólo a sus leyes
propias. Estos hombres ignoran forzosamente que las condiciones materiales de la
vida del hombre, en cuya cabeza se desarrolla este proceso ideológico, son las
que determinan, en última instancia, la marcha de tal proceso, pues si no lo
ignorasen, se habría acabado toda la ideología. Por tanto, estas
representaciones religiosas primitivas, comunes casi siempre a todo un grupo de
pueblos afines, se desarrollan, al deshacerse el grupo, de un modo peculiar en
cada pueblo, según las condiciones de vida que le son dadas; y este proceso ha
sido puesto de manifiesto en detalle por la mitología comparada en una serie de
grupos de pueblos, principalmente en el grupo ario (el llamado grupo
indo-europeo). Los dioses, moldeados de este modo en cada pueblo, eran dioses
nacionales, cuyo reino no pasaba de las fronteras del territorio que estaban
llamados a proteger, ya que del otro lado había otros dioses indiscutibles que
llevaban la batuta. Estos dioses sólo podían seguir viviendo en la mente de los
hombres mientras existiese su nación, y morían al mismo tiempo que ella. Este
ocaso de las antiguas nacionalidades lo trajo el Imperio romano mundial, y no
vamos a estudiar aquí las condiciones económicas que determinaron el origen de
éste. Caducaron los viejos dioses nacionales, e incluso los romanos, que habían
sido cortados simplemente por el patrón de los reducidos horizontes de la ciudad
de Roma; la necesidad de complementar el imperio mundial con una religión
mundial se revela con claridad en los esfuerzos que se hacían por levantar
altares e imponer acatamiento, en Roma, junto a los dioses propios, a todos los
dioses extranjeros un poco respetables. Pero una nueva religión mundial no se
fabrica así, por decreto imperial. La nueva religión mundial, el cristianismo,
había ido naciendo calladamente, mientras tanto, de una mezcla de la teología
oriental universalizada, sobre todo de la judía, y de la filosofía griega
vulgarizada, principalmente de la estoica. Qué aspecto presentaba en sus
orígenes esta religión, es lo que hay que investigar pacientemente, pues su faz
oficial, tal como nos la transmite la tradición sólo es la que se ha presentado
como religión del Estado, después de adaptada para este fin por el Concilio de
Nicea [18]. Pero el simple hecho de que ya a los 250 años de
existencia se la erigiese en religión del Estado demuestra que era la religión
que cuadraba a las circunstancias de los tiempos. En la Edad Media, a medida que
el feudalismo se desarrollaba, el cristianismo asumía la forma de una religión
adecuada a este régimen, con su correspondiente jerarquía feudal. Y al aparecer
la burguesía, se desarrolló frente al catolicismo feudal la herejía protestante,
que tuvo sus orígenes en el Sur de Francia, con los albigenses
[19], coincidiendo con el apogeo de las ciudades de aquella región. La Edad
Media anexionó a la teología, convirtió en apéndices suyos, todas las demás
formas ideológicas: la filosofía, la política, la jurisprudencia. Con ello,
obligaba a todo movimiento social y político a revestir una forma teológica; a
los espíritus de las masas, cebados exlusivamente con religión, no había más
remedio que presentarles sus propios intereses vestidos con ropaje religioso, si
se quería levantar una gran tormenta. Y como la burguesía, que crea en las
ciudades desde el primer momento un apéndice de plebeyos desposeídos, jornaleros
y servidores de todo género, que no pertenecían a ningún estamento social
reconocido y que eran los precursores del proletariado moderno, también la
herejía protestante se desdobla muy pronto en un ala burguesa-moderada y en otra
plebeya-revolucionaria, execrada por los mismos herejes burgueses.
La imposibilidad de
exterminar la herejía protestante correspondía a la invencibilidad de la
burguesía en ascenso. Cuando esta burguesía era ya lo bastante fuerte, su lucha
con la nobleza feudal, que hasta entonces había tenido carácter
predominantemente local, comenzó a tomar proporciones nacionales. La primera
acción de gran envergadura se desarrolló en Alemania: fue la llamada Reforma. La
burguesía no era lo suficientemente fuerte ni estaba lo suficientemente
desarrollada, para poder unir bajo su bandera a los demás estamentos rebeldes:
los plebeyos de las ciudades, la nobleza baja rural y los campesinos. Primero
fue derrotada la nobleza; los campesinos se alzaron en una insurrección que
marca el punto culminante de todo este movimiento revolucionario; las ciudades
los dejaron solos, y la revolución fue estrangulada por los ejércitos de los
príncipes feudales, que se aprovecharon de este modo de todas las ventajas de la
victoria. A partir de este momento, Alemania desaparece por tres siglos del
concierto de las naciones que intervienen con propia personalidad en la
historia. Pero, al lado del alemán Lutero estaba el francés Calvino, quien, con
una nitidez auténticamente francesa, hizo pasar a primer plano el carácter
burgués de la Reforma y republicanizó y democratizó la Iglesia. Mientras que la
Reforma luterana se estancaba en Alemania y arruinaba a este país, la Reforma
calvinista servía de bandera a los republicanos de Ginebra, de Holanda, de
Escocia, emancipaba a Holanda de España y del Imperio alemán [20]
y suministraba el ropaje ideológico para el segundo acto de la revolución
burguesa, que se desarrolló en Inglaterra. Aquí, el calvinismo se acreditó como
el auténtico disfraz religioso de los intereses de la burguesía de aquella
época, razón por la cual no logró tampoco su pleno reconocimiento cuando, en
1689, la revolución se cerró con el pacto de una parte de la nobleza con los
burgueses [21]. La Iglesia oficial anglicana fue restaurada
de nuevo, pero no bajo su forma anterior, como una especie de catolicismo, con
el rey por Papa, sino fuertemente calvinizada. La antigua Iglesia del Estado
había festejado el alegre domingo católico, combatiendo el aburrido domingo
calvinista; la nueva, aburguesada, volvió a introducir éste, que todavía hoy
adorna a Inglaterra.
En Francia, la minoría
calvinista fue reprimida, catolizada o expulsada en 1685; pero, ¿de qué sirvió
esto? Ya por entonces estaba en plena actividad el librepensador Pierre Bayle, y
en 1694 nacía Voltaire. Las medidas de violencia de Luis XIV no sirvieron más
que para facilitar a la burguesía francesa la posibilidad de hacer su revolución
bajo formas irreligiosas y exclusivamente políticas, las únicas que cuadran a la
burguesía avanzada. En las Asambleas nacionales ya no se sentaban protestantes,
sino librepensadores. Con esto, el cristianismo entraba en su última fase. Ya no
podía servir de ropaje ideológico para envolver las aspiraciones de una clase
progresiva cualquiera; se fue convirtiendo, cada vez más, en patrimonio
privativo de las clases dominantes, quienes lo emplean como mero instrumento de
gobierno para tener a raya a las clases inferiores. Y cada una de las distintas
clases utiliza para este fin su propia y congruente religión: los terratenientes
aristocráticos, el jesuitismo católico o la ortodoxia protestante; los burgueses
liberales y radicales, el racionalismo; siendo indiferente, para estos efectos,
que los señores crean o no, ellos mismos, en sus respectivas religiones.
Vemos pues, que la
religión, una vez creada, contiene siempre una materia tradicional, ya que la
tradición es, en todos los campos ideológicos, una gran fuerza conservadora.
Pero los cambios que se producen en esta materia brotan de las relaciones de
clase, y por tanto de las relaciones económicas de los hombres que efectúan
estos cambios. Y aquí, basta con lo que queda apuntado.
Las anteriores
consideraciones no pretenden ser más que un bosquejo general de la
interpretación marxista de la historia; a lo sumo, unos cuantos ejemplos para
ilustrarla. La prueba ha de suministrarse a la luz de la misma historia, y
creemos poder afirmar que esta prueba ha sido ya suministrada suficientemente en
otras obras. Pero esta interpretación pone fin a la filosofía en el campo de la
historia, exactamente lo mismo que la concepción dialéctica de la naturaleza
hace la filosofía de la naturaleza tan innecesaria como imposible. Ahora, ya no
se trata de sacar de la cabeza las concatenaciones de las cosas, sino de
descubrirlas en los mismos hechos. A la filosofía desahuciada de la naturaleza y
de la historia no le queda más refugio que el reino del pensamiento puro, en lo
que aún queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar,
la lógica y la dialéctica.
* * *
Con la revolución de 1848,
la Alemania «culta» rompió con la teoría y abrazó el camino de la práctica. La
pequeña industria y la manufactura, basadas en el trabajo manual, cedieron el
puesto a una auténtica gran industria; Alemania volvió a comparecer en el
mercado mundial; el nuevo imperio pequeño-alemán [22] acabó,
por lo menos, con los males más agudos que la profusión de pequeños Estados, los
restos del feudalismo y el régimen burocrático ponían como otros tantos
obstáculos en este camino de progreso. Pero, en la medida en que la especulación
abandonaba el cuarto de estudio del filósofo para levantar su templo en la
Bolsa, la Alemania culta perdía aquel gran sentido teórico que había hecho
famosa a Alemania durante la época de su mayor humillación política: el interés
para la investigación puramente científica, sin atender a que los resultados
obtenidos fuesen o no aplicables prácticamente y atentasen o no contra las
ordenanzas de la policía. [395] Cierto es que las Ciencias Naturales oficiales
de Alemania, sobre todo en el campo de las investigaciones específicas, se
mantuvieron a la altura de los tiempos, pero ya la revista norteamericana "Science"
observaba con razón que los progresos decisivos realizados en el campo de las
grandes concatenaciones entre los hechos aislados, su generalización en forma de
leyes, tienen hoy por sede principal a Inglaterra y no, como antes, a Alemania.
Y en el campo de las ciencias históricas, incluyendo la filosofía, con la
filosofía clásica ha desaparecido de raíz aquel antiguo espíritu teórico
indomable, viniendo a ocupar su puesto un vacuo eclecticismo y una angustiosa
preocupación por la carrera y los ingresos, rayana en el más vulgar arribismo.
Los representantes oficiales de esta ciencia se han convertido en los ideólogos
descarados de la burguesía y del Estado existente; y esto, en un momento en que
ambos son francamente hostiles a la clase obrera.
Sólo en clase obrera
perdura sin decaer el sentido teórico alemán. Aquí, no hay nada que lo
desarraigue; aquí, no hay margen para preocupaciones de arribismo, de lucro, de
protección dispensada de lo alto; por el contrario, cuanto más audaces e
intrépidos son los avances de la ciencia, mejor se armonizan con los intereses y
las aspiraciones de los obreros. La nueva tendencia, que ha descubierto en la
historia de la evolución del trabajo la clave para comprender toda la historia
de la sociedad, se dirigió preferentemente, desde el primer momento, a la clase
obrera y encontró en ella la acogida que ni buscaba ni esperaba en la ciencia
oficial. El movimiento obrero de Alemania es el heredero de la filosofía clásica
alemana.
FINAL
NOTAS
[1]"Ludwig
Feuerbach", por el doctor en Filosofía C. N. Starcke. Ed. de Ferd. Encke,
Stuttgart, 1885.
[2] 187 En 1833-1834,
Heine publicó sus obras "Escuela romántica" y "Contribución a la historia de la
religión y de la filosofía en Alemania", en las que defendía la idea de que la
revolución filosófica en Alemania, cuya etapa final era entonces la filosofía de
Hegel, era el prólogo de la inminente revolución democrática en el país.- 356
[3] 188 Véase Hegel,
"Filosofía del Derecho. Prefacio".- 356
[4] 189 "Deutsche
Jabrbücher für Wissenschaft und Kunst" («Anales Alemanes de Ciencia y Arte»):
revista literario-filosófica de los jóvenes hegelianos; se publicó con ese
nombre en Leipzig desde julio de 1841 hasta enero de 1843.-
[5] 46 Rheinisehe
Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de
política, comercio e industria»): diario que se publicó en Colonia del 1 de
enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar
en él, y en octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels
colaboraba también en el periódico.-
[6] 190 Trátase del
libro de M. Stirner "Der Einzige und sein Eigenthum" («El único y su
propiedad»), publicado en 1845 en Leipzig.
[7] Todavía hoy está
generalizada entre los salvajes y entre los pueblos del estadio inferior de la
barbarie la creencia de que las figuras humanas que se aparecen en sueños son
almas que abandonan temporalmente sus cuerpos; y, por lo mismo, el hombre de
carne y hueso se hace responsable por los actos que su imagen aparecida en
sueños comete contra el que sueña. Así lo comprobó, por ejemplo, Jm Thurn en
1848, entre los indios de la Guayana.
[8] 191 Se refiere al
planeta Neptuno, descubierto en 1846 por el astrónomo alemán J. Galle.-
[9] 76 Deísmo:
doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional
impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y
la sociedad.-
[10]"¡Por tanto, el
ateísmo es vuestra religión!" (N. de la Edit.)
[11]Se alude al
intento de Robespierre de implantar la religión del «ser supremo». (N. de la
Edit.)
[12] 192 Expresión
extendida en la publicística burguesa alemana después de la victoria de los
prusianos en Sadowa (véase la nota 241), que encerraba la idea de que la
victoria de Prusia había sido condicionada por las ventajas del sistema prusiano
de instrucción pública.- 378
[13]Según un mito
griego, Radamanto fue nombrado juez de los infiernos, por su espíritu
justiciero. (N. de la Edit.)
[14] Permítaseme aquí
un pequeño comentario personal. Últimamente, se ha aludido con insistencia a mi
participación en esta teoría; no puedo, pues, por menos de decir aquí algunas
palabras para poner en claro este punto. Que antes y durante los cuarenta años
de mi colaboración con Marx tuve una cierta parte independiente en la
fundamentación, y sobre todo en la elaboración de la teoría, es cosa que ni yo
mismo puedo negar. Pero la parte más considerable de las principales ideas
directrices, particularmente en el terreno económico e histórico, y en especial
su formulación nítida y definitiva, corresponden a Marx. Lo que yo aporté —si se
exceptúa, todo lo más, dos o tres ramas especiales— pudo haberlo aportado
también Marx aun sin mí. En cambio, yo no hubiera conseguido jamás lo que Marx
alcanzó. Marx tenía más talla, veía más lejos, atalayaba más y con mayor rapidez
que todos nosotros juntos. Marx era un genio; nosotros, los demás, a lo sumo,
hombres de talento. Sin él la teoría no sería hoy, ni con mucho, lo que es. Por
eso ostenta legítimamente su nombre.
[15] Véase "Das
Wessen der menschlichen Kopfarbeit, von einem Handarbeiter", Hamburg, Meissner
("La naturaleza del trabajo intelectual del hombre, expuesta por un obrero
manual", ed. Meissner, Hamburgo).
[16] Restauración:
período del segundo reinado de los Borbones en Francia en 1814-1830.-
[17] Aquí y en
adelante, Engels no entiende por "Código de Napoleón" únicamente el "Code civil"
(Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en
el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado
por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal)
adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron
implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas
por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso
después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.-
[18] Concilio de
Nicea: el primer concilio ecuménico de los obispos de la Iglesia cristiana del
Imperio romano, convocado en el año 325 por el emperador Constantino I en la
ciudad de Nicea (Asia Menor). El concilio determinó el símbolo de la fe
obligatorio para todos los cristianos.-
[19] Albigenses (de
la ciudad de Albi): miembros de una secta religiosa dilundida en los siglos XII-XIII
en las ciudades del Sur de Francia y del Norte de Italia. Se pronunciaban contra
las suntuosas ceremonias católicas y la jerarquía eclesiástica y expresaban en
forma religiosa la protesta de la población artesana y comercial de las ciudades
contra el feudalismo.- 392
[20] En el período de
1477 a 1555, Holanda formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico (véase la
nota 178), viéndose después de la división de éste bajo la dominación de España.
Hacia fines de la revolución burguesa del siglo XVI, Holanda se liberó de la
dominación española y se constituyó en república burguesa independiente.-
[21] Se alude a la
«revolución gloriosa» en Inglaterra.
[22]
Término con que se designaba el imperio alemán (sin Austria) fundado en 1871
bajo la hegemonía de Prusia (N. de la Edit.)
Escrito a comienzos de 1886.
Se publica de acuerdo con el texto de la edición de 1888.
Publicado el mismo año en la
revista "Die Neue Zeit", NºNº 4 y 5, y editado en folleto aparte, en Stuttgart,
en 1888.
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